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Camboya es una herida que aprendió a florecer sin cerrar del todo. Bajo sus templos milenarios y sus playas apacibles, late una historia feroz que ni el turismo ni la propaganda logran silenciar del todo. Este país fue campo de prueba para la guerra más sucia de la Guerra Fría, víctima colateral de la arrogancia imperial estadounidense y luego rehén de su propia locura interna: un genocidio planificado desde el interior, perpetrado por el régimen de los Jemeres Rojos, que vació las ciudades, abolió el dinero, quemó libros y asesinó a casi dos millones de personas en nombre de una utopía agraria delirante.
Hoy Camboya carga su pasado con la discreción de quien sabe que no todos están listos para escucharlo. Los museos del horror están ahí, sí, pero la memoria verdadera está diseminada: en los gestos contenidos de los adultos mayores, en las casas sin paredes donde el ventilador gira junto al altar de los muertos, en los templos que siguen encendiendo incienso por los que ya no están. Las cicatrices no se muestran, pero definen la manera en que este país recibe al extranjero: con cortesía, con distancia, con una dignidad que no necesita explicación.
En Siem Reap, el turismo llega en masa buscando templos y se va con selfies. Pero hay otra ciudad debajo de la postal: mercados de barro, bicicletas que esquivan perros sin dueño, niños que dibujan con tizas sobre la vereda mientras sus madres venden mangos picados con sal y chile. Angkor Wat, a pocos kilómetros, se impone como un poema esculpido en piedra, pero el verdadero asombro está en las raíces que se abren paso entre los muros, en la selva que reclama lo suyo sin pedir permiso. Es un lugar donde la gloria antigua y el colapso moderno conviven sin reconciliación.
Ko Rong Sanloem parece otro mundo. Una isla sin autos, sin prisa, donde el mar es transparente como una promesa rota. Los bares de mochileros ofrecen hamburguesas y reggae reciclado, pero basta caminar veinte minutos por un sendero perdido para encontrar aldeas donde la electricidad llega solo unas horas al día, y donde los niños no juegan con tablets sino con botellas vacías y pedazos de red. La belleza aquí es frágil, vulnerable al turismo que no mira. La isla es un susurro: hay que saber callarse para escucharla.
Phnom Penh es el vértigo de los contrastes. Una capital donde el tráfico es una coreografía caótica y precisa, donde los centros comerciales se alzan frente a pagodas cubiertas de polvo, y donde aún se puede visitar S-21: la escuela convertida en cámara de tortura, hoy museo del genocidio. El aire allí pesa. Nadie sale igual. Pero la ciudad no se reduce al trauma: en los mercados flotantes, las mujeres siguen vendiendo flores de loto como si el país no hubiera sido partido en dos. En los parques, los adolescentes ensayan coreografías de TikTok con la misma energía con la que sus abuelos intentaron reconstruir una nación quebrada.
Kampot es otro ritmo. El del río que no se apura, el de las bicicletas que rechinan, el de los edificios coloniales que se caen con elegancia. Es un lugar de bordes suaves, donde la vida parece haber decidido ignorar el siglo XXI. Pero incluso ahí, bajo la apariencia somnolienta, hay tensión: jóvenes que se van a Phnom Penh a buscar futuro, ancianos que recuerdan cuando esta era una ciudad francesa y luego vietnamita y luego camboyana otra vez, vendedores que ya no saben en qué idioma ofrecer su pimienta famosa. Kampot no da respuestas. Pero enseña a preguntar mejor.
Viajar por Camboya no es un ejercicio de consumo visual, sino un acto de escucha. Este país no se entrega a quien lo mira desde la comodidad del filtro turístico. Hay que agachar la cabeza, perderse, equivocarse de camino. Hay que entender que aquí la historia no está en los libros, sino en los cuerpos. Que el dolor no siempre pide ser contado, pero sí respetado. Que la belleza no se muestra: se insinúa, se protege, se comparte solo con quienes saben mirar más allá de la ruina y el resort.
Lee la Historia de CamboyaCapital: Nom Penh
Población: 16.7 millones (2023)
Idiomas: Jemer (oficial), inglés y francés ampliamente entendidos en zonas turísticas
Superficie: 181,035 km²
Moneda: Riel camboyano (KHR), pero el dólar estadounidense (USD) es ampliamente aceptado (1 USD ≈ 4,100 KHR)
Religión: Budismo Theravada (97%)
Alfabetismo: 80% (aproximadamente)
Sistema político: Monarquía constitucional
Zona horaria: UTC+7 (no hay horario de verano)
Electricidad: 230V, 50Hz (enchufes tipo A, C y G)
Turistas de la mayoría de países: Requieren visa, que puede obtenerse a la llegada o electrónica.
Proceso de entrada:
Visa electrónica (e-Visa):
Extensiones:
Enlaces oficiales:
Siem Reap (zona de Angkor Wat):
Nom Penh (capital):
Kampot:
Sihanoukville:
Koh Rong Sanloem:
Consejos:
Siem Reap - Nom Penh:
Nom Penh - Kampot:
Siem Reap - Sihanoukville:
Sihanoukville - Koh Rong Sanloem:
Opciones para visitar los templos:
Entradas a Angkor Wat:
Nom Penh:
Consejos:
Temporada seca: Noviembre - abril (mejor época para visitar)
Temporada de lluvias: Mayo - octubre
Eventos importantes:
Dinero:
Salud y seguridad:
Cultura y etiqueta:
Conectividad:
La Camboya que no verás en paquetes turísticos: mercados bulliciosos, templos escondidos y encuentros genuinos con la cultura jemer.
🚐 Transporte local: Los "remorque" (tuk-tuks de carga) hacen ruta fija por la Ruta 6 hacia los pueblos ($0.50-1 por tramo)
🍜 Comer como local: Prueba el "Bay Sach Chrouk" (cerdo marinado) en puestos callejeros cerca del mercado viejo
🛵 Moverse: Usa PassApp (similar a Uber) para pagar precios justos en tuk-tuks
☕ Desayuno real: "Num Banh Chok" (fideos de arroz con curry verde) en puestos matutinos
🌶️ Pro tip: Compra pimienta directamente a productores en las aldeas alrededor de Kampot
🚣 Atardecer gratis: Ve al puente viejo y pide a los pescadores que te lleven en barca ($2-3)
⚠️ Advertencia: La zona del puerto y casinos es peligrosa de noche - evítala
🛥️ Ferry auténtico: Usa los botes de aprovisionamiento a las islas ($5 vs $15 turísticos)
🏝️ Secreto local: Las playas del norte (como Coconut Beach) son más tranquilas
💧 Ahorra: Compra agua en el pueblo, no en los resorts (50% más barato)
🚲 Transporte: Bicicleta ($3/día) para circuito pequeño - moto ($5-7) para grande
🌅 Horarios: Angkor Wat abre a las 5am para amanecer (lleva linterna)
🎫 Entradas: Compra el pase de 3 días ($62) aunque visites 2 días (válido 10 días)
🧑🤝🧑 Evita multitudes: Haz el circuito al revés (empezando por Banteay Kdei)
Camboya no se ofrece, se impone. Un país que desgarra la epidermis del viajero con las garras de su historia reciente mientras seduce con la elegancia milenaria de sus gestos. Aquí, cada sonrisa esconde el eco de un grito ahogado, cada templo devorado por la selva parece un monumento a la fragilidad humana. La economía local —una danza precaria entre el dólar estadounidense y el rial jemer— permite sobrevivir, no vivir: puedes cenar como un rey por menos de dos dólares en puestos callejeros donde las mujeres, sus rostros surcados por arrugas prematuras, fríen noodles en woks oxidados bajo focos de luz amarillenta.
Angkor no es un sitio arqueológico; es un espejo fracturado donde se reflejan las contradicciones del Sudeste Asiático. Albañiles que ganan trescientos dólares al año restauran piedras sagradas bajo la mirada de turistas que gastan esa suma en una noche de cocktails. Los monjes —esos adolescentes de túnicas azafrán que estudian inglés en tablets regaladas por ONGs— recitan sutras frente a bajorrelieves donde dioses y demonios libran batallas eternas. En Beng Mealea, donde los árboles estrangulan santuarios sin intervención humana, comprendes que la naturaleza siempre reclama lo suyo, incluso las civilizaciones que se creyeron inmortales.
Phnom Penh huele a gasolina, lemongrass y desesperación. El Palacio Real brilla con su oro impostado mientras en las aceras, niños descalzos venden photocopias de *First They Killed My Father*. Los camboyanos rara vez lloran en público —el trauma colectivo los ha vuelto maestros del estoicismo—, pero sus ojos oscuros guardan una tristeza densa como la humedad premonzónica. En el mercado Ruso, entre montañas de pimienta de Kampot y sedas artificiales, los vendedores regatean con una ferocidad que delata hambre, no avaricia.
El sur del país es una herida abierta disfrazada de postal. Kampot, con sus fachadas coloniales descascaradas, exporta la mejor pimienta del mundo mientras sus pescadores malvenden langostas a intermediarios tailandeses. Kep —antiguo balneario de la élite francesa— es ahora un cementerio de mansiones art decó invadidas por raíces de banyan. Y Sihanoukville, ah, Sihanoukville: una distopía de casinos chinos donde prostitutas menores de edad fuman metanfetaminas en baños de discotecas sin nombre.
Las islas —Koh Rong Sanloem, Koh Ta Kiev— son el último suspiro de un paraíso que se desvanece. Allí, donde el mar fosforescente aún brilla sin contaminación lumínica, encuentras la dualidad camboyana en estado puro: bungalows de bambú por cinco dólares la noche junto a resorts que drenan los acuíferos; pescadores que te ofrecen langostas a cambio de una botella de whisky; madres que venden pulseras de semillas mientras sus hijos recogen latas para vender como chatarra. La pobreza aquí no es fotogénica: es el olor a pescado podrido en la playa, las dentaduras corroídas por el betel, las sonrisas sin dientes que te persiguen en los sueños.
Viajar aquí exige más que dinero: requiere una ética férrea. Cada elección —alojarte en un guesthouse familiar o en un hotel de cadena internacional, comprar artesanías hechas por víctimas de minas antipersona o réplicas fabricadas en Vietnam— es un voto sobre qué tipo de Camboya quieres perpetuar. Los tuk-tuk drivers que memorizan frases en quince idiomas pero no pueden pagar la escuela de sus hijos, las niñas que venden libros usados frente al Museo del Genocidio, los ancianos que bailan *Apsara* en sillas de ruedas: todos te miran preguntando, sin palabras, si serás otro depredador o algo distinto.
Al final, Camboya no se conoce: se metaboliza. Te deja cicatrices en el alma y un sabor amargo en la boca —como esa fruta del dragano demasiado madura que venden en los mercados—. Pero también te regala instantes de una belleza brutal: el sol filtrándose entre los nagas de Angkor Thom, el primer sorbo de *amok* cocinado en hoja de plátano, el abrazo de un niño huérfano que aún cree en la bondad de los extranjeros. Este país no necesita tu lástima; merece tu respeto, tu atención plena, y si eres capaz de darlo, tu amor más feroz. Porque Camboya, como esos budas decapitados que siguen recibiendo ofrendas, enseña una lección incómoda: incluso lo que ha sido destrozado puede seguir siendo sagrado.
Mi estadía en Bangkok había terminado. La visa para Camboya ya estaba estampada en mi pasaporte, y lo único que me faltaba era encontrar un transporte directo hacia la frontera, para desde allí continuar a Battambang o Siem Reap. Me quedaba una última noche en Tailandia para decidir. Tras algunas búsquedas y lecturas de blogs de viajeros, opté por ir directo a Siem Reap.
La travesía comenzó temprano, alrededor de las ocho de la mañana. Crucé la frontera terrestre sin mayores problemas, pero del lado camboyano me tocó esperar dos horas bajo el sol abrasante para abordar el bus que me llevaría desde la primera ciudad olvidable —cuyo nombre no logré retener— hasta la bulliciosa y archiconocida Siem Reap. Llegué cerca de las nueve de la noche, completamente exhausto. Podría haber tomado un tuk tuk, pero preferí caminar los cuatro kilómetros desde la terminal hasta el hostel, en parte para ahorrar, en parte para estirar las piernas después del largo viaje. El calor era denso y pegajoso; la humedad me abrazaba como una cobija mojada. Aun así, cuando crucé la puerta del alojamiento, todo cambió.
La habitación era cómoda, limpia, con aire acondicionado y un colchón blando que parecía burlarse de mi cansancio. El restaurante del hostel, amplio y luminoso, ofrecía el ambiente perfecto para sentarme a escribir durante mis momentos de pausa. Había reservado seis noches, suficientes para explorar con calma la ciudad y sus alrededores. Incluso había una pileta. No dudé: me tiré de cabeza. Pedí agua caliente —los empleados me miraron con extrañeza— y preparé mis últimos mates asiáticos. La yerba, que había conseguido apenas llegué a Bangkok, se terminó esa noche.
Cené tarde, cerca de las once. Fue la única vez. A partir de ahí, me entregué por completo a la ciudad y su caótico atractivo, comiendo siempre en los mercados callejeros del centro histórico. Ahí, por unos dos dólares, uno podía servirse un plato de amok (pescado con leche de coco cocido al vapor en hoja de banana), una porción generosa de lok lak (carne salteada con verduras y huevo frito), o una sopa de nom banh chok con fideos de arroz y hierbas frescas, acompañada de una cerveza local o un jugo recién exprimido servido en bolsitas de plástico con sorbete.
Las caminatas matinales me llevaban por los templos gratuitos de la ciudad. Visité el Wat Preah Prom Rath, con sus jardines cuidados y estatuas doradas. También el Wat Damnak, que además de templo alberga una biblioteca. Me acerqué al Wat Bo, donde monjes jóvenes repasaban textos en silencio, ajenos al bullicio de los turistas. Eran rincones que escapaban del circuito de Angkor y que, en su humildad, ofrecían una mirada más íntima de la espiritualidad local.
Sin embargo, el contraste en el casco histórico era brutal. A pocos metros del Old Market, donde una mujer descalza limpiaba pescados sobre una mesa improvisada, se desplegaban boutiques lujosas, con precios diseñados para turistas europeos de edad avanzada con tarjetas sin límite, de esas que aterrizan en Siem Reap con la intención de "descubrirse" frente a los templos. Yo, por supuesto, me sentí más cómodo entre los olores intensos, el suelo pegajoso, y los puestos donde se cocinaba al paso. Por las noches, la dualidad persistía: mientras Pub Street explotaba con música electrónica, neones, cócteles de colores imposibles, pizzas y hamburguesas sin rastro de Camboya, a solo tres cuadras, los mercados nocturnos ofrecían platos tradicionales hechos al momento por cocineras anónimas. Autenticidad servida en bandeja de plástico.
Al tercer día me aventuré al Phsar Leu Thom Thmey, un mercado local a cuatro kilómetros del centro. Su origen se remonta a los años setenta, y desde entonces es uno de los espacios más frecuentados por los residentes de Siem Reap. Ahí no hay souvenirs ni postales, sino carne expuesta sin refrigeración, pescados vivos chapoteando dentro de conservadoras con agua turbia, langostas recubiertas de hielo, montañas de verduras que tiñen el aire con sus colores vivos. En el sector de las carnes, observé algo peculiar: son las mujeres quienes atienden los puestos. Ningún hombre. Para espantar a las moscas, usan palos largos con bolsas plásticas atadas en la punta, que mueven con ritmo automático, como un ritual cotidiano contra lo inevitable.
Entre los productos más impactantes, vi serpientes vivas en bolsas de red, esperando su destino culinario. Me habían hablado de Battambang como lugar de comidas "exóticas", pero Siem Reap no se quedaba atrás. Todo estaba a la venta. Todo podía comerse.
El último día antes de Angkor Wat lo dediqué a conversar. En Siem Reap, el inglés es más frecuente que en otros puntos del país gracias al turismo masivo. En varias esquinas, sin buscarlo, terminé charlando con personas que apenas recuerdo por su rostro o su tono de voz, pero que me dejaron huella. Me ayudaron a comprender esa mezcla de reserva y dureza tan típica del carácter camboyano. No es frialdad. Es historia. Muchos de ellos crecieron en un país marcado por la guerra, el hambre, el miedo. En Phnom Penh hablaré de eso más a fondo.
Linh, la recepcionista del hostel, me compartió su historia mientras revisaba el registro de entradas. Tenía veintitantos y trabajaba en dos lugares distintos desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche. Lo hacía para poder ayudar a su madre enferma y sostener a su hermana, madre soltera. No pedía lástima. Solo explicaba su rutina con una resignación que dolía. Y sin embargo, siempre tenía una sonrisa preparada para los huéspedes. Dureza no es sinónimo de crueldad. Es una forma de protegerse, de resistir.
Epílogo de Siem Reap
Siem Reap no es solo la antesala de Angkor Wat. Es una ciudad compleja, marcada por los extremos. En su superficie conviven los turistas de sombrero ancho y cámara colgando con los locales que se levantan antes del amanecer para abrir sus puestos. Cada rincón es un choque entre lo que se quiere mostrar y lo que se quiere ocultar.
Su verdadero corazón late en los márgenes: en los mercados ruidosos donde se grita más que se habla, en los templos humildes donde la fe sobrevive sin espectáculo, en las historias de mujeres que sostienen familias enteras sin pedir nada a cambio. Allí, en ese caos, encontré algo parecido a la verdad.
Pero no los entretengo más. En la próxima les cuento sobre los templos de Angkor Wat.
Después de la calma marina de Koh Rong Sanloem y de una despedida breve con Helena —quien abordó el mismo barco de provisiones del que alguna vez hablamos—, tomé un autobús rumbo a Kampot. No cargaba expectativas ni prejuicios. Las referencias eran pocas y tibias, como si se tratara de un lugar en tránsito, una pausa más que un destino.
El trayecto resultó ser un pequeño castigo terrestre: la ruta, un mosaico de pozos y tierra partida, parecía más una coreografía involuntaria del cuerpo que un viaje. Ciento escasos kilómetros se estiraron durante cinco horas de rebote constante. Cuando finalmente llegué, la extenuación apenas me permitió registrar que, por fin, había bajado.
Me instalé en un hostel apartado del centro. Esa misma tarde conocí a Carla y Benedetta, dos mellizas italianas con las que compartí una charla fresca, y luego a Matteo, también italiano, que trabajaba como voluntario y al día siguiente seguía viaje hacia Vietnam. Fue un buen arranque. No por los lugares, sino por la sintonía inmediata con otras almas en tránsito.
Al amanecer siguiente, la calma del lugar ya empezaba a escurrirse. Todos partían. Conversé con los dueños del hostel —una familia camboyana amable y austera— y arreglé con Ninh, la mujer, para alquilar una moto. A media mañana emprendí camino.
El primer destino fueron los campos de sal, donde esperaba ver a los trabajadores descalzos bajo el sol. Pero el agua cubría los salitrales: no había movimiento humano, solo una planicie blanca y líquida extendiéndose en silencio. Caminé por ese paisaje detenido, entre casitas de madera corroída y techos vencidos por los años. Pobreza estructural, seca, sin maquillaje, en un país que todavía arrastra el peso de guerras propias y ajenas.
De allí continué hasta el mercado de cangrejos de Kep, una localidad costera vecina, a unos cuarenta minutos en scooter desde Kampot. Allí la escena cambió: vida y movimiento, sin perder el caos encantador de los mercados del sudeste asiático. Los mariscos —especialmente el cangrejo azul, típico de la región— se cocinaban al instante frente a cada cliente. Higiene inusual en un entorno así, pero sin que se borrara la autenticidad del lugar. El olor a ajo, limón y brasa encendía los sentidos.
Antes de regresar, pasé por una de las plantaciones de pimienta que rodean Kampot, célebres en el mundo gastronómico por la calidad de su producción. Entre colinas suaves y caminos de tierra roja, las plantas trepaban los tutores de madera. El aroma era intenso, cálido, casi cítrico. Algunas familias ofrecían recorridos, explicando los distintos tipos: negra, blanca, roja. La vida rural seguía su curso, con una mezcla de resistencia y orgullo.
Esa noche, de vuelta en el hostel, el cuerpo pidió quietud. En medio del campo, sin nada a pocos pasos, el silencio fue una invitación al descanso.
Los días siguientes se volvieron más lentos. Me quedé organizando lo que vendría. La familia del hostel me invitó dos veces a almorzar. Comimos sentados en el suelo, bajo un techo de chapa. No hubo conversaciones banales. Hablamos de historia, de los años de plomo que marcaron a Camboya. La sombra de los Jemeres Rojos todavía merodea en las memorias. La intervención estadounidense, los bombardeos, las purgas: una sucesión de tragedias encadenadas que dejó una marca profunda. También conversamos sobre el presente: los desafíos para sobrevivir con dignidad, los salarios bajos, la educación que apenas alcanza.
En esos días conocí a Lucas, argentino, oriundo de Lincoln, un pueblo a unos 200 kilómetros de donde nací. En Argentina eso no es distancia. Andaba con su mochila al hombro, libre, sin fechas ni presiones. Se dirigía al sur de Vietnam, con destino final en Ho Chi Minh, donde lo esperaba un amigo colombiano. Mateamos una tarde, discutimos un rato sobre fútbol —yo de River, él de Boca— y, como en tantos cruces de viaje, compartimos un momento que luego se disuelve con el camino.
Permanecí tres días más. No busqué nuevas aventuras. Me dediqué a escribir. A mirar alguna película al atardecer, a seguir partidos como si estuviera en casa. El lugar invitaba a eso: un paréntesis sin obligaciones.
Hoy, mientras escribo este texto desde Muang Khua, en el norte de Laos, me sorprende haber podido adelantar tanto. Pensaba relatar esta parte del viaje en unos meses. Pero Kampot me regaló, sin pedir nada a cambio, un tiempo manso.
Volví a pasar por allí después de Phnom Penh. Solo una noche. Desde Kampot era más económico cruzar la frontera hacia Vietnam. Lo lógico hubiera sido regresar primero a la capital, pero los caminos del viaje pocas veces se ajustan a la lógica.
Antes de partir, la familia del hostel me despidió con cinco kilos de mangos. Sí, cinco. Sumados a la mochila, el peso se volvió casi simbólico: llevar conmigo el gesto cálido de una familia que, en su dureza, fue profundamente generosa. Cruzar la aduana con semejante carga fue una escena insólita.
Epílogo
Kampot no dejó postales deslumbrantes ni experiencias que rompan el molde. Pero en su calma sin brillo, hubo una verdad que se insinuaba sin esfuerzo: la de las pausas necesarias, los vínculos humanos, los gestos que no se buscan y, sin embargo, llegan. La gente, endurecida por la historia y por el presente, fue de una amabilidad honesta. Y aunque no lo imaginaba al llegar, en ese rincón del sur camboyano encontré una tregua.
Después de días en Siem Reap, agotado por el calor y el peso histórico de los templos, necesitaba algo simple: una hamaca, un libro y el sonido del mar. Koh Rong, la hermana mayor de las islas, descartada al instante —demasiados británicos borrachos celebrando su propio exilio etílico—. En cambio, Koh Rong Sanloem prometía bahías silenciosas, aguas transparentes y un ritmo que invitaba a quedarse quieto.
El viaje empezó con una sorpresa: el bus-hotel camboyano. No era el lujo vietnamita (eso lo descubriría después), pero dormí profundamente en esa litera estrecha, meciéndome hacia Sihanoukville. La ciudad, un experimento fallido: casinos chinos, calles sobreiluminadas y precios absurdos. Un lugar que Camboya regaló a intereses ajenos, donde lo único local que queda es el aire caliente. Tenía horas antes de tomar el barco, así que me refugié en un bar para ver a Argentina humillar a Brasil. La victoria fue dulce; escapar de Sihanoukville, aún más.
El barco de provisiones era todo lo contrario a esa ciudad: lento, ruidoso y lleno de vida. No había turistas, solo cajas de verduras, bloques de cemento y pescadores que cargaban hielo con manos expertas. Subí a la proa, dejando que el salpicarme el rostro. Tres paradas: en la primera, una veintena de botes se acercaron para descargar mercancía. Nadie firmaba recibos, nadie robaba. Solo un sistema basado en la palabra, algo inimaginable en medio del caos de otras latitudes.
En M’Pay Bay, Helena me esperaba. Portuguesa, viajera de tres meses por Asia, se convirtió en compañera de playas y cenas. Era observadora, de mirada lenta y preguntas agudas. Con ella, las conversaciones se alejaban del cliché mochilero y tocaban temas que la mayoría evitaba: las consecuencias de la guerra, la fragilidad del paraíso, la vida después del viaje. Fue ella quien, entre historias sobre la guerra camboyana, sembró la idea de visitar Phnom Penh después. Pero eso sería luego. Ahora, la isla exigía otra cosa: abandonar el reloj.
Las mañanas eran para escribir en la arena; las tardes, para flotar en aguas que parecían de cristal. Por las noches, la bioluminiscencia convertía el mar en un cielo invertido.
Un día, seguimos un sendero hasta Clearwater Bay. El agua era tan clara que el fondo parecía una ilusión óptica. No había nadie. Nadie, excepto las grúas y los esqueletos de bungalows en construcción. Una cadena de resorts que pronto rodearía la bahía. No es solo una invasión al paisaje —es el fin de un modo de vida. Hoy, los hostales de la isla son de familias camboyanas; mañana, los beneficios se irán a cuentas extranjeras. La paradoja del turismo: llega para "desarrollar" y termina desplazando a quienes debería beneficiar.
Koh Rong Sanloem todavía respira. Todavía se puede caminar por playas vacías, comer pescado fresco en cabañas de madera y dormir sin aire acondicionado. Pero el tiempo apremia. Cada bungalow que se construye es un ingreso menos para el pescador que alquila su habitación, un plato de arroz menos para la mujer que vende curry en la playa. El turismo sostenible no es un eslogan aquí: es la única forma de que la isla no se convierta en otro Sihanoukville, donde lo único auténtico es la nostalgia.
Me fui renovado, con la piel salada y cuadernos llenos. Listo para Kampot, luego para Phnom Penh. Pero detrás quedaba una pregunta: ¿volveré a encontrar esta isla, o solo su sombra?
No tenía del todo claro qué esperaba de Angkor Wat. Tal vez una postal. Tal vez una sensación prestada por todas las fotos, videos y relatos que ya conocía. Pero estar ahí, parado frente a esa inmensidad de piedra tallada, con la selva murmurando alrededor y la luz tibia del amanecer colándose entre las torres, cambió todo. No era solo un templo: era una ciudad fantasma de piedra, un testimonio descomunal de una civilización que supo domar la jungla para levantar sobre ella sus creencias, sus miedos y su forma de entender el cosmos.
Angkor fue la capital del Imperio Jemer durante más de cinco siglos. Su construcción empezó en el siglo IX y creció hasta convertirse en la urbe más extensa del mundo preindustrial. No hay un único templo: hay decenas, esparcidos como islas sagradas en un océano verde. Cada uno con su propósito, cada uno representando una dimensión distinta del universo espiritual jemer. Algunos dedicados al hinduismo, otros al budismo; muchos fueron ambos, según cambiaban los tiempos. La ciudad fue abandonada tras el siglo XV, pero nunca del todo. La selva la cubrió, los locales la recordaron, y los europeos del siglo XIX la “descubrieron”, añadiendo otra capa de mito a su historia.
Con todo eso en mente, y con el precio del ticket —doloroso pero inevitable—, me propuse recorrer la mayor cantidad de templos posible. El dilema era cómo: pagar un tuk tuk con guía estaba fuera de mi presupuesto desde el primer minuto; alquilar uno sin guía tampoco me convencía. Pensé en una moto, pero en el hostel me ofrecieron una bicicleta sin cargo. Acepté sin dudar. Sí, implicaba un esfuerzo físico importante, pero prefería eso a gastar más plata. Después de pagar 37 euros de entrada, no quería sumar ni un dólar más.
Me levanté a las 3:30, preparé un desayuno potente, armé unos sándwiches, cargué tres litros de agua y salí con la bici a oscuras. A las cinco menos cuarto llegué al templo principal, Angkor Wat, con la intención de ver el amanecer. Y sí, fue imponente... pero con matices. Había miles de personas, literalmente. No era un ritual silencioso: era una romería. El cielo se tiñó de naranja detrás de las torres, pero la postal perfecta se desdibujaba entre empujones, flashes y murmullos en decenas de idiomas.
Aunque el templo es gigantesco y se puede caminar por pasillos, salas, escalinatas y galerías con relieves hipnóticos, la sensación de agobio por la cantidad de gente era inevitable. Pero apenas el sol subió, toda esa multitud empezó a diluirse como una marea que retrocede. Con ellos se fue también la ansiedad. Lo que siguió fue otra historia.
Mi siguiente parada fue el templo de Bayón. Para llegar, crucé portales adornados con estatuas, árboles descomunales que se inclinaban sobre el camino, y monos que saltaban de rama en rama. Bayón me recibió con una calma extraña, con una presencia poderosa. Sus torres están talladas con rostros gigantes, serenos, que parecen observarte desde todas las direcciones. Lo caminé sin apuro, con esa alegría casi infantil que se siente cuando sabés que estás solo en un lugar extraordinario.
De ahí seguí hacia Baphuon. Un templo alto, con una escalinata empinada y vistas que justificaban cada gota de sudor. Me senté en la cima a recuperar aire y contemplar esa selva espesa que lo envuelve todo. La arquitectura aquí tiene algo más sobrio, más seco, pero igual de imponente. Fue un templo consagrado a Shiva y, aunque hoy quedan solo ruinas, todavía se respira algo sagrado.
Luego vinieron la Terraza de los Elefantes y la Terraza del Rey Leproso, usadas para ceremonias públicas y desfiles reales. No tienen altura, pero sí una precisión casi quirúrgica en los relieves: elefantes en procesión, guerreros, bailarinas, escenas mitológicas hindúes. El sol ya caía a plomo, pero el entusiasmo empujaba más que el calor.
En Preah Khan, el verde se metía dentro del templo. Aquí se adoró al Buda, aunque luego volvió a ser hinduista. Caminé entre corredores larguísimos, invadidos por raíces, piedras caídas y haces de luz oblicuos. Todo era más íntimo, más introspectivo. En Neak Pean, en cambio, la sensación fue distinta: un santuario rodeado de agua, al que se accede por un puente sobre un lago cubierto de flores. El templo está al centro de una isla, cercado por estanques que se usaban para curaciones rituales. Acá, la naturaleza no es un fondo: es parte del templo. El viento, el agua quieta, los árboles al borde del silencio... todo era medicinal.
Hasta ese momento, la euforia me mantenía en marcha. Pero en el tramo hacia Ta Som empecé a sentir el cuerpo. Las piernas ardían, la cabeza latía al ritmo del calor, y por un momento dudé si seguir. Me senté bajo un árbol, comí uno de los sándwiches, y me quedé escuchando el canto insistente de los insectos. No era una crisis, pero algo en mí pedía una pausa larga. Y sin embargo, seguí.
Ta Som fue pequeño y encantador. Una puerta trasera completamente abrazada por raíces fue la imagen que se me quedó grabada. East Mebon, levantado sobre una antigua isla, era más austero, pero con esculturas de elefantes en las esquinas que lo hacían inolvidable. Pre Rup, a esa altura de la tarde, parecía fundirse con el sol. Subí a su cima y me quedé un buen rato, sin pensar en nada, mirando hacia la línea del bosque. Silencio. Ese que llega después de muchas horas de ruido interno.
Ta Prohm, por último, fue otra dimensión. Es el templo que todos conocen por las raíces que se funden con las piedras. Pero verlo en persona es distinto. No es solo fotogénico: es como si la selva y la arquitectura estuvieran conversando desde hace siglos, sin testigos. Caminé sin apuro, tocando esas paredes húmedas, esquivando ramas, respirando esa mezcla de tierra, tiempo y abandono.
Me quedaron pendientes algunos templos y el sunset desde Phnom Bakheng, pero ya no tenía energía. El cuerpo pedía descanso. Había pedaleado 64 kilómetros, bajo el sol y la humedad, entre el asombro y el agotamiento. No me faltó nada.
Angkor Wat, el templo central, es glorioso. Pero también es víctima de su fama. El turismo masivo lo desnaturaliza, lo convierte en decorado para selfies. Entiendo que todos queramos verlo —yo también lo hice—, pero es doloroso ver cómo la marea humana aplasta la espiritualidad del lugar. Afortunadamente, la mayoría se va después del amanecer, y los templos periféricos quedan para quienes buscan algo más que una foto.
Todo el complejo de Angkor es una lección de historia, de arte y de resiliencia. Un lugar donde el tiempo se comporta distinto. Pedalear por sus caminos, perderse entre piedras cubiertas de musgo, cruzarse con monos, escuchar el canto de los pájaros en templos vacíos... es una experiencia que se graba en el cuerpo. Y eso, cuando se viaja, es todo lo que importa.
No suelo comenzar los relatos con una sombra, pero Phnom Penh no me dio opción. El Museo del Genocidio Tuol Sleng, antiguo centro de detención S-21, me descolocó desde el primer paso. Entré con el audio guía en mano y una calma que se evaporó en segundos. El silencio del lugar, cargado de ecos que no cesan, me acompañó habitación por habitación, donde la tortura y la aniquilación fueron sistemáticas, frías, registradas con una precisión escalofriante.
No exagero si digo que fue uno de los momentos más densos de todo mi viaje. La escuela, pensada alguna vez para formar estudiantes, fue transformada por los Jemeres Rojos en una máquina de muerte. Las aulas pasaron a ser celdas minúsculas, los pizarrones fueron arrancados, reemplazados por grilletes, látigos y reglas de obediencia inhumanas. Los detenidos no tenían nombre: eran cifras, eran caras en fotografías que aún miran desde las paredes, congeladas en ese instante previo a la tortura o a la muerte.
El régimen registraba absolutamente todo. Fotografías a cada prisionero al llegar, a veces antes y después de los interrogatorios. Había cuadernos con confesiones forzadas, muchas escritas con una letra prolija e infantil, como si las víctimas hubieran querido postergar el fin a fuerza de obediencia. En una de las salas, una red tejida colgaba del segundo piso, no para proteger a los reclusos sino para impedir que se suicidaran. El horror no debía terminar antes de tiempo.
Lo que más me estremeció fue saber que el pueblo había apoyado a los Jemeres al principio. El hartazgo hacia la corrupción anterior, la promesa de igualdad, la idea de refundar Camboya desde cero. Y ese “cero” fue literal: declararon el Año Cero, abolieron la propiedad, la religión, la educación, las ciudades. Solo quedó el campo y la ideología del exterminio. Más de 17.000 personas pasaron por S-21; apenas una docena sobrevivió. Entre ellas, un pintor y un mecánico. Los verdugos eran muchas veces niños o adolescentes entrenados para no dudar. Todo estaba calculado para destruir a cualquiera que supiera leer, usara anteojos o simplemente cayera mal.
La visita me dejó exhausto, pero debía recuperar algo de la superficie. Phnom Penh tenía otros rostros, menos sombríos. En los días previos al museo, me dediqué a recorrer la ciudad a pie. Pasé por mercados vibrantes donde el caos se confundía con la vitalidad. Entre olores, frutas irreconocibles y risas, sentí el pulso camboyano latiendo entre puestos de metal herrumbroso y bolsas de plástico que volaban como cometas.
Me acerqué al Estadio Olímpico Nacional, una mole de concreto con historia. Allí charlé con un empleado que me contó con orgullo cómo funciona la liga nacional de fútbol: once equipos, la mayoría de Phnom Penh y alrededores. Sin grandes recursos, pero con pasión verdadera. Me habló del Army FC, del Phnom Penh Crown, del Boeung Ket. Me sorprendió la organización y el amor al deporte en un país con tantas heridas abiertas.
También me adentré en templos budistas que abrían sus puertas gratuitamente. Algunos estaban completamente vacíos; en otros, monjes adolescentes jugaban con sus celulares al lado de estatuas de Buda milenarias. Nunca fui al Palacio Real ni a lugares pagos, no por prejuicio, sino porque me parecía más honesto abrazar la calle y su desorden.
Y Phnom Penh es eso: un desorden febril. El tráfico no respeta lógica alguna; motos, tuk-tuks y bicicletas se entrelazan en una danza frenética donde nadie cede pero todos avanzan. El calor es persistente, pegajoso, brutal. El cemento hierve al mediodía y no hay sombra que alcance. Pero en esa incomodidad también hay verdad. La capital no busca agradar; simplemente se impone.
Volviendo a Tuol Sleng, me costó dormir esa noche. Pensaba en esa escuela devenida infierno. En la risa de los niños que alguna vez aprendieron ahí, desplazada por gritos. Me costaba imaginar cómo alguien convierte pupitres en instrumentos de tortura. Pensaba en los torturadores, muchos de ellos jóvenes, en los rostros inexpresivos que los retratos muestran. Me preguntaba si después pudieron volver a vivir.
No entiendo cómo se puede domesticar a una sociedad entera para entregar al vecino. ¿Cómo se persuade a millones para aplaudir la muerte? ¿Cómo se mantiene tanto dolor en pie sin que el edificio colapse? Todo en S-21 estaba diseñado para quebrar, pero no matar de inmediato. Había algo aún más cruel: la espera, la anticipación, la imposibilidad de morir en paz. La escuela fue vaciada de conocimiento y rellenada de odio. Y eso, para alguien que alguna vez enseñó o aprendió, resulta insoportable.
No estoy seguro de haber entendido Camboya. Pero me quedó claro que su sufrimiento no es una herida del pasado: sigue filtrándose en sus rostros, en sus calles, en su arquitectura a medio hacer. El horror se disfraza de precariedad, pero sigue ahí. Y sin embargo, la vida insiste. En los puestos de comida, en los niños que patean una pelota en un templo, en el joven que me explicó la liga de fútbol como si hablara de la Champions.
Phnom Penh no me gustó ni me disgustó. Me atravesó. No sé si volvería, pero tampoco puedo sacármela de la cabeza. No hay ciudad más viva que la que no se deja entender fácilmente.
Epílogo
Dejé Phnom Penh sin certezas. La ciudad no me ofreció belleza ni refugio, pero me obligó a mirar de frente. Me recordó que el viaje no es solo placer, que también es memoria, aprendizaje, confrontación. Mientras el bus se alejaba, supe que lo vivido ahí no se borraría fácil. Hay lugares que se visitan y otros que se incrustan. Phnom Penh pertenece, sin duda, al segundo grupo.