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Emiliano Zapata, Pancho Villa, Frida Kahlo, Diego Rivera, Octavio Paz, Rosario Castellanos, Roberto Gómez Bolaños, Sor Juana Inés de la Cruz, León Trotsky. Todos nombres tan distintos que parecen pertenecer a universos separados, y sin embargo convergen en México. Un país que es campo de batalla y refugio, altar y escenario, cicatriz y celebración. ¿Qué otro lugar reúne en una misma memoria revoluciones campesinas, exilios políticos, poesía universal, humor televisivo y cantos indígenas que sobreviven al paso de los siglos?
Chiapas guarda la raíz indestructible: voces mayas que todavía ordenan el presente, mercados que respiran como ceremonias, montañas que se niegan a olvidar. Oaxaca resplandece con la obstinación de sus artesanos, con la cocina que convierte el maíz en identidad y con las fiestas donde la pólvora se mezcla con el fervor religioso. En el norte todavía resuena el galope de Pancho Villa; en el sur, la siembra de Emiliano Zapata sigue germinando en la imaginación colectiva.
La Ciudad de México ofrece su propia lección en el metro al amanecer: una multitud que avanza como río humano, implacable y solidario. Yucatán revela la fragilidad de todos los imperios a través de sus ruinas mayas, y Quintana Roo esconde, detrás del turismo deslumbrante, caletas donde los pescadores aún cosen sus redes con paciencia heredada. El país no elige entre lo ancestral y lo moderno: los hace convivir con la naturalidad de lo inevitable.
Las calles mexicanas muestran esa convivencia brutal y luminosa: iglesias barrocas que todavía conservan sus frescos, grafitis que gritan justicia, puestos de tacos al lado de talleres mecánicos, altares improvisados que convierten la ausencia en canto. Y entre todo eso, aparece la chispa del ingenio: un puesto de aguas frescas que recuerda al Chavo, con carteles que prometen “la que parece de limón es de jamaica, pero sabe a tamarindo” o “la que parece de tamarindo es de limón” —publicidad improvisada que ríe de sus propias contradicciones, como si el sabor fuera un acertijo que todos aceptan jugar. México sabe reír incluso en medio de sus tensiones. Pero en esas mismas calles también se siente el pulso de lo contemporáneo: los murales que denuncian feminicidios, las consignas de migrantes que reclaman paso, y en el norte, la sombra de los carteles que marcan territorios con la misma fuerza con la que antes se pintaban fronteras.
Lo extraordinario se abre en cada detalle: en la cocina de las abuelas que preparan poc chuc con la paciencia de generaciones; en los murales que cuentan batallas con colores encendidos; en las flores de cempasúchil que en noviembre convierten la muerte en multitudinaria celebración. México no cabe en una definición única. ¿Es herida o es fiesta? ¿Es exceso o es memoria? ¿O acaso es, al mismo tiempo, todas esas cosas y algo más que aún no alcanzamos a nombrar?
Lee la Historia de MéxicoCapital: Ciudad de México
Población: 126 millones (2023)
Idiomas: Español (oficial), 68 lenguas indígenas reconocidas (náhuatl, maya, mixteco, zapoteco, etc.)
Superficie: 1,964,375 km² (14º país más grande del mundo)
Moneda: Peso mexicano (MXN), 1 USD ≈ 17 MXN (aproximadamente)
Religión: Predomina el catolicismo (78%), con creciente diversidad religiosa
Alfabetismo: 95% (aproximadamente)
Sistema político: República federal presidencialista
Zonas horarias: 4 diferentes (UTC-5 a UTC-8)
Electricidad: 127V, 60Hz (enchufes tipo A y B)
Turistas de la mayoría de países americanos y europeos: No requieren visa para estancias menores a 180 días.
Proceso de entrada:
Para trabajo o estudios:
Enlaces oficiales:
Ciudad de México:
San Luis Potosí:
Chiapas:
Quintana Roo:
Yucatán:
Notas importantes:
Urbano:
Interurbano (Estado de México):
Urbano:
Interurbano:
Urbano (Tuxtla/San Cristóbal):
Interurbano:
Urbano (Cancún/Playa del Carmen):
Interurbano:
Urbano (Mérida):
Interurbano:
Consejos clave:
Clima general: Varía enormemente por región. Temporada de lluvias (jun-oct), seca (nov-may).
Centro (CDMX, San Luis Potosí):
Sur (Chiapas):
Caribe (Quintana Roo):
Península de Yucatán:
Respeto a comunidades:
Dinero y transporte:
Migración y controles:
Seguridad básica:
Descubre el México auténtico: desde ciudades ancestrales hasta playas de ensueño, pasando por selvas y desiertos que albergan culturas milenarias.
México es pólvora encendida, maíz sagrado y cicatriz abierta. Salí del país con esa frase resonando en el cuerpo. En los caracoles zapatistas viví la autonomía como una arquitectura cotidiana: escuelas organizadas por la comunidad, clínicas que funcionan con recursos locales, asambleas que fijan rumbo y castigan con la fuerza del consenso. Esa práctica política opera como pedagógica: enseña a gobernar la vida desde abajo, a construir instituciones que responden al pueblo y a nombrar la dignidad como materia primera de la política.
Recorrí playas ocupadas por cadenas hoteleras y comprendí que el turismo moderno produce desplazamientos económicos que reconfiguran territorios enteros. Hoteles que multiplican sombra sobre arenas, permisos que privilegian inversión extranjera, proyectos que alteran acuíferos y playas. En Bacalar la laguna exhibe presiones urbanas; en Tulum el paisaje se organiza para la fotografía; en Holbox la pesca local comparte espacio con yates y operadores que definen tarifas y accesos. Esa dinámica transforma modos de vida y redefine quién conserva memoria y quién impone consumo.
Observé la raíz del poder criminal en barrios y carreteras: economías paralelas que articulan trabajo, violencia y dinero; redes que compran silencio, financian celebraciones y sostienen economías locales con capitales ensangrentados. Esa lógica se infiltra en instituciones, condiciona pactos locales y reconfigura la seguridad. Las generaciones que crecen bajo ese influjo internalizan reglas públicas distintas, y las comunidades responden con estrategias de supervivencia que moldean cotidianidades completas.
La cultura se manifiesta como resistencia tangible. En las cocinas familiares se preservan técnicas que condensan historia; en los mercados se perpetúa el intercambio que sostiene identidades; en los murales se escriben cronologías de dolor y rabia que demandan justicia. Las fiestas comunitarias laten como ensamblajes sociales donde la memoria se comparte y se refuerza. Ese tejido cultural conserva saberes que orientan prácticas colectivas y garantizan continuidad frente a las presiones económicas y políticas.
La Ciudad de México representa un laboratorio de contradicción productiva. Movilidad popular y centros financieros conviven; movimientos ciudadanos imponen reformas institucionales y espacios urbanos se convierten en escenario de disputa. Las luchas feministas transforman agenda pública, las iniciativas vecinales recuperan espacios y colectivos culturales reinventan narrativas. La capital produce saberes y estrategias que migran hacia otros territorios, señalando caminos de resistencia y propuesta.
Me llevo sentidos que pesan: el olor del mercado al amanecer, el humo de la leña mezclado con el mole; la voz de una mujer que explica cómo conservar una receta; el golpe seco de un tambor en una marcha que reclama cuerpos; la mirada de un joven que firma un mural con tinta y rabia. Esas impresiones describen la forma en que las comunidades sostienen su futuro con ejercicio concreto, con memoria y práctica.
Cierro con una afirmación clara: el zapatismo constituye una alternativa política vigente; la cultura popular actúa como sistema de defensa y memoria; el turismo extractivo y la economía criminal representan presiones que reconfiguran la vida social. Esa constatación obliga a la intervención ética: la academia, los activismos y los proyectos de turismo responsable deben articularse para proteger territorios y recuperar soberanías. México exige responsabilidad intelectual y práctica: investigaciones que documenten, políticas que protejan, alianzas que restituyan recursos y decisiones que reconozcan a las comunidades como sujetos de derecho.
Me voy con convicción: la pólvora que vive en este país tiene potencia transformadora y también poder destructor. La tarea política y cultural consiste en encenderla para producir liberación y no devastación. Esa tensión define el futuro inmediato de millones. A quienes lleguen como lectores o viajeros les dejo una consigna de trabajo: observar con rigor, elegir con responsabilidades y acompañar con compromisos. Cuando la pólvora encienda en forma colectiva, la amplitud del estruendo cambiará el mapa del poder.
Mi llegada fue por el centro más desbordado del país: la Ciudad de México. Venía desde Argentina, en ese instante ambiguo entre el viajero que se entrega al acaso y el turista que sigue mapas. El choque inicial fue arrollador: una metrópoli en capas de concreto, claxonazos, humo de comal y millones de trayectorias que se entrecruzan. Apenas llegado tuve que cambiar de hospedaje; la habitación reservada estaba deteriorada, con paredes gastadas y un aire pesado. Mudarse resultó la primera lección práctica: comprender esta ciudad exige moverse con ella, probar su ritmo, aceptar su velocidad.
El Zócalo me abrió con una fiesta de colectividades: aromas, danzas, acentos y un tejido de voces que atravesaba el espacio. Probé mezcal severo, moles densos como genealogías, panuchos que chisporroteaban y salsas que incendiaban la lengua. Cada bocado apareció como fragmento de identidad servido en platos desechables, con una seriedad casi ritual. Esa plaza concentra la multitud de historias del país y las devuelve como conversación encendida.
Desde la plaza central hasta los canales, la ciudad despliega formas distintas de convocar al cuerpo y al canto.
Xochimilco ofreció otra manera de estar en tiempo: trajineras que avanzan como altares móviles sobre canales que cargan siglos. Marimbas, mariachis, risas, cervezas tibias y tequila dulce componen la banda sonora. Familias, visitantes, vendedores y niños se disponen en una coreografía improvisada. El recorrido también mostró faltas: aguas enturbiadas, basura acumulada y congestión de embarcaciones que habla de cuidados pendientes. Allí la celebración se prolonga aun en medio de sus heridas.
El Estadio Azteca fue una sacudida íntima y colectiva. Para quien llega desde Argentina con el fútbol en la sangre, el coloso encarna la épica: la jugada de Diego Maradona frente a Inglaterra persiste en el aire como un signo compartido de orgullo y revancha. Allí la historia deportiva se vuelve mito: voces que se repiten en cánticos, banderas que ondean con furia contenida, un murmullo que se transforma en grito cuando se recuerda esa acción legendaria. Al entrar, sentí un escalofrío recorrerme entero: la piel erizada, los ojos húmedos, como si el eco del gol me envolviera. Caminar por esas gradas fue acompasar mi propio aliento al de miles de otros, con la certeza de estar pisando un templo donde la memoria sigue corriendo.
La Casa Azul de Coyoacán abre sus estancias como páginas de un diario hecho museo. Frida Kahlo convirtió la fragilidad en obra palpable: corsets colgados, colores que duelen, objetos íntimos que cuentan un cuerpo que no se disimuló. El lugar exige lectura atenta: allí conviven el vértigo del dolor y la potencia creadora, un testimonio que habla sin declamar.
A pocos pasos, la casa donde vivió León Trotsky testifica el peso del exilio. Biblioteca, escritorio, marcas del atentado, el jardín y la tumba componen un remanso que conserva la tensión de la política global en clave doméstica. Ese espacio recuerda la ciudad como refugio complejo: un sitio capaz de albergar debates, conspiraciones y también las marcas indelebles del desplazamiento.
El Museo Nacional de Antropología despliega salas como geografías de saberes y memorias. Horas entre piezas, piedras y códices dejan la impresión de haber tocado voces que la historia institucional intentó acallar. Salir de ahí obliga a una mezcla extraña: admiración por la riqueza y cierta punzada por las ausencias que esas vitrinas insinúan.
Desde las salas del museo hasta el laberinto de puestos callejeros, la ciudad cambia de tono sin perder intensidad: del silencio solemne de vitrinas iluminadas al estruendo vital de los pasillos abarrotados.
Los mercados fueron la escuela cotidiana más honesta. En La Merced, el aire se encharcó de especias y frituras; los pregones se encadenaban formando una sinfonía improvisada. Vi a un niño cargando un racimo de plátanos casi más alto que él; una mujer limpiaba nopales con la precisión de quien repite un rito; un carnicero, con gesto decidido, cortaba tajadas sobre una mesa de metal. Comer tacos en pie, con salsa ardiente y una charla prestada, enseñó que la ciudad se entiende mejor en estos intercambios mínimos que en cualquier monumento.
La Condesa y la Zona Rosa aportan contrastes. La primera, arbolada y reposada, con arquitectura que invita a demorarse; la segunda, eléctrica y diversa, llena de neones y música a todo volumen. El tránsito entre esos mundos revela la tensión cotidiana: bocinas que nunca cesan, colectivos atascados, motocicletas que se abren paso como esquinas móviles. Ese ruido y esa aceleración forman parte de la fisonomía urbana.
La Ciudad de México pulsa en convulsión constante. El aire mezcla smog y sirenas, las avenidas se abultan y los templos antiguos muestran fisuras junto a murales que exigen justicia. Siglos acumulados, rituales que se rozan con lo profano, esplendores que conviven con el desgaste: la urbe mantiene una conversación incesante con sus propias contradicciones. ¿Cómo enfrentarse a una metrópoli que reclama entrega total y, al mismo tiempo, seduce por la intensidad de cada uno de sus matices?
En Coyoacán, la historia mundial y la intimidad mexicana se cruzaron en un mismo barrio. León Trotsky llegó a México en 1937, después de peregrinar por Turquía, Noruega y Francia, cargando consigo la derrota política y la esperanza de seguir escribiendo. Fue recibido en la Casa Azul, invitado por Diego Rivera y Frida Kahlo. El barrio, con sus calles empedradas y bugambilias, le ofrecía más que refugio: era un escenario inesperado para conspirar, crear y sobrevivir.
Trotsky y su esposa, Natalia Sedova, convivieron allí durante meses con los Rivera. Frida, con su vitalidad eléctrica y sus dolores persistentes, sostuvo un breve romance con el revolucionario. Una mañana lluviosa, en la cocina pintada de azul intenso, discutieron sobre el papel del arte en la revolución: Frida ironizaba con que los lienzos decían más que los manifiestos; Trotsky respondía con ejemplos de partidos y exilios. Entre pinceles húmedos, olor a café recién colado y cuadernos sobre la mesa, la conversación oscilaba entre el sarcasmo y la ternura. Esa convivencia, tan intensa como fugaz, dejó marcas invisibles.
Las diferencias con Diego Rivera llevaron pronto a Trotsky a trasladarse a otra casa en la misma zona, una vivienda fortificada con muros reforzados y guardias en la entrada. Allí desplegó sus convicciones políticas inquebrantables: escribió artículos incendiarios contra el estalinismo y analizó el rumbo de la Segunda Guerra Mundial. Esa firmeza fue principio y condena. En agosto de 1940, Ramón Mercader lo atacó con un piolet en su propio estudio. Murió al día siguiente, convertido en símbolo trágico del exilio político.
Visitar la Casa Azul y la casa de Trotsky en un mismo día revela cómo en Coyoacán se cruzaron dos fuerzas de la modernidad: el arte visceral de Frida Kahlo y la política radical de Trotsky. Un barrio tranquilo, con plazas llenas de vida y olor a tamales, custodia hasta hoy la memoria de pasiones que marcaron el siglo XX.
Mama la libertad, siempre la llevarás dentro del corazón. Te pueden corromper, te puedes olvidar, pero ella siempre está.
Bacalar apareció como un paréntesis arrancado de la vorágine. Dos días sin itinerario ni expectativa se transformaron en una pausa donde el tiempo se deslizaba más despacio, casi viscoso. La laguna, con sus siete matices de azul, se ofrecía como un espejo interminable que respiraba con calma propia. La experiencia pedía únicamente permanecer, como si el mundo exterior hubiera quedado detenido en la frontera del agua.
El pueblo acompaña ese ritmo desacelerado. Sus calles breves, las casas bajas y los saludos espontáneos crean un ambiente en que todo se sostiene con naturalidad. La cotidianeidad se entrelaza con la visita sin tensiones; el caminante se integra en una cadencia paciente y sin estridencias. Bacalar se entrega con un gesto austero y pleno.
La laguna guarda su tesoro en la quietud. Los colores del agua mutan con la luz, trazando un lienzo en perpetuo movimiento que niega la velocidad del mundo. Más que los tonos, es la inmovilidad llena la que impone su peso: relatos invisibles, una densidad de memoria que resiste sin necesidad de custodios. Recuerdo a una anciana bajo un árbol, vendiendo dulces con una sonrisa serena: “La laguna nunca deja de enseñarnos”, dijo. Comprendí entonces que Bacalar es paisaje y revelación a la vez.
El cenote Cocalitos confirmó esa certeza. Sus aguas inmóviles, como cristal suspendido, parecían albergar un secreto antiguo. Nadé sin prisa, dejando que cada brazada disolviera la urgencia acumulada. Al salir, un pescador habló con la sencillez de quien habita lo profundo: para él, aquel cenote era un santuario íntimo de la tierra. Su voz y el agua compartían la misma gravedad.
En ese equilibrio desnudo radica su poder. Mientras otros paraísos sucumben al peso del negocio y la avidez, Bacalar persiste como un enclave donde la libertad encuentra refugio. La naturaleza dicta su propia ley y revela lo sagrado a quien se queda a escuchar.
“Tengo buenas y malas noticias para vos: la belleza es lo que te da la felicidad.”
Todo Tulum parece diseñado para la escenografía: playas convertidas en decorado, restaurantes que venden instantes prefabricados y circuitos urbanos concebidos para el rendimiento visual. La dinámica es implacable: el atractivo se mercantiliza, el goce se traduce en comprobante y la presencia se reduce a evidencia gráfica. La felicidad, en ese engranaje, se mide en la vidriera digital; lo que no encaja en el encuadre, queda relegado al olvido.
Me alojé en un hostal de estética europea —ornamentación pulcra, reglas redactadas en inglés, cerveza importada— y desde ahí se entiende la clínica de lo artificial. El sitio arqueológico aún sostiene su piedra antigua, pero el horizonte costero aparece distorsionado: montañas de sargazo removidas por excavadoras, muros hoteleros devorando la costa y un ritmo de construcción frenético que asfixia la línea del mar. La historia del lugar sobrevive arrinconada, obligada a coexistir con esa voracidad inmobiliaria.
Los visitantes se mueven con la lógica del consumidor: coleccionar imágenes, exhibirlas y seguir. Vi grupos repitiendo gestos robóticos frente a letreros luminosos; vi excursiones calculadas para optimizar la foto y no el asombro. Es una coreografía donde el tiempo se dosifica en cuotas y la hondura se sacrifica a la exposición pública. Por eso todo resulta tan liviano: no se habita el instante, se representa.
Huyendo de esa arquitectura del simulacro, caminé hacia cenotes sin promoción. Allí el agua helada cortaba el calor como un filo antiguo; las raíces ofrecían sombra compacta; el silencio era tan denso que expulsaba la impostura. Un pescador relataba las mareas sin necesidad de artificios; una mujer cocinaba tortillas bajo un árbol; unos chicos se lanzaban al agua sin escenografía. En esos gestos cotidianos la experiencia recuperaba su espesor y dejaba de ser mercancía.
Me fui con la certeza de haber habitado dos geografías paralelas: una colonizada por el mercado y otra que resiste en la intimidad anónima. Pero la primera crece como una ciudad de cemento que avanza sobre la selva: rápida, expansiva, devoradora. La segunda envejece más pronto que una madera al sol del trópico: se gasta, se agrieta, se desvanece. La frase inicial quedó como advertencia lúcida: cuando la apariencia se convierte en moneda, la promesa de felicidad se desploma en vacío. Y pienso que el día en que quienes consumen esta ilusión adviertan la trampa, será tarde: las playas ya estarán devastadas, los cenotes degradados y lo genuino reducido a eco. La verdadera plenitud, comprendí, no se adquiere: se encuentra en lo que no busca mostrarse, en lo que persiste sin reclamar atención.
Tu empresa líder funciona bien en el caos, inventando analgésicos para poder seguir.
El Caribe, en apariencia, todavía sostiene su espejismo turquesa, pero al llegar a Isla Mujeres descubrí la maquinaria que se alimenta de ese fulgor. No son ya los templos o los arrecifes los que marcan el pulso de la isla, sino las corporaciones que dominan la coreografía turística. Plataformas digitales que dictan itinerarios, agencias que reparten promesas envueltas en publicidad brillante, cadenas hoteleras que uniformizan la experiencia hasta volverla intercambiable con cualquier destino global. Ese es el caos: un enjambre de estímulos prefabricados donde lo real apenas sobrevive como residuo.
Los visitantes son convocados como consumidores anestesiados. Cada paquete, cada promoción, funciona como un analgésico narrado en clave caribeña: desconectar, relajarse, olvidar. Pero no se trata de descanso sino de simulacro: se paga por una anestesia emocional que posterga la incomodidad y disimula la devastación. La identidad local se relega a souvenir, la cultura se encapsula como decorado, y lo que alguna vez fue sagrado se ofrece como mercancía de temporada. Bajo ese barniz de felicidad inmediata late la corrosión: playas sitiadas por cuerpos acumulados, hostales convertidos en franquicias del tedio, y un paisaje que cede su esencia a cambio de facturas en dólares.
Intenté escapar de esa escenografía repetida. Madrugué para llegar a Playa Norte antes de la invasión cotidiana: el sol ascendía con una calma inmensa, la arena estaba casi desierta, y por un instante el mar recobró su carácter inaugural. Pero a medida que avanzaba la mañana, el lugar se convirtió en un hormiguero agitado: parlantes portátiles, desfiles de selfies, decenas de carritos de golf en procesión absurda. La belleza se volvió insoportable, devorada por la saturación. El paraíso era apenas un intermedio breve, un respiro condenado a desaparecer bajo el ruido del mercado.
En la periferia de la isla encontré otra textura: un bar donde las luces de neón no habían colonizado las paredes, donde el saludo todavía sonaba humano y no enlatado. Allí, entre cervezas baratas y una fonola antigua, el tiempo adquiría espesor. Conversé con pescadores y trabajadores que hablaban del mar como de un pariente próximo. En esas voces reconocí un territorio distinto: la isla que no aparece en las plataformas de reserva, la que resiste en gestos cotidianos, en la hospitalidad no tarifada, en la memoria que no necesita escenario.
Pero Isla Mujeres me reveló una herida más obscena que la de Tulum: aquí la explotación no se disfraza, se celebra. Los precios son tan desmesurados que rozan el desprecio; cada excursión, cada cama en un hostel de franquicia, cada cerveza inflada en dólares, es una forma de saqueo legitimado por la costumbre. No es solo la belleza la que se vuelve mercancía: es la dignidad del viajero y del habitante lo que se vende al mejor postor. Lo insoportable de esta isla no es su vitalidad, sino la codicia que la parasita: un engranaje perverso que convierte el paraíso en trampa, la hospitalidad en negocio de usura y la memoria en saldo. Isla Mujeres no anestesia: expolia.
“¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón.”
Contoy se presenta como una rareza: un reducto cifrado en medio del Caribe domesticado por el negocio. El acceso está regido por medidas contundentes —cupos reducidos, prohibición de pernocta y aranceles elevados— que funcionan menos como barrera de clase y más como mecanismo de conservación. No es un gesto estético, sino una política deliberada: limitar entradas para preservar ciclos, proteger colonias y evitar que la isla sea fagocitada por la inmediatez del turismo de masas.
La mañana arrancó con la cabeza pesada y la duda pegada al cuerpo; Ramón apareció con la paciencia de quien conoce la isla y no negocia con la prisa: un café corto, una pulsera y la invitación escueta a subir al bote. Por veinticinco dólares —mucho menos de lo que prescriben los circuitos oficiales— conseguí un pasaje hacia lo que parecía un refugio reglado. No era un favor: era el acceso a un régimen distinto, donde la experiencia se organiza alrededor de la preservación y no del rendimiento comercial.
El cruce fue un rito de distancia: el mar extendía una lámina límpida, apenas rasgada por la estela, y la propia aproximación señalaba la diferencia con otras islas desfiguradas. Contoy emergía en el horizonte como un gesto esencial: un faro aislado, palmeras que dialogaban con el viento y una costa sin infraestructura hotelera ni cartelería que domesticara el paisaje. La atmósfera era de economía sensorial, no de oferta; cada elemento parecía dispuesto para no interferir en las tramas vitales que allí prosperan.
Una vez en tierra, las normas se revelaron como anatomía de la protección: está prohibido el uso de protectores solares convencionales —sus filtros grasos atacan la vida coralina al bloquear la luz esencial—; la circulación se limita a veredas señalizadas para evitar la compactación de la vegetación; los residuos se gestionan con celo y el consumo innecesario queda proscrito. La fauna se mueve sin sobresaltos: fragatas que reclaman el cielo, iguanas que meditan inmóviles y bancos de peces que retornan a sus arrecifes sin la huella de hidrocarburos o cremas tóxicas. Incluso la comida obedece a la austeridad: platos sencillos, producidos localmente, servidos en mesas colectivas bajo la sombra de las maderas.
La lección de Contoy es práctica, no retórica: la isla se sostiene porque aprendió a decir no. No a la masificación, no a la ganancia inmediata, no a las fórmulas que transforman lo viviente en escaparate. Ese dispositivo de resistencia —cupos, precios disuasivos, reglas estrictas— es lo que garantiza hoy la continuidad de procesos ecológicos que en otros sitios ya se han quebrado. En un territorio donde la fragilidad es la norma, la restricción se convierte en forma de cuidado; y esa disciplina, más que nostalgia, es la única estrategia capaz de sostener lo irremplazable.
Lo que fue hermoso será horrible después.
Holbox todavía respira como un paraíso inconcluso, aunque el pulso del negocio turístico comienza a deformar su silueta. La isla guarda aún la amplitud de sus costas claras, la serenidad de un mar que se extiende dócil hasta el horizonte y atardeceres capaces de incendiar el cielo en un instante irrepetible. Sin embargo, ese resplandor ya está siendo intervenido por un sistema que crece sin tregua: precios fuera de toda proporción, hospedajes diseñados como inversión especulativa y un flujo de visitantes que buscan confirmar la foto antes que sumergirse en la experiencia. El monstruo todavía no la devora por completo, pero ya avanza sin pudor.
La promesa de un ambiente “hippie” se revela como un truco de escaparate. Lo que parece desenfado nómada es, en verdad, una escenografía de confort europeo: bares con música electrónica de catálogo, mochileros con objetos de lujo, menús que se cobran en euros disfrazados de pesos. No se trata de intercambio cultural, sino de la exportación del mismo ocio globalizado en un escenario tropical. Una versión premium de la rusticidad, que pretende disfrazar de libertad lo que en realidad es consumo repetido. En una de esas noches, terminé viendo la final de la Champions rodeado de ingleses: primero ebrios de entusiasmo, luego hundidos en la tristeza cuando el Real Madrid derrotó al Liverpool. Para mí, aquella derrota ajena fue celebración íntima, una postal absurda de lo que significa el turismo globalizado: fiestas importadas que se superponen al pulso propio de la isla.
Aun con esa presión, Holbox conserva pliegues donde lo artificioso no logra imponerse. Senderos de polvo que se bifurcan sin señalización, familias que cocinan al aire libre, pescadores que reconocen el mar con nombres heredados de la tradición. En esos gestos se percibe todavía una forma de habitar distinta, menos ansiosa, más enraizada en lo esencial. Son fragmentos breves, pero bastan para intuir que no todo está perdido.
La isla, sin embargo, ya exhibe síntomas de desgaste: montículos de sargazo que nadie retira, desechos mal gestionados en las orillas, carritos de golf convertidos en enjambres mecánicos que invaden los caminos. No se trata de una simple tensión entre conservación y desarrollo, sino de una cuenta regresiva: un reloj que corre más rápido que la voluntad de quienes deberían proteger lo frágil. Holbox no ha caído todavía, pero la grieta está abierta y se ensancha cada temporada.
Queda, a pesar de todo, la convicción de que la historia no está escrita del todo. Porque si hay una isla que todavía resiste, es esta. Y al recordar la voz de Charly, la advertencia se vuelve también promesa: lo que hoy amenaza con perderse aún puede salvarse, porque “si insisto, yo sé muy bien que conseguiré.”
Paredes encaladas que encandilan al sol, adoquines que guardan el calor de la tarde, campanas que se expanden sobre las tejas: así me recibió Valladolid. Estaba por salir rumbo a Chiapas, pero un huracán amenazaba con cerrar los caminos en el sur. Patrice, que me esperaba allá, me advirtió: “Detente unos días en Valladolid, no corras riesgos”. Su mensaje me cambió el itinerario y, sin saberlo, me dio un regalo.
La ciudad se mostró directa. Calles rectilíneas, fachadas con pintura gastada, portones abiertos donde se mezclaban olores de maíz tostado y caldos espesos. En la plaza principal los viejos hojeaban diarios deshilachados, las mujeres cosían sin prisa, los niños corrían detrás de una pelota deformada. No había artificio ni pose: lo cotidiano se ofrecía sin intermediarios.
De noche, frente al Cabildo, asistí a una representación inesperada. No era un show pensado para turistas distraídos: era un relato de heridas. Voces que narraban la fundación española sobre Zací, el levantamiento maya en la Guerra de Castas, la represión que dejó rastros en cada muro. La luz sobre la piedra hacía visible lo que suele ocultarse, y el silencio de las familias que escuchaban tenía más fuerza que la música de fondo. Después, un grupo de vecinos desplegó danzas rituales; no había escenario ni decorado, solo la voluntad de mantener viva la memoria.
La mesa yucateca me ofreció sabores rotundos: panuchos recién armados, tacos de cochinita que chorreaban grasa anaranjada, sopa de lima servida con ironía cada vez que pedía algo “sin picante”. En las fondas nadie actúa; te miran a los ojos, se ríen de tu torpeza con el chile, y aun así te atienden con un calor que desarma. Comprendí pronto que Valladolid no depende del turismo para respirar: lo tolera, lo incorpora sin rendirse a él.
Al amanecer me subí a un colectivo que llevaba a Suytun. Llegué antes de que desembarcara la multitud. El sol atravesaba un hueco en la bóveda y caía sobre la plataforma central como un filo de fuego. Estaba solo. Sentado al borde, el agua quieta me recordó que este suelo ha sido atravesado por siglos de historias que no necesitan ser narradas para pesar en el aire.
Otro día fui a X’kekén. Allí no hay destellos luminosos, sino penumbra. Estalactitas se inclinan como guardianes, y el agua densa obliga a nadar sin brusquedad. El eco devuelve las voces en un retardo mineral; parecía que hablaba la piedra misma. No era espacio para gritos ni para selfies: imponía recogimiento.
Chichikán, en cambio, me recibió con risas. El acceso era apenas un sendero de tierra. Un grupo de niños saltaba desde una cuerda improvisada. Me invitaron, lo intenté y caí torpemente. Las carcajadas compartidas fueron el verdadero baño. Ese cenote no estaba pensado como destino: era extensión de su barrio, continuidad de su infancia.
Después de días sofocantes en Quintana Roo, Valladolid fue una recuperación. La ciudad no compite con imágenes prefabricadas ni busca maquillar su desgaste. Me ofreció un pulso franco, restituyó energía y me reconcilió con la idea de permanecer en el Caribe. En medio del ruido mercantil de las islas, esta pausa me recordó que todavía existen rincones capaces de dar respiro sin venderlo como mercancía.
No puedo fijar el instante exacto en que Chiapas se volvió un territorio íntimo para mí. Tal vez ocurrió en un amanecer en San Cristóbal, cuando la neblina descendía como un velo arcaico sobre las montañas, o quizá más adentro, en la Selva Lacandona, donde el silencio adquiere textura y ocupa todo el espacio. No fue una epifanía aislada, sino un murmullo que se instaló en el cuerpo como el humo del copal durante una ceremonia tsotsil: lento, inevitable, profundo.
Si Perú es la patria emocional a la que siempre deseo regresar, Chiapas es el secreto que prefiero resguardar. No se trata únicamente de paisajes, ruinas o sabores —aunque los posea todos y los despliegue con generosidad—, sino de una vibración irrepetible. Aquí el estruendo de una cascada en el cañón del Sumidero convive con la bendición susurrada de una anciana tojolabal. La tierra no ofrece concesiones fáciles: primero desafía, después se entrega, y en ese gesto transforma.
No es solo geografía de extremos: selvas que respiran como animales dormidos, mercados donde los colores son gritos, comunidades mayas que sostienen el tiempo con tramas subterráneas. Es también la memoria que se rehúsa a extinguirse. En los tejidos hay rebeldía, en las miradas hay dignidad, en las palabras hay una sabiduría que prescinde de explicaciones. Chiapas es donde la modernidad tropieza con la raíz profunda de América, y se queda corta.
Es además cuna de insurgencia. De frases que arden como brasas secas, de pasamontañas que no ocultan, sino que revelan. Aquí emergió uno de los gritos más poéticos y radicales de América Latina: el zapatismo. No como reliquia armada, sino como proyecto vivo de autonomía y dignidad. Los caracoles zapatistas resuenan como tambores colectivos en medio de la selva, recordándonos que otro mundo no es promesa futura: ya se está ensayando.
Escribo este prólogo como quien abre la puerta de una casa en la que fue feliz. No para explicar lo inexplicable, sino para invitar a caminar un fragmento de esa experiencia. Chiapas no se reduce en relatos, se despliega en pasos, en voces, en presencias. Este texto no busca definirlo —sería un error desde la primera línea—, solo compartir destellos de un viaje que se sintió como reencuentro con algo más antiguo que yo mismo.
Y así se abre esta travesía por el sur indómito, el sur místico, el sur que habla con voz propia. No esperes una guía. Esto es una ofrenda.
El trayecto hacia Palenque comenzó con la promesa de un día largo y exigente. Madrugué con la sensación de que algo irrepetible me esperaba, aunque aún no sabía en qué forma llegaría. El itinerario estaba marcado: Agua Azul, Misol-Ha y, como culminación, la ciudad sagrada de los mayas.
La primera escala fue Agua Azul, un conjunto de cascadas que parecían inventadas por un pintor en trance. El torrente descendía en escalones, desplegando gamas de turquesa y cobalto que parecían alterar la percepción. El río Xanil se precipitaba sobre caliza impregnada de minerales, y ese encuentro químico regalaba un color que parecía ajeno al mundo conocido. La espuma formaba coronas blancas entre la canopia, donde chicharras y aves armaban una sinfonía en paralelo.
Allí ocurrió lo inesperado: un panal de abejas enormes se desplomó desde lo alto de un árbol. En segundos, el aire se transformó en un enjambre desquiciado. Turistas y viajeros arrojamos mochilas, billeteras y teléfonos al suelo para lanzarnos al agua sin pensarlo. Fue un acto instintivo, casi cómico en su desesperación. Cuando la tormenta de zumbidos pasó, emergí empapado, sin ropa seca pero con la certeza de haber ganado una anécdota que ningún folleto turístico podría prever. Un puesto improvisado de ropa me devolvió al camino, vestido de urgencia y aún riendo.
La segunda parada fue Misol-Ha. Desde treinta metros de altura, una única caída descendía con la elegancia de un tapiz líquido. La fuerza del torrente era hipnótica, pero lo más sobrecogedor era caminar detrás de él: un sendero húmedo llevaba a una galería natural donde el agua se volvía muro translúcido y la bruma cubría todo. El sonido, filtrado por la roca, se volvía grave, casi ritual. Seguí un poco más hasta una caverna oscura donde el agua corría entre piedras y murmullos. Era una experiencia completa: piel, oído, vista, todo convocado en un mismo instante.
El trayecto en carretera fue otra clase de prueba. El camino se enroscaba entre montañas, con pozos y curvas cerradas. El conductor manejaba con brusquedad, como si corriera contra el tiempo. Cada frenazo nos recordaba que la aventura no solo estaba en las cascadas, sino también en el trayecto. Más que un traslado, fue un recordatorio de que Chiapas no concede nada sin exigir resistencia.
Al fin apareció Palenque, envuelta en calor sofocante y en la penumbra dorada del atardecer. Avanzar entre sus templos fue entrar en un territorio donde la selva y la piedra se confunden. Los edificios parecen haber sido devorados y devueltos por la vegetación: raíces abrazando muros, ceibas surgiendo entre escaleras, lianas descendiendo como cortinas.
El Templo de las Inscripciones, tumba de Pakal el Grande, se erguía como un libro abierto en piedra. No era solo arquitectura: era calendario, genealogía y cosmos tallado en bloques. El Palacio, con sus corredores, patios y la torre de observación, desplegaba un orden ceremonial cargado de símbolos. Cada rincón parecía guardar un eco: tambores lejanos, plegarias, humo ascendiendo.
Cerca del sitio, los lacandones, descendientes de los antiguos mayas, mantienen túnicas blancas y relatos que vinculan cada árbol con un espíritu. Hablar con ellos es percibir otra temporalidad, donde los dioses del monte siguen presentes y el bosque no es paisaje, sino interlocutor.
Regresé a San Cristóbal de madrugada, molido por los kilómetros y sacudido por los baches. El cansancio físico era total, pero dentro quedaba una serenidad extraña, como si la selva me hubiera compartido un secreto reservado. Agua Azul, Misol-Ha y Palenque no fueron postales: fueron portales. Pasajes que atraviesan al viajero.
En 1952, el arqueólogo mexicano Alberto Ruz Lhuillier descubrió un pasaje oculto dentro del Templo de las Inscripciones. Piedra por piedra, desenterró una escalera sellada durante más de mil años. El aire enrarecido y el polvo espeso acompañaban cada descenso hasta llegar a una cámara funeraria que parecía intacta. Allí yacía K’inich Janaab’ Pakal, el gran gobernante de Palenque.
El sarcófago, cubierto por una losa monumental de piedra caliza, mostraba una de las imágenes más debatidas del mundo maya. En ella, Pakal aparece descendiendo al inframundo y renaciendo como parte del ciclo cósmico, rodeado de símbolos celestes. Para los arqueólogos, es un relato mitológico de muerte y regeneración. Para los amantes de teorías marginales, es la representación de un astronauta en una nave espacial.
Más allá de las interpretaciones, lo cierto es que el hallazgo transformó el conocimiento sobre la civilización maya. No solo reveló la grandeza artística y simbólica de Palenque, sino también el refinado vínculo entre poder político, religión y astronomía. Hoy, frente a esas piedras que aún conservan huellas de pigmentos, uno entiende que Palenque no fue un conjunto de ruinas: fue un laboratorio de cosmos y poder, una ciudad que aún dialoga con quienes se animan a escucharla.
Llegar a San Cristóbal de las Casas fue entrar en un valle cubierto de neblina persistente. El frío se clavaba en la cara y cada paso sobre el empedrado húmedo hacía eco entre paredes antiguas. El aire mezclaba humo de leña, el tueste áspero del café y la humedad de montaña. Las fachadas coloniales se mantenían firmes, surcadas por el tiempo. En las plazas, ancianos conversaban en tzotzil mientras colectivos atravesaban el centro con estrépito. Mochileros con mapas doblados se perdían en callejones en busca de hostales. Todo se superponía: procesiones con santos cargados a pulso, guitarristas callejeros con boleros gastados, vendedores ambulantes que ofrecían bufandas tejidas junto a tacos recién armados.
El mercado de Santo Domingo mostraba la ciudad sin filtros. En los puestos, pollos colgaban de ganchos oxidados, abiertos por el cuello; moscas zumbaban sobre la carne y el choque de cuchillos contra la madera marcaba la escena. El suelo estaba mojado por agua, sangre y cáscaras. A pocos pasos, pirámides de mangos brillaban bajo lonas plásticas, sacos de café todavía húmedo esperaban comprador, especias teñían las manos de naranja y rojo, bolsas se agitaban con el viento. El olor cambiaba cada metro: dulce en la zona de frutas, áspero en la de carnes, tostado en la de granos. Comprar era negociación áspera: miradas largas, silencios calculados, billetes arrugados extendidos con cautela. Allí la vida se sostenía en cada intercambio directo.
En medio de esa dinámica apareció Doña Lupita. Volvía con bidones de agua, respirando con dificultad, un tubo plástico en la nariz que marcaba cada inhalación. La ayudé hasta su tiendita y al llegar me detuvo con un gesto: “¿Tienes tiempo, hijo?”. Me ofreció asiento, sirvió café y habló sin rodeos: “Cuando vinieron los militares nos sacaron de la tierra de mi padre. Tuvimos que movernos. Mi marido murió pronto. Quedé con seis hijos. Nadie te espera; tenés que aprender a sostenerte en silencio”. Conversamos sobre comida, lengua, religión, política. El domingo me invitó a almorzar en su casa: la mesa estaba llena de tamales y tacos preparados con paciencia. Sus hijos la atendían con ternura firme y, cuando quise lavar los platos, recibí su sentencia: “Usted es invitado, usted no lava nada”. Ese instante me enseñó que el respeto se aprende con actos cotidianos, no con discursos.
Una tarde cometí un error que todavía recuerdo: bebí del grifo. Bastaron pocas horas para que la fiebre y el vómito me dejaran en cama, el cuerpo pesado, incapaz de moverse. Chiapas carga una de las corrientes más contaminadas del mundo, y yo, con ingenuidad, la probé. Ese descuido marcó mi viaje: viajar también es exponerse a lo que hiere, no solo a lo que deslumbra. Días después, cuando pude volver a caminar por las calles, la ciudad me mostró otra cara: la que se ilumina al caer la tarde y no concede tregua en su vitalidad.
Desde los miradores, las luces subían por los cerros como un reguero desordenado. En el centro, cafés con murales políticos reunían mochileros que discutían sobre utopías, mientras a pocos metros marimbas animaban plazas comunitarias. En una misma calle se escuchaba rock en un sótano húmedo y rezos en un templo barroco. Nada buscaba armonía: las capas convivían con fricción inevitable.
San Cristóbal es mi ciudad favorita en el mundo. Ningún otro lugar me ha dado la certeza de pertenecer sin pertenecer. Lo supe en la mesa de Lupita, cuando me prohibieron lavar los platos; lo confirmé en los pasillos del mercado, oliendo café húmedo junto a carne expuesta; lo sentí en un banco frío de la plaza, escuchando voces en tzotzil mezcladas con español. Para México, la ciudad revela lo que no siempre se quiere mirar: la fuerza de sus pueblos originarios, la tensión con el turismo, la pregunta por la dignidad repartida de manera desigual. Para Chiapas, San Cristóbal concentra la convergencia: los pueblos de montaña, los discursos políticos, los rituales, los migrantes y los visitantes, todos atrapados en el mismo espacio.
Entonces aparecen certezas que incomodan. Un país que se proclama moderno mientras comunidades cargan bidones contaminados revela su contradicción más profunda. Los hijos de Lupita crecen en la encrucijada entre el campo, la escuela y la migración. Los rituales más íntimos se exhiben como producto turístico. Y México, si quiere entenderse, deberá escuchar las lenguas que todavía ordenan la vida en estas montañas.
Salir de San Cristóbal dejó un aprendizaje irrebatible: esta ciudad no busca agradar ni simplificar su identidad. Se impone con crudeza, obliga a aceptar sus tensiones y permanece porque lo cotidiano aquí nunca es rutina.
Bonus: la larga noche de los 500 años
San Cristóbal también fue escenario de un hecho que marcó la historia reciente de México. El 1° de enero de 1994, mientras el gobierno festejaba el ingreso al Tratado de Libre Comercio, los zapatistas ocuparon la ciudad para declarar que la larga noche de los quinientos años debía terminar. Aquella consigna resumía siglos de despojo: tierras arrebatadas, comunidades condenadas a la marginación, mujeres invisibilizadas, lenguas empujadas al silencio.
El levantamiento llevaba años gestándose en las montañas chiapanecas, alimentado por la memoria campesina y el nombre de Emiliano Zapata como estandarte. Ese primero de enero apareció el Subcomandante Marcos con pasamontañas y pipa, no como caudillo sino como vocero. Su palabra era el eco de los pueblos tzotziles, tzeltales, tojolabales, choles y zoques que habían decidido decir basta.
La insurrección exhibió lo que el Estado ocultaba: que en pleno final del siglo XX millones de mexicanos vivían bajo condiciones coloniales. No fue un triunfo militar, pero sí político y ético. Los Acuerdos de San Andrés en 1996, aunque traicionados por los gobiernos, dejaron constancia escrita de la legitimidad de esas demandas. Desde entonces, los Caracoles zapatistas encarnaron la autonomía como respuesta: murales, escuelas, asambleas, clínicas, un entramado construido desde abajo para demostrar que otra manera de vivir en comunidad no solo era posible, ya estaba en marcha.
Después de una noche rota por apenas cuatro horas de sueño, abordé una trafic local rumbo al Chiflón. El cansancio se borró en cuanto se mostró el cauce esmeralda del San Vicente. El agua bajaba con prisa, quebrando la roca en escalones sucesivos, y la claridad del caudal obligaba a seguirlo con la mirada, como si condujera a otro mundo.
El sendero avanzaba siempre junto al estruendo. El calor era feroz, más de cuarenta grados apretaban la piel como un peso añadido. Primero apareció El Suspiro, mínima y elegante; luego Ala de Ángel, amplia y vertical; después Velo de Novia, un golpe descomunal que llenaba el aire de rocío y humedecía la ropa de todos. Muchos se detenían ahí, pero un tzotzil en el hostal me había dicho: “Seguí un poco más, lo mejor está arriba”.
Obedecí. La senda se empinó hasta morder las piernas y el sudor corrió sin tregua. Arriba, la recompensa: una caída oblicua terminaba en una pileta de un celeste imposible, rodeada de follaje apretado y aves frenéticas en su canto. Me quedé inmóvil más de una hora, hipnotizado por ese estanque que no aparecía en ninguna guía y que parecía guardarse para quienes aceptaran el esfuerzo.
Por la tarde, el paisaje cambió. Llegué a los lagos de Montebello, justo en la frontera con Guatemala. El aire era más frío, el entorno más sereno. Lagunas con tonos distintos se sucedían una tras otra: una clara hasta mostrar el fondo, otra oscura y mineral, otra turquesa bajo los pinos. Algunas con barcas de remos tallados a mano, otras escondidas tras veredas estrechas. El silencio era tan denso que parecía contener la respiración de quienes habían habitado esas orillas antes.
El regreso fue duro. El conductor aceleraba en curvas imposibles, esquivaba pozos sin dejar el teléfono y convertía el trayecto en una prueba de resistencia. Bajé cansado, con la certeza de que en Chiapas la belleza siempre viene acompañada de caminos difíciles.
Me había quedado un par de días más en San Cristóbal de las Casas. Después de El Chiflón y Palenque, buscaba un respiro sin sentir que desperdiciaba el tiempo. Elegí Chiapa de Corzo, no por la ciudad en sí —me advirtieron que el calor se volvía insoportable— sino por el Cañón del Sumidero. Allí el río Grijalva se abre paso en un tajo descomunal: paredes de más de mil metros encajonan las aguas y convierten el trayecto en un corredor entre mundos. El guía relataba en voz baja la historia de los chiapanecas que, acorralados por los españoles, se lanzaron al abismo antes que rendirse. Ese eco mezclado con el vuelo de zopilotes dio al recorrido un tono de duelo antiguo, como si la herida siguiera abierta.
Con esa intensidad todavía presente, partimos hacia San Juan Chamula. Éramos cuatro visitantes: dos australianos empeñados en buscar cerveza, una joven de Guadalajara y yo. Nuestro acompañante manejaba con calma y conocía cada esquina del lugar.
La primera parada fue el cementerio: una explanada abierta con cruces de madera pintadas según la edad del difunto. Blanco para niños, azul para adultos, negro para ancianos. El sitio carecía de mármol y esculturas: era pura tierra, madera y quietud. El guía explicó que la cruz en la tradición maya antecede al cristianismo europeo: representa los cuatro puntos cardinales y su vínculo con el cosmos. En un instante se quebraba el monopolio del símbolo religioso europeo.
A unas cuadras estaba la cárcel comunitaria, vacía ese día. Quien conducía contaba que Chamula tiene más de 250 mil habitantes, pero el delito es raro y la justicia se ejerce en público: sanciones cortas, visibles, sin tribunales externos. Un ejemplo: un hombre preso tres días por manosear a una mujer borracho. Allí las normas se cumplen con firmeza.
La iglesia fue el centro de la visita. Por fuera, fachada colonial. Por dentro, otro mundo. El suelo cubierto de ramas de pino, el aire cargado de humo y cera. Mujeres tsotsiles arrodilladas ante figuras que ya no eran santos católicos: la virgen transformada en símbolo del maíz, San Juan asociado a la serpiente, un Cristo que protege del mal de ojo más que de los pecados. En lugar de bancos y sermones, había rezos murmurados en tsotsil, miles de velas alineadas, ofrendas de refrescos, y una calma densa atravesada por estallidos de cohetes afuera. Allí la Biblia había sido desarmada y vuelta a armar bajo otro código.
Quise tomar una foto, pero apenas encendí la cámara un guardia se acercó y me recordó que estaba prohibido. Guardé el aparato. Minutos después, el guía me llamó con un gesto hacia un rincón. Un chamán, vestido con piel de oveja y listones de colores, recitaba oraciones frente a una estatua. Detrás de él, tres mujeres sostenían velas y una gallina. Tras varios minutos de cánticos, el chamán alzó el ave y le quebró el cuello con un gesto tajante. Nadie se inmutó. La quietud que siguió era absoluta.
El chamán se situó frente a la estatua con la calma de quien repite un trabajo aprendido desde niño. Sus manos, curtidas, trazaron gestos antiguos: sahumerios, invocaciones en tsotsil, el hueco breve de un tambor que marcaba el ritmo del rito. Las mujeres detrás sostenían la gallina como quien sujeta un talismán vivo; el animal chilló apenas, luego quedó contenido en la mano del guía ceremonial. El momento no tenía ese furor teatral que imaginan los forasteros: era precisión, economía de movimiento, una coreografía de eficacia milenaria. Al alzarla, el chamán pronunció nombres, fechas, lugares; hablaba la tragedia de una familia con la misma voz con que se habla una lista de cuentas. Con un movimiento seco, la quebró en la nuca. La sangre no fue espectáculo, fue lenguaje: una ofrenda que atraviesa el rito y queda enterrada en el sitio donde la muerte ocurrió, para sostener la memoria y disipar la mala suerte.
Lo que observé escapaba a la categoría de “lo exótico que hay que ver”: era un procedimiento íntimo y colectivo. La comunidad convocaba a sus ancestros, nombraba los nombres que la historia quiso borrar y, mediante ese sacrificio, devolvía sentido y continuidad a una vida rota por la pérdida. Nadie aplaudió, nadie posó: hubo momentánea densidad, respiración contenida, y luego la gente retomó su lugar con la naturalidad de quien entiende que esos gestos reparan el mundo real, no la mirada del turista.
De regreso pasamos por Zinacantán. El guía me llevó a una escuela primaria donde las clases se daban en tsotsil y en español. Los niños saludaban con entusiasmo, curiosos y atentos. Luego entramos en un telar comunitario atendido por ancianas que tejían en silencio, sin mirar a los visitantes. Me aclaró que no era descortesía, sino desconfianza aprendida en décadas de abusos. Nadie está obligado a recibir con sonrisas a quienes llegan de afuera.
En el camino de vuelta, nuestro acompañante habló de cómo el catolicismo y el mercado intentaron arrancar a su gente de las raíces: falsas promesas, migración forzada, costumbres quebradas. “Aquí seguimos —dijo—, aunque quieran borrarnos.”
La iglesia de San Juan Chamula no es un templo católico en uso; es la prueba de cómo una comunidad puede apropiarse de la arquitectura del conquistador y transformarla en espacio propio. Lo que desde fuera parece herencia colonial, por dentro se convierte en otra cosa: la reconversión de símbolos impuestos en una religión maya viva. Las estatuas de santos se volvieron guardianes del maíz, de la lluvia, de la fertilidad. La cruz, que en el dogma cristiano es martirio, aquí funciona como brújula cósmica. Las velas, el pox, los animales sacrificados, todo responde a una lógica anterior y más honda que la evangelización.
Lejos de ser folclore para la mirada externa, constituye un sistema de creencias que sobrevivió siglos y se rehizo en secreto hasta reclamar su lugar en público. Entrar a esa iglesia es presenciar la revancha cultural de una gente: lo que llegó como herramienta de sometimiento fue absorbido y devuelto como afirmación identitaria.
La conquista fue robo, violencia y despojo. La Iglesia legitimó la espada y bendijo la expoliación. Esa herencia dejó comunidades fracturadas, tierras robadas y lenguas heridas. Y sin embargo, aquí están los tsotsiles: duros como cemento, sosteniendo su mundo con la misma firmeza con la que tejen, rezan y sancionan. No se inclinan ante el recuerdo de la cruz impuesta; la doblaron a su favor y la transformaron en brújula propia.
Entrar en San Juan Chamula es entender que hay habitantes que nunca se rindieron. Siguen luchando con la paciencia de las montañas, con la certeza de que ninguna conquista puede arrancar de raíz lo que ellos sostienen desde hace siglos.
¡Viva México, cabrones!
No fue un brindis de cantina ni una frase hueca. Era un eco que parecía salir de las montañas, un rugido que anunciaba que ahí, en Oventic, se respira un país distinto. Espacios donde lo que calla dice tanto como lo que habla, donde la tierra conserva memorias y cada gesto público pesa como un convenio. Oventic es uno de esos sitios. Para entenderlo hace falta traer historia propia, no la que imprimen los libros de texto, sino la memoria de quienes decidieron no dejarse borrar y empezaron a trabajar otro porvenir desde abajo.
El zapatismo surge de una doble herida y una decisión: la herida del despojo y la decisión de exigir justicia. Esa genealogía pasa por Emiliano Zapata y su grito de “¡Tierra y libertad!”. Cuando el campo fue apropiado por unos pocos, la idea de devolver la tierra a quien la labra no murió: quedó como un hilo subterráneo que volvería a tensarse en las montañas del sureste.
En 1994, con la entrada del Tratado de Libre Comercio y el país girando de lleno hacia el mercado, comunidades marginadas dijeron: basta. Aquella madrugada del 1° de enero, hombres y mujeres encapuchados ocuparon espacios públicos para dar voz a demandas que nadie escuchaba. Nació el EZLN. No vino a aspirar cargos; vino a reclamar vida digna. Sus instrumentos no fueron sólo armas: fueron comunicados, largas cartas, asambleas y la capacidad de convertir la palabra en práctica colectiva.
Una figura tomó pronto visibilidad en medio de ese movimiento: el Subcomandante Marcos (luego Galeano). Periodista por oficio y combatiente por convicción, articuló con lenguaje literario y directo la queja de las comunidades y tradujo su rabia en pensamiento público. Insistía, sin embargo, en esto: la dirección era colectiva; el centro eran las bases. “El líder es el pueblo”, repetía.
De la insurgencia brotó un programa de vida: salud propia, educación propia, gobierno propio. Nacieron los Caracoles —espacios administrativos y políticos que funcionan como nodo entre las comunidades— y en su seno las Juntas de Buen Gobierno: órganos electos por consenso, con mandatos rotativos y responsabilidad pública. La idea no era edificar jerarquías sino mantener la decisión en manos del colectivo.
Allí donde caminé vi concreciones: escuelas bilingües con pizarras llenas de notas en tsotsil y español; una clínica donde el aroma del jabón común y de las plantas medicinales se mezclaba en la sala de curaciones; cooperativas que compartían hornos y almacenes; proyectos de mujeres que llevaban en carteles y libretas una agenda de derechos. Las compañeras —organizadoras, educadoras, médicas, cuidadoras— son columna de esa arquitectura social: su protagonismo es práctica cotidiana, no consigna.
El viaje personal que me trajo hasta ahí fue azaroso. En Costa Rica conocí a Patrice, que vivía en San Cristóbal; ella abrió la puerta de su casa y me dijo: “Vení cuando puedas.” Los planes cambiaron por huracanes y lluvias, pero al final me planté en la oficina del EZLN en San Cris. La respuesta inicial fue prudente: las visitas estaban restringidas por protocolos. Insistí, pregunté en el mercado, y finalmente una combi me dejó en la entrada del Caracol.
La recepción fue estricta y tranquila a la vez: revisión de documentos, espera, un formulario y la decisión de la Junta. Nada se concede por inercia. Cuando me autorizaron, el trayecto por los pasillos comunicó una estética sobria: casas de adobe pintadas a brochazos, oficinas de administración sin logos, huertos comunales con letreros escritos a mano.
En la oficina de Mujeres por la Dignidad vi carteles con demandas y con metas: alfabetizar en lengua originaria, formar parteras, sostener huertos. Una pared mostraba nombres de compañeras que habían asumido responsabilidades públicas; otra colgaba recortes de acuerdos. El lenguaje allí era directo y material: no promesas, sino planes con pasos concretos.
Entré a dos aulas. En primaria, la maestra corregía en dos colores: una palabra en español, la misma palabra en tsotsil al lado. En secundaria, adolescentes discutían la guerra entre Rusia y Ucrania con argumentos, fuentes y preguntas que los deshicieron como observador: eran jóvenes que aprendían a pensar en voz alta, sin traducción ideológica. Vi libretas cosidas a mano, tinta corrida, márgenes con el sello de la escuela. Esa presencia pedagógica era política en acto.
Antes de la comida presencié una pequeña asamblea comunitaria en la plazoleta: un círculo de sillas, manos que pedían la palabra con calma y un moderador que marcaba tiempos. Habló primero una anciana que pidió prioridad para el pozo comunitario; habló luego un joven que presentó un informe de seguridad. El método fue de escucha, pregunta breve, y elevación a consenso: cuando se decidió, se contaron manos con cuidado, y la decisión se anotó en la libreta común. Fue lento y sólido: la asamblea no es teatro, es mecanismo.
Ese día, junto con la práctica viva de la asamblea, volvieron a mi memoria textos fundacionales. El zapatismo se sabe heredero de viejas proclamas —incluido un manifiesto en náhuatl atribuido a Emiliano Zapata—, pero lo que resonaba con más fuerza era el comunicado del Subcomandante Marcos del 1° de enero de 1996. Lo comparto íntegro aquí porque suena como si hubiera sido escrito para ese mismo instante:
Al pueblo de México:
A los pueblos y gobiernos del mundo:Hermanos:
No morirá la flor de la palabra. Podrá morir el rostro oculto de quien la nombra hoy, pero la palabra que vino desde el fondo de la historia y de la tierra ya no podrá ser arrancada por la soberbia del poder.Nosotros nacimos de la noche. En ella vivimos. Moriremos en ella. Pero la luz será mañana para los más, para todos aquellos que hoy lloran la noche, para quienes se niega el día, para quienes es regalo la muerte, para quienes está prohibida la vida. Para todos la luz. Para todos todo. Para nosotros el dolor y la angustia, para nosotros la alegre rebeldía, para nosotros el futuro negado, para nosotros la dignidad insurrecta. Para nosotros nada.
Nuestra lucha es por hacernos escuchar, y el mal gobierno grita soberbia y tapa con cañones sus oídos.
Nuestra lucha es por el hambre, y el mal gobierno regala plomo y papel a los estómagos de nuestros hijos.
Nuestra lucha es por un techo digno, y el mal gobierno destruye nuestra casa y nuestra historia.
Nuestra lucha es por el saber, y el mal gobierno reparte ignorancia y desprecio.
Nuestra lucha es por la tierra, y el mal gobierno ofrece cementerios.
Nuestra lucha es por un trabajo justo y digno, y el mal gobierno compra y vende cuerpos y vergenzas.
Nuestra lucha es por la vida, y el mal gobierno oferta muerte como futuro.
Nuestra lucha es por el respeto a nuestro derecho a gobernar y gobernarnos, y el mal gobierno impone a los más la ley de los menos.
Nuestra lucha es por la libertad para el pensamiento y el caminar, y el mal gobierno pone cárceles y tumbas.
Nuestra lucha es por la justicia, y el mal gobierno se llena de criminales y asesinos.
Nuestra lucha es por la historia, y el mal gobierno propone olvido.
Nuestra lucha es por la Patria, y el mal gobierno sueña con la bandera y la lengua extranjeras.
Nuestra lucha es por la paz, y el mal gobierno anuncia guerra y destrucción.
Techo, tierra, trabajo, pan, salud, educación, independencia, democracia, libertad, justicia y paz. Estas fueron nuestras banderas en la madrugada de 1994. Estas fueron nuestras demandas en la larga noche de los 500 años. Estas son, hoy, nuestras exigencias.
Nuestra sangre y la palabra nuestra encendieron un fuego pequeñito en la montaña y lo caminamos rumbo a la casa del poder y del dinero. Hermanos y hermanas de otras razas y otras lenguas, de otro color y mismo corazón, protegieron nuestra luz y en ella bebieron sus respectivos fuegos.
Vino el poderoso a apagarnos con su fuerte soplido, pero nuestra luz se creció en otras luces. Sueña el rico con apagar la luz primera. Es inútil, hay ya muchas luces y todas son primeras.
Quiere el soberbio apagar una rebeldía que su ignorancia ubica en el amanecer de 1994. Pero la rebeldía que hoy tiene rostro moreno y lengua verdadera, no se nació ahora. Antes habló con otras lenguas y en otras tierras. En muchas montañas y muchas historias ha caminado la rebeldía contra la injusticia.
Ha hablado ya en lengua náhuatl, paipai, kiliwa, cúcapa, cochimi, kumiai, yuma, seri, chontal, chinanteco, pame, chichimeca, otomí, mazahua, matlazinca, ocuilteco, zapoteco, solteco, chatino, papabuco, mixteco, cuicateco, triqui, amuzgo, mazateco, chocho, izcateco, huave, tlapaneco, totonaca, tepehua, popoluca, mixe, zoque, huasteco, lacandón, maya, chol, tzeltal, tzotzil, tojolabal, mame, teco, ixil, aguacateco, motocintleco, chicomucelteco, kanjobal, jacalteco, quiché, cakchiquel, ketchi, pima, tepehuán, tarahumara, mayo, yaqui, cahíta, ópata, cora, huichol, purépecha y kikapú. Habló y habla la castilla. La rebeldía no es cosa de lengua, es cosa de dignidad y de ser humanos.
Por trabajar nos matan, por vivir nos matan. No hay lugar para nosotros en el mundo del poder. Por luchar nos matarán, pero así nos haremos un mundo donde nos quepamos todos y todos nos vivamos sin muerte en la palabra. Nos quieren quitar la tierra para que ya no tenga suelo nuestro paso. Nos quieren quitar la historia para que en el olvido se muera nuestra palabra. No nos quieren indios. Muertos nos quieren.
Para el poderoso nuestro silencio fue su deseo. Callando nos moríamos, sin palabra no existíamos. Luchamos para hablar contra el olvido, contra la muerte, por la memoria y por la vida. Luchamos por el miedo a morir la muerte del olvido.
Hablando en su corazón indio, la Patria sigue digna y con memoria.
Al leer esas palabras en medio del Caracol, entendí que no eran eco de archivo: eran voz presente, clavada en las libretas, en las pizarras y en el modo de contar votos en la asamblea.
Comí después con el hombre que me acompañó todo el día. No dijo su nombre. Comimos tortillas, frijoles y quedamos en silencio cómodo. Antes de partir me ofrecieron volver y colaborar en tareas cotidianas a cambio de alojamiento y comida. Me fui con la cabeza cargada de preguntas y la certeza de que lo observado no era perfecto, pero sí real y trabajado por la gente.
En Oventic no encontré espectáculo: encontré trabajo constante, discusiones abiertas y acuerdos escritos a mano en cuadernos escolares. Lo que parecía pequeño resultaba inmenso, porque ahí cada gesto es político.
En esas prácticas comprendí algo que antes solo había leído: la utopía no es promesa distante, es movimiento. Como dijo Eduardo Galeano: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos… ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar.”
El zapatismo convierte esa frase en decisión cotidiana: no promete el cielo, construye el tramo de camino que hace posible la vida con dignidad. Allí aprendí que la utopía sirve para ponerse en marcha y para sostener la marcha cuando vienen pasos en contra. En esas montañas, la utopía respira. Y sigue andando.
En los últimos años el movimiento zapatista anunció cambios estructurales que no pasaron desapercibidos: en 2023 el EZLN comunicó la disolución de las “municipalidades autónomas” tal como habían funcionado hasta entonces y planteó una reconfiguración de la autonomía, con nuevos modelos y explicaciones públicas sobre por qué se reordena el entramado institucional. Ese anuncio incluyó la promesa de delinear una nueva forma de autonomía y dejó en claro que los Caracoles seguirían existiendo, aunque con protocolos distintos.
Ese proceso no estuvo libre de tensiones. Comunidades zapatistas denunciaron hostigamiento de grupos armados, presión de intereses sobre la tierra y una violencia creciente en Chiapas. Los comunicados reflejaban no solo la defensa de la autonomía, sino también la necesidad de proteger a las bases en un contexto adverso.
Analistas señalan que el zapatismo, con treinta años de recorrido, afronta desafíos internos: el desgaste del aislamiento, la migración de jóvenes a ciudades, la presión del narcotráfico. Lejos de rendirse, el EZLN optó por replegar y repensar su organización, manteniendo en pie escuelas, clínicas y proyectos comunitarios, y reafirmando su horizonte: autonomía, dignidad, vida.
El zapatismo no se lee solo en sus comunicados: se ve en la práctica cotidiana de esas comunidades que, contra todo pronóstico, aún sostienen un proyecto distinto. Ese fuego pequeño de 1994 sigue encendido, aunque el viento arrecie.
El traqueteo del autobús nocturno hacia San Luis Potosí fue el límite entre el bullicio capitalino y un viaje más íntimo. En Ciudad Valles, un hospedaje sencillo me recibió con un silencio casi pedagógico: estaba entrando en una región que se lee en clave de meandros y canopia. Allí conocí a Paola y Anahí, dos médicas de Chihuahua que, entre risas y totopos encendidos —capaces de doblegar a cualquiera—, me hablaron de su norte marcado por narcos y miedos cotidianos. Sus relatos contrastaban con la calma que empezaba a desplegarse en la Huasteca, como si el lugar ofreciera un amparo oculto entre cañones y cortinas de agua.
El Naranjo fue la primera estación de esa cartografía líquida. Las cascadas de Minas Viejas y El Meco brotaban de la roca con fuerza; la corriente, helada y diáfana, invitaba a zambullirse como quien se libra de un peso antiguo. La vegetación, tan intrincada que devoraba los senderos, despedía aromas de hojas empapadas y barro. Allí perderse resultaba tan sencillo como reencontrarse: la naturaleza marcaba su propio compás. Desde ese punto, el camino me condujo hacia Tamul, el salto mayor.
El río Gallinas, teñido de un azul profundo por minerales ancestrales, serpenteaba entre muros de piedra caliza antes de precipitarse en los treinta metros de caída de Tamul. Su vigor, sin embargo, quedaba condicionado por la intervención humana: en temporada seca, los desvíos para riego reducían el caudal. Ese detalle recordaba que el paisaje funciona como un escenario vivo, disputado entre necesidades agrícolas y deseos de contemplación.
Cuando la corriente se desplegaba en plenitud, remar en lancha hasta la base del salto era un acto de reverencia: la brisa golpeando el rostro, el estruendo multiplicándose contra la roca, y la certeza de estar frente a un espectáculo modelado por siglos de lluvia.
De la monumentalidad de Tamul al sosiego de Tamasopo, el viaje se transformó en una inmersión en lo cotidiano. El pueblo, mecido por el rumor de sus tres cataratas, ofrecía la serenidad de quienes hacen del agua una rutina. Niños lanzándose desde las piedras, mujeres lavando en las orillas, vecinos compartiendo la sombra de árboles centenarios. Probé el zacahuil, un tamal gigante impregnado de maíz y humo, mientras un grupo de lugareños reía con socarronería: “Aquí el calor no se combate, se convierte en compañero de faena”. Esa naturalidad era el lujo de Tamasopo: la vida misma corriendo como sus cauces.
El Sótano de las Huahuas llevó la experiencia a otra escala. Guiado por un joven Tenek —cuyo pueblo habita estas tierras desde antes de los mapas—, avanzamos por senderos que olían a tierra húmeda. Él señaló el borde y dijo con calma: “El abismo se comprende mejor con los ojos que con las palabras”.
El hueco de quinientos metros se convirtió en teatro de un rito: al caer la tarde, miles de aves verdes trazaban espirales antes de hundirse en la penumbra. El guía explicó que, para los Tenek, esas criaturas son mensajeras entre mundos. Mientras aquel torbellino vivo se disolvía en la oscuridad, comprendí que asistíamos a un vínculo ancestral entre la tierra y el cielo.
De regreso, mientras compartíamos atole de maíz azul, lanzó otra frase que quedó grabada: “Si escuchas bien, cada ave deja un hilo invisible en el aire. Somos parte de ese tejido”.
De lo ancestral al delirio: así se sintió la llegada a Xilitla. El Jardín Surrealista de Edward James brota en la selva como una ensoñación endurecida en concreto: escalinatas que terminan en el vacío, arcos sin propósito, flores de piedra enfrentadas a orquídeas vivas. James, un británico excéntrico, intentó someter la jungla con su imaginación, pero la vegetación lo absorbió.
La inconclusión es su rasgo más poderoso: caminos ocupados por raíces, balcones escondidos entre la neblina; caminar allí es infiltrarse en la mente de un creador desmesurado. Afuera, en el caserío, unas enchiladas huastecas con salsa de chile cascabel devolvían los pies al suelo, aunque la impresión permanecía: Xilitla actúa como una compuerta entre lo real y lo imposible.
Me despedí de la Huasteca con las zapatillas embarradas, la ropa oliendo a humo del zacahuil y un cuaderno húmedo por la neblina. Nada de eso entra en una maleta con orden; los recuerdos de este lugar se cuelan por las costuras y reaparecen cuando menos lo esperás, como una piedra de río escondida en el fondo del bolsillo. Guardé también una hoja recogida en Tamul, aplastada entre páginas. La encontré semanas después, seca y quebradiza, pero aún impregnada de aquel azul mineral: fue mi manera de seguir conversando con la Huasteca, aun lejos de ella.
Edward James nació en 1907 en una familia aristocrática británica. Heredero de una fortuna considerable, fue mecenas del surrealismo europeo y apoyó a Salvador Dalí, René Magritte y Leonora Carrington, entre otros. En México encontró el terreno ideal para sus obsesiones.
A mediados del siglo XX llegó a Xilitla y, fascinado por la exuberancia local, decidió levantar un jardín que mezclara arquitectura y delirio. Con la ayuda de su colaborador Plutarco Gastélum erigió más de treinta estructuras de hormigón entre cascadas y bromelias: escaleras que no conducen a nada, columnas que emergen entre lianas, flores pétreas que dialogan con la vegetación viva.
Nunca quiso cerrarlo; sostenía que debía crecer como la selva misma, en transformación perpetua. Su patrimonio se consumió en el proyecto, pero lo que quedó es un manifiesto del surrealismo encarnado en la jungla mexicana.
Recorrer el Jardín Surrealista es entrar en la mente de un hombre que buscó darle forma a lo imposible. Xilitla lo absorbió, y el choque entre la ambición humana y la paciencia vegetal dio lugar a un espacio que no es del todo museo ni del todo paisaje: una obra viva, inacabada, que sigue dialogando con la selva cada día.