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Mauritania, ubicada en el noroeste de África, es un país que despierta curiosidad por su singularidad geográfica y cultural. Con una superficie mayoritariamente cubierta por el desierto del Sahara, este territorio alberga una mezcla fascinante de tradiciones nómadas, historia antigua y una población que ha sabido adaptarse a un entorno desafiante. Su capital, Nuakchot, es una ciudad moderna que contrasta con la vida tradicional que aún predomina en muchas regiones del país.
El idioma oficial es el árabe, aunque el francés se utiliza ampliamente en ámbitos administrativos y educativos. Además, lenguas como el hassanía (un dialecto árabe) y varias lenguas africanas son habladas por diferentes grupos étnicos. La religión predominante es el islam, que influye profundamente en la vida cotidiana, las costumbres y las leyes del país. La mayoría de la población es musulmana suní, y las prácticas religiosas son un aspecto central de la identidad mauritana.
La vida en Mauritania está marcada por las condiciones extremas del desierto. Muchas comunidades, especialmente en zonas rurales, mantienen un estilo de vida nómada o seminómada, basado en la cría de ganado y el comercio. Sin embargo, la urbanización ha crecido en las últimas décadas, y ciudades como Nuakchot y Nouadhibou concentran una parte importante de la población.
Para los viajeros, Mauritania ofrece experiencias únicas, pero también presenta desafíos. El clima desértico, con temperaturas extremas y escasez de agua, puede ser difícil de sobrellevar para quienes no están acostumbrados. Además, la infraestructura turística es limitada fuera de las ciudades principales, lo que requiere planificación y flexibilidad por parte de los visitantes.
Uno de los atractivos más emblemáticos del país es el Tren de Hierro, que conecta las minas de Zouerate con el puerto de Nouadhibou. Este ferrocarril, uno de los más largos del mundo, atraviesa el desierto y ofrece una experiencia impresionante para quienes se animan a recorrerlo. Sin embargo, el viaje puede ser incómodo debido a las condiciones básicas de los vagones y las largas horas de trayecto.
Otro lugar destacado es el Parque Nacional del Banco de Arguin, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Este parque, ubicado en la costa atlántica, es un refugio para aves migratorias y un ejemplo de la biodiversidad que coexiste con el desierto. Por otro lado, regiones como Adrar y Tagant, con sus antiguas ciudades de piedra y paisajes rocosos, ofrecen una ventana a la historia y la cultura mauritana.
En resumen, Mauritania es un destino que combina la austeridad del desierto con una riqueza cultural profunda. Para los viajeros dispuestos a explorar sus contrastes, este país ofrece una experiencia auténtica y enriquecedora, aunque no exenta de desafíos. Desde las dunas del Sahara hasta las costas del Atlántico, Mauritania invita a descubrir un mundo donde la tradición y la modernidad conviven en un equilibrio frágil pero fascinante.
Leer Historia de MauritaniaCapital: Nuakchot
Población: 4.6 millones (2023)
Idiomas: Árabe (oficial), francés (administrativo), hassanía (dialecto árabe), lenguas africanas como el pulaar, soninké y wolof.
Superficie: 1,030,700 km² (28º país más grande)
Moneda: Ouguiya (MRU), 1 USD ≈ 37 MRU (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Islam (99.9%), principalmente suní.
Alfabetismo: 53% (aproximadamente)
Educación y sanidad: El sistema educativo y de salud enfrenta desafíos significativos, especialmente en zonas rurales. La sanidad pública es limitada, y se recomienda contar con seguro médico internacional.
Trabajo: La economía se basa en la minería (hierro), la pesca y la agricultura. La tasa de desempleo es alta, especialmente entre los jóvenes.
Deporte más popular: Fútbol.
Seguridad: Mauritania es un destino relativamente seguro, pero se recomienda precaución en áreas cercanas a las fronteras con Mali debido a la presencia de grupos armados.
Ciudadanos argentinos: Requieren visa para ingresar a Mauritania. La visa se obtiene on arrival en aeropuertos o fronteras terrestres habilitadas. La estadía permitida es de 30 días.
Proceso en la frontera:
Requisitos para la visa:
Fronteras habilitadas para visa on arrival:
Enlaces oficiales:
Nota: La frontera con Argelia esta abierta. Pero el gobierno Argelino tiene requisitos estrictos con respecto al otorgamiento de visa para ingresar a su territorio.
Oferta económica para viajeros: La oferta de hospedaje económico en línea es limitada, pero hay opciones accesibles si buscas en persona o sigues recomendaciones de otros viajeros.
Mi experiencia personal: En Knouchat, encontré bungalows privados por 7 EUR por noche. Eran bastante cómodos, con restaurante en el lugar y duchas de agua caliente. El dueño del local me ayudó a organizar mi recorrido por el país y me proporcionó datos y teléfonos de otros hospedajes económicos para mochileros.
Precios aproximados:
Oferta en línea: Para hospedajes más lujosos, la oferta en línea es más amplia, pero los precios son significativamente más altos. Puedes encontrar opciones en plataformas tradicionales como Booking.com o Airbnb, pero no son las más económicas para mochileros.
Consejo: Si buscas opciones económicas, pregunta a otros viajeros o dueños de hospedajes locales. Muchos lugares no están listados en línea, pero ofrecen precios accesibles y servicios básicos.
Transporte interurbano: En Mauritania, el transporte no está dominado por grandes compañías. Se caracteriza por minibuses que cubren rutas específicas y salen a medida que se completan. La mayoría de las rutas comienzan o terminan en Nouadhibou.
Frecuencias y precios aproximados:
Consejos:
Transporte urbano:
Nota: El transporte en Mauritania es informal y puede variar según la demanda y las condiciones del camino. Siempre pregunta a los locales sobre las opciones más recientes y confiables.
Clima en Mauritania: Mauritania tiene un clima desértico, con temperaturas extremas durante el día y noches frescas o frías. Las condiciones varían según la región, por lo que es importante planificar el viaje según la época del año y las actividades que quieras realizar.
Mejor época para visitar:
Épocas a evitar:
Consejos según la región:
Nota: Si planeas viajar durante la temporada de lluvias (julio a septiembre), verifica las condiciones de las carreteras y las rutas de transporte, ya que algunas áreas pueden volverse inaccesibles.
Telefonía móvil: Las principales operadoras son Mauritel, Chinguitel y Mattel. Puedes adquirir una SIM en aeropuertos o tiendas locales.
Consejos para Viajeros:
Explora Mauritania con esta guía práctica. Selecciona una ciudad para ver sus lugares clave:
Mauritania es un país que **reescribe los límites de lo habitable**. En su territorio donde **el 80% es desierto**, la vida se manifiesta en paradojas: oasis que emergen como espejismos verdes entre dunas de 300 metros, noches estrelladas que suceden a días de calor abrasivo, y una cultura nómada que persiste entre proyectos mineros del siglo XXI. **Esta no es una geografía para turistas, sino para testigos**.
El Tren de Hierro **(el convoy más largo del mundo con 2.5 km)** encapsula esta esencia. Su travesía de 700 km a través del Sahara no es solo un transporte de minerales: es un teatro móvil donde pastores tuareg comparten vagones con ingenieros extranjeros, donde las interminables horas de viaje **reducen la conversación a miradas cómplices y al lenguaje universal del té compartido**. Aquí, en este microcosmos rodante, se revela el verdadero ritmo del desierto.
Tergit sorprende por su **persistencia hidrológica**: 2,000 palmeras datileras que sobreviven con menos de 100 mm de lluvia anual. Pero el auténtico milagro es social: **familias que rotan el cuidado del oasis desde el siglo XII**, demostrando que la sostenibilidad no es innovación sino tradición. Sus pozos de 15 metros de profundidad son testamentos de resiliencia, no de romanticismo.
Las contradicciones afloran en lo urbano. Nuakchott **(capital más joven del Magreb, fundada en 1958)** exhibe heridas abiertas: calles donde conviven camellos con camiones mineros, mercados que huelen a pescado fresco y gasolina, y un **40% de población juvenil** que navega entre tradición y globalización. La basura acumulada en ciertos barrios no es descuido, sino síntoma de un país que prioriza sobrevivir sobre decorar.
**Este viaje deja cicatrices**: pies agrietados por arena caliente, ojos enrojecidos por tormentas de harmattan, y un malestar moral ante la pobreza que afecta al **31% de la población**. Pero también regala **antídotos**: la dignidad de un té servido en jaima precaria, la complicidad de sonrisas que no necesitan francés ni árabe hassanía, y lecciones sobre lo esencial que solo enseña la austeridad.
Mauritania **no se ofrece, se conquista**. Cada logro aquí - desde subir una duna hasta negociar un precio justo - sabe a victoria. Su belleza es de las que **exigen intercambio**: una hora de incomodidad por un atardecer que quema la retina, tres días de viaje por un encuentro humano auténtico, cierta inocencia perdida por perspectivas ganadas.
Al partir, queda la certeza de que este rincón del Sahara **no es un destino, sino un espejo**. Refleja nuestra capacidad para encontrar abundancia en la escasez, humanidad en la barrera idiomática, y quietud interior en el caos exterior. Por eso, más que un país, Mauritania se convierte en **un estado mental que persigue al viajero** mucho después de cruzar sus fronteras.
Los veteranos mochileros me lo advirtieron con mirada seria: "En África, las fronteras son una prueba de carácter". Mi escepticismo se desvaneció cuando crucé del Sahara Occidental (bajo control marroquí) a Mauritania. El primer tramo fue sencillo —incluso con retraso por el almuerzo de los funcionarios—, pero al llegar al control mauritano, la realidad se torció. Viajaba en un minibús con 16 pasajeros locales —hombres, mujeres y niños dormidos sobre el regazo de estas últimas —, siendo yo el único extranjero.
El conductor, hombre mauritano de unos 50 años con turbante azul desgastado, recogió los pasaportes. Al llegar al mío, señaló la puerta: "You came with me please". Cruzamos un patio de tierra batida hasta la primera oficina migratoria —habitación de 4x4 metros con dos ventiladores oxidados— donde un funcionario controló mi documentación en segundos. El problema surgió en la segunda sala: dos mesas metálicas, tres sillas de plástico rojas, y dos oficiales con uniformes verde oliva desteñidos.
Eran las 1:00 PM cuando presencié el mecanismo corrupto: cada pasaporte local (marroquí o mauritano) contenía un billete de 100 UM (2€) entre sus páginas. El oficial de izquierda, hombre corpulento de bigote gris, los lanzaba por el aire hacia su colega —joven delgado con gafas de sol dentro de la oficina— quien los abría con precisión quirúrgica, extraía el dinero guardándolo en un cajón de madera sin llave, sellaba con estampilla azul, y devolvía el documento.
Al llegar mi turno, el oficial corpulento se levantó bruscamente. "Je reviens", dijo saliendo por una puerta trasera. Eran las 1:30 PM. Su compañero, sin mirarme, pronunció la palabra que definiría las siguientes horas: "Wait".
Yo esperando para cruzar a Mauritania en la frontera del Sahara Occidental
Centro histórico de Shkodër
Primera hora: Observé infinidad de pasaportes completar el ritual del soborno. Segundo hora: Mis compañeros de viaje —solo los hombres, ya que las mujeres viajaban todas con niños— formaron un semicírculo frente al mostrador. "Pourquoi le retard?", preguntó uno en francés rotundo. La respuesta fue un encogimiento de hombros y un "Il faut attendre mon collègue" mientras señalaba mi pasaporte.
A las 4:00 PM, tras tres horas de espera activa, el oficial regresó oliendo a menta y cigarrillos. Mi trámite —visado de 55€ pagado en efectivo, formulario N° 3421-B— (tres horas me bastaron para memorizarlo por un largo tiempo), se completó en 10 minutos exactos. Al regresar al minibús a las 5:00 PM, los pasajeros rompieron en aplausos y corearon al unísono Argentino!, Argentino! al ver mi pasaporte sellado. Esperaba insultos y recibí halagos. En fin, África siempre te sorprende.
El reloj del minibús marcaba 2:00 AM al llegar a Nouakchott. Llamé a Sébastien —francés de 54 años, ex-chef convertido en dueño de bungalows— cuyo contacto me dio Dennis (el alemán que conocí en Merzouga, que me posibilito simplificar todo con datos e información de gran relevancia). Su complejo era un laberinto de 6 habitaciones de cemento, 2 baños compartidos con cisternas manuales, y un restaurante abierto 24h donde Ahmed, cocinero de 22 años, preparaba thieboudienne por 1,500 UM (3€) usando pescado capitaine del mercado matutino.
Los "six garçons" (como Sébastien llamaba a su equipo) eran jóvenes mauritanos de entre 18 y 25 años: Brahim limpiaba habitaciones con trapos de colores, Omar manejaba las reservas en una libreta cuadriculada, y los demás resolvían problemas con cinta adhesiva y paciencia sahariana. Dormían en en una habitación compartida detrás de la cocina, convirtiendo el trabajo en vida comunitaria.
Nelson —nicaragüense con posgrado en nomadismo— apareció en mi segundo día. Su experiencia en el Tren de Hierro (viaje realizado el mes anterior con Dennis) fue mi brújula: "Compra agua en el mercado Calipso —1,000 UM por 6 botellas de 1.5L—, lleva pañuelo contra el polvo, y no aceptes pagar más de 500 UM por el taxi a la estación". Juntos recorrimos el Marché Capitale, donde mujeres en melhfas azul añil vendían dátiles a 300 UM/kg y niños ofrecían tarjetas SIM de Mauritel con datos ilimitados por 2,000 UM.
Durante tres días, Nouakchott me mostró sus contrastes: calles sin asfalto donde Mercedes Benz de los 80 esquivaban burros cargados de leña; cibercafés con PCs noventosas junto a talleres donde reparaban neumáticos con parches de caucho fundido; y sobre todo, sonrisas que transformaban "salam aleikum" en invitaciones a tomar té de menta.
Antes de partir a Tergit,, preparé mi mochila y dejé mi exceso de equipaje con Sébastien.: Sus empleados —podría definirlos como sus amigos, o su familia también— lo guardaron sin cuestionar. El taxi compartido a la estación fue sencillo: precio justo, asientos ocupados por mauritanos sonrientes, y un trayecto donde el desierto ya anunciaba su presencia.
Reflexión final: Nouakchott opera bajo códigos que desafían la lógica occidental. Sus calles son un manual de resiliencia: niños que convierten latas en juguetes, funcionarios que ven el tiempo como recurso renovable, y viajeros como Nelson demostrando que la solidaridad no necesita idioma común. Aprendí que los trámites africanos son ríos —fluyen a su ritmo, pero siempre llegan al mar— y que un nombre cantado por desconocidos a las 6 PM puede valer más que cualquier sello en el pasaporte.
Panorámica del Oasis de Terjit desde la montaña
Yooa mirando el Oasis de Terjit
El minibús a Tergit inició su ritual de paciencia sahariana: dos horas de espera bajo un sol que fundía las sombras. Mientras los pasajeros llegaban gota a gota, mis únicas compañeras fueron seis cabras enjauladas cuyo balido constante se mezclaba con el chirrido de los amortiguadores. Subí temprano, eligiendo un asiento junto a la ventana que prometía aire fresco, pero el Sáhara tenía otros planes: a las 10 AM, el termómetro ya marcaba 38°C y el olor a pelaje animal se impregnaba en cada grieta del vehículo. La ruta fue un martirio de eficiencia: tres controles policiales donde presenté copias de mi pasaporte, evitando así el calvario de traducciones manuales al árabe.
La barrera idiomática se quebró en el kilómetro 87, cuando un joven con camiseta del PSG puso en su teléfono el clásico Arsenal-Tottenham. El minibús entero vibró con cada jugada: ancianos tuareg analfabetos gritaban *"Goooool!"* al unísono, madres con niños dormidos en brazos señalaban jugadas con dedos expertos, y yo, el único extranjero, fui adoptado como traductor improvisado de comentarios técnicos. En ese inglés universal de faltas y tarjetas amarillas, descubrimos un lenguaje común: el fútbol como pasaporte emocional.
Estructura de chapa traicional mauritana
Casa con arquitectura típica
Llegar a Tergit a las 5 PM fue como encontrar un código QR pintado en un papiro antiguo. El control policial del oasis —dos hombres con uniformes desteñidos y fusiles al hombro— me recibió con un coro de *"¡Messi, Messi!"* que resonó entre las palmeras. Jemal, dueño del albergue, estaba ausente, pero su empleada Aisha —mujer de sonrisa amplia y manos callosas— me guió por calles de tierra batida flanqueadas por casas de chapa que imitan trullis italianos. Mi choza era un cubículo de adobe con mosquitero y colchón en el suelo, pero su verdadero lujo estaba detrás: una colina de 20 escalones naturales que regalaba una vista panorámica del oasis. Desde allí, el contraste era poesía visual: el verde esmeralda de las palmeras contra el ocre infinito del desierto, las casitas humildes como puntos de fuga en un cuadro renacentista mutante.
Panorámica alternativa
Otra perspectiva del Oasis
Al explorar el oasis, dos niños descalzos nadando en una pileta de cemento agrietado gritaron *"¡Maradona!"* al saber mi nacionalidad. ¿Qué alquimia convirtió a un chico de Villa Fiorito en santo laico de los humildes? Su leyenda opera en tres dimensiones: **el urchin** que desafió a la realeza inglesa en el '86, **el héroe** que llevó a Nápoles (ciudad de inmigrantes sureños) a vencer al norte industrializado, y **el mártir** cuyos excesos narraron la caída del hombre común. En Tergit, como en las favelas de Río o los campos de refugiados saharauis, Diego es código binario: representa la revancha de los descalzos contra los botines de oro. *"¿Cómo lo conocen?"*, pregunté a los niños. *"YouTube!*", respondieron señalando un teléfono con pantalla rota. Ironías del globalismo: el mismo algoritmo que vende influencers muestra a Maradona driblando ingleses en bucle infinito.
Habitante local caminando por la comuna
Niños bañándose en una piscina
Jemal y su gente escribieron en mí un tratado sobre la felicidad descalza. Alisha, la cocinera, preparaba huevos con verduras tras sus rezos matutinos —ritmo inquebrantable donde cada plegaria era un acto de gratitud, no de obligación—. Esperé sin quejarme: en lugares donde la fe es columna vertebral, apurar a alguien rezando sería como regatear el precio del agua en el desierto. Mientras comía, Jemal compartió su filosofía: *"Aquí no tenemos relojes, pero tenemos tiempo. No tenemos WiFi, pero tenemos historias"*. ¿Será que la abundancia nos vacía? En Tergit, con sus mil habitantes y cero semáforos, cada sonrisa era un dátil maduro: dulce por necesidad, no por artificio.
Nueva panorámica del Oasis de Terjit, Mauritania
Otra estructura mauritana en el Oasis
Conclusión: Tergit opera bajo física cuántica: es mapa y territorio, refugio y espejo. Al partir hacia Zouerate —umbral del tren mineralero— comprendí que los oasis no son accidentes geográficos, sino estados de consciencia. Pequeños universos donde las cabras viajan en primera clase, los policías gritan *¡Messi!* antes de *¡alto!*, y cada taza de té es un tratado de diplomacia cultural. ¿Qué queda de un viajero después de Tergit? La certeza incómoda de que la felicidad no se compra, se cultiva. Y que, a veces, para encontrarla, hay que perdernos en lugares donde ni Google Maps se atreve a entrar.
Escribo estas líneas desde Palau Kilimantung, isla indonesia donde el océano despliega su transparencia virgen, sin mácula de turistas. La lluvia se desploma en cortinas líquidas, borrando horizontes. Curioso fenómeno: ni el diluvio logra opacar el azul eléctrico que vibra bajo este cielo plomizo. Acaso por eso -y no por capricho- encuentro aquí la resonancia perfecta para evocar aquella odisea mauritana que aún me quema en la memoria: el tren mineral de Zouerate. Saltemos al núcleo. En mi última noche en Tergit, Jemal -dueño de la pensión donde recalé- trazó con dedo calloso la ruta hacia el desierto: "Primero taxi al pueblo siguiente, luego minibús. Preparate, che: el vehículo pasa a las seis". Su abrazo olió a mentolado y tierra seca. La ansiedad, esa compañera de viajes, me tuvo en vela hasta el alba. A las 5 AM ya recorría con la mirada el camino polvoriento. No era impaciencia: era la certeza de estar rozando con los nudillos ese instante donde los sueños cartográficos se corporeizan. Jamal (con A de África) apareció a las 7:05 en un Peugeot 504 desdentado. Otro yo -aquel de oficinas y horarios estrangulados- habría maldecido la demora. Pero el nomadismo me enseñó su gramática: los relojes saharianos marcan compases de té verde y paciencia fósil. Subí al vehículo sabiendo que cada desvío era, en rigor, el camino.
Tren de Hierro de Mauritania cruzando el desierto del Sáhara
Niños vendiendo agua al costado de las vías del Tren de Hierro
El taxi de Jamal voló sobre la carretera mauritana a toda mecha. "Si no piso el acelerador, no enganchás la minivan", me advirtió mientras esquivaba dunas intrusas. Lógica impecable: en estas latitudes, los transportes colectivos parten sólo cuando alcanzan su límite de humanidad comprimida. Y en pueblos donde el tiempo se mide en tazas de té, perder una salida implica 24 horas de exilio económico entre gallinas y polvo. Los dos ancianos de turbante impecable que compartían el asiento trasero nos despidieron con bendiciones guturales. Creo reconocer un "Allah ybarek fik" entre el rumor de chilabas y menta seca. La "estación" era un solar donde confluyen arena y destino. Un vendedor de pan amasado con harina del desierto señaló hacia la izquierda con dedo curtido: "Ahí está tu jaula móvil". Al girar, me reencontré con mis compañeras de viaje predilectas: las cabras montaraces, otra vez condenadas a cruzar el Sáhara en jaulas de madera. Ellas en el techo, yo dentro del asfixiante corcel de hojalata. Justicia poética: viajaban más incómodas, pero con mejor vista. El minibús traqueteba ya con su carga humana cuando apareció Glen. Ruso como los inviernos de San Petersburgo, barba de cosaco recién salida de un cuadro de Repin, mirada que habría helado el Mar Báltico. Primera impresión: "Este tipo tiene cara de haber mamado vodka en tetera samovar". Error de principiante. Bajo esa coraza eslava latía un nómada curtido en Dubái, Bangkok y Estambul. Nos hermanó la física de los cuerpos apretados: 700 km de badenes nos convertirían en cómplices por decreto del azar. Él hablaba de contratos petroleros entre Almatý y el Golfo; yo devoraba sus historias como mapas para futuras travesías asiáticas. A veces, la mejor compañía es un silencio compartido que huele a gasolina y sudor fronterizo. Zouerate nos escupió del vehículo al mediodía inclemente. No fue el traqueteo lo que nos quebró, sino la geometría perversa de asientos diseñados para contorsionistas. Un Mercedes-Benz 207 verde musgo -reliquia de los 70 con olor a cabra momificada- nos llevaría al epicentro de la epopeya.
Estación de inicio del Tren de Hierro en Zouerat, paisaje industrial estilo Mad Max
Locales rezando antes de subir al Tren
Hablemos de la bestia. El Tren Minero de Mauritania no es un transporte: es un paria de acero que escupe fuego al Sáhara. Sus números marean: 2.5 km de longitud (el más largo del mundo), 200 vagones cargados con 84 toneladas de mineral cada uno, 4 locomotoras que arrastran 22,000 toneladas de magnetita en viajes que sólo cesan cuando las tormentas de arena entierran los rieles. Nació en 1963 como instrumento colonial francés para saquear las minas de Zouerate, pero hoy –nacionalizado bajo la SNIM (Société Nationale Industrielle et Minière)– es la arteria de un país entero. Transporta el 50% del PIB mauritano hacia Nouadhibou, donde buques chinos y europeos devoran el hierro a precio de ganga. Los mauritanos le llaman "el dragón que escupe monedas": cada viaje mueve $3 millones, pero en sus estaciones fantasmas sólo quedan migajas de prosperidad. Para montarlo hay que elegir bando: Choum ofrece un atajo de 18 km (sólo para turistas que buscan la foto con la bandera), pero Zouerate es la puerta sacra. Aquí, entre camioneros tuareg y obreros con pulmones corroídos por el polvo de hierro, el viaje se pacta con reglas ancestrales: Los pasajeros son carga no declarada. Te subís donde puedas –vagones abiertos, entre las grietas de los minerales–. No hay horarios: el tren parte cuando ha vomitado su carga en la costa. Lo que sigue es una ceremonia de huesos y estrellas: 20 horas reptando a 30 km/h sobre un desierto que Shakespeare hubiera usado para tragedias. El hierro te corta las manos, la arena pule tus dientes, el sol diurno y el frío nocturno son verdugos que se turnan. Los viajeros lo llaman "meditación violenta": no hay agua, baños, ni sombra. Sólo el crujir de los rieles cantando la misma letanía desde 1963. ¿Por qué hacerlo? Porque en ese infierno se encuentra la pureza del viaje antiguo, donde cada kilómetro duele y el Sáhara te susurra secretos que sólo entiendes cuando la sed te quema la lengua. Lo demás es postureo de Instagram.
Personas esperando el Tren de Hierro
Mercaderias, personas, y... Un Burroooo
La estación era un paisaje posapocalíptico: botellas de plástico rodando como tumores del consumismo sobre arena cancerígena, rieles que se perdían en un horizonte de desesperanza. Nos refugiamos bajo una chapa ondulada que crujía como vieja reuma. Yo repetía el mantra viajero: "Este tren sale todos los días, es ley de hierro". Pero en Mauritania, hasta las certezas tienen agujeros de polilla. Un tipo salido de un cómic de Moebius apareció vendiendo galletas del desierto (masa cruda con cristales de sal) y Coca-Cola tibia. Gleb, práctico como un manual soviético, usó su teléfono para traducir: "Tren… medianoche". Yo arquee una ceja: ¿desde cuándo un vendedor ambulante tiene data que ni los jefes de estación? Para domar la ansiedad (nivel: electrocardiograma en pico), caminé 4 km hasta un taller ferroviario clandestino. Locomotoras decrépitas -abuelas de la Revolución Industrial- recibían transfusiones de aceite y chatarra. Quise hablar con los mecánicos: "Le train… quelle heure?". Sus respuestas en hasanía sonaron a "andá a saber, gringo". Saqué fotos de engranajes vomitando óxido, pero las verdades útiles se las llevó el viento. Al caer el sol, el enigma se volvió denso: ¿Por qué ningún local venía a esperar el tren si es su única conexión con la costa? ¿Y si el mercachifle nos había mentido para que compráramos más Coca-Cola? ¿Cuántas horas podríamos esperar sin que la arena nos convirtiera en estatuas de sal? 23:00. Cada vibración en los rieles nos erguía como perros de Pavlov. "¡Ahí viene!"… Farsa. Sólo convoyes espectrales arrastrando tres vagones vacíos. Gleb escupía palabras en ruso que debían significar "puta madre" o "revolución de octubre fue un error". 00:30. El dragón llegó rugiendo, pero ni siquiera aminoró. Nos escupió su indiferencia mientras aceleraba hacia Nouadhibou. Gleb propuso pagar 40 euros por un hotel donde las cucarachas tenían tarjeta de membresía. "Ni loco", dije. Caminamos 1.5 km bajo un cielo que parecía sacado del Guernica, hasta que una pickup de obreros nos rescató. El conductor, hablando un inglés salpicado de francés árabe, filosofó: "África no tiene prisa, amigos. Ustedes quieren domar el tiempo, pero aquí el tiempo los domará a ustedes". Nos dejó frente a un edificio que gritaba "aquí se alquilan pesadillas": dos habitaciones con colchones que guardaban memorias de sudores ajenos, baño con hongos cultivados desde la era Mubarak. Precio: 30 euros por la suite de la desolación. Gleb se rindió ante una puerta chirriante; yo desenrollé mi bolsa de dormir sobre un sillón que habría sido testigo del golpe a Allende. Ahí brilla el oro de ser argentino: cada vez que un local escuchaba "de la tierra de Messi", sus ojos se iluminaban como faros en niebla. Al día siguiente, mientras comprábamos agua y pan ácimo en pulperías de tercera categoría, los dueños ignoraban a Gleb ("Rusia… ¿eso queda en Europa?") y a mí me regalaban dátiles: "¡Maradona! ¡Diegoooo!". Hasta el mercachifle de la estación, que antes nos veía como idiotas útiles, me ofreció té gratis: "Para vos, amigo Messi". El fútbol como pasaporte emocional: Messi y el Diego nos abrieron más puertas que cualquier visa Schengen. 16:00. De vuelta en el infierno de botellas. El mercachifle nos guiñó un ojo: "Eh, gauchos tercos… hoy tampoco hay tren".
Yo preparad0 para viajar sobre el vagon del tren, de noche y todo cubierto
"Amanecer en el desierto del Sáhara
Pero entonces llegaron los muchachos de Malí: cinco jóvenes con túnicas azul índigo que desafiaban el paisaje gris. "Occidente nos pinta de terroristas para no ver su propio miedo", dijo uno mientras compartíamos un termo de té con hierbas amargas. Me contaron cómo el bloqueo turístico ahoga su economía: "En Bamako hay hoteles vacíos y guías que olvidaron su oficio. Los yihadistas están en el norte, pero nos castigan a todos". Su amargura tenía sabor a verdad: "Cuando un león mata a un turista en Kenia, no cierran todo el Serengueti. ¿Por qué con nosotros sí?". Al anochecer, la estación se transformó: mujeres con fardos de ropa atados con cinturones de tela, niños cargando cajas de zapatos llenas de especias, ancianos que enviaban gallinas vivas a parientes en Nouadhibou. El tren era su correo postal, su Amazon de los pobres. 20:00. Mi cuerpo pedía tregua -otra noche en Zouerate sería insoportable-. Pero rendirse habría sido como dejar que Maradona fallara ese penal a los ingleses. Aguardaría hasta que el Sáhara se cansara de jugar con nosotros.
Yo en el Tren de Hierro con vagones cargados de mineral y el desierto del Sáhara de fondo
Vagones del Tren de Hierro cargados
La estación había mutado en un zoco nocturno: familias compartían pan ácimo bajo la luna, comerciantes malíes rezaban sobre mantas ajadas y niños ofrecían dátiles en latas oxidadas. La soledad del día anterior ahora era un bullicio de certeza: el tren llegaría. Me transformé en un creyente del hierro, ansiedad y pesimismo relegados a recuerdos viejos. Quise clavar en la memoria cada detalle: mujeres amamantando entre sacos de arroz, ancianos cuyas arrugas contaban viajes imposibles, el olor a aceite quemado que se mezclaba con el incienso de las oraciones. A medianoche, el monstruo férreo irrumpió escupiendo luces cegadoras. Seguí al pie de la letra el consejo de Nelson: “Subí al vagón de encomiendas. Cuando frenen para enganchar los vagones de mineral, corrés como si te persiguiera el demonio”. Subimos con Gleb a un furgón que era un museo del absurdo: bidones agujereados, cajas con gallinas vivas, neumáticos que habrían sido testigos de revoluciones fallidas. La mayoría viajaba en los vagones de pasajeros, casi gratuitos pero con precio, lo que dejó nuestro refugio con doce almas: yo, Gleb, los cinco malíes de sonrisas indestructibles, y seis locales cuyas manos parecían talladas en ébano. El tren arrancó, pero frenó brusco ante gritos en hasanía. Faltaba un pasajero. Desde abajo nos lanzaron sogas gruesas, y entre todos izamos una carga que pateaba con furia de fiera. Al final, emergió un burro completo, amarrado entre sacos de harina como un náufrago resignado. No juzgué. ¿Con qué derecho? En el Sáhara, hasta los burros tienen pasaje VIP. Mi mente ya calculaba el salto al vagón mineralero, ahí mismo, antes de que el tren retomara la marcha. En el clímax del caos, un operario con overol manchado de óxido nos señaló: “¡Vengan, muchachos!”. Nos coló en la cabina de la locomotora, donde el maquinista –un tuareg con gafas de aviador que habría protagonizado películas postapocalípticas– nos dejó viajar hasta la frenada definitiva. Frente a los 200 vagones cargados de hierro, elegí el mío como quien elige trinchera: envolví la mochila en bolsas de plástico selladas con precisión de joyero, ajusté el turbante al estilo bereber aprendido en Merzouga, y organicé los ocho litros de agua que serían mi pacto con la supervivencia. La felicidad era un zumbido en las venas. Sabía que estos instantes –frágiles como alas de libélula– son la sangre del viaje: fugaces, crudos, adictivos. Media hora después, el tren enganchó los vagones de mineral y partió hacia el Atlántico. ¡Adiós, Zouerate! La primera hora fue un éxtasis cósmico: acostado sobre el hierro, bajo un cielo estrellado que habría hecho llorar a Van Gogh. Luego, el cansancio de dos días sin dormir me derribó. Soñé que Maradona conducía la locomotora esquivando dunas como si fueran defensores ingleses. La noche fue un suspiro soportable: 13°C, no los 0°C profetizados. Bendije a Nelson y Denis por haberme librado de cargar ropa innecesaria. Con buzo y pantalón grueso, solo mis manos quedaron expuestas, testigos mudos del frío que nunca llegó. El amanecer se coló a las 6:30 entre nubes bajas, tímido al principio, hasta que el sol desgarró el horizonte con un naranja incandescente. Segundo acto cumplido: ver al astro rey nacer desde el lomo del tren. Solo faltaba el ocaso para cerrar la trilogía sahariana. La mañana transcurrió entre paradas inexplicables y paisajes espectrales: casas de adobe semiderruidas, pozos secos custodiados por niños descalzos, ancianos que escupían al paso del tren como maldición ancestral. Me repetí: “El humano sobrevive hasta donde el desierto permite”. En Choum, compré dos litros más de agua a niños cuertas sonrisas valían más que el regateo. Pagué sin cuestionar: regatear líquido vital en el infierno dunar me pareció blasfemia. Los ocho litros serían mi salvoconducto. Al mediodía, el termómetro escaló a 36°C. Para las cuatro de la tarde, 42°C convertirían el vagón en un horno industrial: el hierro quemaba a través de la ropa, el aire en los costados era un soplo de dragón, y solo en la cima del mineral, con el viento azotando el rostro, se respiraba algo parecido a la esperanza. No comí: el cuerpo clamaba hidratación, no alimento. A las tres de la tarde, el agotamiento me tenía en pie por puro testarudez argentina. "¡El que abandona, no tiene premio! ¡Si te sofoca! ¿A quién le importa?" profesa el Indio Solari en Sopresa de Shangai, y siguiendo su lunfardo, rendirse no era una posibilidad. Aguardé el ocaso, sabiendo que el Sáhara guardaba su obra maestra para el final.
El tren meta furia avanzando bajo el intenso sol del mediodía
Dos casas aisladas en medio del desierto
A las seis de la tarde, cuando el sol comenzaba su ritual de despedida, el tren frenó sin razón aparente. Ya no cuestionaba nada: en el Sáhara, las paradas son axiomas. Los niños de un pueblo sin nombre nos saludaban con manos que dibujaban sombras en el aire, pero la alegría se cortó con la llegada de una camioneta de la gorra. Dos policías con actitud de mercenarios hollywoodenses me señalaron: "¡Securite, securite!". Bajé con todo mi equipo –mojado en polvo de hierro– y me encajaron en la parte trasera del vehículo. Recorrieron los vagones sacando a Gleb, dos alemanes curtidos y un par de yanquis que viajaban con guías pagados (clásico: gringos que confunden África con un parque temático). La camioneta voló sobre la arena como si persiguiera a Bin Laden, pero el verdadero peligro estaba en las miradas de los uniformados. Nos dejaron en los vagones de pasajeros con un cuento barato: "Alguien se cayó del tren". Todos sabíamos la verdad: querían coimas o controlar nuestras fotos. Pagamos los tickets ridículos y seguimos viaje entre risas. Yo era el payaso involuntario: cara y barba teñidas de óxido, turbante deshecho. Hasta Gleb, el ruso serio, soltó una carcajada. En el vagón conocí a Eduardo, saharaui de ojos claros y español perfecto que volvía de los campos de refugiados de Tindouf. Su historia era un puñetazo al colonialismo: "Marruecos nos robó el territorio con ayuda de EE.UU. y Europa. Luchamos desde 1975, pero al mundo le importamos menos que un reality show". Mientras hablaba, el atardecer empezó a pintar el desierto de morados imposibles. Eduardo, viendo mi última botella de agua caliente, sacó dos frescas de una hielera. "Para vos, hermano", dijo. Quisimos pagarle, pero se negó con dignidad de quien sabe que la generosidad es la última moneda fuerte en el infierno. El tren frenó de nuevo. Última chance para el ocaso. Me escapé sigiloso a un vagón de mineral, trepé como mono en fuga, y ahí estuvo: el sol se desplomó en el Sáhara como una bola de fuego derrotada, tiñendo el hierro de tonos sangrientos. Tercer acto consumado. La noche nos encontró exhaustos. El tren avanzaba a 30 km/h, pero el tiempo ya no importaba. A las 2 AM llegamos a Nouadhibou. La policía, fiel a su rol de villanos de tira cómica, nos revisó los teléfonos para borrar fotos del tren. "Mi batería murió hace rato", dije mostrando el aparato inerte. El dueño del hostal nos susurró: "Sólo querían plata, che". A las 3:30 AM, después de 26 horas de viaje, una ducha tibia y un plato de cuscús compartido con Gleb y los alemanes fueron el éxtasis posapocalíptico.
Vagones bajo el calor extremo del mediodia
Atardecer espectacular visto desde los vagones del Tren del Desierto en Mauritania
Concluyo estas lineas donde las empece, en Palau Kilimantung, donde el mar indonesio borra con indiferencia las huellas que el Sáhara dejó en mis botas. Pero es allí, en esos 700 km de rieles clavados sobre arena y olvido, donde aprendí que los viajes verdaderos no se miden en kilómetros, sino en las grietas que abren en nuestro ser. El Tren del Hierro de Mauritania fue un espejo brutal: me mostró un mundo de contradicciones y, en ellas, reflejos de mí que nunca quise ver. El desierto no es un paisaje. Es un maestro que enseña con el látigo del sol y la caricia de las estrellas. Allí, entre vibraciones de metal caliente, entendí que la felicidad no es un destino, sino fogonazos efímeros: los veinte minutos robados al ocaso mientras el sol sangraba sobre el hierro, la botella de agua fresca que Eduardo —el saharaui de ojos claros y español perfecto— me ofreció sin pedir nada a cambio, la carcajada cómplice de Gleb al verme convertido en estatua de óxido con aires de faraón derrotado. Son instantes que no caben en fotos, solo en el costurero de la memoria. En este tren —arteria abierta de un país que sangra mineral para saciar la sed de potencias lejanas— se condensan todas las paradojas de nuestro tiempo. Migrantes malíes que cruzan el infierno dunar para llegar a costas donde los esperan pateras y sueños rotos. Turistas que pagan fortunas por una aventura "auténtica" mientras el maquinista tuareg gana menos que sus zapatillas. Policías corruptos que extorsionan con una mano y rezan con la otra, encarnando la esquizofrenia moral de sistemas podridos hasta la médula. Pero entre tanta sombra, el desierto sembró destellos de una humanidad tercamente luminosa. Eduardo, con su historia de resistencia en los campos de Tinduf, me enseñó que existir es ya un acto revolucionario: "Nos borran los mapas, pero seguimos respirando", me dijo mientras compartíamos un té amargo que sabía a dignidad. Los obreros que reparaban locomotoras decrépitas con devoción de relojeros, sabiendo que su sudor alimentaría familias en Nouakchott. La abuela mauritana que, sin entender mi idioma, me entregó un dátil arrugado al ver mi boca seca. Gestos mínimos que son bengalas en la oscuridad. Aprendí que viajar en este tren no es "cruzar el Sáhara". Es dejar que el Sáhara te cruce, que sus arenas reescriban tu ADN. Hoy llevo en las venas partículas de magnetita que murmuran verdades incómodas: la incomodidad es la mejor maestra, la precariedad desnuda lo esencial, la belleza más pura brota donde el mundo decide que no debería haberla. En los rostros cubiertos de polvo, en los atardeceres que nadie sube a Instagram, en las luchas silenciosas que no tienen hashtag. Cuando llegué a Nouadhibou —con la barba teñida de óxido y el alma en carne viva— entendí por qué volvemos a estos lugares que nos desgarran: porque en ellos encontramos pedazos de nosotros que no sabíamos perdidos. El Sáhara me dejó cicatrices de hierro, sí, pero también la certeza de que en un mundo obsesionado con el confort, los viajes incómodos son los últimos actos de rebeldía. Eduardo me lanzó una pregunta que aún resuena: "¿Contarás esto en tu país o lo guardarás como anécdota para cócteles?". Este tren no fue una anécdota. Fue un rito de paso. Un viaje donde el desierto me desolló para revelar al nómade antiguo que llevaba dentro, ese que sabe que pertenecemos a las tierras que nos hieren, no a las que nos arrullan. Hoy, frente al Atlántico con un mate entre las manos, pienso en las palabras del maquinista tuareg mientras atravesábamos la noche: "El desierto no perdona, pero tampoco miente". Y así, entre arena y sal, descubrí mi propia ecuación vital: viajar es resistir. Resistir a la indiferencia, a las fronteras imaginarias, al miedo disfrazado de comodidad. El tren sigue corriendo. Yo sigo escribiendo. El desierto, como siempre, sigue ganando.