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Cruzar a Kazajistán es como cambiar de frecuencia. Una ciudad moderna podía esperarse; lo que no se espera es el silencio tenso del aeropuerto, los pasillos amplios donde nadie parece tener apuro y la mezcla extraña entre rigidez oficial y amabilidad espontánea. No es un país que se presente con gestos suaves: se manifiesta como un contraste inmediato.
Almaty aparece primero como un mapa limpio: avenidas anchas, árboles alineados, montañas que recortan el horizonte. Pero basta caminar un par de cuadras para que la geometría se desarme. Puestos de fruta que ocupan la vereda, jubilados jugando al ajedrez en silencio, estudiantes que alternan ruso, kazajo e inglés sin esfuerzo. La ciudad tiene una forma particular de convivir con lo inesperado: no lo explica, lo incorpora.
Fuera del centro, el ritmo cambia. Los mercados revelan otra cara: vendedores que pesan cerezas con una rapidez impecable, señoras que te miran como midiendo de qué frontera venís, aromas que saltan del pan casero al shashlik sin transición. En los barrios periféricos, la vida parece avanzar con una calma desligada del mundo. No hay ansiedad turística ni vidrieras pensadas para extranjeros; cada escena responde a una lógica propia.
Kazajistán se entiende mejor así: a partir de gestos breves. Una duda en la mirada de un policía, una mano que se adelanta para ayudarte sin pedir nada, una conversación que empieza con desconfianza y termina con invitaciones. No es un país uniforme ni busca serlo. Se mueve en un equilibrio extraño entre distancia y cercanía, entre formalidad rígida y hospitalidad directa.
Lo que sigue no es una fórmula para descifrarlo. Es solo el registro de cómo ese equilibrio empezó a revelarse desde el primer día, mientras la ciudad se dejaba ver sin prisa y sin necesidad de explicarse.
Leer Historia de KazajistánCapital: Astana (anteriormente Nur-Sultan)
Población: 19,500,000 aprox. (2025, 63º en el mundo)
Idiomas: Kazajo (oficial), Ruso (ampliamente hablado)
Superficie: 2,724,900 km² (9º país más grande del mundo)
Moneda: Tenge kazajo (KZT), 1 USD ≈ 490 KZT (aproximadamente, puede variar)
Religión: Principalmente Islam sunita (70%), cristianismo ortodoxo (26%), y otras religiones minoritarias.
Alfabetismo: 99%
Educación y sanidad: Sistemas públicos con cobertura amplia, educación obligatoria y acceso general a atención médica en ciudades principales.
Trabajo: La tasa de desempleo ronda el 4-5%, con concentración de empleo en petróleo, gas, minería y servicios. La emigración hacia Rusia y Europa es moderada.
Deporte más popular: Fútbol y Bandy (deporte nacional, hockey sobre hielo tradicional)
Seguridad: Kazajistán es relativamente seguro; se recomienda precaución en áreas rurales remotas y en ciudades grandes por tráfico intenso.
Clima: Continental extremo, con veranos cálidos (hasta 30°C) e inviernos muy fríos (hasta -20°C o menos).
Geografía: Dominada por estepas, montañas (Tian Shan), desiertos (como el desierto de Kyzylkum) y lagos (Mar de Aral, Lago Balkhash).
La gastronomía kazaja refleja su herencia nómada y la influencia de los vecinos de Asia Central, Rusia y Mongolia. Es rica en carnes, lácteos fermentados y cereales.
Platos emblemáticos:
Beshbarmak: Plato nacional hecho con carne hervida (generalmente cordero o caballo) y fideos anchos, servido con cebolla y caldo. Se come tradicionalmente con las manos.
Kazy: Salchicha de caballo curada, típica en festividades y reuniones familiares.
Baursaki: Bolitas de masa frita, consumidas como acompañamiento o postre. Muy populares en ceremonias tradicionales.
Kurt: Queso seco fermentado, muy salado, consumido como snack energético por pastores nómadas.
Los ciudadanos argentinos no requieren visa para estancias de hasta 30 días en Kazajistán.
Requisitos reales para ingresar:
Información práctica:
Fuente oficial: Ministerio de Relaciones Exteriores de Kazajistán
Almaty - Precios de referencia:
- Hostales (habitación compartida): 10 USD por noche
- Hostales (habitación privada): 15-25 USD por noche
- Hoteles 3*: 30-50 USD por noche
- Hoteles 4-5*: 60-120 USD por noche
Otras ciudades importantes:
- Astana: precios similares a Almaty, ligeramente más altos en zona céntrica
- Shymkent: opciones más económicas, 20-40% menos que Almaty
- Aktau: precios variables según temporada costera
Experiencias únicas:
- Yurtas tradicionales en parques nacionales (20-40 USD/noche)
- Guesthouses familiares en zonas rurales (15-25 USD/noche)
- Alojamiento en aldeas cerca de montañas (10-20 USD/noche)
Nota importante: Los precios pueden variar según temporada. Temporada alta (junio-agosto) incrementa costos en zonas turísticas. Fuera de Almaty se encuentra mejor relación precio-calidad.
Kazajistán tiene un sistema de transporte interurbano confiable basado en autobuses y trenes. Las distancias entre ciudades son grandes, por lo que los trayectos suelen ser largos, pero los servicios son seguros y asequibles. Los recorridos entre Almaty, Astana y Shymkent son los más frecuentes y mejor conectados.
• Metro: 80 KZT (≈0.18 USD) por trayecto, limpio y eficiente
• Autobuses: 150 KZT (≈0.34 USD) por recorrido
• Trolebuses: 150 KZT (≈0.34 USD)
• Taxis: Yandex Taxi es la aplicación más usada. Viajes cortos: 500–1000 KZT (≈1–2 USD)
Consulta horarios y actualizaciones en el sitio oficial de transporte de Almaty: almatytransport.kz/en
La mejor época para visitar Kazajistán es de mayo a septiembre, cuando el clima es templado y seco. Es el momento ideal para recorrer las montañas del sur y del este, disfrutar de las estepas abiertas y explorar las ciudades con días largos y soleados.
En invierno (noviembre a marzo), el frío es intenso, sobre todo en el norte y centro, con temperaturas que pueden descender por debajo de −20 °C. Aun así, es una buena época para quienes buscan paisajes nevados y precios más bajos en alojamiento y transporte.
Las mejores condiciones para senderismo en zonas como Almaty o el lago Kaindy se dan entre junio y agosto, cuando los caminos de montaña están completamente accesibles.
Telefonía móvil:
Principales operadoras: Beeline, Kcell y Tele2.
Las SIM pueden comprarse en aeropuertos, centros comerciales y kioscos con pasaporte.
Los planes básicos cuestan desde 3–5 USD e incluyen datos móviles.
La cobertura es excelente en ciudades y carreteras principales, aunque limitada en zonas rurales.
Dinero:
La moneda local es el Tenge kazajo (KZT).
Las tarjetas de crédito son ampliamente aceptadas en zonas urbanas, pero conviene llevar algo de efectivo para mercados o pueblos pequeños.
Hay cajeros automáticos (ATM) en la mayoría de las ciudades; fuera de ellas, pueden escasear.
Pagos y comisiones:
Comprueba los cargos de tu banco al usar cajeros extranjeros.
La aplicación local Kaspi.kz es muy popular para pagos y transferencias móviles.
Comercios:
En supermercados y tiendas los precios son fijos, mientras que en mercados turísticos es común negociar.
Los kazajos suelen ser amables y directos; siempre pregunta el precio antes de comprar.
Otros datos útiles:
Enchufes tipo C y F (220V), mismo estándar que en Europa continental.
El idioma oficial es el kazajo, pero el ruso se usa ampliamente; en las ciudades turísticas, muchos jóvenes hablan inglés básico.
Los horarios comerciales habituales son de 10:00 a 20:00.
Explora Kazajistán con esta guía práctica. Selecciona Almaty para ver sus lugares clave:
Me fui de Almaty una semana después de llegar. No porque hubiera agotado la ciudad, sino porque esa experiencia con Zanarkhan y su familia había resuelto algo que ni siquiera sabía que estaba buscando. Cuando subí al bus hacia la frontera con Kirguistán, el paisaje por la ventana era el mismo que había visto al llegar: bloques de departamentos, calles anchas, las montañas Tian Shan cerrando el horizonte sur. Pero ya no lo miraba igual.
Pasé esa semana tratando de ubicar a Kazajistán en algún mapa mental que tuviera sentido. No funcionó. El país está demasiado lejos de cualquier referencia: ni Medio Oriente ni Asia profunda ni Rusia, aunque el ruso suene en cada conversación. Noveno país más grande del mundo, uno de los más vacíos. Estepa interminable, ciudades que parecen armadas para durar poco. Almaty dejó de ser capital hace casi treinta años pero sigue siendo donde pasa la vida real: los jóvenes estudiando, los negocios moviéndose, lo soviético y lo kazajo chocando sin resolverse. Esa contradicción está en todo. En cómo hablan los viejos del pasado sin nostalgia pero sin rechazo. En cómo los edificios nuevos trepan entre bloques grises. En cómo el kazajo suena cada vez más fuerte pero el ruso sigue dominando.
Zanarkhan me invitó a su casa sin conocerme. Después decidió que quería ver los lagos y el canyon, y que lo haría conmigo. No había lógica turística ahí, ni cálculo económico. Solo una forma de entender la hospitalidad que sobrevivió a todo: imperios, sistemas políticos, décadas de cambios violentos. Esa forma todavía existe. Funciona sin preguntas, sin expectativas, sin contratos implícitos.
La burocracia sigue siendo hostil. Los precios cambian según quién pregunta. Las distancias obligan a negociar con la geografía cada vez que querés moverte. Pero si uno acepta que el país tiene su propio ritmo y deja de exigirle que se adapte, entonces aparece lo otro: gente que comparte su fin de semana, su comida, su camioneta nueva. Gente que te despide con un apretón de manos y te desea suerte sabiendo que no van a volver a verte. Kazajistán no es un país fácil de querer, pero cuando decide dejarte entrar, lo hace sin condiciones.
El aeropuerto de Almaty no ofrece preludio. Es un pasillo largo, luces blancas, silencio espeso y un control migratorio donde la cordialidad parece haber sido borrada del manual. El oficial que me atendió no saludó, no miró, no escuchó: solo gritó un par de órdenes, estampó el sello con violencia innecesaria y me señaló la salida. Ni siquiera era hostilidad; era una mezcla de apatía y poder mal ejercido. Seguí sin abrir la boca. A esos tipos no se les discute nada.
A diez metros, la escena opuesta: un hombre que regresaba de Canadá, valija grande y ojos cansados, me vio intentando pelear con el cajero y con la falta de señal. Preguntó de dónde venía, me ofreció su taxi y me dejó a un par de cuadras de mi hostal. Así, en menos de una hora, Kazajistán ya mostraba su patrón: rigidez institucional y humanidad espontánea conviviendo sin necesidad de justificarse.
Encontrar el hospedaje llevó más tiempo del esperado. Las coordenadas estaban mal, las numeraciones no seguían un criterio claro y la ciudad tiene esa geometría soviética que parece fácil en el mapa y desconcertante en el terreno. Bloques de departamentos idénticos, calles anchas sin alma, árboles que compensaban la dureza del hormigón con sombras generosas. Todo era funcional, masivo, eficiente de una forma que borraba cualquier intención estética. Caminé veinte minutos arrastrando la mochila hasta dar con el lugar.
Cuando finalmente llegué, conocí a Nicola, un serbio que venía recorriendo Medio Oriente y Asia Central en moto. Hablamos largo. Sus relatos sobre Afganistán parecían exagerados, pero más adelante terminarían funcionando como advertencia involuntaria. Con él entendí que Almaty no era un destino para tachar en una lista, sino un punto de encuentro para historias que habían empezado antes y seguirían después.
Salí a caminar esa tarde. La ciudad se ofrecía ordenada pero sin ningún intento de seducción. Avenidas amplias donde los autos circulaban rápido, parques soviéticos con bancos de metal oxidado, cafés llenos de jóvenes que mezclaban ruso, kazajo e inglés con naturalidad. Todo funcionaba, pero nada parecía diseñado para visitantes. No había ansiedad turística ni vitrinas estratégicas. Las cosas eran como eran y punto.
Pasé por el Panfilov Park, donde los árboles viejos daban una sombra densa y los jubilados jugaban al ajedrez sin levantar la vista. Al fondo, la catedral ortodoxa de Zenkov se levantaba pintada de colores imposibles: amarillo, verde, celeste. Toda de madera, sin un solo clavo, construida hace más de un siglo cuando Almaty todavía era Verniy y el imperio ruso empujaba sus fronteras hacia el sur. La estructura parecía frágil pero había sobrevivido terremotos que habían tirado la mitad de la ciudad. Entré. El interior olía a incienso y cera. Había viejas rezando en silencio, turistas sacando fotos sin permiso, y una luz dorada que entraba por las ventanas altas.
Después caminé hacia el Zeleny Bazar, el mercado verde. Ahí la ciudad mostraba otra cara: puestos de frutas apiladas con precisión geométrica, mujeres vendiendo quesos y embutidos que cortaban con cuchillos enormes, hombres gritando precios en kazajo. Olía a especias, a carne cruda, a pan recién horneado. Compré cerezas. La vendedora las pesó con una balanza oxidada, me cobró en tenge y me dio el cambio sin sonreír. Todo era rápido, funcional, sin ceremonias.
Y después estaban las montañas. Omnipresentes, inevitables, cerrando el horizonte sur con una muralla blanca que cambiaba el peso del aire. Los Tian Shan no se esconden: te acompañan en cada esquina, recordándote que la ciudad es solo un paréntesis entre la estepa y la cordillera. Esa geografía lo explica todo. Almaty es provisional. Fue capital hasta que dejó de serlo, es soviética hasta que deja de parecerlo, es asiática hasta que el ruso la interrumpe. Nada aquí pide permanencia.
El giro del viaje apareció en un taxi compartido que pedí para llegar a un couchsurfing. La puerta se abrió y una mujer me recibió con un "welcome to Kazakhstan" que sonó directo, sin formalidad decorativa. Zanarkhan era maestra de inglés, su marido carpintero, su hijo vivía en Astaná y su hija acababa de terminar la universidad. Hablaba con calma. Sin exagerar, sin adornar. Pero cada frase venía cargada de orgullo por su familia.
Me preguntó qué quería ver. Le mencioné Kolsai, Kaindy y el Charyn Canyon. También le dije que los tours eran impagables y que el transporte público no servía. Tal vez intentaría hacer dedo. Me escuchó de principio a fin sin interrumpir. Y después dijo algo que cambió todo:
—Nunca fui a esos lugares. Quiero ir. Voy a hablar con mi marido y mi hija. Si podemos, vamos el fin de semana. Te aviso.
Antes hubiera sospechado. Ahora no. Cinco años en ruta alcanzan para entender que la hospitalidad no es un fenómeno raro: es parte del mundo, solo que en algunos lugares la gente la ejerce sin miedo. Lo único que hice fue asentir y pasarle mi contacto.
La Catedral de Kazajistán en Almaty, una joya arquitectónica que resalta por sus colores y su historia.
Dos noches después, mientras tomábamos cervezas con viajeros del hostal y caminábamos entre bares donde la música se desordenaba en las veredas, me llegó el mensaje:
—Mañana a las seis pasamos por vos.
Lo leí dos veces. No había nada extraordinario en las palabras, pero algo se movió adentro. No era incredulidad ni sorpresa. Era algo más simple: la confirmación de que todavía había gente dispuesta a cambiar su fin de semana por alguien a quien apenas conocían. Respondí que ahí estaría. Dormí mal esa noche, no por nervios, sino porque la cabeza no paraba de recalcular lo que venía.
A las seis estaba en la calle. La camioneta llegó puntual. Era nueva, recién comprada, un regalo para Aisha por haberse graduado. Todavía tenía olor a tapizado sin estrenar y los asientos crujían con cada movimiento. Zanarkhan iba adelante, su marido Nurlan en el asiento del acompañante, y su hija Aisha al volante. Tenía veintitrés años, acababa de sacar la licencia y estaba aprendiendo a manejar en ciudad. Me saludó tímida, casi disculpándose por la inexperiencia. Subí atrás con las mochilas y una bolsa de provisiones.
Salimos de Almaty cuando el sol todavía estaba bajo. La ciudad se terminaba rápido: un par de semáforos, edificios que perdían altura, y de golpe la ruta abierta, lisa, rodeada de estepa. Aisha manejaba despacio, concentrada, pero cada tanto Nurlan le gritaba indicaciones bruscas en kazajo. Ella se tensaba, corregía, volvía a dudar. A los cuarenta minutos frenó en la banquina, bajó las manos del volante y le pidió a su padre que siguiera él. No hubo discusión. Nurlan tomó el control sin dramatismo, Aisha se pasó atrás conmigo, y seguimos.
Desayunamos en una estación de servicio perdida entre la nada y más nada. Té negro hirviendo servido en vasos de vidrio sin asa, pan redondo y denso, manteca que había que raspar con el cuchillo, y kurt: bolitas duras de queso fermentado que Zanarkhan me ofreció con una advertencia:
—Es salado. Muy salado.
Lo probé. Tenía razón. Sabía a sal concentrada, a leche vieja, a algo que no estaba pensado para disfrutarse sino para durar. Ellos comían kurt como si fuera lo más normal del mundo. Yo mastiqué despacio, tratando de entender por qué alguien había decidido que eso era comida.
La ruta hacia Kolsai era larga. Tres horas de asfalto irregular, montañas que crecían a los costados, pueblos diminutos con casas de madera y techos de chapa. Hablamos de todo. Zanarkhan me preguntó si creía en Dios. Le dije que no, pero que respetaba a quienes sí. Ella asintió sin incomodarse. Me contó que eran musulmanes, pero que la religión en Kazajistán era tranquila, sin presiones. Nurlan intervino poco, pero cuando lo hizo fue para hablar de su trabajo: muebles hechos a mano, encargos que llegaban de boca en boca, clientes que pagaban tarde o nunca. Aisha escuchaba con auriculares puestos, pero cada tanto se los sacaba y preguntaba algo en inglés. Quería saber si viajaba solo por elección o por necesidad. Le dije que un poco de ambas. No pareció convencida.
A mitad de camino, Zanarkhan sacó un termo y volvió a servir té. Me ofreció pan con mermelada de mora que había preparado ella misma. El vidrio del frasco tenía etiqueta escrita a mano. Era dulce, espesa, con semillas que crujían entre los dientes. Comimos en silencio mientras el paisaje cambiaba: la estepa se volvía bosque, los árboles aparecían apretados, el aire se enfriaba.
Llegamos a Kolsai cerca del mediodía. El lago estaba ahí, quieto, rodeado de pinos y montañas que se reflejaban en un agua tan clara que parecía vidrio. El color era imposible: verde esmeralda en la orilla, azul profundo en el centro, casi negro donde la sombra de los árboles caía completa. No hacía frío, pero el viento bajaba desde las cumbres con un filo que cortaba la respiración.
Caminamos por el sendero que bordeaba la costa. Zanarkhan sacó fotos con su teléfono, Nurlan fumaba sentado en una piedra, Aisha caminó hasta la orilla y metió la mano en el agua. La sacó enseguida, riéndose. Estaba helada. Me senté al lado de Nurlan. No hablamos. Solo miramos el lago, el bosque, las montañas.
Cuando volvimos a la camioneta, Zanarkhan abrió otra bolsa. Había más pan, tomates, pepino, salchichas frías y un queso blanco que cortó en cubos irregulares. Almorzamos ahí nomás, parados junto al auto, usando el capó como mesa. Nurlan destapó una botella de kymyz, leche de yegua fermentada que olía agrio y sabía peor. Me pasaron un vaso. Lo tomé de un trago para no ofender. Ellos se rieron. Zanarkhan me dio agua para bajar el gusto.
Después fuimos al Charyn Canyon. El camino era largo, más de dos horas desde Kolsai, y la geografía cambiaba otra vez: el bosque desaparecía, la estepa volvía, seca, interminable, y de pronto la tierra se abría en un tajo gigante. El canyon aparecía sin aviso, una herida naranja y ocre cortando el paisaje como si alguien hubiera arrancado la superficie de un tirón.
Bajamos por un sendero empinado que serpenteaba entre formaciones rocosas altísimas, columnas naturales que parecían torres derretidas. El Valle de los Castillos, le decían. No era difícil entender por qué. Las paredes se levantaban treinta, cuarenta metros, esculpidas por el viento y el agua durante millones de años. El suelo era de arena roja. Hacía calor. Un calor seco que te sacaba el aire de los pulmones.
Caminamos una hora entre las formaciones. Zanarkhan se detenía cada tanto para sacar fotos. Nurlan caminaba adelante, explorando recovecos, metiéndose en grietas estrechas. Aisha y yo íbamos más despacio, hablando poco, dejando que el silencio del canyon llenara los espacios. Era un silencio físico, pesado, como si las piedras absorbieran cualquier ruido antes de que llegara lejos.
Al final del sendero había un río pequeño, casi seco, con agua que corría transparente entre las piedras. Nos sentamos en la sombra de una pared. Zanarkhan repartió lo que quedaba del pan y el queso. Comimos mirando las paredes del canyon cambiar de color con el sol. Naranja, rojo, casi púrpura cuando las sombras caían completas.
Queríamos ir a Kaindy, el lago con los árboles hundidos, pero el costo de la entrada era absurdo: más de lo que habíamos gastado en todo el día. Nurlan discutió con el guardia en kazajo, alzando la voz, señalando hacia mí como si yo fuera un argumento válido. No funcionó. Volvimos a la camioneta sin entrar.
—No importa —dijo Zanarkhan—. Ya vimos suficiente.
Tenía razón. Pero igual me quedé con la espina.
La vuelta fue larga. Paramos en un puesto al costado de la ruta. Vendían shashlik: brochetas de cordero asadas en carbón, grasosas, humeantes, servidas con cebolla cruda y más pan. Compramos seis. Las comimos parados bajo un árbol mientras el sol empezaba a bajar. La grasa me chorreaba por los dedos. Zanarkhan me pasó una servilleta. Nurlan pidió más té.
En el camino de regreso, Aisha me preguntó si no me cansaba de viajar solo. Le dije que a veces sí, pero que había aprendido a convivir con eso. Me preguntó si no extrañaba tener un lugar. Le dije que sí, pero que todavía no sabía cuál era ese lugar. Ella no respondió. Solo asintió, como si entendiera algo que yo todavía no terminaba de entender.
Llegamos a Almaty de noche. Las luces de la ciudad aparecieron de golpe, cortando la oscuridad de la estepa como una herida abierta. Me dejaron en el hostal. Intenté darles dinero. Zanarkhan lo rechazó. Nurlan aceptó algo para la gasolina, casi por obligación. Aisha me dio la mano y me deseó buena suerte. No supe qué decir. Les agradecí en ruso, mal, y me bajé.
Los vi alejarse por la calle vacía. La camioneta nueva, las luces traseras parpadeando, esa familia que había decidido compartir su primer viaje a esos lagos conmigo, un extraño que duró un día y después desapareció.
Al otro día dejé Almaty. No porque no quedara nada por ver, sino porque esa experiencia había cubierto todo lo que necesitaba para entender cómo funciona este país: a veces frío en la superficie, profundamente generoso cuando uno se detiene lo suficiente. Y siempre, siempre, con las montañas cerrando el horizonte como un recordatorio de que nada aquí es permanente.