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Montenegro es un pequeño país en el sureste de Europa, situado en la región de los Balcanes. Su nombre, que significa "montaña negra", refleja su impresionante paisaje montañoso, hogar de numerosos parques naturales y vistas espectaculares. Con una población de aproximadamente 620,000 habitantes, Montenegro tiene una rica historia que se ha formado bajo la influencia de varias civilizaciones a lo largo de los siglos, incluidos el Imperio Romano, el Imperio Bizantino, y los imperios Otomano y Austrohúngaro.
A pesar de su tamaño, Montenegro ha jugado un papel importante en los eventos históricos de la región. Tras una serie de cambios políticos y conflictos, el país logró su independencia en 2006, separándose de Serbia después de un referéndum. Durante los años 90, Montenegro atravesó períodos difíciles, con la disolución de Yugoslavia y las guerras en los Balcanes, pero ha logrado superar estos desafíos y avanzar hacia una mayor estabilidad política y económica.
Hoy en día, Montenegro se ha convertido en un destino turístico en auge, famoso por su costa en el mar Adriático, sus encantadores pueblos medievales y su paisaje montañoso, lo que lo convierte en un lugar ideal para quienes buscan tanto historia como belleza natural.
Leer Historia de MontenegroMi llegada a Budva no fue precisamente tranquila, pero sin duda es una historia que vale la pena contar. Todo comenzó después de una larga noche en el Mercado de Navidad de Shkodër, Albania, un rincón que parecía sacado de un cuento invernal, aunque con un toque de desorden y algo de exceso de cerveza negra. Entre las luces titilantes, el bullicio incesante de los transeúntes y las melodías navideñas, me sentí como si la ciudad entera estuviera sumida en una festividad perpetua, aunque esta se hubiera visto postergada por una semana de lluvias implacables.
Tras esa maratón de brindis con albaneses, decidí que ya era hora de embarcarme hacia Montenegro. A la mañana siguiente, a las ocho en punto, subí al autobús con una expresión de entusiasmo, esa que muestra que uno está listo para lo que venga. Sin embargo, mi cuerpo no estaba tan convencido. Después de casi una noche sin descanso, mi cerebro me enviaba señales claras de que el descanso era urgente. Pero había algo en mi interior que me impulsaba a seguir adelante, a no rendirme por una noche más de insomnio. Así que me acomodé en el asiento, observando el paisaje, dispuesto a dejarme llevar por la carretera, esperando que el viaje se convirtiera en un despertar hacia nuevas experiencias.
Puerto de Budva
Panorámica del casco histórico de Budva y el mar
La primera parada fue en Podgorica, la capital de Montenegro. Había escuchado tantas críticas sobre la ciudad que, al principio, me costaba creer que todo lo que decían fuera cierto. Pero cuando llegué y empecé a caminar por sus calles, no pude evitar pensar: "Sí, esto tiene algo de verdad". La ciudad parecía dormida, como si el reloj estuviera parado. Vacía. Fría. Casi sentí que había aterrizado en un lugar olvidado por el tiempo. Decidí, entonces, que lo mejor sería comer algo rápido y seguir mi camino. Hice una parada para almorzar en un restaurante donde pedí un burek. El filo de la masa estaba crujiente, y el relleno de carne tenía buen sabor, aunque un poco más seco de lo que esperaba. No fue el burek más sabroso que he probado, pero me ayudó a despejarme y me dio la energía suficiente para continuar con el viaje.
Después de ese breve descanso y el sabor del burek, subí al siguiente autobús con destino a Budva. A medida que el vehículo descendía hacia la ciudad, algo en mí comenzó a cambiar. Al asomarme por la ventana, el mar Adriático apareció de golpe, desplegándose ante mis ojos con una calma que casi podía tocarse. El agua, de un azul intenso, contrastaba con las montañas que se desvanecían suavemente en el horizonte, y las casas blancas, dispersas por las colinas, parecían surgir de la tierra como un eco lejano. No era un paisaje deslumbrante en el sentido estricto de la palabra, pero tenía una quietud que evocaba algo familiar, algo que ya había vivido. Me recordó, en cierta medida, a la serenidad de la costa de Puglia, Italia, un lugar donde el tiempo parece desvanecerse. Una ligera sonrisa apareció en mi rostro.
Tienda de recuerdos en Budva
Vista del casco histórico de Budva desde el paseo marítimo
Finalmente llegué a Budva, un lugar que, aunque no parecía ofrecer nada extraordinario a simple vista, de alguna manera me transmitía una sensación de misterio, como si detrás de cada rincón hubiera algo por descubrir. Al salir de la estación de autobuses, me di cuenta de que el hostel estaba a unos tres kilómetros, lo cual no me pareció nada del otro mundo. Pensé en tomar un taxi, pero el chofer me disparó un precio de 35 euros, un monto que no me convenció ni un poquito. Intenté negociar, pero el tipo ni se inmutó. La conversación terminó con un gesto que bien podría haber sido un “ándate” disfrazado de algo más educado, aunque no entendí mucho del montenegrino que me soltó. “Bueno, ya fue”, pensé. Si el lugar está tan cerca, lo mejor será caminar un poco. Y así, bajo el sol de Montenegro, mochila al hombro, me lancé a recorrer el trayecto a pie, con la sensación de que este sería solo el principio de una experiencia llena de pequeñas sorpresas.
Una vez que pude dejar atrás el último tramo de la caminata, esos 700 metros tan empinados que sentí en las piernas más de lo que hubiese querido admitir, finalmente me instalé en el hostel de Budva. El lugar era acogedor, modesto, y con una energía tranquila que, por un rato, me desconectó de la euforia del viaje. El dueño, un tipo bastante simpático, se encargó de darme toda la información necesaria para organizar mis días sin caer en los típicos tours turísticos, los cuales detesto. Mi plan era caminar, perderme en la ciudad, pero pronto me di cuenta de que Budva está muy preparada para el turismo occidental. Todo termina siendo una cuestión de dinero, y lo más llamativo es que el montenegrino, en general, no se muestra abierto a la hora de relacionarse con los viajeros. Es como si se sintieran ahogados, presionados por la marea de turistas que inundan la ciudad, especialmente en verano, lo cual irrumpe la paz y tranquilidad que, por lo menos en su naturaleza, Budva parece querer ofrecer.
Panorámica nocturna de Budva
Atardecer en Budva
Y es que Budva, en su calma calculada, tiene algo que te llega sin que lo busques. La ciudad, aunque turística, no te la da todo de una, como si guardara secretos detrás de sus murallas medievales, esos muros que han visto pasar imperios, comerciantes y piratas. En la superficie, parece un lugar apacible, ideal para tomar una cerveza al borde del mar o pasear por su puerto lleno de yates que reflejan el brillo del sol. Pero, si uno se detiene a mirar, empieza a notar que todo tiene un precio. Cada paso por el casco antiguo te lleva por callejones que, aunque bonitos, te susurran que todo está hecho para el turista: una trampa que parece más un escenario que una ciudad viva. Los rostros de la gente no tienen la misma calidez que sus paisajes. Se nota en sus ojos, cansados del vaivén de turistas que llegan a consumir y se van sin dejar más que huellas en la arena. La mirada del montenegrino, atrapado entre la necesidad de recibir al visitante y el cansancio de ser un escaparate, parece hablar por sí sola. En ese punto, la serenidad de la ciudad pierde algo de su encanto, y uno se encuentra con una paradoja: un lugar lleno de belleza que, al mismo tiempo, parece despojado de algo más profundo.
A lo largo de esos días, coincidí con gente que, de alguna forma, terminó dejándome una huella. Como Cata y Emilio, dos chilenos con los que entablé una conversación que, sin buscarlo, derivó en una amistad que, aunque algo efímera, me dejó algo que no suelo encontrar tan fácilmente. A veces, las conexiones que no buscas son las más genuinas. Aunque también, en este viaje, hubo intercambios que me generaron un malestar profundo. Una chica israelí, que conocí en el hostel, comenzó a justificar el accionar de su país en la guerra de Gaza. Escuchar sus palabras me sacudió más de lo que imaginaba. Ella hablaba de la guerra como si fuera algo que podía entenderse, algo casi legítimo, cuando para mí, más que una guerra, eso es un genocidio sistemático. La forma en que intentó argumentar el terror que se le inflige al pueblo palestino me hizo sentir una bronca que no se puede explicar con palabras. Ahí, me di cuenta de que, por más que viaje, por más que recorra el mundo, hay cosas que nunca voy a poder entender. Como la injusticia, que no tiene fronteras ni pasa de largo en los caminos que uno toma.
Luego del mal trago de la conversación con la joven israelí de 19 años, que me dejó una incomodidad difícil de sacudir, decidí arrancar al día siguiente rumbo a Kotor. Este destino, que es parte del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, tiene una historia que se remonta a siglos atrás, con una herencia veneciana y medieval que la hace única. Kotor, con su bahía rodeada por imponentes montañas, fue durante años una ciudad fortificada de vital importancia estratégica en la región. Hoy en día, su casco antiguo conserva ese aire de ciudad histórica, con murallas que se asoman al mar y callejones que invitan a perderse.
El viaje a Kotor fue rápido y económico. Aproveché que los buses de ida y vuelta son frecuentes, y en apenas una hora y media me encontré allí. Aunque muchos se hospedan en Kotor por su belleza, los precios de los alojamientos son mucho más elevados que en Budva. Así que preferí hacer el recorrido en el día, disfrutando de la ciudad sin tener que pagar más del doble por una noche de estancia.
Arquitectura histórica de Kotor
Panorámica de la bahía de Kotor
Al llegar, descubrí que se estaba llevando a cabo la maratón Beraki, un evento que atraía a corredores de diversas partes del mundo. Los participantes, algunos con una energía desbordante y otros más tranquilos, atravesaban la ciudad y sus alrededores, con la vista al mar y las montañas como telón de fondo. La maratón no solo le daba un aire de movimiento a Kotor, sino que también la hacía aún más pintoresca, con los corredores serpenteando por las callejuelas medievales.
Una vez acomodado, me lancé a hacer el trekking famoso que sube hasta el castillo de Kotor. La caminata no es para los que buscan algo fácil, pero las vistas que regala valen cada paso. El sendero, empinado y exigente, lleva hasta las ruinas del castillo, donde se abre ante vos una panorámica que parece sacada de otro mundo: la bahía de Kotor, con sus aguas tan claras como el cielo, se extiende hasta perderse entre las montañas. Arriba, el aire fresco y la quietud del lugar te obligan a parar, a respirar profundo, a tomar conciencia de lo pequeño que somos frente a tanta majestuosidad. Mirás hacia abajo y la ciudad parece un mosaico de tejados naranjas, el puerto tranquilo, y la montaña que abraza todo. Mientras subía, me crucé con un hombre de la India que, al saber que era argentino, me dijo con una sonrisa: "Si lo cruzas a Ricardo Darín, decile que le mando un saludo". Me hizo reír esa frase, tan espontánea y desprovista de toda pretensión. Esas pequeñas interacciones, de las que no te olvidás nunca, son las que realmente te quedan grabadas, como un buen mate compartido en la vereda de cualquier barrio.
Decoración navideña en Kotor
Barcos en la bahía de Kotor
Kotor es, sin duda, una de las joyas de Montenegro. Su casco antiguo, con sus murallas y la imponente bahía, hacen de ella un destino imprescindible. Pero, al igual que Budva, no está exenta de los problemas del turismo masivo. En temporada alta, la ciudad se ve desbordada por la cantidad de turistas, lo que quita algo de la autenticidad que la caracteriza.
Mi paso por Montenegro fue breve, pero me dejó una mezcla de sensaciones. Encontré paisajes increíbles, una historia profunda y gente interesante, pero también me encontré con las grietas que deja el turismo masivo. Montenegro tiene mucho que ofrecer, pero como todo destino turístico que crece rápidamente, también enfrenta los desafíos de mantener su identidad mientras se adapta a la modernidad.