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Cuba, la isla del Caribe que lleva en su mismo nombre la contradicción, es un país que atrae tanto por su historia como por la incertidumbre que genera. Cuando decidí viajar allí por primera vez, lo hice impulsado por una curiosidad personal, pero también por la inquietud que despierta enfrentarse a lo desconocido. Era la primera vez que viajaba solo, sin el consuelo de un grupo organizado ni la estructura de un destino turístico tradicional. En sus calles, entre las fachadas coloniales y la energía vibrante de su gente, me alojé en casas de familias locales, hogares que guardan la memoria de la ciudad como un reflejo de sus propios habitantes. Además de los horarios sencillos y la vida diaria, había una pregunta constante: ¿cómo podría comprender la complejidad de este país, con su sistema político y económico tan particular, sin caer en prejuicios ni idealizar lo que encontraría?
Esa sensación de estar entre lo real y lo que se cuenta sobre el lugar fue lo que me motivó a viajar allí: quería verlo por mí mismo, entenderlo. Preguntas como “¿cómo vive la gente?”, “¿es tan diferente a lo que muestran los medios?”, “¿es cierto que las dificultades se sienten más intensas, o hay algo más profundo que persiste a pesar de todo?”, se repetían constantemente en mi mente. Aunque la emoción del viaje me ayudaba a olvidar las dudas iniciales, pronto comprendí que esa contradicción representaba también una oportunidad: la oportunidad de sacar mis propias conclusiones. Quizás lo que me decía Eduardo Galeano en *Las venas abiertas de América Latina* me ayudó a hallar algo de claridad: "La historia no es la que se enseña, sino la que se vive". Fue allí donde entendí que la historia de un país no se aprende solo desde los libros o las explicaciones ajenas, sino viviéndola. Ese lugar era más que un territorio en transformación: era un sitio suspendido en el tiempo, donde la historia parece no avanzar, pero sigue viva y presente en cada gesto, en cada mirada de su gente.
Felipe Piña, historiador y escritor argentino, siempre habla de la importancia de conocer la historia para entender el presente. Ese lugar es historia y presente. En sus calles, donde los autos antiguos se mezclan con la pobreza y la música, se respira un aire de resistencia y nostalgia. Sin embargo, la pregunta inevitable al caminar por sus rincones es si esa resistencia es libertad o si la nostalgia se construye sobre las bases de una realidad económica que aún no despeja las sombras del pasado. El país es un lugar que constantemente confronta al visitante con esas tensiones.
Es una contradicción viviente. Como dice Silvio Rodríguez, “la libertad no está en el cielo ni en la sombra de la nube, la libertad está en la conciencia”. En esta frase del trovador cubano encuentro una reflexión profunda sobre un territorio que es más que un lugar físico. Es una isla de ideologías que a veces se confunden con la realidad, un sitio donde se debe mirar más allá de lo evidente, donde la libertad no está en lo visible, sino en lo que se vive y se siente en cada rincón. Es ese lugar que se resiste al paso del tiempo, pero que, al mismo tiempo, sabe que para seguir existiendo debe reinventarse y avanzar. En sus contradicciones, enseña que la libertad no es un concepto fácil ni un resultado final, sino un proceso continuo, un trabajo de todos los días, en las calles, en las plazas, en las mentes.
Mi experiencia fue, en muchos sentidos, un descubrimiento sobre la dificultad de comprender un país más allá de las imágenes o los informes turísticos. La isla, tan cerca y tan lejana, tenía su propio pulso, su propia respiración. Y allí entendí que el miedo de viajar solo, el temor a enfrentarse a lo desconocido, no es más que un preludio a lo que realmente importa: hacer preguntas, cuestionar y, lo más importante, escuchar. Al final, las conclusiones no vienen de lo que nos dicen, sino de lo que vivimos. Como decía Galeano, "viajar no es solo conocer nuevos lugares, sino cambiar de mirada."
Leer Historia de CubaCapital: La Habana
Población: 11,327,000 (72ª)
Idiomas: Español (oficial)
Superficie: 109,884 km² (105º país más grande)
Moneda: Hubo un cambio importante en el sistema monetario de Cuba desde 2021. El CUC (Peso Cubano Convertible) fue la moneda hasta ese momento, pero ahora el CUP (Peso Cubano) es la única moneda oficial. Además, Cuba utiliza una moneda virtual llamada MLC (Moneda Libre Convertible), vinculada al USD (dólar estadounidense) con equivalencia 1:1. En algunos lugares, cuando los precios están en MLC, se puede pagar directamente en USD. El tipo de cambio oficial es de 120 CUP por USD, aunque es común encontrar valores más bajos en línea, como 25 CUP por USD debido a la escasez de moneda extranjera. Para consultar el tipo de cambio oficial actualizado, puedes visitar la página del Banco Central de Cuba. Esta situación ha creado un mercado negro de divisas, donde las tasas oscilan entre 250 y 300 CUP por USD. Es importante estar informado antes de hacer el cambio. Si deseas conocer las tasas del mercado informal, puedes consultar El Toque, que ofrece información actualizada sobre el mercado negro de divisas en Cuba.
Religión: Catolicismo.
Alfabetismo: 99%.
Educación y sanidad: Gratuitas para todos los ciudadanos.
Trabajo: El 78% de la población trabaja para el Estado.
Salud: Es el país con más médicos por habitante en el mundo.
Deporte más popular: Béisbol.
Seguridad: Uno de los países más seguros de América Latina.
Visado para turistas argentinos:
Los ciudadanos argentinos deben obtener la Tarjeta del Turista para ingresar a Cuba. Esta tarjeta permite una estancia de hasta 30 días, con posibilidad de prórroga por 30 días adicionales.
Requisitos:
- Pasaporte válido por al menos 6 meses.
- Confirmación de vuelo ida y vuelta.
- Prueba de alojamiento en Cuba (reserva de hotel o carta de invitación).
- Seguro de viaje con cobertura médica internacional (obligatorio).
- Costo: Aproximadamente 25 USD.
Nota: Los turistas de otras nacionalidades deben cumplir con requisitos similares a Cuba.
Para más información y para realizar la solicitud, visita la página oficial de la Embajada de Cuba en Argentina.
Opciones principales: Alquiler de habitaciones en casas de familia.
Precio promedio:
- La Habana: 20 USD por noche.
- Vinales: 5 USD por noche.
- Cienfuegos: 8 USD por noche.
- Trinidad: 12 USD por noche.
Beneficios:
- Precio más económico que los hoteles tradicionales.
- Ofrecen opciones de comidas, especialmente desayuno, a precios bajos.
- Una experiencia más auténtica para interactuar con los cubanos.
Recomendación:
- Contacta con anfitriones en La Habana para obtener recomendaciones para hospedaje en otras ciudades.
- Es una excelente forma de conectarte con la cultura local.
Cómo encontrar hospedaje:
- Puedes encontrar fácilmente contactos de casas de familia a través de Facebook, donde muchos anfitriones ofrecen habitaciones.
- Las casas de familia autorizadas tienen un ancla azul pintada en la puerta, lo que te garantiza que cumplen con los requisitos oficiales.
Las guaguas en Cuba (autobuses públicos de transporte local) son una opción económica para moverse por la isla, con precios mínimos en comparación con otros medios de transporte. Son muy populares entre los locales y también utilizadas por los turistas que quieren experimentar la vida cotidiana en Cuba. Además, las guaguas permiten interactuar con la gente y conocer mejor la cultura local.
Por otro lado, Vía Azul es una opción más cómoda y organizada, pensada para los turistas que buscan un viaje más tranquilo y con paradas en los principales puntos turísticos. Usé ambos transportes y, aunque las guaguas son una experiencia más auténtica, Vía Azul es ideal para quienes prefieren comodidad y un recorrido más relajado. Más información en Vía Azul.
Además de estos transportes, también están disponibles los taxis y los bici-taxis. Los bici-taxis son una opción interesante, pero suelen ser más caros que las guaguas o los taxis tradicionales, especialmente para distancias largas. En mi caso, prefiero las guaguas porque me gusta lo auténtico y, sin duda, es mucho más económico.
La mejor época para visitar Cuba es entre los meses de mayo y noviembre, especialmente en la temporada baja, de mayo a junio y septiembre a noviembre. Durante estos períodos, el clima es cálido pero más suave que en pleno verano, y los precios de alojamiento y actividades son considerablemente más bajos. Además, hay menos turistas, lo que permite disfrutar de una experiencia más tranquila y auténtica, sin las aglomeraciones típicas de la temporada alta.
La temporada alta en Cuba, que va de diciembre a abril, atrae a muchos turistas debido a su clima más fresco y seco, pero los precios suben y los lugares turísticos pueden estar más llenos. Si buscas evitar la masificación y ahorrar en costos, la mejor opción es planificar tu viaje fuera de la temporada alta, disfrutando de tarifas más accesibles y un ambiente más relajado.
Telefonía móvil: La mejor opción para acceder a Internet en Cuba es comprar una tarjeta **eSIM** antes del viaje en la web de Cubacel. Puedes recogerla en los aeropuertos de **José Martí** (La Habana) o **Varadero**. También se puede comprar en tiendas de **ETECSA**, pero suele haber largas colas y trámites lentos.
Velocidad y conexión a Internet: La conexión a Internet en Cuba suele ser lenta y poco confiable. Es común que se interrumpa sin previo aviso, lo que dificulta el uso de servicios como redes sociales. Aplicaciones como **TikTok** o **Snapchat** están bloqueadas en el país, pero puedes acceder a ellas utilizando una VPN.
Dinero en efectivo: Es fundamental llevar siempre dinero en efectivo en **dólares** o **euros** (en montos pequeños) ya que muchas tiendas en Cuba no aceptan tarjetas y el cambio no es favorable.
Botiquín de primeros auxilios: Debido a la escasez de medicamentos en varios sectores del país, es altamente recomendable llevar un botiquín completo con todo lo necesario, especialmente medicinas básicas que puedan ser difíciles de conseguir.
Propiedad: Los cubanos solo tienen derecho a poseer una propiedad, y para alojar a turistas, es imprescindible que los dueños habiten también en la vivienda.
Cartilla de racionamiento: Todos los cubanos tienen acceso a una cartilla de racionamiento que les permite abastecerse prácticamente gratis de productos básicos cada mes.
Aquí encontrarás los mejores lugares para visitar en Atenas, Meteora, Paros y Santorini, con consejos útiles para disfrutar tu experiencia por Grecia.
Cuba, un país de contrastes. Es imposible no percibirlo al caminar por sus calles, al respirar el aire cargado de historia y dolor, pero también de alegría y esperanza. La belleza de la isla, sus paisajes, su gente, la calidez de sus conversaciones, todo es vibrante, pero al mismo tiempo, uno no puede evitar notar la huella de las dificultades que atraviesa. Un pueblo marcado por años de sufrimiento, por una economía devastada, por un bloqueo brutal que lo ha dejado sin acceso a tantas cosas esenciales. Pero también es un país que ha logrado sobreponerse, que ha encontrado en su gente la fortaleza para seguir adelante, a pesar de todo.
Lo bueno de Cuba, lo que verdaderamente resalta en mi memoria, es la educación. El hecho de que el 99% de su población sea alfabetizada es un logro que, en cualquier parte del mundo, debería ser motivo de orgullo. Y, por si fuera poco, el sistema de salud cubano, que cuenta con la mayor cantidad de médicos per cápita del planeta, es un testamento a la dedicación y el compromiso que el país ha invertido en el bienestar de su gente, a pesar de la falta de recursos. Hay algo genuinamente admirable en cómo, con tan poco, se logra tanto. El pueblo cubano tiene un acceso increíble a la educación y a la salud, dos pilares fundamentales que, desde mi perspectiva, son vitales para el futuro de cualquier nación.
Sin embargo, detrás de la fachada de estas grandes conquistas sociales, se encuentran realidades mucho más duras. La corrupción política, ese cáncer silencioso que socava las bases del país, es palpable en cada rincón, en cada conversación, en cada pequeño gesto de desconfianza. No se puede ignorar la prostitución infantil que lamentablemente sigue existiendo, alimentada por la desesperación y la falta de recursos. Es algo que duele profundamente, porque es la cara más triste de una realidad que está fuera del control de las personas, pero que sigue ocurriendo mientras la economía del país se arrastra en su debilidad.
Lo que me impactó profundamente fue la amabilidad de los cubanos, su generosidad, su disposición a compartir lo que tienen, a pesar de que muchas veces no tienen nada. Siempre una palabra amable, siempre una sonrisa, siempre el deseo de mostrarte lo mejor de su país. Es en la gente donde realmente se encuentra la verdadera Cuba, esa Cuba que no aparece en las postales, esa Cuba que te toma por sorpresa y te deja una marca imborrable.
Y no puedo dejar de hablar del atraso que Cuba sufre. Se siente en cada rincón, en cada calle, en cada rincón de la ciudad donde el tiempo parece haberse detenido. Es como si el país estuviera atrapado en una era pasada, sin poder avanzar, sin poder dejar atrás las huellas de un sistema que no termina de funcionar. Sin embargo, a pesar de eso, es un país lleno de orgullo, con una cultura rica, vibrante, que sigue siendo el alma de su gente.
Recuerdo que, en mi primer viaje solo, Cuba me enseñó algo que nunca olvidaré: el viaje es mucho más que ver lugares nuevos. Es meterse en una sociedad, entender su historia, comprender sus contradicciones. Cuba me hizo darme cuenta de lo feliz que me hace viajar, de lo que realmente significa para mí, de cómo esos momentos de conexión con otros viajeros y con los locales me empujaron a elegir este estilo de vida que hoy llevo. Fue el puntapié inicial que me dio el coraje de seguir buscando experiencias que no sólo me cambien, sino que me hagan crecer.
En resumen, Cuba es un país de contrastes, con una historia y un presente que no pueden entenderse sin comprender las contradicciones que lo definen. La pobreza y la riqueza, la alegría y la tristeza, la incertidumbre y la esperanza, todo se mezcla de manera tan palpable que, cuando te vas, lo único que queda es un sentimiento de incompletitud. Porque Cuba no es un lugar fácil de definir, pero es un lugar que, sin duda, deja huella. Y yo, a pesar de los problemas y las dificultades, volvería sin dudarlo. Ahora sé cómo viajar de manera más profunda, cómo conectar con la gente y con los lugares, y cómo aprender de las realidades que el mundo nos presenta. Cuba, con todos sus contrastes, me mostró el camino, y por eso, siempre tendrá un lugar especial en mi corazón.
Trinidad se reveló como una ciudad que no solo respira el pasado, sino que lo integra en cada uno de sus detalles, como si el tiempo se hubiese aposentado aquí, suavemente, sin apresurarse. La ciudad se estructura en una mezcla compleja de colores y formas que parecen heredadas del colonialismo, pero que, en lugar de haberse apagado con los años mantienen una vitalidad vibrante. Las fachadas de las casas, encaladas en tonos pasteles, alguna que otra ya desmoronada, otras con el sol marcando las huellas de su decadencia, hablan de una época en la que la ciudad fue centro de riquezas y comercio. Las calles, empedradas, enmarcadas por edificios de arcadas que parecen resistir el peso del tiempo con una calma desconcertante, no solo remiten al pasado sino que lo viven, lo transitan, lo convierten en una especie de tela que nunca dejó de extenderse.
Trinidad es un lugar que ha sabido recibir la influencia de las masas de turistas sin dejar que el turismo sea el que defina su ritmo. La ciudad se mantiene con una frescura que radica en su capacidad de adaptarse, de seguir siendo un espacio donde las piedras parecen ser testigos de conversaciones cotidianas, de risas dispersas en patios, de ese bullicio local que, por momentos, se pierde en la resonancia de un piano.
Me alojé en la casa de una familia local, recomendada por Mari. En esta ocasión sí tenían espacio, y desde el primer momento su hospitalidad fue de una suavidad sin adornos. La casa, modesta, no buscaba impresionar, pero había algo en la estructura, en la disposición de los muebles, que daba cuenta de un cariño implícito en cada rincón. Y aunque su ambiente estaba teñido de la misma simpleza que caracteriza a estos lugares, en sus detalles, en la forma en que todo estaba dispuesto, parecía que cada elemento hablaba del compromiso con un modo de vida que no pretende impresionar, pero que se vuelve memorable por su autenticidad.
Pasé cuatro días en Trinidad, pero las horas se disolvieron en la mezcla entre caminatas por las calles empedradas y las noches que se llenaban de una música que atravesaba las paredes, que escapaba de cada esquina. Recorrer la ciudad era como moverse en un espacio suspendido, casi etéreo, donde las horas parecían diluirse con cada paso. La ciudad, ya tan marcada por el turismo, no se dejaba reducir a su paisaje pintoresco ni a sus atractivos más evidentes. Era en sus momentos de quietud, cuando la luz dorada caía sobre los tejados y el murmullo de la gente se desvanecía, cuando la verdadera Trinidad se mostraba, como si esperara pacientemente a ser descubierta.
Calle colonial típica en Trinidad, Cuba
Otra calle colonial en Trinidad
Al llegar la noche, la ciudad se transformaba en un escenario de sones y boleros que vibraban en cada plaza, en cada rincón, como una respiración colectiva que desbordaba las paredes del pueblo. Era imposible caminar por sus calles sin que la música envolviera cada esquina, sin que los ecos de guitarras, trompetas y el clamor de las voces de los músicos tomaran posesión del aire. No era solo la música del lugar, era una expresión profunda de Cuba misma, de esa necesidad urgente de sacar la voz, de contar, de cantar lo que no se puede decir de otra manera. Los músicos, muchos de ellos desconocidos para el visitante casual, ponían todo de sí en cada nota, y la gente, también, cantaba con una ferocidad tranquila que trascendía la simple diversión. En cada rincón se podía sentir esa pasión visceral por la música, como si la vida, y no solo la música, fueran un ritmo que nunca se detiene. Silvio Rodríguez flotaba en el aire, pero también lo hacían Ibrahim Ferrer, Omara Portuondo, y muchos otros que no necesitaban un escenario grande para dar lo mejor de sí mismos. Los acordes de un tres o el suave rasgueo de una guitarra no solo servían para entretener, sino para recordar que la música cubana es un lenguaje de resistencia, de poesía, de magia cotidiana.
La playa de ancon, aunque más turística, mantenía la misma calma silenciosa que caracterizaba la ciudad. El mar se extendía en una serenidad que contrastaba con la algarabía que caracteriza otras playas más masificadas. A pesar de la presencia de turistas, la belleza de la playa no se veía alterada; la quietud del lugar, las aguas transparentes, se volvían un refugio perfecto, donde el tiempo, simplemente, no parecía existir. Pasé allí un buen rato, sumergido en el agua, dejando que el mar me hablara sin palabras.
Conjunto musical tocando en vivo en Trinidad
Playa El Rancho en Trinidad: arena dorada y palmeras con mar Caribe turquesa
Trinidad, al final, se mostró como un lugar donde la historia, el presente y la música se encuentran en un balance que no se puede entender completamente con la mirada rápida de un turista. No es solo la ciudad colonial, no es solo la belleza de sus calles, ni la música que brota de cada esquina. Es la conjunción de todo eso lo que hace que el lugar permanezca, no en la memoria inmediata, sino en esa parte más profunda, más difícil de explicar. Aquí, la música, el paisaje, la arquitectura, la gente, se funden en una constante invitación a quedarse, a sentir, a no apresurarse. Y cuando me fui, Trinidad seguía sonando en mi mente, como un verso de la canción "El Carretero" en la versión de Compay Segundo: Yo soy un carretero, y a la carreta le va bien, mi vida es un camino que no tiene fin".
Llegué a La Habana en diciembre, después de una mezcla de nervios y ansiedad que me acompañaron en cada paso por la migración, como un novato intentando entender lo que pasaba alrededor, sin mucho control. El aire cálido, ese aire que te envuelve desde que pones un pie en la isla, me dio la bienvenida. El clima era de un verano que no había anticipado, y la mochila que llevaba –totalmente llena, incluía dos camperas, dos buzos, pantalones largos y tres pares de zapatillas– era la prueba irrefutable de mi inexperiencia. Me faltó meter una sombrilla y unas botas de goma, y pegarme un cartel en la frente que dijera "Soy turista, robame".
La calidez de la ciudad era innegable, pero más que el calor, era la sensación de estar lejos de casa, de estar en un lugar desconocido, lo que me tenía la cabeza llena de preguntas sin respuestas. La Habana no solo me recibía con su clima abrasante, sino con una energía que no lograba procesar del todo.
Mi primer refugio en la ciudad fue la casa de Alexis y Mari, una familia cubana que, sin quererlo, empezó a enseñarme mucho más de lo que uno puede ver a simple vista. Ellos me abrieron las puertas de su casa en La Habana Vieja, ese barrio que te cuenta historias con sus fachadas, sus calles arrugadas, su paso de tiempo. La casa no tenía grandes lujos, pero sí algo mucho más valioso: el alma cálida de quienes te reciben como si fueras de la familia, sin necesidad de preguntar.
Mari, una mujer con la energía arrolladora que caracteriza a los cubanos, tenía una voz fuerte, cálida, y su tono, casi musical, subía y bajaba como la melodía de la isla. Era de esas personas que no necesitaban hablar mucho para ganarse el cariño de cualquiera. Con una sonrisa fácil, te hacía sentir cómodo desde el primer minuto, como si la ciudad misma fuera fácil de recorrer, como si encontrar tu lugar allí fuera tan natural como respirar.
Alexis, su esposo, era más callado, de esos que prefieren escuchar antes de hablar. Pero cuando lo hacía, sus palabras estaban llenas de un conocimiento profundo de la historia de Cuba, de la Revolución, de su gente. Era un apasionado de la historia cubana y siempre encontraba la manera de llevar la conversación hacia Silvio Rodríguez o algún tema relacionado con la lucha por la independencia. Su serenidad aplomada me transmitía una seguridad que, al principio, no entendía bien, pero que con el tiempo supe valorar. Alexis no era de esos que hablan para llenar el espacio; él se tomaba su tiempo, y eso me hacía sentir que La Habana no tenía prisa, que su ritmo no necesitaba ser apurado.
Miguel, el novio de Yunia, era otro personaje. Un tipo tranquilo, sin grandes gestos, pero con una amabilidad natural que se sentía sin que dijera una palabra. Me hice muy amigo de él, porque, más allá de lo que decía, era el tipo de persona que, sin saberlo, te hacía sentir parte del lugar. Miguel no tenía esa fama de hombre sabio, pero con su sencillez, hizo que me sintiera cómodo y como en casa. No necesitaba discursos largos, solo una charla amena, y ya sentías que habías compartido algo valioso.
Yunia, la hija de Alexis y Mari, me introdujo en algo que jamás hubiera imaginado: la historia del baile en Cuba. Ella no hablaba de los pasos o las coreografías, sino de lo que había detrás, de lo que cada ritmo representaba para la gente, para la isla. Yunia tenía esa habilidad de conectar con la historia del baile de tal forma que, sin darte cuenta, ya estabas aprendiendo algo profundo sobre la cultura cubana. Me hablaba de la salsa, del mambo, y de cómo la música es parte del alma de Cuba, de cómo la vida en la isla se mueve al ritmo de esos pasos.
Y luego estaba Deneb, la niña pequeña, con su inocencia, su alegría natural. Tenía esa dulzura de los niños cubanos, que, como todos los niños del mundo, no necesitan palabras para hacerse querer, solo la luz en sus ojos.
Calle concurrida de La Habana
Dos personas sentadas frente a cartel revolucionario en La Habana: "Seguimos en combate"
Además de estar con ellos, coincidí en la casa con otros viajeros. Una pareja de Finlandia –que no recuerdo el nombre, pero cuyo acento nunca se me olvidará– y dos chicas, Irena de Polonia y Francesca de Italia. Compartir con ellos fue una de esas pequeñas bendiciones del viaje, porque te das cuenta de que el mundo es mucho más chico de lo que parece, y que, por más que uno viaje solo, siempre hay algo que nos une: las historias, las ganas de descubrir algo nuevo y, por supuesto, el amor por la música, el baile, la vida.
La Habana Vieja, mi barrio durante esa semana, era una ciudad que se desmoronaba y resurgía al mismo tiempo. Cada edificio, cada fachada pintada de colores vibrantes, parecía tener algo que contar. La arquitectura, colonial en su mayor parte, era de una belleza ruda, llena de contrastes. Las paredes, a veces a punto de caerse, hablaban del paso del tiempo, de un esfuerzo por mantener algo que no solo es de piedra, sino de alma. Las calles, laberintos de historia, estaban salpicadas de colores pastel, y el aire traía consigo una mezcla de olores y sonidos que lo hacían todo más vívido.
Como dijo Martí: “La Habana es la ciudad de los contrastes”. Y no hay frase más justa para describir lo que viví. La ciudad te muestra su cara más desgastada, pero también la más hermosa, esa que te atrapa y te hace sentir que, por más ajeno que seas, te pertenece. La Habana no es una ciudad que se deja entender fácil. Es como una canción que se canta sin prisa, como un tango que sabe que siempre va a tener algo más que ofrecer, un acorde más, un paso más. Y en ese vaivén, la gente, con su hospitalidad y su calidez, te invita a quedarte, a ser parte de su historia, aunque solo sea por unos días.
Mis días en La Habana fueron como una danza, impredecible y llena de giros inesperados. Recuerdo una tarde con Irena, la polaca, que me llevó a las Playas del Este. A pesar de que el sol caía a plomo, las aguas del Caribe parecían acogerte, como si todo en Cuba estuviera hecho para que te entregaras a su ritmo. Nos sentamos en la arena, y mientras el agua nos mojaba los pies, nos cruzábamos historias de nuestros países, de cómo uno se encuentra a sí mismo en lugares ajenos. La isla tiene eso: te hace sentir más cerca de quienes no conoces que de los que te acompañan a diario.
Otra mañana, decidí caminar solo por el Malecón. No me importaba que el calor estuviera a punto de desbordar la paciencia de cualquier turista, porque el paseo era todo lo contrario a la rutina. Vi a la gente que pasaba caminando con su paso lento, con esa calma que la ciudad impone. Hablé con varios, como si la conversación fuera algo natural en ese entorno. Los habaneros son sinceros, y te cuentan todo sin miramientos, como si, en cierto modo, uno fuera parte de su historia.
Niños jugando béisbol callejero en La Habana Vieja: juego improvisado con bate de madera
Casita típica en Playas del Este, La Habana: arquitectura sencilla frente al mar Caribe
Dejé La Habana detrás mío con el corazón lleno de sensaciones encontradas, y me adentré en el resto de la isla, con la promesa de más historia, más colores y más gente. Durante mis días en Cuba, había hecho amigos y vivido una experiencia que quedaría en mí como un recuerdo inolvidable. Fue Yunia y Miguel quienes, con su calidez característica, me invitaron a su casamiento, un evento que coincidía con el día previo a mi vuelo de regreso a Córdoba. Así, partí hacia Cienfuegos con la idea de regresar a La Habana justo a tiempo para ver a mis amigos casarse. Todo parecía encajar: mi despedida de la isla, la fiesta, el encuentro con las personas que me habían abierto las puertas de su casa, y, claro, el regreso a la ciudad que me había acogido con tanto calor.
El casamiento de Yunia y Miguel fue tan cubano como la isla misma: simple pero lleno de vida. Fue una celebración que no necesitaba de grandes adornos ni lujos. La fiesta tuvo lugar en la terraza de su casa, un espacio sencillo pero tan cargado de emoción que no necesitaba más. El sol se iba despidiendo de la isla, y la música –siempre la música– marcaba el ritmo del evento. Yo llegué tarde debido al retraso del bus desde Cienfuegos, y aunque me sentí algo incómodo por la demora, la risa de Yunia y Miguel al verme fue un alivio. Me enviaron a dormir a otra casa cercana, porque ya no había espacio en la suya, pero la recepción fue igual de cálida y familiar. El cariño cubano, ese que no hace distinciones, me hizo sentir como parte de algo mucho más grande que un simple casamiento.
La boda en sí misma fue una mezcla de lo tradicional y lo espontáneo. Aunque los preparativos fueron modestos, todos los invitados se pusieron lo mejor que tenían: trajes bien planchados, vestidos llenos de color, y un sentido de comunidad que transformaba cualquier cosa en una fiesta. Yunia, con su sonrisa de siempre, parecía flotar sobre el suelo, y Miguel, más serio, tenía los ojos brillando como si todo lo que había vivido lo hubiera llevado hasta ese momento. En ese contexto tan cubano, me sentí casi como un espectador privilegiado de una escena que no esperaba, pero que, con el tiempo, me terminó abrazando. Para la fiesta, yo llevé lo que pude: dos botellas de ron, una torta y un kilo de helado para la niña pequeña, Deneb, que con su sonrisa y su alegría, convirtió ese gesto en algo especial. Eran los detalles que reflejaban esa Cuba que, sin lujos, sabe cómo celebrar con lo que tiene, haciendo de lo pequeño algo grande.
Aquel último día en la ciudad fue, en muchos sentidos, un regreso a mis recuerdos, a las imágenes que se habían quedado en mis ojos. La Habana seguía siendo la misma: llena de contrastes, vibrante, pero también un tanto desconcertante. Con cada paso que daba, me sentía más parte de la isla, aunque sabía que, al final, mi experiencia había sido fugaz. Mientras esperaba el vuelo de regreso a Córdoba, con la nostalgia a flor de piel, entendí que La Habana no es solo una ciudad, es un estado de ánimo que te atrapa y te deja ir, pero que nunca te olvida.
Sigamos defendiendo la Revolución
Peluquería al aire libre en La Habana Vieja
Al final, cuando volví a Argentina después de aquellos días en Cuba, la isla se quedó dentro de mí como una canción que sigue sonando en la cabeza, aunque ya no estemos cerca de su melodía. La relación entre Cuba y Argentina, a pesar de no estar escrita en los periódicos, se siente en el aire. Los cubanos tienen un cariño casi entrañable por los argentinos, y entre ellos, Guillermo Francella es una especie de ídolo local, alguien que conecta de una manera absurda con su humor tan argentino. Pero más allá de los chistes, fue la amabilidad, la cordialidad y el respeto lo que me marcó. En una isla con tanto por dar y tan poco a veces para recibir, el calor humano es el verdadero tesoro, como la familia de Yunia y Miguel, quienes me hicieron sentir parte de su vida, sin más. Incluso me recomendaron lugares donde dormir en otras ciudades, sin pedir nada a cambio, un gesto simple pero tan profundo que me dejó claro que en Cuba la generosidad no tiene fronteras. A veces, el cambio entre las monedas se volvía una especie de adivinanza, un código de dos tipos de cambio que, aunque explicable en su contexto, también me recordaba lo compleja que es la vida bajo un sistema económico que se ve dividido, partido, en fragmentos difíciles de entender. Y todo eso, enmarcado por el bloqueo estadounidense, que como un monstruo invisible y tan real, hace que los cubanos no puedan disfrutar de cosas tan simples como productos comerciales que para nosotros son cotidianos. Las sombras de esa imposibilidad se extienden más allá de los mercados, por supuesto, llegando a las calles. La prostitución infantil, esa triste realidad escondida entre sonrisas y músicas, es un precio que las niñas, y a veces las familias, tienen que pagar por sobrevivir. Y en los altos niveles de poder, la corrupción sigue siendo una herida abierta, oculta bajo discursos grandilocuentes, pero siempre presente en las decisiones que afectan al pueblo. Pero Cuba, como todo país, tiene su propia mezcla de pros y contras. Los comités de la Revolución, por ejemplo, tienen un poder innegable, pero también un peso que puede volverse opresivo, como una cadena invisible que sujeta tanto como libera. Al final, Cuba es una isla de contrastes, de luces y sombras, de sonrisas brillantes y desilusiones calladas. En cada rincón hay algo que te hace sonreír, pero también algo que te hace pensar. Y así, mi paso por Cuba fue un collage de todo eso: un viaje que, aunque breve, dejó huella en mí, porque en cada calle, en cada rostro, sentí que la isla no me estaba mostrando solo lo que quería enseñar, sino también lo que preferiría ocultar. Y esa contradicción, esa mezcla de belleza y dolor, es lo que la hace tan fascinante, tan humana.
Después de una semana en La Habana, con la alegría del casamiento pendiente, emprendí el viaje hacia Pinar del Río, directo a Viñales. Utilicé el transporte de Via Azul, un bus turístico que, aunque no fue la opción más cómoda, me parecía práctico para moverme por la isla sin complicaciones. Ya había comprado los pasajes y organizado el itinerario, algo que no volvería a hacer, porque a veces lo imprevisible es lo que le da sabor al viaje. Llegué alrededor de las dos de la tarde, con un calor que me abrazaba. En el estacionamiento del autobús, me encontré con una escena atípica: unas 50 personas, con carteles hechos de cartón de cajas usadas, competían entre sí para llegar primero a los turistas que veníamos en el bus. Cada uno trataba de ofrecer alojamiento a un precio de cinco dólares la noche, y todos parecían querer ser los primeros en llamar nuestra atención, moviendo los carteles frenéticamente, como si se tratara de una competencia para ver quién lograba ganar al visitante. Para un pueblo como Viñales, calmo y tranquilo, esa cantidad de gente, y esa forma tan desordenada de competir, resultaba un espectáculo extraño.
Después de dejar atrás el bullicio del estacionamiento y los carteles agitados, llegué a la casa de León, tal como me sugirió Mari. Al llegar, me recibió un hombre tranquilo, con una mirada serena y una sonrisa que se estiraba como un puente, entre la calidez y la franqueza. “No tengo espacio”, me dijo, con una sencillez que hizo desaparecer cualquier incomodidad. No hizo falta más explicación; el gesto ya decía todo. Y en ese instante, con la misma naturalidad con la que me había recibido, me recomendó ir a la casa de Mireya. Después de un par de minutos en los que mis pensamientos aún flotaban alrededor del desconcierto, me dirige a la casa recomendada, un giro inesperado en mi recorrido pero que, como todo en Cuba, parecía inevitable. La oferta de alojamiento no solo cumplía con lo prometido, sino que me ofreció algo que no había anticipado: la calidez de un gesto simple pero generoso. Mireya me condujo a una habitación privada que, más allá de su modestia, ofrecía un respiro delicioso en medio de la canícula. El aire acondicionado, que no era más que una bendición en esa tarde abrasante, me regaló una tregua, como si me hubiera transportado a otro mundo. Como si no fuera suficiente, en un giro de amabilidad, me entregó una bicicleta. No la vendía, no la alquilaba, simplemente me la prestaba, con la naturalidad de quien no espera más que una sonrisa a cambio
Con la bicicleta prestada, comencé mi recorrido hacia el Mural de la Prehistoria. No era solo un destino, sino un trayecto que prometía conexión, silencio y paisaje. La distancia no me parecía una carga; en lugar de eso, cada pedalada me sumergía en un mundo que se revelaba lentamente, como si fuera un secreto que Viñales solo compartiera con quien se atreviera a recorrerlo a su ritmo. El calor seguía insistente, pero la bicicleta, ligera y sin pretensiones, se convertía en el vehículo perfecto para entender el paso del tiempo en ese lugar. Unos kilómetros más tarde, en una curva de la ruta, vi una casa sencilla, de las que se hacen invisibles para el viajero que va con prisas. Pedí agua, algo que había olvidado llevar en cantidad. La mujer que estaba en la casa, sin muchas palabras, me ofreció un vaso bien lleno. Fue un gesto tan simple y directo, que me hizo pensar en cuántas veces los detalles más pequeños son los que realmente marcan la diferencia.
Mural prehistórico en Viñales: pintura rupestre en las paredes de mogotes
Calle típica de Viñales: ambiente rural con casas y vegetación
A medida que me acercaba al destino, el Mural de la Prehistoria se iba revelando ante mí como un espejismo de colores, con sus enormes figuras de cavernícolas y animales prehistóricos, tan fuera de lugar en ese entorno natural, pero al mismo tiempo tan apegadas a la esencia misma de Cuba. La montaña que lo albergaba parecía contar historias de tiempos remotos, como si los mogotes, que dominaban el paisaje, fuesen los verdaderos custodios de la memoria de la isla.
El mural en sí era una mezcla de arte ingenuo y feroz, donde los pinceles habían dibujado no solo una historia, sino la propia lucha de los cubanos por existir, por definirse y por resistir. Cada trazo de pintura parecía llevar consigo un mensaje inquebrantable de permanencia, como si la tierra misma estuviera grabando su propia narrativa para que el viento, el sol y la lluvia la mantuvieran viva. Sentí que al mirarlo no solo estaba ante un mural de colores, sino ante un trozo de historia hecho arte, un reflejo de la isla misma, con sus contradicciones y su belleza.
Después de pasar un buen rato contemplando el mural, una sensación de satisfacción me invadió. No solo había llegado al destino, sino que había vivido el viaje. Viñales, con su sol implacable y sus paisajes serenos, se había metido en mi piel. Lo entendí de alguna manera que no esperaba: la isla no te la dan hecha, te la tienes que ganar a golpe de pedal, de observación, de interacción.
Cuando volví sobre mis pasos, sentí que el regreso era tan importante como la llegada. Viñales había dejado de ser solo un lugar al que llegué, se había convertido en un espacio que había sido, de alguna forma, parte de mí. La bicicleta me devolvía a Mireya y a la casa que me había recibido, con su simpleza que, sin quererlo, había puesto todo en perspectiva.
Casa tradicional de Viñales junto a los mogotes
Detalle del mural prehistórico de Viñales: arte primitivo en rocas naturales
Después de una ducha que fue casi un ritual de purificación después del calor y el polvo de Viñales, Mireya, con su habitual amabilidad, me preparó una sopa de frijoles que, en ese momento, se convirtió en el mejor manjar que había probado en mi vida. Era una sopa espesa, llena de sabor, con los frijoles perfectamente cocidos, acompañada de un toque secreto que no me atrevía a preguntar, pero que me daba la sensación de estar saboreando la esencia misma de la region.
Y después, vino lo típico: un pollo al estilo cubano con arroz, ese arroz que, por alguna razón, sabe distinto cuando se come en la isla. No era solo el condimento, ni la sazón; era el tiempo, el aire, el lugar. Una combinación perfecta de ingredientes sencillos, pero hechos con un amor que trascendía lo culinario. Mireya me preparó todo para cenar afuera, solo, ya que era el único huésped, pero antes de acomodarme, le pedí si podía compartir la cena con ellos. Y ahí fue donde todo cobró vida. Al poco rato, la casa se llenó de risas, voces, platos, cubiertos y un buen par de historias.
Después de la cena, en la que me sentí, por un instante, como uno más de esa familia, me ofrecí a colaborar con la gigantesca tarea de lavar semejante cantidad de platos, vasos, cubiertos y toda la artillería que esa generosa señora utilizo para cocinar para no quince, sino ya dieciséis bocas hambrientas.
Y luego, ya con la noche encima, Juan, el esposo de Mireya, me invitó a sentarme con él a charlar. Juan debía rondar los 70 largos, con la mirada firme de quien ha vivido más de lo que sus años parecen indicar. Su rostro, surcado por las arrugas de una vida llena de historias, tenía la dureza de quien ha visto demasiado, pero también la suavidad de quien tiene un profundo amor por su país. Era un hombre de carácter fuerte, especialmente cuando hablaba de la revolución. De hecho, era un ferviente admirador del Che, y al enterarse de que yo era argentino, su disposición a contarme anécdotas sobre aquellos tiempos gloriosos de la lucha en contra de la dictadura fue inmediata. “El Che no era solo un hombre, era un símbolo, un camino hacia la libertad”, me decía mientras tomábamos una cerveza fría, la cual, a esa hora, caía perfecta con la cálida brisa nocturna. Y entre risas, recuerdos y largas charlas, Juan compartió detalles de aquellos días, de las luchas, de la esperanza en las calles cubanas. "Cuba no se arrodilla, hijo", "Nosotros luchamos por la dignidad, y la dignidad no se negocia" repitió en varias oportunidades, eufórico.
Y entre risas, recuerdos y largas charlas, Juan compartió detalles de aquellos días, de las luchas, de la esperanza en las calles cubanas. "Cuba no se arrodilla, hijo", "Nosotros luchamos por la dignidad, y la dignidad no se negocia" repitió en varias oportunidades, eufórico. Sus palabras, firmes, calaban hondo. La vida de Juan estaba marcada por una lucha constante y una absoluta empatía hacia los mas humildes.
Nos sentamos hasta altas horas de la noche, compartiendo esa cerveza, esa charla, y esa Cuba tan diferente de la que muchos perciben desde fuera. Fue una de esas noches que no se olvidan fácilmente. Al final, me retiré, agradecido por todo lo vivido, y me preparé para el siguiente día: mi excursión a Cayo Jutías, para disfrutar de la playa y descansar del torbellino de sensaciones que había sido esa jornada.
Bar en Viñales con mural de Cayo Jutíass
Playa virgen de Cayo Jutías: arena blanca y aguas cristalinas sin turistas
El amanecer de mi último día en Viñales trajo consigo una quietud que predecía lo que vendría. Dejé atrás las rutas de tierra y me uní a una pareja de alemanes, con quienes compartí un viaje en auto hacia Cayo Jutías. A medida que avanzábamos por el camino, la selva tropical cubana se desplegaba como un lienzo en movimiento, con la fronda espesa de las montañas a mis espaldas y el horizonte despejándose con cada kilómetro recorrido. Al llegar, la playa me recibió en su desnudez más auténtica: sin la ostentación de resorts ni el ruido del turismo masivo. Solo el murmullo constante del mar y el sol, que se posaba con la serenidad de un día sin prisa, daban el tono a la escena. La arena fina y casi blanca se desvanecía lentamente en las aguas cristalinas, como si el mar, en su inalcanzable belleza, deseara quedar en paz consigo mismo.
Al caer la tarde, ya sabiendo que al día siguiente tomaría el bus hacia Trinidad, me dirigí de vuelta a Viñales. Cayo Jutías había sido una buena pausa, un lugar tranquilo donde pasar el día, pero ya no quedaba mucho por hacer allí. Regresé a la casa de Mireya, que me recibió como siempre, sin alardes, pero con la amabilidad que la caracterizaba. Aunque no fue un gran final ni un cierre espectacular, el día en la playa me dejó con la sensación de que el viaje había sido completo en su sencillez. Al día siguiente, con la mochila preparada, me despedí de Viñales y me subí al bus que me llevaría a esa nueva colorida ciudad nombrada Patrimonio Nacional de la Unesco.
Llegué a Cienfuegos con la misma calma que ofrece el transporte de Viazul, esa forma de trasladarse que no tiene prisa por llegar, como la ciudad misma. Mi primera experiencia en un hostel no fue diferente. El dueño, un italiano que había decidido hacer de Cuba su hogar, compartía el espacio con su familia y con un par de chicas cubanas que se encargaban de la limpieza y la cocina. Todos ellos se movían con la misma tranquilidad. Las conversaciones fluían, como si el tiempo se tomara un descanso, y durante una de esas charlas, me hablaron de una telenovela brasileña que estaban viendo: "Escrava Isaura". Recordé que en Argentina, muchos años atrás, también había sido un fenómeno, y me llamó la atención cómo ese pedazo de televisión, de un Brasil distante, seguía siendo un punto de encuentro. Cuba, con sus limitadas opciones televisivas, sigue sosteniendo en su programación lo que tiene: pocos canales, todos controlados por el Estado, que imponen su propia narrativa. La televisión cubana, casi sin competencia, es una voz que todo lo controla, que parece seguir el ritmo de un pasado que no se ha desvanecido.
Cienfuegos, sin embargo, no está tan anclada en los recuerdos de su tiempo como la televisión en Cuba. La ciudad tiene la particularidad de ser una encrucijada entre lo histórico y lo moderno, pero no de la forma en que los turistas la ven a menudo. Al caminar por sus calles, se percibe la presencia de José Martí, ese hijo del pueblo que marcó la vida del país desde su niñez. Aunque Martí nació en La Habana, Cienfuegos es la ciudad que le vio crecer, y su huella está en los parques, en los monumentos, en la Plaza José Martí, siempre presente en las voces de los habitantes. Cienfuegos no es solo un pueblo que guarda museos o placas conmemorativas, es un lugar en el que se vive la historia, no solo como una curiosidad, sino como una necesidad de ser recordada, de ser vivida.
Calle típica de Cienfuegos: arquitectura colonial y vida cotidiana cubana
Cartel de bienvenida a Cienfuegos junto a la bahía
Uno de los lugares más representativos es el Palacio de Valle, cuya mezcla de estilos arquitectónicos es una manifestación de la idiosincrasia local: un crisol de influencias extranjeras, una herencia visible que ha sabido adaptarse a lo cubano. El Teatro Tomás Terry, con su estructura imponente, es otro de esos lugares que representan una era pasada, pero no está atrapado en el tiempo. Aún es escenario de representaciones, de encuentros que ponen en evidencia que la ciudad, aunque no se olvida de su historia, también se proyecta al futuro.
Cerca de la ciudad, la playa Rancho Luna ofrece un respiro distinto. Lejos del ruido de las playas más masificadas, su calma es absoluta. Aunque la presencia de turistas no pasa desapercibida, el lugar mantiene esa tranquilidad que la distingue. El agua clara y el paisaje intacto proporcionan el espacio ideal para desconectar, para sentir que el tiempo, aquí, es más flexible, menos agobiante.
Ateneo de Cienfuegos
Playa cerca de Cienfuegos: arena dorada y aguas del Caribe
Cienfuegos no intenta deslumbrar, pero ofrece una experiencia que no necesita ser forzada. Al recorrerla, uno se da cuenta de que no es necesario imponerle ninguna idea preconcebida. Lejos de los destinos saturados de turistas y lugares típicos, la ciudad se revela en sus matices: la serenidad de sus edificios, el sosiego de sus plazas, la huella de su historia palpable en cada rincón. Aunque algunos museos que visité parecieron seguir fórmulas gastadas, lo que realmente marcó la diferencia fue el simple acto de caminar por sus calles. No es un lugar que deje una impresión inmediata por su magnitud, pero tiene una capacidad única de quedarse con uno, no por su grandiosidad, sino por su forma de estar, sin exigencias ni estridencias.
Mi paso por Cienfuegos fue fugaz. Llegué con la idea de conocerla más, pero pronto me vi regresando a La Habana, donde el casamiento de Yunia y Miguel me esperaba. Sin embargo, la ciudad dejó en mí una sensación de calma, como si su pulso tuviera una cadencia propia, sin necesidad de acelerarse para hacerse notar. Al partir, me di cuenta de que lo que me había quedado no era la ciudad en sí, sino su forma de habitar el tiempo: sin exigencias, sin falsas pretensiones, apenas existiendo en su propio ritmo, sin necesidad de probar nada a nadie.