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Kirguistán no tiene centro. Es un país que se arma y se desarma con las estaciones, como las yurtas que trepan a los valles cuando el invierno afloja y bajan cuando la nieve vuelve a cerrar los pasos. No hay capital que lo explique, no hay ciudad que lo contenga. Todo aquí obedece a una lógica más vieja que las fronteras: la del movimiento perpetuo, la de quienes nunca terminaron de detenerse. Viajar por Kirguistán es entender que el sedentarismo es una ilusión reciente, y que la vida todavía late en los campamentos de altura, donde las familias siguen el ritmo ancestral de la trashumancia.
Bishkek recibe con una promesa rota. Las calles están a medio armar, los edificios crecen sin plan aparente, y el tráfico mezcla autos con el volante a la derecha y a la izquierda, como si la ciudad no hubiera decidido todavía qué modelo copiar. Es caótica, inacabada, llena de una energía que no termina de cuajar en nada concreto. Pero Bishkek no es Kirguistán: es solo la puerta que hay que cruzar para llegar al país real. Detrás de esa fachada provisoria, las montañas esperan con una paciencia geológica. Los Tian Shan no necesitan anunciarse; están ahí, cerrando el horizonte, recordando que todo lo importante sucede arriba.
El nomadismo kirguís no es folklore. Es una estructura viva que se repite cada verano en los valles de altura. En Song Kul, las yurtas se levantan como constelaciones blancas sobre el pasto infinito, y las familias vuelven a esos campamentos como quien regresa a una casa que nunca dejó de existir. El lago azul refleja un cielo limpio de contaminación lumínica, y alrededor, los rebaños de yaks y caballos trazan caminos que se borran al día siguiente. No hay electricidad, no hay señal, no hay nada que ancle el tiempo al presente. Solo la rutina del ordeñe, el humo de la estufa de estiércol, y las conversaciones en kirguís que se pierden en la inmensidad de la estepa.
Esa misma lógica terminó rigiendo mi mes en el país. Ninguna ciudad funcionó como base: cada una fue estación de paso antes del próximo trekking. Bishkek apareció dos veces en el calendario, pero solo para dejar mochilas y reabastecerse. Karakol, Naryn, Jyrgalan, Osh: nombres que marcaban pausas breves entre montañas. Los hostales se volvieron puntos de reencuentro con otros viajeros que también andaban en círculos, y esos círculos terminaban cruzándose en valles donde nadie planeaba detenerse demasiado. No fue una elección consciente; fue la única forma de entender un país que todavía no terminó de asentarse.
Los trekkings fueron la médula del viaje. Cada paso subía más alto, cada lago exigía más resistencia, cada campamento estaba más lejos de cualquier ruta pavimentada. Las paredes de roca de Ala Kul, el verde imposible de Kel Suu, los glaciares del Travelers Pass: paisajes que no se dejaban fotografiar porque siempre había algo más arriba, algo que obligaba a seguir caminando. Y en el medio, las yurtas aparecían como puntos inevitables de descanso. Las familias que las habitaban no eran anfitriones profesionales; eran nómadas compartiendo su temporada con quien pasara por ahí, sin preguntas, sin contratos. Solo té, pan, y una hospitalidad que no necesitaba traducción.
Kirguistán no se entiende desde la comodidad. Hay que caminar sus pasos de montaña, dormir en sus yurtas, comer su pan casero y su yogur agrio, tolerar el frío de las madrugadas a cuatro mil metros. Hay que aceptar que el país no está diseñado para quedarse quieto, y que moverse con su ritmo es la única forma de verlo completo. Lo que sigue en estas páginas no es un recorrido turístico: es el registro de una temporada nómada, de un mes que se armó y desarmó como una yurta, dejando huellas que el viento todavía no borró.
Leer Historia de KirguistánKirguistán, corazón montañoso de Asia Central, combina la herencia nómada de la Ruta de la Seda con paisajes de gran altitud y una hospitalidad genuina. Más del 90% del territorio se encuentra por encima de los 1.500 metros, lo que lo convierte en un destino ideal para senderismo y naturaleza.
Capital: Bishkek
Población: 6.7 millones (112º)
Idiomas: Kirguís (oficial) y Ruso (cooficial, ampliamente hablado). El inglés se entiende en zonas turísticas.
Superficie: 199,951 km² (similar al tamaño de Senegal, con más del 90% cubierto por montañas)
Moneda: Som kirguís (KGS), 1 USD ≈ 89 KGS
Religión: Mayoría musulmana suní (90%), minoría cristiana ortodoxa rusa (7%)
Alfabetismo: 99.6% (uno de los más altos de Asia Central)
Educación y sanidad: Sistema educativo heredado de la era soviética. Servicios de salud básicos en ciudades, limitados en áreas rurales.
Trabajo: Economía basada en agricultura, minería y turismo en expansión.
Deporte nacional: Kok-boru (polo con cabra), junto al fútbol y la lucha tradicional.
Seguridad: País generalmente seguro para turistas. Se recomienda precaución en pasos de montaña, zonas fronterizas y trayectos rurales poco transitados.
Cultura y gastronomía: La vida nómada sigue viva en las montañas y praderas, donde muchas familias aún pasan el verano en yurtas. La gastronomía refleja esa tradición: platos como beshbarmak (fideos con carne hervida) o laghman (tallarines salteados) son infaltables, y el té con leche se ofrece como gesto de bienvenida en casi todos los hogares.
Ciudadanos argentinos no requieren visa para estancias turísticas de hasta 60 días dentro de cualquier período de 180 días.
Explicación del período: Puedes permanecer hasta 60 días en Kirguistán dentro de cualquier ventana de 180 días consecutivos. Esto significa que si permaneces 60 días, deberás salir del país y no podrás regresar hasta que hayan transcurrido 120 días desde tu primera entrada para completar el ciclo de 180 días.
Requisitos de entrada:
Para ingresar a zonas fronterizas o realizar actividades de montañismo se requieren permisos especiales, que pueden tramitarse en Bishkek o a través de agencias locales.
Para información oficial y actualizada sobre visados y requisitos de entrada, consultá el sitio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Kirguistán .
En Kirguistán el alojamiento es variado, económico y ofrece una hospitalidad excepcional. Las opciones más comunes son hostales urbanos, guesthouses familiares, yurtas tradicionales y homestays rurales. En casi todos los casos es posible negociar el precio directamente, especialmente fuera de temporada.
En las ciudades principales como Bishkek y Karakol, los hostales suelen ofrecer agua caliente, WiFi y cocina compartida. En zonas rurales o de montaña, el confort es más simple: la electricidad puede ser limitada y la calefacción no siempre está disponible.
Para experiencias gestionadas por comunidades locales, consultar la red CBT Kyrgyzstan, que organiza homestays y yurtas en todo el país.
💡 Promedio mochilero: 700–1000 KGS por noche, con posibilidad de desayuno incluido y negociación directa.
El sistema de transporte en Kirguistán se basa principalmente en las marshrutkas (minibuses compartidos), los taxis colectivos y, en menor medida, los vuelos internos. Las marshrutkas conectan prácticamente todas las ciudades y pueblos del país, con horarios regulares que pueden variar ligeramente según la demanda o el clima. Se paga siempre en efectivo y conviene llevar cambio. Es recomendable llegar temprano a las estaciones, especialmente en rutas con poca frecuencia.
En todas las ciudades kirguisas es fácil desplazarse caminando, excepto en Bishkek, donde las distancias son mayores.
El transporte público urbano (marshrutkas y autobuses) es barato, rápido y eficiente:
• Marshrutkas: 10–20 KGS por trayecto
• Taxis urbanos: 100–300 KGS según distancia
• Bicicletas: cada vez más populares en Bishkek durante el verano
Todos los transportes urbanos se pagan en efectivo, directamente al conductor o en caja al subir.
La mejor época para visitar Kirguistán es de mayo a septiembre, cuando el clima es templado y las montañas son accesibles. Durante estos meses, los pasos de altura están abiertos, las rutas de trekking en lugares como Ala-Kul, Song-Kul o Kel-Suu son transitables, y los pastores nómadas instalan sus yurtas en los valles.
Para información meteorológica y del estado de rutas, se puede consultar el portal oficial del Servicio Hidrometeorológico de Kirguistán o la página del Ministerio de Turismo.
☀️ Mejor época general: junio a septiembre — clima estable, montañas accesibles y vida nómada activa.
Dinero: La moneda es el som kirguís (KGS). Conviene llevar efectivo en USD o EUR para cambiar en casas de cambio (mejor tasa que en aeropuertos). En pueblos y zonas rurales, el efectivo es esencial. Cajeros disponibles en Bishkek, Karakol, Osh y Naryn.
Costumbres y cultura: Kirguistán conserva una fuerte tradición nómada. Los visitantes son bien recibidos en aldeas y yurtas, pero se recomienda mostrar respeto: quitarse los zapatos al entrar, aceptar el té, no rechazar comidas ofrecidas y vestir con recato en áreas rurales. La hospitalidad es un valor central.
Comida y gastronomía: Cocina simple pero sabrosa, con influencias nómadas y uzbekas. Platos típicos: beshbarmak (fideos con carne), laghman (tallarines salteados), manty (empanadillas al vapor) y plov (arroz especiado con carne). En zonas rurales se ofrece kumis (leche de yegua fermentada). En ciudades hay panaderías y cafés económicos.
Conectividad: Operadoras principales: Beeline, O! y Megacom. Las SIM se compran con pasaporte en kioscos o tiendas oficiales. Buena cobertura en ciudades y rutas principales; limitada en montañas. Wi-Fi frecuente en hostales y cafés.
Salud: No se requieren vacunas específicas. Llevar seguro médico que cubra evacuación en montaña. En pueblos pequeños los servicios médicos son limitados. El agua del grifo no siempre es potable; se recomienda hervirla o usar pastillas purificadoras.
Seguridad: Kirguistán es un país muy seguro para viajeros. En ciudades, precauciones normales. En zonas fronterizas o de trekking, informar a alguien del itinerario y verificar permisos. La gente es amable y suele ayudar a los extranjeros.
Permisos: Para visitar áreas fronterizas o lagos como Kel-Suu, Ak-Sai o Engilchek, se requiere permiso especial. Puede tramitarse en Bishkek o Naryn con algunos días de anticipación.
Fuentes oficiales: Ministerio de Turismo de Kirguistán y Ministerio de Asuntos Exteriores.
💡 Consejo viajero: en Kirguistán todo se negocia con calma —desde el alojamiento hasta los taxis rurales— y la hospitalidad local siempre sorprende.
Explora Kirguistán con esta guía práctica. Selecciona un destino para ver sus lugares clave:
Kirguistán nunca fue un destino fijo. Ni en el mapa ni en mi cabeza. Todo lo que viví en el país sucedió entre desplazamientos: mashrutkas que avanzaban cuando se llenaban, senderos que cambiaban con la luz, montañas que obligaban a ajustar el paso, familias que desaparecían detrás de una curva y reaparecían dos valles después. Nada permanecía quieto, ni siquiera la idea que yo tenía del viaje.
Lo que quedó grabado no fueron las ciudades —que funcionan más como salas de espera que como lugares para quedarse— sino los intervalos: los campamentos de yurtas levantados a contrarreloj, los pastores que aparecían desde la nada, los niños que se movían por la estepa como si fuera su patio, los encuentros con viajeros que duraban lo que dura una comida caliente. Kirguistán se entendía ahí, entre pasos altos, descensos largos y gestos que no pedían explicación.
En cada valle aparecía una forma distinta de hospitalidad: seca, directa, sin adornos. Te daban pan, té, un lugar en la alfombra y la certeza de que no necesitabas justificar tu presencia. Te hacían un lugar porque así funciona la vida cuando todo está lejos. Esa manera de recibir —ni servicial ni distante— me acompañó más que cualquier paisaje, incluso más que los lagos imposibles o los glaciares suspendidos sobre precipicios silenciosos.
También fue un país de coincidencias improbables: voces conocidas en pueblos donde nadie espera nada, historias cruzadas que aparecieron porque sí, gente que se volvió parte del viaje sin haberlo planificado. Y al mismo tiempo, un país donde cada paso te recuerda que la naturaleza decide más que vos. Acá uno no organiza: acompaña.
Al final, Kirguistán no me dejó una imagen definitiva. Me dejó movimiento. Me dejó pasos conectados por rutas que no terminan de ser rutas, despedidas que duran lo mismo que un apretón de manos, y momentos que no se pueden repetir porque en la montaña nunca están dadas las mismas condiciones dos veces.
Si tengo que resumirlo, diría esto: en Kirguistán no se llega a ningún lado. Se pasa.
Y en ese pasar, algo se acomoda sin hacer ruido.
Por eso, cuando crucé la frontera caminando, con la mochila cargada y la cabeza aún en las alturas, no sentí que me fuera del país. Sentí que simplemente continuaba el movimiento. Justo como lo viven ellos. Justo como lo exige esta tierra que no se detiene.
Crucé la frontera a pie a primera hora, esquivando a los cambistas improvisados que prometían “mejores tasas” y a los taxistas que inflaban precios como si uno acabara de bajar de un crucero por el Caribe. Tomé un bus público rumbo al centro y la primera impresión fue áspera: una ciudad en reconstrucción permanente, calles abiertas como heridas, tránsito espeso y una mezcla de autos con volante a la izquierda y a la derecha que parecía un experimento sin supervisión. Nada tenía sentido a primera vista. Bishkek era ruido, polvo y un desconcierto generalizado.
Encontré el hostel al mediodía, sin reserva y con la intuición de que valía la pena probar. Y valió. La casa era un microcosmos familiar atendido por Rayza y sus dos hijas: Saadat, adolescente reservada pero curiosa, y Arushka, una nena de cinco años que primero se escondía detrás de las cortinas y después, cuando se rompía el hielo, se acercaba con ganas de jugar. Entre viajeros kirguises, uzbekos y europeos, el ambiente tenía esa mezcla perfecta entre desorden doméstico y hospitalidad real. Ahí me sentí instalado desde el minuto cero.
Los primeros días fueron de adaptación. Rayza me marcó en un mapa cómo moverme por la ciudad: la Plaza Ala-Too con su desfile constante de familias y soldados, el Museo Histórico que todavía parece debatirse entre la nostalgia soviética y el presente, los mercados donde todo se negocia con una naturalidad que uno tarda en aprender. El Osh Bazaar fue mi primera prueba real. Un laberinto de puestos donde el olor a pan recién horneado se cruza con montañas de especias, frutas que brillan como joyas y vendedores que te dejan probar un pedazo de kurut sin esperar que les compres nada. La gastronomía ahí se siente más directa: samsas calientes de horno de barro, lagman salteado en sartenes de hierro ennegrecido, shashlik que chisporrotea sin pausa. Comer parado es parte del protocolo.
Con un par de días libres me fui al Parque Ala Archa, que para los kirguises no es un paseo dominical: es la montaña más cercana, el refugio donde la ciudad va a recuperar aire. Las familias suben a pasar el día, los montañistas entrenan en sus laderas como si fueran un gimnasio natural y los estudiantes vienen a sacarse fotos que después quedan en álbumes familiares durante décadas. El valle se abre con un río helado que baja golpeando las piedras, senderos que trepan sin anuncios y paredes de roca que explican por qué este país mira siempre hacia arriba. No necesitaba caminar demasiado para entender que Ala Archa funciona como resumen: si uno quiere saber qué es Kirguistán sin irse lejos, empieza acá. Fue mi primer encuentro con esa lógica, y también el presagio de que lo más importante del viaje no iba a suceder en ninguna ciudad.
Antes de seguir rumbo al interior del país dejé varias cosas en el hostel—ropa de más, cuadernos de notas, alguna herramienta que no pensaba cargar montaña arriba—con la promesa de volver. Me despedí de la familia, tomé un taxi compartido y me lancé a recorrer Karakol, Song Kul, Kel Suu y valles donde el silencio pesaba más que la altura.
Volví a Bishkek semanas después, ya acompañado por mis nuevos amigos italianos: Davide, Stefano y Nicole. Nos habíamos cruzado varias veces en las montañas y terminamos viajando juntos como si hubiera sido planificado desde el principio. En la capital todos nos movíamos como si ya la conociéramos de memoria. Lo que no estaba en los planes fue el problema inesperado: un pedazo de jabón que se metió en mi oído en uno de los hostales y me dejó sordo de un lado. Rayza, al enterarse, llamó a su hermana que trabajaba en un hospital y en media hora tenía turno. La atención fue inmediata, precisa y ridículamente barata para los estándares de cualquier viajero. Salí escuchando bien y con la sensación de que en este país la ayuda llega siempre sin anuncio.
En esa segunda estancia las charlas se hicieron más largas. A la noche me quedaba conversando con Rayza y Saadat sobre la vida en Kirguistán, la dificultad que tiene la gente para abrirse por cuestiones culturales, el peso del nomadismo en la identidad y esa mezcla de orgullo y timidez que aparece cuando hablan de su país. A veces me daban platos para probar: plov cargado de especias, manty humeantes, panes caseros que desaparecían en minutos. Era hospitalidad sin ceremonia.
Cuando llegó el momento de partir hacia Osh y luego encarar el Travelers Pass, fui a buscar las cosas que había dejado en la primera visita. Rayza me abrazó como quien despide a un familiar que vuelve a la ruta. Me deseó suerte, me pidió que avise cuando llegue y me dejó en claro, sin decirlo, que mi estadía en Bishkek había sido algo más que un paso por una capital. Lo técnico del viaje empezaba en las montañas; lo humano, sin dudas, había empezado acá.
Llegué a Karakol con una mezcla rara de ansiedad y curiosidad. No había visto todavía una sola montaña del Ala-Kul, pero ya intuía que el trekking iba a marcar el viaje. Dejé la mochila en un hostel sencillo, de esos sin pretensión pero donde la gente se queda charlando sin mirar el reloj. Y ahí empezó todo: en menos de una mañana conocí a Davide, Nicole y Sandro, tres tanos que terminaron funcionando como núcleo de ese tramo kirguís.
Davide, maradoniano declarado —pero maradoniano de verdad, de esos que mientras cocinan tiran referencias del 86 como si fueran condimentos—, era de Brindisi. Cocinaba todos los días, siempre para todos, sin pedir nada a cambio y sin dejarte acercar a la pileta para lavar un plato. Nicole, mezcla de Toscana y Lazio, hablaba como si las ideas empujaran desde adentro, todo ordenado, todo colaborativo, todo emotivo pero con los pies en la tierra. Sandro, del Veneto, llevaba siete años viajando y un dialecto que parecía otro idioma; ese mismo día seguimos caminos distintos, aunque volvería a cruzarlo después en Tayikistán.
Al día siguiente llegó Stefano. Venía solo porque su novia tuvo que volver por un problema, y traía esa energía ambigua de quien quiere seguir viajando pero todavía procesa lo inesperado. De familia calabresa, conectamos al toque: hablamos de Italia, de ciudadanías, de comidas y de esa nostalgia italiana que aparece incluso en los que no son nostálgicos.
Con el grupo armado casi sin darnos cuenta, organizamos rápido el trekking de Ala-Kul. Davide y Nicole tenían carpa, yo alquilé una y Stefano decidió dormir en yurtas para ir más liviano. El plan era simple: caminar, cruzar el paso a más de cuatro mil metros, y ver qué ofrecía el camino.
Ala-Kul no decepcionó. Los primeros kilómetros transcurren entre bosques y ríos fríos como bisturí; de fondo, el murmullo de los caballos pastando. Después el sendero se pone más áspero, la altura se siente, el viento corta, y el lago aparece recién cuando ya no queda aire. Esa masa de agua glaciar —verde, turquesa, negra según la hora— está encajada entre paredes de roca como si la montaña la hubiera escondido ahí a propósito. No se parece a ningún lago del país: es un tajo helado, nítido, que exige silencio.
El cruce del paso, alrededor de los 4.400 metros, fue lento y áspero. Nadie hablaba mucho; cada uno respiraba como podía. Del otro lado, el sendero baja hacia Altyn Arashan, y ahí el paisaje cambia de golpe: valle abierto, pastos anchos, un río que corre sin pausa, olor a madera húmeda. Y las aguas termales, claro. Ese valle tiene algo especial, una calma que no es turística ni performativa: es un parate real después de tres días de esfuerzo. Entre la sopa caliente, las charlas flojas y el cansancio, sentimos por primera vez que el grupo ya no era un grupo armado al azar; era un equipo con dinámica propia.
Volvimos a Karakol y dedicamos el día siguiente a descansar, reorganizar mochilas y empezar a discutir la visita al Kel Suu. Conseguimos permisos, un precio que parecía razonable (aunque después se dispararía) y una idea todavía borrosa del recorrido. Era un plan para más adelante, algo que quedaría en pausa mientras el viaje seguía moldeándose.
Lo inmediato era otra cosa: Jyrgalan. Ese sería el próximo escenario.
La palabra mashrutka ya me había acompañado por varias ciudades, pero en Kirguistán adquirió otra dimensión: era el hilo que unía destinos dispersos, siempre al borde del colapso, siempre a punto de arrancar o de desarmarse. Esa mañana tomamos una para llegar a Jyrgalan. Salían cuando se llenaban, desde donde el conductor decidía, con paradas improvisadas y una lógica que solo entendían los locales. Nicole, con su ruso universitario, resolvía cualquier malentendido: cuando el da, el niet o un gesto no alcanzaban, ella destrababa la situación sin titubear.
Llegamos al pueblo y entendimos rápido que no se parecía a nada del resto del país. Jyrgalan estaba vivo, pero apenas. Algunas casas seguían habitadas; muchas más acumulaban ventanas rotas, techos hundidos, puertas cerradas desde hacía años. Sandro había recomendado una guesthouse y fuimos directo ahí. Yo reservé una habitación y llevé comida para abaratar costos; dormir y comer en ese valle no bajaba de veinte euros. Davide y Nicole armaron su carpa en el patio sin que la familia pusiera una sola objeción. Stefano optó por una habitación y por las comidas del lugar, y se quedaría un día más.
El trekking al lago ocupó la tarde. Las montañas aparecían tan verdes que el verde dejaba de ser un color y pasaba a ser un estado del paisaje. Los caballos circulaban como si fueran parte del clima. El sendero bordeaba pasturas silenciosas, alguna que otra yurta dispersa, y después de varias horas apareció el lago: lindo, amplio, pero sin ese golpe visual que uno espera después de tanta subida. Era un lugar correcto, no extraordinario. Lo extraordinario estaba en la caminata, no en la postal final.
Volvimos a la guesthouse y cada uno cayó en su rutina. A la mañana siguiente, Davide y Nicole ya habían regresado a Karakol. Yo me quedé un rato largo con la señora de la casa. Estaba haciendo mermelada de albaricoque en la cocina, con una paciencia que solo tienen quienes repitieron ese gesto toda la vida. Mientras revolvía la olla, me habló de la historia del pueblo, de sus hijos, de los años buenos y los años vacíos. Me explicó lo evidente: cada vez quedaba menos gente. Los jóvenes se iban a Bishkek, a Rusia o a donde pudieran. Las casas con techos vencidos no eran ruinas antiguas, eran abandonos recientes. Señaló un terreno donde estaban construyendo un resort para el futuro turismo de esquí. Un intento por traer vida a un valle que llevaba demasiado tiempo perdiéndola.
Esa conversación me hizo conectar Jyrgalan con otros lugares que había visto en distintos países: aldeas latinas que se apagaban sin ruido, pueblos de Italia o España con más fachadas vacías que familias, caseríos del Este de Europa donde quedaban solo ancianos, valles nepalíes que se desangraban de juventud. No era nostalgia; era un patrón. Una especie de mapa paralelo donde muchas comunidades del mundo rural se iban borrando sin escándalo, como si la globalización tuviera su propio viento que soplaba en una sola dirección. Viajar tanto tiempo hace que uno empiece a reconocer esas señales sin buscarlas.
La señora terminó la mermelada, guardó un frasco para su familia y me ofreció probar un poco. Después salimos juntos y tomamos la misma mashrutka de regreso a Karakol. Ella volvía a su rutina; yo volvía al punto de partida para seguir el viaje. Entre ambas cosas, quedaba Jyrgalan: un valle hermoso, sí, pero también un recordatorio de lo que está desapareciendo.
Llegué a Kyzart desde Karakol con la mochila llena de tierra de montaña y la cabeza todavía metida en los pasos altos. Quería seguir acumulando kilómetros, pero también comprobar si el paisaje podía volverse todavía más humano. Las recomendaciones coincidían: si quería ver la esencia kirguisa sin filtros, era acá. No en los panoramas perfectos, sino en estos pueblos donde la vida se acomoda a fuerza de invierno, ganado y un calendario que no entiende de turismo.
Viajé con Stefano; Davide y Nicole llegarían un día después, después de sus desvíos hacia los cañones del Issyk Kul. El camino hasta Kyzart era seco, amplio y silencioso, como si la tierra estuviera guardando la energía para cuando las montañas empezaran a hablar. Bajamos en un cruce sin señales y caminamos hasta la casa donde nos hospedaríamos. Una construcción sencilla, de madera clara, con un patio lleno de herramientas, bicicletas viejas y dos perros que apenas movieron la cola al vernos.
La familia nos recibió con esa mezcla típica del interior kirguís: hospitalidad firme, sin exageraciones ni sonrisas innecesarias. El tipo de bienvenida que no se finge. Acordamos un precio por cama y comida, y enseguida la señora de la casa —alta, de ojos grises y expresión sobria— nos invitó a sentarnos en el suelo para cenar. La alfombra estaba gastada por el uso, pero limpia. Sobre la mesa baja aparecieron platos de pan casero, queso fuerte, pimientos rellenos de carne y verduras, y un cordero que todavía guardaba el aroma del fuego de la tarde. Comí sin hablar demasiado; no hacía falta. La familia había puesto en la mesa exactamente lo que eran: trabajo, austeridad y una generosidad que no buscaba reconocimiento.
A la mañana siguiente, antes de que saliéramos hacia el trekking, el hermano de la dueña —lo llamaban Baktybek, un tipo delgado, de manos curtidas como un mecánico del altiplano— nos mostró el inicio del sendero. Nos marcó la ruta con gestos, como si dibujara un mapa invisible en el aire. No hacía falta más. Ahí entendí que en Kirguistán la precisión no se enseña: se practica desde chico, arreando animales en terrenos imposibles.
El camino hacia Song Kul empezaba suave, entre pastizales donde los caballos pastaban sin mirar a nadie. Después se elevaba, se retorcía, entraba en zonas donde el verde se volvía más oscuro y la tierra más blanda. Era un trekking largo pero limpio: no necesitaba épica, era lo que era. Montañas vivas, amplias, sin adornos. Subimos veinte kilómetros hasta la cima del paso, donde el aire tenía esa transparencia que solo aparece en altitudes sin smog ni cables. Y entonces, abajo, casi escondido en el valle, apareció Song Kul: azul, enorme, quieto, como si alguien lo hubiera colocado ahí para que el resto del paisaje orbitara alrededor.
Bajamos hacia uno de los campamentos menos turísticos. Lo elegimos porque no había carteles, ni instalaciones “preparadas”, ni sonrisas de manual. Solo unas pocas yurtas dispersas y animales sueltos entre ellas. Apenas llegamos, una pareja de ancianos salió de su yurta todavía en modo siesta. Se levantaron sin decir nada, nos tomaron de los brazos con suavidad, casi con autoridad, y nos sentaron frente a una mesa baja improvisada. En diez minutos teníamos pan, mermelada, queso y chocolates. El hombre —un cazador, como supimos después— insistía en que comiéramos. No era cortesía: era una forma de asegurarse de que entendiéramos dónde estábamos y qué significaba ser huésped en la estepa.
Una mujer del campamento se acercó después para ofrecernos alojamiento. La yurta era simple, amplia, con una estufa al centro y una alfombra que olía a lana y humo seco. Nos quedamos ahí. Teníamos toda la tarde para recorrer, para mirar sin prisa la vida nómada que se despliega en gestos mínimos. Me quedé observando el ordeñe de las yeguas —la kymyz, leche fermentada de caballo— y confirmé algo que ya sospechaba: era un sabor que no iba a conquistarme nunca.
Ese mismo día apareció Sbrina, una chica de trece años que cuidaba a sus hermanitos mientras sus padres trabajaban en otra yurta. Hablaba kirguís, ruso e inglés, y quería aprender francés. Tenía esa seguridad de los niños que crecen en la estepa, donde la intemperie te obliga a madurar rápido pero no te quita la inocencia. Los chicos corrían alrededor del burro familiar, riéndose mientras el animal los transportaba como si fuera un juego diario. Era una escena tan natural, tan propia del lugar, que me quedé mirando más tiempo del necesario, tratando de retenerla.
A las tres de la mañana me levanté a mear. El frío era un cuchillo, pero el cielo —negro absoluto, perforado por miles de estrellas— era una obra que no necesitaba astronomía para emocionarte. Estuve ahí, quieto, apenas cinco minutos, pero fue uno de esos momentos que el cuerpo recuerda sin pedir permiso.
Al día siguiente, después del desayuno, fui a visitar a la familia de Sbrina. Estaban sus padres y un amigo del padre que nos llevó hasta la orilla del lago. Él hablaba inglés sorprendentemente bien. Me contó sobre la vida en las yurtas, la dureza de los inviernos, lo breve pero vital que es la temporada de verano. Me habló de cómo las ciudades crecen sin lógica, llenándose de edificios modernos que no tienen nada que ver con su cultura, y de cómo muchos jóvenes sienten la presión de abandonar la vida nómada por el “progreso”. En cada frase había una batalla silenciosa: conservar tradiciones sin quedar atrapados por la modernidad.
Regresamos cerca del mediodía. Pedí que prepararan oromo, el plato que más me había gustado: masa fina enrollada con carne, cebolla y papa, cocida al vapor. La señora lo hizo con una naturalidad que parecía coreografía. Antes de eso, igual que siempre, nos puso pan, miel y yogur sin pedir un centavo. Esa generosidad tan directa, tan sin vueltas, era imposible de no admirar.
En la última mañana nos despedimos. Dejamos los comentarios en Google —nos lo pidieron con un orgullo que no necesitaba traducción— y caminamos un rato por el pueblo. Los niños se acercaban curiosos, queriendo jugar o preguntar cualquier cosa. Una nena se me acercó corriendo y me regaló dos manzanas. Un abuelo nos observaba desde un banco junto a su nieta, con una expresión mitad ternura, mitad desconcierto, como preguntándose qué hacía esta gente en un lugar tan remoto.
Kyzart fue eso: sencillez sin adornos, hospitalidad sin espectáculo, vida sin guion. Un recordatorio de que todavía existen rincones donde el tiempo corre distinto y donde la modernidad no llega en oleadas, sino en gotas. Lugares que no buscan gustar, ni sorprender, ni entretener. Lugares donde uno entra como extranjero y sale como invitado.
Y así debía ser. Porque en un país que se arma y se desarma con las estaciones, Kyzart no es un destino: es una presencia que se queda quieta en algún lugar de la memoria, sin hacer ruido, pero sin irse.
Llegamos a Naryn con la energía todavía encendida por Kyzart y con la idea fija de visitar el Kel Suu, esa joya escondida que exige permisos especiales por estar demasiado cerca de China. Pero apenas bajamos de la mashrutka, la ciudad me dio una primera impresión tajante: era, sin exagerar, el lugar más feo de todo Kirguistán. Calles polvorientas, edificios grises, una frialdad seca en las miradas. Nada invitaba a quedarse. Si no fuera por el Kel Suu, jamás habría pisado este punto en el mapa.
La CBT —el organismo encargado de gestionar permisos y transporte— nos había pasado un precio ridículo para el viaje. 165 euros para cuatro personas, como si estuviéramos hechos de oro. Y la confirmación de la estafa llegó en menos de dos minutos: un taxista nos ofreció 120 euros por el mismo recorrido apenas cruzamos la calle. Nos habían visto la cara.
Y lo peor: yo había sido quien gestionó todo. Tenía que resolverlo.
Entré a la oficina de la CBT, pedí los permisos y esperé el momento justo. Cuando la empleada me los entregó, le dije lo que necesitaba decir: que afuera nos habían ofrecido el viaje a cien, que el precio de ellos era absurdo, que estábamos dispuestos a cumplir la reserva, pero no a pagar una cifra inflada sin explicación. No hizo falta levantar la voz. Bastó poner sobre la mesa la verdad.
En dos minutos, bajaron el precio a 120. Lo justo. Lo razonable. Lo que debería haber sido desde el principio.
Dormimos en un hostal sin encanto, uno de esos lugares donde todo parece temporal y nadie sonríe demasiado. Naryn era así: áspera, desconfiada, como si sus habitantes estuvieran cansados de ver turistas pasar rumbo al Kel Suu pagando fortunas, sin detenerse a entender el lugar. Había una mezcla de rudeza y resistencia; no hostilidad abierta, pero sí una barrera invisible: ustedes no son de acá, ustedes vienen por algo que no nos pertenece del todo.
A la mañana siguiente, el transporte nos levantó temprano y partimos hacia la montaña. El camino fue una prueba para cualquier vehículo: rutas rotas, piedras enormes, barrancos y un paisaje que parecía más Mongolia que Kirguistán. Tras horas de sacudones llegamos al campamento de yurtas donde pasaríamos la noche. Davide, como siempre, había cocinado para todos: risotto para la cena y el almuerzo del día siguiente. Nos ahorró una fortuna.
Apenas dejamos las mochilas salimos hacia el lago. El trekking era corto, unos ocho kilómetros, sin grandes dificultades, pero con ese aire fino y seco de los tres mil metros. La primera impresión del Kel Suu fue buena, pero incompleta: el clima no acompañaba y el verde de sus aguas estaba apagado.
Decidimos volver al día siguiente, bien temprano, y negociamos con el chófer para que nos esperara hasta el mediodía.
La noche en la yurta fue un capítulo aparte. Alguien había alimentado la salamandra con heces de yak —común ahí— y la temperatura se volvió insoportable. Tuvimos que abrir la puerta en plena madrugada para ventilar. Dormimos poco, pero amanecimos decididos a ver el lago en su mejor momento.
Y valió cada segundo de cansancio.
El segundo día, cuando subimos de nuevo, el Kel Suu se abrió delante nuestro en su máximo esplendor. Un corredor de montañas afiladas lo protegía como un secreto, y el agua brillaba con un verde esmeralda tan intenso que parecía iluminado desde abajo. No había sonido. Ni viento. Ni voces. Era un escenario que no buscaba agradar; imponía silencio.
Un lago que, si no lo ves en el día correcto, simplemente no existe como debería.
Volvimos satisfechos, con esa sensación que solo aparece cuando algo sale exactamente como tenía que salir. Regresamos a Naryn al mismo hostal; una ducha, algo de comida, y Davide otra vez poniéndose la diez como si cocinar para cuatro fuera un acto natural, automático.
Al día siguiente volvimos todos juntos a Bishkek. Era el final del viaje con los tanos. Después de despedirme de ellos seguiría solo hacia Osh para encarar el tramo final: el Traveler’s Pass.
Pero Naryn quedó marcada en mi memoria por una razón muy simple: no por linda, no por amable, sino por real. Fea, dura, desconfiada, y aun así clave para llegar a uno de los paisajes más impresionantes de Asia Central.
Un recordatorio de que no todos los lugares te reciben con los brazos abiertos. Algunos apenas te toleran. Y a veces, eso también es parte del viaje.
Me despedí de la familia de Bishkek cuando la ciudad todavía dormitaba. Tomé el bus público —el engranaje más confiable de la capital— y llegué a la estación donde la mashrutka esperaba con su paciencia mecánica. Dieciséis horas hasta Osh. Dieciséis. Un absurdo geográfico para unir las dos ciudades más importantes del país, como si Kirguistán insistiera en recordarte que acá las distancias no se miden en kilómetros, sino en tolerancia al tiempo.
Llegué de noche, con el cuerpo entumecido y la cabeza todavía vibrando por el traqueteo del camino. En el viaje había coincidido con un alemán que también apuntaba al Travelers Pass. Intercambiamos números con ese acuerdo tácito entre caminantes: si mañana coincidimos, caminamos; si no, cada uno sigue su línea.
En el hostal apareció Olaya —catalana por vida, asturiana por ADN— que también iba hacia Sary Mogul. Ella planeaba cinco días de trekking. Nosotros, apenas un ascenso, pero uno que prometía ese vértigo seco que dejan los pasos de alta montaña.
Sary Mogul era un asentamiento detenido en su propia respiración. Casas bajas, calles de tierra, montañas que parecían vigilar sin intervenir. Y ahí, en medio de ese silencio áspero, ocurrió una de esas interrupciones improbables del viaje. Escuché un acento cordobés. Un filo conocido perforando el aire.
“¿Argentino?”, pregunté.
“De Río Cuarto”, respondió.
Cuando mencioné Serrano, frunció el ceño como quien rebobina un recuerdo antiguo. Conocía a la familia Vicente. La familia de Virginia, compañera de secundaria. Un eco que cruzó continentes sin pedir permiso. Le escribí en ese momento: Vas a creer que estoy inventando, pero no. Y del otro lado, la sorpresa, la risa incrédula. Dos puntos del mapa unidos en un pueblo perdido entre montañas.
La cadena siguió. Sebastián —el riocuartense— había viajado con una holandesa. Ella, por un novio argentino del pasado, conocía el sur de Córdoba. Y conocía mi pueblo. Mi pueblo. Que no figura en ninguna guía, que no aparece en ninguna estadística, que ni siquiera existe fuera de la memoria de quienes pasamos por sus calles. Y sin embargo, dos desconocidos en Kirguistán lo nombraban como si fuera un lugar más del mundo. El viaje tiene esas matemáticas que nunca cierran, pero que igual funcionan.
Al día siguiente empezamos la subida al Travelers Pass: el alemán, una francesa, un suizo y yo. El paisaje se desplegaba por capas: laderas rojizas, paredes de pizarra, glaciares colgando como cicatrices blancas y nieve agarrada en las grietas. Las marmotas aparecían y desaparecían entre las rocas, dejando un silbido corto que se perdía rápido. El viento tenía un sonido particular: seco, sin vibración, como si pasara filtrado por la piedra.
A un costado del paso, la mole del Lenin Peak se recortaba como una presencia inevitable. No fue bautizado por devoción local: su nombre vino de la URSS, cuando las expediciones soviéticas pusieron estas montañas en sus agendas políticas. Hoy el Lenin sigue ahí, sólido, distante, testigo de conquistas, accidentes y temporadas de alpinistas que buscan un 7000 accesible. Para los locales es una figura ajena y propia a la vez: no habla su idioma, pero gobierna el horizonte. Para mí fue un recordatorio silencioso de lo pequeño que es todo lo que hacemos en comparación con una montaña que no cambia ni un centímetro aunque cambien los países, las fronteras y los sistemas políticos.
Esa noche volví a Sary Mogul —más por presupuesto que por romanticismo— y al regresar a Osh me quedé un par de días. Escribí, ordené ideas, descansé del ruido del cuerpo. También me reencontré con viajeros que aparecerían después en Tayikistán. Olivia, otra catalana, entre ellos. Asia Central tiene esa forma de cruzar hilos sin que uno los busque.
Antes de partir al valle de Fergana, Osh me regaló una última escena. Frente al hostal, una familia uzbeka celebraba un casamiento. Sin protocolos ni desconfianzas, me invitaron a pasar. Bailé entre desconocidos que me incorporaron al instante, comí platos cuyos nombres no entendí pero cuya intención era clarísima: compartir. Era una celebración ruidosa, genuina, sin artificios. La vida abierta al que pasa por ahí.
Al día siguiente debía caminar seis kilómetros hasta la frontera. En ese trayecto pensé en lo que dejaba atrás: pasos de montaña, amistades improvisadas, casualidades imposibles, familias que me abrieron la puerta sin esperar nada. Todavía tenía en la mochila el olor tenue del banquete de la boda, como si el viaje se negara a cerrarse del todo.
Pensé en una pregunta simple, inevitable: ¿qué puede ser más fascinante que viajar?
La respuesta fue igual de simple: nada.
Montaña con más colores
Marmota en primer plano