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Bolivia no se presenta de golpe; se impone por acumulación. Apenas cruzás la frontera, los caminos se elevan como si quisieran medir tu resistencia. La altura es la primera emboscada: el aire pesa distinto, los pasos se vuelven cortos y cada respiro recuerda que entraste en otro compás.
En las rutas, la tierra se viste de ocre y de verde áspero. Los pueblos aparecen de pronto, entre mantas de colores que cuelgan en puestos improvisados y parlantes que escupen cumbia andina. Una mezcla que no busca seducir: simplemente está. El viajero no recibe invitación, sino un reto a mirar sin filtros.
En La Paz, el vértigo se convierte en ciudad. El altiplano cae en terrazas interminables y la vida se acomoda entre cuestas empinadas, ferias interminables y un tráfico que parece puesto a prueba cada día. Desde arriba, los teleféricos cruzan como hilos tensados sobre un tablero quebrado; desde abajo, la ciudad late con voces superpuestas, vendedores ambulantes y hornos que sueltan pan caliente en cada esquina.
Más allá del altiplano, Bolivia despliega otros rostros. El salar es un desierto blanco que refleja el cielo hasta confundirlo con la tierra. Las lagunas del sur parecen inventadas por un pintor caprichoso, con aguas verdes, rojas o turquesas que no admiten explicación sencilla. Y en las selvas amazónicas del oriente, el calor se pega a la piel mientras los ríos abren camino a pueblos donde la rutina todavía se mide por campanas y no por relojes.
En los pueblos pequeños, la vida se mueve despacio. Una cancha de fútbol polvorienta reúne a todos al caer la tarde, los altavoces de una radio local marcan la jornada, y la hospitalidad no se anuncia: sucede en un plato de sopa compartido o en un saludo breve que alcanza para abrir una conversación. Es un país que conserva una naturalidad áspera, sin adornos.
Con esa mezcla de dureza y vitalidad, Bolivia abre sus puertas sin concesiones. El resto —ciudades, paisajes, encuentros— se encadenará en un recorrido que nunca deja indemne a quien se anima a transitarlo.
Lee la Historia de BoliviaCapital: Sucre (constitucional) y La Paz (sede del gobierno)
Población: 12.24 millones (2025)
Idiomas: Español (oficial), quechua, aymara, guaraní y otros 33 idiomas indígenas reconocidos
Superficie: 1,098,581 km² (país sin salida al mar más grande de Sudamérica)
Moneda: Boliviano (BOB), 1 EUR ≈ 7.47 BOB (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Predomina el cristianismo (catolicismo), aunque también hay presencia de grupos evangélicos y religiones indígenas como el culto a la Pachamama
Alfabetismo: 94.5% (aproximadamente)
Educación y sanidad: Bolivia ha avanzado en acceso a educación y salud, pero persisten desigualdades entre áreas urbanas y rurales. La educación es gratuita hasta el nivel secundario, y la sanidad pública está disponible, complementada con seguros privados.
Trabajo: La economía boliviana se basa en la minería, agricultura, gas natural y litio. Aunque ha crecido en las últimas décadas, el desempleo y la pobreza siguen siendo desafíos en ciertas regiones.
Deporte más popular: Fútbol.
Seguridad: Bolivia es generalmente un país seguro, aunque se recomienda tener precaución en áreas turísticas y en algunas ciudades, como La Paz, debido a la presencia de delitos menores como los robos.
Ciudadanos latinoamericanos: Los ciudadanos de varios países latinoamericanos, incluyendo Argentina, México, Colombia, entre otros, pueden ingresar a Bolivia sin visa por un período de hasta 90 días, como parte de acuerdos de libre tránsito.
Proceso de entrada:
Requisitos al ingresar:
Enlaces oficiales:
Los precios de hospedaje en Bolivia son generalmente económicos, incluso en destinos turísticos populares como La Paz, Sucre, Uyuni y Potosí. En ciudades más pequeñas y rurales, los precios pueden ser aún más bajos. Bolivia tiene una temporada seca (de mayo a octubre) y una temporada lluviosa (de noviembre a abril); en la temporada lluviosa, es común encontrar tarifas más reducidas.
La Paz:
Temporada seca: 7 USD por noche
Temporada lluviosa: 5 USD por noche
Sucre:
Temporada seca: 6 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Uyuni:
Temporada seca: 10 USD por noche
Temporada lluviosa: 7 USD por noche
Potosí:
Temporada seca: 6 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Copacabana (Lago Titicaca):
Temporada seca: 6 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Rurrenabaque (Amazonía boliviana):
Temporada seca: 7 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Samaipata:
Temporada seca: 7 USD por noche
Temporada lluviosa: 5 USD por noche
Oruro:
Temporada seca: 5 USD por noche
Temporada lluviosa: 3 USD por noche
A continuación, se detallan rutas clave entre destinos turísticos en Bolivia, con precios promedio por trayecto, punto de partida y plataformas de compra online si están disponibles.
Consejo: Siempre que sea posible, viaja de noche. Las rutas no siempre están en buen estado y los tiempos de viaje son prolongados. Esto te permite ahorrar una noche de hospedaje y aprovechar mejor tu tiempo en cada destino.
La Paz:
Cochabamba:
Sucre:
Potosí:
Es común comprar pasajes directamente en las terminales de buses. Esto tiene dos ventajas:
Clima general en Bolivia: Bolivia es un país con una gran diversidad de climas debido a su geografía variada. Desde el frío altiplano andino hasta las cálidas tierras bajas de la Amazonía, cada región tiene su propia temporada ideal para visitarla. En general, la temporada seca, de mayo a octubre, es la mejor época para recorrer la mayoría de las regiones, especialmente si planeas hacer trekking o explorar los sitios naturales más conocidos.
La mejor época para visitar Uyuni es durante la temporada seca, de mayo a octubre. Durante estos meses, las temperaturas son frías pero agradables, y es cuando el Salar de Uyuni está más accesible. Si prefieres ver el famoso efecto espejo, la temporada de lluvias (de enero a marzo) es ideal, pero debes tener en cuenta que algunas rutas pueden ser más difíciles de transitar.
Oruro es más visitado en el mes de febrero, durante su famoso carnaval, aunque en términos de clima, la mejor época para viajar es de mayo a octubre, cuando el clima es más seco y agradable para recorrer la ciudad y sus alrededores.
La Paz, al estar ubicada en el altiplano, tiene un clima frío durante todo el año. La temporada seca, de mayo a septiembre, es la mejor para visitar, ya que los cielos suelen estar despejados, lo que te permitirá disfrutar de vistas espectaculares de la ciudad y las montañas circundantes. Sin embargo, las temperaturas pueden ser muy frías durante la noche.
La mejor época para visitar Copacabana y la Isla del Sol es de mayo a octubre. Durante estos meses, las lluvias son mínimas y el clima es perfecto para explorar el Lago Titicaca y las islas. Si prefieres un clima más templado, los meses de abril y noviembre también son buenas opciones, aunque existe una mayor posibilidad de lluvias.
La mejor época para visitar la Amazonía es de mayo a octubre, cuando la temporada de lluvias ha cesado, lo que hace que las rutas sean más accesibles y las excursiones a la selva sean más seguras. Los meses de noviembre a marzo son temporada de lluvias, lo que puede dificultar las caminatas y los paseos en bote debido a los niveles altos de los ríos.
Cochabamba tiene un clima templado, conocido como la "ciudad de la eterna primavera". Cualquier época del año es buena para visitarla, pero la temporada seca, de mayo a octubre, es ideal para recorrer la ciudad y disfrutar de sus alrededores. Durante el resto del año, el clima sigue siendo moderado, con lluvias más frecuentes en los meses de enero a marzo.
La mejor época para visitar Samaipata es de abril a octubre, cuando el clima es seco y agradable para recorrer los alrededores, como el Fuerte de Samaipata y el Parque Nacional Amboró. Aunque la región tiene un clima templado, la temporada de lluvias puede dificultar las caminatas y la exploración de los senderos.
La mejor época para visitar Sucre es de mayo a octubre. Durante estos meses, el clima es seco, ideal para recorrer la ciudad colonial y sus alrededores. Los meses de noviembre a marzo traen lluvias, pero las temperaturas siguen siendo agradables, lo que permite una visita tranquila si no te molestan las precipitaciones.
La mejor época para visitar Potosí es de mayo a septiembre. Las temperaturas pueden ser frías, pero el clima seco es perfecto para recorrer la ciudad y explorar la famosa mina de Cerro Rico. Evita los meses de lluvia (noviembre a marzo), ya que las lluvias pueden dificultar las actividades al aire libre.
Altitud: Aclimatación progresiva es esencial en ciudades como La Paz (3,650 msnm) y Potosí (4,090 msnm). Se recomienda pasar un par de días en lugares a menor altitud antes de llegar a las ciudades altas para evitar el mal de altura.
Salar de Uyuni: Se recomienda hacer excursiones de 1 a 3 días, dependiendo del tiempo disponible. Es importante comparar operadores turísticos para encontrar las mejores ofertas y servicios. Asegúrate de llevar ropa adecuada para el clima extremo, especialmente en la noche.
Seguridad: Si bien Bolivia es un destino relativamente seguro, se recomienda estar atento a tus pertenencias en áreas concurridas.
Moneda: La moneda oficial es el boliviano (BOB). En áreas rurales y más remotas, las tarjetas de crédito y débito no siempre son aceptadas, por lo que se recomienda llevar suficiente efectivo. En ciudades grandes como La Paz y Santa Cruz, las tarjetas son más comunes. Asegúrate de consultar el tipo de cambio antes de cambiar dinero, especialmente en las casas de cambio, ya que puede variar. En la frontera con Argentina suelen ofrecer un buen tipo de cambio.
Cultura: En áreas rurales y pueblos indígenas, es común que los locales prefieran que se les pida permiso antes de tomarles fotografías, especialmente a las "cholitas" (mujeres indígenas). Siempre sé respetuoso con las costumbres y tradiciones locales.
Consejos prácticos:
Descubre la Bolivia auténtica: desde los picos andinos hasta la selva amazónica, pasando por ciudades coloniales que guardan secretos históricos.
Bolivia me recibió con máscaras y tambores, me abrazó con su selva húmeda y me desgarró con montañas que aún sangran. La recorrí como quien camina por un libro vivo: cada capítulo era distinto, y todos estaban escritos con la misma tinta densa de la historia y la resistencia.
En La Paz descubrí que el caos puede tener un orden secreto, que el vértigo no es solo físico sino cultural. En el Titicaca me sumergí en aguas que parecían hablar un idioma más antiguo que cualquier frontera. En Rurrenabaque entendí que la selva no se visita: ella te adopta, y te devuelve distinto. Cochabamba me dejó frío, como si me recordara que no todos los caminos tienen que enamorar. En la Ruta del Che encontré pueblos que cargan el peso de un mito sin terminar de digerirlo, y en Sucre la elegancia blanca de un pasado que todavía disputa su lugar en el presente.
Y luego, Potosí. Allí comprendí que viajar también es mirar de frente lo insoportable. El Cerro Rico no fue una excursión: fue una bofetada de siglos. Salí con una tristeza infinita, con la certeza de que ese monstruo de piedra devoró a millones y sigue devorando. Las palabras de Galeano resonaban como un martillo: el puente de plata hacia España podía haberse construido con huesos de los que quedaron enterrados en la montaña. Y ese eco sigue vivo, reclamando memoria.
Cuando dejé Bolivia no llevaba recuerdos materiales, apenas marcas invisibles. Me llevé olores: el de la chicha fermentada, el humo de las q’owas, la humedad del Beni. Me llevé sonidos: los silbidos de los minibuses, el grito agudo de los tucanes, los dinamiteros del cerro. Me llevé miradas: los ojos de un minero curtido, la sonrisa de una señora en Copacabana, la complicidad de viajeros que se vuelven familia por unas horas de camino.
Bolivia no fue una parada más: fue un umbral. Me mostró lo hermoso y lo brutal, lo festivo y lo trágico, lo humano en su forma más desnuda. Aprendí que hay países que no se explican, solo se viven, y que algunos viajes no terminan al cruzar la frontera: permanecen dentro, latiendo como una pregunta que nunca se responde del todo.
Bolivia, con sus heridas abiertas y su fuerza intacta, sigue habitándome. Y en ese lugar secreto donde guardo lo más verdadero de mis viajes, sé que continuará ardiendo.
Uyuni apareció primero como un pueblo que parecía vivir en pausa: calles anchas de tierra, casas bajas, el viento levantando polvo que se quedaba en la piel y en la ropa. No había demasiado movimiento, salvo algunos puestos improvisados y camionetas estacionadas en fila, esperando al turista. De noche, el frío entraba como un visitante sin permiso, y el silencio se volvía casi absoluto, interrumpido apenas por el motor de algún camión que se alejaba rumbo al altiplano. La sensación era la de estar en un sitio que funciona más como antesala que como destino, pero aun así tenía su propio pulso, discreto, de frontera interior.
Antes de internarme en el salar pasé por el cementerio de trenes. Vagones oxidados, locomotoras partidas y engranajes dormidos en la arena formaban un escenario detenido en el tiempo. El hierro corroído tenía un aire de ruina industrial que contrastaba con la vastedad natural que me esperaba más adelante. Era como una advertencia: lo humano se oxida rápido, lo mineral permanece.
El salar mismo fue otra dimensión. No había horizonte claro: solo una extensión blanca que confundía distancia y escala. Caminar ahí era como estar en un espejo que multiplica el cielo, con la luz golpeando tan fuerte que cualquier descuido lastimaba los ojos. El silencio era total, un vacío sonoro que se volvía casi físico, como si cada paso flotara. El frío del viento, a pesar del sol, marcaba la contradicción constante del altiplano.
Ahí apareció la anécdota inesperada: viajé gratis porque el chofer, que apenas manejaba un castellano básico, necesitaba un traductor. Dos alemanes habían contratado la excursión y, aunque hablaban inglés, con él no podían comunicarse. Terminé ocupando un rol improvisado: puente entre ambos lados. Traducía preguntas sobre rutas, tiempos y hasta sobre las bromas que el chofer lanzaba con una seriedad engañosa. Esa mediación me dio un lugar distinto: no era solo un pasajero, estaba adentro de la dinámica del viaje. Entre risas, confusiones y aclaraciones, el salar se convirtió no solo en paisaje, sino en escenario compartido, donde yo no observaba desde afuera, sino que formaba parte del movimiento mismo.
Volví a Uyuni con la piel tirante por la sal, la ropa marcada de polvo y la certeza de que ese día había sido más que contemplación: había sido participación. El salar, con su blancura infinita, no solo se ofrecía para la mirada, sino que exigía ser habitado. Y en esa exigencia, incluso la casualidad de traducir se volvía parte del recorrido.
Oruro me recibió con aire de altiplano: calles empinadas que cortaban la respiración, el viento frío que se colaba entre edificios bajos y un ritmo de ciudad que parecía suspendido entre lo cotidiano y lo ceremonial. La vida giraba alrededor de plazas y mercados, con aromas de api morado, frituras recién hechas y frutas de estación que coloreaban los puestos. Todo parecía rutinario hasta que llegó el domingo, y la rutina se transformó en otra cosa.
Ese día se celebraba el convite, el ensayo general que funciona como preludio del Carnaval. Yo pensaba encontrar un desfile, pero me topé con una ciudad entera que se volcaba a las calles. Desde distintos puntos iban apareciendo comparsas, cada una con sus músicos y bailarines. Avanzaban por las avenidas, se detenían, se organizaban de nuevo y continuaban con una energía que parecía inagotable. El sonido de las bandas —tambores, bronces, bombos— hacía vibrar el suelo. Las morenadas, los caporales, los tinkus y los diablos recorrían la ciudad con pasos ensayados, trajes bordados en oro y plata, máscaras que mezclaban devoción y teatralidad.
El eje espiritual estaba claro. Cada grupo pasaba frente al Santuario de la Virgen del Socavón, levantaba los brazos, hacía reverencias, dedicaba cantos y plegarias. La fe atravesaba la fiesta con la misma intensidad que la música. El convite, aunque era apenas un ensayo, tenía la fuerza de una procesión solemne. Yo miraba fascinado cómo un domingo cualquiera podía convertirse en un estallido de sonido, color y fervor.
Pronto entendí que no podía quedarme como espectador. A cada rato me invitaban a sumarme: vasos de cerveza pasaban de mano en mano, bandejas improvisadas con empanadas y guisos iban y venían. Una comparsa me ofrecía un brindis, a los pocos metros otra me insistía con comida y más bebida. La jornada se convirtió en un recorrido compartido, una especie de comunión festiva que me arrastraba de grupo en grupo. Terminé con la panza llena, la cabeza ligera y la certeza de haber vivido algo irrepetible. Borracho, sí, pero en un estado de alegría compartida que ningún bar o festival armado podría imitar.
La música no se detuvo hasta pasada la medianoche. A la una de la mañana, todavía había comparsas bailando y bandas tocando como si el cansancio no existiera. Yo volví tambaleando, con los oídos zumbando y la ropa impregnada de humo, comida y cerveza, pero con una sonrisa difícil de borrar. Oruro me había mostrado su corazón: una fiesta que no espera al calendario oficial para encenderse, un lugar donde la fe y la celebración se mezclan en la misma calle, sin escenografía, sin medida y sin fin.
El Carnaval de Oruro no es solo una fiesta: es la mayor celebración cultural de Bolivia y una de las más importantes del continente. Declarado en 2001 como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad por la UNESCO, combina raíces indígenas precolombinas con tradiciones católicas introducidas durante la colonia. Su centro espiritual es la Virgen del Socavón, patrona de los mineros y figura que articula toda la devoción de la ciudad.
Sus orígenes se remontan a las ceremonias andinas dedicadas a la pachamama y a los dioses del subsuelo, a quienes se ofrecían danzas y sacrificios. Con la llegada de los españoles, esas prácticas se fusionaron con el culto mariano. Así, lo que antes era un ritual a los dioses de la tierra se transformó en procesión en honor a la Virgen, sin perder del todo sus símbolos originales. Esa mezcla es lo que le da al Carnaval de Oruro un carácter único: es sincrético, es religioso y festivo al mismo tiempo.
El evento principal se desarrolla cada febrero y convoca a más de 50 grupos de danzantes y bandas, sumando alrededor de 20.000 participantes. Durante casi 20 horas ininterrumpidas, avanzan por las calles en coreografías ensayadas durante meses. Los trajes son verdaderas obras de arte: bordados con hilos metálicos, máscaras con diablos de ojos saltones, víboras y dragones, plumas que brillan bajo el sol del altiplano. Cada danza tiene un significado: la diablada representa la lucha entre el bien y el mal, los caporales evocan el pasado esclavista de los afrobolivianos, los tinkus recrean antiguos combates rituales de los pueblos del altiplano.
Más allá del espectáculo visual, el Carnaval es una expresión de identidad. Las familias se heredan trajes, las comparsas se transmiten de generación en generación, y la ciudad entera se organiza en torno a la preparación de la fiesta. Para los orureños, participar no es opcional: es una manera de afirmar quiénes son y de renovar un pacto con la Virgen del Socavón, a la que todos, bailarines y músicos, llegan de rodillas al final del recorrido.
Verlo en vivo es asistir a un ritual que combina fe, música y resistencia cultural. El Carnaval de Oruro no se limita a mostrar folklore para turistas: es un acontecimiento que late en la vida de toda la región, un puente entre pasado y presente que explica por qué Bolivia guarda en sus fiestas una parte esencial de su alma.
El bus partió de la terminal junto al cementerio general de La Paz cuando el sol apenas comenzaba a iluminar las cumbres nevadas. Cinco horas después, el Estrecho de Tiquina marcó el verdadero inicio del viaje: descendí del minibús y crucé en una lancha mientras el vehículo flotaba en una plataforma rudimentaria. El lago ya se insinuaba con un azul encendido, de esos que parecen más altos que el cielo mismo.
En Copacabana me alojé en un hostal familiar, una casa de paredes encaladas donde Doña Luz me recibió sin formularios ni reservas: un apretón de manos, un “ya almorzaste” y la indicación de una habitación sencilla. En el patio colgaban tiras de charque que secaban al viento; por las noches, los peregrinos que venían desde Oruro o Potosí compartían la mesa con papas lizas hervidas en ollas de aluminio. Ese ambiente, más cercano a una casa que a un alojamiento, fue el contrapunto perfecto para lo que vendría después.
Mi primera caminata me llevó a la Horca del Inca. El ascenso entre piedras sueltas desembocó en una estructura precolombina que dominaba la bahía. Dos pilares y un dintel marcaban, con precisión antigua, los ciclos solares. Más allá de la arqueología, el sitio transmitía la certeza de haber sido escenario de ceremonias donde el tiempo se medía de otra manera. El viento, que a esa altura se vuelve casi sólido, era la única compañía.
Al atardecer subí al Cerro Calvario. Las catorce estaciones de este vía crucis mezclaban símbolos católicos con rituales andinos: velas benditas junto a hojas de coca, cruces adornadas con serpentina y libaciones de chicha. En la cima, frente a la bahía teñida de oro, un yatiri encendía una q’owa para los achachilas. “Este cerro sigue hablando en aymara”, me dijo, y el eco del fuego parecía confirmarlo. Allí, entendí que en Copacabana la devoción no se divide: conviven los santos y la Pachamama, cada uno reclamando su espacio en el mismo altar.
Al día siguiente tomé una lancha hacia la Isla del Sol. Mientras los catamaranes turísticos desembarcaban en el puerto norte, yo llegué a Challapampa, un poblado donde las terrazas agrícolas aún producen papa, quinua y habas con métodos ancestrales. La Fuente Sagrada manaba sus tres chorros, cada uno representando los principios aymaras que se repiten como una advertencia atemporal: no robar, no mentir, no ser flojo. Me quedé largo rato allí, contemplando el murmullo del agua y las huellas incas que aún atraviesan la isla.
Ese mismo día, en un gesto casi irracional, me animé a nadar en el Titicaca. El agua helada cortó la piel como cuchillas, pero la sensación de flotar en el lago navegable más alto del mundo superó cualquier incomodidad. Fue un instante breve, casi una prueba, pero suficiente para entender lo que significaba sumergirse en un lugar al que millones de personas se acercan con respeto reverencial.
La tarde me encontró en el muelle indígena, sentado sobre piedras pulidas por siglos. Los barcos cargados de turistas regresaban hacia Perú, mientras yo me quedaba con el silencio del lago. No había souvenir capaz de contener ese momento: el horizonte detenido, las aguas respirando despacio, la certeza de que algunas experiencias no se cuentan, solo se guardan.
Cuando partí rumbo a la frontera peruana, miré una última vez esas aguas donde la leyenda inca sitúa el nacimiento de Manco Cápac y Mama Ocllo. Bolivia había dejado de ser un destino para convertirse en una pregunta abierta. El Amazonas me esperaría luego del Perú, pero el Titicaca me dejaba un recordatorio: en cada ola se esconde un secreto, y todos hablan en aymara.
El bus hacia Samaipata parecía más una prueba de resistencia que un viaje: curvas interminables, precipicios a centímetros de la ventana y un aire que cambiaba con cada kilómetro, del polvo seco a la humedad verde. Ocho horas después, cuando el sol comenzaba a caer, llegué a un pueblo que parecía una tregua entre los Andes y la selva. Samaipata se desplegaba con sus calles empedradas, techos de teja roja y un clima que justificaba su fama de eterna primavera. Era todo lo que Cochabamba no había sido: calma sin aburrimiento, autenticidad sin decorado.
El hostal familiar donde me quedé era un mundo en sí mismo. Marta, uruguaya de mirada cansada y mate siempre listo, me recibió con una historia de desarraigo: había cambiado Montevideo por este valle donde el tiempo y el dinero corrían más lento. Y como ella, muchos otros. Samaipata estaba lleno de exiliados económicos que habían encontrado en este rincón un refugio. Por las tardes, la plaza era un escenario de contrastes: camionetas 4x4 de cruceños adinerados estacionadas frente a mochileros que compartían vino barato, mientras un mural del Che hecho con tapitas de cerveza convivía con símbolos guaraníes.
Con un grupo improvisado de viajeros —una bióloga peruana obsesionada con las orquídeas, un español persiguiendo cóndores con una cámara, un inglés con más cerveza que horas de sueño y un danés fanático de los vikingos— convencimos a un taxista destartalado de llevarnos al Codo de los Andes.
Ese lugar no es un simple mirador: es una herida abierta en el mapa del continente. Allí donde la Cordillera cambia de rumbo hacia el sur, el viento no sopla, grita. Desde el borde del precipicio, las nubes quedaban atrapadas como si los dioses hubieran olvidado recoger la colada, y al fondo se veía el Amboró, esa mancha verde tan espesa que parecía esconder todos los secretos no escritos del Che.
Cuando entramos al parque, el aire se volvió pesado, saturado de humedad. Entre árboles cubiertos de musgo, mariposas azules del tamaño de mi mano y raíces que parecían cortinas, entendí por qué el Amboró es uno de los pulmones más vitales del continente. Jenny, la bióloga, señalaba heliconias, tucanes, huellas de osos hormigueros. Yo solo intentaba seguir el ritmo del bosque, que parecía latir con su propio corazón.
Días después llegué a Vallegrande, el pueblo donde la historia nunca terminó de pasar página. Sus calles empinadas y balcones de madera guardaban el eco de octubre de 1967. En el museo, la mascarilla mortuoria del Che me golpeó con un realismo brutal: los párpados cerrados, la frente arrugada, el gesto sereno de quien ya no respira pero aún incomoda. A unas cuadras, en la lavandería del hospital, las paredes descascaradas y la luz entrando por la misma reja de hierro parecían repetir la escena tantas veces fotografiada. Recuerdo a un grupo de argentinos en silencio, incapaces de pronunciar palabra frente al lavadero: allí no había ideología, solo un peso imposible de ignorar.
El camino a La Higuera fue un regreso al polvo y al silencio. El caserío, con sus 50 habitantes y perros flacos durmiendo al sol, parecía insignificante, pero cargaba con una memoria descomunal. La escuelita de adobe donde lo fusilaron se había convertido en un santuario laico. Afuera, murales ingenuos lo retrataban como “San Ernesto”, una especie de Cristo campesino con boina. Adentro, el aula conservaba el piso de madera y el eco de aquel disparo. Una anciana me contó que, siendo niña, lo vio llegar herido: “Seguía hablando de justicia”, recordó. Sus palabras, más que las placas o murales, fueron las que me estremecieron.
Hoy, La Higuera vive del turismo revolucionario, pero sin imposturas: los niños venden figuritas del Che y después juegan al fútbol con pelotas de trapo; las mujeres cocinan sopa de maní mientras discuten de política. Esa contradicción entre mito y cotidianidad es lo que lo vuelve único.
Al dejar atrás esos pueblos entendí que lo que había buscado no eran respuestas, sino contacto con una historia viva. Bolivia no conservaba ruinas: guardaba cicatrices abiertas. La Ruta del Che no era un itinerario turístico, sino un espejo donde paisaje, memoria y mito se entrelazaban hasta volverse inseparables.
La presencia del Che en Bolivia no fue un accidente. En 1966, convencido de que el corazón de Sudamérica podía encender la chispa de la revolución continental, Ernesto Guevara ingresó al país bajo identidad falsa. Eligió la selva y las quebradas del sudeste boliviano, una zona de difícil acceso, pobre y olvidada, donde pensaba articular un foco guerrillero que irradiara al continente.
Pero el terreno fue hostil desde el inicio. La geografía —quebradas profundas, calor húmedo, caminos casi imposibles— se convirtió en enemiga. La población local, más preocupada por la sobrevivencia diaria que por ideales revolucionarios, dio la espalda al grupo. El Partido Comunista boliviano se dividió y las promesas de apoyo internacional nunca llegaron.
Durante meses, la guerrilla libró una lucha desigual contra el ejército boliviano, asesorado y entrenado por Estados Unidos a través de la CIA. El 8 de octubre de 1967, en la quebrada del Yuro, Guevara fue capturado herido junto a los últimos combatientes. Al día siguiente, en la escuelita de La Higuera, recibió el disparo que lo convirtió en mito.
El cuerpo fue trasladado a Vallegrande. Allí, en la lavandería del hospital Señor de Malta, fue exhibido como trofeo ante la prensa mundial. Las fotografías del cadáver con los ojos abiertos dieron la vuelta al mundo: algunos lo vieron como una derrota definitiva, otros como la imagen de un nuevo Cristo latinoamericano.
El destino de sus restos permaneció en secreto durante tres décadas. Enterrado clandestinamente bajo una pista de aterrizaje, recién en 1997 fueron exhumados y llevados a Cuba, donde descansan en Santa Clara. Sin embargo, en Bolivia quedaron los escenarios: la escuelita de adobe, la lavandería, las paredes con impactos de bala. Lugares que no son museos de mármol, sino testimonios de tierra y polvo, donde la memoria se mantiene viva gracias a campesinos, guías y visitantes que llegan desde todos los rincones del mundo.
Hoy, la Ruta del Che es mucho más que un recorrido turístico: es un itinerario cargado de contradicciones. Para algunos, es un espacio de veneración; para otros, una herida que recuerda los fracasos de la utopía. Pero lo innegable es que en Samaipata, Vallegrande y La Higuera late una historia que aún interpela, porque allí no terminó nada: se multiplicaron las preguntas.
Llegar a La Paz fue como caer en un anfiteatro inmenso donde las casas reemplazan a las butacas. La ciudad no se expande: se precipita. Las construcciones bajan por las laderas como si fueran un alud detenido, y en el centro, hundida en el valle, palpita una urbe que nunca parece dormir. A casi 3.600 metros, el aire es delgado y cada paso se mide, pero al mismo tiempo todo vibra con una intensidad que desborda.
El primer choque fue sensorial. El mercado de las Brujas desplegaba sus puestos con montones de hierbas, botellitas de colores, amuletos, fetos de llama secos colgando como talismanes de otro tiempo. Caminé despacio, observando las miradas firmes de las vendedoras, mujeres de polleras amplias y sombreros que parecían sostenerse en equilibrio imposible. Acepté una charla breve con una de ellas, que me explicó para qué servía cada mezcla: un preparado para el amor, otro para alejar las envidias, uno más para atraer la fortuna. El olor era áspero, entre incienso y tierra, y me quedó la sensación de haber atravesado una frontera invisible, donde la fe no se reza, sino que se compra en paquetitos de papel.
El centro era otra historia. La plaza Murillo concentraba edificios de poder, soldados en formación, palomas que se posaban sin miedo sobre las cabezas de turistas distraídos. A pocas cuadras, en San Francisco, la fachada barroca de la iglesia convivía con vendedoras que ofrecían api caliente y buñuelos, la merienda perfecta para combatir el frío que se colaba por las mangas. El contraste era brutal: siglos de piedra tallada enfrentados a voces que vendían a gritos.
El teleférico fue la experiencia más sorprendente. No es un adorno turístico: es la columna vertebral de la ciudad. Subí en la línea roja y vi cómo el valle se abría bajo mis pies, con avenidas repletas de minibuses y calles que trepaban imposibles hacia El Alto. Desde allí, La Paz se entiende mejor: un caos aparente que en realidad tiene un orden propio, un sistema de alturas donde la vida se acomoda según la geografía y el bolsillo. Cada estación era un pequeño mundo: mercados improvisados, niños jugando al fútbol en canchitas elevadas, parejas apoyadas en los barandales mirando la ciudad como si fuera un espectáculo interminable.
Un domingo, el azar me llevó hasta la feria de El Alto. No hay escenario más vasto: kilómetros de puestos que venden desde ropa usada hasta repuestos de moto, pasando por televisores de segunda mano y casetes olvidados. Me perdí entre multitudes, compré unas empanadas grasientas y charlé con un vendedor que aseguraba que todo lo que se busca aparece, “tarde o temprano”. Ese mismo día, al caer la tarde, me acerqué al mirador de Killi Killi. Desde allí, La Paz parecía un tablero eléctrico: miles de luces encendidas escalando las montañas, mientras el Illimani, imponente, vigilaba con su cumbre blanca como un dios lejano.
La ciudad tenía algo adictivo. De día podía ser abrumadora, con bocinazos, vendedores ambulantes, marchas sindicales que bloqueaban las calles; de noche, en cambio, ofrecía rincones inesperados: un bar escondido donde sonaba jazz en vivo, un patio donde unos estudiantes tocaban charango, un local mínimo donde servían sopa de maní humeante. Todo en La Paz parecía convivir en capas simultáneas, sin pedir permiso.
Me fui con la sensación de que ningún mapa ni guía podía abarcarla. La Paz no se explica: se respira, se camina, se aguanta. Es un lugar donde la altura desafía al cuerpo y la ciudad desafía a la lógica, pero al final uno entiende que ahí reside su magnetismo.
La llaman la Carretera de la Muerte y no es un título gratuito. El descenso comienza en el asfalto helado, a más de 4.600 metros, con la neblina cortando la visibilidad y el viento golpeando como un látigo en la cara. La bicicleta cruje en cada curva y el pavimento húmedo obliga a estar despierto desde el primer metro. Luego, la ruta se convierte en ripio: piedras sueltas, bordes altos, cascadas que caen directamente sobre el camino y precipicios que se abren como una herida a un costado. Todo es en bajada, un descenso continuo que exige tensión constante en las manos y en la cabeza. La peligrosidad se hace evidente en cada tramo: cruces improvisados recuerdan a quienes no volvieron, y a lo lejos, algunos automóviles viejos descansan oxidados en el fondo de los barrancos.
El grupo era variado: mochileros, europeos nerviosos y un argentino que desde el inicio se empeñó en demostrar que era “el rey de la bicicleta”. Su soberbia era tan ruidosa como su voz: comentarios sobre su experiencia, gestos grandilocuentes, sonrisas sobradoras. Lo mirábamos con paciencia, hasta que en una curva demasiado cerrada su fanfarronería se encontró con la realidad. Resbaló, cayó y terminó en la ambulancia que seguía al grupo. Nadie celebró su caída, pero el silencio posterior fue tan elocuente como una sentencia.
Yo seguí pedaleando con otra calma. El cuerpo se tensaba en cada curva, los brazos ardían de tanto frenar, pero la recompensa estaba en los ojos: un paisaje imposible, donde las nubes se deshilachaban sobre la selva y el sonido del agua se mezclaba con el zumbido de las ruedas. En medio del trayecto hice amistad con dos bolivianas que compartían la aventura. Entre risas cortas y palabras de aliento, la ruta se volvió menos hostil: la complicidad del peligro creó un lazo que se sintió inmediato y sincero.
La llegada fue un alivio y un triunfo. El aire era más cálido, la vegetación más espesa, y el cuerpo, aunque exhausto, se sentía ligero. No hubo medallas ni trofeos, pero la experiencia dejó una marca profunda. Fue más que una excursión: fue un descenso hacia un paisaje que parece inventado, un recordatorio de que el vértigo puede ser también una forma de memoria.
Todavía guardo la certeza de que esa jornada quedará grabada como una de las más singulares del viaje. No solo por la ruta y sus precipicios, sino porque allí entendí que la montaña, tarde o temprano, coloca a cada uno en su lugar.
La Paz es un acertijo envuelto en contradicciones. Sus calles son un caos de microbuses que escupen humo y vendedores ambulantes que transforman cada acera en mercado, pero al mismo tiempo albergan joyas arquitectónicas que cuentan siglos de historia. Es sucia, sí, con esa mugre que se acumula en las grietas de una urbe que nunca descansa, pero también es increíblemente vibrante, llena de colores y sabores que desafían la monotonía. El aire enrarecido por la altura hace que cada subida sea una batalla, pero las vistas desde sus miradores naturales son el premio a tanto esfuerzo.
A las diez y media de la mañana la plaza Murillo ya bullía de actividad. Frente al Palacio Quemado habían levantado un escenario improvisado, rodeado de parlantes que escupían música folclórica entre prueba y prueba de sonido. Se esperaba la llegada del presidente Arce, y mientras tanto las agrupaciones campesinas, llegadas de todas las regiones del país, desplegaban sus banderas verdes y consignas con una energía que mezclaba orgullo y reivindicación.
Los puestos de productos derivados de la hoja de coca formaban un corredor verde imposible de ignorar. Probé una bebida energética que me recordó al mate argentino por ese golpe inicial de amargor que, segundos después, se transformaba en un sacudón de vitalidad. Unos metros más allá, muffins de un verde casi fluorescente tentaban a curiosos, mientras unos alfajores de masa de coca se deshacían en la boca con crema pastelera en el centro. Había también jabones artesanales, pomadas contra los dolores musculares y caramelos pensados para aliviar el soroche. Todo giraba alrededor de esa hoja sagrada, convertida en alimento, medicina y símbolo.
Antes del acto político se hicieron rituales a la Pachamama. Grupos de hombres y mujeres vestidas con trajes tradicionales preparaban ofrendas de hojas, flores, dulces y alcohol que ardían lentamente en pequeños braseros. El humo subía entre rezos en quechua y aymara, y el aire se llenaba de un aroma penetrante que mezclaba lo vegetal con lo mineral. Era imposible no percibir que allí la coca no era solo una planta: era un vínculo entre lo humano y lo divino.
Cuando apareció el presidente, la cercanía sorprendió. Lo tuve a cinco metros, rodeado apenas por dos escoltas distraídos. Su discurso fue breve pero contundente: la coca como identidad, como sustento económico, como historia. Lo que más me impactó no fueron las palabras oficiales, sino el hecho de que la multitud escuchaba con respeto, pero sin dejar de conversar, de masticar, de ofrecer productos. Esa dualidad —la formalidad política y la vida popular latiendo al mismo tiempo— encapsulaba algo profundo de Bolivia.
En el recorrido noté también la presencia fuerte de las mujeres. No solo eran protagonistas en los rituales, sino también en la venta de derivados, en la organización de los grupos que llegaban desde los Yungas o del Chapare. Había orgullo en sus gestos, una autoridad tranquila que no necesitaba de discursos para afirmarse.
El acto se mezcló luego con música. Charangos y zampoñas dialogaban con guitarras eléctricas en un escenario donde tradición y modernidad parecían darse la mano sin complejos. La gente bailaba, algunos vendían cerveza en botellas recicladas, y la plaza se convirtió en un mosaico humano que celebraba más que una fecha: celebraba una raíz que sigue viva.
Ese día entendí que la coca no puede reducirse a un debate de drogas o estigmas. Es una hoja que organiza la economía, la cultura y hasta la política de Bolivia. Y haber estado allí, masticando un alfajor verde mientras a unos metros el presidente hablaba y un grupo ofrecía fuego a la Pachamama, fue una de esas escenas que ningún manual de viaje prepara, pero que se quedan grabadas como un privilegio irrepetible.
Después de semanas de respirar altura, entre cerros interminables, fiestas urbanas y ciudades suspendidas en el aire como La Paz y Puno, me lancé hacia un descenso sin freno: una caída directa al corazón húmedo del Beni. Atrás quedaban la Virgen de la Candelaria, el frío seco, la adrenalina de los mercados paceños; adelante, la promesa de un mundo distinto, verde y espeso, donde el oxígeno parecía líquido y la selva abrazaba desde el primer umbral.
El viaje desde La Paz ya fue prólogo de lo que vendría: ruta que se enroscaba como serpiente, asfalto roto por tramos de tierra, precipicios que mordían el costado del bus. Cada curva era un recordatorio de que la cordillera no perdona. Adentro, un vaivén constante; afuera, un abismo de 200 metros. Sin embargo, entre el miedo y la fascinación, el paisaje se transformaba: la puna dejaba paso a palmeras, el aire se volvía más espeso, el horizonte anunciaba otra lógica.
Al llegar, el amanecer me golpeó con calor. Caminé los cuatro kilómetros desde la terminal hasta el centro como un intruso en una ciudad dormida. Ladridos, sombras, el silencio expectante de un pueblo que recién despierta. Bastó un “¿Qué hacés, culiado?”, lanzado con tonada argentina en la cocina del hostal, para sentirme en casa. Era Leo, voluntario convertido en anfitrión de selva, que me ofreció desayuno y, sin saberlo, me abrió la puerta a todo lo que vendría.
En una pileta turbia, improbable refugio del calor, conocí a mis compañeros de aventura: Brenda, con una conexión natural con la jungla; Edu, alemán inquieto de mirada filosa; y Ani, inglesa de risa fácil. Con ellos compartí carnavales improvisados de pintura y agua, caminatas gratuitas por la selva organizadas por Leo, y un deseo común: llegar a Santa Rosa de Yacuma.
Pero la selva, como toda entidad con carácter, siempre pone pruebas. Una crisis de combustible había paralizado Bolivia. Bloqueos, camiones varados, tensión. Tres días de espera. La incertidumbre se masticaba como chicle agrio. Al final, decidimos avanzar igual: a dedo, a pie, negociando con paciencia. Cruzar ese corte fue casi cinematográfico: vidrios rotos, rostros duros, una señora brasileña cargando bolsos y, sin embargo, también una rendija de humanidad que nos dejó pasar.
En el pueblo apareció él: el Negro Gil. Profesor universitario, narrador, amante del río. Una leyenda local. Nos reconoció por haber cruzado el bloqueo y nos adoptó como si nos hubiera estado esperando. Con él no hubo tour: hubo ritual.
Al amanecer subimos a su panga y nos lanzamos al Yacuma. El sol se filtraba entre los árboles y la vida surgía en cada recodo. Capibaras inmóviles en la orilla, monos ardilla que se arrojaban sobre nosotros en busca de bananas, perezosos colgados como pensamientos lentos. El Negro, con calma de maestro, sacó un pollo podrido atado a una cuerda: lo lanzó al río y, de pronto, un caimán emergió como estatua viviente. Mordió, arrastró y desapareció. A un metro de distancia, la selva mostraba su jerarquía.
Más tarde, los delfines rosados. Medio músculo, medio fantasma, surgían del agua como sonrisas líquidas. Nos quedamos en silencio, flotando. La magia no estaba en los cuentos, sino en esos instantes donde la naturaleza se expresa sin pedir permiso.
La jornada terminó en la Laguna Brava. El atardecer pintaba el agua con fuego, y en la oscuridad los ojos de los lagartos brillaban como monedas viejas. Con cervezas tibias y linternas de celular, entendimos que la selva nos despedía con un guiño, como diciendo: “Ya están adentro, ya son parte”.
Esa noche dormimos con el cuerpo exhausto y el alma encendida. Al día siguiente volvimos a Rurrenabaque, cada uno hacia su rumbo: Brenda y Edu hacia La Paz, Ani a Sucre, yo a Cochabamba, con el corazón todavía latiendo al ritmo del Yacuma.
Rurrenabaque no fue un destino: fue un quiebre. Allí aprendí que los bloqueos que parecen obstáculos terminan siendo puertas. Que la selva no se conquista: se escucha. Que los animales no son espectáculo, sino recordatorio de que el mundo late con una energía que nos excede.
En esas tierras húmedas entendí que los compañeros de viaje pueden volverse familia, y que rendirse al camino no es fracasar, sino dejar que la aventura te moldee. El calor, los silencios, la humedad que se pega a la piel: marcas que la Amazonía deja en quienes se animan a caminarla.
Rurrenabaque no se olvida. Porque hay lugares que no visitas: te visitan. La selva dicta sus propias reglas y, si aprendés a escuchar, te regala verdades esenciales sobre vos mismo y sobre el mundo.
El Beni no es solo selva: es la tierra de los hombres de agua, gente que lleva en la voz el ritmo del río y en la paciencia el pulso de los árboles. En Santa Rosa, los chicos juegan al fútbol con pelotas de trapo, mientras las madres venden trancapechos: sándwiches de arroz, huevo y plátano que alimentan a medio departamento. Los abuelos, en mecedoras gastadas, repiten historias de caimanes que eran dioses y boteros tragados por remolinos.
El Negro Gil era uno de esos narradores. “La selva no se conquista”, me dijo una noche mientras ardía el fuego, “se aprende a leer, como un libro viejo lleno de huellas”. Hoy, aunque los motores de los albergues turísticos rompen el silencio del Yacuma, algo persiste: esa obstinación beniana de vivir al compás del río, de esperar sin apuro, de saber que la riqueza verdadera no está en el gas ni en el litio, sino en las redes que se tienden al amanecer y en las hamacas que guardan secretos de generaciones.
El Beni no se despide. Te deja ir, pero te ata con hilos invisibles: el olor del pescado asado en la orilla, el eco de un merengue beniano de medianoche, la certeza de que, en algún recodo del río, alguien sigue contando tu historia como si ya formara parte del paisaje.
Llegué con el cansancio del Beni todavía pegado al cuerpo y la expectativa de encontrar el famoso “clima primaveral eterno”. Pero la ciudad me recibió con otra cara: tráfico pesado, edificios sin armonía y un ritmo urbano que me resultó más desgaste que descubrimiento. El carnaval puso algo de brillo —espuma, colores, globos de agua explotando en la plaza— y la comida aportó lo suyo: un silpancho enorme, chicha servida en vasija dudosa, un pique macho que me ganó la pulseada del picante. Fueron destellos, pero no alcanzaron.
El Cristo de la Concordia, imponente desde lejos, se volvió postal forzada al acercarme. En la Recoleta, el atardecer me regaló un cielo rojizo mientras mordía un trancapechos que recordaba al Beni. Y en la Cancha, ese mercado inabarcable, una anciana me leyó la suerte con hojas de coca: “Te espera un camino largo y un corazón pesado”. No supe si reírme o quedarme pensativo. Pero aun con esos momentos, Cochabamba no me atrapó. Sentí que era más escala que destino, y al tercer día, con la mochila lista, confirmé que mi ruta verdadera seguía al sur.
La indiferencia del viajero no borra la densidad de esta ciudad. Cochabamba lleva en su historia la rebeldía como marca: las Heroínas de la Coronilla en 1812, mujeres que enfrentaron al ejército realista; la Guerra del Agua en el 2000, cuando vecinos frenaron la privatización más absurda. Esa energía también se cuela en las fiestas: la Virgen de Urkupiña, en agosto, transforma la ciudad en un estallido de danzas, música y fe. Y en la Cancha, el mercado más grande de Sudamérica, conviven curanderos, vendedoras de hierbas, cocineras de pique a lo macho y artesanos que dan continuidad a un legado popular que resiste la modernidad.
Quizás no fue mi momento ni mi ritmo, pero Cochabamba está lejos de ser una ciudad neutra. Yo la pasé de largo; ella, seguramente, seguirá latiendo como lo ha hecho siempre: rebelde y obstinada.
El bus trepó y descendió durante horas interminables, con curvas que parecían no tener fin. Al amanecer, entre la neblina, apareció Sucre: blanca, solemne, suspendida en sus tejados de teja roja como si hubiera quedado atrapada en otro siglo. La llegada no fue apoteósica, pero sí silenciosamente imponente: un aire distinto, menos áspero que La Paz, menos caótico que Cochabamba, más inclinado a la memoria que al vértigo.
La ciudad se deja leer en sus muros encalados. Fue capital colonial con el nombre de La Plata, escenario donde se firmó la independencia en 1825, y aún hoy los chuquisaqueños recuerdan con un orgullo herido que aquí está “el alma del país”, aunque el poder político se trasladara a La Paz. Esa tensión late bajo la calma aparente: plazas serenas, pero cargadas de historia; universidades centenarias que siguen siendo semilleros de debates; iglesias donde las campanas parecen sonar con ecos de proclamaciones pasadas.
Caminar por Sucre es entrar en un tablero trazado en blanco y rojo. Las calles estrechas llevan inevitablemente a la Casa de la Libertad, donde las firmas de Bolívar y Sucre se exhiben con solemnidad. En la Recoleta, la ciudad se observa desde arriba, una alfombra de techos que se funde con los cerros. Y en el Cementerio General, mausoleos neoclásicos conviven con tumbas humildes donde las flores de plástico resisten al sol; allí encontré la de Juana Azurduy, la guerrera que aún inspira murales feministas.
El mercado fue mi refugio más terrenal: jugos de tumbo servidos con destreza, panes calientes, sandwiches de chola que devolvían fuerzas después de tanto caminar. Era la cara viva de una ciudad que, aunque solemne, también late en lo cotidiano.
Sucre no me deslumbró con estridencias. Su fuerza es otra: discreta, grave, como quien sabe que no necesita alardear para ser recordado. Me fui con la sensación de que es una ciudad que se guarda, que no busca enamorar a primera vista. Pero en su calma blanca, en sus plazas y claustros, deja claro que aquí se fundó algo más que una república: se fundó una forma de entender la historia como presencia constante, silenciosa y tenaz.
El bus trepaba por la serpiente de tierra y piedras sueltas que llaman carretera entre Sucre y Potosí. Cada curva era un desafío a la gravedad, cada precipicio sin protección una burla a la idea de seguridad. Cuando al fin apareció Potosí, la ciudad se aferraba a las faldas del Cerro Rico como un mendigo a un banquero, su esplendor colonial apenas un disfraz sobre la herida abierta de su historia.
La terminal de buses, construida en las afueras como si quisieran esconderla, fue la primera señal de que esta ciudad que una vez brilló con luz propia ahora apenas sobrevivía. Las calles empedradas conducían a plazas donde el pasado opulento y el presente desgastado chocaban sin pudor. En la Casa de la Moneda, las máquinas que acuñaron la riqueza de un imperio aún conservaban el eco de los gritos de los esclavos que las operaban. Las paredes, gruesas como murallas, no podían silenciar los fantasmas.
En el mercado, entre puestos que vendían desde baterías hasta hierbas medicinales, probé la kalapurca. La señora que la preparó colocó una piedra volcánica al rojo vivo en el centro del caldo, haciendo que los ingredientes bailaran en un espectáculo de aromas y sonidos. “Así comían los que trabajaban en el cerro”, me dijo con la serenidad de quien nombra lo inevitable. El sabor, intenso y terroso, se aferraba al paladar como la memoria se aferra a esta ciudad.
El amanecer del día en que entraríamos al Cerro Rico tiñó el cielo de un rojo enfermizo. Sonia, nuestra guía, nos entregó cascos y linternas con movimientos precisos. “Esto no es un paseo”, advirtió, “es un viaje al vientre de la bestia”. Las luces de nuestros cascos cortaron la oscuridad de los túneles, revelando pasadizos que se hundían en las entrañas de la montaña.
El aire dentro era espeso, cargado con el peso de siglos de sufrimiento. Las maderas que sostenían el techo crujían bajo la presión constante, sus superficies húmedas y podridas testigos mudos de la negligencia criminal. Los mineros que encontramos trabajaban en silencio, sus cuerpos doblados bajo cargas inhumanas, sus rostros cubiertos de una mezcla de sudor y polvo que los convertía en estatuas vivientes de barro y fatiga.
En las profundidades, donde la oscuridad era tan absoluta que parecía tener peso, encontramos al Tío. La figura grotesca, tallada en arcilla y miedo, vigilaba su reino con una sonrisa que helaba la sangre. Sonia colocó un cigarrillo entre sus labios de piedra. “Él decide quién sale y quién se queda”, susurró mientras el humo se enroscaba en el aire viciado. El ritual, perturbador y necesario, recordaba que bajo tierra ni la Virgen ni los sindicatos tienen poder.
Cuando emergimos, la luz del sol nos golpeó como un juicio. Y fue ahí donde me invadió una tristeza infinita. Pensé en los millones que murieron en estas galerías, en los que siguen entrando cada mañana sabiendo que están firmando un pacto con la muerte. Sentí que Potosí no era solo un lugar, sino un grito detenido en el tiempo: la demostración de que la riqueza de unos siempre se ha escrito con la sangre de otros.
El Cerro Rico no es una montaña: es un cementerio de medio milenio. Desde 1545 vomitó plata suficiente para engrasar el imperio español, levantar catedrales y engordar banqueros en Sevilla y Amberes. Pero también devoró a millones: indígenas reducidos a polvo, africanos encadenados que morían aún más rápido en la altura letal de los Andes, generaciones enteras de mitayos que sobrevivían apenas unos meses en la oscuridad antes de convertirse en cadáveres anónimos.
Las cifras son indecentes: se calcula que ocho millones de vidas quedaron atrapadas en sus túneles. Los españoles impusieron la mita —trabajo forzado indígena— que obligaba a bajar al socavón a hombres arrancados de sus comunidades. Muchos no volvían jamás. Los esclavos africanos traídos en barcos sobrevivían menos todavía: la altura y la sílice los destrozaban en semanas.
Hoy la historia sigue, apenas disfrazada. Cooperativas de mineros reemplazaron a los encomenderos coloniales, pero el infierno continúa: adolescentes cargan sacos de mineral por menos de cinco dólares al día, explosiones de dinamita mal calculadas se llevan vidas semanalmente, y el Tío sigue recibiendo ofrendas porque todos saben que allí abajo la muerte no es una metáfora.
El Cerro Rico es la herida abierta de América Latina, un recordatorio de que la riqueza del mundo se construyó sobre un genocidio silenciado. Ningún monumento ni discurso alcanza para suturar ese dolor.
“Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, sólo dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios. Cualquiera de los diamantes incrustados en el escudo de un caballero rico valía más, al fin y al cabo, que lo que un indio podía ganar en toda su vida de mitayo, pero el caballero se fugó con los diamantes. Bolivia, hoy uno de los países más pobres del mundo, podría jactarse -si ello no resultara patéticamente inútil- de haber nutrido la riqueza de los países más ricos. En nuestros días, Potosí es una pobre ciudad de la pobre Bolivia: "La ciudad que más ha dado al mundo y la que menos tiene", como me dijo una vieja señora potosina, envuelta en un kilométrico chal de lana de alpaca, cuando conversamos ante al patio andaluz de su casa de dos siglos. Esta ciudad condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América: una acusación. El mundo tendría que empezar por pedirle disculpas.”
— Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina