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Montenegro nace donde las montañas se rinden al mar. Donde los acantilados caen como soldados exhaustos y el Adriático respira hondo, guardando su fuerza para la próxima marea. Un país tallado a golpes de hacha y diplomacia.
Kotor es un laberinto de piedra que rezuma sudor veneciano. Sus murallas tienen la misma edad que los huesos de mis abuelos, pero los bares sirven cócteles con nombres en inglés. En el mercado de Budva, un pescador me mostró una cicatriz: “De cuando el mar era nuestro único mapa”. Me contó que entonces las redes eran de cáñamo y olían a sal y gasoil; ahora vende sombreros de paja a alemanes que buscan sombra barata.
Budva huele a pescado recién asado y crema solar. Entre la música electrónica de los bares y el golpe de las olas contra los muros, todavía se escuchan voces viejas que cuentan guerras y temporales. En sus callejones, los balcones se inclinan tanto que parecen querer tocarse, y las ventanas abiertas dejan escapar canciones italianas y discusiones en serbio.
Este país no se dice: se siente en el ardor del aguardiente, en los veteranos que juegan ajedrez con piezas faltantes, en el olor a pino y sal que se cuela por las rendijas de las casas. Montenegro es un país que respira con pulmones de mar y montaña. Y cuyo corazón, aunque a veces no lo quiera admitir, todavía late en yugoslavo.
Leer Historia de MontenegroBudva me recibió con el cansancio pegado a los huesos. Venía de una noche en Shkodër, Albania, donde el mercado navideño era un remolino de luces, cerveza negra y voces que se perdían entre el humo de los cigarrillos. El viaje en autobús a Montenegro fue un vaivén de curvas y paradas breves, con un cuerpo que pedía descanso pero una mente que se negaba a perderse el amanecer sobre el Adriático.
Al bajar en Podgorica, la capital, entendí por qué muchos viajeros la evitan. La ciudad tiene esa quietud de los lugares que el tiempo olvidó, como si los relojes se hubieran detenido en los años noventa. Comí un burek seco en una estación de autobuses, rodeado de paredes descascaradas y miradas fugaces. Nadie se queda en Podgorica. Todos pasan de largo, como yo, camino a la costa donde el mar lame las piedras de Budva.
Puerto de Budva
Panorámica del casco histórico de Budva y el mar
Cuando el autobús empezó a descender hacia la costa, el paisaje se abrió de golpe: montañas que caen al mar como gigantes rendidos, casas blancas colgando de las laderas, y ese azul del Adriático que parece pintado con los dedos. No era la belleza estridente de las postales, sino algo más íntimo, como el recuerdo borroso de un lugar que nunca visité pero que reconocí al instante. Me recordó a Puglia, pero con menos olivos y más cicatrices de guerra.
El taxista de la estación quiso cobrarme 35 euros por tres kilómetros. Su sonrisa era tan falsa como los relojes Rolex que venden en los mercadillos. "Caminaré", le dije, y su mirada se endureció como el cemento de los edificios nuevos que brotan entre las casas viejas. Cargando la mochila bajo el sol de diciembre, sentí el peso de ser un extranjero en un país donde el turismo ha dejado más huellas que la historia.
Tienda de recuerdos en Budva
Vista del casco histórico de Budva desde el paseo marítimo
Caminé por el casco antiguo, un laberinto de piedra que transpira vodka barato y nostalgia veneciana. Los bares escupían reggaetón a todo volumen, pero en el mercado, entre puestos de ajvar y bolsas de especias, las abuelas vendían sus productos con la misma seriedad que hace cincuenta años.
Al anochecer, desde las murallas, Budva parecía un decorado de Hollywood: tejados perfectos, barcos de lujo, luces que doraban hasta la basura. Pero abajo, en los bares, los mozos sonreían con la misma alegría de un empleado de funeraria. Los viejos –los de verdad– jugaban al ajedrez en plazas secundarias, moviendo piezas desgastadas como si cada partida fuera una revancha contra el tiempo. Y los balcones, cargados de ropa tendida y macetas medio muertas, se inclinaban sobre las calles como borrachos contando secretos.
Panorámica nocturna de Budva
Atardecer en Budva
Con Cata y Emilio, los chilenos, compartimos un vino malo y buenas historias, esas que no se escriben en las guías turísticas. Hablamos de la Cordillera, de dictaduras y de cómo el Adriático jamás tendrá el frío cruel de nuestro Pacífico. Pero la noche se pudrió cuando una israelí de 19 años –con sandalias tejidas y una sonrisa de influencer– soltó: "En Gaza no es genocidio, es defensa propia". Se me heló la sangre. "¿Defensa? ¿Contra niños en hospitales?", le espeté. Ella siguió repitiendo consignas como un robot, mientras afuera las olas rompían contra las piedras con más humanidad que sus palabras. Me fui a la playa a escupir sal y rabia, preguntándome cómo la crueldad podía ser tan banal.
Budva no es una quimera –eso sería demasiado poético–. Es un país disfrazado de resort: montañas que fueron trincheras, callejones que olían a pólvora y ahora huelen a pizza congelada. Cuando el autobús arrancó rumbo a Kotor, miré por última vez esa bahía perfecta. Las murallas brillaban bajo el sol, pero yo ya sabía que detrás no había caballeros, solo guías turísticos con banderines de colores. Una belleza vacía, como un cuadro pintado por un cobarde.
La bahía de Kotor se recuesta entre montañas como una amante antigua. Sus aguas quietas —tan quietas que incomodan— reflejan barcos de madera astillada junto a yates relucientes. Aquí cada piedra guarda dos memorias: la que recitan los guías turísticos y la que murmuran los viejos cuando cierran los bares.
En el mercado matutino, entre higos dulces y ristras de ajos, una mujer con manos de raíces me ofreció queso de cabra envuelto en hojas de maíz. “Antes lo envolvíamos en periódicos yugoslavos”, dijo, señalando ahora el plástico con logos europeos. Su sonrisa estaba hecha de arrugas y paciencia.
Arquitectura histórica de Kotor
Panorámica de la bahía de Kotor
Subí a la fortaleza al amanecer, cuando las piedras aún guardan el frío de la noche. Los escalones, gastados por siglos de botas militares y ahora por pies de viajeros, crujían como huesos viejos. A mitad de camino, un perro pastor me bloqueó el paso. Su dueño, un noruego con pantalones de trekking impecables, me preguntó dónde quedaba el mejor mirador. No le hablé de teléfonos ni de fotos; señalé hacia arriba y seguí caminando, sabiendo que los verdaderos miradores se llevan en la memoria.
El casco antiguo respira veneciano: escudos nobiliarios borrados por la lluvia, balcones que parecen inclinarse para contarte un secreto, callejones donde el eco repite palabras en un dialecto que se apaga. En una plaza apartada, tres abuelas jugaban a las cartas bajo un toldo desteñido, riendo con un sonido a rakija y veranos perdidos.
Decoración navideña en Kotor
Barcos en la bahía de Kotor
Cuando el sol empezó a caer, la bahía se volvió un espejo dorado. Los gatos —señores del lugar— reclamaron sus tronos de piedra. En el puerto, un pescador remendaba redes con dedos torcidos mientras su nieto pelaba una naranja, con la calma de quien no compite contra el tiempo. El agua golpeaba suavemente los muelles, como un corazón que late despacio pero firme.
Kotor sabe que su belleza no es inocente. Lo lleva escrito en las murallas que ya no detienen invasores, solo sostienen el peso de siglos que no ceden. Al marcharme, las montañas cerraron su abrazo sobre la bahía, protegiendo lo que el turismo aún no ha logrado traducir en postales.