Selecciona la ciudad para acceder a las galerías
Croacia no se entiende a primera vista. En el mapa parece una garra apoyada sobre el Adriático; en la ruta, apenas cruzás desde Bosnia, se vuelve una sucesión de cerros, viñedos, bahías de agua clarísima y pueblos de piedra que huelen a leña y salitre. No es un país que se rinda en la primera tarde: exige caminar, madrugar, escuchar.
Lo que sorprende no es solo la belleza, sino el cruce de tiempos cotidianos: un pescador remienda redes con dedos callosos frente a un café donde suena trap croata a todo volumen; a una cuadra, en Rovinj, una iglesia antigua marca el compás con campanadas que cortan la tarde como un cuchillo al pan fresco. La vida acá no se viste de museo: se cocina, se discute, se canta.
Vine con la sensación de que el turismo había domesticado la costa. Me equivoqué a medias. Hay sitios encarecidos y llenos, sí, pero también barrios donde la gente sigue a su ritmo: hambre de mar, sobremesas largas, fútbol como idioma común y una hospitalidad sobria, sin aspavientos. La clave fue ir fuera de temporada, caminar temprano, perderme cuando el mapa parecía decir otra cosa.
Croacia exige eso: tiempo, paciencia, ganas de mirar más allá. Lo demás llega solo: el rumor del oleaje contra la piedra, un vaso de rakija ofrecido sin preguntas, y esa mezcla de pasado reciente y presente testarudo que le da relieve a cada día.
Leer Historia de CroaciaCapital: Zagreb
Población: 4,000,000 (127º)
Idiomas: Croata (oficial), con minorías que hablan serbio, italiano y otros.
Superficie: 56,594 km² (128º país más grande)
Moneda: Euro (EUR), 1 USD ≈ 0.93 EUR (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Mayoritariamente católicos (86%), con una pequeña presencia ortodoxa y musulmana.
Alfabetismo: 99.6%
Educación y sanidad: El sistema educativo es de alta calidad y la sanidad pública es accesible, aunque las mejores clínicas suelen estar en áreas urbanas y son costosas si no tienes seguro médico adecuado.
Trabajo: La tasa de desempleo ronda el 7%, y el país enfrenta retos económicos relacionados con la emigración y la dependencia del turismo.
Deporte más popular: Fútbol.
Seguridad: Croacia es un país muy seguro, ideal para viajeros, aunque siempre es recomendable ser precavido en las grandes ciudades, como en cualquier lugar del mundo.
Los ciudadanos argentinos no requieren visa para ingresar a Croacia para estancias de hasta 90 días dentro de un período de 180 días.
Croacia forma parte del **Espacio Schengen**, por lo que los ciudadanos de la Unión Europea y muchos otros países pueden ingresar sin necesidad de visa para estancias cortas.
Requisitos:
Para más información, puedes visitar la página oficial de la Embajada de Croacia en Buenos Aires.
Para obtener detalles adicionales, puedes consultar la página oficial de la Dirección Nacional de Migraciones de Argentina.
Opciones principales: Hoteles, hostales y apartamentos de alquiler.
Precio promedio:
- Dubrovnik (temporada baja): 15 EUR (16 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Dubrovnik (temporada alta): 30 EUR (32 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Split (temporada baja): 12 EUR (13 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Split (temporada alta): 30 EUR (32 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Šibenik (temporada baja): 10 EUR (11 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Šibenik (temporada alta): 30 EUR (32 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Zagreb (temporada baja): 8 EUR (9 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Zagreb (temporada alta): 25 EUR (27 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
Importante: Puedes encontrar hostales fácilmente a través de plataformas online, donde se ofrecen diferentes opciones de alojamiento adaptadas a tu presupuesto y necesidades. Además, si pagas en efectivo, podrías obtener descuentos en algunos establecimientos.
El transporte en Croacia es bastante accesible, con opciones interurbanas y urbanas. Aquí te dejo las principales rutas y cómo comprar los billetes.
Frecuencia aproximada y precios de las rutas interurbanas más comunes:
En las principales ciudades, como Dubrovnik, Split y Zagreb, el transporte urbano es eficiente y económico. Puedes pagar con tarjeta o recargar billetes.
En Dubrovnik, puedes utilizar autobuses y minibuses. Asegúrate de recargar tu billete en los puntos de venta autorizados o usar la opción de pago con tarjeta en algunos autobuses.
En Split, el transporte urbano también es eficiente, con autobuses que cubren la ciudad y las zonas cercanas. Puedes usar tarjetas recargables o pagar en efectivo a bordo.
Zagreb cuenta con una red extensa de tranvías y autobuses. Puedes comprar billetes en los puntos de venta o utilizar la aplicación para recargar tu tarjeta y pagar de manera electrónica.
La mejor época para visitar Croacia es durante la primavera (de abril a junio) y el otoño (de septiembre a octubre). El clima es suave y es ideal para explorar las costas, las ciudades históricas como Dubrovnik y Split, y los parques nacionales.
El verano (de junio a agosto) es la temporada alta, con temperaturas cálidas, especialmente en la costa. Los precios aumentan durante esta época, y los destinos turísticos como Dubrovnik pueden estar más concurridos.
Telefonía móvil: Las principales operadoras en Croacia son **Tele2**, **A1** y **T-Mobile**. Puedes adquirir SIMs en tiendas y aeropuertos, y la cobertura es excelente en las ciudades principales. Las eSIM también están disponibles si tu teléfono es compatible.
**Operadoras:**
Recomendaciones:
- La recomendación es caminar, hacer cada sendero y cada trek en Dubrovnik y sobre todo en Split.
- Otro punto importante es para los lagos de Plitvice. Yo fui y volví desde Zagreb, no es caro, puedes hacer un day trip, pero cuidado con el tiempo de la vuelta. En noviembre no hay tanta frecuencia.
Explora Croacia con esta guía práctica. Selecciona una ciudad para ver sus lugares clave:
Albania, un país que se despliega ante el viajero como un territorio apenas tocado por el paso del tiempo, se presenta como una joya inesperada, oculta en los pliegues del mapa europeo. Aunque no ostenta la fama de otros destinos turísticos, es precisamente esa ausencia de reconocimiento lo que lo convierte en un refugio que subyuga a cada uno de sus descubridores. Desde la imponente Tirana hasta la serena Gjirokastër, cada ciudad, con sus matices y sombras, susurra al visitante: “¿cómo ha podido esta tierra permanecer tan oculta, tan ajena al brillo superficial de la fama?”
Tirana, la capital, es un crisol de influencias, donde el pasado y el presente se entrelazan. Su arquitectura es un fiel reflejo de esta dualidad, con edificios comunistas y estructuras contemporáneas que conviven en armonía. Tirana invita a ser explorada, a descubrir sus secretos a través de sus calles y su arte urbano. Entre sus cafés y plazas, se vislumbra una ciudad que se reinventa a sí misma.
Gjirokastër, por su parte, es un viaje al pasado. Sus calles empedradas y su castillo evocan una historia antigua y fascinante. El castillo, con su presencia imponente, domina la ciudad y nos conecta con un pasado lleno de secretos.
Berat, con sus casas llenas de ventanas, es una ciudad pintoresca. Desde el castillo, se puede apreciar la belleza de sus calles y edificios. Aquí, el tiempo parece transcurrir más lento, invitando a la contemplación.
Shkoder, con su lago y el castillo de Rozafa, es un lugar de gran tranquilidad. La fortaleza, situada en lo alto, ofrece vistas panorámicas del lago y las montañas. En el Museo Marubi, la historia se cuenta a través de fotografías que muestran la vida cotidiana de la gente común.
En criollo, ahora es el momento de aprovechar Albania. Este país, por la vasta riqueza de lo que tiene por ofrecer, es sorprendentemente accesible económicamente, especialmente si se considera su ubicación geográfica dentro de Europa. Pero esa falta de fama, que tanto le ha dado en términos de autenticidad, está comenzando a cambiar. El turismo occidental, al acecho de nuevas víctimas para transformar en destinos masificados, podría pronto convertir a Albania en otra Las Vegas, arrasando con lo genuino y autóctono que aún permanece intacto. Si quieres descubrir un lugar que se resiste al exceso y la artificialidad, este es el instante de sumergirse en su esencia antes de que la fiebre del turismo lo transforme irremediablemente.
Crucé desde Bosnia por un puesto fronterizo lento, con revisiones que templaron el humor del bus. A las dos de la tarde, mochila al hombro, caminé el kilómetro hasta el hostel. El primer acercamiento al casco antiguo me chocó: fuera de temporada y, aun así, grupos guiados avanzaban como corrientes humanas, con paraguas alzados como banderas. Volví sobre mis pasos, compré en el súper y decidí intentarlo al alba.
A las siete de la mañana, la ciudad amurallada era otra. El mármol claro de la Stradun brillaba como recién pulido y tenía un eco que parecía propio. Caminé en silencio, me crucé apenas con dos barrenderos, un cura franciscano y un par de gatos que vigilaban escaleras con la misma autoridad que un portero de discoteca. Sin multitudes, la geometría de las calles se dejaba leer con claridad: arcos que enmarcaban la luz, escalinatas que subían en ángulos bruscos, pasajes laterales que conducían a patios escondidos donde colgaban macetas y cordeles de ropa.
En esas escaleras largas que desembocan en una plaza reconocí la ficción superpuesta: allí se había filmado la “walk of shame” de Cersei Lannister. Resultaba extraño estar de pie en el mismo sitio donde una reina despojada caminó desnuda entre insultos y proyectiles, una especie de calvario reescrito en versión femenina. Esa mezcla de Biblia y televisión había quedado tatuada en los muros, y aun sin extras ni cámaras, el aire conservaba algo de aquella tensión. Dubrovnik tiene esa virtud: te enfrenta con su propia historia medieval y al mismo tiempo con la mitología pop que la recubre.
A media mañana busqué las murallas. Pagué la entrada y subí sin apuro. Desde arriba, los techos rojos se desplegaban como una alfombra de tejas hasta chocar con el mar. El Adriático, quieto, reflejaba el cielo con una calma casi mineral, y al fondo Lokrum, verde, flotaba como un espejismo. Un vendedor me ofreció un vaso de licor casero; charlamos diez minutos sobre los inviernos, sobre cómo la ciudad respira cuando cierran los cruceros y la calma regresa como un huésped esperado.
Por la tarde decidí subir al monte Srđ, no en teleférico sino a pie, por el sendero. La pendiente exigía piernas, pero no era imposible; cada curva ofrecía una nueva perspectiva de la ciudad que se iba achicando hasta quedar reducida a maqueta. Llegué a las cuatro y media, con el sol todavía alto, y me quedé hasta que la jornada se apagó. Fue una secuencia irrepetible: primero el resplandor blanco de las tejas, luego el naranja espeso del atardecer tiñendo los muros, y finalmente la noche, cuando Dubrovnik se encendió como un tablero de luces rodeado por la negrura del mar. El frío me clavaba en las manos, pero valía la pena. Desde ese mirador entendí por qué la ciudad siempre fue fortaleza: parecía suspendida entre fuego y agua, resistente incluso al tiempo.
Bajé con la oscuridad, los dedos entumecidos, y busqué un bodegón fuera de las calles más fotografiadas. Probé la peka, ese guiso lento cocinado bajo campana de hierro que llega humeante a la mesa con aroma a laurel y carne tierna. En la mesa de al lado, dos croatas de sesenta me invitaron cerveza servida desde una botella plástica de dos litros. La conversación giró en torno al fútbol: Prosinečki, Šuker, y la figura inevitable de Luka Modrić, el pibe que gambeteaba entre escombros y terminó manejando el mediocampo del Real Madrid. Uno de ellos, con tono tajante, tiró: “Cristiano es el mejor de todos”. El otro lo miró fijo, como diciendo no jodás. Subió el volumen de la discusión, nunca el maltrato. El debate terminó, como debe terminar en Croacia, con otra ronda.
Al día siguiente repetí la fórmula que funciona: madrugar para caminar solo, dejar que la música callejera sea guía, espiar por puertas entreabiertas donde cuelgan redes o se oye un acordeón. Dubrovnik es preciosa, sí, pero también esquiva. Si la corrés en hora pico, te deja en la puerta. Si la buscás temprano, cuando apenas despierta, te abre la mesa y te sirve desayuno.
Llegué con la idea de dormir lejos del centro para escapar del gentío. Funcionó a medias: el hostel quedaba tan afuera que el trayecto hasta el casco histórico era una planicie interminable, sin cafés ni plazas que suavizaran el paso. Llovía la mitad del tiempo, brillaba el sol la otra mitad. Igual salí, con poncho y capucha, a mojarme sin drama: el cuerpo aprende pronto que en Split el clima cambia con capricho.
El Palacio de Diocleciano fue mi primer imán. No es una ruina contemplada a distancia: es una ciudad viva que late dentro de una residencia imperial. Crucé el Peristilo, con sus columnas firmes como custodios eternos, entré en la catedral de San Duje y avancé por pasajes donde las piedras romanas hospedan bares, almacenes y viviendas. Habitar la historia en Split no es metáfora: es literal. El sótano del palacio, húmedo y resonante, fue usado como escenario en Game of Thrones: ahí donde Daenerys guardaba a sus dragones, yo caminé entre bóvedas que parecían exhalar respiraciones antiguas. La ficción se volvía memoria reciente y reforzaba la sensación de que este sitio nunca dejó de ser escenario.
A media mañana me detuve en el mercado de pescado. El aire olía a sal y escamas recién cortadas. Sardinas plateadas brillaban sobre mesas metálicas, pulpos chorreaban agua de sus ventosas, un atún abierto en ruedas perfectas parecía un reloj de carne. El regateo era rápido, casi coreográfico. Compré un pan, observé a los vendedores y seguí hacia la Riva. El paseo marítimo era otro espectáculo: cafés con precios inflados, turistas que pedían spritz a valores absurdos, mozos con mirada cansada. El lujo desplaza poco a poco a la vida de barrio, y la Riva ya no parece pertenecerles a los locales, sino al turismo que paga sin discutir.
Busqué aire en Marjan, el monte que vigila la ciudad. Subí por senderos entre pinos y vi la panorámica que se graba en la retina: techos, barcos, las islas de Hvar, Brač y Vis flotando en la distancia. En el camino me crucé con un anciano que paseaba a su perro y se detuvo a mirar el mar con una calma que no necesitaba explicación. Esa imagen simple, más que las vistas espectaculares, me dio la medida de la ciudad: Split se entiende también en esos gestos quietos.
Al día siguiente salí al Kozjak. Senderos sencillos, monte bajo, viento limpio que achicaba los ruidos interiores. Desde las lomas el Adriático se desplegaba como un metal bruñido, y los barrios se repartían en terrazas. No era un paisaje domesticado: la caminata mostraba una Split menos turística, más rugosa, donde la montaña imponía su propia cadencia.
La tarde me llevó a Bačvice. La playa estaba vacía. Me senté, armé el mate y escuché el rumor del agua. No me animé a entrar: el mar estaba bravo y la temperatura no invitaba, pero la soledad valía más que cualquier baño. A pocos metros un chico lanzaba su caña desde las rocas y me saludó con un gesto mínimo. Compartimos silencio hasta que el sol cayó.
La noche cerró en un bar de barrio, lejos de las avenidas más concurridas. El dueño me sirvió una cerveza en vaso grueso y me trajo un plato con queso y pan. Nada turístico, nada caro. Split, pensé, vive en dos planos: el bullicio que se vende en la Riva y la rutina que persiste en calles laterales. Y si uno sabe dónde caminar, la segunda siempre termina pesando más que la primera.
A la mañana siguiente, Šibenik me recibió con un gesto inesperado: la dueña del hostal me dejó entrar antes de hora. “Mañana cierro por el invierno”, me confesó, “en esta época ya casi no viene nadie”. Esa frase se me quedó como anticipo de lo que viviría después: una ciudad entregada sin reservas, con las calles casi para mí solo.
Subidas, bajadas, escalones que parecían multiplicarse entre casas de piedra. La catedral de Santiago aparecía y desaparecía como un truco de magia: un ángulo la mostraba completa, otro la escondía detrás de callejuelas estrechas. Su cúpula blanca parecía jugar con la luz, siempre en movimiento. Frente al mercado, compré queso y higos; un abuelo me convidó un sorbo de vino desde una botella envuelta en papel, como si el gesto fuera parte del saludo. Nada de espectáculo, apenas vida diaria compartida.
El puerto fue otra escena: chicos que se arrojaban al agua entre risas, pescadores que remendaban redes con paciencia, mujeres que charlaban en sillas bajas apoyadas contra la pared. Allí un hombre, curtido por el sol y los años, me habló del conflicto de los noventa. Su tono no buscaba dramatismo: “A veces vuelve en la cabeza, pero se trabaja, se come, se canta. ¿Qué otra cosa?”. Esa simpleza me acompañó el resto del día, como una enseñanza sin pretensión.
Seguí hasta la fortaleza de San Nicolás, recortada contra el mar. Sus murallas, ásperas y firmes, parecían aún en guardia. Más tarde subí hasta un mirador en las colinas. Desde arriba, la ciudad desplegaba un orden secreto: casitas escalonadas, campanarios que interrumpían el horizonte, y esa mezcla de piedra clara y madera que transmitía calidez incluso cuando el aire refrescaba. El sol de la tarde volvió dorados los muros y la bajada se convirtió en un silencio largo, cómodo, de esos que no necesitan palabras.
Šibenik no grita, no busca titulares ni compite con la fama de otras ciudades costeras. Propone otra cosa: un ritmo propio, conversaciones breves, escenas que se graban por su naturalidad. Me despedí temprano, con el primer bus, sabiendo que Zagreb me esperaba con otro pulso y, en el horizonte inmediato, los lagos como próximo destino.
Llegué a Zagreb con sensaciones encontradas. Por un lado, estaba ansioso, ya que al día siguiente visitaría los famosos lagos de Plitvice, pero por otro, un poco desilusionado. Durante mi viaje en bus, leí las noticias locales, y comentaban que la mayoría de las atracciones turísticas no estarían disponibles debido a que entraban en un periodo de mantenimiento y remodelación arquitectónica, que duraría entre uno y dos meses.
A pesar de eso, mi primer día en la ciudad no fue mal. Salí a caminar de todos modos, con una ruta preparada en la aplicación Maps.me, que te permite armar rutas sin necesidad de internet, siempre y cuando descargues el mapa del país previamente. Comencé mi recorrido por el casco antiguo de la ciudad, Gornji Grad, paseando por sus callejuelas medievales. El ambiente era tranquilo, lo que me permitió disfrutar del lugar sin la presión de las multitudes. Luego, me dirigí a la Plaza Ban Jelačić, un lugar más animado, donde pude ver la ciudad en movimiento. El contraste entre la calma de las calles cercanas y el bullicio de la plaza fue bastante interesante.
La Catedral de Zagreb fue una de mis paradas, aunque solo pude disfrutar de la fachada y sus alrededores debido a las obras que estaban realizando en su interior. A pesar de esto, la vista de la catedral seguía siendo impresionante. Después, me dirigí al Parque Zrinjevac, un lugar ideal para relajarse y disfrutar de un rato tranquilo en medio de la ciudad. Al estar en la zona, pasé también por los túneles de la Segunda Guerra Mundial. Al ver esas estructuras, me vinieron pensamientos negativos. Era difícil no imaginarme cómo se debieron sentir las personas que, en su momento, se refugiaron allí, buscando protección mientras el mundo estallaba a su alrededor. No pude evitar pensar en lo que habría sido pasar un tiempo dentro de esos túneles, rodeado de paredes frías.
Ya al final del día, volví al hostal para preparar todo. Cena, desayuno, y almuerzo para el día siguiente (un par de sanguches bien argentos de jamón, queso, tomate, huevo y palta). También preparé lo esencial: cámara, cargadores, agua, campera, impermeable, y gorra -gorro también-, porque mi calvicie sufre tanto del frío como del sol.
Al día siguiente, me desperté temprano y a las 8 a.m. ya estaba en la terminal esperando el bus que me llevaría al Parque Nacional de Plitvice. Dos horas más tarde, llegué al parque, y mientras pagaba la entrada, conocí a MJ, una surcoreana que me preguntó, con su inglés básico, si tenía intención de recorrer el circuito C, el más largo del parque. Le respondí que sí, y le ofrecí acompañarme si quería. Así que, sin pensarlo mucho, nos lanzamos a recorrer juntos el impresionante paisaje de Plitvice.
Pasamos el día explorando el parque, tomando algunas pausas para disfrutar del paisaje a nuestro propio ritmo. El Parque Nacional de Plitvice es absolutamente impresionante, con una vegetación tan verde como el césped del Monumental, aguas cristalinas que fluían a través de pequeñas cascadas, rodeadas de naturaleza intacta. La tranquilidad del lugar era única, con el sonido del agua y los cantos de los pájaros como única compañía. Completamos todo el circuito C, que es el más largo del parque, y aunque resultó algo exigente, la recompensa fue enorme: vistas espectaculares de lagos y cascadas en cada rincón. La caminata fue larga, pero nos permitió disfrutar cada rincón del parque y experimentar su belleza en su máxima expresión.
Cuando terminó nuestra excursión, tomamos el bus de regreso a Zagreb. Aunque no coincidimos en el mismo albergue, la conversación en el bus nos dejó un par de sorpresas. Descubrimos que ambos teníamos el mismo boleto para Ljubljana al día siguiente, con salida a las 7 a.m. Y cuando la inevitable pregunta surgió: “¿en qué hostel reservaste?”, resultó que ambos habíamos elegido el mismo lugar. Así que, sin saberlo, terminaríamos coincidiendo también en nuestros días en Ljubljana, la capital de Eslovenia.