Selecciona la ciudad o ruta para acceder a las galerías
Nombrar a Mauritania es convocar un territorio que desborda fronteras y mapas. En el noroeste africano, donde el Sahara se despliega como un océano de dunas sin orillas, surge un país que respira en magnitudes desmesuradas. Aquí, la inmensidad no es paisaje: es norma, destino y sentencia. La arena dicta los caminos, el sol forja cada jornada como un yunque incandescente, y la vida se sostiene en un equilibrio que parece imposible, pero que perdura.
El idioma oficial es el árabe, aunque la realidad suena en múltiples registros: el hassanía resuena en los mercados, el francés ordena papeles y trámites, y lenguas africanas aún vibran en aldeas y caravanas. La fe islámica impregna la rutina como columna vertebral, no como adorno: organiza horarios, perfuma saludos, regula leyes. En las ciudades, el llamado a la oración suspende el tránsito; en los pueblos, estructura la jornada con la precisión de un reloj invisible.
El nomadismo continúa como un pulso inquebrantable. Ganados recorren llanuras abrasadas, tiendas se levantan bajo cielos inabordables, y las familias aprenden a interpretar el viento como quien lee un libro abierto. En paralelo, el cemento se acumula en Nuakchot y en Nouadhibou, donde el hormigón intenta fijar lo que siempre fue movimiento.
Mauritania no concede atajos. El agua se raciona como tesoro, las distancias transforman cualquier trayecto en epopeya, y la luz del desierto arde con la intensidad de un crisol. Sin embargo, entre esas exigencias emergen apariciones que se incrustan en la memoria como relámpagos de arena: el Banco de Arguin cubierto por bandadas infinitas, manuscritos antiguos resguardados en las montañas de Adrar, un horizonte de dunas encendidas al caer la tarde. Lo que se entrega no es fugaz: queda grabado en el horizonte interior con la solidez de lo irrepetible.
Entre todos los símbolos, el Tren de Hierro se impone como mito. Una columna de vagones de más de dos kilómetros atraviesa el Sahara desde las minas de Zouerate hasta el Atlántico. No hay concesiones al confort ni ornamento en su presencia: se manifiesta como criatura desmesurada, un monstruo metálico que arrastra mineral y polvo con estrépito incansable. Subirse a él significa aceptar una prueba, un rito de hierro y arena que rebasa cualquier noción de viaje común.
Mauritania resiste la observación superficial. No halaga, no suaviza, no concede. Es un umbral donde tradición y modernidad se entrelazan como dunas en perpetuo movimiento. Lo que sigue en estas páginas no pretende responder preguntas, sino abrirlas: ¿cómo se sostiene esa voluntad en lo cotidiano? ¿Qué rostros encarnan esa tenacidad bajo un cielo implacable? Este relato no busca clausurar enigmas, apenas invitar a caminar dentro de ellos.
Pero, ¿cómo se forja esa voluntad en el día a día? ¿Qué historias y rostros se esconden tras ese esfuerzo colectivo? Las páginas que siguen son un viaje hacia el corazón de esa persistencia, un intento de cartografiar el pulso humano que late bajo el cielo implacable y en la quietud ancestral de su tierra. Y esa persistencia es, quizás, su mayor marca de identidad.
Leer Historia de MauritaniaCapital: Nuakchot
Población: 4.6 millones (2023)
Idiomas: Árabe (oficial), francés (administrativo), hassanía (dialecto árabe), lenguas africanas como el pulaar, soninké y wolof.
Superficie: 1,030,700 km² (28º país más grande)
Moneda: Ouguiya (MRU), 1 USD ≈ 37 MRU (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Islam (99.9%), principalmente suní.
Alfabetismo: 53% (aproximadamente)
Educación y sanidad: El sistema educativo y de salud enfrenta desafíos significativos, especialmente en zonas rurales. La sanidad pública es limitada, y se recomienda contar con seguro médico internacional.
Trabajo: La economía se basa en la minería (hierro), la pesca y la agricultura. La tasa de desempleo es alta, especialmente entre los jóvenes.
Deporte más popular: Fútbol.
Seguridad: Mauritania es un destino relativamente seguro, pero se recomienda precaución en áreas cercanas a las fronteras con Mali debido a la presencia de grupos armados.
Ciudadanos argentinos: Requieren visa para ingresar a Mauritania. La visa se obtiene on arrival en aeropuertos o fronteras terrestres habilitadas. La estadía permitida es de 30 días.
Proceso en la frontera:
Requisitos para la visa:
Fronteras habilitadas para visa on arrival:
Enlaces oficiales:
Nota: La frontera con Argelia esta abierta. Pero el gobierno Argelino tiene requisitos estrictos con respecto al otorgamiento de visa para ingresar a su territorio.
Oferta económica para viajeros: La oferta de hospedaje económico en línea es limitada, pero hay opciones accesibles si buscas en persona o sigues recomendaciones de otros viajeros.
Mi experiencia personal: En Knouchat, encontré bungalows privados por 7 EUR por noche. Eran bastante cómodos, con restaurante en el lugar y duchas de agua caliente. El dueño del local me ayudó a organizar mi recorrido por el país y me proporcionó datos y teléfonos de otros hospedajes económicos para mochileros.
Precios aproximados:
Oferta en línea: Para hospedajes más lujosos, la oferta en línea es más amplia, pero los precios son significativamente más altos. Puedes encontrar opciones en plataformas tradicionales como Booking.com o Airbnb, pero no son las más económicas para mochileros.
Consejo: Si buscas opciones económicas, pregunta a otros viajeros o dueños de hospedajes locales. Muchos lugares no están listados en línea, pero ofrecen precios accesibles y servicios básicos.
Transporte interurbano: En Mauritania, el transporte no está dominado por grandes compañías. Se caracteriza por minibuses que cubren rutas específicas y salen a medida que se completan. La mayoría de las rutas comienzan o terminan en Nouadhibou.
Frecuencias y precios aproximados:
Consejos:
Transporte urbano:
Nota: El transporte en Mauritania es informal y puede variar según la demanda y las condiciones del camino. Siempre pregunta a los locales sobre las opciones más recientes y confiables.
Clima en Mauritania: Mauritania tiene un clima desértico, con temperaturas extremas durante el día y noches frescas o frías. Las condiciones varían según la región, por lo que es importante planificar el viaje según la época del año y las actividades que quieras realizar.
Mejor época para visitar:
Épocas a evitar:
Consejos según la región:
Nota: Si planeas viajar durante la temporada de lluvias (julio a septiembre), verifica las condiciones de las carreteras y las rutas de transporte, ya que algunas áreas pueden volverse inaccesibles.
Telefonía móvil: Las principales operadoras son Mauritel, Chinguitel y Mattel. Puedes adquirir una SIM en aeropuertos o tiendas locales.
Consejos para Viajeros:
Explora Mauritania con esta guía práctica. Selecciona una ciudad para ver sus lugares clave:
Mauritania establece sus propios términos con una quietud absoluta. El horizonte infinito y el silencio profundo reconfiguran la percepción del espacio y el tiempo. La arena registra el ritmo de un pulso ancestral, donde cada duna guarda la memoria de caravanas y la paciencia de siglos.
La economía de gestos define la interacción humana. La sombra de una jaima se ofrece como refugio universal, y el té caliente se comparte en un ritual que trasciende el lenguaje. Esta hospitalidad no nace del protocolo, sino de un conocimiento práctico de la supervivencia en la aridez.
Mi cuestionamiento persistió a lo largo de la travesía: ¿presenciaba una forma de resiliencia admirable o la normalización de una lucha extrema? La respuesta surgió al atardecer, observando a un grupo de nómadas guiar su rebaño entre las dunas. La clave estaba en la precisión de sus movimientos, en la eficiencia de un saber transmitido por generaciones. La vida aquí se afirma con una austeridad que desarma.
El legado de Mauritania es una huella de hierro y polvo. Una comprensión de que la auténtica fortaleza reside en la adaptación silenciosa a lo esencial. Este lugar deja la marca de una lucidez áspera, un recordatorio permanente de los límites y posibilidades de la existencia, como si el desierto mismo se hubiera convertido en un veredicto implacable que no devuelve reflejos complacientes, sino la imagen desnuda de lo que somos cuando todo artificio se disuelve.
Los veteranos mochileros lo decían con gravedad: “En África, las fronteras son pruebas de carácter”. La frase, que parecía exageración, se volvió certeza al cruzar del Sahara Occidental a Mauritania. Oficinas mínimas con ventiladores oxidados, pasaportes que giraban como dados en manos de funcionarios, horas que se disolvían en humo de cigarrillos y vasos de té a medio terminar. Cuando el sello azul golpeó mi pasaporte y regresé al minibús, estalló un aplauso. Voces corearon ¡Argentino! con la euforia de un estadio, y entendí que había entrado en un orden distinto del mundo. El reloj marcaba dos de la mañana cuando los faros del vehículo nos depositaron en la capital.
Nouakchott surgió sin cimientos firmes y se extendió como mancha de aceite sobre arena. En sus calles, taxis desvencijados transportan cabras en el techo, cibercafés detenidos en los noventa siguen abiertos como fósiles tecnológicos, y talleres improvisados devuelven vida a neumáticos ardiendo en caucho derretido. La ciudad late en improvisación constante. Rostros anónimos convierten cada salam aleikum en invitación a un vaso de té de menta, y la Gran Mezquita, con minaretes que cortan el horizonte, se alza como eje espiritual que ordena la jornada.
Yo esperando para cruzar a Mauritania en la frontera del Sahara Occidental
Pibes jugando al futbol
Me alojé en los bungalows de Sébastien, francés que cambió cuchillos de chef por llaves de hostal. Allí descubrí que en Nouakchott lo formal y lo íntimo se confunden: empleados que actúan como familia, viajeros que se transforman en cómplices, equipajes que se guardan como parte de la casa. Desde ese refugio nació la organización de mi viaje al interior; allí se trazaron mapas, se simplificaron trámites y se despejó el camino hacia Tergit.
Un mediodía fui invitado por una familia originaria de Costa de Marfil. La mesa era sencilla, los gestos hospitalarios inmensos. Cocinaron un plato típico de su tierra, servido en una gran fuente de la que todos comimos con la mano derecha. El sabor ardía con especias y se mezclaba con la risa que acompañaba cada bocado. Más que la receta, quedó lo compartido: la intimidad de comer en círculo, la complicidad que se da sin palabras, la certeza de haber sido acogido. Ese almuerzo se convirtió en parte del viaje, tan importante como cualquier ruta marcada en un mapa.
Nouakchott fue también la entrada a lo que considero la verdadera África. No la disfrazada por vitrinas de consumo ni por el turismo que pule aristas, sino la que se muestra entera, sin dobleces. Aquí el mercado expone su caos, los trámites revelan su lentitud, la vida no pretende suavizarse para el visitante. Esa crudeza se transforma en revelación: un continente que se entrega con dignidad, sin maquillajes.
La ciudad enseña sin necesidad de discursos. La basura se acumula porque la energía se concentra en lo vital; los niños convierten latas en juguetes; los funcionarios manipulan el tiempo como un río paciente que siempre llega a destino. El viajero aprende en esos detalles: en el nombre coreado dentro de un minibús, en la sonrisa que abre paso al cansancio, en el té compartido que marca el ritmo de una jornada. Nouakchott se impone como capital improvisada, manual vivo de resistencia, lugar que no se olvida porque se instala en la experiencia como cicatriz luminosa.
Panorámica del Oasis de Terjit desde la montaña
Yooa mirando el Oasis de Terjit
El minibús rumbo a Tergit demoró en salir. Dos horas bajo un sol que derretía las sombras, con pasajeros que aparecían de a poco, como gotas sobre arena encendida. Mis primeras compañeras fueron seis cabras enjauladas; su balido seco acompañaba el traqueteo del chasis. Elegí un asiento junto a la ventana esperando un poco de aire; a media mañana el termómetro marcaba treinta y ocho grados y el olor del pelaje se mezclaba con el sudor de todos. Tres controles policiales interrumpieron la ruta y entregué copias del pasaporte; el viaje siguió entre gestos de cansancio y polvo acumulado.
El silencio se quebró en el kilómetro ochenta y siete. Un joven con camiseta del PSG encendió en su teléfono el clásico Arsenal–Tottenham. El minibús se convirtió en tribuna ambulante: ancianos tuareg gritaban “¡Gooool!” con la furia de relatores, madres con niños en brazos señalaban jugadas con dedos expertos, y yo terminé comentando las acciones. El fútbol actuó de puente: la pantalla fue idioma común y la excitación recorrió todo el vehículo.
Llegamos a Tergit al caer la tarde. En la entrada, dos policías de uniforme desteñido y fusiles al hombro controlaban el paso. Las voces más altas vinieron de los chicos descalzos que saltaban en una pileta de cemento rajado: “¡Maradona! ¡Maradona!” gritaron al verme. Pregunté cómo lo conocían y uno mostró un celular con la pantalla rota: “YouTube”, respondió. La repetición en bucle había hecho de Diego un mito portátil.
Estructura de chapa traicional mauritana
Casa con arquitectura típica
Diego en Tergit se desplegaba en tres planos: el pibe que en el ’86 humilló a Inglaterra, el héroe que elevó a Nápoles y, finalmente, el hombre cuyas caídas también contaron. En ese rincón del Sahara su nombre funcionaba como contraseña: una forma de expresar la revancha de los de abajo frente a los poderosos.
Aisha, trabajadora de la posada, me guió por calles de tierra bordeadas por casas de chapa y barro. Mi choza era mínima: adobe, colchón en el suelo, mosquitero colgado. Detrás del alojamiento, veinte escalones naturales llevaban a una loma desde donde el oasis se abría: palmeras agrupadas en verde intenso que enfrentaban la extensión del Sahara.
Panorámica alternativa
Otra perspectiva del Oasis
Conocí a Jemal esa noche. Sus manos ásperas hablaban tanto como su palabra. Al amanecer, Aisha cocinaba huevos con verduras después de rezar; cada plato servido prolongaba esa devoción que marcaba la jornada. Jemal explicó su modo de entender el lugar: el tiempo se vive en acciones y relatos pasados de boca en boca; la hospitalidad vuelve a establecer vínculos día tras día.
Habitante local caminando por la comuna
Niños bañándose en una piscina
Los días en Tergit enseñaron la fuerza de lo simple. Los niños se arrojaban a las piscinas naturales con carcajadas que llenaban el valle. Cada ronda de té funcionaba como pacto: azúcar dosificado con cuidado, vasos que circulaban entre todos. Las tareas diarias —reparar un techo, juntar leña, cargar agua— se realizaban con la seriedad de quien entiende que cada detalle sostiene la vida.
Tergit quedó como ejemplo de entereza colectiva. Allí la escasez se volvió recurso inventivo, la hospitalidad regla cotidiana y la alegría práctica de quienes resisten. Me traje escenas concretas: el grito de “Maradona” en la voz de chicos descalzos, el té espeso que marcó las tardes, y la evidencia de que, en medio del desierto, lo esencial se presenta sin disfraces.
Nueva panorámica del Oasis de Terjit, Mauritania
Otra estructura mauritana en el Oasis
Conclusión: Tergit opera bajo física cuántica: es mapa y territorio, refugio y espejo. Al partir hacia Zouerate —umbral del tren mineralero— comprendí que los oasis no son accidentes geográficos, sino estados de consciencia. Pequeños universos donde las cabras viajan en primera clase, los policías gritan *¡Messi!* antes de *¡alto!*, y cada taza de té es un tratado de diplomacia cultural. ¿Qué queda de un viajero después de Tergit? La certeza incómoda de que la felicidad no se compra, se cultiva. Y que, a veces, para encontrarla, hay que perdernos en lugares donde ni Google Maps se atreve a entrar.
Escribo estas líneas desde Palau Kilimantung, isla diminuta donde el océano arrasa con toda noción de medida. La lluvia se desploma como telón de acero líquido, borrando el horizonte, pero ni ese diluvio logra apagar el azul feroz que late debajo. Acá, rodeado de agua infinita, surge otra inmensidad: la del desierto mauritano y el dragón metálico que lo atraviesa. Hablo del tren de Zouerate, la odisea más brutal de mi vida.
La víspera en Tergit fue de insomnio. Jemal, dueño del hospedaje, me dibujó con un dedo terroso la ruta hacia el monstruo: “Taxi, minibús, paciencia. A las seis pasa.” Su abrazo olía a té verde, humo y tierra seca. A las cinco ya estaba en la calle, no porque temiera perderlo, sino porque presentía que ese día se escribiría a fuego en mi biografía. El taxista apareció a las siete, sonrisa de desdentado y Peugeot 504 que parecía sobreviviente de mil guerras. En cualquier otra vida lo hubiera insultado por la demora, pero el Sahara me había enseñado que el tiempo no obedece a relojes: se mide en vasos de té, en silencios, en esperas que se eternizan hasta volverse parte del viaje. Subí sin protestar. El auto volaba sobre el asfalto quebrado. “Si no acelero, perdés la minivan”, me dijo esquivando dunas que mordían la ruta. En su lógica había verdad: en estas latitudes, los transportes parten solo cuando la humanidad comprimida alcanza su punto de ebullición. La estación era un descampado de polvo y resignación. Cabras enjauladas sobre techos oxidados, ancianos con turbantes impecables, niños con ojos de carbón. Me señalaron el minibús: un ataúd de chapa cargado de viajeros y bultos. Ahí conocí a Gleb: ruso, barba de cosaco, mirada de invierno. Su rostro parecía cincelado por Repin, pero debajo latía un trotamundos que había trasegado Dubái, Estambul, Bangkok. La física de la proximidad nos hizo hermanos por decreto: setecientos kilómetros de baches forjaron la complicidad que solo conocen quienes se aprietan contra extraños en tierras abrasadas.
Zouerate nos vomitó al mediodía, bajo un sol que rajaba huesos. La estación se extendía desierta, un páramo de polvo y silencio. No había dragones a la vista, solo la sospecha de que en algún momento, desde el horizonte mineral, aparecería el coloso. Botellas vacías rodaban como huesos de plástico, perros famélicos buscaban sombra bajo techos herrumbrados, mecánicos sin destino remendaban locomotoras invisibles con alambre y fe. Era un escenario de espera interminable, un teatro sin actores donde el protagonista aún no entraba en escena.
Tren de Hierro de Mauritania cruzando el desierto del Sáhara
Niños vendiendo agua al costado de las vías del Tren de Hierro
Nos refugiamos bajo un techo ondulado. Un mercachifle apareció con galletas saladas y Coca-Cola tibia. “Medianoche”, dijo, y su dedo apuntó al horizonte. Dudé de su sabiduría tanto como de su higiene, pero en Mauritania hasta la mentira puede convertirse en brújula. Las horas se pudrieron. Cada vibración en los rieles nos ponía de pie como animales amaestrados. Pasaban convoyes espectrales, fantasmas de hierro. A medianoche, el dragón apareció… y siguió de largo, indolente, como si nos escupiera en la cara.
Terminamos en un hotel infecto: colchones que rezumaban sudores ajenos, cucarachas con pedigree. Pero ahí se encendió el milagro: bastaba decir “Argentina” para que las miradas se iluminaran. “¡Messi!”, “¡Maradona!”. El Diego regalaba dátiles, el Diego pagaba tazas de té. Su nombre era salvoconducto más fuerte que cualquier pasaporte.
Al día siguiente volvimos a la estación. Los malíes de túnicas azul índigo se sumaron a la espera. “Nos llaman terroristas para justificar su miedo”, me dijeron. Contaban de hoteles muertos en Bamako, de guías olvidados, de un turismo fusilado por titulares europeos. Su bronca era un espejo honesto: cuando un león devora a un viajero en Kenia, el parque sigue abierto; cuando la guerra toca Malí, Occidente clausura todo el mapa. Esa tarde el descampado se volvió zoco: mujeres con fardos, ancianos con gallinas vivas, niños ofreciendo dátiles en latas oxidadas. La certeza crecía: esa noche, el tren vendría.
Estación de inicio del Tren de Hierro en Zouerat, paisaje industrial estilo Mad Max
Locales rezando antes de subir al Tren
Y llegó. Con rugido de bestia mitológica, con faros que desgarraban la penumbra. Subimos primero a un vagón de encomiendas: cajas de gallinas, neumáticos huérfanos, bidones desdentados. Doce almas apiñadas en un museo del absurdo. De pronto, sogas lanzadas desde abajo. Entre todos izamos una carga que pataleaba: un burro envuelto en sogas entre sacos de harina. Nadie se sorprendió. En el Sahara, hasta los burros viajan en primera.
Un operario nos señaló y nos condujo hasta la cabina. El maquinista, un tuareg de gafas de aviador y rostro de guerrero posapocalíptico, nos recibió con un gesto de hospitalidad improbable. En lugar de arrancar de inmediato, llevó la locomotora hasta donde esperaba la hilera interminable de vagones cargados de hierro, y allí nos dejó descender para elegir con calma. Yo escogí mi vagón mineralero como quien elige trinchera: cubrí la mochila con bolsas plásticas, ajusté el turbante, alineé las botellas de agua. Entonces sí, la locomotora enganchó, el dragón respiró profundo, y el tren arrancó.
La primera hora fue éxtasis puro: acostado sobre hierro tibio, bajo un cielo saturado de constelaciones que parecían respirar. En esa inmensidad sideral, la sensación era de navegar un océano suspendido, como si el tren no corriera sobre rieles sino sobre una vía tendida entre galaxias. La madrugada fue generosa: trece grados, nada del frío mortal anunciado.
Personas esperando el Tren de Hierro
Mercaderias, personas, y... Un Burroooo
El amanecer se abrió a las seis y media: un sol naranja rasgó el horizonte. Segundo acto cumplido. Faltaba el ocaso.
El día fue tortura. El metal ardía bajo la ropa, el aire era fuego, el vagón un horno de fundición. El cuerpo solo pedía agua. A las cuatro de la tarde, cuarenta y dos grados desintegraban cualquier voluntad. Repetía en mi cabeza al Indio: “El que abandona no tiene premio.” No abandoné.
Cuando el sol comenzó su descenso, el tren frenó sin motivo. Permanecí en el vagón. Y lo vi. El ocaso estalló sobre el horizonte mineral en un incendio de rojos y violetas. El hierro se volvió sangre. Era el tercer acto de la tragedia cósmica.
Yo preparad0 para viajar sobre el vagon del tren, de noche y todo cubierto
"Amanecer en el desierto del Sáhara
La noche trajo policías en camioneta: nos bajaron con pretextos ridículos, buscando coimas. Nos devolvieron a vagones de pasajeros entre risas. Allí conocí a Eduardo, saharaui de ojos claros y español perfecto. Me habló del expolio marroquí, de la indiferencia global. Su historia era un puñetazo. Me regaló dos botellas de agua fría. En el infierno, la generosidad es el único milagro.
El tren llegó a Nouadhibou a las dos de la mañana. La policía revisaba teléfonos para borrar fotos. Mostré el mío, sin batería. Querían plata, no justicia. A las tres y media, después de veintiséis horas, una ducha tibia y un plato de cuscús fueron banquete sagrado.
Yo en el Tren de Hierro con vagones cargados de mineral y el desierto del Sáhara de fondo
Vagones del Tren de Hierro cargados
Hoy, frente al mar indonesio que borra todo, entiendo que no crucé el Sahara: el Sahara me atravesó. Me dejó partículas de hierro en la sangre, cicatrices de polvo en la piel, certezas en los huesos. La incomodidad es maestra, la precariedad revela lo esencial, la belleza surge donde nadie la espera. Y sin embargo, también aprendí otra lección: lo que para mí era aventura, para muchos es simple rutina. Un viaje sin higiene ni respiro, con horas de calor insoportable, con la incertidumbre de si la policía dejará o no llegar a destino. Mientras yo celebraba la épica, ellos solo intentaban sobrevivir en un trayecto que, lejos de ser leyenda, es prueba diaria de resistencia.
El tren sigue corriendo. Yo sigo escribiendo. Y la planicie, como siempre, sigue ganando.
El tren meta furia avanzando bajo el intenso sol del mediodía
Dos casas aisladas en medio del desierto
Vagones bajo el calor extremo del mediodia
Atardecer espectacular visto desde los vagones del Tren del Desierto en Mauritania
En las cantinas oxidadas de Zouerate los viejos lo cuentan como leyenda. Dicen que nació en 1963, parido por el colonialismo francés para vaciar las minas. Que mide dos kilómetros y medio. Que arrastra doscientos vagones. Que lleva en el lomo veintidós mil toneladas de hierro rumbo al Atlántico. Que cada viaje mueve millones de dólares, pero en los pueblos solo deja polvo.
Los obreros lo llaman “dragón que escupe monedas”. Los mecánicos, con manos engrasadas, juran que el tren tiene alma propia, que se enoja, que se burla. Los maquinistas tuareg lo conducen con mirada de exiliados, sabiendo que ese monstruo les da de comer al precio de su salud. Al extranjero le parece un récord Guinness. Al país le funciona como arteria principal. Para los que esperan en las estaciones fantasma, es la línea entre hambre y supervivencia.