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Marruecos es un país que despliega una diversidad impresionante a cada paso. Desde las costas del norte, con su clima suave y su mezcla de culturas, hasta las vastas extensiones del desierto, donde la quietud y la belleza parecen apoderarse de todo, este país ofrece una paleta única de experiencias. En el norte, la influencia de Europa se deja ver en el ambiente cosmopolita de ciudades como Tánger, mientras que al sur, el desierto invita a la introspección y el encuentro con la naturaleza en su forma más pura.
Fez, por ejemplo, no es solo una ciudad antigua; su medina, la más grande del mundo, guarda la memoria de siglos de historia. Fundada en el siglo IX, es también el hogar de la Universidad de Al Quaraouiyine, la institución educativa más antigua del mundo, que sigue siendo un referente en el mundo islámico. Las calles de Fez, llenas de colores, aromas y sonidos, son un testimonio vivo de una tradición intelectual que perdura hasta hoy.
Chefchouen, conocida por su característica pintura azul, es otro de esos lugares que parece detenido en el tiempo. Las montañas del Rif la rodean con su majestuosa tranquilidad, y caminar por sus calles es un verdadero deleite para los sentidos. La suavidad de sus colores, el clima fresco y la serenidad del entorno convierten a Chefchouen en un espacio perfecto para desconectar y encontrar paz.
En el sur, el desierto de Merzouga se despliega como una experiencia única. Las dunas doradas que se extienden hasta donde la vista alcanza invitan a la reflexión y el asombro. Vivir la inmensidad del Sahara es sumergirse en un mundo donde el tiempo parece detenerse y los sentidos se agudizan ante la belleza del paisaje.
Ouarzazate, a las puertas del desierto, es una ciudad que con su arquitectura tradicional se conecta directamente con la historia de Marruecos. En sus kasbahs, construidas con barro y piedra, se resguarda una arquitectura que parece haberse fusionado con la tierra misma. Ouarzazate también es conocida como la “puerta del desierto” y ha sido escenario de numerosas películas internacionales, gracias a su aspecto tan pintoresco y su entorno incomparable.
Marrakech, por su parte, es una ciudad vibrante, llena de vida. Sus mercados, donde los colores y aromas se entremezclan en una danza sensorial, son un reflejo de la energía de la ciudad. La plaza Jemaa el-Fna, corazón de Marrakech, se llena de vida desde la mañana hasta la noche, con una variedad de actividades que incluyen desde músicos y cuentacuentos hasta puestos de comida que te invitan a probar lo mejor de la gastronomía marroquí.
Essaouira, con su puerto sobre el Atlántico, ofrece una experiencia más tranquila, pero igualmente llena de historia. Sus murallas, que han resistido la prueba del tiempo, junto con sus playas tranquilas, son ideales para quienes buscan relajarse en un ambiente más apacible, rodeados de mar y viento.
Anza, situada cerca de Agadir, es un destino menos conocido pero igualmente especial. Su costa virgen y sus playas pacíficas la convierten en un lugar perfecto para quienes desean escapar del bullicio de las grandes ciudades y disfrutar de la tranquilidad que solo el océano puede ofrecer.
Marruecos, en resumen, es un país cuya diversidad se refleja en cada rincón, en cada paisaje, en cada ciudad. Desde las montañas del Atlas hasta las costas atlánticas, pasando por los majestuosos desiertos, es un lugar que invita a explorar y descubrir su riqueza cultural, histórica y natural. Cada uno de sus destinos tiene una personalidad única, y lo mejor de viajar por Marruecos es que siempre hay algo nuevo por descubrir.
Leer Historia de MarruecosCapital: Rabat
Población: 37,000,000 (39º)
Idiomas: Árabe (oficial), bereber, francés (ampliamente hablado).
Superficie: 710,850 km² (57º país más grande)
Moneda: Dirham marroquí (MAD), 1 USD ≈ 10.00 MAD (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Islam (98%), con una pequeña presencia cristiana y judía.
Alfabetismo: 73.3%
Educación y sanidad: El sistema educativo está mejorando, pero aún enfrenta retos, especialmente en zonas rurales. La sanidad pública está disponible, pero las clínicas privadas son preferidas por los turistas y suelen ser más costosas.
Trabajo: La tasa de desempleo ronda el 9%, y la economía está principalmente impulsada por la agricultura, el turismo y la industria textil.
Deporte más popular: Fútbol y atletismo.
Seguridad: Marruecos es un destino turístico generalmente seguro, aunque siempre es recomendable mantener precauciones en las grandes ciudades y mercados.
Los ciudadanos argentinos no requieren visa para ingresar a Marruecos para estancias de hasta 90 días.
Marruecos es un país que permite la entrada sin visa a ciudadanos de varios países, incluida Argentina.
Requisitos:
Para más información, puedes visitar la página oficial del Consulado de Argentina en Marruecos.
Opciones principales: Riads, hoteles, hostales y apartamentos de alquiler.
Precio promedio:
- Tánger: 8 EUR (8.5 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Chefchouen: 6 EUR (6.5 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Fez: 6 EUR (6.5 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Merzouga: 4 EUR (4.5 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Ouarzazate: 8 EUR (8.5 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Ait Benhaddou: 8 EUR (8.5 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Marrakech: 7 EUR (7.5 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Essaouira: 8 EUR (8.5 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Taghazout: 8 EUR (8.5 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
- Anza: 8 EUR (8.5 USD) por noche en hostales (algunos incluyen desayuno).
Importante: Puedes encontrar riads y hostales a través de plataformas online, con opciones adaptadas a diferentes presupuestos. Si pagas en efectivo, podrías obtener descuentos en algunos establecimientos.
El transporte en Marruecos es bastante accesible, tanto en ciudades como en rutas interurbanas.
Frecuencia aproximada y precios de las rutas interurbanas más comunes:
Nota: Los billetes de bus pueden ser adquiridos en las terminales de bus locales, pero también es posible comprarlos online en las plataformas mencionadas en cada caso.
El transporte urbano en Marruecos no es esencial para los viajeros, ya que la mayoría de las ciudades son muy caminables. En Fez, podrías necesitar un transporte local, pero puedes preguntar a los locales para encontrar las opciones más cercanas. En el resto de las ciudades, caminar es la mejor opción para explorar y disfrutar del ambiente local.
La mejor época para visitar Marruecos varía dependiendo de la región y las actividades que desees realizar. A continuación, te explicamos cuándo es el mejor momento para explorar el desierto, las ciudades, y disfrutar de deportes acuáticos.
Si tu plan es visitar el desierto de Merzouga, las montañas del Atlas o las ciudades del interior como Marrakech y Ouarzazate, las mejores épocas son la primavera (de marzo a mayo) y el otoño (de septiembre a noviembre). Durante estas estaciones, las temperaturas son más suaves, lo que hace que las caminatas y las excursiones por el desierto sean mucho más agradables.
El verano (junio a agosto) en el desierto puede ser extremadamente caluroso, con temperaturas superiores a los 40°C, lo que hace que sea muy difícil disfrutar de la experiencia. Sin embargo, si tu objetivo es ver el desierto en su máximo esplendor, con sus dunas doradas y cielos despejados, entonces las primeras semanas del otoño o la primavera son ideales.
Si prefieres las playas y las actividades acuáticas, como el surf o el kitesurf, la mejor época para la costa atlántica es el otoño (de septiembre a noviembre) y la primavera (de marzo a mayo). Durante estas estaciones, las temperaturas son agradables tanto para disfrutar del mar como de los deportes acuáticos, y las multitudes de turistas son menores en comparación con el verano.
En Essaouira, Taghazout o Agadir, destinos muy conocidos para el surf y el kitesurf, los vientos son fuertes durante el invierno (de diciembre a febrero), lo que lo convierte en un excelente momento para practicar estos deportes. Si bien la temperatura del agua es fresca, los vientos constantes y la buena infraestructura para estos deportes hacen que sea una temporada popular para los amantes de la acción en el agua.
Telefonía móvil: Las principales operadoras en Marruecos son Maroc Telecom, Orange y Inwi. Puedes adquirir SIMs en tiendas y aeropuertos, y la cobertura es excelente en la mayoría del país.
Operadoras:
Consejos para Viajeros:
Explora Marruecos con esta guía práctica. Selecciona una ciudad para ver sus lugares clave:
Mi tiempo en Marruecos fue una experiencia que, de alguna forma, me hizo ver el mundo de otra manera. Este país tiene una mezcla de historia, cultura y paisajes que te atrapan en cuanto llegás. Las grandes ciudades como Marrakech y Fez tienen una energía única, que se siente en las calles, el bullicio y la gente. A veces puede resultar un poco caótico, pero es parte de su encanto. Cada rincón tiene algo para ofrecer, y a pesar de la gente tan insistente, hay algo en su forma de ser que termina siendo más cálido que molesto.
>Otro aspecto fascinante es la pluralidad lingüística que define al país. En Marruecos conviven el árabe clásico (lengua oficial), el darija (dialecto marroquí con influencias bereberes y francesas) y el tamazight, hablado por las comunidades bereberes. El francés, legado histórico, se usa en ámbitos formales y turísticos, mientras que el español resuena en el norte, cerca de ciudades como Tetuán. En zonas turísticas, el inglés y hasta el italiano sirven de puente con los visitantes. Esta mezcla crea un mosaico donde las conversaciones saltan entre idiomas, algo que al principio desconcierta, pero que luego revela la adaptabilidad de un pueblo acostumbrado a tender puentes culturales.
Uno de los aspectos que más me sorprendió fue la comida. Los platos marroquíes son simples, pero llenos de sabor. Los tagines, el couscous, y esa combinación de especias como el comino, el azafrán y la canela, hacen que cada comida sea una experiencia distinta. Y el té de menta, que no es solo una bebida, sino una tradición que refleja la hospitalidad del pueblo marroquí. En todos lados te ofrecen una taza, y es un ritual que forma parte de la vida cotidiana, un pequeño gesto que te hace sentir parte de algo.
El té en Marruecos es más que una bebida, es una forma de conexión. En cada encuentro, te invitan a compartir un momento, y el ritual de prepararlo parece tan sencillo como importante. Siempre se sirve con algún dulce o pastel tradicional, lo que hace que cada ronda sea aún más especial. A veces, el simple hecho de sentarse a tomar una taza de té puede durar horas, y es esa calma la que contrasta con el ritmo frenético de las ciudades.
La religión, principalmente el islam, impregna la vida social con una naturalidad que sorprende. Las llamadas a la oración desde los alminares estructuran el día, y durante el Ramadán, el país entero vibra con un espíritu comunitario. La mezquita es un espacio de reunión, aunque su acceso está restringido a no musulmanes. La fe se refleja en valores como la hospitalidad: ofrecer té o ayudar a un desconocido no es solo cortesía, sino un acto cargado de significado espiritual. Sin embargo, hay matices: en ciudades como Casablanca o Rabat, coexisten costumbres más secularizadas, mientras que en áreas rurales las tradiciones son más estrictas. Esta dualidad muestra un equilibrio entre identidad y apertura.
Si bien las grandes urbes tienen su encanto, fue en los paisajes más tranquilos donde realmente me encontré conmigo mismo. El trekking por las montañas del Atlas y el paso por Chefchaouen, mi lugar favorito en Marruecos, fueron de las experiencias más gratificantes. Las calles de Chefchaouen, con su característico azul, me transmitieron una calma difícil de encontrar en otro lado. Caminar por sus callejones tiene algo mágico. Es una ciudad donde el tiempo parece ir más lento, y es casi como si estuvieras en otro mundo. Realmente, si tenés la oportunidad de ir, no te la podés perder.
Más allá de lo evidente, me llamó la atención el papel de la artesanía como eje cultural. En los zocos, la cerámica, los tejidos bereberes y la talabartería no son solo souvenirs: son técnicas ancestrales que preservan historias familiares. Cada diseño geométrico en una alfombra o los colores de un plato de tajín hablan de identidad resistente al paso del tiempo. Incluso en plena era global, estos oficios siguen siendo un orgullo y una fuente de vida para muchas comunidades.
Más allá de Chefchaouen, Marruecos tiene una diversidad impresionante. El desierto del Sahara, las montañas del Atlas y las costas de Essaouira ofrecen paisajes tan variados que te hacen pensar en la diversidad de este país. Cada lugar tiene su propio ritmo, su propia esencia. Desde la vibrante Marrakech, con sus mercados llenos de color, hasta la tranquilidad de Essaouira, donde el mar y la brisa invitan a relajarse. Cada ciudad tiene algo que la hace única.
Marruecos tiene una forma de envolver al viajero. No es un lugar fácil, pero su caos tiene una razón de ser. La mezcla de culturas, la historia, la gente y sus costumbres le dan una identidad única. Mi recomendación es que, si estás pensando en viajar, te dejes llevar por el ritmo de las ciudades, disfrutes de los paisajes y te sumerjas en una cultura que, aunque distinta a la nuestra, tiene una calidez difícil de encontrar en otro lado. Marruecos, al final, te deja algo que no esperabas, y eso es lo que hace que valga la pena.
Mi llegada a África tuvo el sabor ambiguo de las despedidas forzadas. Cruzar el estrecho de Gibraltar desde Tarifa en un ferry de 40 minutos —40 euros más pobre— fue como pagar por una metáfora: Europa cobraba su peaje final antes de soltarme. Mientras la costa española se difuminaba, pensé en cómo este mismo trayecto, para muchos, no es un viaje sino una frontera. La canción "Clandestino" de Manu Chao sonaba en mi cabeza como un eco incómodo. Me pregunté cuántas historias de ahogados, redes de tráfico y sueños rotos caben en esas aguas que separan dos mundos. El ferry avanzaba imperturbable, indiferente a las contradicciones que transportaba.
En Tánger, lo primero fue una SIM card. La necesidad de conectividad chocó de inmediato con el ritual viajero de perderse. El hostel, un edificio de paredes encaladas cerca de la medina, tenía un recepcionista que desarmó mis prejuicios en minutos. Cuando mencioné mi nacionalidad, su respuesta fue inesperada: "Ah, el mate. ¿Trajiste yerba?". Habló de la infusión como si fuera un código compartido, lejos del lugar común del fútbol. Me dio indicaciones para encontrar un almacén en la calle Sidi Bouknadel, donde vendían hierbas "que saben a campo, pero sin tierra". Nunca imagine que en mi primer día en el continente africano alguien asociaría a mi país algo que no fueran goles o crisis económicas.
Abel, un operario de una fábrica de automóviles en Casablanca que viajaba a Tánger para visitar a su hermana, se convirtió en mi guía improvisado. "Trabajo con las manos, no con libros", aclaró cuando le pregunté por su rutina. Rechazó el circuito turístico con pragmatismo —"las grutas son lindas, pero prefiero enseñarte dónde comemos los que no tenemos euros"— y armó un recorrido de fondas donde el pan se amasaba frente a nosotros, mercados de pescado donde las sardinas saltaban del Mediterráneo a la parrilla, y un café en las afueras donde el té costaba menos que un chicle. "Aquí venimos los que queremos silencio", dijo, señalando las sillas de plástico desgastadas. Me sirvió un menta-poleo en un vaso con restos de té de otras infusiones, como si fuera un ritual heredado.
Vendedor de comida local en las calles de Tánger
Especias en el mercado tradicional de Tánger
Al día siguiente, recorrí la ciudad oficial: la kasbah con sus murallas portuguesas, el museo Forbes (antigua casa de un magnate convertida en capricho museístico), la plaza del Gran Zoco. Pero cada sitio, aunque imponente, llevaba una sombra de teatro. Los cafés de la plaza Francia tenían carteles en francés y precios en euros; los vendedores de la medina pronunciaban "amigo" con acento andaluz. En la calle Pasteur, entre boutiques de diseñador y tiendas de cannabis legal, tuve la sensación de caminar por un Málaga exótico más que por una ciudad marroquí. Fotografié fachadas azules y puertas con herrajes antiguos, pero el click de la cámara sonaba a despedida.
Conclusión agridulce: Tánger funciona como espejo deformante. Refleja tanto la terquedad de una cultura que resiste —en los mercados donde aún se regatea, en las mezquitas que llaman a oración sobre el ruido del tráfico— como la rendición ante un turismo que pide exotismo con comodidades. Es ciudad bisagra, puente que no sabe si unir o separar. Quizás su verdadero encanto esté en esa incomodidad: en ser lugar de tránsito, no de destino. Al partir hacia Chefchaouen, sentí alivio. Sabía que, cuanto más me adentrara en Marruecos, más se despejaría el sabor a compromiso. Tánger fue el aperitivo necesario, el recordatorio de que África merece ser vivida, no negociada.
Llegar a Chefchaouen implicó una negociación épica en Tánger. Los taxistas del centro pedían 30 euros por un trayecto de 3 km hasta la estación de grands taxis. Decidí caminar: 4 km con mochilas de 15 kilos, bajo un sol que quemaba como si Marruecos me pusiera a prueba. La calle era una mezcla de basura, perros callejeros y miradas curiosas. Al llegar a la estación —un solar con taxis destartalados y conductores fumando—, el regateo comenzó. "¡Siete euros, es mi última oferta!", dije con un árabe roto. El conductor, un hombre de ojos cansados y manos callosas, asintió. El taxi estaba lleno: una madre con su hijo dormido, un anciano con un saco de harina y yo, sudando entre mochilas. Así es África: incómoda, pero honesta.
El hostel en Chefchaouen era una casa azul de tres pisos, adornada artisticamente con una buena mezcla de cuadros y macetas que combinaban tonos, y una terraza con excelentes vistas de las montañas. Lo reservé desde Tánger, llamando directamente al dueño —un marroquí que hablaba un ingles básico—. Al llegar, me recibió Fabricio, un argentino de Rosario con una barba de tres días y y un mate listo para arrancar. En el patio, un polaco alto —"Me llamo Piotr" dijo, pero pero automaticamente lo llamamos Lewandowski"— llevaba una camiseta de Boca Juniors con el número 19 de Valentín Barco. "Me la dieron en La Bombonera", dijo, aunque nunca había pisado Argentina. Le pregunté si sabía quién era Barco. "¿Un 4 que juega en Brighton?", respondió. Ni él ni yo entendíamos cómo esa camiseta había llegado a los Rif marroquíes, pero ahí estaba, tan absurda como el viaje mismo.
Vista aérea de Chefchaouen y las montañas del Rif
Descansando en las calles azules icónicas
La primera tarde la dediqué a la mezquita española. El sendero, empinado y lleno de piedras sueltas, me dejó las rodillas temblando. Desde arriba, Chefchaouen parecía un cuadro de Dalí derretido: casas azules, blancas y amarillas —como la bandera argentina— se apiñaban en las laderas. Al bajar, el río Ras El Maa hervía de vida. Locales armaban mesas de plástico en el lecho del agua, colocaban sillas desvencijadas y encendían parrillas portátiles. Olía a cordero asado y menta fresca. Me senté en una roca, pedí un té y observé. No había turistas, solo madres riendo, niños persiguiendo gallinas y ancianos fumando kif en pipas de barro. Un vendedor me ofreció un collar con cuentas azules. "Para que no olvides Chefchaouen", dijo. No le compré nada, pero la frase se quedó grabada.
Al día siguiente, Joanna —una holandesa que viajaba en un Dacia Logan alquilado— nos invitó a un road trip. Lewandowski, el polaco, se unió con su mochila militar y su camiseta de Boca. La ruta nos llevó por Ketama, el epicentro del cannabis marroquí. Los campos se extendían como olas verdes entre montañas áridas. "Aquí el 70% de la economía depende del hash", explicó Abdu, un marroquí que se sumó al viaje. "Es ilegal, pero hasta el gobierno hace la vista gorda". Recogió una hoja de cannabis, la frotó entre sus dedos y me la dio. "Huele a dinero", dijo. Almorzamos en una playa rocosa cerca de Alhucemas. Abdu preparó un cuscús con pollo, siete verduras y una salsa de tomate que nos dejó en silencio. "Esto es lo que comemos los domingos", dijo. No supe si era verdad, pero tampoco importaba.
Jugo de naranja fresco, preparación tradicional
Pasajes azules que definen la ciudad
Cassie apareció en mi último día como un regalo inesperado. Nos cruzamos en el desayuno del hostel —ella con un mapa desplegado sobre la mesa, yo con una taza de café amargo— y sin mediar palabras, decidimos explorar juntos. Caminamos por callejones azules que se retorcían como cintas, deteniéndonos en cada puerta pintada a mano, en cada escalera que prometía un secreto. "¿Vamos sin rumbo?", propuso, y así lo hicimos. Al mediodía, el sol convertía las paredes en espejos, pero al caer la tarde, todo se tiñó de oro. En lo alto de un mirador improvisado —una terraza abandonada con macetas vacías—, vimos cómo las montañas devoraban al sol. "Pensé que en Marruecos no iba a encontrar esto", dijo ella, refiriéndose quizás al silencio, a la luz, o a algo más difícil de nombrar.
Esa tarde, mientras el sol comenzaba a caer sobre Chefchaouen, Cassie y yo nos sentamos en las escaleras de la mezquita española. El cielo era una mezcla de naranja y violeta, y las sombras alargadas de las casas azules parecían querer tocarnos. "¿Sabés por qué entré a trabajar con Kamala?", preguntó ella, mirando el valle. "Porque creo en un país donde nadie sea excluido por su color o su pasaporte". Asentí. Hablamos de cómo la retórica de Trump no era solo política, sino una grieta que normalizaba el odio. "En California —dijo—, vi familias separadas en la frontera. Niños que no entendían por qué les quitaban a sus padres. Kamala intentaba cambiar eso, pero el sistema es una hidra". La conversación derivó en nuestras propias experiencias: ella con migrantes en centros de detención, yo con amigos latinos discriminados en Europa. "Por eso viajo", confesó. "Para recordar que el mundo es más grande que cuatro paredes y un discurso de miedo".
Conjunto arquitectónico azul y blanco
Encuentro casual en las calles
Al anochecer, mientras caminábamos hacia el hostel, Cassie señaló una pintada en una pared azul: «No hay fronteras en el corazón». "Eso debería ser la política", murmuró. Cenamos en un pequeño restaurante donde el dueño, al escucharnos hablar de derechos humanos, nos regaló té de menta. "Malasia no es perfecta —me dijo antes de despedirnos—, pero allá verás que la resistencia tiene mil caras. Algunas sonrisas, otras pancartas". Hoy, desde Kuala Lumpur, pienso en esa noche y en cómo, a veces, las conversaciones más breves son las que más perduran.
Mi despedida fue a las 7 AM. La medina, vacía y silenciosa, era un museo de azules desgastados. Los gatos —los verdaderos dueños— me observaban desde tejados y ventanas entornadas. Caminé sin rumbo, fotografiando puertas descascaradas y escaleras que llevaban a patios secretos. En la plaza Uta El-Hammam, un barrendero recogía migajas de pan para las palomas. Dos horas después, cuando los primeros vendedores abrieron sus puestos, ya estaba en camino a Fez. Chefchaouen se quedó atrás, pero no sin antes regalarme un último instante de paz: un atardecer que teñía las montañas de violeta, como si el cielo quisiera competir con el azul de sus paredes.
Conclusión: Chefchaouen fue, sin duda, mi ciudad favorita en Marruecos. Una combinación perfecta entre la calma de sus calles azules y la energía de su gente. Abdu, con sus historias sobre Ketama; las dueñas del hostel, que me enseñaron a preparar té con hierbabuena; hasta Lewandowski, el polaco con alma de porteño, me mostraron que la autenticidad no está en los lugares, sino en las personas. Aprendí a decir "yallah" para apurar a los taxistas, a distinguir el hash de primera cosecha y a valorar esos almuerzos improvisados frente al Mediterráneo. Incluso las contradicciones —el azul pintado para turistas, los precios que suben al ver una cámara— se volvieron parte del encanto. Chefchaouen no es perfecta, pero es real. Y en un mundo lleno de viajes empaquetados, esa imperfección es justo lo que la hace única. Si algún día vuelvo a Marruecos, será para sentarme en una mesa de plástico junto al río Ras El Maa, escuchar el murmullo del agua y recordar por qué este lugar se quedó conmigo.
Llegué a Fez al mediodía con el estómago revuelto por la ansiedad. El bus me dejó frente a las murallas ocre de la medina más grande del mundo -34 km de callejones donde hasta Google Maps se pierde-. Los timadores actuaron rápido: "¡Esa calle está bloqueada! Yo te guío", insistía un joven con sonrisa de coyote. Rechacé cinco "guías" espontáneos hasta que una anciana de manos arrugadas como pergaminos me señaló el camino correcto con su bastón. "Tercera izquierda, derecha donde huele a cuero", dijo en darija. Su hijab azul celeste se perdió entre el gentío antes de que pudiera agradecerle. El hostel era una casa del siglo XII con puerta de madera claveteada. Al cruzar el umbral, el silencio fue un milagro.
Contemplando la vastedad de la Medina de Fez
Curtidurías Chouara: oficio ancestral
La medina es un organismo vivo. Motocicletas zigzagueaban entre burros cargados de especias, niños jugaban al fútbol en callejones más estrechos que un abrazo de madre, y gatos panza arriba dormitaban sobre sacos de harina. El olor oscilaba entre azafrán recién molido y basura acumulada en esquinas. En la plaza Seffarine, tres herreros martilleaban cobre al ritmo de un rap marroquí que salía de un iPhone. "¡Balak!", gritó un cargador mientras esquivaba una moto con tres pasajeros y una cabra viva. Comprendí por qué aquí llaman a Fez "la Meca de los sentidos".
Mi primera parada fue la Universidad de Al Quaraouiyine. Fundada en 859 d.C. por Fatima al-Fihri -una mujer tunecina refugiada que usó su herencia para crear este centro del saber-, sus aulas vieron pasar a Ibn Jaldún y Maimónides. Hoy sigue siendo faro espiritual con su mezquita de 270 lámparas de bronce. Luego, en la curtiduría Chouara, el siglo XXI se desvaneció: obreros descalzos mezclaban excremento de paloma con cal en fosas de colores, ablandando pieles como en tiempos de los meriníes. "Una semana aquí huele a 40 años de salario", bromeó un trabajador mostrando sus manos agrietadas. Mientras los dueños negociaban en francés con diseñadores europeos, ellos ganaban 70 dirhams diarios (7 USD).
Comercio de instrumentos tradicionales
Arte urbano con mensaje social
El atardecer en las Tumbas Merínidas fue una epifanía. Desde la colina, la medina se extendía como un mar de tejados terracota donde anidaban cigüeñas. Un millón de almas bajo mis pies -zocos, mezquitas, escuelas coránicas- mientras el muecín llamaba a la oración. Abajo, dos niños peleaban por una pelota de trapo. Arriba, turistas alemanes fotografiaban con drones. Fez sabe guardar sus contradicciones como los secretos mejor custodiados.
Al otro día, volví a recorrer la medina. En un callejón cerca de la plaza Seffarine, un grupo de chicos jugaba al fútbol con una pelota de trapo. Aquí debo hacer un paréntesis: para mí, este deporte es el fenómeno social más importante del mundo. ¿La razón? Es patrimonio absoluto de los lugares más humildes. En Marruecos -no solo en Fez- vi la misma pasión que en las villas de Buenos Aires o las favelas de Río: niños pateando latas, botellas vacías, o cualquier cosa que rodara. Algunos con zapatillas rotas, otros descalzos, pero todos con esa chispa que solo nace cuando el juego es necesidad, no entretenimiento. "¡Argentino! ¿Traés a Messi?", gritó uno al ver mi remera. Jugamos diez minutos con porterías marcadas con piedras. Al terminar, dos hermanos corrieron a vender especias en el zoco mientras otro limpiaba parabrisas en la calle principal. Recordé entonces al doctor Bilardo en el '87: "El futuro del fútbol está en África". Hoy, viendo cómo estos chicos convierten basura en balones, su frase suena a verdad cruda. Solo queda una duda: si estos futuros cracks no terminan fichando por Francia o España -que les ofrecen pasaportes como caramelos- Marruecos podría ser la próxima potencia mundial. El talento está aquí, latiendo bajo el sol de los tejados.
Fútbol callejero en los pasajes de la medina
Homenaje al MAS Fez en las calles
Mi despedida fue dulce literalmente. La familia del hostel me invitó al cumpleaños de Amina, la recepcionista. Compartimos msemen (pan dulce) con miel de dátil y jugo de naranja amarga. "Vivir aquí es como estar casada con un hombre viejo -dijo la abuela mientras servía té-: te quejas, pero no lo cambiarías". Me regalaron un imán con forma de babucha y un consejo: "Cuando vuelvas, trae semillas de mate. Queremos probar eso que tomas como medicina".
Al Quaraouiyine: conocimiento milenario
Vida cotidiana en la plaza Seffarine
Conclusión: Fez no se visita, se negocia. Con sus callejuelas que atrapan como redes, olores que oscilan entre azafrán y letrina, y una humanidad que te exige tanto como te ofrece. Aprendí que tras cada "¡Balak!" de los cargadores hay complicidad, que bajo los andamios de las mezquitas se reconstruye siglo a siglo la memoria del Magreb, y que hasta en las curtidurías donde se trabaja con excremento de paloma existe orgullo artesanal. Es caótica, sí. Incómoda a ratos. Pero cuando una anciana te guía sin pedir dirhams, cuando niños transforman botellas en balones o cuando una familia comparte su torta de cumpleaños con el único extranjero del hostal, entiendes su resistencia de doce siglos. Fez no brilla: transpira. Huele a cuero viejo, a menta fresca, a sudor de obreros que siguen técnicas medievales. No es destino para buscar comodidades, sino para entender que la autenticidad duele tanto como maravilla. Super recomendado, pero con zapatos para piedras y paciencia para timadores. Como dijo el curtidor mientras mostraba sus manos manchadas: "Aquí lo que perdura no es lo perfecto, sino lo verdadero".
El viaje comenzó con una caminata de 3 km desde mi hostel en Fez hasta la terminal de buses, cargando mi mochila de 15 kilos bajo un sol abrasador. En el camino, presencié un operativo policial que se tornó violento: agentes golpeaban con porras a hinchas del MAS de Fez que intentaban ingresar al estadio, sin importar si tenían entradas válidas o no. Subí al bus a las 19:00 hs, donde conocí a Dennis, un alemán alto de 28 años que viajaría conmigo hasta Merzouga. Doce horas después, con las piernas entumecidas y el cuello rígido, llegamos al pueblo a las 6 AM.
Explorando las dunas doradas del Sáhara en Merzouga
Arte callejero: homenaje a la cultura amazigh en el Sáhara
Youssef, dueño del hostal, me recibió en la puerta con un "¡Argentino, bienvenido!" en español básico. Cuando intenté practicar mis frases en árabe marroquí, me corrigió con orgullo: "Aquí hablamos tamazight, somos bereberes". Los imazighen (nombre original de los berberes) son un pueblo nómada que habita el norte de África desde hace 4,000 años, manteniendo su lengua y tradiciones pese a la arabización. Su cultura se respira en cada detalle: desde los símbolos geométricos en las puertas de adobe hasta el té de menta servido en vasos altos con azúcar moreno.
Merzouga es un pueblo de 500 habitantes donde cada actividad gira en torno al turismo: hostales económicos (6€ la noche), agencias que ofrecen excursiones al erg Chebbi, y tiendas de artesanías con precios en euros. Elegí este lugar para evitar las caravanas masivas que salen de Marrakech, buscando una experiencia más auténtica. Durante mi primer día, recorrí sus calles de tierra rojiza: niños jugando al fútbol con pelotas de trapo, vendedores ofreciendo dátiles a 5 dirhams el kilo, y camellos descansando a la sombra de paredes de adobe que lucían desgastadas.
Al día siguiente, la excursión al desierto. Pagué 100 dirhams (10€) a Youssef por una noche en el Sáhara -me hizo un descuentazo por que le hacia falta una persona sola para completar el grupo, sino corría el riesgo de que se le cayera el negocio.- El grupo lo completaban Dennis, y una familia que parecía salida de una novela absurda: madre napolitana, padre lituano, y dos hijas españolas de 8 y 10 años que manejaban cuatro idiomas con fluidez. "Hablamos español en casa, italiano con la nonna, lituano con los abuelos, e inglés en el colegio", explicó la mayor mientras se ajustaba el hiyab. La pequeña agregó: "El año que viene empezamos francés".
Cielo nocturno en Merzouga: un espectáculo astronómico
Jaimas bajo las estrellas: experiencia nómada en el desierto
La noche en el campamento fue una farsa. Tras un atardecer fotogénico entre dunas doradas, llegamos a un "campamento bereber" con jaimas equipadas con enchufes USB y colchones inflables. La cena de cuscús fue decente, pero el espectáculo posterior arruinó la magia: músicos locales tocando "Ai Se Eu Te Pego" con panderetas y un darbuka desafinado, seguido de una versión berberizada del "Waka Waka" de Shakira. Dennis y yo intercambiamos miradas de complicidad como diciendo "que choreo, esto es mas falso que moneda de 3 pesos", mientras las hijas de la familia euro-fusión bailaban entusiasmadas bajo la supervisión de su madre que, como buena napolitana, sabia que nos estaban mostrando un espectáculo con cero autenticidad.
Fenómeno extremo: el desierto convertido en lago
Carreteras anegadas: el Sáhara muestra su lado inesperado
La vuelta en dromedario al día siguiente me dejó un sabor amargo. Los animales, con las costillas marcadas y patas llenas de cicatrices, eran azotados con palos para mantener el ritmo. "¡Yallah! ¡Yallah!", gritaba el guía cada vez que mi dromedario intentaba detenerse. Al protestar, recibí una sonrisa incómoda: "Están acostumbrados, hermano". Mentira: ningún ser vivo se acostumbra al maltrato.
Con un día libre antes de partir, Dennis y yo decidimos hacer autostop hasta Rissani, famoso por su mercado de burros (el más grande del país según algunos). Levantamos el pulgar en la carretera principal y, tras 20 minutos, un pickup destartalado se detuvo. Dos locales nos hicieron espacio entre sacos de harina y cajas de verduras. El camino era un desastre: baches que sacudían los huesos y polvo que se colaba por cada rendija. Al llegar, la decepción: el mercado había sido reprogramado. "Vuelvan mañana", nos dijo un anciano sentado frente a la mezquita principal. Me despedi de Dennis después de intercambiar contactos, ya que el seguia rapido para el lado de la costa marroquí y yo debía volver un día mas a Merzouga. Fue un gusto conocerlo, ya que compartíamos objetivo final de viaje, El Tren de Hierro en Mauritania. El lo iba a realizar primero por que tenia menos tiempo, yo que ando viajando libre iba mas despacio, por lo cual recibiría valiosísima información mas adelante.
Panorámica surrealista: dunas convertidas en islas
El fenómeno climático desde otro ángulo
Al día siguiente, la sorpresa: 130 mm de lluvia habían convertido el desierto en un río furioso. Desde la puerta del hostal veía el cauce desbordado, un espectáculo surrealista. Dos francesas en un 4x4 intentaron cruzar la corriente: el auto quedó varado hasta que locales lo rescataron con tractor. "No ocurría desde hace 35 años", me dijo Youssef. Los niños maravillados jugaban cerca del agua bajo la vigilancia de sus madres. Ver el Sáhara inundado fue una de esas experiencias que te recuerdan lo impredecible que puede ser la naturaleza. La arena, que durante días había sido un mar dorado y seco, ahora se transformaba en un laberinto de charcos y corrientes. Era como si el desierto, cansado de su sequía eterna, decidiera recordarnos que también puede ser un lugar de agua y vida. Me quedé un buen rato observando el contraste: dunas que parecían islas en medio de un océano efímero, y niños que, por primera vez en sus vidas, veían algo más que arena y polvo. Fue una lección humilde: incluso en los lugares más áridos, la vida encuentra su camino, y a veces, de la manera más inesperada.
Con las rutas cortadas, tuve un día extra. Lo usé para leer, planear mi sitio web, y caminar hasta una duna cercana al anochecer. Allí, contemplé el Sáhara en silencio: estrellas infinitas a mis espaldas, reflejos de luces del pueblo en charcos efímeros frente a mí.
Conclusión: Merzouga muestra lo mejor y peor del Sáhara. De un lado, la autenticidad de los bereberes como Youssef y fenómenos únicos como la inundación histórica. Del otro, el turismo depredador con campamentos falsos y maltrato animal. Recomiendo visitarla, pero eviten los tours organizados. Quédense en hostales familiares, convivan con locales, y si ven llover... abracen la paradoja. Es el desierto recordándonos que aún guarda sorpresas.
Siguiendo los consejos de Youssef en Merzouga, me dirigí al punto donde se reunían las mini-vans y los choferes de las agencias de tours. Este lugar era un hervidero de actividad: turistas recién bajados de los camellos, con las caras quemadas por el sol del Sahara, cargaban sus mochilas y buscaban la manera de regresar a Marrakech. Las mini-vans, destartaladas pero resistentes, eran la opción más económica para el viaje. Los choferes, expertos en el arte del regateo, organizaban a los pasajeros con la eficiencia de quien ha hecho esto mil veces. Mi objetivo era Ouarzazate, y sabía que, si negociaba bien, podría conseguir un lugar en una de esas vans por unas pocas monedas.
El regateo no tardó en comenzar. Tres choferes se acercaron, cada uno con una oferta más alta que la anterior. Justo cuando estaba a punto de resignarme a pagar más de lo que quería, sentí un toque en mi hombro. Era un hombre de piel curtida por el sol, con ojos cansados pero amables. "Yo te llevo por 50 dirhams", dijo, sin mediar más palabras. Cinco euros. Una ganga, un regalo. Acepté sin dudar, pero lo mejor estaba por venir. Al subir a la mini-van, me encontré con una cara familiar: Fabricio, el argentino de barba desaliñada y humor ácido que había conocido en Chefchouen. "¿Qué hacés por acá, loco?", me dijo con una sonrisa. No sabía que él también estaría ahí, pero su presencia fue un golpe de suerte. Al menos tendría compañía para las horas de viaje.
La mini-van era un microcosmos de culturas. Junto a Fabricio y yo, había una pareja italiana que hablaba en voz baja, como si estuvieran compartiendo secretos. Aproveché para practicar mi italiano, oxidado pero funcional. Más atrás, dos vascos charlaban entre sí en euskera, un idioma que suena a música antigua. Cuando descubrieron que yo había caminado parte del Camino de Santiago, la conversación se animó. Hablamos de Hondarribia, con sus calles empedradas y su aire a pueblo detenido en el tiempo; de Gernika, un símbolo de resistencia y memoria; y de cómo el País Vasco, a pesar de no ser reconocido por España, mantiene viva su identidad. Fue una charla que me recordó por qué amo viajar: porque en cada rincón del mundo hay historias que merecen ser escuchadas.
La mayoría de los pasajeros iban de regreso a Marrakech, pero yo tenía otros planes. Ouarzazate me esperaba, con sus estudios de cine y sus kasbahs imponentes.
Panorámica de la ciudad de Ouarzazate desde las alturas
Patrimonio histórico: la imponente Kasbah de Taourirt
Ni bien llegué al hostal, me recibió Assim, el dueño, manager y laburante del lugar. Un hombre que hacía de todo: desde recibir a los huéspedes hasta recomendar los mejores sitios para visitar. Con un inglés fluido y una sonrisa sincera, me dio un mapa marcado con los puntos clave de la ciudad. "La medina es pequeña, comparada con las que ya habrás visto", me advirtió, y tenía razón. A diferencia de las laberínticas medinas como la de Fez, la de Ouarzazate era modesta, casi íntima. Calles estrechas pero ordenadas, puestos de especias que desprendían aromas intensos y artesanos que trabajaban el cuero y la cerámica con una dedicación que parecía sacada de otro tiempo. Aun así, tenía su encanto, como si fuera un recordatorio de que no todo en Marruecos necesita ser monumental para ser memorable.
Assim también me recomendó visitar los lugares más populares de la ciudad. No podía perderme los estudios de cine, un lugar que parecía sacado de un sueño hollywoodense en medio del desierto. Allí, enormes sets recreaban ciudades antiguas y paisajes exóticos, y aunque no soy un fanático del cine, caminar entre esos escenarios me hizo sentir como un explorador en una película de aventuras. También visité la Kasbah de Taourirt, una fortaleza de adobe que se alzaba imponente en el horizonte. Sus pasillos estrechos y sus habitaciones vacías me transportaron a una época en la que las caravanas cruzaban el desierto cargadas de especias y tesoros. Cada rincón de Ouarzazate tenía algo que contar, y yo estaba decidido a escuchar todas sus historias.
Durante mi estancia en el hostal, no conocí mucha gente. Solo un gringo que viajaba por Marruecos en bicicleta y que no paraba de quejarse de la policía y los controles en la ruta. "Siempre me paran, siempre me revisan", decía, como si el mundo entero estuviera en su contra. También me crucé con un par de australianos, buena onda pero distantes, típicos de la cultura anglosajona: amables pero poco predispuestos a generar amistades profundas. No recuerdo sus nombres, ni siquiera los anoté en mis apuntes. Fueron personas que pasaron desapercibidas en mi vida, como tantas otras que uno se encuentra en el camino.
Al regresar al hostal, Assim me recomendó un buen lugar para comer. "Prepare your mate and come with me and my friends to see the qualification match between Morocco and Lesotho for the African Cup", me dijo en un inglés perfecto. No lo pensé dos veces. Me uní a ellos sin objeciones, con mi mate en mano y una curiosidad genuina por ver cómo jugaba la selección marroquí. Debo reconocer que el equipo de Lesotho dejaba mucho que desear. Cualquier equipo de la liga de mi sur cordobés les hubiera dado más pelea. Pero más allá del fútbol, esa noche fue especial: compartir un partido con locales, reírnos de los errores en la cancha y sentirme, aunque fuera por un rato, parte de algo más grande que yo mismo. El ambiente era cálido, lleno de risas y comentarios en árabe que no entendía pero que parecían sumar a la alegría colectiva. Fue una de esas noches que te recuerdan por qué viajar no se trata solo de ver lugares, sino de vivir momentos que te conectan con la gente y su cultura.
A la mañana siguiente, me levanté temprano, desayuné y charlé un poco con Assim, quien me recomendó cómo llegar a Ait Benhaddou de la forma más económica. "Ve a la estación de taxis y espera a que se llene el coche", me dijo. Así que caminé unos 3 km bajo un sol incipiente, con la mochila al hombro y la curiosidad como compañera. En la estación, la espera fue corta, apenas 15 minutos, hasta que el taxi se llenó y arrancamos rumbo a uno de los lugares más icónicos de Marruecos.
Ni bien llegué a Ait Benhaddou, quedé sorprendido. Es una ciudad hecha y derecha en base a tierra, con ese color marrón rojizo que parece sacado de otro planeta. Las casas de adobe, apiladas en la colina, forman un laberinto de callejones estrechos y pasadizos secretos. Llegué temprano, así que no había muchos turistas, lo que me permitió explorar cada rincón con calma. Subí a todos los miradores, desde donde las vistas del valle y las montañas circundantes eran simplemente impresionantes. Caminé por todas sus calles, sintiendo bajo mis pies la tierra compactada por siglos de historia. Y ahí estaba, frente a mí, el escenario de una de mis películas favoritas: Gladiador. Sí, esa del año 2002. Quizás estoy un poco viejo, pero ver ese lugar en persona me hizo sentir como si estuviera dentro de la película.
Ait Benhaddou no es solo un lugar bonito; es un testimonio vivo de la historia y la cultura bereber. Este ksar (pueblo fortificado) fue construido hace siglos como un punto clave en las rutas comerciales que conectaban el Sahara con Marrakech. Sus muros de adobe, resistentes al paso del tiempo, han visto pasar caravanas cargadas de oro, sal y especias. Hoy, es un Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO y un imán para los amantes del cine. Además de Gladiador, aquí se han filmado películas como Lawrence de Arabia, Juego de Tronos y La Momia. Pero más allá de su fama cinematográfica, Ait Benhaddou sigue siendo un lugar habitado, donde algunas familias mantienen vivas las tradiciones de sus ancestros. Esa mezcla de historia, cultura y belleza natural lo convierte en un lugar único en el mundo.
Luego de un día super movido y lleno de caminatas, era hora de volver a Ouarzazate. Después de un cuscús en un barcito de paso —ya empezaba a cansarme de comer siempre lo mismo—, encontré a una pareja de franceses que también quería compartir un taxi. Esperamos unos 30 minutos a que se uniera más gente, pero al final decidimos ir solo nosotros tres, pagando 3 dirhams de más cada uno. El viaje de regreso fue entretenido: compartimos historias de viajes y experiencias, aunque la pobre chica francesa tuvo que aguantar las preguntas incómodas del chofer. "¿Por qué viajas con tu novio sin estar casada? ¿Y por qué no tienes hijos a tu edad?", le preguntaba, como si fuera su deber dar explicaciones. Cosas que solo les pasan a las mujeres en esta parte del mundo.
Concluyendo, Ait Benhaddou es un lugar super recomendado para una visita de un día. Pero mi consejo es que vayas por tu cuenta y no te dejes embaucar por los tours organizados que paran allí una hora como máximo, de paso hacia Merzouga. Este lugar vale la pena para mucho más que una hora. Además, es totalmente gratis explorarlo, lo que lo hace aún más especial. Caminar por sus calles, subir a sus miradores y sentir la historia en cada rincón es una experiencia que no tiene precio. Ait Benhaddou no es solo un destino; es un viaje en el tiempo que te deja con ganas de volver.
Llegué a Marrakech en lo que podría denominar el viaje más cómodo de toda mi experiencia en Marruecos. Un transporte que arribó sin inconvenientes a la terminal de buses, desde donde pude caminar sin problemas hacia mi hostal. En un primer pantallazo, la ciudad no me sorprendió tanto: ni su medina, ni sus zocos, ni el amontonamiento de gente, ni el número de gatos callejeros. Nada de eso me impactó, ya que haber estado previamente en Fez me había curtido para el resto del viaje. Todos los viajeros que conocí me decían que Marrakech es un mundo aparte, que es la verdadera esencia de Marruecos. Pero yo debo anticipar que, si uno quiere conocer el verdadero y real caos de una medina, debe ir a Fez. Marrakech, en comparación, es caótica pero organizada, como si el bullicio tuviera un ritmo propio.
Ni bien me instalé en el hostal, conocí a Bahiana, una inconfundible latina con estilo colombiano pero nacida y criada en el País Vasco, actualmente habitante de Donosti. Su acento era una mezcla curiosa de español vasco y modismos latinos, y su energía era contagiosa. Compartimos algunas charlas y quedamos en organizar algo para recorrer la ciudad al día siguiente. Por lo pronto, yo ese mismo día salí a caminar sin rumbo fijo. La ciudad me gustó mucho, sobre todo de noche. La plaza Jemaa el-Fna, con su música en vivo, sus mercados y su caos particular, le dan un encanto único. Todos te buscan vender algo: desde un paseo en carruaje tirado por caballos hasta una foto con una serpiente en la mano. Todo, absolutamente todo, es una posibilidad de negocio en esa plaza. Y al contrario de parecerme todo preparado para el turista, me di cuenta de que es el verdadero funcionamiento de la ciudad. Si bien el turismo es muy fuerte, la venta forma parte del ADN de las personas oriundas del lugar.
La Koutoubia, símbolo de Marrakech
Artesanía marroquí en los zocos
Esa noche, al regresar al hostal, me crucé con Khouloud, una chica tunecina que andaba viajando por tierras marroquíes. Charlamos largo y tendido, té de menta mediante, sobre la cultura musulmana, ya que ella pertenecía a esa religión. Hablamos de las diferencias con Occidente y el catolicismo, de cómo el Islam moldea la vida cotidiana en Túnez, y de cómo su país es un puente entre el mundo árabe y el mediterráneo. Me contó sobre las playas de Hammamet, las ruinas romanas de Cartago, y el encanto de la medina de Túnez, con sus callejones llenos de historia y sus mezquitas centenarias. Aprendí tantas cosas sobre Túnez que, para cuando terminamos de hablar, ya estaba convencido de agregarlo a mi itinerario. Por supuesto, la invité a unirse a la recorrida del día siguiente por la mañana, y me confirmó que sí, que encantada se unía al grupo.
A la mañana siguiente, partí a recorrer la ciudad con Bahiana y Khouloud, dos compañeras de viaje super copadas. Nuestra primera parada fue la plaza Jemaa el-Fna, que de día es un mercado lleno de vida. Desde allí, nos adentramos en la medina, un laberinto de callejones estrechos donde los zocos ofrecen de todo: especias, telas, lámparas de metal, cerámicas y joyas. Cada rincón es una explosión de colores y olores, y los vendedores, con su habilidad para el regateo, te invitan a comprar algo en cada paso. Visitamos la Madraza de Ben Youssef, una antigua escuela coránica del siglo XIV que es un ejemplo impresionante de la arquitectura islámica. Sus paredes talladas y sus patios tranquilos te transportan a otra época.
Explosión de colores y aromas
Arte popular marroquí
Luego nos dirigimos a los Jardines de Majorelle, un oasis en medio de la ciudad. Este jardín, diseñado por el pintor francés Jacques Majorelle, es famoso por sus tonos azules vibrantes y su colección de plantas exóticas. Caminar entre sus senderos, bajo la sombra de las palmeras, fue un respiro del bullicio de la medina. Khouloud nos contó que el jardín fue comprado y restaurado por Yves Saint Laurent en los años 80, y que hoy es uno de los lugares más icónicos de Marrakech. Después de un rato de relax, seguimos nuestro recorrido hacia el Palacio de la Bahía, una joya arquitectónica del siglo XIX. Sus salones decorados con mosaicos y sus jardines perfumados te hacen imaginar cómo vivían los sultanes en su época de esplendor.
Por la tarde, visitamos las Tumbas Saadíes, un mausoleo del siglo XVI que alberga los restos de la dinastía Saadí. El lugar es impresionante, con sus techos tallados y sus paredes cubiertas de mosaicos. Khouloud nos explicó la importancia histórica de este sitio, y cómo representa el legado de una de las dinastías más poderosas de Marruecos. Después, nos perdimos en los zocos, donde Bahiana se animó a regatear por un par de lámparas de metal y yo probé algunos dulces típicos, como los chebakia y los dátiles rellenos. Fue un día intenso pero increíble, lleno de descubrimientos y anécdotas.
Vida en los callejones de la Medina
El verdadero dueño de las calles
Al final del día, Khouloud se despidió, ya que debía viajar a su próximo destino. Bahiana también tenía planes: un tour de cocina para aprender a preparar tajín y cuscús. Me quedé solo, con un día más en Marrakech antes de partir a Essaouira. Lo aproveché al máximo, recorriendo la ciudad sin parar. Caminé por el barrio moderno de Guéliz, con sus cafés y tiendas de diseño, y luego volví a la medina, donde me perdí en sus callejones. Hablé con locales, esquivé timadores y disfruté de la energía única de la ciudad. En un puestito pequeño, alejado de la medina, me encontré con una mujer anciana que vendía dulces caseros. Probé unos pastelitos de almendra y miel, y mientras los comía, ella me contó cómo los preparaba siguiendo una receta familiar que pasaba de generación en generación. Fue un momento mágico, de esos que te hacen sentir conectado con el lugar y su gente.
Marrakech es una ciudad que no se deja definir fácilmente. No es solo un lugar, sino un estado de ánimo. Es el cruce donde lo antiguo y lo moderno no chocan, sino que bailan en un ritmo que solo esta ciudad conoce. Sus calles no son solo caminos, son historias; sus muros no son solo adobe, son testigos silenciosos de siglos de caravanas, imperios y sueños. Aquí, el tiempo no avanza en línea recta, sino en espirales, como los patrones de un mosaico que nunca termina. Marrakech no te ofrece respuestas, te plantea preguntas: ¿qué significa el caos? ¿Dónde está el límite entre lo auténtico y lo performático? ¿Por qué nos fascina lo que nos abruma? Y tal vez, la respuesta más honesta sea que no hay una. Marrakech es eso: un enigma que no necesita solución, porque su belleza está en la pregunta misma. Y cuando te vas, te das cuenta de que no has visitado una ciudad, sino que has sido parte de un diálogo que no termina cuando te alejas de sus murallas.
Después de 20 días viajando por medinas, montañas y el desierto, mi próximo destino era el océano Atlántico: la mítica y famosa ciudad de Essaouira. Llegué en un trayecto tranquilo, en uno de esos buses súper baratos que son tan comunes en Marruecos. Durante el viaje, algo llamó mi atención: no menos de 10 o 12 cabras trepadas en un árbol. Sí, cabras en un árbol. Gracias a una parada por un desperfecto mecánico del bus, pude observarlas de cerca y tomar una foto de ese fenómeno tan peculiar. Le pregunté a mi compañero de asiento qué era esa locura, y me explicó que las cabras suben a los árboles para comer el fruto del argán, una planta típica de la región. Este fruto se utiliza para producir el famoso aceite de argán, conocido por sus propiedades cosméticas y culinarias. Aunque en el pasado las cabras ayudaban a recolectar las semillas al tirarlas al suelo, hoy en día este espectáculo es más bien turístico. Aun así, ver a las cabras hacer equilibrio en ramas tan finas es algo que no se olvida fácilmente.
Al llegar a Essaouira, me instalé en un hostal cerca de la medina. El check-in me lo hizo Vanesa, una paisa de pura cepa colombiana, super simpática y conversadora. Junto a ella estaba Alice, una mexicana igual de amable, y dando vueltas por el hostal estaba León, otro colombiano que vivía en Londres, donde tenía su peluquería. Inmediatamente conecté con Vanesa y León, más por cercanía de edad, ya que Alice apenas pasaba los 20. Hablamos de viajes, de nuestros países y, por supuesto, escuchamos las experiencias de vida de Vanesa, contadas con ese estilo dramático y gracioso tan típico de los colombianos. Fue una tarde llena de risas y anécdotas.
Vida cotidiana en la Medina
Rincón tranquilo de la Medina
Mi recorrido por Essaouira comenzó con lluvia, así que decidí aguantar las ansias de un baño en el Atlántico y me fui a explorar la medina. Más pequeña, menos caótica y más organizada que las de Marrakech o Fez, la medina de Essaouira es un laberinto de calles pintadas de blanco y azul, llenas de tiendas de artesanías, galerías de arte y cafés con encanto. Caminé sin rumbo fijo, descubriendo rincones que parecían sacados de una postal: puertas talladas, patios escondidos y murales que contaban historias. La Skala de la Ville, una fortificación del siglo XVIII, fue uno de los puntos más destacados. Desde allí, las vistas del océano y la ciudad son simplemente impresionantes. También visité el mercado de pescado, donde el olor a mar y las voces de los vendedores creaban una atmósfera única.
Ni bien terminé el recorrido por la medina, me dirigí al puerto. Allí, cientos de barcos azules de pescadores se alineaban uno al lado del otro, como piezas de un rompecabezas. Era una postal increíble, llena de vida y color. Conversé con algunos pescadores, quienes me contaron lo poco que les pagan por sus capturas, pero también lo mucho que disfrutan su trabajo. Me explicaron cómo venden el pescado y dónde, y me invitaron a un té después de su jornada. Fue una de esas conversaciones que te dejan con una sensación de conexión genuina con el lugar y su gente.
Mantenimiento de redes de pesca
Preparativos para la pesca
Al día siguiente, con mejor clima, me preparé para disfrutar de una mañana en el océano. Las playas de Essaouira son gigantes, con muy poca gente, lo que las hace perfectas para caminar y relajarse. Mientras caminaba por la arena, vi a algunos viajeros paseando en camellos o en 4x4, pero la mayoría del tiempo estuve solo, disfrutando del sonido de las olas y la brisa fresca. Al mediodía, seguí caminando y, casi sin querer, me encontré con un bar muy particular: el famoso Jimi Hendrix Bar. Como buen rockero y admirador de Hendrix, entré de inmediato. El bar estaba decorado con posters e imágenes del guitarrista, y los dueños me contaron que sus padres lo habían creado así después de que Hendrix visitara Essaouira en 1969. Según me explicaron, Hendrix llegó a Essaouira buscando un lugar donde desconectar del caos de su vida como estrella de rock. La ciudad, con su brisa fresca, sus playas infinitas y su ambiente relajado, lo cautivó de inmediato. Pasó varios días aquí, inspirándose para su música y disfrutando de la tranquilidad que no encontraba en otros lugares. Incluso se rumorea que la canción "Castles Made of Sand" fue inspirada por las vistas de las murallas de Essaouira y las dunas cercanas. Aunque no hay pruebas concretas de esto, la leyenda forma parte del encanto de la ciudad. Fue un momento mágico, como si el espíritu del rock and roll aún viviera en esas paredes.
Tributo rockero en la Medina
Leyenda del rock en paredes marroquíes
Al volver al hostal, me encontré con una cena gratis. Vanesa me comentó que todos los lunes organizan cenas para los huéspedes. Después de comer, tomamos un café y ella me contó, con ese estilo dramático y gracioso que tienen los colombianos, su experiencia en una relación con un marroquí. Fue una noche llena de risas y anécdotas, y aunque no soy fan de las novelas, disfruté cada minuto de su relato.
Así terminó mi paso por Essaouira. No recuerdo si estuve 3, 4 o 5 días, pero lo que sí recuerdo es que es una ciudad increíblemente hermosa. Combina una antigua medina, un puerto caótico, dunas, playas y un poco de rock and roll. Es un lugar perfecto para descansar, despejarse y practicar surf, aunque yo me limité a caminar y disfrutar del paisaje.
Dromedario en la playa
Espectáculo natural al caer el sol
Conclusión: Essaouira es una ciudad que no necesita esforzarse para cautivar. Su belleza está en la simplicidad de sus calles blancas y azules, en el ritmo tranquilo de su puerto, en la vastedad de sus playas y en la historia que respira en cada rincón. Pero si hay algo que define a Essaouira, son sus atardeceres. Cada tarde, el cielo se transforma en una paleta de colores que van del dorado al violeta, pintando el océano y las murallas de la ciudad con tonos que parecen sacados de un sueño. Ver el sol hundirse en el Atlántico desde la Skala de la Ville o desde la playa es una experiencia que te deja sin aliento, como si el tiempo se detuviera por un momento para que puedas apreciar la perfección de la naturaleza. Es un lugar donde el mar y el viento te invitan a desconectar del mundo y reconectar contigo mismo. Si buscas un destino que combine historia, naturaleza y un toque de magia, Essaouira es el lugar perfecto. Y si algo aprendí aquí, es que a veces los lugares más tranquilos, con sus atardeceres infinitos, son los que dejan las huellas más profundas.
Sabía que la costa atlántica marroquí atraía a muchos europeos, no solo por sus precios accesibles, sino también por sus vientos ideales para practicar surf o kitesurf. Taghazout es el mayor exponente de esto. Este pequeño pueblo, que alguna vez fue un tranquilo enclave pesquero, se ha transformado en un imán para los amantes del deporte acuático. Sin embargo, no pude evitar notar que el lugar está al borde de perder su autenticidad. Lo único que le falta para convertirse en un parque temático es que cierren el skatepark que se encuentra en la montaña, un lugar que, por cierto, ofrece atardeceres increíbles.
Mi llegada a Taghazout fue rápida. La distancia desde Essaouira no es larga, y viajé en transporte público, siempre ahorrando, como es mi costumbre. Al llegar, me instalé en un hostal que, lamentablemente, no cumplió con mis expectativas. La habitación olía a humedad, no tenía buena ventilación y las camas hacían un ruido insoportable cada vez que alguien se movía. Pero lo peor ocurrió en la primera noche, cuando un francés que roncaba como un elefante discutió fuertemente con un marroquí que también se hospedaba allí. Apenas entendí algunas frases en francés, pero fue suficiente para darme cuenta de que el francés, soberbio y susceptible, acusó al marroquí de racismo. Nada más alejado de la realidad. Al día siguiente, me llamaron para explicar la situación, y tuve que salir en defensa del marroquí, quien no había hecho más que defenderse de un comportamiento irrespetuoso. Para colmo, el dueño del hostal me pidió que escribiera una buena reseña y respondiera al comentario negativo que el francés había dejado en Booking. Me negué rotundamente. No iba a ser cómplice de esa farsa.
Contraste único: dromedario y olas
Vida playera en Taghazout
Pero no todo fue negativo en Taghazout. Las playas del pueblo son hermosas, ideales para caminar, correr o simplemente descansar. Un día, decidí hacer una caminata larga por la playa hasta un pueblo cercano, a unos 10 kilómetros de distancia. Fue una experiencia increíble. Caminar por la arena, con el sonido de las olas de fondo y un atardecer de locos pintando el cielo de tonos naranjas y rosados, fue un momento mágico. Esa caminata me recordó por qué amo viajar: por esos instantes de conexión con la naturaleza y conmigo mismo.
También viví una anécdota curiosa que me hizo reflexionar sobre las diferencias culturales. Venía de España, donde es común ver mujeres de todas las edades tomando sol en toples, algo totalmente normal en su cultura. Un mes después, en Taghazout, me encontré observando a dos mujeres completamente cubiertas, con solo los ojos descubiertos, metiéndose al mar. Fue un contraste enorme, especialmente considerando que Marruecos está tan cerca de las Islas Canarias. Dos países cercanos, pero con diferencias culturales y religiosas abismales.
Uno de los momentos más memorables fue el atardecer en la playa. Después de un día de surf, nos sentamos en la arena a ver cómo el sol se hundía en el horizonte, pintando el cielo de tonos naranjas, rosados y morados. Fue un espectáculo natural que nos dejó a todos en silencio, disfrutando de la belleza del momento. Luca sacó su guitarra y comenzó a tocar algunas canciones, mientras el sonido de las olas hacía de fondo. Fue una de esas noches que te recuerdan por qué viajas: para conectar con la naturaleza y con las personas.
Después de unas pizzas en un bar con una alemana y un francés que conocí al pasar, decidí que mi tiempo en Taghazout había sido suficiente. El lugar tenía todo lo que no quería ver en Marruecos: bares para europeos, negocios turísticos y más negocios turísticos. No conecté con el lugar, y sentí que había perdido la autenticidad que buscaba en mis viajes. Al día siguiente, decidí moverme al pueblo de Anza, con la esperanza de encontrar experiencias más genuinas.
Conclusión: Taghazout es un lugar que tiene su encanto, especialmente para los amantes del surf y los atardeceres. Sus playas son hermosas, y la caminata por la costa hasta el pueblo cercano fue un momento destacado de mi visita. Sin embargo, el lugar está dominado por el turismo masivo, lo que le resta autenticidad. No encontré mucha cultura local, más allá de un partido de fútbol con los chicos del pueblo en un callejón. Si buscas un destino para practicar deportes acuáticos y disfrutar de la playa, Taghazout puede ser una buena opción. Pero si lo que buscas es una experiencia más auténtica y menos comercial, quizás sea mejor explorar otros rincones de Marruecos.
Después de mi experiencia en Taghazout, decidí moverme a Anza, un pequeño pueblo costero ubicado a solo unos kilómetros al norte de Agadir. A diferencia de Taghazout, que se ha convertido en un destino turístico masivo, Anza conserva un aire más auténtico y relajado. Aquí, el turismo no ha borrado la esencia local, y eso se nota en cada rincón del pueblo. Desde el momento en que llegué, supe que había encontrado un lugar especial.
Reservé un hostal que solo tenía cinco reseñas en Booking, lo cual me generaba ciertas dudas. Pero al llegar, cualquier preocupación se desvaneció. El lugar era nuevo, y se podía sentir en el aire el olor a madera fresca de las literas recién instaladas. Las habitaciones tenían cortinas, algo que no siempre encuentras en los hostales, y para mi suerte, no había nadie más en la mía. La familia que regentaba el hostal era encantadora. La madre, Fatima, a pesar de hablar poco francés, era increíblemente gentil y siempre estaba pendiente de que me sintiera como en casa. Sus tres hijos, igual de serviciales y amables, se aseguraban de que todo estuviera en orden. Por fin, había encontrado un hostal con una cocina equipada, algo que aproveché al máximo. Durante mis cuatro días allí, cociné platos que me recordaban a Argentina: unas pastas y unas milanesas que, aunque no eran perfectas, me hicieron sentir un poco más cerca de casa.
Entrada característica de Anza
Primer atardecer mágico
En el hostal, hice amistades que se convirtieron en parte importante de mi estancia en Anza. Conocí a Tom, un francés con un sentido del humor único; a Lara, una brasileña viajera como yo, con quien compartí largas charlas sobre la vida nómada; y a Imane, una marroquí que me mostró su país desde una perspectiva local. Con ellos compartí comidas, risas y momentos que hicieron que mi tiempo en Anza fuera aún más especial. A día de hoy, sigo en contacto con ellos, especialmente con Lara, quien, como yo, sigue moviéndose de un lugar a otro, siempre en busca de nuevas aventuras.
Pero no todo fue dentro del hostal. Anza es un pueblo que invita a salir y explorar. Cada tarde, fuera del hostal, un grupo de niños no mayores de nueve años se reunía para jugar al fútbol. No tardé en unirme a ellos, convirtiéndome en uno más del equipo. Uno de los niños, a quien bauticé como "Ronaldinho" por su fanatismo por el gaucho brasileño, se acercó a mí un día y, en un inglés improvisado pero efectivo, me dijo: "Argentino, vamos a la playa, hay partido". Lo seguí y, al llegar, me encontré con las divisiones infantiles del club Ajax de Anza entrenando, o más bien divirtiéndose, en la playa. Me acerqué a uno de los padres, quien me contó la historia del club local. Me explicó cómo el fútbol era una herramienta para mantener a los chicos alejados de las calles y cómo las altas cuotas dificultaban que muchos de ellos pudieran fichar por clubes más grandes. Fue una charla que me hizo reflexionar sobre las desigualdades que existen incluso en algo tan universal como el fútbol.
Pero la sorpresa no terminó ahí. Me invitaron a dirigir uno de los equipos durante un partido amistoso. Aunque perdimos 2-0, los chicos se divirtieron como nunca, y yo, por mi parte, descubrí que tal vez tenía vocación para ser director técnico. Quién lo hubiera dicho: mi primera experiencia como DT fue en una playa de Marruecos.
El día de mi despedida, la familia del hostal me invitó a una cena especial. Fue un momento emotivo, lleno de risas y anécdotas. Pero lo más sorprendente fue cuando Fatima, la madre, me preguntó si quería casarme con su hija de 18 años. "Ella está disponible", me dijo con una sonrisa. La propuesta me tomó por sorpresa, pero también me hizo reflexionar sobre las tradiciones culturales de Marruecos, donde los matrimonios arreglados aún son comunes en algunas comunidades. Aunque decliné amablemente la oferta, fue un recordatorio de cómo las diferencias culturales pueden manifestarse de maneras inesperadas.
Conclusión: Anza fue, sin duda, una experiencia 100% genuina en todos los sentidos. Este pequeño pueblo costero no solo es un lugar perfecto para descansar y disfrutar de la playa, sino también para vivir experiencias auténticas con las personas locales. Desde las charlas con los pescadores hasta los partidos de fútbol en la playa, cada momento en Anza estuvo lleno de conexiones humanas que hicieron que mi estancia fuera inolvidable. La calidez de la familia del hostal, las risas compartidas con los niños del pueblo y las historias que escuché de boca de sus habitantes me recordaron por qué viajo: para encontrar esos rincones del mundo donde la autenticidad y la humanidad brillan con más fuerza. Anza no es solo un destino; es un lugar que te deja con ganas de volver, no solo por su belleza, sino por la huella que deja en tu corazón.