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Llegar a Afganistán fue, antes que nada, una discusión conmigo mismo.
Un país que nunca había imaginado visitar, que no formaba parte de ningún mapa personal ni de ninguna fantasía de viaje. Lo tenía asociado a titulares, a guerras que no viví, a un régimen que apenas comprendía y a un territorio del que el mundo solo habla para describir tragedias. No tenía ilusiones ni valentías especiales; tenía dudas. Muchas. Y todas legítimas.
No viajaba solo. Y eso lo cambió todo. Sin David y Nicole, con sus relatos quirúrgicos y su doble advertencia —"no es peligroso si entendés las reglas" y "este es el momento, nadie sabe cuánto va a durar"— probablemente habría elegido otro camino. Ellos fueron la primera grieta en la idea rígida que tenía del país. Pero incluso con toda su información, con sus instrucciones sobre la vestimenta, los controles, la comunicación y los códigos, seguía sin tener una respuesta clara a la misma pregunta: ¿qué carajo hacía yo yendo a Afganistán?
Intenté justificarlo mil veces: curiosidad, oportunidad, contexto histórico, desafío personal. Ninguna explicación cerraba. La verdad era más simple y más incómoda: quería ver qué pasaba en un lugar donde el mundo decidió no mirar más.
Y al mismo tiempo, me daba miedo admitirlo.
Viajé con esa contradicción clavada. El trayecto desde Tayikistán hasta la frontera fue un desfile de advertencias. Oficiales que, entre burla y amenaza, le decían a Ilaria que se preparara para ser secuestrada. Preguntas cargadas de prejuicio hacia nosotros. Y un paisaje que cambiaba de tono a cada kilómetro, como si el terreno supiera que estábamos entrando en un espacio donde las reglas no se negocian.
En la frontera, cuando los talibanes aparecieron con sus armas y sus normas, entendí algo esencial:
uno no entra a Afganistán con valentía; entra con humildad, con dudas, con la conciencia de que no controla absolutamente nada.
Y aun así, pasamos.
No lo hice por heroísmo ni por morbo. Lo hice porque sentía que, en este viaje, había algo que necesitaba confrontar: el límite entre el miedo real y el miedo heredado; entre lo que imaginamos de un país y lo que ese país realmente ofrece; entre el juicio fácil y la experiencia directa.
Lo hice sabiendo que no sería cómodo.
Y fue mucho más que eso.
Afganistán, descubrí después, no se resume en un régimen ni en una frontera tensa. Es una mezcla de brutalidad y belleza, de hospitalidad profunda y control absoluto, de silencios que pesan más que las palabras. Es un país que exige todo: mirada, respeto, paciencia, contradicción. Y que te devuelve cosas que ningún otro país en mi viaje pudo darme.
Este prólogo no es una invitación ni una advertencia. Es solo el reconocimiento honesto de lo que significó cruzar a un lugar que desafía todo lo que creemos saber sobre viajar.
Nunca supe si hacía bien entrando a Afganistán, y al salir tampoco tuve una respuesta clara. Lo único seguro es que ese cruce —ese desconcierto inicial— fue el punto exacto donde empecé a dejar de ser el viajero que era.
Leer Historia de AfganistánCapital: Kabul
Población: 43.2 millones (37º)
Idiomas: Pastún y Darí (oficiales), además de uzbeko, turcomano y otras lenguas minoritarias.
Superficie: 652,864 km² (40º país más grande del mundo)
Moneda: Afgani (AFN). 1 USD ≈ 70 AFN (valor orientativo, variable según mercado).
Religión: Mayoría musulmana suní; las normas culturales y religiosas son estrictas y deben respetarse.
Alfabetismo: Aproximadamente 43%, con diferencias significativas entre zonas urbanas y rurales.
Educación y sanidad: Sistema educativo en proceso de reconstrucción. Servicios médicos limitados fuera de Kabul; se recomienda seguro con cobertura internacional.
Trabajo y economía: Principalmente agrícola y de subsistencia. Alta tasa de desempleo y circulación limitada de efectivo.
Deportes populares: Buzkashi, cricket y fútbol.
Situación actual: Afganistán atraviesa una etapa política y social cambiante. La información y las condiciones locales pueden modificarse con rapidez. Los servicios consulares extranjeros son limitados o inoperativos, por lo que es esencial viajar con documentación completa, seguro médico y planes de comunicación alternativos.
Aunque muchos gobiernos desaconsejan viajar por motivos de seguridad, algunos visitantes lo hacen por interés cultural, humanitario o periodístico. Cada viajero debe evaluar cuidadosamente la información más reciente y tomar su propia decisión con prudencia.
La visa para ingresar a Afganistán puede obtenerse en consulados y embajadas en países vecinos. Las tres opciones principales son el consulado en **Peshawar, Pakistán**; el consulado en **Termez, Uzbekistán**; o directamente **al llegar por tierra desde Tayikistán** (opción por la cual crucé).
En mi caso crucé por esta frontera y realicé el trámite on arrival sin mayores dificultades.
El horario de migración es de 8:00 a 16:00, con pausa para almuerzo entre 12:00 y 14:00. Conviene llegar temprano para evitar demoras innecesarias.
Tras ingresar, es obligatorio registrarse en los Centros de Información y Cultura de cada ciudad visitada. El primero se hace en Kunduz y luego, al llegar a Kabul, se tramita el permiso oficial donde figuran los lugares autorizados a visitar.
Este documento se debe mostrar en los numerosos controles de ruta y dentro de las ciudades.
En cada nueva ciudad, regístrate en la oficina local el mismo día o al siguiente (si llegas fuera de horario). El proceso es gratuito y sencillo, y garantiza que puedas moverte sin inconvenientes.
Las mujeres que viajan por cuenta propia no pueden cruzar solas la frontera terrestre. Si lo intentan, deberán esperar a que algún viajero masculino se ofrezca a acompañarlas o “asumir responsabilidad” para que el cruce sea autorizado. En cambio, si viajan con un guía oficial, no hay inconvenientes, ya que el guía es considerado la persona responsable durante todo el trayecto.
Los controles son constantes en rutas y ciudades. Es imprescindible portar siempre el pasaporte y el permiso local. Mantén una actitud calmada y respetuosa, responde con claridad y evita discutir. No se deben fotografiar instalaciones militares, puestos de control ni personal de seguridad sin autorización expresa.
En Afganistán existen hoteles habilitados oficialmente en todas las principales ciudades. No hay hostales ni guesthouses privadas: el alojamiento debe realizarse exclusivamente en establecimientos autorizados por el gobierno talibán. Hospedarse en un lugar no habilitado puede generar sanciones severas a los propietarios y problemas al viajero, ya que este dato se verifica en los Centros de Información y Cultura durante el registro obligatorio.
Durante mi viaje (septiembre 2025), me alojé junto a dos amigos italianos en distintas ciudades del país.
Siempre reservamos una habitación triple, con un costo promedio de 500 a 600 afganis por noche,
equivalente a 7–8 USD por persona.
Las habitaciones suelen ser cómodas, con baños privados o compartidos según el hotel,
y cuentan con camas amplias, ventilador o calefactor según la zona.
En general, el agua caliente y la electricidad funcionan con normalidad, aunque en ciudades menores puede haber cortes breves.
La reserva puede hacerse directamente al llegar, ya que las plataformas internacionales no suelen reflejar los hoteles autorizados.
Es común negociar el precio, especialmente si se trata de estadías de más de una noche.
Todos los hoteles registrados informan a las autoridades locales sobre los huéspedes extranjeros.
Este procedimiento es obligatorio y parte del sistema de seguridad nacional.
En caso de alojarte en un establecimiento no habilitado, serás trasladado de inmediato a uno autorizado.
El hospedaje en Afganistán sorprende por su sencillez y hospitalidad. Siguiendo las normas locales y respetando los procedimientos oficiales, se puede viajar y descansar con tranquilidad incluso en zonas donde pocos extranjeros llegan.
RECOMENDACIONES PARA VIAJES:
Moneda: AFN (Afghani afgano). SIEMPRE NEGOCIAR PRECIO ANTES de abordar.
Salida: Taxis y colectivos interurbanos salen desde las **terminales en las afueras** de la ciudad.
Riesgo: El transporte terrestre implica riesgos significativos. Se recomienda verificar condiciones de ruta y, si es posible, viajar con escolta/seguridad.
Aéreo: Los vuelos domésticos son escasos y sujetos a cancelación.
Limitado y básico en la mayoría de ciudades:
- **Taxis compartidos:** Medio principal. Solo necesario para moverse en Kabul; el resto de ciudades se pueden recorrer caminando.
- **Taxis locales:** Negociación previa esencial.
- **Vehículos privados con conductor:** Opción más segura.
- **Transporte público:** Mínimo y no recomendado para extranjeros.
**Costos Urbanos (AFN):**
Un traslado corto a las terminales o dentro de la mayoría de ciudades **no superará los 200 AFN**.
En Kabul, los costos por taxi son mayores, variando entre **100 y 400 AFN** en total por viaje, dependiendo de la distancia.
**Nota:** Las condiciones meteorológicas pueden afectar directamente la seguridad y la accesibilidad de las rutas terrestres. Consulte el pronóstico local antes de planificar traslados interurbanos.
Consideraciones esenciales:
- Seguridad: Consultar actualizaciones constantemente. Evitar zonas de conflicto activo
- Fotografía: Prohibido fotografiar instalaciones militares, puestos de control y personal de seguridad
- Vestimenta: Conservadora obligatoria. Mujeres deben usar hijab/burka en todo momento
- Drogas y Alcohol: PROHIBICIÓN TOTAL. Penas extremadamente severas incluyendo prisión
- Comunicación: Servicios de internet limitados y monitoreados. Censura frecuente
- Documentación: Portar siempre pasaporte y permisos locales. Registro obligatorio en cada ciudad
- Alojamiento: Exclusivamente en hoteles autorizados por el gobierno
- Transporte: Siempre con conductor/conocedor local. Evitar viajes nocturnos
- Salud: Seguro médico especializado obligatorio. Hospitales con recursos limitados
- Horarios: Respetar horarios de oración. Viernes día no laboral
- Conducta: Respeto estricto a costumbres islámicas. Evitar gestos occidentales
- Emergencias: Tener contacto de embajada. Plan de evacuación preparado
- Controles: Múltiples controles de seguridad en rutas. Actitud calmada y respetuosa
- Moneda: Efectivo esencial (Afgani). Tarjetas internacionales inútiles
Explora Afganistán con esta guía práctica. Selecciona una ciudad para ver sus lugares clave:
Afganistán no es un país: es un impacto. Una especie de fuerza invisible que se te mete en la sangre sin pedir permiso y te deja marcado con un tipo de verdad que no se parece a ninguna otra. Llegué con la idea de un territorio partido por el dolor, y me fui con la certeza de que lo que verdaderamente sostiene a esta tierra es algo que ni la guerra, ni la religión, ni los imperios pudieron quebrar: la gente.
En Kunduz entendí el límite entre el miedo y la ternura. En esos ojos que seguían cada uno de mis pasos, en esa mezcla de desconfianza y hospitalidad que parecía imposible, supe que Afganistán te observa antes de dejarte entrar. Y aun así, aun cargando décadas de cicatrices, ese país decidió abrirme la puerta.
En Kabul descubrí la paradoja más brutal: un mundo donde la muerte se pasea con naturalidad, pero donde la vida se defiende con uñas y dientes. Caminé entre controles, miradas y ruinas, pero también entre tazas de té servidas con una amabilidad que no necesitaba palabras. Lo que muchos llaman oscuridad, yo lo encontré lleno de luz mínima, frágil, pero furiosa. La luz que resiste cuando todo lo demás cae.
Bamyan fue el golpe. La belleza imposible de sus valles convivía con la herida abierta de los Budas destruidos. Ahí entendí la profundidad del daño, pero también la fuerza indecible de quienes continúan viviendo entre ruinas sin permitir que las ruinas vivan dentro de ellos. Y cuando esos niños de la ONG me miraron como si el mundo todavía fuera salvable, me di cuenta de que ellos —no los gobiernos, no los ejércitos, no las fronteras— son la verdadera revolución.
En Mazar-e Sharif encontré el último abrazo del país. La Mezquita Azul brillaba como un espejismo, como si quisiera recordarme que la fe, cuando no se usa como arma, también puede ser refugio. Entre conversaciones sobre cine afgano, tazas de té, historias familiares que parecían fábulas crueles y risas compartidas en almuerzos gigantes, sentí algo que no esperaba: una cercanía infinita con personas que, en otro mapa, viven a miles de kilómetros de mi vida. Ellos fueron el puente final, la forma más dulce y más dolorosa de entender qué significa realmente Afganistán.
Porque este país no es sólo conflicto, ni sólo religión, ni sólo prohibiciones. Es la suma de todo lo que le hicieron —y todo lo que no pudieron quitarle. Es un terreno sagrado y devastado a la vez, donde cada montaña guarda un secreto y cada mirada cuenta una historia imposible de inventar. Es un país donde la gente sonríe con los ojos, porque a veces no les queda otra herramienta para sobrevivir. Donde la hospitalidad no es una costumbre: es un acto de resistencia. Donde la dignidad avanza incluso cuando el futuro retrocede.
Y mientras cruzábamos la frontera hacia Uzbekistán, con el pasaporte recién sellado y la sensación de haber vivido algo irrecuperable, comprendí algo que no había entendido del todo hasta ese momento: Afganistán no quiere que lo entiendas. Quiere que lo sientas. Quiere que lo cargues. Quiere que te duela un poco. Quiere que, aunque regreses al mundo ordenado y luminoso de donde venís, lleves adentro la memoria de sus sombras y de sus luces, de sus heridas y de su gente.
Porque viajar a Afganistán no cambia tu forma de mirar el mundo. Cambia la forma en que mirás a las personas. Cambia la manera en la que entendés la fragilidad, la injusticia, la valentía. Cambia el significado de las palabras hogar, libertad, fe, dignidad, futuro. Cambia incluso la idea que tenías de vos mismo.
Yo entré a Afganistán como viajero. Salí como testigo.
Y lo único que sé, con una certeza que no había sentido nunca antes, es esto: Afganistán se queda en vos. Se queda sin pedir permiso, sin disculparse, sin suavizar nada. Se queda como una marca. Como un llamado. Como una verdad irrevocable.
Y ojalá —por todo lo que vi, por todo lo que aprendí, por todas las personas que conocí— que un día esa verdad deje de ser una herida y vuelva a ser esperanza.
Llegamos caminando desde Tayikistán, arrastrando el cansancio del viaje y una tensión que ninguno admitía en voz alta. El puesto fronterizo se recortaba al fondo como un búnker mal construido: cemento áspero, ventanas mínimas, polvo que se levantaba con cada ráfaga. Nada indicaba que ahí funcionara un organismo del Estado; parecía más bien un resto de guerra que alguien había decidido seguir utilizando.
Los talibanes aparecieron antes que cualquier trámite. Armados, serios, ocupando el espacio como si fuera una extensión natural de sus cuerpos. No había agresividad directa, pero sí una presencia que obligaba a ajustar la postura. Nos señalaron la oficina de visados y entramos sin saber si empezaba un trámite o una prueba de paciencia.
El primer talibán que nos interrogó tenía una habilidad particular para estirar el tiempo. No gritaba, no amenazaba, no levantaba la voz. Pero cada pregunta tenía una pausa innecesaria, un tono que buscaba incomodar, una repetición que parecía calculada para hacernos dudar de nuestras propias respuestas. A Stefano y a mí nos desarmó a preguntas durante casi cuarenta minutos; a Ilaria, directamente, la borró del mapa. Su silencio hacia ella fue más violento que cualquier palabra.
Cuando terminaron, en vez de avanzar, empezó un juego extraño: idas y vueltas sin sentido, instrucciones contradictorias, insinuaciones personales que no venían al caso. Una especie de burla administrativa que no ponía en riesgo la seguridad, pero sí el ánimo. Era esa clase de arbitrariedad que no se discute; solo se soporta.
Al mediodía nos ofrecieron almorzar. Pagamos en somoni porque no teníamos otra cosa y comimos sobre una alfombra afuera, bajo un sol que no daba tregua. El silencio del almuerzo fue raro: no era miedo, pero sí una incomodidad profunda, como si el país ya nos estuviera diciendo que aquí nada funcionaba con la lógica que conocíamos.
A las dos volvieron del descanso, pero no para avanzar. Nos dijeron que esperáramos. Dos horas más tarde, nos informaron que debíamos dormir en un hotel autorizado porque las visas "estarían mañana". Lo dijeron sin excusas, sin tono amenazante, pero con una firmeza que no admitía réplica. Stefano pidió los pasaportes. "Mañana", respondió el talibán, y ahí noté un peso distinto en el ambiente.
Sabíamos que podía pasar, pero cuando ves tu pasaporte quedarse en una oficina de un gobierno no reconocido, entendés que acabás de entregar algo que no deberías soltar jamás. No había embajada, no había canal diplomático, no había colchón. Era confiar porque no había otra alternativa.
En el taxi hacia el hotel, vivimos la primera escena que partió el viaje en dos. Frenamos para cambiar dinero y el conductor, con un inglés quebrado, señaló:
"you" – yes.
"him" – yes.
"her" – no.
Y cruzó los brazos.
Ilaria, totalmente cubierta, respetando cada norma que conocíamos, no podía bajar del auto para cambiar dinero. Fue tan simple y tan directo que no hizo falta explicarlo. Ahí no había malentendido cultural: era prohibición pura.
Llegamos al hotel, un edificio envejecido que funcionaba como extensión de la frontera. Negociamos el precio con la insistencia del que sabe que lo están llevando donde no quiere, pero acepta porque no hay margen. En la habitación, Ilaria se quedó en silencio. No estaba asustada: estaba anulada. Y ver a alguien anulado duele más que cualquier amenaza.
Más tarde preguntamos si podíamos ir al pueblo a comprar agua. Nos dijeron que sí, pero solo Stefano y yo. A ella no. Otra vez sin discusión. Se quedó en la habitación mientras nosotros caminábamos por calles que parecían suspendidas en otra época, con la sensación absurda de estar tres y viajar dos.
Cuando volvimos, cenamos los tres en un comedor vacío. Todo era tan raro que apenas hablamos. Era como si la frontera fuera un organismo vivo que absorbía energía y devolvía incertidumbre.
Al día siguiente llegamos más temprano de lo que nos habían pedido, por si acaso. Esperamos tres horas para que nos enviaran al banco a pagar las visas en afganis. Allí pasamos dos cacheos intensos, casi ceremoniales. Los empleados dormían en sus sillas. El gerente nos atendió con un "welcome bros" que parecía fuera de guion. En ese instante entendí que Afganistán tenía otra lógica. No mejor, no peor: otra.
Volvimos con el comprobante, y recién entonces el talibán del día anterior nos entregó los pasaportes. Todavía faltaba un último sello, pero justo había empezado el horario de rezo. Dos horas más. Ya nadie protestaba. La frontera ya nos había moldeado.
Finalmente, pasadas las tres, sellaron nuestros documentos.
Entramos.
No hubo amenazas. No hubo violencia. Hubo control, arbitrariedad, normas inflexibles y un sistema que no necesita levantar la voz para hacerte entender dónde estás.
Ese fue el comienzo de Afganistán: un país que te recibe con un trámite que es, en sí mismo, una lección.
Después de la frontera, Kunduz fue una especie de bofetada benévola. Veníamos cargados, tensos, con la cabeza todavía atrapada en la escena militarizada del día anterior, y la ciudad nos recibió con una mezcla inesperada de caos, curiosidad y ternura social que no habíamos visto en ningún otro lugar del viaje.
Apenas llegamos, fuimos a la oficina de Información y Turismo. Allí debíamos tramitar un registro provisorio que autorizaba nuestra permanencia hasta llegar a Kabul, donde nos emitirían el permiso general. Afganistán funciona así: capas de controles, comprobantes, sellos y códigos que no siempre se entienden, pero sin los cuales nada avanza. El país empieza con A, pero tranquilamente podría empezar con B de burocracia.
Con ese trámite resuelto, negociamos la noche en un pequeño hotel custodiado por un talibán de guardia las 24 horas —nadie nos explicó por qué— y salimos a caminar justo cuando el sol comenzaba a caer. Seguíamos vestidos con ropa occidental, lo cual nos hacía destacar todavía más. No exagero si digo que nos convertimos en un espectáculo. La gente nos seguía con respeto, pero con una intensidad que no se parecía a nada que hubiera vivido antes. No era hostilidad, era fascinación pura.
Cuando alguien nos saludaba en inglés, se formaba un círculo alrededor: veinte, treinta personas observándonos como si fuéramos músicos de gira internacional. Los niños corrían a pedirme fotos apenas veían la cámara; algunos se empujaban entre ellos por acercarse. Era abrumador e irresistible. Para nosotros era un juego. Para Ilaria, no tanto: como la mayoría eran hombres, ella quedaba en un segundo plano social, atendida solo por otras mujeres que se acercaban con más distancia y menos conversación.
Volvimos al hotel para una ducha rápida y decidimos extender la estadía un día más. Queríamos comprar ropa afgana, caminar sin ser foco de atención exagerado y, sobre todo, entender por qué la ciudad nos estaba recibiendo con semejante energía. Salimos de nuevo y, mientras recorríamos el sector de tiendas para mujeres —Ilaria era prioridad, porque necesitaba cubrirse por completo para estar cómoda—, un hombre nos hizo señas desde la entrada de su local.
Era Abdul Salam. Gordo, amable, con una mirada transparente. Nos invitó a pasar, nos sirvió té sin preguntar y empezó a hacernos preguntas con un inglés limitado pero suficiente. Desde la calle, unas veinte personas miraban la escena con paciencia y curiosidad. Abdul vivía en un pueblo cercano, trabajaba todo el día, hablaba de sus hijos con orgullo y nos insistió varias veces para que fuéramos a su casa. El tiempo no nos daba, pero la hospitalidad era tan genuina que costaba decirle que no.
No se quedó ahí. Nos llevó hasta la tienda de un amigo que confeccionaba ropa a medida. En media hora ya nos estaban tomando medidas, eligiendo telas, ajustando mangas. Ese mismo día, después de las seis de la tarde, éramos tres afganos más caminando por Kunduz. La única vez en casi cinco años de viaje que me hicieron ropa a medida fue en Afganistán: la vida tiene un sentido del humor particular.
Pero Kunduz no era solo eso. Era un bazar inmenso, una ciudad que parecía funcionar como un organismo vivo sin jerarquías claras: carne colgando en ganchos expuestos, verduras alineadas en hilos improvisados, motos desarmadas en talleres mínimos, hombres sentados en banquetas arreglando piezas con herramientas prestadas, niños vendiendo frutas en carritos cojos. Todo mezclado. Todo simultáneo.
Nos regalaban de todo: pulseras, frutas, pan, pequeñas cosas que para ellos valían poco y para nosotros eran un símbolo de algo difícil de nombrar. Los talibanes también pidieron fotos. Algunos posaban con sus armas como si fuera parte del uniforme necesario para la postal del día. Los niños sonreían con una libertad que contrastaba con la rigidez adulta del país.
Vimos cómo se hacía el pan: discos de masa estirada a mano, pegados con un golpe feroz sobre las paredes calientes del horno tandoor, que en segundos los inflaba como si respiraran. La venta era un acto coreográfico: salían cinco panes, entraban diez manos. Nadie hablaba, pero todos sabían cuándo agarrar y cuándo pagar. El helado era otra cosa: una especie de mezcla helada raspada a cuchillo de un cilindro metálico giratorio, servido con una rapidez que parecía incompatible con el calor del ambiente.
Todo en Kunduz tenía una forma directa, cruda, honesta. Sin envoltorio. Sin suavizante narrativo.
Antes de irnos, el talibán que custodiaba el hotel nos pidió una foto. Sonrió. Una sonrisa tímida, casi infantil, que hubiese sido imposible imaginar en la frontera. Mientras escribo esto, Nicole —al mostrarle el nombre del hotel— me pasó una captura: nuestra foto aparece en la ficha de Google del alojamiento. En Afganistán, incluso lo improbable encuentra forma.
Kunduz nos cambió el humor de un saque. La mala energía de la frontera se evaporó en unas horas. La ciudad nos trató como una mezcla improbable entre invitados y celebridades, siempre con esa ingenuidad respetuosa que solo aparece donde la curiosidad es más fuerte que el prejuicio.
Me fui pensando en la pregunta que dejé suspendida al final del día: ¿por qué son así? ¿Por qué esta mezcla de generosidad, atención y entrega tan inmediata?
No era momento de responderla. Kunduz solo planteó la pregunta. La respuesta —la verdadera— llegaría mucho más adelante, cuando ya hubiera atravesado montañas, mezquitas, controles, casas ajenas y conversaciones que me obligaron a mirar Afganistán sin escudos.
Kunduz fue el inicio real del viaje. Ahí el país empezó a mostrar su pulso.
Kabul no empieza cuando uno llega; empieza cuando el mundo alrededor se afloja y uno se da cuenta de que ya no pertenece del todo al lado que dejó atrás. El Paso de Salang había sido el último recordatorio de lo inestable que puede ser un país. La ruta, quebrada y arrogante, parecía diseñada para medir la paciencia del viajero. El túnel, viejo y húmedo, respiraba como un animal cansado. Y ahí, entre camiones sobrecargados, un talibán viajaba sentado a nuestra altura, con una Kalashnikov dormida entre sus rodillas, hablando con la misma suavidad con la que uno conversa en una sala de espera. Afganistán empezaba así: sin aviso, sin dramatismo, sin lógica externa.
Cuando finalmente entramos a Kabul, pasadas las diez de la noche, la ciudad parecía haber apagado todo lo que no fuera movimiento. La oscuridad era casi absoluta; las bocinas, apenas una vibración débil; los autos viejos descansaban como bestias exhaustas. Negociamos un taxi, el chofer peleó el precio como si fuera una cuestión de principios… y al llegar se negó a cobrarnos. En ese momento comprendí una de las leyes invisibles del país: en Afganistán se discute por el gusto de argumentar, no por dinero. El valor está en el choque verbal, en la conexión, en la negociación como acto cultural.
Nos acostamos tarde. Y al día siguiente empezamos a caminar. No avanzamos mucho: un corte en mi pie me devolvió al hotel. Ilaria y Stefano siguieron. Yo cambié de rumbo y me interné solo en la ciudad, sin saber que, en Kabul, caminar solo es tanto un privilegio como una exposición.
En una avenida, cuatro talibanes me hicieron señas para que me detuviera. Me sentaron en una silla, me ofrecieron té y caramelos, y me miraron como si fuera una aparición improbable. Solo uno hablaba inglés; los demás me observaban con esa mezcla de respeto y curiosidad que pesa más que cualquier interrogatorio. Me preguntaron de dónde venía, por qué viajaba solo, qué había visto del país. No sentí miedo, pero sí la incomodidad de ser un foco de luz en un sitio donde uno preferiría pasar inadvertido. Sin embargo, la escena tuvo algo de simpleza humana: compartimos té, sonrisas torpes, preguntas que parecían más de vecinos que de militares.
Seguí caminando hasta unos miradores donde me pidieron el pasaporte dos veces. Aunque vestido como local, no dejaba de ser una anomalía. En el camino de regreso, un afgano acompañado por un chino me saludó. Su inglés era perfecto; su mandarín, impecable; sus códigos sociales, refinadísimos. En cuestión de minutos me eligió invitado: pagó comida para tres, me llevó a una peluquería, pagó mi corte y mi afeitado, y repitió sin tregua: "Sos nuestro invitado". Esa frase en Kabul tiene la contundencia de una ley.
Después llegué al mercado de las aves. No era un mercado: era un milagro ruidoso. Un corredor vivo, saturado de alas batiendo, jaulas temblorosas, gritos que parecían parte del aire. Palomas mensajeras alineadas como escuadrones; tórtolas inquietas; faisanes brillando como si hubieran sido tallados a mano; pavos exagerando su tamaño; gallinas y pollos amontonados en un caos organizado; patos desorientados; periquitos y cotorras en colores imposibles; loros imitando voces; jilgueros y estorninos con sus pequeños temblores de sonido. Incluso algunos halcones juveniles, envueltos en una dignidad salvaje. El mercado respiraba y vibraba con una intensidad que no existía en ningún otro lugar de Afganistán.
Más adelante, encontré una calle amplia, cerrada naturalmente al tráfico. Adolescente jugando al vóley, chicos pequeños tirados al suelo jugando a la bolita. Ese detalle me desarmó. Me devolvió, sin permiso, a mis tardes de infancia, a mis amigos, a mi amigo "el Pato" y a su puntería humillante. Kabul tenía la capacidad de mezclar presente y memoria sin pedir permiso.
Volví al hotel. Escuché las historias de Ilaria y Stefano. Salimos a comprar frutas. Ilaria quiso ir sola. Regresó rápido, con otras frutas, algo nerviosa. No había sucedido nada concreto, pero Kabul puede hablar sin palabras: una mujer extranjera sola rompe un orden. La ciudad responde con silencio, con miradas, con una tensión que se siente.
Los días se sucedieron recorriendo mercados infinitos, carnicerías crudas, talleres improvisados, panaderías que sacaban naan a una velocidad que parecía coreografiada, artesanos trabajando cobre como si siguieran un manual del siglo XII. Kabul es un mercado continuo: una ciudad que no termina nunca de desplegarse.
Decidimos visitar la mezquita Abul Rahman, al norte de la ciudad. En el camino, un hombre sin uniforme nos frenó: "Talibán", dijo. Pidió pasaportes. Nos negamos. Mostró un arma. Había algo raro en él, un desequilibrio evidente. Seguimos caminando y tomamos un taxi. El conductor, gentil y atento, intentó calmarnos todo el trayecto, como si entendiera que veníamos escapando de algo incoherente.
La mezquita era un oasis azul: cúpulas suaves, un patio silencioso, el rumor de oraciones lejanas. Era la primera vez que Kabul nos daba un respiro sin exigir nada a cambio.
A la salida, caminando sin rumbo, una mujer nos habló en inglés perfecto. Sumayya. Preguntó si teníamos planes. Era hora de almuerzo. "Vengan a mi casa", dijo. En Afganistán las invitaciones no se analizan: se aceptan.
Su primera frase al entrar fue para Ilaria: "Si querés, descubríte. Acá adentro nadie te va a mirar". Fue como ver a alguien expulsar un miedo silencioso. Sumayya vivía con su hijo pequeño. Su marido en Estados Unidos. Cocinó Kabuli pulao, mantu, naan. Llamó a la familia que le alquilaba la casa: padre, madre, tres hijos. La mayor tímida; Nabila como un torbellino verbal; Samim medido pero atento. El padre era un personaje teatral: cuando supo que ninguno de nosotros era casado, abrió los ojos como si hubiera visto un fantasma. Y cuando Sumayya bromeó diciendo que Ilaria podía casarse con su hijo, su entusiasmo fue tan grande que casi armó una ceremonia improvisada.
Pasamos horas hablando. Ellos querían saber de todo: cómo veíamos su país, qué pensábamos del régimen, qué sentíamos caminando por Kabul. Nosotros queríamos saber sobre la vida bajo control, sobre los miedos reales, sobre sus esperanzas. Era una conversación imposible de tener en la calle. Entre esas paredes, sin miradas externas, la verdad circulaba con otra libertad.
Prometimos volver. Y volvimos. Llevamos dulces —no podíamos caer con las manos vacías—, y ellos nos recibieron con un almuerzo desbordante. Nabila nos regaló una pulsera a Stefano y a mí, y un colgante a Ilaria. Nos pidieron que nos quedáramos a dormir. No podían. La ley lo prohibía: los extranjeros solo pueden dormir en hoteles autorizados; si nos quedábamos, ellos irían presos. Esa tensión, esa mezcla de cariño y limitación, fue una de las escenas más duras del viaje.
También visitamos otra familia: comerciantes de piedras que Ilaria y Stefano habían conocido. Fue más sobrio, más contenido, menos emocional, pero igualmente hospitalario. Otra mesa, otra historia, otra forma de abrir un espacio íntimo en un país lleno de puertas cerradas.
Cuando dejamos Kabul, entendí lo que había debajo de todo ese caos. No era la ciudad la que nos impresionaba: era su manera de seguir viva. De sostener un código ancestral de hospitalidad en un contexto que intentó destruirlo. De resistir no solo con fe, sino con generosidad.
Salí de Kabul sin saber si la ciudad era hermosa o devastadora. Pero sí supe que pocas veces en mi vida había visto una forma de dignidad tan contundente. Una resistencia tan silenciosa. Una humanidad tan irreductible.
En Kabul aprendí que la belleza no siempre es visible. A veces es simplemente la decisión diaria de no dejar de ser humanos, aun cuando todo alrededor exige lo contrario.
Bamyan era nuestro próximo destino: un nombre que pesa distinto cuando uno lo escucha dentro de Afganistán. Afuera, en Occidente, suena a postal remota; adentro, vibra como un recuerdo herido, como un lugar que sobrevivió más de lo que debería haber podido. Para llegar no había buses directos, así que fuimos a la caótica estación de taxis compartidos. Ese lugar parecía una coreografía desordenada: hombres discutiendo tarifas, motores gruñendo, autos que parecían desafiarnos a adivinar cómo seguían funcionando, como si dependieran de un pacto silencioso con la mecánica.
Compartimos el taxi con una chica local, unos veinticuatro o veinticinco años. Hablaba un inglés suficiente como para volverse inesperadamente cercana. Conectó con Ilaria enseguida. Con nosotros también, lo que ya era extraordinario: en Afganistán la mayoría de las mujeres no conversa con hombres desconocidos. Ella sí. Con una sonrisa breve y una mirada que se abría de a poco. Antes de despedirse, se quitó un anillo y se lo dio a Ilaria. Un gesto sin drama, sin ceremonia, pero con un peso cultural enorme. Algo que en Occidente sería casi imposible: allá, regalar un objeto personal en un viaje es un puente, una declaración silenciosa de amistad instantánea.
El conductor elegía música local. Y en algún momento, por error o capricho del teléfono, la misma canción sonró diez veces consecutivas. Nadie dijo nada, pero los tres terminamos riéndonos como si ese loop musical fuera parte del viaje, como si Afganistán nos estuviera mostrando otro de sus absurdos cotidianos.
Cada control talibán nos obligaba a bajar del taxi, mostrar permisos, pasaportes. El taxista siempre apagaba la música al acercarse al puesto. En Afganistán la música está prohibida. La ausencia del sonido llenaba más que cualquier melodía.
Bamyan apareció ante nosotros como una ciudad extensa y dispersa, como si hubiese sido armada a mano y sin plano previo. Desde lejos parecía chica; caminándola se volvía inmensa. No llevábamos reserva, pero sí el nombre del hotel recomendado. Fue el mejor del viaje: limpio, silencioso, con vistas abiertas al valle. Y allí, recortados contra la roca, los huecos monumentales donde alguna vez estuvieron los gigantes Budas de Bamyan.
Esos Budas fueron tallados hace más de mil quinientos años. Cerca de sesenta metros de altura cada uno. Eran guardianes de la Ruta de la Seda, vigías de caravanas enteras. Vieron pasar imperios, comerciantes, monjes, guerras. Hasta que en 2001 los talibanes decidieron dinamitar la historia. Hoy sólo quedan los nichos vacíos: cicatrices colosales donde antes había rostros. Pararse frente a ellos es asomarse al eco de lo que ya no existe. El vacío se vuelve tangible, casi vivo. Como si la montaña, en silencio, estuviera todavía tratando de recordar su propia memoria.
Al día siguiente fuimos al registro. Mostramos pasaportes. Cuando Stefano abrió el suyo, cayó un ticket viejo para visitar los Budas y las ruinas de Shahr-e Gholghola, olvidado por algún viajero en la habitación del hotel. El talibán que nos atendía frunció el ceño. Empezó a hablar en pashtu, rápido, serio. Llamó a otro que sabía algo de inglés. Nos interrogaron: por qué lo teníamos, quién nos lo dio, si habíamos ido, dónde dormíamos. La situación duró pocos minutos, pero fueron suficientes para recordarnos que en Afganistán hasta un papel ajeno puede convertirse en problema. Al final se resolvió, pero la sensación de fragilidad quedó suspendida, flotando entre nosotros.
La mañana siguiente estaba destinada a Band-e Amir. Desayunamos temprano y fuimos a buscar un taxi compartido. Lo encontramos rápido. Viajábamos con un chico joven, amable, unos veinte años, que nos contó su vida: estaba enamorado, quería casarse, pero no tenía el dinero. En Afganistán casarse es un lujo. El amor, una aspiración que a veces no alcanza.
El camino era hipnótico. Montañas ocre, grietas secas, una luz que parecía filtrarse desde otra época. Y de repente, un puesto talibán.
El talibán que se acercó iba vestido completamente de blanco, sin armas, pero con el aura rígida de quien sabe que su palabra es ley. Se inclinó para ver el interior del auto. Nos miró. Miró a Ilaria. Cruzó los brazos en señal de negación. Mujeres: prohibido. Ni siquiera para mirar el lago. Ni para caminar. Ni para existir en ese espacio.
Intentamos explicarle que no íbamos a nadar, que sólo queríamos ver el paisaje. No importó. La regla no se interpreta; se obedece.
La única solución fue dejar a Ilaria al costado del camino con el taxista. Stefano y yo hicimos dedo. Dos turistas canadienses nos levantaron y nos llevaron. Band-e Amir era hermoso, sí. Pero yo no podía disfrutar nada. Caminaba, miraba el agua azul imposible, hablaba con los canadienses… y todo me sabía a polvo. Había visto discriminación en otras partes del mundo, pero nunca algo así. Una prohibición pura, sin lógica, sin grieta, sin humanidad.
Cuando volvimos, Ilaria estaba triste. Claro. Tenía 21 años y estaba recibiendo, sin anestesia, una clase brutal de realidad.
Ser mujer en Afganistán no es una condición: es un cerco. No pueden estudiar después de los 12 años. No pueden trabajar salvo excepciones médicas. No pueden entrar a muchos espacios públicos. No pueden caminar solas sin generar sospecha.
Y peor: si enviudan, la única forma de sostener a sus hijos es ponerse la burka completa, cubrirse de pies a cabeza y salir a mendigar. Ese es el sistema: cruel en su arquitectura, devastador en sus consecuencias. Una sociedad donde el dolor femenino no sólo existe: se institucionaliza.
El día siguiente lo dedicamos a recorrer las ruinas: los templos budistas excavados, los pasadizos, las escaleras milenarias, los restos de Shahr-e Gholghola —la "Ciudad de los Gritos"— destruida por Gengis Khan. Caminábamos por túneles de roca, subíamos por estrechos pasillos de tierra, mirábamos Bamyan desde terrazas antiguas. Esa ciudad es un museo sin vitrinas: cada piedra parece tener algo que decir.
Y entonces llegó lo mejor.
Stefano tenía el contacto de un amigo italiano que había visitado una ONG local: Kindness Umbrella to Defend Afghan Children. Enseñaban darhi, pashto e inglés a niños sin recursos. Les escribimos. Nos dijeron que estaban felices de recibirnos.
Nos pasaron a buscar temprano. Una profesora nos explicó la misión del lugar: que los niños aprendan, que tengan herramientas, que puedan soñar con algo distinto. Ver eso en Afganistán es conmovedor: gente que crea luz en un país que vive rodeado de sombras.
Entramos a las aulas. Unos sesenta chicos. Caras tímidas primero, después curiosas, después abiertamente alegres. Nos presentamos. Ellos también. Nos preguntaron de dónde veníamos, cómo era nuestro país, qué hacíamos. Les preguntamos sus colores favoritos, animales, juegos. Los más chicos se reían bajito, los más grandes sostenían la mirada con orgullo.
La profesora nos decía: "Con ustedes acá, ellos están felices." Y se notaba.
No queríamos interrumpir demasiado, pero ellos insistieron en que nos quedáramos un rato más. Y nos quedamos.
Después nos llevaron a almorzar a una casa repleta de jóvenes. Nos esperaban Sara —hermana de la fundadora, Maryam—, Murtaza, Zohra, Zohal, Gholam Reza y Sima. Maryam estaba en Pakistán, pero hicimos videollamada. Se emocionó al vernos ahí.
La mesa era un festival: Kabuli pulao, mantu, ashak, naan caliente, verduras especiadas, yogur denso, té interminable. Una abundancia hecha no de recursos, sino de voluntad. En Afganistán la hospitalidad no es una cortesía: es un acto de resistencia cultural.
Charlamos durante horas: religión, estudios, política, amor, futuro, trabajo, los talibanes, la vida cotidiana. Todo. Como si el mundo no tuviera fronteras en ese pequeño comedor.
Y llegó el momento de despedirnos. De ellos, y también de Bamyan. Teníamos que volver a Kabul para, al día siguiente, seguir hacia Mazar-e Sharif.
La despedida del espejo azul de Band-e-Amir, un recuerdo que perdura
Bamyan fue una de las experiencias más profundas de mi vida. No sólo por su historia milenaria, ni por sus paisajes que parecen pintados con polvo y luz. Sino por la gente: por cómo, aun rodeados de restricciones, pobreza y vigilancia, siguen apostando a la educación, al vínculo, a la palabra.
Lo que me llevo de Bamyan es eso: la dignidad que resiste incluso cuando todo alrededor parece diseñado para quebrarla.
Si alguna de las personas que conocí allí llega a leer estas líneas, quiero que sepan algo simple y verdadero: ustedes cambiaron la forma en que veo el mundo.
Mazar-e Sharif era nuestro último destino en Afganistán. Tres días finales antes de volver a cruzar una frontera, cerrar un capítulo y cargar con un país que ya nos había marcado más de lo que podíamos admitir. Llegamos de noche, como casi siempre; la oscuridad afgana tiene algo propio: más densa, más silenciosa, más atenta. Tomamos un taxi autorizado, nos registramos en un hotel permitido y dejamos las mochilas sin demasiada ceremonia. El cansancio ya era parte del viaje; la curiosidad también.
A la mañana siguiente fuimos directo al Centro de Información y Cultura, donde debíamos constatar el registro. Nos recibió un talibán joven, amable, de esos que rompen todos los estereotipos sin cambiar ninguna de las reglas. No recuerdo su nombre, pero sí sus manos temblorosas mientras preparaba el té. Nos habló de su hija pequeña, de su esposa, de lo feliz que estaba de tener un trabajo que le daba estabilidad. Y, como si fuera la escena más improbable del mundo, nos contó que había estudiado cine.
Cine. Un talibán cinéfilo hablándonos de producción, de cámaras, de películas afganas que no conocíamos. Cuando Stefano volvió con las fotocopias, el hombre estaba en plena comparación entre "La vita è bella" y un film afgano que había marcado su adolescencia. Era imposible no sentir el choque interno: estaba frente a un miembro del régimen, pero también frente a un tipo que amaba la luz de un proyector.
Dejamos el edificio con la mente girando y partimos hacia la Mezquita Azul, el corazón simbólico de la ciudad.
La Mezquita Hazrat Ali, conocida como la Mezquita Azul, es un templo que parece suspendido entre siglos. Un océano de azulejos turquesas, cúpulas que respiran luz, minaretes que quieren tocar el cielo. La leyenda dice que allí reposa Hazrat Ali, y el lugar se comporta como si fuera cierto: palomas que vuelan como oración viva, hombres entrando y saliendo en un flujo constante, familias sentadas en los jardines, mujeres caminando entre sombras. Es uno de los lugares más hermosos del país, no por su estética solamente, sino por cómo se siente: un refugio donde la vida cotidiana se sirve sin filtro. Entramos los tres. También Ilaria. Caminamos despacio, tratando de absorber aquella calma imposible en medio de tanto caos.
Mazar-e Sharif era distinta: más moderna, más ordenada, más abierta que Kabul o Bamyan. Las calles estaban llenas de mercados, pilas de telas gritando colores, carnicerías donde la carne colgaba al aire libre, puestos que se repetían como ecos. Un caos vivo y funcional.
El último día era para encontrarnos con Jawad, nuestro amigo afgano que habíamos conocido en Dusambé. Puntual, sonriente, preparado como si nos hubiera estado esperando desde hace meses. Nos llevó a almorzar y pedimos pulao. Yo pedí un batido de mango. Fue, sin exagerar, el mejor mango de mi vida. Los mangos pakistaníes tienen un perfume inexplicable: dulces, densos, perfectos. Era imposible no cerrar los ojos al probarlo.
Después del almuerzo, Jawad habló. Era la primera vez que lo escuchábamos así, sin bromas, sin distractores, sin prisa.
Nos contó cómo su madre tuvo que esconderse durante la toma talibán. Luego su padre. Cómo pasaron días encerrados mientras afuera el país cambiaba de forma irreversible. Nos habló del miedo, del desconcierto, de ver a conocidos desaparecer, de ver la libertad evaporarse como si nunca hubiera existido.
Y entonces llegó la parte que necesitaba ser más larga, más clara y más honesta.
Jawad nos habló del Afganistán de los años 70, un país que muchos no imaginarían hoy: universidades abiertas, mujeres estudiando medicina, derecho, ingeniería; conciertos; minifaldas en Kabul; cine, libros, debates. Un país donde la religión convivía con la libertad sin contradecirla. Ese país libre existió. No es mito. No es exageración. Fue real.
Pero las potencias del mundo lo rompieron. Primero la Unión Soviética, que invadió el país con la idea de transformarlo en un satélite político. Tanques, represión, imposición ideológica. El gobierno afgano de entonces, débil y dividido, se apoyó en los soviéticos para sostenerse.
Estados Unidos respondió a esa intervención con su propia intervención: en lugar de buscar estabilidad, decidió financiar y armar a los grupos más radicales para "derrotar" a la URSS. No apoyó a los moderados. No fortaleció instituciones. No invirtió en educación. No: eligió el camino más corto y más devastador. Les dio armas, dinero y entrenamiento a facciones extremistas que, con el tiempo, evolucionaron en el monstruo que luego dominaría el país: los talibanes.
Occidente alimentó un fuego que después no supo controlar. Y cuando el bloque soviético cayó, el país quedó fracturado en mil pedazos. Guerra civil. Señores de la guerra. Hambruna. Violencia sin dirección.
Los talibanes tomaron el poder con una primera versión del régimen que, según quienes lo vivieron, ya era duro, pero no tan extremo como el actual. Luego llegó el 11 de septiembre, la invasión estadounidense, dos décadas de guerra, pérdidas incalculables y errores sistemáticos. Veinte años después, Estados Unidos se fue. Y dejó atrás un vacío perfecto para que los talibanes más radicalizados regresaran. Regresaron más fuertes que nunca. Regresaron como consecuencia directa de decisiones externas que nunca tuvieron en cuenta al pueblo afgano.
Nada de esto es teoría: era la voz de Jawad. La voz de una generación que carga con los errores de imperios que nunca pisaron un bazar, nunca escucharon una risa local y nunca entendieron qué es realmente Afganistán.
Después del relato, caminamos por mercados, mezquitas menores, calles interminables. Jawad nos acompañó hasta el hotel. Apenas cruzamos la puerta, el manager lo interrogó: ¿Quiénes son? ¿Qué hacés con ellos? ¿Por qué venís acá?
Era absurdo, invasivo, agotador. Tuvimos que aclarar que solo almorzamos, conversamos, aprendimos. Nada más. No pasó a mayores, pero esa escena explicaba mejor que cualquier capítulo la forma en que funciona el sistema: desconfianza total hacia los locales que se acercan a extranjeros, miedo a que algo escape del guion permitido.
Y así, casi sin darnos cuenta, llegó nuestro último amanecer en Mazar-e Sharif.
Salimos hacia la frontera con Uzbekistán. Controles talibanes, preguntas secas, sellos. Nos preguntaron si teníamos dólares —no conviene llevar demasiado; intentan que el dinero quede en el país— y después de cambiar un poco a moneda local, seguimos. Cuando cruzamos el puente y el pasaporte recibió el último golpe de tinta, supimos que dejábamos atrás la ciudad más tranquila y a la vez más vigilada del viaje.
Mazar-e Sharif fue un cierre extraño: amable, tenso, hermoso, incómodo. Una mezcla perfecta para un último capítulo antes del final real.
La conclusión de Afganistán completa vendrá después. Esta queda acá: donde termina Mazar, donde Jawad nos abrazó con la mirada, donde la Mezquita Azul se volvió un recuerdo fijo, y donde entendimos que incluso en el lugar más calmo del país, todo vibra bajo la superficie.