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Bolivia no se mide en coordenadas. Es un pergamino telúrico donde el Altiplano guarda memorias de mar petrificado y la Cordillera Real despliega quimeras de zinc y estaño. Aquí, el Salar de Uyuni devora horizontes en espejismos de litio, mientras el lago Titicaca mece barcas de totora que repiten travesías milenarias. No hay paisajes, sino estratos: catedrales barrocas que brotan de minas coloniales, cholitas cuyas polleras contienen universos y mercados donde el trueque sobrevive entre transacciones digitales.
El Qhapaq Ñan boliviano traza rutas de plata: desde Potosí, cuyo Cerro Rico aún exhala suspiros de conquistadores, hasta Sucre, ciudad blanca donde la Independencia se firmó con tinta de quinua. En la Ruta del Che, la selva chapareña guarda fusiles oxidados junto a orquídeas que florecen en recuerdo de guerrillas. Copacabana es umbral sagrado -sus atardeceres doran islas donde el Inti aún dicta leyes a pescadores aimaras.
La Amazonía boliviana es un códice verde: Rurrenabaque, puerta donde los ríos Beni y Yacuma tejen laberintos de anacondas; parques nacionales donde jaguares traducen sueños de shamanes tacana; y Santa Rosa de Yacuma, sabana que convierte lluvias en espejos para reflejar capibaras. Aquí, las lianas escriben mitologías que los misioneros jamás lograron borrar.
La Paz desafía gravedad: ciudad colgada de precipicios donde teleféricos surcan nubes como cóndores metálicos. Sus calles son ríos de sombreros bombín que fluyen entre puestos de api morado y brujos que venden fetos de llama para rituales. Cochabamba equilibra los extremos -sus valles templados mezclan huertos de duraznos con rascacielos que beben de acequias prehispánicas.
Esta nación late en 36 lenguas: el español de Domitila Chungara se entrelaza con guaraní chaqueño, quechua potosino y ese ejja que nombra 100 matices de verde. Su sincretismo estalla en diabladas donde máscaras de plata bailan con demonios bíblicos, en ofrendas a la Pachamama que incluyen Coca-Cola y en minas donde el Tío -dios subterráneo- exige hojas de coca y cigarrillos Camel.
Para quien llega, Bolivia no se visita: se metaboliza. Exige entender por qué las mujeres de pollera gobiernan el comercio informal pero no el Congreso, cómo la hoja de coca alimenta revoluciones y computadoras, qué secretos guardan los textiles jalq'a que hipnotizan con sus diseños caóticos. Donde cada cerro es una deidad minera, cada salar contiene constelaciones invertidas y cada bocado de sajta de pollo quema con el ají que los incas no lograron conquistar.
Lee la Historia de BoliviaCapital: Sucre (constitucional) y La Paz (sede del gobierno)
Población: 12.24 millones (2025)
Idiomas: Español (oficial), quechua, aymara, guaraní y otros 33 idiomas indígenas reconocidos
Superficie: 1,098,581 km² (país sin salida al mar más grande de Sudamérica)
Moneda: Boliviano (BOB), 1 EUR ≈ 7.47 BOB (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Predomina el cristianismo (catolicismo), aunque también hay presencia de grupos evangélicos y religiones indígenas como el culto a la Pachamama
Alfabetismo: 94.5% (aproximadamente)
Educación y sanidad: Bolivia ha avanzado en acceso a educación y salud, pero persisten desigualdades entre áreas urbanas y rurales. La educación es gratuita hasta el nivel secundario, y la sanidad pública está disponible, complementada con seguros privados.
Trabajo: La economía boliviana se basa en la minería, agricultura, gas natural y litio. Aunque ha crecido en las últimas décadas, el desempleo y la pobreza siguen siendo desafíos en ciertas regiones.
Deporte más popular: Fútbol.
Seguridad: Bolivia es generalmente un país seguro, aunque se recomienda tener precaución en áreas turísticas y en algunas ciudades, como La Paz, debido a la presencia de delitos menores como los robos.
Ciudadanos latinoamericanos: Los ciudadanos de varios países latinoamericanos, incluyendo Argentina, México, Colombia, entre otros, pueden ingresar a Bolivia sin visa por un período de hasta 90 días, como parte de acuerdos de libre tránsito.
Proceso de entrada:
Requisitos al ingresar:
Enlaces oficiales:
Los precios de hospedaje en Bolivia son generalmente económicos, incluso en destinos turísticos populares como La Paz, Sucre, Uyuni y Potosí. En ciudades más pequeñas y rurales, los precios pueden ser aún más bajos. Bolivia tiene una temporada seca (de mayo a octubre) y una temporada lluviosa (de noviembre a abril); en la temporada lluviosa, es común encontrar tarifas más reducidas.
La Paz:
Temporada seca: 7 USD por noche
Temporada lluviosa: 5 USD por noche
Sucre:
Temporada seca: 6 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Uyuni:
Temporada seca: 10 USD por noche
Temporada lluviosa: 7 USD por noche
Potosí:
Temporada seca: 6 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Copacabana (Lago Titicaca):
Temporada seca: 6 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Rurrenabaque (Amazonía boliviana):
Temporada seca: 7 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Samaipata:
Temporada seca: 7 USD por noche
Temporada lluviosa: 5 USD por noche
Oruro:
Temporada seca: 5 USD por noche
Temporada lluviosa: 3 USD por noche
A continuación, se detallan rutas clave entre destinos turísticos en Bolivia, con precios promedio por trayecto, punto de partida y plataformas de compra online si están disponibles.
Consejo: Siempre que sea posible, viaja de noche. Las rutas no siempre están en buen estado y los tiempos de viaje son prolongados. Esto te permite ahorrar una noche de hospedaje y aprovechar mejor tu tiempo en cada destino.
La Paz:
Cochabamba:
Sucre:
Potosí:
Es común comprar pasajes directamente en las terminales de buses. Esto tiene dos ventajas:
Clima general en Bolivia: Bolivia es un país con una gran diversidad de climas debido a su geografía variada. Desde el frío altiplano andino hasta las cálidas tierras bajas de la Amazonía, cada región tiene su propia temporada ideal para visitarla. En general, la temporada seca, de mayo a octubre, es la mejor época para recorrer la mayoría de las regiones, especialmente si planeas hacer trekking o explorar los sitios naturales más conocidos.
La mejor época para visitar Uyuni es durante la temporada seca, de mayo a octubre. Durante estos meses, las temperaturas son frías pero agradables, y es cuando el Salar de Uyuni está más accesible. Si prefieres ver el famoso efecto espejo, la temporada de lluvias (de enero a marzo) es ideal, pero debes tener en cuenta que algunas rutas pueden ser más difíciles de transitar.
Oruro es más visitado en el mes de febrero, durante su famoso carnaval, aunque en términos de clima, la mejor época para viajar es de mayo a octubre, cuando el clima es más seco y agradable para recorrer la ciudad y sus alrededores.
La Paz, al estar ubicada en el altiplano, tiene un clima frío durante todo el año. La temporada seca, de mayo a septiembre, es la mejor para visitar, ya que los cielos suelen estar despejados, lo que te permitirá disfrutar de vistas espectaculares de la ciudad y las montañas circundantes. Sin embargo, las temperaturas pueden ser muy frías durante la noche.
La mejor época para visitar Copacabana y la Isla del Sol es de mayo a octubre. Durante estos meses, las lluvias son mínimas y el clima es perfecto para explorar el Lago Titicaca y las islas. Si prefieres un clima más templado, los meses de abril y noviembre también son buenas opciones, aunque existe una mayor posibilidad de lluvias.
La mejor época para visitar la Amazonía es de mayo a octubre, cuando la temporada de lluvias ha cesado, lo que hace que las rutas sean más accesibles y las excursiones a la selva sean más seguras. Los meses de noviembre a marzo son temporada de lluvias, lo que puede dificultar las caminatas y los paseos en bote debido a los niveles altos de los ríos.
Cochabamba tiene un clima templado, conocido como la "ciudad de la eterna primavera". Cualquier época del año es buena para visitarla, pero la temporada seca, de mayo a octubre, es ideal para recorrer la ciudad y disfrutar de sus alrededores. Durante el resto del año, el clima sigue siendo moderado, con lluvias más frecuentes en los meses de enero a marzo.
La mejor época para visitar Samaipata es de abril a octubre, cuando el clima es seco y agradable para recorrer los alrededores, como el Fuerte de Samaipata y el Parque Nacional Amboró. Aunque la región tiene un clima templado, la temporada de lluvias puede dificultar las caminatas y la exploración de los senderos.
La mejor época para visitar Sucre es de mayo a octubre. Durante estos meses, el clima es seco, ideal para recorrer la ciudad colonial y sus alrededores. Los meses de noviembre a marzo traen lluvias, pero las temperaturas siguen siendo agradables, lo que permite una visita tranquila si no te molestan las precipitaciones.
La mejor época para visitar Potosí es de mayo a septiembre. Las temperaturas pueden ser frías, pero el clima seco es perfecto para recorrer la ciudad y explorar la famosa mina de Cerro Rico. Evita los meses de lluvia (noviembre a marzo), ya que las lluvias pueden dificultar las actividades al aire libre.
Altitud: Aclimatación progresiva es esencial en ciudades como La Paz (3,650 msnm) y Potosí (4,090 msnm). Se recomienda pasar un par de días en lugares a menor altitud antes de llegar a las ciudades altas para evitar el mal de altura.
Salar de Uyuni: Se recomienda hacer excursiones de 1 a 3 días, dependiendo del tiempo disponible. Es importante comparar operadores turísticos para encontrar las mejores ofertas y servicios. Asegúrate de llevar ropa adecuada para el clima extremo, especialmente en la noche.
Seguridad: Si bien Bolivia es un destino relativamente seguro, se recomienda estar atento a tus pertenencias en áreas concurridas.
Moneda: La moneda oficial es el boliviano (BOB). En áreas rurales y más remotas, las tarjetas de crédito y débito no siempre son aceptadas, por lo que se recomienda llevar suficiente efectivo. En ciudades grandes como La Paz y Santa Cruz, las tarjetas son más comunes. Asegúrate de consultar el tipo de cambio antes de cambiar dinero, especialmente en las casas de cambio, ya que puede variar. En la frontera con Argentina suelen ofrecer un buen tipo de cambio.
Cultura: En áreas rurales y pueblos indígenas, es común que los locales prefieran que se les pida permiso antes de tomarles fotografías, especialmente a las "cholitas" (mujeres indígenas). Siempre sé respetuoso con las costumbres y tradiciones locales.
Consejos prácticos:
Descubre la Bolivia auténtica: desde los picos andinos hasta la selva amazónica, pasando por ciudades coloniales que guardan secretos históricos.
Crucé a La Quiaca, pero Bolivia se quedó. Se instaló en mis huesos como el frío del altiplano a las cuatro de la madrugada, como el sabor terroso de la quinua que persiste horas después del último bocado. Este país no se conforma con ser visitado - exige ser vivido, sufrido, digerido. Y ahora, aunque haya partido, me sigue habitando.
En la selva de Rurrenabaque comprendí que el tiempo es un río que fluye diferente. Los tacana me enseñaron a escuchar el lenguaje secreto de la vegetación: el aleteo de un colibrí anunciando lluvia, el crujido de hojas que delata el paso sigiloso de una anaconda, el silencio repentino de los monos advirtiendo sobre la presencia del jaguar. Navegamos el Beni en una lancha oxidada mientras los delfines rosados trazaban círculos perfectos en el agua café. Por las noches, la selva se transformaba en una catedral viva donde los árboles cantaban salmos en dialectos vegetales y las estrellas goteaban savia luminosa sobre el dosel verde.
El Salar de Uyuni me enseñó que el infinito tiene textura. Cuando las lluvias lo convirtieron en espejo, comprendí que los horizontes son ilusiones ópticas, que arriba y abajo son conceptos intercambiables, que caminaba sobre las nubes mientras el sol derretía mis pupilas. Ese desierto blanco no es paisaje - es un estado mental.
Potosí me me aniquiló. Ver a los mineros descender a las entrañas del Cerro Rico con sus dinamiteros y botellas de Coca-Cola para el Tío, sabiendo que la montaña los devoraría lentamente en silicosis, dejó en mí un vacío que aún resuena. Los niños que deberían estar en la escuela vendiendo piedritas de plata en bolsitas de plástico. Las viudas que esperan frente a la mina con miradas que han olvidado cómo llorar.
La Paz fue un torbellino de contradicciones. Cholitas con zapatillas Nike y sombreros bombín gobernando el caos desde sus puestos de jugo de tumbo. Teleféricos que surcaban las nubes como cóndores mecánicos. Murales en El Alto que gritaban consignas revolucionarias sobre paredes cubiertas de propaganda multinacional. Una ciudad vertical donde cada respiro duele no por la altura, sino por la densidad de vida que contiene.
Bolivia no es un lugar que se abandona. Es una experiencia que nos posee, nos desgarra y nos reconstruye. Ahora llevo conmigo sus contradicciones como una brújula moral: la riqueza que empobrece, la belleza que duele, la tradición que resiste entre rascacielos.
Bolivia no se va. Fermenta en la sangre y se revela en los sueños. Cuando menos lo espero, en cualquier lugar del mundo, me llega su eco: el sonido lejano de un charango en la noche, el olor repentino a lluvia sobre tierra seca, el sabor fantasmal de un api morado que nunca volverá a saber igual.
Primeros rayos sobre el salar
Construcciones de sal
El café vietnamita gotea lento sobre el cristal empañado en Đà Lạt mientras reconstruyo la memoria tectónica de aquel desierto blanco. Son las 6:00 AM y el bus me ha arrojado en una esquina cualquiera de esta ciudad de brumas, pero mi mente aún gravita alrededor de los 3,656 metros sobre el nivel del mar donde el altiplano boliviano desgarra su costra terrestre para mostrar las entrañas minerales del planeta.
Ese enero del 2024 comenzó con piel de serpiente. En Jujuy, donde los cerros sangran óxido al amanecer, pasé el año nuevo entre cumbias y vinos en caja rebajados con gaseosa. La Quiaca fue solo un trámite geográfico: una cochera familiar con olor a aceite quemado y llantas viejas donde dejé el auto antes de cruzar la frontera a pie, sintiendo cómo el asfalto argentino se convertía en tierra compactada bajo mis botas. Migraciones fue un suspiro burocrático entre paredes desconchadas y funcionarios con uniformes desteñidos por décadas de polvo altiplánico.
Villazón me escupió hacia Tupiza en un bus cuyos neumáticos aullaban en cada curva del camino. Las ventanas selladas no impedían que el aire se filtrara como cuchillo entre las juntas metálicas. Cuatro horas después, el paisaje mutó de quebradas rojas a planicies infinitas donde el horizonte se desdibujaba en la lejanía. Uyuni emergió como un esqueleto urbano clavado en la nada: calles de tierra batida por el viento salitroso, casas bajas con techos de calamina y un ejército de agencias turísticas cuyos carteles prometían acceso al "mar seco".
El hostal —el más oneroso de mi travesía boliviana— se escondía en los márgenes del pueblo. Caminé cuarenta minutos con la mochila mordiéndome los hombros, esquivando perros flacos y niños que vendían chips de quinua en bolsas recicladas. Al registrarme, el recepcionista me entregó una llave atada a un trozo de madera tallada con la figura de un cóndor. "No se pierda en el salar", dijo sin levantar la vista del cuaderno donde anotaba mi nombre con letra temblorosa.
La búsqueda del tour perfecto se convirtió en una coreografía absurda. Doce agencias visitadas, doce versiones distintas del mismo itinerario con precios que fluctuaban como acciones en bolsa. La tercera oficina olía a sopa de fideo recalentada; la quinta tenía paredes forradas con fotos de turistas haciendo poses ridículas sobre el salar; la novena estaba regenteada por un exminero que aseguraba conocer "los lugares donde nadie llega". Opté por la séptima, seducido por un folleto donde alguien había tachado con bolígrafo la palabra "lujo" y escrito "auténtico" encima-sonaba a verso, pero me convenció-.
El dueño de la agencia —un tipo con manos callosas y una sonrisa que no llegaba a los ojos— me recibió con una pregunta inesperada: "¿Hablas inglés?". Asentí. "Hay una pareja alemana mañana, sin español. Si les traduces el tour, te va gratis". Negocié una botella de vino local de añadidura. El trato quedó sellado con un apretón de manos que me dejó los dedos impregnados de olor a gasolina y hojas de coca. Ya tenía mi pase liberado y un Tannat reservado para la cena.
Gisel apareció como un espectro argentino en el comedor del hostal. La reconocí al instante: misma mochila verde militar, misma sonrisa torcida cuando le conté mi plan. "Voy contigo", anunció mientras removía un mate cocido con una cuchara oxidada. Había cruzado la frontera solo para esto: tres días en Uyuni antes de regresar a Jujuy.
El tour comenzó con mentiras piadosas. La "estación de trenes abandonada" resultó ser tres vagones oxidados rodeados de puestos de souvenirs hechos en China. El "mercado artesanal" era un galpón donde mujeres con polleras coloridas vendían los mismos suéteres de alpaca que había visto en Cusco. Mientras el guía —un hombre llamado Wilmar con una cicatriz que le serpenteaba desde la ceja hasta la mandíbula— recitaba su discurso memorizado, me dediqué a traducir para los alemanes: "Dice que estos trenes transportaban plata en el siglo XIX.".
Cactus gigantes
Juegos de escala
Y entonces llegó el salar.
No hay preparación posible para ese instante en que la camioneta se detiene y el mundo entero se convierte en blanco. No el blanco de la nieve —que siempre contiene azules ocultos— ni el de las nubes —cargado de grises potenciales—. Este era el blanco absoluto, un vacío cromático que borraba toda referencia espacial. En temporada de lluvias, la capa de agua convertía el suelo en un espejo imperfecto donde el cielo se fracturaba al caminar. Avanzar era como flotar entre dos atmósferas idénticas, con la línea del horizonte desaparecida como en esos sueños donde caemos sin dirección.
El Dakar había dejado su cicatriz: un letrero corroído por la sal donde los turistas se turnaban para fotografiarse. Más allá, las esculturas de sal —torpes homenajes al turismo— parecían derretirse bajo el sol. Pero el verdadero espectáculo estaba en los detalles microscópicos: los cristales de halita que crujían bajo los pies como vidrio molido, las grietas hexagonales que se extendían hasta donde la vista alcanzaba, formando patrones que recordaban a panales de abeja gigantes.
Cuando llegó el atardecer, una tormenta eléctrica comenzó a dibujar relámpagos en el norte. Wilmar estacionó la camioneta junto a un montículo de sal apilada —el "mirador"— y repartió vasos de vino local que sabía a uvas pisadas con botas de goma. El cielo se deshizo en tonalidades sulfúricas: amarillos enfermizos, naranjas que parecían sacados de un cuadro apocalíptico, morados tan profundos que dolían en la retina. No hubo sol poniente, solo una lenta asfixia lumínica mientras la lluvia salada golpeaba el parabrisas.
Esa noche en el hostal, confirmé que Uyuni es una fisura en la realidad donde el planeta muestra su esqueleto mineral, donde los puntos cardinales se disuelven y el tiempo adopta la textura crujiente de la sal bajo las botas. Ahora entiendo: hay paisajes que no se contemplan, sino que nos atraviesan. Y cuando pasas por ellos, algo queda cambiado para siempre - como esas grietas hexagonales en el salar, pequeñas pero imborrables.
El Salar de Uyuni no es solo un paisaje, sino una memoria geológica. Su origen se remonta a más de 40,000 años atrás, cuando el gigantesco lago Minchin —que cubría gran parte del altiplano— se evaporó lentamente, dejando tras de sí una costra de sal de más de 10,000 km². Bajo esa superficie blanca, como un corazón latente, yace una sopa química de litio, magnesio, potasio y boro: las cenizas de un océano prehistórico.
Pero hoy, ese legado milenario está en peligro. Bolivia posee las mayores reservas de litio del mundo, un mineral codiciado por la industria de baterías y energías "verdes". La paradoja es cruel: el mismo elemento que promete un futuro limpio está desgarrando el tejido de este ecosistema único. Las piscinas de evaporación —esos rectángulos azules que parecen espejos futuristas— son en realidad heridas abiertas. Para extraer litio, se bombean millones de litros de salmuera, alterando los niveles freáticos y secando lentamente los ojos de agua que alimentan a flamencos, vicuñas y comunidades indígenas.
Los pueblos cercanos llevan décadas resistiendo. En Colchani, los salineros artesanales —cuyas manos han cosechado sal con técnicas ancestrales— ven cómo sus pozos se vuelven más salobres y escasos. En Tahua, los ancianos aymaras cuentan que el "Uyuni Coque" (el abuelo salar) está enfermo: sus grietas se ensanchan, sus lagunas menguan. Hasta el Dakar, esa carrera que convirtió al salar en pista de rally, dejó cicatrices que aún no sanan.
El litio podría ser una bendición para Bolivia, pero hasta ahora ha sido una maldición disfrazada de progreso. Las promesas de industrialización se esfuman como el agua bajo el sol altiplánico, mientras las corporaciones extranjeras y los gobiernos de turno firman contratos que benefician a unos pocos. El salar, en cambio, sigue ahí: inmenso, frágil, testigo mudo de cómo el siglo XXI repite los errores de la colonia —saquear la tierra y llamarlo desarrollo.
Quizás su verdadera lección no sea la inmensidad, sino la fragilidad. Porque cuando el último flamenco abandone sus lagunas, cuando las últimas cosechas de quinua fracasen por la salinización, cuando el "viejo blanco" se convierta en un desierto industrial, no habrá batería que compense lo perdido. El salar no es un recurso: es un archivo de la Tierra, un testamento escrito en sal que estamos descifrando demasiado tarde.
El bus nocturno desde Uyuni me dejó en Oruro con el cuerpo entumecido y la mente vacía de expectativas. A 3,735 metros sobre el nivel del mar, la ciudad despertaba entre el olor a pan recién horneado y el humo de los primeros fogones callejeros. No había planeado más que una escala breve, atraído solo por la fama difusa de su carnaval. Pero Oruro, con esa ironía silenciosa de los lugares que guardan secretos, me demostró que lo extraordinario no siempre necesita fechas oficiales.
El hostal costaba tres dólares. Una habitación privada con paredes delgadas que filtraban los primeros sonidos de la ciudad despertando. Al consultar en recepción qué visitar, las respuestas brotaron al unísono: "El Santuario de la Virgen del Socavón". Arranqué sin más y tras una hora de caminata ascendente, me encontré ante ese faro espiritual que vigila la ciudad desde las alturas. La iglesia, mezcla de barroco andino y catolicismo colonial, guardaba en sus paredes los secretos de generaciones de mineros que venían a pedir protección antes de descender a las entrañas de la tierra. La Virgen morena, patrona del carnaval, observaba con mirada serena a los devotos que llegaban con ofrendas de flores y hojas de coca, sus rostros marcados por la fe y el trabajo duro.
Al descender, en una esquina cualquiera, un perchero anónimo capturó mi atención. De sus ganchos colgaban chaquetas, gorros y bufandas dispuestas sin ceremonia para quien las necesitara contra el frío que muerde hasta los huesos cuando cae la noche. Este gesto silencioso revelaba más sobre Oruro que cualquier guía turística: una ciudad dura pero profundamente solidaria, donde el cuidado mutuo no necesita anuncios ni reconocimiento.
Era enero, mes de precarnavales dominicales, y lo que presencié superó cualquier descripción posible. Desde las primeras luces hasta pasada la medianoche, las calles se transformaron en un organismo palpitante donde mil músicos y bailarines ensayaban simultáneamente sin orden aparente. No había tribunas, ni entradas, ni espectadores pasivos. La ciudad entera era el espectáculo, y sus habitantes, los actores de un drama colectivo que se repetía cada semana.
La Diablada Auténtica -una de las tantas agrupaciones que me crucé ese día- ensayaba frente al mercado central. Don Walter, minero jubilado de 58 años con las manos marcadas por décadas de trabajo subterráneo, llevaba treinta años interpretando al Arcángel Miguel. Su máscara de plata -18 kilos de artesanía pura- descansaba sobre una bolsa de harina mientras me ofrecía una botella de cerveza sin ceremonia, como si me conociera de toda la vida. "Para matar el sol", dijo con un guiño, mientras sus compañeros ajustaban los cascabeles de sus trajes con movimientos precisos.
La generosidad orureña se manifestó sin preámbulos. Un plato humeante de sajta de pollo apareció en mis manos como por arte de magia. "Come, que el frío no perdona", insistió una mujer con pollera colorida y sombrero bombín, como si alimentar a un extraño fuera el acto más natural del mundo. Las cervezas llegaron después, una tras otra, pasando de mano en mano sin que nadie llevara la cuenta. No era cortesía turística -yo era el único extranjero en kilómetros a la redonda- sino parte de ese ritual comunitario donde todo se comparte: la comida, la bebida, las historias.
En la Plaza del Folklore, bajo la tenue luz de los faroles, una joven perteneciente a una de las tantas fraternidades - a esa altura ya estaba mareado de tantos nombres - me confesó entre trago y trago cómo su abuelo había bailado en esa misma agrupación, y su padre antes que él. "Esto no es solo baile", murmuró ajustándose la máscara con dedos que temblaban levemente, "es memoria viva". Sus palabras se mezclaron con el sonido de los bombos que resonaban en mi pecho como un segundo latido, mientras alrededor nuestro la ciudad seguía bailando, ensayando, viviendo su carnaval eterno bajo el cielo infinito del altiplano.
Diablada principal
Máscaras artesanales
El Carnaval de Oruro late como un segundo corazón en el pecho de esta ciudad altiplánica, una pulsación ritual que transforma el dolor en color y la resistencia en movimiento. Sus raíces se hunden profundamente en el siglo XVI, cuando los urus celebraban clandestinamente sus rituales al dios Tiw en las entrañas del Cerro Pie de Gallo, lejos de la mirada colonizadora. Esta génesis subterránea marcó para siempre el carácter del carnaval: una celebración que nació como acto de rebeldía cultural, donde los mineros convertían sus herramientas de trabajo en instrumentos de danza, sus movimientos de extracción en coreografías sagradas, sus sufrimientos en arte.
La historia oficial sitúa en 1789 el nacimiento formal del carnaval, cuando la aparición milagrosa de la Virgen del Socavón en una mina dio pie a la festividad religiosa. Pero la verdadera esencia se forjó en la oscuridad de los socavones, donde los gestos de devoción al Tío de la Mina - esa deidad ambivalente de las profundidades - se mezclaron con los santos católicos hasta volverse indistinguibles. Las máscaras de diablo que hoy desfilan por las calles no representan el mal cristiano, sino a este protector subterráneo que da minerales pero exige sacrificios, una figura tan temida como venerada por generaciones de mineros.
Los trajes que pesan como penitencia, las lentejuelas que brillan como pepitas de plata, los cascabeles que suenan como vetas de mineral golpeadas por el pico - todo en este carnaval habla del diálogo íntimo entre Oruro y sus minas. Las morenadas, con sus pasos lentos y arrastrados, no solo recuerdan el sufrimiento de los esclavos africanos en Potosí, sino que transforman ese dolor en una coreografía de resistencia. Cada movimiento de los caporales, cada giro de las chinas supay, cada nota de los bombos cuenta esta historia de conversión del sufrimiento en belleza.
Detrás del esplendor visual existe toda una economía oculta que sostiene la tradición. En talleres familiares del barrio La Paz, los mascareros tallan demonios de madera usando técnicas heredadas de sus abuelos. Mujeres tejedoras pasan meses bordando polleras que después alquilarán a museos. Jóvenes que migraron a España o Argentina envían remesas específicamente para costear los trajes de sus familiares en la próxima entrada. El carnaval no es solo cultura - es sustento, es mercado, es motivo para quedarse o para volver.
Para el orureño común, bailar en el carnaval trasciende lo artístico o lo religioso - es un rito de paso, una obligación moral con los antepasados. Psicólogos locales han documentado el llamado "síndrome post-carnaval", esa depresión profunda que afecta a los danzantes cuando termina la fiesta. Las agrupaciones funcionan como espacios terapéuticos donde mineros jubilados reviven su juventud a través de los pasos de diablada, donde mujeres maltratadas encuentran sororidad entre las faldas de morenada, donde jóvenes migrantes reconectan con raíces que la ciudad les negó.
Hoy, mientras el carnaval se exporta como modelo festivo y las nuevas generaciones navegan entre tradición y globalización, Oruro enfrenta el desafío de mantener viva la esencia. Las agrupaciones comerciales apropiándose de símbolos sagrados, los jóvenes que prefieren mirar el baile antes que vivirlo, la conversión de ciertos rituales en mero espectáculo turístico - todos son síntomas de una tensión constante entre autenticidad y modernidad.
Detrás del esplendor visual existe toda una economía oculta que sostiene la tradición. En talleres familiares del barrio La Paz, los mascareros tallan demonios de madera usando técnicas heredadas de sus abuelos. Mujeres tejedoras pasan meses bordando polleras que después alquilarán a museos. Jóvenes que migraron a España o Argentina envían remesas específicamente para costear los trajes de sus familiares en la próxima entrada. El carnaval no es solo cultura - es sustento, es mercado, es motivo para quedarse o para volver.
Pero como me dijo aquel anciano mascarero mientras tallaba una diablesa en su taller de la calle La Paz: "Mientras el cerro tenga mineral y nuestras venas lleven sangre, los diablos seguirán bailando". El carnaval no pertenece a Oruro - es Oruro el que pertenece al carnaval. Y cada domingo de enero, cuando las calles se llenan de ensayos espontáneos, cuando los bombos resuenan sin permiso oficial, cuando extraños comparten cerveza y comida sin preguntas, queda demostrado que esta tradición no necesita fechas en el calendario para probar que sigue viva. Late bajo el asfalto como esas vetas de plata que aún recorren el subsuelo de la ciudad, recordándonos que algunas riquezas no se miden en toneladas extraídas, sino en pasos de baile heredados.
Socavón minero
Ofrendas al Tío
El bus partió de la terminal junto al cementerio general de La Paz cuando el sol apenas comenzaba a iluminar las cumbres andinas. Cinco horas de trayecto me separaban de Copacabana, pero el verdadero ritual comenzó en el Estrecho de Tiquina. Allí, en un ballet logístico que mezcla lo rudimentario con lo sublime, descendí del minibús para cruzar en una lancha mientras el vehículo completaba su viaje sobre una plataforma flotante. Las aguas azules del lago, ya visibles, brillaban bajo el sol altiplánico con esa intensidad particular de los lugares sagrados.
El hostal familiar donde me alojé emergió entre las calles de tierra como un refugio de autenticidad. Lejos del bullicio de los albergues para mochileros, esta casa de paredes encaladas y patio interior donde secaban charque (carne de llama deshidratada) me recibió con una intimidad que solo conocen los lugares vividos más que administrados. Doña Luz, regentaba el lugar con esa mezcla de severidad y calor andino que inmediatamente hace sentir como a un pariente lejano que vuelve al hogar.
Aquí no había check-in formal - un apretón de manos, un "¿ya almorzaste?" y la indicación de mi habitación bastaron. Las camas, duras como corresponde a la tradición altiplánica, olían a hierbas secas que ahuyentaban el frío nocturno. Por las noches, compartía el comedor con peregrinos llegados desde Potosí y Oruro, cuyas conversaciones sobre las ofrendas a la Virgen de Copacabana se mezclaban con el sonido de los cacharros de aluminio donde hervían papas lizas.
Fue en este contexto donde Nadia, la estudiante de turismo de 19 años que conocí en el bus, apareció una mañana con su mandil de mercado. Entre los fogones de leña donde su madre preparaba jugos de tumbo -esa fruta ácida que parece contener la esencia misma del altiplano- me confió con voz baja: "Los turistas ven el lago y piensan 'qué lindo paisaje'. Nosotros le hablamos. Cuando hay tormenta, es el Titiqaqa enojándose; cuando está calmo, nos está aconsejando paciencia". Sus palabras, simples pero cargadas de una cosmovisión milenaria, resonaron en mí cada vez que observaba las aguas cambiantes del lago sagrado.
Mi primera caminata me llevó a la Horca del Inca, estructura precolombina que domina la bahía. Lejos de ser un simple monumento, este observatorio astronómico construido por los tiwanakotas alrededor del 800 d.C. funciona como un reloj cósmico. Sus dos pilares de piedra y el dintel superior marcan con precisión milimétrica los solsticios y equinoccios. Los arqueólogos creen que servía tanto para cálculos agrícolas como para rituales sagrados. Hoy, los amautas (sabios aymaras) aún realizan ofrendas en este lugar durante el Willka Kuti o Año Nuevo Andino.
La ascensión al Cerro Calvario al atardecer se convirtió en una experiencia trascendente. Este via crucis andino, donde las estaciones mezclan símbolos católicos con rituales ancestrales, es el corazón espiritual de Copacabana. Cada viernes, peregrinos suben sus 14 estaciones cargando piedras que representan sus pecados, para dejarlas en la cima junto a ofrendas a la Pachamama. En la cumbre, donde se erige una capilla blanca, el sincretismo alcanza su máxima expresión: velas benditas se consumen junto a hojas de coca, y las cruces cristianas reciben libaciones de chicha.
El viento helado cortaba el rostro mientras observaba cómo el sol teñía de oro las aguas del lago. Un yatiri (sacerdote aymara) realizaba una q'owa (ofrenda) con fetos de llama, dulces y serpentina, invocando a los achachilas (espíritus de las montañas). "Este cerro es un apu (deidad andina)", me explicó, "los españoles pusieron su calvario sobre nuestro lugar sagrado, pero la tierra sigue hablando en aymara".
Totora al amanecer
Horizonte azul cobalto
Al amanecer siguiente abordé la lancha de los locales rumbo a la Isla del Sol. Mientras los botes turísticos se dirigían al puerto norte, yo desembarqué en Challapampa, donde la vida transcurre al ritmo de hace siglos. Las terrazas agrícolas preincaicas aún producen papa, quinua y habas con los mismos métodos ancestrales. En la Fuente Sagrada, tres manantiales representan los principios aymaras de ama sua (no robar), ama llulla (no mentir) y ama qhilla (no ser flojo).
Al caer la tarde, cuando los catamaranes repletos de cámaras fotográficas se alejaban rumbo a Perú, me quedé sentado en las piedras milenarias del muelle indígena. En ese silencio compartido con el lago, comprendí que algunas experiencias no se capturan, se viven. Que ningún souvenir podría contener la paz de ese atardecer donde el tiempo parecía haberse detenido siglos atrás. El verdadero tesoro era precisamente esto: no llevarme nada material, excepto la certeza de que había tocado, aunque fuera por un instante, el alma de un lugar sagrado.
Al día siguiente, camino al Perú, miré por última vez esas aguas que fueron cuna de Manco Cápac y Mama Ocllo según la leyenda inca. Sabía que volvería, porque Bolivia había dejado de ser un destino para convertirse en una pregunta sin respuesta completa. El Amazonas me esperaba, pero esa ya es otra historia escrita en clave de selva y humedad. Por ahora, el altiplano seguía hablándome a través del viento que agitaba las aguas del lago navegable más alto del mundo, donde cada ola parece murmurar secretos en lengua aymara.
Totora al amanecer
Horizonte azul cobalto
El bus serpenteó por la carretera Cochabamba-Santa Cruz durante ocho horas interminables, dejando atrás el smog pegajoso y el caos urbano que me habían hastiado de la ciudad. Las curvas cerradas del camino revelaban un paisaje en mutación constante: cerros áridos que gradualmente se vestían de verde, puestos de venta de chirimoyas que anunciaban el cambio de altitud, y el aire que se volvía más dulce y liviano con cada kilómetro recorrido.
Cuando por fin llegué a Samaipata, el sol de media tarde bañaba el pueblo con una luz dorada que parecía sacada de un cuadro impresionista. Este rincón de calles empedradas y techos de teja roja, enclavado en el pliegue exacto donde la Cordillera de los Andes hace un quiebre dramático hacia el sur, era todo lo que Cochabamba no pudo ser: tranquilo sin ser adormecido, auténtico sin folklorismos baratos, cargado de historias que palpitan en cada esquina. El clima era ese milagro geográfico que los locales llaman "eterna primavera": noches frescas que invitan a ponerse un abrigo, mañanas tibias perfumadas a pan recién horneado, y tardes donde el sol calienta sin quemar, como si la naturaleza hubiera encontrado aquí su equilibrio perfecto. A lo lejos, los primeros viñedos de altura se dibujaban en las laderas, testigos silenciosos de por qué hasta los cruceños más adinerados eligen este lugar para escapar del calor asfixiante de Santa Cruz.
El hostal familiar donde me alojé emergió como un atlas viviente de destinos rotos y reinicios. Marta, la uruguaya de ojos cansados pero sonrisa fácil, me recibió con un mate amargo que sabía a nostalgia. Sus manos - surcadas de venas azules y callosidades que delataban sus 62 años - temblaban levemente al cebar mientras relataba: "En Montevideo, mi pensión de administrativa pública no cubría ni el alquiler de un monoambiente. Aquí, con lo que antes era mis gastos de luz, tengo huerto, techo de tejas y hasta una perra que se llama Milanesa". Su historia no era única. Samaipata alberga una colonia silenciosa de exiliados económicos —argentinos, chilenos, incluso europeos— que encontraron en este rincón boliviano un lugar donde el tiempo y el dinero corren más lento.
Samaipata misma respiraba estas contradicciones. Durante el día, camionetas 4x4 con patentes de Santa Cruz descargaban familias adineradas en sus casonas coloniales restauradas, mientras artistas callejeros montaban performances entre puestos de jugos de motacú (una palmera local). Al caer el sol, la plaza principal se transformaba en un tribunal informal de historias: los exiliados económicos compartían vino singani de botella con mochileros que leían a Galeano, mientras los sapos entonaban su coro disonante. En algún balcón, un mural del Che Guevara hecho con tapitas de botella coexistía con motivos guaraníes, como si la revolución y la tradición hubieran pactado una tregua en este valle bendecido por el clima.
Con el grupo de errantes que el hostal me regaló —Jenny, la bióloga peruana que hablaba con las orquídeas como si fueran viejas amigas; Adrián, el español que llevaba tres meses persiguiendo cóndores con una cámara que valía más que su pasaje de vuelta; Josh, el inglés que tomaba birras como si fuera el ultimo día; y Villy, danés fanático de los vikingos—, convencimos a un taxista con ruedas baldías para que nos llevara al Codo de los Andes.
El Codo de los Andes no es un simple mirador, sino una herida abierta en el costado del continente. Aquí, donde la Cordillera parece cansarse de su ruta norteña y dobla su espinazo hacia el sur en un gesto geológico de fatiga, el viento no sopla: grita con la fuerza de mil voces ancestrales, arrancando de cuajo cualquier último vestigio de pensamiento urbano que hayas traído contigo.
Desde el borde del precipicio, el paisaje se despliega como un drama en tres actos. Los valles profundos, tallados por ríos que bajan con urgencia desde glaciares desaparecidos, marcan cicatrices en la tierra que siguen sangrando, prueba silenciosa de un planeta que nunca dejó de moverse aunque dejemos de prestarle atención. Las nubes, caprichosas, quedan atrapadas entre los picos como algodones perdidos en la lavadora de los dioses, deshilachándose contra las aristas de piedra. Y al fondo, en el horizonte, el Amboró se alza como una mancha verde tan espesa y misteriosa que parece contener en sus entrañas todos los secretos que el Che nunca llegó a descifrar, todos los caminos que nunca pudo recorrer.
Este es el lugar donde la geografía se convierte en metáfora, donde cada roca y cada ráfaga de viento cuentan una historia de cambios bruscos, de rumbos alterados, de destinos que se tuercen sin previo aviso. No es un sitio para ver, sino para sentir en las entrañas que estás parado exactamente donde el continente decidió cambiar de idea.
Al entrar al Amboró, la humedad golpea primero. El aire pesa y huele a tierra mojada y vegetación fresca. Este parque alberga cuatro ecosistemas distintos que se mezclan de forma sorprendente: bosques nublados con árboles cubiertos de musgo, zonas secas con cactus, selva húmeda exuberante y sabanas abiertas.
Jenny, nuestra bióloga, identificaba especies con precisión científica. Señalaba heliconias cuyas flores forman depósitos naturales de agua para insectos, y árboles de corteza lisa donde los osos hormigueros dejan sus marcas de garras. El suelo del bosque estaba cubierto de hojas en descomposición que crujían bajo nuestros pies.
Los sonidos del parque formaban una sinfonía constante: el zumbido de insectos, el grito agudo de los tucanes, el murmullo de pequeños arroyos. En los claros del bosque, el sol filtrado creaba patrones de luz entre las hojas. Vimos peces sábalas nadando en pozas cristalinas y mariposas azules del tamaño de una mano.
La verdadera magia del Amboró está en sus detalles concretos: las raíces aéreas que cuelgan como cortinas, los troncos caídos que sirven de puentes naturales, las orquídeas diminutas que crecen en las ramas altas. No necesita adornos literarios - su grandeza está en la increíble diversidad que alberga y en los procesos ecológicos que ocurren ante nuestros ojos.
El minibús a Vallegrande olía a gasoil y sudor antiguo. Cada curva de la carretera polvorienta me alejaba de Samaipata y me acercaba a los lugares donde Ernesto Guevara, ese médico argentino convertido en mito, escribió su último capítulo. Yo, que crecí en Buenos Aires escuchando "Esquina Libertad" de Los Piojos y "El Hombre de la Estrella" de La Renga, sentía algo más fuerte que curiosidad: era la necesidad de entender cómo el hombre detrás de esas canciones había terminado aquí, en estas montañas olvidadas de Bolivia.
El aire en Vallegrande sabe a polvo y memoria. Aquí, en este pueblo de calles empinadas y casas bajas con balcones de madera, el tiempo parece haberse detenido en octubre de 1967. El museo del Che ocupa una construcción blanca de estilo colonial, discreta como todo en esta zona de Bolivia, pero que guarda en su interior el peso de una historia que todavía hoy divide aguas.
La mascarilla mortuoria es lo primero que golpea la vista. No es una réplica, no es una escultura: es el molde exacto tomado del rostro de Ernesto Guevara después de su muerte. Los detalles son perturbadores en su realismo - los párpados cerrados con esa calma que solo conocen los muertos, los labios levemente entreabiertos como si fuera a decir algo, las arrugas marcadas en la frente que delatan sus 39 años de vida intensa. El cabello, capturado en yeso, conserva las marcas de los dedos que lo peinaron para la foto post mortem.
Las paredes del museo están cubiertas de fotografías que documentan esos días cruciales. En una se ve al Che tendido sobre el lavadero de cemento del hospital, desnudo hasta la cintura, con los ojos abiertos de par en par en un último gesto de desafío. En otra, los soldados bolivianos posan junto al cadáver con sonrisas torpes, como cazadores orgullosos de su trofeo, sin comprender que estaban inmortalizando no una derrota, sino un nacimiento.
A cinco minutos caminando, el antiguo hospital Nuestro Señor de Malta conserva intacta la lavandería donde ocurrió todo. El espacio es más pequeño de lo que imaginaba - no más de cuatro por seis metros -, con paredes descascaradas por la humedad y ese olor a cloro viejo que tienen los lugares donde se lavó demasiada historia. El piso de cemento, gastado por décadas de pies curiosos, marca el lugar exacto donde colocaron el cuerpo para la exhibición. Las paredes están cubiertas de mensajes dejados por visitantes de todo el mundo: consignas revolucionarias en una docena de idiomas, fechas significativas, nombres de organizaciones políticas.
Pero lo más impactante está en los detalles que no aparecen en los libros: la reja oxidada de la ventana por donde entraba la luz cuando tomaron las fotos, las marcas de bala en una pared lateral que nadie se ha molestado en reparar, el silencio particular que se hace cuando un grupo de visitantes argentinos se queda mirando el lavadero sin atreverse a hablar.
Afuera, la vida cotidiana de Vallegrande sigue su curso. En la plaza principal, los ancianos juegan cartas bajo los árboles mientras los niños corren alrededor del kiosco. En los puestos del mercado, las vendedoras ofrecen jugos naturales junto a puestos que venden imanes con la imagen del guerrillero. Es esta contradicción viva - entre el mito y la realidad, entre la historia y el presente - lo que hace de Vallegrande un lugar único. No es un museo pulido para turistas, sino un lugar donde el pasado sangra hacia el presente, donde cada visitante debe enfrentarse a la pregunta incómoda de qué significa realmente ese hombre de yeso para ellos.
El camino a La Higuera se presentaba entre cerros áridos, un paisaje de tierra rojiza y arbustos espinosos que parece diseñado para el olvido. Pero este caserío de 50 almas - donde el polvo se pega a los zapatos y los perros flacos duermen al sol - carga con un peso histórico que contradice su tamaño insignificante.
La antigua escuelita, una construcción de adobe con techo de paja que parece a punto de derrumbarse, es hoy un santuario laico. Sus paredes exteriores están cubiertas de murales naif pintados por los mismos campesinos que hace décadas temblaron cuando los militares llegaron con su prisionero. Aquí el Che se transforma en "San Ernesto": un Cristo revolucionario con boina, rodeado de estrellas rojas y manos campesinas que lo elevan hacia el cielo. Dentro, el aula donde ocurrió todo conserva el piso de madera original, gastado por miles de pies peregrinos. En una esquina, una placa sencilla marca el lugar exacto donde cayó. No hay adornos, solo el eco de aquel disparo que resonó en estas paredes de barro el 9 de octubre de 1967.
Hoy La Higuera vive del turismo revolucionario sin haber perdido su esencia. Los mismos niños que venden figuritas de plástico del Che juegan fútbol con pelotas de trapo en la canchita de tierra. Las mujeres cocinan sopa de maní en fogones de leña mientras debaten si Evo Morales hizo bien o mal en usar su imagen. Es esta contradicción viva - entre el mito y la realidad cotidiana - lo que hace único a este lugar.Al salir del pueblo, el bus a Sucre pasó junto al cementerio donde enterraron clandestinamente sus restos. Un cartel pintado a mano reza: "Aquí comenzó la leyenda". Y es cierto - porque más allá de debates ideológicos, lo que queda claro en La Higuera es que mataron a un hombre, pero nacieron mil preguntas que todavía hoy, más de medio siglo después, siguen buscando respuestas en estas tierras rojas donde la historia se niega a ser enterrada.
El polvo de Bolivia se me quedó pegado a la piel mucho después de dejar atrás Samaipata, Vallegrande y La Higuera. No era solo tierra lo que cargaba, sino el peso de una historia que aquí sigue viva, respirando entre los murales descascarados, los cerros testigos y las voces de quienes, medio siglo después, aún pronuncian su nombre con un susurro que oscila entre la reverencia y la contradicción.
Este viaje no fue un peregrinaje ideológico, pero sí una búsqueda de las huellas concretas de un hombre que dejó de ser de carne y hueso para convertirse en símbolo. En el lavadero del hospital de Vallegrande, bajo la luz cruda que aún se cuela por la misma reja oxidada, entendí que la muerte del Che no fue el final, sino el momento en que su historia se enredó para siempre con la de América Latina. Los soldados que posaron junto a su cadáver creyeron estar fotografiando un triunfo, pero en realidad capturaron sin saberlo el instante exacto en que un revolucionario caído se transformaba en leyenda.
La Higuera, con su escuelita de adobe y sus murales naif, es el lugar donde la épica choca contra la realidad más dura: aquí no hay bronces ni mármoles, solo tierra roja y memoria oral. Los niños que hoy venden figuritas del Che a los turistas son nietos de quienes lo vieron pasar, prisionero y herido, hacia su destino. En sus miradas curiosas, en las anécdotas que repiten los ancianos mientras mastican coca, persiste algo que los libros no pueden capturar: la textura humana de un mito.
Y al final, entre tanta geografía sagrada, lo que queda es la certeza de que Bolivia—con sus montañas que doblan el espinazo del continente, sus selvas que guardan secretos y sus pueblos que resisten al olvido—fue el escenario perfecto para este último acto. Porque el Che, como esos cerros del Codo de los Andes, pertenece ya al paisaje: un fantasma incómodo para algunos, un faro para otros, pero siempre presente.
Volví a la ciudad, pero algo de aquel viento que grita en las alturas se me quedó dentro. No son respuestas lo que traje, sino la convicción de que algunas historias, como las raíces de los árboles del Amboró, no pueden arrancarse. Crecen en la tierra, se mezclan con ella, y desde ahí siguen hablando.
Murales callejeros
Donde expusieron su cuerpo
En La Higuera, el pueblo donde cayó el Che, las paredes de adobe conservan impactos de bala. Doña Angélica, entonces una niña, recordó: "Lo trajeron herido, pero seguía hablando de justicia". El museo es una cápsula del tiempo: su máscara mortuoria, botellas de suero vacías, fotos donde sus ojos aún desafían. En Vallegrande, en el lavadero del hospital, peregrinos dejan banderas cubanas y rosarios junto al lavatorio donde mostraron su cuerpo como trofeo.
El viaje desde Oruro comenzó al alba, con la estación de buses casi desierta por ser día festivo. La caminata hasta el hostal se convirtió en mi primer contacto con la topografía vertiginosa de esta ciudad que trepa por las laderas como si desafiara la gravedad. Elegir alojamiento había sido una odisea - no por precio ni comodidad, sino por esa geografía caprichosa donde cada decisión sobre ubicación podía convertirse en una condena a subir y bajar eternamente esas calles empinadas que queman los pulmones a 3,650 metros.
El hostal, cercano a la plaza Murillo -sí, así se llama el corazón político de Bolivia-, sería mi base para explorar una ciudad que al día siguiente celebraría el Día del Trabajador de la Hoja de Coca. Ese primer día, con las calles inusualmente tranquilas por el feriado, me dediqué a recorrer los hitos históricos: desde la Catedral Metropolitana con su fachada neoclásica que parece flotar sobre la plaza, hasta el imponente Palacio Quemado, testigo mudo de incontables revueltas políticas. El Museo Nacional de Arte, alojado en un palacio colonial, guardaba entre sus muros la historia visual de un país entero, mientras que la calle Jaén, empedrada y flanqueada por casas coloniales perfectamente conservadas, ofrecía un viaje en el tiempo a la época virreinal.
La noche llegó con la búsqueda infructuosa de mercados abiertos, hasta que di con un pequeño comedor donde sirven el plato paceño por excelencia: la sopa de maní. Regresé al hostal con el cuerpo cansado pero la expectativa creciendo - al día siguiente sería testigo de una celebración única.
A las 10:30 de la mañana, la plaza Murillo ya bullía de actividad. Un escenario improvisado esperaba al presidente Arce, mientras agrupaciones de todas las regiones del país desplegaban sus colores y consignas. Los puestos de productos derivados de la hoja de coca formaban un mosaico verde: desde la bebida energética que probé (y que efectivamente me dio un empujón similar al mate argentino) hasta los muffins de un verde casi fluorescente y los alfajores cuya masa de coca se deshacía en el paladar junto a la crema pastelera. No faltaban los jabones artesanales, pomadas para dolores musculares y hasta caramelos para el soroche.
El acto político se mezcló con rituales ancestrales a la Pachamama y presentaciones musicales donde los charangos y zampoñas dialogaban con guitarras eléctricas. Cuando el presidente apareció, su cercanía fue sorprendente - a cinco metros de donde yo estaba, con apenas dos escoltas distraídos. Ese momento encapsulaba la paradoja boliviana: un líder accesible en una nación donde las distancias políticas son abismales.
Con el estómago lleno de coca en todas sus formas, la tarde siguiente la dediqué a explorar el sistema de teleféricos más alto del mundo. Por menos de dos dólares, el pase completo me permitió surcar los cielos paceños en esas cápsulas de colores que conectan los distintos estratos sociales de la ciudad. La línea roja ascendía hacia El Alto, revelando el contraste brutal entre los barrios acomodados y las laderas cubiertas de viviendas precarias. La línea amarilla me llevó sobre el cañón del río Choqueyapu, donde el abismo se abría bajo mis pies. Cada estación era un mirador privilegiado: La Paz se extendía como un anfiteatro natural, con el nevado Illimani como telón de fondo permanente
El tercer día llegó con la adrenalina de la Carretera de la Muerte. Salimos antes del amanecer hacia La Cumbre (el punto de partida a 4,650 metros, cerca del Cristo de la Concordia), donde el aire era tan fino que cada movimiento requería esfuerzo. Nuestro grupo era un crisol de nacionalidades: las hermanas bolivianas Amelia y Melina, los australianos Rikki y Fletcher, y la pareja de Tancacha con quienes compartí anécdotas sobre la aceitera Bunge que conocía bien de mis tiempos en Córdoba.
Los primeros 25 km por carretera asfaltada fueron un ejercicio de control - las bicicletas alcanzaban velocidades peligrosas y el tráfico pesado nos obligaba a mantenernos alerta. Pero fue al entrar en el tramo de tierra de la verdadera Carretera de la Muerte donde la experiencia se tornó sublime y aterradora. Este camino, construido en los años 30 por prisioneros paraguayos de la Guerra del Chaco, ganó su macabro nombre por los cientos de muertes anuales que registraba antes de la construcción de una vía alternativa. Con apenas 3 metros de ancho y precipicios de hasta 800 metros sin barandas, cada curva era un desafío. Pasamos bajo cascadas que caían directamente sobre la ruta, esquivamos piedras sueltas y sentimos el vértigo de mirar hacia abajo donde decenas de cruces recordaban a quienes no lograron completar el viaje.
El incidente con el ciclista argentino (que efectivamente resultó ser porteño) que se dislocó el hombro por exceso de confianza sirvió como recordatorio del peligro real. Mi propia bicicleta perdió la cadena en el tramo final, convirtiendo los últimos kilómetros en un ejercicio de equilibrio puro. La recompensa fue un almuerzo en Coroico, donde el aire cálido de los Yungas nos recibió con aromas a café y frutas tropicales, y donde las historias con las hermanas de Potosí sembraron la semilla para la siguiente etapa de mi viaje.
Mi último día lo pasé en el Valle de las Ánimas, accesible en un bus local desde el mercado. Lo que desde la entrada parecía un paisaje sencillo se reveló como un laberinto de formaciones rocosas esculpidas por el viento, que se alzaban como catedrales naturales. Los senderos serpenteaban entre pináculos de piedra que parecían guardianes petrificados, ofreciendo en cada recodo una nueva perspectiva de La Paz en la distancia. Mi almuerzo frugal -un sandwich acompañado de mate- sabía a gloria en ese anfiteatro natural, con el sonido del viento silbando entre las rocas como un canto a los difuntos que dan nombre al lugar.
La Paz es un acertijo envuelto en contradicciones. Sus calles son un caos de microbuses que escupen humo y vendedores ambulantes que transforman cada acera en mercado, pero al mismo tiempo albergan joyas arquitectónicas que cuentan siglos de historia. Es sucia, sí, con esa mugre que se acumula en las grietas de una urbe que nunca descansa, pero también es increíblemente vibrante, llena de colores y sabores que desafían la monotonía. El aire enrarecido por la altura hace que cada subida sea una batalla, pero las vistas desde sus miradores naturales son el premio a tanto esfuerzo.
Lo que queda después de cuatro explorándola es la sensación de haber estado en un lugar que se resiste a ser domesticado. La Paz no se ofrece fácil al visitante - exige esfuerzo, paciencia y un estómago fuerte para sus desniveles y su comida callejera. Pero a cambio, regala momentos de pura magia urbana: ese atardecer visto desde el teleférico cuando la ciudad se tiñe de oro, el sabor inesperado de un alfajor de coca, la complicidad de una sonrisa compartida con una cholita en el mercado. Es agridulce, pero con ese dulce que perdura mucho después de que lo agrio se ha disipado. Una ciudad que, como la hoja de coca que mastican sus habitantes, requiere masticarla un buen rato antes de revelar sus verdaderos sabores.
Después de semanas respirando altura, entre cerros, caos festivo y ciudades suspendidas en el aire como La Paz y Puno, me lancé a una bajada sin freno, un descenso directo al corazón húmedo y palpitante del Beni. Atrás quedaban las alturas, las polleras danzantes de la Virgen de la Candelaria, el frío seco y la adrenalina urbana; adelante, la promesa de un nuevo mundo, verde y espeso, donde el oxígeno se sentía pesado y real, como si la selva misma te abrazara desde que cruzás el primer umbral.
El viaje desde La Paz a Rurrenabaque fue ya de por sí un prólogo que lo decía todo: ruta serpenteante, asfalto interrumpido por tierra, precipicios que te quitaban el aliento y un bus que parecía navegar más que rodar, deslizándose por entre los pliegues de la cordillera como un explorador resignado. Adentro, el vaivén constante; afuera, un abismo de 200 metros. Pero incluso en ese peligro latente, había algo fascinante: la transformación del paisaje, del aire, de la naturaleza misma en todo su esplendor.
Llegar a Rurre al amanecer fue como aterrizar en otro planeta. El calor te pega de frente, como si el sol te cacheteara para decirte “despertá, que acá se vive distinto”. Caminé los cuatro kilómetros que separan la terminal del centro, rodeado de ladridos, sombras y esa sensación extraña de ser el único ser humano despierto en una ciudad dormida. Pero bastó un “¿Qué hacés, culiado?” dicho con tonada bien argentina en la cocina del hostal para sentirme en casa. Leo, voluntario con alma de guía y corazón de selva, me sirvió desayuno y, sin saberlo, me abrió la puerta a todo lo que vendría.
En esa piscina medio turbia, en ese rincón perdido de Bolivia, conocí a los tres que serían mis compañeros de selva: Brenda, con esa conexión mística con la naturaleza; Edu, el alemán de alma inquieta y mirada atenta; y Ani, inglesa de risa fácil y espíritu libre. Juntos compartimos carnavales a pura pintura y agua, caminatas gratuitas por la jungla guiados por la voluntad de Leo, y el deseo compartido de ir más allá: a Santa Rosa de Yacuma.
Pero la selva, como toda entidad con carácter, pone pruebas. Bolivia atravesaba una crisis de combustible provocada por decisiones políticas que parecían tan lejanas como irreversibles. El país estaba bloqueado. Literalmente. La carretera a Yacuma cortada, los camiones detenidos, los ánimos tensos. Esperamos tres días. La incertidumbre era densa, y decidimos avanzar igual: cruzar a dedo, caminar, negociar con la paciencia de quien sabe que todo lo valioso se hace esperar.
El cruce del bloqueo fue cinematográfico. Ayudamos a una señora brasilera a cargar bolsos, vimos vidrios rotos, caras duras y tensión en el aire. Pero bastó una pregunta honesta, una mirada directa, y nos dejaron pasar. En el pueblo, tras buscar entre opciones imposibles, apareció él: el Negro Gil. Una leyenda. Profesor universitario, amante de la selva, contador de historias y, por si fuera poco, amigo íntimo de Jesús, un caimán de cinco metros al que alimentaba desde hacía años. Nos vio cruzar el corte, nos reconoció, y nos eligió.
Lo que vino después no fue un tour. Fue un ritual. Salimos al amanecer en su panga, remando por el Yacuma como si estuviéramos adentrándonos en las venas abiertas de la Amazonía. El sol se filtraba entre los árboles, los capibaras nos miraban sin moverse, y de repente: una explosión de monos ardilla sobre el bote, peleando por bananas, trepando nuestros hombros, nuestras mochilas, nuestras risas.
Vimos perezosos colgados como ideas lentas entre ramas, y luego, como si la selva hubiera esperado el momento exacto, el Negro sacó su carta maestra: un pollo podrido atado a una cuerda. Lo arrojó al río, y como salido de un cuento, un caimán emergió del agua, devoró, y se retiró con la dignidad de un rey ancestral. Todo, a un metro de nosotros.
Más tarde, los delfines rosados. Mitad fantasía, mitad músculo, emergiendo como sonrisas líquidas entre las aguas marrones. Fue un momento de silencio reverente. Nos quedamos así, flotando entre preguntas sin respuesta y la certeza de que la magia no está en los cuentos, sino en los lugares donde la naturaleza todavía no fue domada.
a jornada culminó en la Laguna Brava, ese espejo de agua que nos regaló el atardecer más hermoso que vi en mi vida. Con cervezas tibias y linternas de celular, vimos los ojos de los lagartos brillar como monedas antiguas en la oscuridad. Era como si la selva, en su sabiduría milenaria, nos estuviera despidiendo con un guiño, diciéndonos: “Ya están adentro, ya son parte”.
Esa noche dormimos con el cuerpo extenuado pero el alma prendida fuego. Al día siguiente, vuelta a Rurrenabaque, luego cada quien a su rumbo: Brenda y Edu hacia La Paz, Ani a Sucre, y yo, rumbo a Cochabamba, con el corazón todavía latiendo al ritmo del Yacuma.
Rurrenabaque no fue solo un destino, fue un punto de quiebre. Allí aprendí que lo mejor viene cuando abandonas los planes y abrazas lo inesperado. Los bloqueos de ruta, que parecían obstáculos, se convirtieron en oportunidades para conocer almas como el Negro Gil, personajes que la selva pone en tu camino para recordarte que la vida es más sabia que tus itinerarios.
La naturaleza en su estado puro me transformó. En esas tierras húmedas donde el verde lo domina todo, comprendí que no somos nosotros quienes visitamos la selva, sino ella quien nos adopta temporalmente. Los animales no están para nuestro espectáculo, sino para recordarnos que el mundo late con una energía propia, ajena a nuestras preocupaciones.
Esta travesía me enseñó que los compañeros de viaje se convierten en familia cuando el contexto los une. Que rendirse al camino no es fracasar, sino permitir que la aventura te moldee. El calor sofocante, los silencios cargados de vida, esa humedad que se te mete en los huesos... son marcas que la selva deja en quien la recorre con los sentidos abiertos.
Y cuando todo terminó, me quedó una certeza: Rurrenabaque no se olvida. Porque hay lugares que no visitas, sino que te visitan a ti, dejando huellas profundas en tu manera de ver el mundo. La selva escribe sus propias reglas, y si estás dispuesto a escuchar, te revela verdades esenciales sobre ti mismo y el lugar que ocupas en este planeta.
El Beni no es solo selva. Es la tierra de los "hombres de agua", esos benianos que llevan el ritmo del río en la voz y la paciencia de los árboles en la mirada. Gente que sabe esperar —como espera el Yacuma a las lluvias—, que te recibe con un "¿Vienes o vas?" en lugar de un "Hola", porque aquí el tiempo es líquido y las prisas, ofensas.
En Santa Rosa, los niños juegan fútbol con pelotas de trapo mientras las madres venden "trancapecho" (el sándwich de arroz, huevo y plátano que alimenta a medio Beni). Los abuelos, sentados en mecedoras de madera carcomida, repiten historias de caimanes que eran dioses y de boteros que desaparecieron en remolinos. El Negro Gil era uno de ellos: profesor que cambió pizarras por canoas, pero nunca dejó de enseñar. "La selva no se conquista —me dijo una noche, mientras el fuego crepitaba—, se aprende a leerla, como un libro viejo lleno de huellas".
Hoy, cuando los motores fuera de borda rompen el silencio del Yacuma y los lodges prometen "experiencias auténticas", algo persiste: esa terquedad beniana de vivir al compás del río, de celebrar los bloqueos con cerveza y paciencia, de saber que la verdadera riqueza no está en el litio ni el gas, sino en las redes de pesca tendidas al amanecer y en las hamacas que mecen los secretos de quienes aún escuchan a la selva.
El Beni no se despide. Te deja ir, pero te ata con hilos invisibles: el olor a pescado asado en las orillas, el eco de un merengue beniano a medianoche, la certeza de que, en algún recodo del río, alguien sigue contando tu historia como si ya fuera parte del paisaje.
Llegué a Cochabamba con el cansancio del Beni aún pegado a la piel y la expectativa de encontrar ese "eterno clima primaveral" del que tanto hablaban. Pero la ciudad —con su tráfico caótico y su skyline desigual— me recibió con una energía distinta: no era la magia de Rurrenabaque ni el vértigo de La Paz, sino algo más esquivo, como si la ciudad guardara sus secretos bajo llave. El Carnaval, eso sí, estalló en colores y espumas. En la plaza Principal, familias enteras bailaban al ritmo de bandas locales mientras globos de agua volaban como proyectiles de alegría. Comí silpancho hasta reventar, bebí chicha de una cantarilla dudosa, y hasta me atreví con un pique macho que desafió mi tolerancia al picante. Pero algo faltaba.
Quizás fue la prisa, o tal vez el contraste brutal con la selva, pero Cochabamba no logró seducirme. Sus calles anchas y polvorientas, sus mercados bulliciosos donde las vendedoras gritaban "¡Llevaaa!" como mantra, incluso el Cristo de la Concordia —tan imponente desde lejos, tan turístico de cerca—, todo me pareció una postal que no terminaba de revelar su alma. Hasta el famoso "valle templado" se sintió como un eslogan vacío: el smog velaba las montañas y el ritmo urbano, acelerado y desordenado, chocaba con mi necesidad de calma después de la aventura amazónica.
Pero hubo destellos. En la Recoleta, al atardecer, mientras mordía un trancapecho (heredero directo del Beni), el cielo se tiñó de un rojo que casi —casi— me hizo reconsiderar. Y en la Cancha, ese laberinto de puestos donde se vende desde un tornillo hasta un amuleto contra la envidia, encontré a una anciana que me leyó la suerte con hojas de coca. "Te espera un camino largo y un corazón pesado", murmuró. No supe si era una maldición o un consejo.
Al segundo día, con el estómago aún rebelde por el picante, decidí que Cochabamba sería para mí una estación de paso. No hubo epifanías urbanas ni conexiones profundas, solo la certeza de que algunos lugares no resuenan, y está bien. Empacé rápido, convencido de que mi ruta verdadera estaba más al sur, donde las historias de guerrilla y selva se mezclaban con las raíces incas.
Al amanecer del tercer día, tomé un bus a Samaipata. La Ruta del Che me llamaba con sus promesas de historia viva y paisajes verdes. Cochabamba quedó atrás, sin resentimientos pero sin nostalgia, como esas paradas necesarias que solo sirven para confirmar que el camino correcto es otro.
Cochabamba lleva en su ADN la rebeldía de los pueblos que se niegan a ser conquistados. Fundada dos veces - primero por los españoles en 1571 como Villa de Oropesa, luego refundada tras la resistencia indígena - esta tierra de valles templados fue siempre campo de batalla. En 1812, las mujeres cochabambinas, lideradas por la valiente Josefa Gandarillas, armaron barricadas con sus enaguas y enfrentaron al ejército realista con palos y piedras, ganándose el título de "Heroínas de la Coronilla". Ese espíritu combativo resurgió en la Guerra del Agua del 2000, cuando el pueblo echó a una multinacional que quería privatizar hasta la lluvia.
Hoy, entre sus calles coloniales y mercados que huelen a albahaca y carne asada, se respira esa mezcla de orgullo e irreverencia. Los cochabambinos, llamados "qochalas" en quechua, preservan tradiciones únicas: desde el festejo del "Tata Pujllay" con diablillos danzantes hasta la devoción por la Virgen de Urkupiña, cuya fiesta en agosto transforma la ciudad en un mar de bailes y colores.
Al segundo día, con el estómago aún rebelde por el picante, decidí que Cochabamba sería para mí una estación de paso. No hubo epifanías urbanas ni conexiones profundas, solo la certeza de que algunos lugares no resuenan, y está bien. Empacé rápido, convencido de que mi ruta verdadera estaba más al sur, donde las historias de guerrilla y selva se mezclaban con las raíces incas.
La gastronomía aquí es un acto de resistencia cultural. El "pique a lo macho", el "silpancho" y la "lawa" no son solo platillos, sino banderas de identidad. En la Cancha, el mercado más grande de Sudamérica, sobreviven saberes ancestrales: curanderos que mezclan yuyos medicinales, "chifleras" que preparan jugos secretos contra el mal de amores, y artesanos que tallan máscaras para los bailes tradicionales.
Quizás yo no supe verlo en mi breve paso, pero Cochabamba sigue siendo esa tierra fértil donde germinan las revoluciones y los sabores. Donde las abuelas cocinan con la misma pasión con que sus abuelas combatieron, y donde cada esquina guarda historias de esos héroes cotidianos que, como el Cristo de la Concordia con sus brazos abiertos, siguen esperando a que los viajeros regresen para darles una segunda oportunidad.
El bus avanzó toda la noche desde Samaipata, un viaje eterno de curvas y asientos incómodos, mientras la luna iluminaba los cerros como un faro fantasmal. Al amanecer, Sucre emergió entre la neblina, blanca e imponente, como si el tiempo se hubiera detenido en sus adoquines. En el hostal, una casona colonial con patios llenos de geranios, me esperaba un desayuno de pan caliente y café espeso, junto a Jen, la alemana afincada en Barcelona que hablaba un español con acento rioplatense por culpa de sus amigos argentinos y catalanes; Evie, la inglesa en su año sabático que había llegado a Sucre para pulir su español antes de cruzar a Perú; y Adrián, el español de los cóndores, que aparecía en cada rincón de Bolivia como un personaje recurrente de mi viaje. Pero fue Simón, el recepcionista de mirada chispeante y sonrisa fácil, quien me hizo sentir en casa: "Aquí no somos La Paz —me dijo mientras me entregaba las llaves—. Nosotros guardamos la historia, pero sin el estrés".
Sucre respira historia por cada grieta de sus paredes encaladas. Fundada en 1538 como La Plata, fue el corazón del poder español: aquí se firmó la independencia en 1825, aquí se acuñó la plata que financió imperios, y aquí, en sus salones barrocos, se tejieron las primeras conspiraciones libertarias. Pero la historia no es solo gloria: Sucre lleva a cuestas el peso de ser la capital constitucional de Bolivia, mientras La Paz, agresiva y bulliciosa, le robó el protagonismo político. Los chuquisaqueños lo dicen con orgullo herido: "Ellos tienen el gobierno, pero nosotros tenemos el alma del país". En 2008, el conflicto estalló cuando Sucre exigió ser la sede plena de los poderes del Estado, un reclamo que terminó en protestas y una herida abierta en el orgullo de una ciudad que se sabe cuna de la patria. La Universidad Mayor Real y Pontificia de San Francisco Xavier, fundada en 1624, es testigo de ese legado: sus aulas han formado a presidentes, revolucionarios y poetas, y sigue siendo un faro intelectual donde se debaten las contradicciones de Bolivia.
Pasear por Sucre es caminar sobre un mapa vivo del siglo XIX. El casco histórico, Patrimonio de la Humanidad, es un museo al aire libre: edificios bajos de balcones verdes y techos de teja roja, iglesias que guardan órganos de oro, y plazas donde los abogados —Sucre es ciudad de tribunales y universidades— discuten casos entre sorbos de café. En el Museo de la Recoleta, un fraile me contó cómo el reloj de la torre marcó la hora exacta de la independencia; en la Casa de la Libertad, las actas originales de 1825 siguen expuestas, con las firmas de Bolívar y Sucre manchadas de tinta y urgencia. Pero la ciudad no vive solo de pasado: en el Mercado Central, mi nuevo templo gastronómico, las cholas vestidas de pollera servían jugos de tumbo y sandwiches de chola con una higiene impecable, mientras yo devoraba cada plato como si fuera el último.
De día, me perdí en el Parque Bolívar, donde réplicas en miniatura de la Torre Eiffel y el Arco de Triunfo parecen un sueño colonial de Europa. El Mirador de la Recoleta, al atardecer, regala una vista de techos rojos y cerros azules que justifica el apodo de "Ciudad Blanca". Pero fue el Cementerio General el lugar que más me sorprendió: mausoleos neoclásicos con nombres de próceres, tumbas humildes adornadas con flores de plástico, y un silencio que huele a tierra mojada y crisantemos. Allí, entre lápidas, encontré la tumba de Doña Juana Azurduy de Padilla, la guerrera cuya espada sigue inspirando murales feministas.
Al final, Sucre se me quedó en la memoria como un lugar de contrastes: solemne pero acogedora, lenta pero llena de historias que palpitan. En mi última noche, Simón me invitó a una choripaneada en el patio del hostal. Mientras compartíamos pan con chorizo y cerveza Paceña, Jen enseñaba modismos argentinos a Evie, Adrián mostraba fotos de cóndores, y yo pensaba en cómo esta ciudad —tan elegante, tan herida, tan terrenal— encapsula la paradoja boliviana: un país que mira al futuro sin poder soltar el peso glorioso y conflictivo de su pasado. Sucre no pide disculpas por ello. Y eso, quizás, es lo más admirable.
El bus trepaba por la serpiente de tierra y piedras sueltas que llaman carretera entre Sucre y Potosí. Cada curva era un desafío a la gravedad, cada precipicio sin protección una burla a la idea de seguridad. Adrian, el español que seguía apareciendo en mi camino como un personaje de novela mal editada, miraba por la ventana con esa mezcla de fascinación y terror que solo los abismos pueden provocar. "Esto no es un viaje", murmuró, "es una condena con paisaje". Cuando al fin apareció Potosí, la ciudad se aferraba a las faldas del Cerro Rico como un mendigo a un banquero, su esplendor colonial apenas un disfraz sobre la herida abierta de su historia.
La terminal de buses, construida en las afueras como si quisieran esconderla, fue la primera señal de que esta ciudad que una vez brilló con luz propia ahora apenas sobrevivía. Las calles empedradas conducían a plazas donde el pasado opulento y el presente desgastado chocaban sin pudor. En la Casa de la Moneda, las máquinas que acuñaron la riqueza de un imperio aún conservaban el eco de los gritos de los esclavos que las operaban. Las paredes, gruesas como murallas, no podían silenciar los fantasmas.
Ainhoa, la vasca de sonrisa fácil y mirada cansada que conocí entre los colores del Cerro Palcoyo, apareció como por arte de magia en el hostal. Con ella venían dos viajeras más, sus rostros marcados por caminos distintos, sus mochilas llenas de historias que no alcanzaríamos a compartir. Hablamos de todo y de nada, evitando cuidadosamente el tema que nos había traído a todos a este lugar. Fue en el mercado, entre puestos que vendían desde baterías para radio hasta hierbas medicinales, donde probé la kalapurca. La señora que la preparó colocó con manos expertas una piedra volcánica al rojo vivo en el centro del caldo, haciendo que los ingredientes bailaran en un espectáculo de aromas y sonidos. "Así comían los que trabajaban en el cerro", me dijo mientras removía la mezcla con una cuchara de madera gastada por el tiempo. El sabor, intenso y terroso, se aferraba al paladar como la memoria se aferra a esta ciudad.
El amanecer del día en que entraríamos al Cerro Rico tiñó el cielo de un rojo enfermizo. Sonia, nuestra guía, nos recibió con una sonrisa que no alcanzaba a ocultar la tristeza en sus ojos. Sus manos, curtidas por años de mostrar el infierno a extraños, nos entregaron cascos y linternas con movimientos precisos. "Esto no es un paseo", advirtió, "es un viaje al vientre de la bestia". Las luces de nuestros cascos cortaron la oscuridad de los túneles como cuchillos romos, revelando pasadizes que se hundían en las entrañas de la montaña.
El aire dentro era espeso, cargado con el peso de siglos de sufrimiento. Las maderas que sostenían el techo crujían bajo la presión constante, sus superficies húmedas y podridas testigos mudos de la negligencia criminal. Los mineros que encontramos trabajaban en silencio, sus cuerpos doblados bajo cargas inhumanas, sus rostros cubiertos de una mezcla de sudor y polvo que los convertía en esculturas de barro vivientes. Uno de ellos, apenas un niño con ojos de viejo, se detuvo para tomar aire, sus pulmones luchando contra el sílice que ya los estaba petrificando. "Llevo tres años aquí", nos dijo entre toses, "y mi padre cuarenta".
En las profundidades, donde la oscuridad era tan absoluta que parecía tener peso, encontramos al Tío. La figura grotesca, tallada en arcilla y miedo, vigilaba su reino con una sonrisa helaba la sangre. Sonia sacó un cigarrillo y lo colocó entre los labios de piedra, sus manos temblando levemente al encenderlo. "Él decide quién sale y quién se queda", susurró mientras el humo se enroscaba en el aire viciado. El ritual, antiguo y profundamente perturbador, era un recordatorio de que aquí, bajo tierra, los dioses de arriba no tenían poder.
Al emerger a la superficie, la luz del sol nos golpeó como un juicio. Sonia escupió en el suelo, un gesto cargado de años de rabia contenida. "Todo cambia", dijo mirando el cerro perforado, "pero aquí todo sigue igual". Las palabras de Galeano resonaban en mi cabeza: "El Cerro Rico sigue siendo la tumba de los pobres". Pero Potosí es más que su cerro. La iglesia de San Lorenzo, con su fachada tallada como un encaje de piedra, esconde en sus rincones figuras indígenas esculpidas junto a santos católicos, un sincretismo forzado por el dolor. El convento de Santa Teresa, donde las monjas de clausura vivían en celdas apenas más grandes que tumbas, conserva los instrumentos de tortura usados para "purificar" a las novicias. En el Museo de Arte Indígena, las máscaras de diablos danzantes muestran cómo los esclavos burlaban a sus amos mediante la sátira ritual.
El último día, mientras caminaba por la calle Quijarro, un anciano me detuvo. "Ustedes vienen, miran, se van", dijo con voz ronca. "Pero el cerro siempre está hambriento". Sus palabras me siguieron hasta el bus que me llevaría lejos de este lugar, donde la plata se convirtió en maldición y los hombres en sacrificios. Desde Vietnam, donde escribo esto entre imágenes de guerra, Potosí sigue conmigo. No como un recuerdo, sino como una pregunta sin respuesta: ¿cuánto dolor puede producir un gramo de plata? ¿Cuánta indiferencia puede caber en un mundo que sigue usando minerales manchados de sangre? El Cerro Rico tiene la respuesta tallada en sus túneles, escrita con los huesos de generaciones. Y aunque la ciudad se desvanezca en la niebla del tiempo, su grito sigue escuchándose en el silencio cómplice de la historia.
El Cerro Rico de Potosí se alza contra el cielo como un gigante moribundo, su silueta perforada por miles de heridas abiertas que nunca cicatrizarán. Eduardo Galeano lo llamó "el santo patrón de América Latina", pero no es un santo lo que habita estas entrañas, sino un demonio de piedra y sufrimiento que sigue devorando generaciones. Cuando en 1545 los conquistadores vieron por primera vez los filamentos de plata pura brillando en sus laderas, no descubrieron una riqueza: desataron una maldición que cinco siglos no han podido exorcizar.
Galeano lo describió con esa prosa que quema como el mercurio en los pulmones: "El cerro rico de Potosí empezó a vomitar plata en cantidades jamás vistas, mientras España construía su imperio con los huesos de los indios". Los números son obscenos: por cada kilo de plata que cruzó el Atlántico, dos vidas se extinguieron en las galerías subterráneas. Los esclavos indígenas duraban cuatro meses antes de convertirse en cadáveres con los pulmones licuados por el polvo de sílice. Cuando los nativos comenzaron a extinguirse, trajeron africanos en cadenas, que morían aún más rápido en la altura letal de los Andes.
Hoy, cuando el sol se pone sobre Potosí, el cerro proyecta una sombra alargada que parece querer tragarse la ciudad. Las cooperativas mineras han reemplazado a los encomenderos coloniales, pero el infierno sigue siendo el mismo. Adolescentes de catorce años cargan sacos de mineral por menos de cinco dólares al día, sus pulmones convirtiéndose lentamente en piedra. Las explosiones de dinamita mal calculadas derrumban túneles semanalmente, atrapando cuerpos que jamás serán recuperados. El Tío, ese dios-diablo de los socavones, sigue recibiendo ofrendas de hojas de coca y alcohol puro, porque los mineros saben que ni la Virgen ni los sindicatos bajan a las profundidades donde ellos trabajan.
Potosí fue mi última parada en este país de contrastes desgarradores, la nota más amarga con la que cerraría meses de viaje. Mientras el bus descendía por la serpenteante carretera hacia la frontera con Argentina, miré por última vez la silueta del Cerro Rico recortándose contra el amanecer. Galeano tenía razón: "La historia nunca termina, solo cambia de máscaras". Hoy, desde otro continente, sigo soñando con los ojos del niño minero que me dijo: "Aquí abajo no hay futuro, señor. Solo hay montaña". Potosí fue el final de mi viaje, pero para él y los miles como él, es una condena sin fin. El Cerro Rico sigue ahí, hambriento, esperando la próxima generación de víctimas que alimentarán su leyenda maldita. América Latina no ha cerrado sus venas: solo ha cambiado los cuchillos.