Para los mayas, el cosmos no era un escenario distante, sino una red donde cada gesto humano podía alterar el equilibrio. El universo se sostenía en tres planos inseparables: el cielo con sus dioses solares y lunares, la tierra donde se libraban las cosechas y las guerras, y el Xibalbá, un inframundo al que todo ser debía descender antes de renacer. Estos planos no eran metáforas: eran territorios tangibles, recorridos cada día en rituales y sueños.
En las montañas de Totonicapán aún se encienden hogueras de copal al amanecer para pedir lluvias. El humo no solo asciende: abre una grieta en el cielo que conecta al campesino con los dioses. Así funcionaba toda la cosmovisión: una red de intercambios permanentes donde nada estaba separado de lo sagrado.
El panteón maya no era una colección de figuras lejanas, sino presencias inmediatas. Itzamná, el anciano creador, no solo habitaba los cielos: era consultado en códices y plegarias para sanar enfermedades o guiar decisiones políticas. Kukulcán, la serpiente emplumada, aparecía en los equinoccios proyectando su cuerpo de luz sobre la pirámide de Chichén Itzá, recordando que los dioses podían descender a la tierra en cualquier momento.
Chaac, señor de la lluvia, era invocado en ceremonias donde los sacerdotes se perforaban la lengua para ofrecer sangre. Cada gota caía como metáfora de las lluvias que alimentarían al maíz. Ix Chel, diosa lunar y patrona de las mujeres, era la fuerza que acompañaba partos y cosechas, pero también podía traer tormentas si era ofendida.
El Popol Vuh, texto fundacional de los k’iche’, narra la gesta de los héroes gemelos Hunahpú y Xbalanqué. Su descenso al Xibalbá no es solo mito: es un manual de resistencia. Vencieron a los señores de la muerte con astucia y juego, recordando que la vida se abre paso incluso en los reinos más oscuros.
El tiempo, para los mayas, era circular. El Tzolk’in, calendario de 260 días, marcaba los ritmos sagrados de la siembra y la guerra. Cada día tenía nombre, energía y un dios que lo regía. El Haab’, de 365 días, regulaba las estaciones y la agricultura. La Cuenta Larga permitía registrar eras completas, extendiéndose miles de años hacia atrás y hacia adelante.
Estos calendarios no eran abstracciones. En cada mercado, las parteras sabían qué días eran propicios para traer al mundo un hijo; los sacerdotes, qué momento elegir para iniciar un viaje. Hasta los reyes justificaban su poder mostrando que habían nacido bajo fechas cargadas de augurios favorables. El tiempo, en este mundo, era tejido y respirado, no simplemente contado.
El ritual era la forma en que los mayas sostenían el universo. En Pascual Abaj, cerca de Chichicastenango, todavía se encienden hogueras frente a ídolos ennegrecidos por siglos de humo. Allí se ofrecen gallinas, aguardiente y velas de colores, cada una con un significado: negro para la muerte, verde para la cosecha, rojo para la protección.
En la antigüedad, las ceremonias podían incluir sacrificios humanos. La sangre no era vista como castigo, sino como energía vital que alimentaba a los dioses. Los cautivos de guerra o los jugadores derrotados en el juego de pelota eran entregados como ofrenda suprema. Este intercambio, brutal a nuestros ojos, garantizaba la continuidad del cosmos. La vida del individuo era concebida como parte de un ciclo mayor, destinado a renovarse a través del sacrificio.
No todos los sacrificios eran sangrientos. El cacao, el copal y el maíz eran también monedas sagradas. Al ofrendar estos elementos, los mayas recordaban que lo divino podía ser invocado con lo mismo que sostenía la vida cotidiana.
La llegada de los conquistadores intentó borrar estas prácticas, sustituyendo templos por iglesias y dioses por santos cristianos. Sin embargo, la cosmovisión maya nunca desapareció: se ocultó en rituales domésticos, en fiestas patronales disfrazadas de católicas, en rezos que aún mezclan el Padre Nuestro con invocaciones a Ix Chel y Chaac.
Hoy, en los mercados, los curanderos siguen leyendo el destino en granos de maíz; en las montañas, los *ajq’ijab’* (guías espirituales) calculan los días propicios según el Tzolk’in. La religión maya no es ruina ni folclore: es un sistema vivo, en constante negociación con el turismo, la globalización y la fe impuesta.
En un mundo que se acelera, la herencia maya recuerda algo esencial: que la vida está hecha de ciclos, que la naturaleza exige respeto y que el fuego, la sangre y el maíz siguen siendo lenguajes que nos conectan con lo eterno.