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Laos no se entiende por carreteras ni ciudades: se entiende por agua. Es un país que no avanza en línea recta, sino que serpentea como si cada curva del río guardara un secreto antiguo. Cruzar la frontera desde Dien Bien Phu hasta Muang Khua fue como bajar el volumen de un continente entero. Vietnam había sido vértigo, bocinas, verborragia; Laos apareció como un murmullo, un territorio donde las cosas no se imponen: flotan.
El río Nam Ou fue mi primera brújula. Apenas llegué, la niebla todavía recién levantada dejaba al pueblo suspendido en una especie de pausa. No era silencio: era otra frecuencia. La gente caminaba sin prisa, se hablaba poco, se escuchaba más. En el centro del pueblo, un funeral que ya terminaba derivó en una mesa de cartas donde el duelo y el juego convivían sin contradicción. Era mi primer indicio de que Laos responde a una lógica ajena al visitante, y que uno debe aprender a leerla sin traducirla.
Esa noche dormí en una guesthouse mínima, después de cenar en puestos callejeros y mirar cómo el Nam Ou cortaba el pueblo en dos como si definiera el pulso de todos. No era un río espectacular, ni una postal selvática de catálogo. Pero tenía algo que atrapaba: un tipo de honestidad geográfica que parecía decirte que aquí nada es decorado. Los niños jugaban en la orilla, los adultos se movían con la cadencia de quienes conocen el agua como extensión del hogar, y la vida avanzaba en un equilibrio frágil, pero firme.
Lo que no sabía entonces era que ese río iba a llevarme entero. Que cada tramo iba a abrir otro capítulo: Muang Ngoi, Nong Khiaw, Luang Prabang, y más allá, el Mekong como columna vertebral del viaje. Y que en medio de esa belleza silenciosa me iba a encontrar con la herida más grande del país: un pasado bombardeado hasta el absurdo, una tragedia que duerme bajo el barro pero nunca queda quieta. En Laos, incluso la historia fluye, pero lo hace despacio, arrastrando fragmentos que el mundo prefirió olvidar.
Todo lo que viene después —los pueblos sin electricidad, los trekkings bajo lluvia, los cafés ofrecidos sin una palabra de inglés, las risas de los niños gritando “hello”, las conversaciones entre montañas, la crudeza del Museo UXO— nace de esta primera escena: un río avanzando sin apuro, invitando al viajero a seguirlo aunque no entienda del todo hacia dónde va.
En las páginas que siguen, te propongo lo mismo que el Nam Ou me propuso a mí:
dejar que el país-río marque el ritmo.
Caminar, navegar, conversar, escuchar.
Y aceptar que en Laos nada se impone, pero todo te transforma.
Leer Historia de LaosCapital: Vientián
Población: 7.4 millones (105º)
Idiomas: Lao (oficial), francés, inglés en zonas turísticas
Superficie: 236,800 km² (84º país más grande)
Moneda: Kip laosiano (LAK), 1 USD ≈ 17,000 LAK
Religión: Budismo theravada (67%), animismo (31%), minorías cristianas
Alfabetismo: 84.7% (sistema educativo en desarrollo)
Educación y sanidad: Sistema educativo en desarrollo. Servicios de salud básicos, con opciones privadas limitadas.
Trabajo: Economía en desarrollo: agricultura, minería, energía hidroeléctrica y turismo creciente.
Deporte más popular: Muay Lao (boxeo laosiano), petanca y fútbol.
Seguridad: País generalmente seguro para turistas. Precaución normal en áreas urbanas.
Para ingresar a Laos es obligatorio obtener una visa de turista, válida por **30 días**. El costo más común es de **40 USD** (aunque puede variar por nacionalidad). Se recomienda llevar billetes limpios. **Es renovable por hasta 60 días adicionales** en las oficinas de inmigración.
Requisitos básicos (aplica a VOA y E-Visa): Pasaporte (mínimo 6 meses de validez) y **dos fotos tamaño carnet**.
Existen TRES métodos principales para obtener la visa, con grandes diferencias:
**Opciones principales:** Guesthouses, hostales familiares y hoteles económicos son las opciones más comunes para el viajero de bajo presupuesto. La oferta es más limitada que en países vecinos, pero en crecimiento.
**Recomendación:** Es mejor **reservar personalmente** al llegar a la ciudad, ya que esto permite negociar el precio (sobre todo si se queda varios días).
**Climatización:** En el norte (Noviembre - Febrero), las noches son frías. Asegúrese de que el alojamiento tenga **buenas mantas o edredones**, ya que la calefacción es rara.
**Importante:** En temporada alta (noviembre - febrero) conviene chequear y asegurar el alojamiento con anticipación, al menos online, antes de llegar a la ciudad.
Nota General: Las carreteras pueden ser sinuosas y lentas, pero son la única alternativa a los botes y al tren de alta velocidad Vientiane-Luang Prabang.
En ciudades pequeñas (Muang Khua, Muang Ngoi, Nong Khiaw), no es necesario utilizar transporte público ya que se pueden recorrer completamente a pie.
Alquiler de Scooter: Altamente recomendable, sobre todo en zonas como Luang Prabang, para visitar pueblos y cascadas en la periferia. Costo: 40,000-100,000 LAK ($2-5 USD) por día.
Temporada Seca y Fresca (Noviembre a Febrero):
Es la temporada alta y el mejor momento para viajar. El clima es ideal, con días soleados y temperaturas cómodas (promedio 15-28°C).
Consideraciones: Las noches en las zonas montañosas del norte (Luang Prabang, Muang Ngoi) son considerablemente frías, requiriendo ropa de abrigo. El nivel del agua en los ríos es estable, facilitando las rutas fluviales como el Slow Boat.
Temporada Calurosa (Marzo a Mayo):
Es la época más calurosa del año, con temperaturas que frecuentemente superan los 35°C. El ambiente es seco y pesado.
Consideraciones: La visibilidad se reduce debido a la "temporada de quema" agrícola, donde los granjeros limpian sus campos quemando los restos, afectando la calidad del aire. Los niveles de agua en los ríos son bajos, lo que puede dificultar la navegación en botes pequeños. El Festival de Año Nuevo Lao (Songkran o Pi Mai Lao) cae en abril.
Temporada de Lluvias (Monzón) (Junio a Octubre):
El clima es cálido y muy húmedo. Las lluvias son intensas, pero lo habitual es que caigan en fuertes chubascos de corta duración durante la tarde, dejando el resto del día soleado.
Consideraciones: Los paisajes están en su máximo esplendor, verdes y exuberantes, y las cascadas (como Kuang Si) tienen el mayor caudal. Sin embargo, algunas carreteras rurales y caminos de tierra pueden volverse fangosos e intransitables, afectando el transporte terrestre y el trekking. Los precios de alojamiento suelen ser más bajos.
Recomendación Final: Los meses de Noviembre y Diciembre combinan el clima más fresco con bajos niveles de lluvia, siendo los meses ideales para explorar el país cómodamente.
Interacciones Sociales y Monjes:
El Nop (manos juntas) es el saludo estándar. La Regla de Oro es el respeto por los pies (sucios, evite apuntar) y la cabeza (sagrada, evite tocarla). Las mujeres deben mantener una distancia física con los monjes, sin tocarlos ni entregarles objetos directamente, es una norma cultural budista fundamental.
Dinero y Regateo:
La moneda es el Kip (LAK). Los ATM son comunes, pero no siempre funcionan. Lleve siempre efectivo (LAK, USD o THB) para guesthouses y transporte. El regateo es esperado en mercados y con tuk-tuks. Sea firme pero sonriente, ya que los conductores locales a veces exageran los precios para turistas.
Seguridad Vial y Alimentos:
Alquilar una scooter es una gran opción, pero las carreteras rurales son lentas y de mala calidad. Conduzca con extrema precaución. En cuanto a la comida, los restaurantes establecidos son seguros. Para la comida callejera, prefiera puestos con alto volumen de clientes y donde la comida se prepare frente a usted. Beba siempre agua embotellada.
Zonas Sensibles (UXO):
Laos es uno de los países más bombardeados del mundo. Fuera de las ciudades y rutas turísticas principales, nunca se desvíe de los caminos claramente marcados ni toque objetos metálicos en el suelo.
Explora Laos con esta guía práctica. Selecciona un destino para ver sus experiencias clave:
Laos se me quedó en el cuerpo como quedan ciertas noches: sin estridencias, sin explicación, sin un momento exacto al que aferrarse. No es un país que busca convencer; simplemente sigue existiendo mientras uno lo recorre, y en esa continuidad silenciosa ocurre algo difícil de nombrar. Es un territorio que te acompaña sin apuro, como si cada lugar estuviera respirando a un ritmo propio y vos tuvieras que aprender a acompasarte.
En Muang Khua entendí la primera lección: hay lugares donde el idioma no alcanza, pero la vida igual sucede. Caminé ese pueblo con la torpeza de quien intenta leer un libro escrito en otro alfabeto, y aun así cada gesto encontraba su sentido —los saludos breves, el funeral que mezclaba duelo y apuestas, las charlas truncas con los pocos viajeros que aparecían al final del día—. Laos empezó ahí, en esa mezcla improbable de timidez y curiosidad.
Muang Ngoi me cambió la mirada. No por la belleza del valle, ni por los niños marchando hacia la escuela, ni por los trekkings que se iban metiendo en la selva como si quisieran perderse. Fue esa mañana frente a una taza de café cuando todo se quebró. La historia de la señora —esa vida partida por una guerra que su país ni siquiera peleó— se me metió debajo de la piel. El paisaje siguió siendo hermoso, sí, pero ya no era inocente. Cada montaña parecía contener algo que no se dice en voz alta. Laos empezaba a hablar desde otro lado.
Nong Khiaw fue un descanso del alma. No por ausencia de turistas, sino porque su ritmo verdadero aparece cuando uno decide mirar con otros ojos. Los senderos, las aldeas, el río que corta el valle como una cicatriz luminosa, la familia del restaurante que me adoptó sin preguntas: todo formaba una especie de refugio. Jugar al fútbol al atardecer, comer siempre en la misma mesa, asumir sin drama que nadie más veía la belleza que yo veía… Ahí entendí que Laos no tiene necesidad de impresionar. Simplemente deja que uno encuentre lo que vino a buscar, aunque no lo supiera.
En Luang Prabang el viaje se volvió más serio, más denso. No por la ciudad en sí, que equilibra tradición y turismo con sorprendente elegancia, sino por lo que encontré alrededor: las aldeas rurales, los caminos de tierra, la gente que salía de sus casas solo para saludar. Y después el museo UXO, que fue como abrir una puerta que uno preferiría mantener cerrada. Lo escuchado ahí —las historias, las cifras, la forma en que las bombas siguen respirando bajo la tierra— no se borra con facilidad. No invalida la belleza del país; la enmarca. Le da un peso que acompaña todo lo demás.
Cuando pienso en Laos ahora, ya lejos, lo que vuelve no son las postales. Vuelven escenas pequeñas: el río golpeando despacio contra un muelle de madera; los niños gritando hello desde una casa elevada; el olor a sopa en una calle sin nombre; la calma que se instala cuando uno deja de intentar entenderlo todo. Vuelven sensaciones que no buscan protagonismo. Vuelve una serenidad que no había en ningún otro lugar del viaje.
No sé si Laos es un país al que uno vuelve.
Pero sí sé que es un país que se queda.
No por intensidad, ni por drama, ni por grandes gestos épicos.
Se queda porque sus días tienen una forma de suavizar los bordes, de bajar el ruido, de recordarte que existen otros modos de vivir.
Y mientras el mundo vuelve a su ritmo frenético, Laos sigue ahí, entero, silencioso, firme.
Un recordatorio de que la tranquilidad no es ausencia de historia, sino su consecuencia más humana.
Muang Khua fue mi puerta de entrada a Laos, un pueblo detenido en ese espacio extraño donde nada parece urgente. Llegué a la mañana después del cruce desde Vietnam, todavía con el ritmo acelerado de Dien Bien Phu en el cuerpo. Pero bastó poner un pie en la calle principal para sentir que algo se había corrido de lugar: la gente caminaba despacio, los saludos eran breves pero sinceros, y el Nam Ou bordeaba el pueblo con la calma de quien ya vio demasiadas historias pasar.
El idioma fue la primera frontera. No había inglés que alcanzara para sostener una conversación larga, así que todo se reducía a gestos, sonrisas y pequeños malentendidos que nunca se volvían conflicto. Caminé sin rumbo, entrando en esa cadencia silenciosa que tiene Laos, cuando me encontré de golpe con un funeral que ya estaba llegando a su final. Lo que me llamó la atención no fue el rito, sino la mesa de cartas al costado: hombres jugando mientras el duelo seguía su curso, como si en este país ambas cosas pudieran coexistir sin contradicción. No era una falta de respeto. Era otra forma de entender la vida y la muerte.
Volví al hostal ya entrada la noche, donde me crucé con dos viajeros latinoamericanos que venían haciendo el recorrido inverso: un catalán y una uruguaya. Entre cervezas y mapas improvisados me contaron el itinerario fluvial que me esperaba, cómo funcionaban los barcos, dónde convenía detenerse y qué pueblos valía la pena desandar a pie. Ese intercambio fue mi verdadero boleto de entrada al país-río.
Dormí en una guesthouse barata y tranquila, con el ventilador girando lento y el sonido apagado del Nam Ou filtrándose por la ventana. Al amanecer, salí a caminar otra vez. El río no era hermoso en el sentido clásico: no tenía jungla cinematográfica ni montañas afiladas detrás. Pero mezclado con la vida cotidiana del pueblo —los puestos callejeros, los vecinos preparando la comida, los niños cruzando el puente camino a la escuela— tenía un encanto difícil de explicar. Como si la belleza se construyera más en la convivencia que en el paisaje.
Ese fue mi primer día en Laos: un pueblo mínimo, un funeral con apuestas, una charla inesperada con viajeros que terminaron dándome el mapa del país, y un río que parecía observarlo todo con la paciencia de quien sabe que, tarde o temprano, uno también va a aprender a moverse a su ritmo.
Llegar a Muang Ngoi fue como entrar en un recuerdo que todavía no era mío.
Desde el barco, mientras el motor escupía humo sobre el Nam Ou, vi a un grupo de chicos tirándose al agua como si el río fuera un pariente cercano. Gritaban, chapoteaban, se reían de una manera tan completa que hasta los adultos en la orilla parecían rejuvenecer por un instante. Antes de tocar el muelle ya sabía que me iba a quedar más de lo previsto. Hay lugares que no necesitan convencerte: te calan.
Lo primero que me atrapó fue el silencio que no es silencio: el martilleo distante de un carpintero, el crujido de una barca chocando suave contra la orilla, el murmullo de las ollas en las casas. Muang Ngoi no tiene prisa. Es un lugar donde el tiempo parece caminar descalzo.
Una mujer me interceptó apenas bajé. Me ofreció hospedaje con esa mezcla de timidez y seguridad que tienen los laosianos. Negociamos, asentí, y en cinco minutos ya tenía cuarto. Y ahí empezó todo.
Las mañanas arrancaban con una coreografía perfecta: los niños caminando hacia la escuela, los campesinos hacia sus parcelas, yo hacia ningún lugar en particular. Todos —absolutamente todos— me saludaban con un gesto que parecía bendición. No necesitaban hablar inglés para hacerte sentir parte de algo; su manera de mirar, de inclinar apenas la cabeza, ya era una conversación.
Los senderos de Muang Ngoi son una especie de confesionario abierto. Caminarlos te saca pensamientos que ni sabías que tenías. Seguí todos: el que se abre paso entre arrozales brillantes, el que se hunde en un túnel de vegetación que huele a mango verde, el que trepa hasta un mirador donde el río se curva como si pidiera permiso para existir. Algunos caminos eran suaves; otros, auténticas pruebas de barro, sudor y equilibrio. El último no lo pude terminar: la lluvia convirtió la tierra en una gelatina implacable donde cada paso era una ruleta rusa. Tuve que dar media vuelta, no por miedo sino por respeto. Laos también sabe decirte “hasta acá”.
Pero el trekking más fuerte no fue el más exigente.
Fue el que me llevó a una cueva.
Entré sin demasiada expectativa: otra caverna, pensé. Pero había algo distinto en el aire, una densidad que no sabía si era humedad o historia. Afuera, una señora que atendía un pequeño restaurante me ofreció un café. Ese café fue la puerta.
Le pregunté —con la torpeza de quien teme abrir una herida ajena— si esa cueva había servido de refugio durante los ataques estadounidenses en la guerra. La pregunta flotó un segundo, y ella asintió como quien confirma una obviedad amarga.
“Vivíamos ahí”, dijo.
“Mis hermanos y yo. Mis padres murieron por los bombardeos.”
No lloró, pero la lágrima estaba ahí, a punto de quebrarse.
Yo tampoco encontré palabras, porque, ¿qué se le dice a alguien que creció escondido de bombas lanzadas por un país contra el que nunca fue a la guerra?
Laos fue neutral.
Y aun así, Estados Unidos lo convirtió en el país más bombardeado de la historia humana.
Diez años de bombas cayendo en pueblos que no tenían ejército, ni industria, ni nada que justificar un ataque. Solo campesinos. Solo niños. Solo tierra.
Y todavía hoy, cincuenta años después, esas bombas no explotadas siguen matando.
Niños que encuentran algo brillante en un campo y pierden una mano.
Campesinos que pisan un metal oculto bajo el arrozal y pierden una pierna.
Familias enteras que viven con el miedo convertido en rutina.
EE.UU. es experto en dejar cicatrices a largo plazo: destruye, abandona, se lava las manos, y mira para otro lado. Un patrón tan repetido que ya ni sorprende, pero igual indigna.
Caminé de vuelta de la cueva con un nudo en la garganta. El paisaje seguía siendo hermoso —cerros verdes, gallinas caminando sin apuro, olor a leña húmeda—, pero todo tenía una capa nueva, más pesada. En Laos la belleza no borra la tragedia: convive con ella.
Uno de los trekkings me llevó a un poblado sin electricidad, salvo por paneles solares que cargaban apenas un par de focos. Las casas estaban hechas de tablas de madera que parecían respirar. Los niños corrían descalzos con una energía que desafiaba cualquier manual de nutrición occidental. Los adultos trabajaban la tierra como si cada movimiento fuera parte de un ritual antiguo. Ahí entendí algo: la pobreza de Laos no es decadencia, es otra escala. No hay necesidad de lujos cuando la vida se mide en arroz, familia y días sin guerra.
Muang Ngoi me mostró todas sus caras en pocos días: la amabilidad que desarma, la dureza de una historia que nadie eligió, la belleza que se sostiene incluso después de haber sido bombardeada, y esa forma de vivir donde el día no se divide en horas sino en tareas: sembrar, cosechar, comer, cuidar, resistir.
Cuando me fui, no sentí que dejaba un pueblo.
Sentí que dejaba una lección.
Una especie de recordatorio de que hay lugares donde todo es humilde menos la dignidad, y que incluso en los lugares que el mundo intentó destruir, la vida vuelve a brotar como el arroz después del monzón.
Muang Ngoi se quedó en mí como se queda un aroma fuerte en la ropa: silencioso, íntimo, imborrable.
Llegar a Nong Khiaw fue entrar en un doble juego: un pueblo que huele a turismo, pero respira autenticidad si uno sabe alejarse veinte pasos a la derecha. Las primeras calles tenían ese aroma que conozco demasiado bien: mochilas recién compradas, carteles de pizza – burger – happy hour, agencias que venden la misma excursión con tres nombres distintos. Pero por suerte fue solo eso: un olor. Apenas crucé el puente colgante y me adentré unas cuadras, la máscara turística se cayó sola y apareció el Nong Khiaw real: casas bajas, gallinas cruzando la ruta como si estuvieran ensayando un chiste viejo, y un silencio que parecía hornear la tarde.
Elegí un hospedaje local, medio hostal medio casa familiar, lejos de la zona donde los viajeros compiten por ver quién toma el smoothie más verde. Ahí sí apareció el Laos que yo buscaba. La habitación era simple, casi monástica, pero tenía algo más valioso que cualquier lujo: pertenencia.
Los días en Nong Khiaw se reparten entre montañas que parecen costillas de una bestia dormida y un río que corta el valle como una vena llena de luz. Hice todos los trekkings posibles —los largos, los cortos, los que te venden como épicos y terminan en un mirador mínimo, y los que nadie menciona y resultan ser los mejores—. Caminé solo, siempre esquivando las motos que me ofrecían alquilar con insistencia casi litúrgica. No porque no quisiera manejarlas: porque caminar era la única manera de entender el ritmo del lugar.
En los senderos el pueblo se abría como un álbum de escenas sueltas: mujeres cargando leña sobre la espalda, hombres afilando machetes sin apuro, niños corriendo detrás de gallos que parecían más inteligentes que ellos. Y entre cada tramo aparecían aldeas diminutas —Ban Sop Xieng, Ban Hoi, Ban Na Luang— donde los saludos se multiplicaban como si la cortesía fuera parte del clima. En Ban Na Luang una mujer me regaló un mango sin decir una sola palabra. Lo extendió, sonrió y siguió caminando. Nada más. Ese gesto vale más que cualquier itinerario.
Pero mi Nong Khiaw verdadero —el íntimo, el que se quedó en mi memoria— empezó en la mesa de un restaurante familiar que encontré por casualidad. Lo atendía una mujer llamada Mae Phon, de unos cuarenta años, silenciosa como un atardecer. Cocinaba de todo: laap, sopas humeantes, fideos salteados, arroz pegajoso servido con casi devoción. Su inglés era mínimo, apenas un puente roto, pero no hacía falta porque tenía ese talento laosiano de entender sin palabras.
La madre, Nok, dominaba el lugar como una general diminuta: ordenaba ollas, acomodaba sillas, gritaba indicaciones en un dialecto lleno de erres que parecían golpear el aire. Y alrededor de ambas, corriendo entre mesas como un enjambre alegre, estaban los hijos: Lin, Tao y Saba, tres pequeños cometas que convertían el restaurante en un teatro doméstico.
Desayuné ahí, almorcé ahí, cené ahí. Todos los días.
No entendía por qué estaba siempre solo en esas mesas cuando afuera los turistas hacían cola para entrar a los mismos lugares que venden lo mismo en todas partes. Quizás porque pedir una hamburguesa es más fácil que mirar a alguien de cerca. Quizás porque comer con locales obliga a hacer silencio, a observar, a aceptar que uno es invitado, no cliente.
Mae Phon a veces se sentaba conmigo. No hablábamos mucho. Ella escuchaba. Yo improvisaba. Sus gestos eran la traducción perfecta de una hospitalidad que no se actúa: se vive.
Cada tarde, cuando el sol empezaba a desarmarse en el río, jugábamos al fútbol en un descampado detrás del hostal. Trabajadores locales, algunos adolescentes y un par de niños que corrían como si hubieran nacido para esquivar piernas. La pelota era vieja, pesada, de cuero endurecido por mil lluvias. Los arcos, dos remeras en el suelo. La escena entera tenía una pureza que ya casi no existe en el mundo: sudor, risas, tierra en las rodillas, gritos que nadie traducía porque el fútbol habla solo.
Nong Khiaw, sin quererlo, me dio esa mezcla exacta de comunidad e introspección.
El pueblo turístico quedó atrás; lo que quedó adelante fue un territorio donde los días se viven sin apuro y las noches se apagan sin ruido. Los trekkings, las aldeas, la comida, los partidos improvisados, la familia de Mae Phon… todo formaba un rompecabezas que se ordenaba solo.
Y si tuviera que resumirlo, si tuviera que condensar estos días en una sola frase sería esta:
Nong Khiaw te enseña que la belleza no está en quedarse lejos del turismo, sino en elegir con precisión dónde poner tu cuerpo, tu tiempo y tu hambre.
No hay más misterio que ese.
Y sin embargo, basta para que un pueblo se vuelva inolvidable.
Luang Prabang tiene la elegancia de una ciudad que jamás pidió ser famosa.
El Mekong la abraza con esa calma espesa que parecen tener solo los ríos que han visto demasiado. Los templos brillan sin vanidad. Las calles huelen a fruta madura, incienso y sopa hirviendo. Y aun así, bajo esa superficie amable, hay una tensión silenciosa: la de un lugar que aprendió a recibir al mundo sin dejar que el mundo lo devore.
Venía de pueblos donde el tiempo se mide en saludos y arrozales, así que el golpe fue inmediato. Luang Prabang estaba llena de cafés diseñados para extranjeros, restaurantes con menú en inglés y hostales donde los viajeros hablan más entre ellos que con los locales. Todo eso podría haberme expulsado, pero no lo hizo. Porque la ciudad, en el fondo, sigue siendo Laos: basta caminar quince minutos en la dirección contraria a cualquier Google Maps para encontrar aldeas donde la vida sigue intacta, sin maquillaje.
No me quedé mucho en el centro.
Preferí alquilar una moto y dejar que el Mekong me guiara, como si fuera un animal antiguo conduciendo mi ruta.
Salí antes del amanecer. La ciudad todavía dormía bajo un aire tibio. A esa hora los turistas no existen: solo monjes caminando descalzos, perros estirándose en las veredas, ancianos abriendo ventanas. Quería llegar a las cascadas antes que el resto del mundo. Y lo logré. Kuang Si —esa catarata que en fotos parece un cliché acuático— se abrió ante mí en absoluta soledad: ni un murmuro, ni un grito, ni un “photo please”. Agua cayendo con una contundencia primitiva. Me quedé ahí un rato, sin reloj, sin urgencias, solo escuchando ese ruido que parece ordenar los pensamientos.
Seguí viaje por caminos de tierra que parecían trazados por un niño dibujando al azar. Pozos, cabras, gallinas suicidas, pendientes que la moto subía como podía. Y algo empezó a pasar: cuanto más avanzaba, más se despertaban los pueblos.
Gritos de niños.
Motos cargadas con cinco personas.
Mujeres con cestos en la espalda.
Hombres arreglando redes de pesca.
Todo acompañado por un coro infinito de “hello!” que venía de cualquier dirección. No era turismo: era reconocimiento. Era la forma en que Laos acaricia al viajero sin necesidad de tocarlo.
Tres horas después, con el sol clavándome agujas en la nuca, paré en un pueblito mínimo. Una tienda diminuta, una sombra, una heladera que parecía pelear por su vida. Compré agua sin pensar. Y ahí sucedió lo que define a Laos más que cualquier paisaje: la casualidad perfecta.
Una chica de unos dieciséis años apareció desde la casa familiar pegada al almacén. Tenía los ojos más despiertos que el pueblo entero. Me dijo, en un inglés impecable:
“Welcome to my town.”
Se llamaba Bibee.
En minutos estábamos conversando como si nos conociéramos desde antes de la guerra. Me habló de su pueblo, de cómo vivían cien años sin agroquímicos, de cómo cultivaban todo lo que comían, del ritmo lento que no era pobreza sino elección. Mientras hablábamos, fueron apareciendo otros habitantes —Mae Ling, Chansy, Oun, nombres que parecían brotar de la tierra— preguntándose qué hacía ahí un extranjero, por qué había frenado, por qué me interesaban ellos.
Cuando Bibee tradujo mi respuesta —que frené porque quería conocer el pueblo, no consumirlo— una señora estalló en una sonrisa que parecía tener décadas acumuladas.
Y entonces llegaron los chicos.
Gritaban “hello” como si fuera un hechizo.
Cuando dije que era argentino, explotó el coro inevitable: “Messi! Messi! Messi!”.
Algunos resistieron y dijeron “Ronaldo”, víctimas de la mentira organizada por la FIFA para fabricar un falso antagonista al talento natural.
Reí. Ellos también.
Y ahí, entre gritos y risas, Bibee me dijo que los niños querían invitarme a nadar al Mekong.
¿Cómo decir que no?
Entré al río como si fuera un rito antiguo.
El agua tibia.
El sol rajando.
Los chicos trepándose a mí como si fuera un tronco flotante.
Juegos, chapuzones, carreras improvisadas.
Un extranjero, sí, pero por un rato parte de la manada.
Salí del agua exhausto, feliz, empapado de un tipo de alegría que no necesita explicación.
Laos hace eso: te desarma sin violencia.
La vuelta tardó más de lo previsto.
El tanque casi vacío, el cielo volviéndose violeta, el cuerpo cansado de tanto río. Llegué a Luang Prabang arrastrando la moto los últimos metros. La noche ya se había cerrado. Pero el cansancio no importaba. Lo que había vivido no tenía precio.
El día siguiente era para lo contrario de la alegría: el Museo UXO.
Nunca un edificio fue tan pequeño para contener tanto horror.
Afuera, un cartel discreto.
Adentro, la sombra de Estados Unidos extendida como un animal enfermo que sigue baboseando muerte cincuenta años después.
Apenas entré hablé con la mujer que administra el lugar. Me explicó con una calma insoportable cómo funciona su trabajo: identificar, desactivar, educar, rezar.
Rezarlo todo:
para que los niños no encuentren las bombas,
para que los campesinos no las pisen,
para que los gobiernos no se olviden de ellos.
La historia es conocida pero nunca deja de golpear:
Laos, país neutral, fue bombardeado literalmente todos los días durante nueve años.
Más de dos millones de toneladas de explosivos.
Bombas de racimo que caían como lluvia metálica sobre aldeas sin ejército.
Y lo peor: el 30% nunca explotó.
Esas bombas son el verdadero legado estadounidense: objetos del tamaño de una pelota de tenis que siguen matando medio siglo después. Niños que pierden manos por agarrar algo brillante. Campesinos que vuelan por los aires mientras aran. Familias que entierran cuerpos en silencio porque no hay nada más que hacer.
En 2016, Obama prometió ayuda.
En 2017, Trump la canceló de un plumazo.
Laos volvió a quedar solo.
Como siempre.
Las estadísticas del museo son una patada seca al pecho:
en 2025, aún murieron tres personas por UXO.
Cincuenta años después.
Tres muertes más del mismo crimen repetido.
Tres trincheras nuevas en una guerra que ya no existe.
Una crueldad que persiste como si tuviera vida propia.
La visita termina con un video donde campesinos narran sus pérdidas. No hay música, no hay montaje dramático, solo rostros que cuentan. Eso basta. Escuchar a una madre hablar del hijo que encontró un artefacto redondo y “colorido” y lo mezcló con sus juguetes es una experiencia que no se olvida. Y escuchar a un hombre que perdió la pierna mientras trabajaba en el arrozal te deja sin lenguaje.
Salí del museo con una mezcla de rabia y tristeza que me acompañó horas.
Fui a caminar para aflojar el cuerpo.
No funcionó.
Y entonces, como si Laos supiera equilibrar el dolor, llegó el Mekong.
El viaje final fue el descenso del río, dos días convertidos en tres por la lógica impredecible del Sudeste Asiático. El primer día fue hermoso: casas flotantes, montañas de un verde que parece inventado, aldeas que se dejan ver apenas un segundo. Después de dormir en un pueblo intermedio —Ban Pak Sang, nombre que voy a recordar siempre por la hospitalidad brutal que recibí— decidí quedarme un día más. No pude resistirlo: la gente era demasiado amable, demasiado sincera, demasiado… Laos.
Caminé por las calles de tierra.
Todos preguntaban por qué me había quedado cuando los demás se iban al amanecer.
Respondí que no viajo para completar listas.
Que viajo para sentir.
Y entendieron sin esfuerzo.
El tercer día volví al barco. Y ahí apareció la escena que define mejor que ninguna el choque cultural: un inglés, borracho, fumando, tirándole el humo en la cara a dos niños locales. Estuve a punto de decir algo, pero dos alemanes se adelantaron y lo enfrentaron con una furia precisa. El inglés pidió disculpas con voz temblorosa.
Más tarde confesó que no sabía dónde estaba viajando.
Que estaba ahí “porque lo vio en TikTok”.
Qué tristeza dar vueltas por el mundo sin saber dónde uno camina.
Llegué a Houayxay de noche, cansado y feliz. Dormí en un lugar barato. Y ahí, sin ceremonia, sin despedida formal, se terminó Laos.
Un país que jamás me exigió nada, que me devolvió todo, y que me enseñó, más que ningún otro, que la dignidad puede sobrevivir incluso a un cielo que alguna vez llovió bombas.