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México resiste la mirada turística con la terquedad de un muro cubierto de grafiti político. No es el país de los folletos, sino el territorio donde un taxi viejo lleva en el tablero un altar a la Santa Muerte junto a un sticker de Black Lives Matter. Aquí los contrastes no son postal, sino fricción constante: en la misma cuadra conviven cafeterías de tercera ola con puestos de tamales envueltos en hojas de maíz como paquetes precolombinos.
El viajero atento descubre pronto que México opera bajo una lógica distinta. Los semáforos son sugerencias, el picante no es ingrediente sino lenguaje, y el tiempo se mide en "ahorita"s que pueden durar desde cinco minutos hasta nunca. En la Ciudad de México, el metro a las 8 am enseña más sobre resiliencia que cualquier libro de autoayuda, mientras que en San Cristóbal de las Casas, las nubes bajas convierten las calles en un grabado surrealista.
Lo extraordinario se esconde en lo aparentemente ordinario: el sonido de un cuchillo afilándose en una esquina al amanecer, la geometría perfecta de un tendido de chiles secos, la manera en que la luz de las 5:17 pm baña de oro los edificios porfirianos. En Chiapas, las conversaciones en tsotsil suenan a poemas secretos, mientras que en Quintana Roo el mar Caribe espejea con el brillo de los resorts pero guarda sus verdaderos secretos en caletas donde los pescadores aún reparan sus redes al ritmo del reggae.
Este país no se entrega fácilmente. Exige que el visitante abandone sus expectativas en la aduana: las pirámides están rodeadas de puestos de nieve de garrafa, los museos de clase mundial comparten banquetas con vendedores de jugos en bolsa, y los mejores tacos suelen estar al lado de una llanta ponchada. En Yucatán, las haciendas decrépitas esconden patios donde florecen bugambilias violentamente rosas, y las ruinas mayas no son atracciones turísticas sino recordatorios incómodos de que todas las civilizaciones son temporales.
La magia -si insistimos en llamarla así- está en esa capacidad constante de sorprender, de mostrar que detrás de cada cliché hay diez realidades más interesantes esperando ser descubiertas. México no necesita ser amado a primera vista. Prefiere ser entendido a medias, en fragmentos, a través de los huecos que dejan las traducciones imperfectas y las explicaciones incompletas.
Es en esos intersticios donde realmente se revela: cuando ya no somos turistas, pero tampoco locales; cuando dejamos de buscar "lo auténtico" y simplemente nos dejamos habitar por el país. Cuando entendemos que en Quintana Roo el verdadero lujo no está en los todo-incluidos sino en encontrar una playa vacía al amanecer, o que en Yucatán la mejor comida no está en los restaurantes sino en las cocinas de las abuelas que aún preparan el poc chuc como hace cincuenta años.
Lee la Historia de MéxicoCapital: Ciudad de México
Población: 126 millones (2023)
Idiomas: Español (oficial), 68 lenguas indígenas reconocidas (náhuatl, maya, mixteco, zapoteco, etc.)
Superficie: 1,964,375 km² (14º país más grande del mundo)
Moneda: Peso mexicano (MXN), 1 USD ≈ 17 MXN (aproximadamente)
Religión: Predomina el catolicismo (78%), con creciente diversidad religiosa
Alfabetismo: 95% (aproximadamente)
Sistema político: República federal presidencialista
Zonas horarias: 4 diferentes (UTC-5 a UTC-8)
Electricidad: 127V, 60Hz (enchufes tipo A y B)
Turistas de la mayoría de países americanos y europeos: No requieren visa para estancias menores a 180 días.
Proceso de entrada:
Para trabajo o estudios:
Enlaces oficiales:
Ciudad de México:
San Luis Potosí:
Chiapas:
Quintana Roo:
Yucatán:
Notas importantes:
Urbano:
Interurbano (Estado de México):
Urbano:
Interurbano:
Urbano (Tuxtla/San Cristóbal):
Interurbano:
Urbano (Cancún/Playa del Carmen):
Interurbano:
Urbano (Mérida):
Interurbano:
Consejos clave:
Clima general: Varía enormemente por región. Temporada de lluvias (jun-oct), seca (nov-may).
Centro (CDMX, San Luis Potosí):
Sur (Chiapas):
Caribe (Quintana Roo):
Península de Yucatán:
Respeto a comunidades:
Dinero y transporte:
Migración y controles:
Seguridad básica:
Descubre el México auténtico: desde ciudades ancestrales hasta playas de ensueño, pasando por selvas y desiertos que albergan culturas milenarias.
México se habita antes que comprenderse. Un territorio que transpira historia por fisuras de concreto y selva, donde el tiempo no fluye lineal sino en espirales que se entrelazan. Las aguas quietas de los cenotes guardan secretos prehispánicos, mientras el asfalto de las ciudades late con ritmos sincopados de tradición y modernidad violenta.
En Chiapas, la realidad se pliega como un códice. San Cristóbal despliega su teatro barroco-indígena: fachadas virreinales que enmarcan mercados donde el trueque sobrevive entre billetes. La iglesia de Chamula no es museo sino campo de batalla simbólica - velas de cera goteando sobre pisos de pino, refrescos burbujeantes como ofrendas posmodernas. Las comunidades zapatistas, por su parte, han convertido la autonomía en geometría práctica: milpas que son trincheras, asambleas que dibujan topografías de resistencia.
El Caribe muestra su dicotomía brutal. Tulum yace prostituido por influencers espirituales, sus playas ahora catálogos de resorts con temazcales desnaturalizados. Bacalar resiste con dignidad, aunque la laguna de siete colores empieza a teñirse de aguas residuales. Holbox -último bastión- donde los cayucos de pescadores navegan entre yates privados, metáfora perfecta de la tensión social.
La Huasteca Potosina desarma con su hidrografía dramática. Tamul no es cascada sino explosión líquida contra roca calcárea, bañista que se atreve a nadar en sus pozas comprende la insignificancia humana. Xilitla trastorna: el jardín surrealista de Edward James son raíces de cemento que estrangulan la selva, arte que delira entre bromelias y estructuras oníricas.
Ciudad de México devora. En su vientre conviven el tepalcate azteca con el acero de torres corporativas. Por sus venas corren microbuses atestados y limusinas blindadas; en sus plazas, vendedores de amuletos prehispánicos comparten banqueta con corredores de bolsa. Metrópolis que reinventa su piel cada madrugada, mutando entre el smog y los cantos de los vendedores ambulantes.
El turismo masivo ha convertido santuarios en parques temáticos, pero la verdadera tragedia acecha en la narcocultura. Acapulco -antigua perla del Pacífico- hoy yace herida: hoteles abandonados como esqueletos de concreto, playas que la prensa solo menciona en crónicas rojas. La economía gris contamina más que el plástico, corrompiendo manglares y dinámicas sociales por igual.
Sin embargo, en los intersticios late otro México. El de los mercados donde aún se trueca cacao por cerámica, de las cocineras que guardan secretos moleculares en sus recetarios manuscritos, de los jóvenes que reinventan el muralismo con stencils y denuncia social. No es país para contemplación pasiva, sino espejo que devuelve miradas incómodas. Quien pretenda conocerlo deberá abandonar la comodidad del folclor y sumergirse en su complejidad lacerante - solo así dejará de ser espectador para convertirse, aunque sea momentáneamente, en partícipe de esta narrativa colectiva que duele y maravilla a partes iguales.
México no es un lugar para ser comprendido desde la distancia ni admirado sin consecuencias. Es un territorio que exige presencia incómoda, escucha activa y respeto radical. Viajar aquí no es consumir postales, sino asumir contradicciones: reconocer la belleza sin negar la herida, celebrar la resistencia sin romantizar el dolor. Solo quien se atreve a mirar de frente, sin filtros ni folclorismos, puede intuir —aunque sea por un instante— la complejidad de una nación que no se explica, se encarna.
Mi ingreso a México fue por su corazón más agitado: la Ciudad de México. Llegaba desde Argentina, en un punto intermedio entre el turista que sigue el mapa y el viajero que decide perderse. La primera impresión fue brutal: esta ciudad no se anuncia, se impone. Una criatura inmensa de concreto, bocinas, vapores de comida callejera y millones de vidas cruzándose sin tregua. Apenas aterricé, tuve que cambiar de hostel: el lugar que había reservado era un desastre, con paredes cansadas y un ambiente opresivo. Mudarse fue lo primero que hice para empezar a entender cómo habitar el caos.
El Zócalo me recibió en plena fiesta de colectividades. Una celebración donde los colores, los olores y los sonidos de todo el país convergían sin filtro. Probé comida de todos los estados: mezcal que raspaba, moles espesos como historias antiguas, panuchos, salsas intensas. Cada bocado era un fragmento de identidad, servido con humildad en platos descartables pero con un trasfondo sagrado. Más que un evento, era un país hablándose a sí mismo en voz alta.
Xochimilco fue una experiencia fuera del tiempo. Las trajineras avanzaban como altares flotantes sobre canales ancestrales. Había marimbas, mariachis, gritos, risas, cervezas tibias, tequila dulce. Familias enteras, turistas curiosos, vendedores, músicos y niños compartían un espacio coreografiado por el puro impulso de la fiesta. Hay lugares donde la alegría es resistencia, y Xochimilco lo entiende mejor que nadie.
El Estadio Azteca fue otro tipo de ceremonia. Para un argentino criado con las hazañas de Maradona, ese estadio no es una cancha: es un santuario. Caminar por sus alrededores y pensar en aquel gol eterno de 1986 fue conmovedor. No había presente allí, solo un eco suspendido de memoria y mito.
En Coyoacán, visité la Casa Azul de Frida Kahlo. Más que un museo, es un retrato abierto de un cuerpo que vivió con dolor pero nunca dejó de crear. Cada habitación, cada corset colgado, cada pincelada, transmite una belleza incómoda, visceral, que no busca complacer. Es un lugar íntimo, como si uno caminara dentro de un diario ilustrado por alguien que decidió no ocultarse nunca.
Cerca de allí, el Museo de Trotsky fue una pausa en otro registro. Más sobrio, más silencioso. Todo parece congelado: la biblioteca, el escritorio, las marcas del atentado, el jardín con su tumba. No se trata tanto del personaje, sino del peso del exilio, de la espera, del destierro. Una casa que sigue hablando con voz baja.
El Museo de Cera fue, en contraste, un interludio bizarro. Imitaciones de celebridades, figuras políticas, personajes históricos, todos convertidos en esculturas que intentan ganarle al olvido. Había algo entre lo kitsch y lo inquietante, una sensación de estar frente a la caricatura de la fama, congelada en su propio artificio. Extraño, sí, pero también revelador.
Y luego, el Museo Nacional de Antropología: más que un museo, una enciclopedia viva. Pasé horas allí, y aún así sentí que apenas lo había rozado. Cada sala es un mundo, un eco de culturas que fueron borradas en los libros, pero que siguen vibrando. Es imposible salir de ahí sin una mezcla de asombro y tristeza. Es la historia contada por los vencidos, pero también por quienes siguen resistiendo desde la raíz.
En mis caminatas diarias, recorrí La Condesa y la Zona Rosa. La primera es elegante, frondosa, con arquitectura caprichosa y veredas para perderse. La segunda, más atrevida, vibrante, diversa. Son dos rostros distintos de la misma ciudad, una ciudad que no se deja reducir a una sola cara. Aquí los contrastes no se ocultan, se celebran.
Ciudad de México no es una postal fácil. Te agota y te abruma, pero también te abraza con una intensidad que no se encuentra en muchos lugares. Es una ciudad donde los siglos se amontonan, donde la belleza convive con el desgaste, y lo sagrado camina al lado de lo profano. No se la visita: se la enfrenta. Y, a veces, se la deja ganar.
Bacalar no fue solo un lugar. Fue una pausa extendida en el tiempo, un paréntesis que se escapó de la realidad. Dos días que no se sintieron como una escala en el camino, sino como un refugio donde el ritmo se desacelera y el aire se vuelve más denso, más lleno. Llegué sin expectativas, sin itinerarios; solo con la voluntad de estar, de sentir un rincón del sur de México que parece existir al margen del tiempo, sin la prisa que define a otros destinos. La laguna, con su nombre de Siete Colores, no necesitaba introducciones. Cada matiz que dibujaba el agua era un recordatorio de la belleza sin esfuerzo, un juego de luces y sombras que cambiaban con el sol, sin hacer ruido.
El hostal donde me alojé era tan sencillo que apenas podía considerarlo un lugar físico. Era más bien una extensión del pueblo, un espacio donde se disolvía cualquier necesidad más allá de estar presente. Las conversaciones eran escasas, pero las miradas y los silencios llenaban los huecos. Cada rincón del lugar estaba impregnado de historias de quienes habían llegado antes, de viajeros que se habían permitido rendirse ante la magia de Bacalar sin pretensiones. En una tarde sin prisas, una mujer local, con la risa fácil, me habló del legado de la laguna. Me contó que los colores del agua no solo eran un fenómeno natural, sino un reflejo de la calma que, según ella, definía a Bacalar. La gente no busca nada más aquí, me dijo. Solo ser.
El cenote Cocalitos me esperaba sin fanfarrias, sin multitudes. Su agua era un espejo perfecto, casi inmóvil, como si el tiempo hubiera decidido quedarse suspendido allí. Nadé por largo rato, sintiendo la frescura del agua que se filtraba en cada poro, sin el peso del reloj o las prisas de otros lugares. Al salir, me encontré con un pescador local que, mientras lanzaba su red, me contó que pocos se aventuran hasta allí, pero que para él el cenote era un sitio sagrado, un refugio de la tierra que solo quienes entendían el lugar podían disfrutar. Ese instante, esa quietud, quedó grabada en mí como un recordatorio de que la verdadera belleza no se busca, solo se encuentra cuando el corazón está dispuesto a recibirla.
Bacalar es pequeño, pero en su reducida extensión se encuentra el universo. No necesitas más que caminar, dejar que el pueblo te absorba sin agenda. Las distancias son cortas y el calor no es una carga, sino una caricia. No alquilé bicicleta ni moto; el verdadero ritmo del lugar solo se entiende cuando se camina con calma, sin la necesidad de apresurarse. Los pájaros, casi siempre presentes, y el murmullo constante de la laguna se convierten en la banda sonora de cada paso. De vez en cuando, alguien te saluda, y no hace falta preguntar el nombre; el saludo es genuino, como si todos compartieran el mismo descanso. En esos momentos, Bacalar deja de ser un lugar en el mapa y se convierte en una experiencia colectiva, una respiración compartida entre el visitante y los que ya lo llaman hogar.
Lo mejor de Bacalar, sin duda, sigue siendo la laguna. Aunque el turismo la haya marcado, no pierde su esencia. Los colores del agua, las vistas, parecen demasiado perfectos para ser reales, como si un pintor hubiera querido hacer del mundo un lienzo. Pero lo que se queda, lo que realmente se lleva uno, es el silencio. Ese silencio que no es vacío, sino lleno de palabras no dichas, de historias que el agua guarda. En una caminata solitaria, me encontré con una anciana que vendía dulces tradicionales bajo la sombra de un árbol. "La laguna nunca deja de enseñarnos", me dijo, con una sonrisa tranquila. "Solo hay que escuchar." En ese instante, entendí que Bacalar no solo ofrece un paisaje, sino una lección profunda sobre el tiempo, el espacio y la calma que solo el agua puede enseñar.
Me fui de Bacalar sin prisa, pero con la sensación de haber encontrado un lugar fuera del tiempo. Un refugio que no exige nada, que solo te pide ser, estar. La laguna y el cenote son postales que se quedan grabadas, pero lo que realmente se lleva uno es mucho más profundo: el silencio que invita a respirar y la certeza de que a veces, basta con estar para entender lo que realmente importa. Bacalar, al final, no es solo un lugar en el mapa, sino un refugio dentro de uno mismo.
La verdad es que me encantaría poder detenerme un buen rato a hablar sobre Tulum. Podría hacerlo. Podría enumerar la variedad de cenotes que lo rodean, cada uno con su ambiente propio: selvático, rocoso, místico. Podría hablar de sus playas o de las tantas actividades posibles, desde lo espiritual hasta lo turístico, pasando por sus ruinas de frente al mar. Pero sería un esfuerzo que no siento merecido. No por la falta de cosas que contar, sino porque desde mi experiencia, en este momento, Tulum no merece tanta lectura.
Llegué por dos días. Me hospedé en un hostal que, tras hacer el check-in, descubrí que era regenteado por un alemán. No había ni una sola persona mexicana trabajando allí. Todo funcionaba como una réplica de Berlín: reglas estrictas, estética minimalista, cerveza importada. Pero debo reconocerles algo: organizaron una especie de “free walking tour” a las ruinas de Tulum.
Las ruinas están bien. Pequeñas, sencillas, y, si se quiere, hasta modestas en comparación con otros sitios arqueológicos de México. Pero tienen algo a favor: su ubicación. Esas estructuras mayas construidas justo sobre los acantilados, recortadas contra el Caribe, ofrecen una de las vistas más impresionantes que podría tener una ciudad antigua. Al menos en teoría. Porque cuando llegamos, la vista estaba tapada por montañas de sargazo: el mar, ahogado en marrón. Esa postal caribeña que uno espera se había esfumado bajo capas de algas podridas.
Después del tour caminamos un rato por la playa. Éramos cinco: Sara, de Italia; Florence, de Francia; Juan, de Colombia; Peter, de Estados Unidos; y yo. Caminamos a lo largo de la costa, o lo intentamos. Digo “intentamos” porque el camino era más bien una travesía. En lugar de arena blanca y mar turquesa, encontramos montañas de sargazo amontonadas por retroexcavadoras. Literalmente. Camiones volcadores entrando y saliendo como si se tratara de una cantera. Y en medio de ese caos, hoteles plantados uno al lado del otro, ocupando hasta el último centímetro de la playa. Difícil disfrutar caminar cuando todo es cemento, algas y máquinas.
Al día siguiente decidí ir en busca de algo más real. Caminé —sí, caminando, mientras todos alquilan motos o bicis eléctricas— hacia dos cenotes gratuitos en las afueras de Tulum. Nada demasiado lejos, pero sí exigente bajo el sol, si no se sale temprano. Y valió la pena. Porque en esos cenotes, alejados de las “recomendaciones” de Instagram, no había multitudes, ni drones, ni flotadores gigantes. Solo agua fresca, sombra, y el sonido sutil de la naturaleza. La mayoría de los turistas prefieren pagar por los cenotes caros, no porque sean mejores, sino porque son “cool”. Porque figuran en las stories de alguien con muchos seguidores. Pero estos dos, gratuitos, sin filtro ni fama, me regalaron algo más puro: un respiro.
No hay mucho más para contar. Mi paso por Tulum fue breve, casi anecdótico. Y quizás por eso fue claro. Vi en pocas horas lo que muchos tardan días en entender. Vi una ciudad que alguna vez fue refugio de viajeros alternativos, y que hoy se ha convertido en un showroom de espiritualidad boutique, comida vegana carísima y playas privatizadas. Vi más extranjeros haciendo dinero que mexicanos trabajando dignamente. Vi un lugar con un potencial increíble, pero atrapado en su propia postal vendida al mejor postor.
Tulum se disfraza de paraíso mientras se ahoga en su propio éxito. Lo que alguna vez fue un rincón libre, hoy es un negocio envuelto en incienso y yoga en inglés. Un lugar donde la desconexión se vende como experiencia premium y el Caribe ya no se huele, ni se escucha, ni se ve. A veces, viajar implica aceptar que algunos sitios ya no son lo que fueron, y que la búsqueda de belleza nos lleva —inevitablemente— a dejar atrás lo que no nos conmueve. Por eso seguí mi camino, casi con alivio, hacia Bacalar. Porque aún hay lugares donde el agua sigue siendo azul y el silencio no cuesta entrada.
Llegué con un vuelo ultra económico desde San José de Costa Rica directo a Cancún. Ya estaba viajando en vía libre y no quería perder tiempo en ciudades ultracapitalizadas como esa. Caminé un rato por sus playas, dormí una noche y al amanecer siguiente me embarqué hacia Isla Mujeres.
El trayecto en barco por el Caribe fue una postal viva: el agua turquesa brillando bajo el sol componía una imagen de paraíso total. Pero el espejismo se desdibujó rápido. Al llegar a la isla, me topé de frente con el turismo masivo: caótico, consumista, y profundamente destructor de culturas.
Me sorprendió la cantidad abrumadora de personas. Había reservado cuatro noches, pero al pisar tierra firme reduje la estadía a dos. Me alojé en un hostel de cadena internacional llamado Selina, y lo menciono adrede porque merece ser señalado: precios desproporcionados, habitaciones superpobladas, un ambiente artificial que reemplaza lo local por un espectáculo prefabricado, funcional al turista anglosajón promedio. Sus slogans, su estética, su música, todo diseñado para borrar cualquier rasgo identitario del lugar. Un error de planificación que no volví a repetir.
Durante mi paso por la isla no contraté ni un solo servicio de los que se ofrecen con precios inflados hasta el absurdo. El primer día me levanté al alba. Un amigo viajero, Johan, me había recomendado visitar Playa Norte a las siete como máximo, para contemplar el amanecer y disfrutar de una de las mejores playas del mundo en soledad. Tenía razón. Solo estábamos un puñado de personas, en su mayoría trabajadores del lugar. La escena era idílica. Pero hacia las nueve y media, escapé. La playa había mutado en un hervidero humano. Decenas, centenas, quizás miles de cuerpos invadiendo la arena, la calma, el mar.
Con un plan ya trazado, caminé hasta el extremo opuesto de la isla, hacia el Garrafón de Castilla. Una playa menos espectacular que Playa Norte, pero también menos concurrida. Solo algunas parejas que llegaban en carritos de golf, los mismos que me ofrecieron reiteradamente en el camino y que rechacé sin dudar. Necesitaba caminar, absorber el lugar con mis propios pasos, no desde un asiento con ruedas.
Esa noche salí a buscar un bar que no estuviera dentro del circuito turístico. Fue difícil encontrar uno que se sintiera genuinamente mexicano, pero lo logré. Me recibió un “hello, gringo”, al que respondí con rapidez: “Argentino, che. No gringo.” Rieron y me invitaron una cerveza mientras sonaba una vieja fonola. Éramos cuatro hombres, dos mujeres, gente sencilla y amable, de esas que uno recuerda cuando ya se ha ido. Después de varias cervezas, uno de ellos —Ramon— me preguntó qué haría al día siguiente, mi último en la isla. Le respondí, entre quejas, que quería conocer la Isla Contoy, pero me parecía un delirio pagar 85 dólares por una excursión de siete horas. Se rió largo rato. Cuando le pregunté por qué, me dijo: “Yo soy el guía que acompaña al conductor del barco. Mañana andá temprano al muelle. Te hago un descuento.”
Isla Mujeres fue un espejo partido: por un lado, la belleza sobrecogedora del Caribe, la arena blanca como harina, el mar pintado a mano. Por el otro, un sistema voraz que devora lo que toca, que convierte lo sagrado en paquete turístico, lo ancestral en decoración de hotel.
Me fui con una mezcla de asombro y tristeza. Asombro por lo que aún resiste, por la generosidad espontánea de su gente. Tristeza por todo lo que ya no está, por lo que se ha vaciado de sentido y se vende como postal. Entendí que no basta con viajar: hay que hacerlo con ojos abiertos y espíritu crítico. La belleza natural no es infinita ni invulnerable. Se erosiona, se privatiza, se agota. Y lo peor es que lo hace en silencio, mientras la mayoría solo se saca selfies.
De Isla Mujeres no me llevé souvenirs. Me llevé una certeza: si seguimos consumiendo los paraísos como si fueran centros comerciales, pronto solo quedará el cartel de “bienvenidos” clavado en la nada.
Con una resaca bastante violenta, me fui arrastrando al puerto de Isla Mujeres en busca de Ramón, con la esperanza de que mantuviera su palabra sobre el descuento a Isla Contoy. No tenía demasiadas expectativas, y menos aún con la cabeza que me martillaba. Pero apenas me vio, levantó la mano con una sonrisa franca, me convidó un café y me soltó:
—Toma, carnal, ponte esta pulserita y súbete al barco.
No hizo falta decir más. Me había dejado sin palabras. Me cobró apenas 25 dólares, con transporte ida y vuelta, equipo de snorkel y almuerzo incluido.Un fenómeno, Ramón. Así, sin pedir nada a cambio, me abrió la puerta a uno de los lugares más bellos y mejor preservados del Caribe. Te debo una, de verdad. Sos un crack.
El trayecto en barco fue suave, casi ceremonial. El mar Caribe parecía una sábana líquida extendida por los dioses: turquesa, cristalino, tibio. La espuma blanca acariciaba los costados del bote mientras avanzábamos, y el cielo se iba despejando como si también tuviera resaca y quisiera despertarse de a poco.
A lo lejos, emergió Isla Contoy como una promesa. Una línea de arena clara, rodeada de palmeras, con un faro recortado contra el cielo y una calma que contrastaba brutalmente con el caos turístico de Isla Mujeres. No hay hoteles, no hay parlantes, no hay bares sobre la arena. Solo naturaleza pura. Silencio. Sol. Viento. Y una lista de ingreso que se cierra a las doscientas personas por día.
Al llegar, lo primero que sorprende es la transparencia absoluta del agua, que te permite ver el fondo a varios metros de profundidad. Las estrellas de mar descansan estáticas sobre la arena, como si alguien las hubiera colocado con delicadeza. Peces de todos los colores atraviesan las aguas sin apuro, ajenos a la presencia humana. Me puse el snorkel y me tiré al agua con la sensación de estar entrando a otro mundo: uno anterior a nosotros.
Bajo la superficie, la vida estallaba. Cardúmenes danzantes, corales vivos, sombras de mantarrayas que se deslizaban como fantasmas tranquilos. Uno de los guías nos llevó hasta un pequeño arrecife donde el mar se encendía con cada movimiento. No había palabras posibles ahí abajo, solo ojos abiertos y pulmones conteniendo el asombro.
Pero lo más inesperado fue el lago interior de la isla, un espejo verde que reflejaba la vegetación con una precisión inquietante. Un santuario de aves protegidas, muchas de ellas migratorias, que llegan cada año como si supieran que este pedazo de tierra aún se mantiene a salvo del colapso. Subí al mirador y me quedé largo rato ahí arriba, con una vista panorámica de la isla completa: el mar abierto por un lado, el manglar por el otro, y en el medio, esa lengua de tierra cuidada como un secreto.
El almuerzo fue simple pero digno: pescado fresco, arroz, frutas, y una charla tranquila con otros viajeros que también habían llegado por azar, o por Ramón. Nadie gritaba, nadie sacaba selfies exageradas, nadie ponía música. Era como si el lugar nos pusiera en sintonía con otra forma de estar.
Y entonces entendí.
Isla Contoy no es solo un lugar hermoso. Es un ejemplo. Una excepción luminosa en un mapa manchado por la codicia. Mientras tantos otros rincones paradisíacos son arrasados por la lógica del turismo de masas, Contoy resiste. Gracias a guías como Ramón, a políticas claras, a un límite estricto de visitantes, a la conciencia —todavía frágil pero real— de que lo hermoso no es eterno si no se cuida.
Antes de volver, me senté solo en la playa, con los pies en el agua y el corazón liviano. Pensé en todo lo que había visto, en lo que se había salvado, en lo que quizás aún puede salvarse.
Y supe que si algún lugar merece seguir existiendo intacto, es este.
No por nosotros.
Sino a pesar de nosotros.
Escribo desde Hanoi, pero cuando cierro los ojos, regreso a Holbox. Y lo primero que aparece no es la arena blanca ni el atardecer rosa, sino el calor pegajoso y los chinos, o más bien, los turistas que, como yo, llegaban en el mismo barco barato. Eran mayoría, y la atmósfera se sentía igual que el sudeste asiático: densa, húmeda, sofocante. Holbox empieza sudando.
Venía advertido. En el hostal de Cancún me dijeron que los precios eran una locura y que debía llevar provisiones. Así que crucé con una bolsa de supermercado llena de latas, galletas y lo que encontré barato. Apenas puse un pie en la isla, entendí que me habían dicho la verdad: Holbox es hermosa, sí, pero cara.
El alojamiento online era impagable. Caminar me salvó. Encontré un hostal donde lo más económico era dormir en carpas. Sí, carpas, con colchón, almohada y un ventilador que apenas empujaba el aire caliente. Pero tenía cocina, la ubicación era excelente, y sobre todo, me permitió ver de cerca el funcionamiento de la isla: una extraña mezcla entre lo salvaje de Contoy y el colapso de Isla Mujeres. Holbox vive en el filo: todavía no estalló, pero ya tiembla.
Lo que me habían prometido como un ambiente "hippie" resultó ser un espejismo. Encontré lo que llamo hippismo premium: bares con música electrónica chill, carteles en inglés, precios europeos, mochileros con auriculares de 300 euros. Alemanes, holandeses, ingleses, bebiendo cerveza artesanal a precios ridículos, creando una burbuja que nada tiene que ver con México. Es el turismo que no quiere salir de su zona de confort, que no viaja para conocer, sino para replicar lo mismo de siempre en otro fondo de pantalla.
¿Y la isla? Hermosa, eso no se discute. Playas extensas de arena clara, aguas tranquilas, la posibilidad de caminar cientos de metros con el agua por los tobillos. El atardecer es de los más bellos que vi. Pero también vi el sargazo cubriendo la parte norte, la basura mal gestionada en algunos tramos de la costa, los carritos de golf colapsando caminos de arena. Holbox no está perdida, pero está en la cuerda floja. Si no se frena el ritmo, si no se regula la entrada, si no se cuida su fragilidad, va a correr la misma suerte que tantos otros paraísos.
Pero también vi el sargazo cubriendo la parte norte, la basura mal gestionada en algunos tramos de la costa, los carritos de golf convertidos en taxis colapsando caminos de arena. Holbox no está perdida, pero está en la cuerda floja. Si no se frena el ritmo, si no se regula la entrada, si no se cuida su fragilidad, va a correr la misma suerte que tantos otros paraísos.
Holbox, al igual que muchos destinos en el mundo, enfrenta un dilema crucial: entre mantener su autenticidad y sucumbir al encanto del turismo masivo. La isla aún conserva sus bellezas naturales, esas que hacen que uno se quede sin aliento, pero hay un precio que ya no se paga solo con dinero. Es un precio que se mide en la pérdida de la esencia local, en la saturación de turistas que no entienden que el propósito de viajar debería ser más que un escape para recrear su vida cotidiana en otro paisaje.
Si no se actúa con urgencia y responsabilidad, Holbox podría perder esa magia única que la caracteriza. Sin embargo, aún hay tiempo. Si los turistas y las autoridades se comprometen a encontrar un equilibrio entre el disfrute de sus maravillas naturales y el respeto a su fragilidad, la isla podría salvarse. Tal vez, solo tal vez, un turismo más consciente podría devolverle a la isla la autenticidad que la hizo famosa. Solo si entendemos que los paraísos no son infinitos y que nuestra presencia puede dejar huella, podremos seguir disfrutando de lugares como Holbox, pero de una manera que preserve su belleza para las futuras generaciones.
Estaba por partir desde Bacalar hacia Cancún, y desde allí encarar una travesía en bus interminable hasta San Cristóbal. Pero Patrice me escribió justo a tiempo: “Esperá. Hay alerta de huracán en Oaxaca, nivel alto. Y se esperan lluvias torrenciales en Chiapas. Aprovechá y quedate unos días en Valladolid. Es espectacular. Más tranquilo que Quintana Roo y lleno de cenotes por poca plata”. Esa piba de Monterrey —que había conocido en Costa Rica y ahora vivía en Sancris— me venía salvando el viaje en México. Le hice caso. Fue lo mejor que hice.
Valladolid me sorprendió de entrada. No tiene el brillo maquillado de Tulum ni la impunidad inmobiliaria de Playa del Carmen. Tiene algo real. Calles rectas, casas bajas con fachadas de colores gastados, ritmo lento y olor a elote asado en las veredas. En la plaza principal los abuelos leen el periódico en silencio, las mujeres tejen, los chicos juegan a la pelota con lo que encuentran. No hay pose. Hay vida.
Por las noches, justo frente al Cabildo —sí, así se llama—, se proyecta un espectáculo gratuito de luz e historia. Pero no es un show turístico sin alma. Es una reconstrucción, cruda y sensible, del pasado de la ciudad: la fundación española sobre las ruinas de Zací, el alzamiento maya durante la Guerra de Castas, la represión, la sangre. No disimulan: Valladolid fue epicentro de uno de los episodios más oscuros del siglo XIX en México. La voz en off no glorifica nada. Relata. Denuncia. Da contexto. Sentado ahí, con una chela fría en la mano y rodeado de familias locales que escuchan en silencio, sentí que por fin alguien contaba la historia sin barnices. Después, en la misma plaza, vecinos de la ciudad —no actores— bailan danzas tradicionales con orgullo. No es un circo. Es un intento de recordar, de no olvidar.
Comí bien. Muy bien. Tacos de cochinita, panuchos, sopa de lima. Siempre en fondas humildes, donde el menú cambia según lo que hay en el mercado. Los precios me hicieron dudar si era 2025 o 1993. Eso sí: cada vez que decía “sin chile, por favor”, me miraban entre risa y lástima. “¡Ok, carnal!”, me respondían, mientras me traían igual algo que picaba. Pero me trataron con una calidez desarmante. Valladolid no vive del turismo. Sobrevive con él. Esa diferencia se nota. La gente no actúa. Te habla como a un igual. Me crucé con obreros, campesinos, profesoras jubiladas. Me contaron que la ciudad crece lento, que muchos jóvenes se van, que los cenotes traen dinero pero también basura. Que la historia sigue latiendo, que no todo está resuelto.
Fui a los cenotes en transporte público. Madrugué a Suytun para evitar la masa de influencers en salto coreografiado. Llegar temprano fue clave. La luz del sol atravesaba el techo de piedra como una lanza divina y caía sobre la plataforma central, rodeada de agua turquesa. Estaba solo. Sentado en el borde, pensé en el tiempo: en todo lo que había pasado en esa tierra, bajo ese mismo agujero de piedra. Suytun no es solo una postal: es un templo natural, una cicatriz viva.
Luego fui a X'kekén. Más cerrado, casi cavernoso. Las estalactitas parecen guardianes de otro tiempo. Nadás en la penumbra, en un agua más fría, más densa. El eco de las voces rebota como si hablara la piedra. Es un lugar que impone respeto. No dan ganas de gritar, ni de sacarse selfies. Dan ganas de quedarse quieto.
Por último, Chichikán. Menos conocido, más rústico. Rodeado de selva baja, el acceso es por un caminito de tierra. Allí, un grupo de niños jugaba a tirarse desde una cuerda improvisada. Me invitaron a sumarme. Lo hice. Caí mal. Me reí. Me miraron con compasión. La experiencia fue más humana que turística. Ese cenote no era un destino: era parte de la vida cotidiana de ese barrio. Eso no se encuentra en Instagram.
Valladolid me dio algo distinto. No fue una epifanía como San Cristóbal, ni una revelación como Palenque. Fue una pausa honesta. Una ciudad que no necesita gritar para que la escuches. Que arrastra historia, belleza, dolor y resistencia. Me fui conmovido, agradecido, lleno de preguntas.
Después de varios días, el huracán finalmente tocó tierra en Oaxaca. Pero se fue debilitando rápido. Las lluvias en Chiapas no pasaron de lo habitual. Patrice volvió a escribirme: “Ya está. Podés venir”. Y esta vez yo ya sabía por qué volvía. No era para redescubrir San Cristóbal, sino para ir más allá. A las comunidades zapatistas. A escuchar, a aprender, a entender cómo se construye dignidad desde abajo. Sabía que no iba a ser turista ahí. Ni invitado. Iba a ser testigo, en silencio. Porque hay lugares que se visitan. Y otros que te transforman.
No sé exactamente en qué curva del camino Chiapas se volvió mi lugar favorito en el mundo. Tal vez fue en un amanecer en San Cristóbal, cuando la niebla cubría las montañas como un manto antiguo, o tal vez fue más al sur, en los bordes selváticos de la Selva Lacandona, donde el silencio tiene forma y peso. No fue un momento, fue un murmullo constante que se fue metiendo en el cuerpo como el humo del copal en una ceremonia tsotsil: lento, inevitable, profundo.
Si Perú es mi patria emocional, ese territorio vasto al que siempre quiero volver, Chiapas es mi secreto sagrado. Porque no se trata solo de paisajes ni de ruinas ni de comidas —aunque los tenga todos y los tenga inmensos—, sino de una sensación que no se parece a ninguna otra. Chiapas te enfrenta y te abraza al mismo tiempo. Es el rugido de una cascada en el cañón del Sumidero, pero también el susurro de una anciana tojolabal que te bendice sin conocerte. Es una tierra que no se entrega fácil, pero cuando lo hace, te cambia
Y no es solo su geografía de extremos —selvas que respiran como animales dormidos, pueblos mayas que resisten el paso del tiempo, mercados donde los colores parecen gritar—, sino su carga simbólica, su historia subterránea. Aquí todo es lucha y todo es vida. Hay una dignidad callada en las comunidades indígenas, una rebeldía suave en sus tejidos, una sabiduría que no necesita palabras. Chiapas es donde el mundo moderno tropieza con la raíz profunda de América, y pierde.
También es tierra de insurgencia. De palabras que arden como leña seca, de pasamontañas que no esconden, sino que revelan. En Chiapas nació el grito más poético y radical de América Latina en el siglo XX: el zapatismo. No como nostalgia armada, sino como proyecto vivo de autonomía, dignidad y resistencia. Los caracoles zapatistas laten como corazones colectivos en medio de la selva, recordándonos que otro mundo no solo es posible, ya está en marcha. Aquí, la revolución no es una consigna, es una forma de caminar.
Escribo este prólogo como quien abre la puerta de una casa donde fue feliz, con la necesidad de invitar a otros, pero sin querer profanar el misterio. Porque Chiapas no se cuenta, se camina. No se mira, se escucha. No se entiende, se siente. Este texto no pretende explicarlo —sería un fracaso desde la primera línea—, solo compartir fragmentos de un viaje que fue mucho más que un recorrido: fue un reencuentro con algo anterior a mí mismo.
Y así empieza esta travesía por el sur rebelde, el sur místico, el sur que respira con voz propia. No esperes una guía. Esto es una ofrenda.
Después de unos días de absoluta curiosidad y alegría en San Cristóbal de las Casas, contraté un transporte para hacer una excursión por algunos lugares emblemáticos de Chiapas. Todavía estaba de vacaciones del trabajo, no viajaba con total libertad, así que tenía que aprovechar al máximo el tiempo. Salimos a las siete de la mañana con tres paradas previstas: Cascadas de Agua Azul, Misol-Ha y, como gran final, la zona arqueológica de Palenque.
La primera parada fue en las Cascadas de Agua Azul. Ahí desayuné algo rápido y salí a caminar. El color del agua parecía irreal. Un azul turquesa eléctrico, tan intenso que hacía dudar de la vista. Son una serie de caídas de agua en escalera, formadas por el río Xanil, que baja con fuerza sobre piedra caliza. Esa piedra, rica en minerales, genera el color único que da nombre al lugar. Las pozas se van encadenando, unas más anchas, otras más profundas, con espuma blanca y vegetación selvática alrededor. El sonido es envolvente: el rugir del agua mezclado con las chicharras, las aves y el susurro de la selva.
Fue ahí donde ocurrió una de las escenas más insólitas del viaje: un panal de abejas gigantes cayó de un árbol cercano. En segundos, el aire se llenó de zumbidos y caos. Yo, junto con otros turistas, dejamos mochilas, celulares y billeteras en el pasto y nos tiramos al agua sin pensarlo. Era eso o arriesgarse a docenas de picaduras. La escena fue tan absurda como salvadora. En media hora todo pasó. Volví a tierra firme con vida y una anécdota impensada, aunque sin ropa seca. Por suerte, había un puesto que vendía remeras y shorts. Me vestí con lo que encontré y seguimos viaje.
La segunda parada fue Misol-Ha. Una sola caída de agua, poderosa y elegante, se desploma desde unos 30 metros de altura sobre una laguna rodeada de árboles altos. Lo que distingue a Misol-Ha no es solo su fuerza, sino la posibilidad de caminar detrás del velo de agua. Un sendero húmedo y rocoso te lleva por detrás del salto, donde la bruma te empapa la piel y el sonido se transforma en algo cavernoso, como si el agua hablara. Es una experiencia sensorial completa: la piel, los ojos, los oídos, todo se activa. Y si uno sigue un poco más, hay una cueva que se puede explorar, con linterna, donde el agua fluye entre las rocas y la oscuridad.
El viaje entre paradas fue largo, en caminos de montaña sinuosos y con pozos por todos lados. El conductor no ayudaba: manejaba como si tuviera prisa por volver a casa, sin mucho cuidado y con frenadas bruscas. Por momentos, más que una excursión, parecía una prueba de supervivencia. Pero ya estaba metido en la ruta y no quedaba más que aguantar.
Finalmente llegamos a Palenque, justo cuando el sol bajaba pero el calor seguía pegando con fuerza. Caminar entre esas ruinas fue hipnótico. Palenque no es una zona arqueológica más: es una de las joyas del mundo maya clásico, comparable en importancia con Copán, Chichén Itzá o Tikal. Su auge fue entre los siglos VI y VIII, cuando funcionó como centro de poder, culto y conocimiento en la región.
Lo que impacta no es solo su escala, sino su fusión con la selva. Los templos parecen haber sido tragados y devueltos por la vegetación. Lianas, raíces, ceibas inmensas que brotan entre las piedras. El Templo de las Inscripciones, donde se descubrió la tumba de Pakal el Grande, es un ejemplo de ingeniería y simbolismo. No es solo una pirámide: es un mensaje escrito en piedra, cargado de fechas, de genealogías, de astronomía.
Exploré también el Palacio, con sus pasillos, patios y torre de observación. Cada estructura tiene detalles que revelan cómo esta ciudad no solo fue habitada, sino pensada como un centro ceremonial profundo. En sus paredes hay historias de conquistas, linajes, dioses y eclipses. Y al caminar por allí, uno puede imaginar el murmullo de los sacerdotes, el humo de las ofrendas, el tambor lejano marcando los ciclos del sol.
Cerca del sitio viven aún los lacandones, descendientes directos de los mayas, que conservan vestimenta, lengua y parte de sus costumbres. Viven en la espesura, con túnicas blancas y rostros serenos. Hablar con ellos es como asomarse a otra línea temporal. Conservan relatos sobre los árboles, los animales y los dioses que habitan el monte. No es algo turístico, es parte del tejido invisible que mantiene viva la memoria del lugar.
Volví a San Cristóbal a las tres de la mañana, rebotando por los últimos kilómetros de asfalto roto, con el cuerpo molido y el alma encendida. Fue un día exigente, desordenado, intenso. Pero también fue un día de belleza pura, de sorpresas absurdas y de silencios sagrados. Agua Azul, Misol-Ha y Palenque no fueron solo postales: fueron puertas. Me atravesaron.
Esa noche no dormí mucho, pero sentí que algo en mí se había calmado. Como si la selva me hubiese contado un secreto.
Volar desde Ciudad de México hasta Tuxtla Gutiérrez no parecía ser un tramo cualquiera, pero no imaginaba cuánto me transformaría. San Cristóbal de las Casas no fue solo una parada en el camino: fue una señal, como si me estuviera esperando desde antes de nacer. Esta ciudad colonial, vibrante y rebelde, me desarmó por completo. No solo por su arquitectura —tejados de teja, iglesias barrocas—, sino por lo que late en su interior: un espíritu ancestral, vivo. San Cristóbal es una puerta. A Chiapas. A América. A una forma de mirar el mundo sin anestesia.
Me instalé en un hostel sencillo, en la calle Tapachula al 18. Al salir, la ciudad se desplegó ante mí con toda su intensidad. Cada muro era un mural; cada mural, una declaración de existencia. Referencias al EZLN, al Subcomandante Marcos, al capitalismo voraz, a la dignidad indígena. Una imagen se me quedó grabada: un mate sosteniendo la Tierra, absorbida por una botella de Coca-Cola. En solo quince cuadras comprendí que San Cristóbal no es solo una ciudad: es una idea. Un grito pintado en cada esquina. Una memoria que no se detiene.
De vuelta al hostel, dejé mi mochila y me crucé con una mujer menuda, de no más de un metro y medio, arrastrando dos bidones de agua. Respiraba con dificultad, con un tubo plástico saliéndole de la nariz. Me ofrecí a ayudarla sin pensarlo. Se llamaba Guadalupe, pero me pidió que la llamara Doña Lupita. Tenía una tiendita a tres cuadras, en la esquina. La acompañé, dejé los bidones, y me preparaba para irme cuando me frenó con una pregunta: “¿Tienes tiempo, hijo?”.
Le dije que sí. Me ofreció un café caliente y empezó a contarme su historia. Su infancia, el despojo de su padre por los militares, la lucha campesina, los traslados forzados. Habló de su esposo —"que Dios me lo tenga en la gloria"— y de sus seis hijos. En esa hora, aprendí más sobre Chiapas que en años de libros. Hablamos de comida, lengua, religión, política, dignidad. Era domingo. Y ese domingo me regaló una de las experiencias más profundas de mi viaje. Me invitó a almorzar con su familia. Tacos y tamales caseros. Ahí entendí todo: el valor de la solidaridad callada, la fuerza del cuidado. Sus hijos la cuidaban con ternura y firmeza. A mí me prohibieron lavar los platos: “Usted es invitado, usted no lava nada”. Había vivido momentos intensos en Cuba, en Perú, pero en esa mesa hubo algo que superó todo: una verdad íntima, sin espectáculo. Una dignidad que ya casi no se ve. Sin adornos, sin pedir permiso.
Después de ese recibimiento inolvidable, salí a caminar la ciudad, como debe ser. La Real de Guadalupe no es solo una calle: es un mundo. Hippies tocando violín o tambores, mujeres tzotziles en trajes tradicionales vendiendo bordados, niños jugando, turistas ricos comiendo en restaurantes italianos, mochileros como yo intentando absorberlo todo. San Cristóbal es un cruce improbable donde todo vibra y nada se disfraza. Una ciudad que dialoga desde las diferencias.
El Mercado José Castillo Tielemans es una ráfaga de colores, olores y lenguas. Frutas que nunca había probado, hierbas medicinales, tamales humeantes, cánticos en idiomas originarios, niñas con bebés a la espalda, ancianos que observan sin prisa. Allí se compra, sí. Pero, sobre todo, se aprende. No hay mejor escuela que un mercado. Ningún aula transmite tanto.
Por la noche, San Cristóbal muta. Del bullicio al susurro. Hay bares de rock, espacios culturales, rincones secretos. El Bar Revolución fue mi favorito: en penumbra, con música en vivo, donde los retratos del Che y Zapata no son decoración. Se escucha cumbia, ska, trova. Allí no se baila por moda, se baila por identidad. Por historia.
En las colinas, los miradores ofrecen una visión serena del caos. El de la Iglesia de Guadalupe, ideal al atardecer, tiñe de oro los tejados y las nubes bajas. El del Cerro de San Cristóbal, más salvaje, te recuerda que la ciudad no está domesticada del todo.
Y la comida callejera… capítulo aparte. Desde esquites cremosos hasta tlayudas que desbordan el plato, cada bocado cuenta una historia. En San Cristóbal no se come: se honra la tierra.
Las estaciones de buses OCC y ADO, cerca del centro, conectan con Palenque, Ocosingo, Comitán, la Selva Lacandona. Pero cuesta irse. Algo queda vibrando.
San Cristóbal de las Casas no se recorre, se habita. No se explica, se atraviesa. No se olvida, porque marca. Es el corazón latente de Chiapas. Y Chiapas, lo supe ese día, es mi lugar en el mundo.
Después de una noche cortada por apenas cuatro horas de sueño, abordé una trafic local rumbo al Chiflón. El cansancio se disolvió apenas mis ojos tocaron el cauce esmeralda del río San Vicente. Me encontraba frente a una de las joyas ocultas de Chiapas, un río que en su ascenso se metamorfosea en una secuencia de cascadas poderosas, como si el agua estuviera desesperada por caer y hacerse escuchar.
El sendero avanza siempre en compañía del rumor del agua, bordeando el cauce desde su base hasta lo alto. El calor era brutal, más de 40 grados abrazaban el cuerpo con ese tipo de hostilidad que solo conocen los trópicos. Sin embargo, cada paso tenía sentido: primero apareció El Suspiro, pequeña pero elegante; luego Ala de Ángel, más caudalosa, como un velo inmenso tendido sobre el abismo. Pero fue al llegar a Velo de Novia que el corazón se encogió: una cortina colosal de agua cayendo con rabia y dulzura al mismo tiempo, pulverizando gotas finísimas que viajaban con el viento hasta empapar la piel y enfriar el alma.
Muchos turistas se detenían ahí. Pero yo sabía algo más. Un hombre tzotzil en el hostal me había advertido: “No te quedes ahí. Si seguís un poco más, vas a ver lo mejor.” Tenía razón. El camino se empinaba de forma casi insolente, mordiendo las piernas y deshidratando el cuerpo, pero lo que esperaba arriba era indescriptible. La siguiente cascada, menos conocida, ofrecía un pequeño estanque natural rodeado de vegetación densa y pájaros enloquecidos de canto. Pero fue la última, la más alta, la más secreta, la que me voló la cabeza: un salto de agua que caía en forma oblicua dentro de una pileta natural de un celeste eléctrico surreal, casi fluorescente, como si alguien lo hubiese pintado con luz. Había arcoíris cruzando el rocío, y una quietud reverencial que sólo rompen los trinos de aves desconocidas. Me quedé ahí más de una hora, solo, sin pensar en nada. Esos momentos que no se olvidan más.
Por la tarde retomé el camino hacia los Lagos de Montebello, justo en la frontera con Guatemala. El paisaje cambiaba: más pinos, más silencio, más lagos. La primera visión fue impactante. Un conjunto de espejos de agua turquesa rodeados de selva templada, con un aire a la Patagonia argentina, pero con ese calor sofocante que todo lo vuelve más denso. Visité varios lagos: Tziscao, Pojoj, Montebello, Cinco Lagos. Cada uno tenía su personalidad. Uno con aguas tan claras que se veía el fondo como en vidrio, otro con una tonalidad jade oscura, misteriosa. Algunos eran accesibles, con barcas rústicas hechas a mano, otros ocultos, esperando que uno se desviara por caminos casi invisibles.bp>
No tuve mucho contacto con gente esta vez. Todo fue más directo, más solitario. Pero no de un modo negativo, sino introspectivo. Quizás lo único que me resultó incómodo fue el estado lamentable de los caminos: pozos, piedras sueltas, curvas mal diseñadas que ponían en riesgo al viajero. Y el conductor, un temerario sin noción del freno, que manejaba como si estuviera corriendo una carrera imaginaria, acelerando donde no debía, hablando por teléfono mientras esquivaba precipicios. Pero supongo que todo eso también es parte del viaje: la belleza a veces viene envuelta en caos.
Me había extendido un par de días más en San Cristóbal de las Casas. Después de El Chiflón y Palenque, necesitaba un lugar más tranquilo. Uno donde pudiera descansar sin sentir que perdía el tiempo. Decidí ir a Chiapa de Corzo, no tanto por la ciudad en sí —me habían advertido del calor sofocante que azota en esa época del año— sino por una razón más puntual: el Cañón del Sumidero.
El barco que recorre el cañón parte desde allí, y la experiencia fue tan sobrecogedora como inesperada. El Cañón del Sumidero se alza como un tajo abierto en la tierra, con paredes de roca que se levantan más de mil metros sobre el río Grijalva. Navegar por sus aguas es como atravesar un pasadizo entre mundos. Pero la belleza del paisaje guarda una historia oscura: allí, en la época de la conquista, cientos de indígenas chiapanecas —acorralados por los españoles— se arrojaron al vacío antes que rendirse. Un suicidio colectivo como acto final de resistencia. El guía lo contaba casi en susurros, como si el eco todavía retumbara entre las paredes del abismo. Esos relatos, mezclados con el vuelo de los zopilotes y el murmullo del agua, hacían que el paseo fuera más que un recorrido turístico. Era una especie de viaje hacia la memoria rota de un pueblo.
Con esa intensidad todavía latiendo, llegó el momento de ir al grano: San Juan Chamula.
Era la primera vez que experimentaba un rito religioso maya de verdad. No una representación, no un “encuentro intercultural”, sino una ceremonia viva, real. Fui acompañado por dos australianos que no paraban de preguntar dónde vendían cerveza —tan desconectados que daban ternura— y una mexicana de Guadalajara. El guía, Carlos, un maestro total.
Primero visitamos la casa ceremonial del chamán local. Nos recibió con su traje tradicional y nos ofrecieron un trago de pox (se pronuncia “posh”), un aguardiente de caña que sube a la cabeza como una llamarada. Después fuimos al cementerio: una llanura abierta, sin lápidas ni mármol, solo cruces de madera pintadas con distintos colores que indican la edad de la persona fallecida: blanco para los niños, azul para los adultos, negro para los ancianos. Las puntas eran redondeadas, y Carlos nos explicó que el uso de cruces en el mundo maya antecede incluso al cristianismo europeo. No era símbolo de fe católica, sino de los cuatro puntos cardinales y su relación con el universo. Me voló la cabeza.
A unas cuadras está la cárcel del pueblo. Estaba vacía. San Juan Chamula tiene más de 250 mil habitantes, pero según Carlos, ahí casi nadie delinque. Las penas son duras y comunitarias. La última vez que él había ido, había un tipo adentro por haberle tocado el pecho a una mujer mientras estaba borracho. Tres días preso. Nadie intercede. Nadie discute. Lo arreglan entre ellos.
Pero el plato fuerte venía después: la iglesia.
De afuera, una construcción colonial como cualquier otra. De adentro, un viaje al inframundo. El suelo cubierto por una alfombra de ramas de pino. Mujeres tsotsiles rezando entre velas encendidas y estatuas de santos que, en realidad, ya no eran santos. Eran deidades sincréticas: una virgen que representa al maíz, un San Juan convertido en serpiente, un Cristo que no salva, sino que protege del mal de ojo. La Biblia reinterpretada por siglos de resistencia indígena.
Saqué la cámara. Ni bien la encendí, un hombre de seguridad se acercó y me dijo que estaba prohibido sacar fotos. Obedecí de inmediato. A los pocos segundos, un estruendo rompió el silencio. Bombas. Tiraban una cada media hora. Un recordatorio de que ahí, lo que pasa, pasa bajo sus reglas.
Carlos me llamó con un gesto. Me acerqué. Lo que vi me dejó paralizado. Un chamán, vestido con piel de oveja y listones, murmuraba palabras en tsotsil frente a una estatua. Detrás, tres mujeres. Una de ellas sostenía una gallina. El ritual duró unos diez minutos. Luego el chamán elevó al animal, pronunció algo con fuerza y, sin dudarlo, le quebró el cuello. El silencio fue absoluto. El cine más real que vi en mi vida.
Carlos, ya un amigo a esa altura, me explicó que el sacrificio se hacía para liberar el alma de un familiar fallecido en un accidente. El chamán imploraba por el alma perdida. Más tarde, la familia enterraría la gallina en el lugar exacto donde murió su ser querido. Un puente entre mundos sellado con sangre.
Antes de volver, fuimos a Zinacantán, otro pueblo tsotsil, más pequeño. Carlos me llevó a una escuela primaria. Los australianos ni bajaron de la combi. La chica mexicana se quedó dormida. Yo, en cambio, entré con él a una clase que se daba en tsotsil y en español. Los chicos me saludaron con alegría. Luego fuimos a un telar comunitario donde cuatro mujeres mayores, todas arriba de los ochenta, trabajaban en silencio. No fueron especialmente amables, pero Carlos me explicó que era normal. Pertenecen a una generación que no ve con buenos ojos a los forasteros. Lo entendí perfectamente. Nadie está obligado a dar la bienvenida.
En el viaje de vuelta, Carlos me habló con amargura de las estrategias del catolicismo para arrancar a estas personas de sus raíces: falsas promesas, migración forzada, destrucción de costumbres, todo para plantar la semilla del capitalismo. Esta tierra resiste. Y sobre eso hablaremos en el capítulo de Oventic.
Hay lugares en el mundo que no se explican, se sienten. Lugares donde no todo está a la vista, pero todo está presente. Donde los silencios tienen voz y las palabras caminan sobre la tierra como semillas. Así es Oventic. Pero antes de llegar ahí, hay que entender un poco de historia, no de la que se enseña en las escuelas, sino la otra: la de los pueblos que resisten, que no se resignan, que inventan su propio mañana.
El zapatismo nació del dolor, pero también de la dignidad. Su semilla germinó con Emiliano Zapata y su grito de “¡Tierra y libertad!”, allá por principios del siglo XX, cuando el campo mexicano estaba en manos de unos pocos y el pueblo era poco más que sombra. El Ejército Libertador del Sur peleó por devolverle la tierra a quien la trabaja, y esa raíz profunda, campesina e indomable, sobrevivió los siglos y volvió a brotar en las montañas del sureste mexicano.
En 1994, cuando México se lanzaba al vacío del neoliberalismo con el Tratado de Libre Comercio, los pueblos indígenas de Chiapas, históricamente olvidados, dijeron “¡Ya basta!”. Esa madrugada del 1 de enero, cientos de hombres y mujeres encapuchados tomaron ciudades en nombre de la dignidad. Eran el EZLN: Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Pero no eran un ejército cualquiera. No buscaban el poder, querían justicia. Y en lugar de metralletas, disparaban palabras. Con poesía, con pasamontañas y con asambleas comunitarias, construyeron otra forma de hacer política: desde abajo y a la izquierda.
Al frente estaba una figura enigmática, mitad guerrillero, mitad filósofo: el Subcomandante Marcos, quien más tarde se quitaría el nombre para convertirse en Galeano. Él hablaba del dolor indígena, de la larga noche de los 500 años, de esa colonización que nunca se fue del todo. Su figura fue clave para que el mundo volviera la mirada a Chiapas, pero él siempre insistió: “Yo no soy el líder. El líder es el pueblo.”
Los zapatistas no se quedaron en el grito. Se replegaron en sus comunidades y construyeron su propio sistema de salud, educación y gobierno. Así nacieron los Caracoles: territorios autónomos donde las decisiones no bajan de arriba, sino que suben desde las comunidades. Y cada Caracol está dirigido por una Junta de Buen Gobierno, elegida por consenso y rotada cada cierto tiempo. No gobiernan, obedecen. No mandan, sirven.
En los Caracoles hay escuelas bilingües, clínicas de salud, cooperativas agrícolas y proyectos de mujeres. Porque sí, las mujeres zapatistas son columna vertebral de esta revolución. Desde comandantas como Ramona o Esther, que desafiaron la tradición machista indígena desde adentro, hasta miles de mujeres que hoy estudian, lideran y organizan. Su Ley Revolucionaria de Mujeres fue pionera: acceso a la educación, salud, derecho a decidir con quién casarse y cuándo tener hijos. Una revolución dentro de otra.
Y así llegamos a mi historia.
Mi primera vez en México fue fugaz, como un relámpago que apenas deja ver el cielo. Me fui sabiendo que iba a volver. Y que si volvía, sería a Chiapas. Porque había una espina que no dejaba de picar: no haber visitado una comunidad zapatista. No sé si me faltó coraje o experiencia, pero me quedó el hueco. Me había fascinado el zapatismo desde afuera. Había leído a Marcos, sus cartas, sus cuentos, esa forma tan hermosa de decir verdades que duelen. Pero la teoría no basta. Hay que mirar a los ojos, caminar los caminos, sentarse en la tierra.
Y como en los viajes la vida se encarga de cruzarte con las personas adecuadas, en Costa Rica conocí a Patrice. Una piba de Monterrey que vivía en San Cristóbal de las Casas. Apenas escuchó mi entusiasmo por Chiapas, me tiró la invitación como si fuera lo más natural del mundo: —Cuando quieras, venite a mi depto. Uno de mis roomies está en Inglaterra, tenés habitación libre y podés conocer los Caracoles.
Listo. La decisión estaba tomada. Organicé una segunda vuelta por México que arrancaba en el Caribe y terminaba en Chiapas, para luego seguir rumbo a Guatemala. Pero los planes —como bien saben los que viajan— son apenas una sugerencia al universo. En Valladolid me quedé cuatro días más de lo previsto por un huracán que tocó tierra en Oaxaca. Lluvias, deslaves, caos. Patrice me escribió: —Aguantá unos días más, están complicados los caminos.
Cuando por fin llegué a San Cristóbal, sentí algo distinto. No suelo repetir lugares, porque las segundas veces no traen esa magia de lo nuevo. Pero esta ciudad… esta ciudad era otra cosa. Era hogar, era música de callejón, era aire fresco en el alma. Caminarla de nuevo fue un acto de felicidad pura. Fui a buscar a Doña Lupita para saludarla, pero su familia me dijo que había tenido que mudarse a Ciudad de México para estar más cerca de atención médica. Me contaron que pataleó fuerte, que no quería irse. Pero al final, los nietos pudieron más. Me emocionó.
Ya con la mochila en calma, me fui a la oficina del EZLN en el centro de San Cris. Pregunté por visitas a los Caracoles, especialmente a Oventic, que es el más cercano. —No se están recibiendo visitas. La pandemia. Las reglas. Lo siento.
No me resigné. Empecé a preguntar en la calle, en mercados, en transportes. Me dijeron que había combis compartidas cerca del mercado, que salían cuando se llenaban, que mejor fuera temprano. La suerte estaba echada.
Me levanté a las siete. Mate en mano, mochila liviana, salí. Me subí a una combi con dos tipos completamente borrachos. Dos horas de trayecto en un silencio absoluto, apenas interrumpido por la tos del chofer. Cuando por fin el taxi frenó, me señaló: —Ahí es el Caracol.
Bajé. En la entrada me esperaban dos personas encapuchadas, con armas. —¿Qué viene a hacer al Caracol? —Conocerlo. Conocer su historia, su forma de vida. Leí mucho sobre ustedes, y me gustaría ver con mis propios ojos cómo funciona.
Me pidieron el pasaporte. Lo revisaron. Uno se fue. Volvió sin el arma y con un formulario. Lo llené. Lo llevó a la Junta de Buen Gobierno. Me explicaron que ese paso era necesario para que la Junta decidiera si podía entrar. Nada se decide solo. Nada es automático. Es el pueblo el que manda.
Media hora después, me autorizaron. Empezó el recorrido.
Caminé junto al mismo hombre que me había recibido. Me mostró los edificios y explicó, con pocas palabras, qué era cada uno: la Junta del Buen Gobierno, el hospital, la oficina de mujeres. Me impresionó el silencio, la sobriedad, la calma. Todo tenía un sentido. Todo estaba ahí por algo.
La oficina de Mujeres por la Dignidad me conmovió. Me contaron que las mujeres tienen un rol central en la organización. Que participan activamente en las decisiones de gobierno. Que hay compañeras comandantas, educadoras, médicas, agricultoras. Que luchan cada día contra el machismo, no solo del sistema, sino del que habita dentro. Me hablaron de la Comandanta Ramona, que fue clave en los Acuerdos de San Andrés, y de las nuevas generaciones que siguen su ejemplo.
El recorrido duró unas tres horas. Cuando terminaba, pedí asistir a una clase. Me dijeron que no estaba permitido, pero que podía preguntar por una excepción. Y la conseguí.
Primero, una clase de primaria. La maestra explicaba matemáticas en español y en tsotsil. El aula era sencilla, pero llena de vida. Después pasé a una clase de secundaria. Los pibes debatían, en ambos idiomas, sobre la guerra entre Rusia y Ucrania, que acababa de comenzar. El nivel del debate, la información, la profundidad… me dejó atónito. Esa era la educación de verdad: crítica, presente, trilingüe (había quienes además hablaban tzeltal), sin servilismo.
Luego almorcé con el hombre que me acompañó todo el día. Nunca me dijo su nombre. En una mesita de madera, en el restaurancito de la comunidad, compartimos tortillas, frijoles y silencio.
Antes de irme, me dijeron: —Si querés volver y quedarte más días, podés. Solo tenés que trabajar con nosotros para la comida y el alojamiento.
Volví a San Cristóbal sin decir una palabra. La cabeza a mil. El corazón lleno.
No sé si alguna vez estuve en un lugar tan alejado del ruido del mundo y tan cerca de su esencia. En Oventic no hay selfies. No hay marketing. No hay likes. Hay dignidad. Hay comunidad. Hay futuro. Un futuro que no espera que se lo den, sino que se lo construye, día a día, con trabajo, con lucha, con ternura.
Volver de Oventic es volver distinto. Algo se te queda adentro. Algo se despierta. Porque cuando uno ve que otro mundo no solo es posible, sino que ya existe, aunque sea en silencio… ya no puede vivir igual.
Y en ese rincón rebelde de Chiapas, entre montañas y neblinas, entendí algo simple y brutal: la utopía no está adelante. Está acá. Y camina.
El traqueteo del autobús nocturno hacia San Luis Potosí marcó el fin del bullicio capitalino y el inicio de un viaje más íntimo. En Ciudad Valles, el hostel Pata de Perro me recibió con su silencio, un preludio de lo que vendría: días de selva, ríos turquesa y encuentros que desdibujan la línea entre lo casual y lo significativo. Fue allí donde conocí a Paola y Anahí, dos médicas de Chihuahua que, entre risas y totopos enchilados —que casi me derrotan—, me mostraron esa mezcla tan mexicana de calidez y resiliencia. Sus historias sobre el norte, los narcos y el miedo diario contrastaban con la paz que empezaba a respirar en la Huasteca, como si esta región fuera un refugio escondido entre cañones y cascadas.
El Naranjo fue mi primer encuentro con esa magia líquida. Las cascadas de Minas Viejas y El Meco brotaban de la roca como heridas abiertas de la tierra, sus aguas frías y claras invitando a un chapuzón que era más purificación que simple baño. La vegetación, tan densa que parecía querer devorar los senderos, olía a tierra mojada y hojas verdes. Era fácil perderse en ese laberinto verde, pero también fácil encontrarse, porque aquí la naturaleza dictaba el ritmo. Desde allí, el camino me llevó hacia Tamul, la cascada reina, caprichosa y majestuosa.
El río Gallinas, con su tono azul cobalto —teñido por minerales antiguos—, serpenteaba entre cañones antes de despeñarse en los 30 metros de caída de Tamul. Pero la cascada, como todo en la Huasteca, tenía sus condiciones: en temporada seca, los desvíos para riego agrícola podían dejarla casi sin agua, un recordatorio de que este paisaje no era solo postal, sino territorio vivo, negociado entre comunidades y necesidades. Cuando el río accedía a mostrarse en su esplendor, el espectáculo valía la pena: remar en lancha entre paredes de piedra caliza, con la brisa salpicando el rostro, hasta quedar frente al salto, era como asomarse a un mundo donde el tiempo se medía en ciclos de lluvia y sequía.
De Tamul a Tamasopo, el viaje fue un descenso hacia lo cotidiano. Este pueblo, arrullado por el rumor de sus tres cascadas, tenía la calma de los lugares donde el agua es parte de la rutina. Niños brincando desde las rocas, mujeres lavando ropa en las orillas, familias comiendo bajo la sombra de árboles centenarios. Probé el zacahuil, un tamal gigante que sabía a maíz y humo, mientras charlaba con un grupo de locales que me explicaban, entre bromas, por qué ningún huasteco le teme al calor: "Aquí hasta el sudor sabe a salitre", decían. La sencillez de Tamasopo era su encanto; no había pretensiones, solo vida fluyendo, como sus ríos.
Pero fue en el Sótano de las Huahuas donde la Huasteca me mostró su rostro más profundo. Guiado por un joven Tenek —cuyo pueblo ha habitado estas tierras desde antes de los mapas—, un pequeño grupo de mexicanos y yo avanzamos por senderos que parecían secretos. "Este no es lugar para turistas", aclaró él, no con dureza, sino con orgullo. El sótano, un abismo de 500 metros, albergaba al atardecer un ritual ancestral: miles de huahuas, aves de plumaje verde, giraban en espirales frenéticos antes de sumergirse en las profundidades. El guía habló de cómo, para los Tenek, estas aves eran mensajeras entre mundos. Mientras las veía desaparecer en la oscuridad, entendí que estábamos presenciando algo más que un fenómeno natural: era un diálogo antiguo entre la tierra y el cielo. Al regreso, compartimos atole de maíz azul, y sus palabras resonaron: "La tierra no es nuestra. Nosotros somos de la tierra".
Esa misma mezcla de lo sagrado y lo onírico se repetía en Xilitla, donde el Jardín Surrealista de Edward James emergía entre la selva como un sueño de concreto. Escaleras que terminaban en el aire, arcos sin función, flores petrificadas que competían con las orquídeas vivas. James, un excéntrico inglés, había querido domar la selva con su arte en los años 60, pero la selva, sabia, lo había absorbido. La inconclusión del jardín —sus estructuras devoradas por raíces, sus pasillos invadidos por la neblina— le daba una belleza melancólica. Caminar allí era como navegar en la mente de un poeta borracho de naturaleza. Al salir, en el pueblo, las enchiladas huastecas —con su salsa de chile cascabel— me devolvieron al mundo tangible, pero con la sensación de que Xilitla era un portal entre lo real y lo imposible.
En la Huasteca no hay líneas rectas. Todo se curva, se hunde, se eleva, como si el territorio estuviera respirando desde antes de que alguien lo nombrara. Acá no se viene a buscar algo; más bien, uno va perdiendo lo que sobra. La prisa, el juicio, el control. Lo esencial se revela en lo que no busca atención: el gesto de quien comparte su comida sin preguntar tu nombre, la neblina que se instala sin aviso, el canto de un ave que nadie identifica pero todos escuchan.
No hay que entenderla, ni retratarla. Basta con caminarla sin ruido. Porque hay lugares que no necesitan ser explicados, solo acompañados. Y cuando uno se va, no se lleva un recuerdo —se va más liviano, como si algo que no hacía falta se hubiera quedado en el camino.