Selecciona el destino para acceder a las galerías
Mi visita a Paraguay en 2015 fue una extensión improvisada de un viaje familiar centrado en las Cataratas del Iguazú. Cruzamos desde Argentina a Ciudad del Este, principal puerta de entrada al país, donde pasamos un día explorando su frenético comercio fronterizo antes de seguir a Asunción. Fue un recorrido breve, más turístico que profundo, enfocado en lo práctico y sin mayor interacción con la cultura local.
Ciudad del Este nos sorprendió por su caótica vitalidad, un hervidero de compradores y vendedores donde el español se mezcla con portugués y guaraní. En contraste, Asunción mostró otro ritmo: su centro histórico con edificios coloniales decadentes y el silencioso Panteón de los Héroes ofrecieron pinceladas de la historia paraguaya, aunque sin tiempo para profundizar. La omnipresencia del río Paraguay recordaba la importancia fluvial de este país sin costa marítima.
Fue un viaje funcional, sin pretensiones de descubrimiento cultural. Paraguay se nos presentó como un destino de contrastes abruptos -desde el capitalismo salvaje en la triple frontera hasta la modesta elegancia de su capital-, pero sin oportunidad de explorar su famosa cultura guaraní o su tradición rural. Quedó como una postal fugaz, con la promesa tácita de volver para entender lo que esta vez solo atisbamos.
Descubre la Historia de ParaguayLlegamos a Ciudad del Este cruzando el Puente de la Amistad desde Brasil, un viaducto que parece latir con el tráfico constante de camiones y autobuses. Mi primera impresión fue el golpe de realidad: esta ciudad no tenía la pulcritud turística de Foz do Iguaçú, sino un caos vibrante donde el comercio dictaba el ritmo. Con mi familia nos alojamos en un hotel cercano al Shopping Paris, elegido por su ubicación práctica más que por su encanto. Las calles alrededor bullían con vendedores ambulantes ofreciendo desde fundas de celulares hasta baterías de auto, todos gritando precios en español, portugués y guaraní.
Exploramos la zona de francas, ese laberinto de puestos donde la electrónica se apila hasta el techo. Mi padre, ingeniero, revisaba minuciosamente cada teléfono antes de comprar, mientras el vendedor insistía "es original, señor, con garantía". Mi hermana y yo nos perdimos entre montañas de ropa deportiva falsificada, donde las etiquetas de marcas famosas colgaban de prendas de calidad dudosa. El regateo era obligatorio - una danza de números y sonrisas forzadas donde mi madre demostró ser la mejor negociadora de la familia.
El contraste llegó con la visita a la represa Itaipú, ese coloso de hormigón que Paraguay comparte con Brasil. Mientras el guía explicaba cifras impresionantes de generación eléctrica, yo miraba por la ventana del bus turístico las favelas que trepaban las colinas cercanas. De regreso, paramos en el Monumento Científico Moisés Bertoni, un oasis de silencio dedicado al naturalista suizo, donde el verdor de la vegetación contrastaba con el gris del asfalto que habíamos dejado atrás.
El Puente de la Amistad al atardecer nos regaló la mejor foto familiar, con el río Paraná teñido de naranja como fondo. El Salto del Monday, aunque opacado por las cataratas del Iguazú, sorprendió a mi hermana con sus senderos entre la selva. En el Mercado de Abasto probamos chipa recién horneada mientras observábamos el ballet de carritos cargados con mercancías de contrabando. El microcentro nos mostró su arquitectura brutalista de los 70, edificios que parecían gritar "aquí se hace dinero" con sus fachadas descuidadas.
Nuestra última parada fue el supermercado Casa Nissei, donde compramos yerba mate y dulces típicos para llevar. Entre estantes llenos de productos brasileños y coreanos, encontré el verdadero símbolo de esta ciudad: un paquete de galletas paraguayas fabricadas en China, vendidas por un libanés que hablaba guaraní con acento árabe.
La capital nos recibió con su aire somnoliento, tan distinto al frenesí de Ciudad del Este. Nos alojamos cerca del Panteón de los Héroes, ese edificio blanco que parece un pastel de bodas abandonado. Mi madre admiró su cúpula mientras mi padre leía en voz alta los nombres de las guerras grabadas en mármol. Caminamos por la Palma, esa calle donde vendedores informales montan sus puestos frente a ministerios, creando un contraste absurdo entre lo oficial y lo precario.
El Palacio de los López, iluminado contra el cielo nocturno, nos recordó que estábamos en una capital, aunque las calles adoquinadas alrededor estuvieran semivacías. En la Costanera, familias enteras paseaban junto al río Paraguay tomando tereré, mientras mi hermana y yo intentábamos descifrar las estrofas del himno nacional talladas en monumentos oxidados. El Mercado 4 nos abrumó con sus pasillos estrechos donde carne, electrodomésticos y artesanías se vendían codo con codo, bajo techos de chapa que amplificaban el calor.
La Casa de la Independencia fue nuestro encuentro más directo con la historia paraguaya. Entre muebles coloniales y documentos amarillentos, el guía nos contó sobre los próceres mientras señalaba las huellas de balas de antiguas revoluciones. Salimos con la sensación de haber visto un país muy distinto al que mostraban las calles afuera. En Loma San Jerónimo, el barrio de colores, encontramos por fin algo de vida bohemia entre cafés pequeños y galerías de arte que parecían recién descubiertas.
El Jardín Botánico nos dio un respiro verde, aunque sus instalaciones descuidadas mostraban abandono. El Museo del Barro sorprendió con su colección de arte indígena, donde máscaras rituales nos miraban desde vitrinas polvorientas. La Catedral Metropolitana, con su fachada barroca, guardaba en su interior un silencio que invitaba al recuerdo. En la Plaza Uruguaya, bajo árboles centenarios, vimos cómo ancianos jugaban al ajedrez ignorando el bullicio de los buses que pasaban a centímetros.
Nuestra última noche la pasamos en un restaurante frente al río, comiendo sopa paraguaya (que no es sopa) mientras las luces de Argentina titilaban al otro lado del agua. Fue entonces, entre bocados de mbeyú, que entendí que habíamos visto dos Paraguayes distintos en dos días: uno que corre tras el dinero y otro que parece anclado en el pasado.
Asunción se nos quedó grabada como una ciudad de contrastes silenciosos, donde la historia y el presente no terminan de encontrarse. Con mi familia compartimos la extrañeza de un lugar que parece esperar algo - quizás turistas, quizás inversiones, quizás solo ser visto con ojos que no juzguen. Nos fuimos con la sensación de haber rozado apenas la superficie, dejando atrás un país que merece más que un vistazo apresurado entre dos excursiones fronterizas.