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Colombia es un país que se vive en plural: playas doradas que se funden con selva, ciudades coloniales que guardan historias de piratas, montañas que rozan el cielo y una gente que baila incluso al caminar. Este viaje, regalo de mis padres para celebrar el fin de nuestras carreras, fue una inmersión en un territorio donde cada esquina tiene un ritmo distinto. En quince días, recorrimos desde el Caribe ardiente de Barranquilla y Cartagena hasta las calles empedradas de Bogotá y las playas vírgenes de Barú.
El Caribe colombiano es una fiesta sin fin. Barranquilla, con su desparpajo y su Carnaval, nos recibió con cumbia y alegría, mientras que Cartagena de Indias, envuelta en murallas centenarias, nos transportó a una época de corsarios y fortalezas. Las Islas del Rosario, con sus aguas turquesas y arena blanca, fueron el paraíso que imaginamos, y Santa Marta, puerta de entrada a la Sierra Nevada, nos recordó que Colombia es tan diversa como sus paisajes.
Bogotá, en cambio, nos sorprendió. Lejos del estereotipo de ciudad gris, descubrimos una capital llena de arte callejero, museos fascinantes y una gastronomía que mezcla lo tradicional con lo moderno. Y en cada lugar, la gente nos recibió con esa calidez que solo los colombianos saben dar: abrazos sinceros, historias compartidas en un café tinto y risas que se mezclaban con el sonido de un vallenato de fondo.
Este viaje no fue solo un recorrido geográfico, sino un viaje emocional. Desde las calles bulliciosas de La Candelaria hasta el silencio sagrado de la Ciudad Perdida, Colombia nos dejó una lección: aquí, la vida se celebra en cada detalle, en cada plato de arepa, en cada atardecer que pinta el mar de dorado.
Descubre la Historia de ColombiaEl Hotel nos recibió con su fachada colonial y un lobby perfumado con café recién tostado. Ubicado a medio camino entre el Museo del Oro y la Plaza de Bolívar, su elección había sido estratégica: todo lo esencial quedaba a menos de diez minutos en taxi. Las ventanas de nuestra habitación en el cuarto piso enmarcaban el Cerro de Monserrate como un cuadro vivo que cambiaba con la luz del día.
El primer recorrido fue por la Candelaria, donde las casas de colores vibrantes - azules cobalto, amarillos mostaza, rojos pasión - contrastaban con el gris plomizo del cielo bogotano. En el Chorro de Quevedo, turistas como nosotros fotografiaban el lugar donde supuestamente nació la ciudad, mientras artistas callejeros vendían acuarelas de la Bogotá colonial. El empedrado irregular de las calles hacía sonar los tacones de Julieta como tamboriles, marcando nuestro ritmo pausado de turistas sin prisa pero con itinerario.
El Museo del Oro fue una inmersión en vitrinas iluminadas que guardaban poporos quimbayas y balsas muiscas. Las audioguías nos llevaron de sala en sala, explicando lo que nuestras miradas apenas podían captar: la espiritualidad convertida en metal. En la sala de la Ofrenda, bajo una cúpula oscura que simulaba el fondo de una laguna sagrada, cientos de piezas doradas brillaban como estrellas en un firmamento invertido.
El ascenso a Monserrate en el funicular fue un espectáculo de geometría urbana. Bogotá se extendía ante nosotros como un tapiz de ladrillos y concreto, con manchones verdes de parques y la cordillera como telón de fondo. En la cima, la basílica blanca albergaba peregrinos y turistas por igual. Julieta encendió una vela mientras yo compraba un aromático de frutas silvestres en el mercado artesanal. El aire, delgado y frío, sabía a eucalipto y a empanadas recién fritas.
Usaquén, nuestro último día, fue un descubrimiento inesperado. La iglesia colonial del siglo XVII contrastaba con el bullicio del mercado de pulgas donde artesanos vendían desde joyas en filigrana hasta cuadernos de fique. Compré un sombrero vueltiao auténtico (certificado con etiqueta de origen) mientras Julieta probaba arepas de choclo con queso. El barrio, que alguna vez fue pueblo aparte, conservaba sus casas bajas y patios arbolados, ahora convertidos en cafés boutique y galerías de diseño.
Las cenas fueron rituales en restaurantes previamente seleccionados: Andrés Carnes de Res para el espectáculo de la carne y la decoración kitsch, Leo Cocina y Cava para un despliegue de alta cocina colombiana, y Casa San Isidro para saborear ajiaco santafereño bajo manteles de lino mientras un trío de guitarra tocaba bambucos. Cada lugar tenía su personalidad, su carta de cócteles exóticos y su ejército de meseros atentos.
Nuestra Bogotá fue pulcra, organizada, empaquetada para turistas. No conocimos las cantinas populares donde se sirve chicha, ni los barrios donde el grafiti cuenta historias de conflicto y resistencia. No tomamos Transmilenio en hora pico ni conversamos con los vendedores ambulantes sobre sus vidas. Fue una ciudad de superficies brillantes, de esquinas seguras, de experiencias diseñadas para el visitante ocasional. Quizás por eso, cuando el avión despegó rumbo a Cartagena, miré por la ventana esa ciudad inmensa y supe que solo había rozado su epidermis dorada.
El vuelo de Avianca desde Bogotá duró apenas una hora y media, pero el cambio fue radical. Dejamos atrás el frío andino y aterrizamos en una atmósfera húmeda que nos abrazó como una manta caliente al salir de la aeronave. El aeropuerto Rafael Núñez, pequeño y eficiente, olía a salitre y a la brisa marina que se colaba por las puertas abiertas. Un taxi previamente contratado nos esperaba para llevarnos al corazón de la ciudad amurallada, donde una mansión colonial convertida en alojamiento de lujo sería nuestro refugio durante tres días.
La primera impresión de Cartagena fue un impacto sensorial. El contraste entre las murallas centenarias de piedra coralina y el vibrante follaje tropical creaba una paleta de colores imposible: el ocre desgastado de los bastiones contra el verde intenso de las palmeras, los balcones de madera pintados en tonos coloniales -azul añil, amarillo ocre, rojo tierra- y las buganvillas que caían como cascadas púrpuras sobre las paredes. Todo brillaba bajo un sol vertical que convertía las sombras en refugios preciados.
El recorrido organizado por la ciudad amurallada comenzó en la Torre del Reloj, puerta simbólica entre el mundo moderno y el Cartagena colonial. Nuestra guía, vestida con un traje típico inspirado en las palenqueras, nos llevó por el Parque de Bolívar, donde la sombra de los árboles de mango aliviaba el calor. La Catedral Basílica Metropolitana se alzaba imponente con su fachada amarilla, su interior sorprendentemente fresco y oscuro después del resplandor exterior. Los altares dorados brillaban tenuemente en la penumbra, iluminados por velas parpadeantes.
La tarde en el Castillo San Felipe de Barajas fue una lección de historia bajo el sol caribeño. Subimos por las rampas diseñadas para cañones, deteniéndonos en cada mirador para admirar las vistas panorámicas: la ciudad moderna a un lado, el mar Caribe al otro, y entre ambos, el perfil irregular de la ciudad vieja con sus cúpulas e iglesias. Dentro de los túneles, la temperatura bajaba drásticamente y el eco de nuestros pasos resonaba como susurros del pasado.
Las cenas fueron eventos cuidadosamente seleccionados. En La Vitrola, bajo ventiladores de pala y carteles antiguos, probamos el mejor filete de pescado con coco de la ciudad. En Carmen, un restaurante de alta cocina en el barrio de San Diego, el menú degustación nos llevó por un viaje de sabores del Caribe reinterpretados. Pero fue en el Café del Mar, sobre las murallas al atardecer, donde el ritual del cóctel al caer el sol se convirtió en espectáculo: el cielo se incendió en tonos naranjas y morados mientras los barcos fondeados en la bahía se convertían en siluetas negras.
Nuestra Cartagena fue impecable, pulida para el visitante, un escenario donde cada detalle estaba cuidadosamente preparado. No conocimos los barrios populares donde la vida transcurre lejos de las cámaras, ni conversamos con los pescadores que surten los restaurantes donde comimos. No experimentamos la ciudad fuera del horario turístico, cuando los cruceristas regresan a sus barcos y las calles recuperan su ritmo local. Fue, en todo sentido, la versión premium de Cartagena, hermosa pero controlada, auténtica en su arquitectura pero filtrada para nuestro consumo. Quizás por eso, al partir, sentimos que habíamos visto mucho pero vivido poco - un destino perfectamente empaquetado que se nos entregó en bandeja de plata, pero sin permitirnos hurgar en sus rincones menos fotogénicos.
La lancha partió al amanecer desde el Muelle de la Bodeguita, surcando aguas tranquilas teñidas de rosado por el sol naciente. En cuarenta minutos, Playa Blanca apareció como una franja de arena blanca bordeada de palmeras perfectamente inclinadas, el mar transformándose gradualmente de azul profundo a turquesa translúcido cerca de la orilla. El resort privado donde pasamos el día - con tumbonas de lona blanca y sombrillas de paja alineadas como soldados - mantenía a raya a los vendedores ambulantes, preservando esa ilusión de paraíso exclusivo que habíamos pagado por experimentar.
El almuerzo fue un espectáculo de sabores costeños servido en mesas a la sombra de los cocoteros: ceviche de pargo rojo con leche de tigre perfumada con limón, arroz con coco esponjoso y pescado frito con piel crujiente. Mientras comíamos, observamos cómo el mar cambiaba de tonalidad según la profundidad - del esmeralda cerca de la orilla al zafiro en el arrecife - mientras catamaranes turísticos anclaban a prudente distancia, sus pasajeros llegando en pequeñas embarcaciones para tomar fotos y comprar artesanías.
La tarde la pasamos entre el masaje en la playa (hecho con aceite de coco por una mujer local de manos expertas) y paseos por la orilla recolectando conchas perfectas que luego devolvimos al mar. El agua tibia nos llegaba a la cintura, transparente hasta ver nuestros pies enterrados en la arena fina, mientras peces pequeños nadaban alrededor de nuestros tobillos como curiosos acompañantes. Al atardecer, antes del regreso, el cielo se incendió en tonos de melocotón y lavanda, reflejándose en las pozas que la marea dejaba atrás.
Barú nos entregó exactamente lo que prometía: una jornada de postal caribeña, cuidadosamente curada y libre de sorpresas. No conocimos el pueblo local escondido entre los manglares, ni probamos la comida callejera que venden más allá de los límites del resort. Fue el Caribe en su versión más digerible - hermoso, higiénico y completamente predecible - donde cada grano de arena parecía estar en su lugar por diseño más que por naturaleza. Perfecto para Instagram, pero con el alma oculta tras el decorado.
El bus desde Cartagena tardó menos de dos horas por una carretera plana bordeada de manglares. Al llegar, la terminal de transporte nos golpeó con su caos organizado: vendedores de jugos pregonando, maleteros disputando equipajes y el calor húmedo que se pegaba a la piel como una segunda camisa. El hotel cerca del centro - una construcción años setenta con aire acondicionado que gruñía - fue solo un lugar para dejar las maletas antes de salir a explorar lo inevitable.
Caminamos por el Paseo Bolívar, donde el esplendor pasado de la arquitectura republicana luchaba contra el deterioro y los letreros de neón de tiendas modernas. En el mercado, los puestos de frutas tropicales formaban un arcoíris de pitahayas, mangos y guanábanas, pero el olor a pescado pasado y gasolina nos alejó rápido. El almuerzo en una fonda cercana fue el punto alto: un sancocho espeso que sabía a fogón leñero, servido con arroz con coco y patacones crujientes que al menos justificaron la parada.
La tarde la pasamos en el malecón, observando cómo el río Magdalena, ancho y lodoso, arrastraba ramas y botellas plásticas hacia el mar. Unos niños jugaban fútbol con una pelota desinflada cerca de los muelles abandonados, su alegría contrastando con el ambiente general de abandono. Al caer la noche, las calles alrededor del hotel se vaciaron rápido, y el sonido de los cláxones fue reemplazado por el zumbido de los focos de sodio y algún que otro perro ladrando a la distancia.
Barranquilla fue para nosotros poco más que una mancha en el mapa entre Cartagena y Santa Marta. No hubo conexión con su famoso espíritu alegre, solo el cansancio acumulado y la sensación de haber estado donde no debíamos. Quizás fuera el momento equivocado, quizás faltó ese Carnaval que todo el mundo menciona, pero al subir al bus a la mañana siguiente - con el estómago aún pesado por el sancocho de la víspera - solo sentimos alivio al ver desaparecer en el retrovisor una ciudad que, para nosotros, nunca terminó de despertar.
El bus desde Barranquilla nos dejó en una terminal polvorienta al mediodía, el sol picando con esa intensidad particular de la costa caribeña. El taxi atravesó barrios de bloques de cemento y calles sin asfaltar antes de llegar a nuestro hotel en El Rodadero, una estructura moderna con piscina en la azotea que olía a cloro y protector solar. Desde allí, la bahía se veía como una media luna de arena dorada, llena de sombrillas de colores y cuerpos bronceados que apenas se movían bajo el calor de enero.
El centro histórico nos sorprendió por su modestia después de Cartagena. La Catedral Basílica, blanca y sobria, parecía fuera de lugar entre los edificios administrativos y las tiendas de recuerdos. En el Parque de los Novios, bajo la sombra de los árboles de mango, familias enteras comían helados mientras los vendedores ofrecían tours a Taganga o a la Ciudad Perdida. Elegimos el camino fácil: un paseo en lancha hasta la playa de Cristal, donde el agua era tan transparente que podíamos ver los peces nadando alrededor de nuestros pies.
La última mañana la dedicamos a la Quinta de San Pedro Alejandrino. Los jardines bien cuidados y los árboles centenarios hacían difícil imaginar a Bolívar moribundo en esa casa blanca. Las vitrinas con objetos personales del Libertador - su espada, una carta manuscrita - parecían fuera de lugar en medio del bullicio de los grupos escolares que corrían entre los monumentos. Compramos café de la Sierra Nevada en la tienda de recuerdos, un intento tardío de llevarnos algo auténtico de la región.
Santa Marta fue nuestra última parada antes del regreso a Bogotá para tomar el vuelo a Argentina. Quizás por eso todo nos sabió a despedida: el último baño en el Caribe, la última arepa de huevo, el último atardecer sobre el mar. No llegamos a Minca, ni al Parque Tayrona, ni a la Ciudad Perdida. Nos quedamos con la versión rápida, la que cabe en dos días y una maleta llena de ropa salitrosa. Cuando el avión despegó de El Dorado, mirando por la ventanilla las montañas que nunca llegamos a explorar, supe que Colombia merecía más que este viaje de turistas apurados. Pero también supe, con cierta melancolía, que algún día tendríamos que volver para hacerlo bien.