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El Perú no cabe en una línea ni en una mirada. Es un territorio que cambia de rostro con cada paso, un país que se repite sin repetirse. Su geografía no separa: enlaza. Entre la niebla de la costa y el aire afilado de la sierra, entre el verdor de la selva y el polvo de los caminos, algo invisible une lo que parece distante.
Nada aquí se entrega de inmediato. El país habla con voz baja, desde los gestos: una mujer que enciende fuego en una esquina, un niño que juega entre ruinas, un hombre que carga piedras sin apuro. Cada uno guarda una versión del mismo relato. Y cuando el viajero escucha con paciencia, descubre que el país se cuenta solo, como si el suelo tuviera memoria.
El tiempo, en el Perú, no avanza: se acumula. Las ciudades crecen sobre otras ciudades, las palabras antiguas se esconden en los nombres nuevos. En un mismo mercado se mezclan siglos: un celular junto a un ídolo de barro, una oración junto a un altavoz. Todo convive sin esfuerzo, como si la historia fuera una sustancia que aún respira.
Viajar por el Perú es moverse dentro de esa continuidad. No se trata de llegar a lugares, sino de escuchar cómo se enlazan. A veces, basta quedarse quieto para que el país se revele en lo que ocurre alrededor: el olor del pan temprano, el sonido del quechua detrás de una puerta, la sombra que cae igual desde hace quinientos años.
Vine dos veces.
La primera en 2017, con vacaciones contadas y el reloj siempre presente. Todo medido, todo cronometrado. Un itinerario que cumplir, lugares que marcar, fotos que tomar. Fue suficiente para intuir que había algo más, algo que no cabía en esos días apretados.
La segunda vez volví sin fecha de regreso. Ya no medía el tiempo. Dejé que el país me midiera a mí.
He recorrido más de cincuenta países. Algunos los recuerdo con cariño, otros con indiferencia, algunos con alivio de haberlos dejado atrás. Pero ninguno me partió como el Perú. Ninguno me obligó a volver. Ninguno me cambió la vida de forma tan brutal que tuve que renunciar a todo lo anterior para poder entenderlo.
No es la geografía, aunque sea la más diversa que he visto. No son las ruinas, aunque sean las más imponentes. No es la comida, aunque sea la mejor. Es algo más esquivo, más profundo. Algo que tiene que ver con cómo el pasado sigue trabajando en el presente. Con cómo la gente vive sobre capas de historia sin hacer ruido. Con cómo un país puede ser brutal y tierno al mismo tiempo.
Escribir sobre esto implica, en parte, fracasar. Porque las palabras siempre llegan tarde, siempre dicen menos de lo que sintieron los ojos o las manos. Pero lo intentaré igual.
Porque si algo aprendí en el Perú es que hay cosas que no se entienden de inmediato. Se acumulan. Se sedimentan. Y un día, sin aviso, te das cuenta de que ya no sos el mismo que llegó.
¿En qué momento ocurre? Quizás en una plaza vacía al amanecer. Quizás en la cocina de una mujer que te sirve sopa sin preguntar tu nombre.
Lo que sigue es el intento de rastrear ese momento. De encontrar el instante exacto en que el Perú dejó de ser un destino y se convirtió en algo que llevo adentro. Algo que se mueve cuando recuerdo. Algo que todavía, después de todo, no termino de comprender.
Lee la Historia del PerúCapital: Lima
Población: 33.9 millones (2023)
Idiomas: Español (oficial), además de lenguas cooficiales como el quechua y el aimara en algunas regiones.
Superficie: 1,285,216 km² (3º país más grande de América del Sur)
Moneda: Nuevo sol (PEN), 1 USD ≈ 3.75 PEN (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Predomina el cristianismo (catolicismo), aunque también hay una creciente presencia de otras religiones.
Alfabetismo: 94.5% (aproximadamente)
Educación y sanidad: Perú ha mejorado mucho en términos de acceso a la educación y la salud, aunque aún existen diferencias entre áreas urbanas y rurales. El sistema educativo es gratuito hasta el nivel secundario, y la sanidad pública está disponible, pero se complementa con seguros privados.
Trabajo: La economía peruana está centrada en la minería, la agricultura, el turismo y la pesca. Aunque ha crecido en las últimas décadas, el desempleo y la pobreza siguen siendo problemas en ciertas regiones.
Deporte más popular: Fútbol.
Seguridad: Perú es generalmente un país seguro, aunque se recomienda tener precaución en áreas turísticas y en algunas ciudades, como Lima, debido a la presencia de delitos menores como los robos.
Ciudadanos latinoamericanos: Los ciudadanos de varios países latinoamericanos (incluyendo Argentina, México, Colombia, entre otros) pueden ingresar a Perú sin visa por un período de hasta 90 días, como parte de acuerdos de libre tránsito.
Proceso de entrada:
Requisitos al ingresar:
Enlaces oficiales:
Los precios de hospedaje en Perú varían según la ubicación, siendo más caros en destinos turísticos populares como Cusco, Arequipa, Lima y el Valle Sagrado. Sin embargo, fuera de temporada alta y en zonas menos turísticas, es posible encontrar opciones más económicas. Además, Perú tiene dos estaciones principales: la seca y la lluviosa, y en la segunda, los precios suelen ser más bajos.
Lima:
Temporada seca: 8 USD por noche
Temporada lluviosa: 6 USD por noche
Cusco:
Temporada seca: 8 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Huaraz:
Temporada seca: 8 USD por noche
Temporada lluviosa: 6 USD por noche
Caraz:
Temporada seca: 8 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Iquitos:
Temporada seca: 10 USD por noche
Temporada lluviosa: 6 USD por noche
Aguas Calientes (Machu Picchu):
Temporada seca: 18 USD por noche
Temporada lluviosa: 12 USD por noche
Pueblos del Trekking de Salkantay:
Temporada seca: 12 USD por noche (incluye cena y desayuno)
Temporada lluviosa: 8 USD por noche (incluye cena y desayuno)
Trekking del Choquequirao:
Temporada seca: 10 USD por noche (incluye cena y desayuno)
Temporada lluviosa: 6 USD por noche (incluye cena y desayuno)
Puno:
Temporada seca: 9 USD por noche
Temporada lluviosa: 7 USD por noche
Ica:
Temporada seca: 9 USD por noche
Temporada lluviosa: 7 USD por noche
Paracas:
Temporada seca: 9 USD por noche
Temporada lluviosa: 7 USD por noche
Autobuses:
Lima:
Cusco:
Arequipa:
Puno:
Huaraz:
Vuelos Internacionales:
Vuelos Locales:
Para más detalles sobre los trekkings, como Salkantay, Choquequirao o Lagunas de Ausangate, visita la sección "Ver Mis Aventuras" en nuestro sitio.
Clima general en Perú: Perú tiene una gran diversidad de climas, desde las altas montañas de los Andes hasta la calidez de la costa y la humedad de la Amazonía. La mejor época para viajar es durante la temporada seca, que va de abril a octubre, especialmente si planeas visitar Machu Picchu o las regiones de los Andes.
La mejor época para visitar Cusco es durante la temporada seca, de abril a octubre. Las temperaturas son agradables y las lluvias son mínimas, lo que hace de este período la temporada alta. Sin embargo, si prefieres evitar las multitudes y los precios elevados, puedes considerar los meses de noviembre a marzo, aunque las lluvias son más frecuentes.
Lima tiene un clima templado durante todo el año. La mejor época para visitarla es durante el verano (diciembre a marzo), cuando el clima es cálido y soleado. Si prefieres un clima más fresco, los meses de junio a septiembre son ideales, aunque hay algo de neblina, especialmente en la mañana.
La mejor época para visitar Áncash y Huaraz es de abril a octubre, durante la temporada seca. Este período es perfecto para realizar trekkings, como el famoso Huascarán. Durante la temporada de lluvias (noviembre a marzo), las caminatas pueden volverse más difíciles debido a la humedad y las lluvias frecuentes.
La mejor época para visitar Ica y Paracas es durante la temporada de verano (diciembre a marzo), cuando el clima es cálido y seco. Estos meses son ideales para disfrutar de las playas de Paracas y las dunas de Ica. Si prefieres temperaturas más frescas, los meses de abril a noviembre son adecuados, aunque son más frescos y agradables.
La mejor época para visitar Puno es de mayo a octubre, cuando el clima es seco y las temperaturas, aunque frías, son agradables para explorar la región y el Lago Titicaca. En la temporada de lluvias (noviembre a marzo), las temperaturas son moderadas, pero las lluvias pueden dificultar las actividades al aire libre.
La mejor época para realizar el trekking de Choquequirao es durante la temporada seca, de abril a octubre. Las lluvias en la temporada baja (noviembre a marzo) pueden hacer el trekking más desafiante. Además, este trekking es una opción menos concurrida que el Camino Inca, por lo que puedes disfrutar de paisajes impresionantes sin la aglomeración de turistas.
El trekking de Salkantay también es ideal entre abril y octubre, cuando las rutas están secas y son más accesibles. Las temperaturas pueden ser frías, especialmente en las altas montañas durante la noche. Durante la temporada de lluvias (noviembre a marzo), las rutas pueden estar resbaladizas y más difíciles de recorrer debido a las precipitaciones y la nieve.
Telefonía móvil: Las operadoras más económicas en Perú son Claro y Movistar. Puedes consultar sus planes y adquirir una SIM en sus sitios web:
Robos en ciudades: En las grandes ciudades, ten en cuenta los típicos robos de billeteras o celulares, especialmente en áreas turísticas. Siempre mantén tus pertenencias cerca y evita mostrar objetos de valor. Toma precauciones en el transporte público y en lugares con mucha aglomeración de personas.
Seguridad en trekkings: Cuando realices trekkings, es fundamental planificar con anticipación. Si decides hacerlo por tu cuenta, asegúrate de obtener toda la información posible sobre la ruta. Puedes perderte fácilmente en los extensos caminos. Descarga mapas, avisa a los locales o a tu hospedaje sobre tu itinerario y consulta siempre con ellos sobre las rutas más seguras. La información sobre cada trekking estará más detallada en la sección de 'Ver mis Aventuras'.
Si vas a salir de los centros turísticos tradicionales, lleva efectivo contigo, ya que en algunas zonas remotas puede ser difícil encontrar cajeros automáticos.
Perú es un manjar cultural. Antes de tu viaje, averigua en el Ministerio de Cultura las festividades que ocurren durante tu estancia. Por ejemplo, la fiesta de la Candelaria en Puno es una de las celebraciones más impresionantes del país.
Si vas a realizar viajes largos en bus, considera viajar de noche. Esto te permitirá ahorrar en alojamiento y aprovechar al máximo tu tiempo de viaje.
Alejarse de las zonas turísticas es clave para disfrutar de la auténtica gastronomía peruana a precios bajos. La comida peruana es de las mejores del mundo, y si sigues los pasos de los locales, podrás disfrutar de platos deliciosos a precios muy accesibles. Presta atención a los lugares donde comen los peruanos y no dudes en preguntar.
Perú es un país muy turístico, pero si desarrollas tus actividades de forma independiente, utilizando transporte público y hospedándote en lugares de locales, puedes ahorrar muchísimo dinero. No sigas las rutas de las agencias turísticas, contacta directamente con los peruanos. Son personas increíbles, y además ayudas a la economía local.
Descubre los mejores lugares para visitar en Perú, con consejos útiles para disfrutar de tu experiencia en este país lleno de historia, cultura y paisajes impresionantes.
Llegué a Perú en 2017 como llegan miles: con itinerario marcado con resaltador. Lima, Paracas, Ica, la Montaña de Colores, el Valle Sagrado, Ancash. Cada casillero cumplido, cada foto tomada, cada día contado.
Y entonces llegó Machu Picchu.
Bajé de esas ruinas con una pregunta que pesaba más que mi mochila: "¿Así querés vivir?". Regresé a Argentina, volví a mi escritorio. Y por primera vez, cada minuto en esa oficina me dolía físicamente.
Tardé años en responder esa pregunta. Pero Perú ya la había respondido por mí.
Volví en 2024 sin itinerario fijo, sin fecha de regreso, sin esa urgencia que convierte los viajes en carreras contra el reloj. Puno, Palcoyo, Choquequirao, Salkantay, Ausangate, La Candelaria. Pero si me preguntan qué me llevé, no menciono montañas. Menciono nombres:
Luisa en Choquequirao, sirviendo frutillas con esa generosidad de quien sabe que el camino no se cruza solo.
Sonia, Walter, Rodrigo y Brigitte en Lucmabamba. Me quedé cinco días con ellos. Cosechando café, repartiendo comida, jugando fútbol, aprendiendo a cocinar. No porque tuviera que quedarme. Porque quería.
La abuela en La Candelaria, que estuvo una hora en silencio y de repente comenzó a cantar en quechua: "Virgencita Candelaria, justicia para el Perú, somos quechuas y aimaras." Respondiendo al racismo institucional con lo único que el poder nunca podrá quitarles: su cultura.
En 2017, conté días. En 2024, viví momentos.
En 2017, medí experiencias. En 2024, dejé que las experiencias me midieran a mí.
En 2017, saqué fotos de lugares. En 2024, compartí cervezas con personas.
He recorrido más de sesenta países, pero si me preguntan cuál es mi favorito del mundo, la respuesta no necesita pensarse: Perú.
No por Machu Picchu ni por el Titicaca. No por la Montaña de Colores ni por los glaciares del Salkantay.
Perú es mi país favorito por su gente. Por esa capacidad única de mantener dignidad en medio de la precariedad, de ofrecer lo poco que tienen sin esperar nada a cambio, de resistir con cultura cuando el mundo les dice que no existen.
Por Sonia cocinándome durante cinco días simplemente porque le nació. Por Walter explicándome cómo tostar café como si compartiera un secreto sagrado. Por Rodrigo diciéndome "cuando vuelvas, voy a hablar inglés fluido" con la seriedad de quien hace una promesa.
Todavía falta tanto por recorrer. La Amazonía, el norte, valles que no pisé, montañas que no subí. Pero sobre todo, hay una promesa pendiente: volver a Lucmabamba. Ver si Rodrigo cumplió con su inglés. Compartir otra taza del café de Walter. Ayudar a Sonia con otra tanda de comida.
Porque al final comprendí que Perú nunca se cierra. Solo se pausa.
Me fui sabiendo que voy a volver. No sé cuándo, no sé por cuánto tiempo. Pero sé que voy a volver. Porque dejé algo ahí que no se puede recuperar por WhatsApp: dejé la certeza de que existe un lugar en el mundo donde una familia me adoptó por cinco días y me recordó por qué viajo.
Perú me hizo una pregunta en 2017: "¿Así querés vivir?". Me tomó siete años responderla con hechos. Y cuando me fui en 2024, cruzando la frontera hacia Bolivia, supe que había elegido bien.
Gracias, Perú. Por romperme en 2017 y por ayudarme a reconstruirme mejor en 2024. Por tus montañas que prueban, por tu gente que acoge, por tu cultura que resiste.
Nos vemos pronto. Porque como dijo Sonia cuando me despedí: "La puerta siempre está abierta."
Y esa, al final, es la única invitación que importa.
El avión desciende entre nubes y de pronto la ciudad aparece: un plato de tierra rodeado de montañas que parecen estar vigilando algo.
Cusco no se presenta. Está ahí, simplemente, como quien lleva siglos en el mismo sitio y no necesita explicarse.
Las calles empedradas tuercen sin aviso. Suben, bajan, se estrechan hasta que dos personas apenas caben. El aire huele a eucalipto quemado y a pan recién horneado. Hay perros que duermen en las esquinas y turistas que fotografían todo, incluso las puertas cerradas.
Pero debajo de eso, debajo del ruido y del movimiento, algo más antiguo late.
Mi hostal estaba en San Miguel, lejos del centro. Lejos de las agencias con carteles en inglés, lejos de los restaurantes que cobran en dólares. Bladimir me recibió en la puerta con un mate de coca ya preparado. El vapor subía en espirales lentas, perfumando el aire con ese olor a hierba seca que es mitad medicina, mitad bienvenida. Su mujer, desde la cocina, gritó algo en quechua que él tradujo sin que yo preguntara: "Dice que si tenés hambre."
No era un hostel de cadena. Era su casa. Las habitaciones daban a un patio donde crecían geranios en latas de pintura recicladas. Por las noches, Bladimir se sentaba en la mesa de la cocina con un cuaderno y un mapa gastado, ayudándome a planear rutas que ninguna agencia ofrecía.
"Podés ir solo a Salkantay", me dijo una tarde, señalando el camino con el dedo. "No necesitás pagar 500 dólares a una empresa que te va a dar comida enlatada y carpas rotas. Yo te digo dónde parar, dónde comer. La gente del camino te va a ayudar."
Su voz tenía algo más que consejo. Tenía urgencia.
Me contó cómo las grandes empresas internacionales estaban comprando hostales, cerrando negocios familiares, trayendo guías de Lima que no conocían las montañas. "Ellos venden Cusco como si fuera Disneyland. Cobran fortunas y a los arrieros locales les pagan una miseria. El dinero se va afuera. Nosotros nos quedamos con las migajas."
Su mujer apareció con un plato de rocoto relleno. Se sentó con nosotros, secándose las manos en el delantal. "Mis abuelos vivían de llevar turistas a las ruinas", dijo. "Ahora mis primos trabajan para empresas gringas que les pagan por día y los despiden cuando termina la temporada. No hay contratos. No hay nada."
Bladimir no hablaba con resentimiento. Hablaba con la tristeza de quien ve su ciudad transformarse en algo que ya no reconoce.
Al tercer día, crucé la calle hacia la lavandería. Mariela estaba doblando sábanas con la precisión de quien ha hecho el mismo gesto mil veces. Le dejé mi ropa. Cuando volví a buscarla por la tarde, me miró y dijo: "¿Ya comiste?"
No esperó respuesta. Cerró la lavandería, colgó un cartel de "Vuelvo en una hora" y caminamos dos cuadras hasta una chichería. El lugar no tenía nombre en la puerta. Adentro, dos mesas de madera, un fogón, olor a caldo espeso y a leña que llevaba horas ardiendo.
Mariela pidió por los dos. "Chupe de camarones", dijo. "Así como debe ser."
Mientras esperábamos, me habló de sus hijos. Dos en la universidad, uno todavía en el colegio. "Trabajo doce horas al día para que ellos estudien. No quiero que terminen lavando ropa ajena." Lo dijo sin autocompasión, como quien enuncia un hecho. Sus manos, agrietadas por el detergente y el agua fría, descansaban sobre la mesa. Manos que conocían el peso exacto de cada prenda mojada, el tiempo justo de cada planchado.
El chupe llegó humeante. La dueña de la chichería lo trajo en un plato hondo de cerámica despotillada. El caldo era espeso, casi naranja, con papas que se deshacían apenas las tocaba la cuchara y camarones del río que sabían a tierra mojada y a corriente. Mariela comió despacio, en silencio, soplando cada cucharada antes de llevarla a la boca.
Cuando terminamos, pagó ella. Sacó los billetes de un monedero de tela gastado que guardaba en el bolsillo del delantal. "La próxima vos", dijo, aunque los dos sabíamos que no habría próxima vez. Afuera, el cielo empezaba a oscurecer. Mariela encendió las luces de la lavandería y volvió a doblar sábanas, como si no hubiera pausa posible entre un gesto y otro.
Esa noche, caminé por el centro. La Plaza de Armas estaba iluminada como un escenario. Grupos de turistas seguían banderas alzadas, entraban y salían de tiendas con el mismo paso apresurado. En una esquina, un hombre vendía postales. En otra, una mujer ofrecía tours a Machu Picchu. "Best price, best price", repetía en un inglés mecánico.
Pensé en Bladimir. En Mariela. En sus historias que ningún tour incluye.
Cusco tiene dos caras, y solo una aparece en las fotos. La otra trabaja de sol a sol para que la primera pueda existir. Lava la ropa de los hoteles, cocina en las cocinas ocultas, carga las mochilas de los que vienen a "encontrarse a sí mismos" mientras ellos se van sin saber quién les preparó el desayuno.
En la calle Hatunrumiyoc, una pared de piedra verde corta la vereda. Los turistas pasan la mano buscando la piedra de doce ángulos. Yo me quedé mirando el muro entero, pensando en lo que sostiene y en lo que se está cayendo alrededor.
Más arriba, en Sacsayhuamán, las piedras siguen ahí. Inmóviles. Pesadas. Los españoles no pudieron moverlas. Pero las empresas internacionales no necesitan moverlas. Solo necesitan ponerles un precio y un horario de visita.
Al séptimo día, Bladimir me preparó el desayuno antes de que amaneciera. Pan, queso, mate. Su mujer me envolvió tamales para el camino. "Cuidate en la montaña", me dijo. Bladimir me estrechó la mano: "Volvé cuando quieras. La puerta está abierta."
Salí hacia el Valle Sagrado con la mochila llena y el pecho apretado.
Porque hay lugares que se visitan y lugares que te visitan a vos. Cusco es de los segundos. Pero no por las piedras incas ni por las postales perfectas. Sino por la gente que te abre su casa, te cuenta su vida, te da de comer sin esperar nada a cambio. Esa gente que sostiene la ciudad real mientras el mundo consume la ciudad inventada.
Y cuando uno se va, no se lleva recuerdos. Se lleva deudas. La deuda de contar esto. La deuda de nombrarlos. La deuda de no olvidar que detrás de cada ciudad hermosa hay alguien que la hace posible, y que ese alguien casi nunca aparece en las guías de viaje.
Cusco no me dejó ir intacto. Me partió al medio. Y ahora cargo esa grieta como se carga una cicatriz que duele cuando cambia el tiempo.
El bus desde Cusco avanzaba entre precipicios que se abrían sin previo aviso. Cada curva revelaba una nueva configuración del paisaje: terrazas agrícolas suspendidas en laderas imposibles, pueblos de adobe adheridos a las montañas como líquenes, el río Urubamba tallando su cauce con la paciencia de quien lleva milenios en lo mismo.
Tenía tres días. Tres días para recorrer lo que los incas construyeron en siglos. La agenda estaba clara: Pisac por la mañana, Ollantaytambo al mediodía, Moray antes del atardecer. Eficiencia turística. Maximizar cada hora. No perder tiempo. Pero desde el primer momento, algo empezó a desajustarse.
Llegué cuando el sol apenas rozaba las cimas. El sitio arqueológico se desplegaba en niveles ascendentes, cada sector con su propia lógica: la zona agrícola, la religiosa, la militar. Los guías turísticos repetían datos memorizados. Yo caminaba solo, intentando seguir el mapa que había comprado en Cusco. Las andenerías no eran simples escalones. Eran geometría aplicada: cada terraza calculada para retener agua específica, cada muro orientado según ángulos solares precisos. Los canales de riego serpenteaban con una inteligencia que ningún manual de ingeniería moderna podría replicar.
Me detuve frente al Intihuatana. La piedra emergía del suelo como un nudo en la superficie del tiempo. Los turistas se turnaban para fotografiarse. Yo me quedé mirando cómo la sombra proyectada cambiaba de ángulo. Un reloj que no marca horas, sino estaciones. Un instrumento que no mide tiempo, sino ciclos.
Un anciano barría las escalinatas con una escoba de ramas. Lo hacía despacio, metódicamente, como si cada piedra mereciera atención individual. Le pregunté cuánto tiempo llevaba trabajando ahí. "Toda la vida", respondió sin levantar la vista. "Mi padre también. Su padre también." No dijo más. No hacía falta.
Bajé hacia el pueblo cuando el sol ya calcinaba. El mercado dominical estaba en pleno apogeo: montañas de papas nativas en tonalidades que desconocía, mazorcas de maíz gigante, textiles desplegados como mapas cromáticos. Una mujer ofrecía chicha en jarras de barro. Otra vendía pan en hornos de adobe que humeaban sin cesar. Me senté en un banco. Observé. Y por primera vez en el viaje, sentí que iba demasiado rápido.
El colectivo que me llevó a Moray tardó el doble de lo previsto. Paramos tres veces: una para que el conductor saludara a su primo, otra para cargar sacos de papa, otra porque sí. Cuando llegué, el sitio estaba casi vacío. Solo un grupo de franceses fotografiando desde el borde superior. Moray es un anfiteatro invertido: círculos concéntricos excavados en la tierra formando depresiones que descienden hacia un centro donde la temperatura difiere hasta quince grados respecto a la superficie. Un laboratorio agrícola en tres dimensiones.
Bajé por el sendero lateral. Con cada nivel, el aire cambiaba. Arriba, viento seco. En el medio, brisa templada. Abajo, un microclima húmedo donde el silencio se volvía denso.
Un campesino trabajaba en una parcela adyacente. Me acerqué. Estaba cosechando papas de un violeta profundo, casi negro. Me ofreció una. La comí cruda. Sabía a tierra fértil, a minerales disueltos, a lluvia antigua. "¿De dónde son?", pregunté. "De acá." Señaló el suelo con su azadón. "Cada terraza da algo distinto. Esta papa solo crece acá. Arriba, otra. Más arriba, otra."
Tres mil variedades de papa domesticadas en este valle. Setecientas de maíz. Una diversidad genética que las corporaciones intentan patentar mientras los campesinos siguen sembrando como hace quinientos años.
Me quedé más tiempo del planificado. El bus de regreso pasó sin que lo viera. Tuve que esperar dos horas bajo un árbol de molle, viendo cómo las sombras recorrían las terrazas como agujas de un reloj geológico. Y ahí, en esa espera forzada, algo se quebró: la urgencia.
Llegué al atardecer. Las piedras del templo ardían con ese tono rosado que solo existe en los Andes. Subí los escalones de la fortaleza con las piernas pesadas y la mente embotada. Arriba, los bloques megalíticos del Templo del Sol permanecían inconclusos. Seis monolitos de más de cincuenta toneladas cada uno, traídos desde canteras al otro lado del valle mediante técnicas que aún generan controversia académica. Quedaron abandonados cuando Manco Inca tuvo que huir, cuando la resistencia se fragmentó, cuando el tiempo se acabó.
Me senté entre las piedras. El valle se extendía abajo: campos geométricos, canales que brillaban con el último sol, pueblos donde el humo empezaba a subir de las cocinas. Una pareja de turistas alemanes discutía sobre el mejor ángulo para la foto. Un guía narraba la batalla de 1536 con entusiasmo teatral. Yo permanecí quieto, sintiendo el peso de esas piedras que nunca llegaron a su lugar.
Bajé cuando ya oscurecía. Las calles de Ollantaytambo conservan la traza inca: rectas, estrechas, con canales centrales donde el agua corre desde hace medio milenio. Entré a una pollería iluminada con tubos fluorescentes. Pedí sopa. La dueña me trajo un plato hondo donde flotaban papas, habas y trozos de pollo que aún tenían hueso. Comí en silencio. Afuera, un perro ladraba. Un niño pasó corriendo. La vida seguía su curso, indiferente a las ruinas que la rodeaban.
Esa noche, en una habitación con colchón duro y ventana sin cortina, intenté escribir en mi cuaderno. La mano se quedó suspendida sobre la página. No encontraba las palabras. Había visto Pisac. Había bajado a Moray. Había subido a Ollantaytambo. Todas las casillas marcadas. Todas las fotos tomadas. Todo el itinerario cumplido. Pero algo no cerraba.
Como cuando terminás un libro y te das cuenta de que te saltaste un capítulo. Como cuando comés rápido y no recordás el sabor. Como cuando hablás con alguien pero tu cabeza está en otro lado. Al día siguiente, el bus me llevaría hacia Aguas Calientes. Hacia Machu Picchu. Hacia la postal que todos esperan ver.
No sabía entonces que ese lugar me rompería en dos. No sabía que lo que venía no era el final del viaje, sino el principio de algo que todavía no tenía nombre.
Por ahora, solo quedaba esa sensación: el valle guardaba algo que yo no había sabido ver. O peor: algo que había visto pero no había tenido tiempo de entender.
Cerré el cuaderno. Apagué la luz. Y en la oscuridad de esa habitación en Ollantaytambo, escuché el agua correr por los canales incas que cruzaban la calle. Quinientos años de agua. Quinientos años de la misma corriente. Y yo, con tres días, pretendiendo entender algo que se mide en siglos.
La camioneta salió de Cusco antes del amanecer. El chofer manejaba en silencio, esquivando piedras en una ruta que parecía deshacerse con cada lluvia. Yo iba en el asiento de atrás con el termo de muña caliente entre las manos, sintiendo cómo el olor a menta se mezclaba con el humo del escape.
Aún no había caminado un metro y ya me costaba respirar. La altura apretaba el pecho como si alguien hubiera ajustado una correa alrededor de las costillas. Cuatro mil quinientos metros. El cuerpo todavía no entendía dónde estaba.
El sendero empezaba suave. Pastizales amarillos, alpacas que levantaban la cabeza sin curiosidad, el crujido de las piedras bajo las botas. Pero a los veinte minutos, el aire se volvió más delgado. Cada paso exigía el doble de esfuerzo. Cada respiración llegaba tarde.
Las primeras franjas de color aparecieron después de una hora. No eran los tonos brillantes de las fotos. Eran más apagados, más reales. Rojos que parecían óxido, amarillos terrosos, verdes enfermizos. La montaña no era un arcoíris. Era geología expuesta: minerales que llevaban millones de años oxidándose bajo el sol.
Un brasileño alto pasó a mi lado hablando sin parar. Contaba que había jugado básquet en la universidad, que recorría Sudamérica, que Bolsonaro tenía razón. Su voz sonaba demasiado fuerte en ese silencio. Me alejé. Algunos encuentros no valen la pena.
Más adelante, una mujer con pollera roja caminaba con su rebaño de llamas. Le pregunté cuánto faltaba para la cima. "Falta lo que falta", dijo sin detenerse. No había prisa en sus pasos. Solo el ritmo que la montaña permite.
La cumbre llegó sin aviso. El sendero se aplanó y ahí estaba: Vinicunca completa, desplegada como un mapa de colores que alguien hubiera pintado directamente sobre la tierra. El viento era brutal. Cortaba la cara, hacía lagrimear los ojos. Me senté en una piedra, lejos del grupo que ya sacaba fotos.
Y entonces apareció el dron. El brasileño lo sacó de su mochila, lo armó, lo encendió. El zumbido rompió el silencio como un insulto. Empezó a gritar instrucciones, a correr de un lado a otro, a hablar de megapíxeles como si estuviera en un estudio. Yo me quedé quieto, mirando un montón de piedras que alguien había apilado como ofrenda. Hojas de coca secas, monedas, cigarrillos. Saqué una hoja de mi bolsillo y la metí entre las rocas. No sé por qué. Quizás porque en ese momento parecía más honesto que sacar el teléfono.
El descenso fue peor que la subida. Las piernas temblaban, las rodillas protestaban. Los caballos que subían cargados con turistas exhaustos tenían ojos cansados, resignados. Ojos de quien repite el mismo camino todos los días sin elegir.
De regreso en Cusco, con el cuerpo destruido y la cabeza todavía pulsando por la altura, intenté procesar lo que había visto. Vinicunca era hermosa. Pero también era extraña. Un lugar sagrado convertido en atracción. Una montaña con horarios de visita.
Esa noche, en la cama, los colores seguían ahí. No los de las pantallas. Los reales: el rojo profundo de las arcillas, el verde enfermizo de la clorita, ese amarillo apagado que solo existe a cinco mil metros.
Al día siguiente, el cuerpo seguía hecho mierda. Los músculos no respondían. Tendría que replantear los próximos días. Porque la altura no perdona. Y porque había aprendido algo: cada postal perfecta esconde una realidad que nadie muestra. El cansancio. El frío. La sensación de que los pulmones no alcanzan. Y que ver no es lo mismo que entender.
El hostel de Bladimir en Cusco se había convertido en algo que no esperaba: una órbita. Un punto al que regresaba entre trekkings no por necesidad, sino por elección. Dejaba mi mochila grande en el cuarto que ya sentía mío, salía a recorrer montañas durante días, y volvía a encontrar el caldo de gallina caliente y las preguntas genuinas de una familia que había dejado de tratarme como huésped.
Angelina, la menor, de nueve años y autoridad indiscutible del lugar, me dejó claro su rango el primer día. Cuando le hice la seña de silencio con el dedo en los labios, me miró con esa seriedad devastadora que solo tienen los niños seguros de su poder: "¿Tú sabes quién soy yo? Yo soy la dueña aquí. La jefecita." Me reí tanto que Bladimir tuvo que explicarme, entre carcajadas propias, que no estaba bromeando.
Había llegado por el precio. Me quedé por el cariño. Y entre expedición y expedición, mientras Bladimir me contaba rutas y su esposa insistía en que comiera más, entendí que Cusco había dejado de ser una ciudad en mi itinerario. Era el lugar desde donde partía, y al que regresaba para recuperar el aliento.
Palcoyo llegó como un recreo. No como examen ni como revelación, sino como el privilegio de quien puede disfrutar sin demostrar nada. Puno me había confirmado que la transformación era real. Ahora solo quedaba vivir.
El vehículo subió por la trocha hacia los casi 5,000 metros. Iba solo, pero sin esa soledad urgente del que busca algo. Iba solo porque así me gustaba caminar: sin conversaciones que distrajeran de lo que el paisaje tenía para decir.
Las montañas de colores aparecieron gradualmente, como si la tierra se hubiera cansado de disimular y decidiera mostrar sus vísceras. Rojos, verdes, amarillos que mutaban según la luz del mediodía o la llegada de las nubes. No me detuve a analizar la geología. Simplemente avancé, con las botas hundiéndose en grava volcánica y el viento robándome el aliento cada vez que me descuidaba.
Y entonces lo vi: el río.
No era azul ni transparente como esperaba. Era rojo sangre. Una corriente imposible que cortaba el valle como una herida abierta en el paisaje. Me quedé paralizado. En todos los países que había pisado, en todas las montañas que había subido, nunca había visto agua de ese color. Arrastraba minerales, óxidos, siglos de química andina convertidos en torrente líquido que brillaba bajo el sol como metal fundido.
No saqué la cámara inmediatamente. Primero necesité procesar que algo así existía. Que después de tantos lugares, Perú todavía podía detenerme en seco y recordarme que no lo sabía todo.
El clima hizo lo suyo: sol inclemente, luego granizo que martilleaba el camino, después llovizna que hacía brillar cada piedra. Los pastores de la comunidad, sentados en rocas cubiertas de líquenes, observaban mi asombro con sonrisas que conocían ese río desde siempre. Sus hijos correteaban entre las formaciones como quien juega en el patio de casa, ajenos a la maravilla que para mí seguía siendo extraordinaria.
Bajé con las botas embarradas y la certeza de que Palcoyo no era la hermana menor de Vinicunca. Era algo distinto: un sitio que no exigía nada, que simplemente existía en su belleza indómita, esperando a quien quisiera subir hasta allá sin garantías ni comodidades.
De regreso en Cusco, mientras Bladimir me servía sopa y Angelina me contaba con lujo de detalles sus aventuras escolares, algo quedó claro: esto había dejado de ser viajar. Era vivir con una mochila en el hombro y un lugar al cual regresar.
En la parada donde el vehículo recogía pasajeros para el regreso, dos mujeres compartían un termo de mate de coca. Alexia, francesa, tenía las botas cubiertas de polvo seco y esa mirada que solo tienen quienes acaban de completar algo que les costó. Venía de Choquequirao. "En el tercer día, cuando crees que no puedes más, el mirador de Capuliyoc te devuelve el alma", dijo cuando le pregunté por la ruta. Ainhoa, su compañera vasca, todavía llevaba arena del Apurímac entre los cordones: "Los agricultores del camino te ofrecen choclo con queso como si fueran familia, después de horas sin cruzarte con nadie."
No hablaban de Palcoyo. Hablaban de la próxima montaña que me esperaba. Y mientras el vehículo bajaba entre curvas, sus palabras se quedaron resonando: Choquequirao no era solo otro trekking en mi lista. Era el siguiente capítulo. Pero esa noche, con Angelina mostrándome sus dibujos y Bladimir preguntándome cuándo volvería de la próxima expedición, entendí que el verdadero lujo de este viaje no eran las montañas de colores ni los ríos imposibles.
Era tener un lugar en Cusco donde una niña de nueve años te recordara, sin saberlo, que habías dejado de ser un visitante. Eras alguien que regresaba. Y esa diferencia lo cambiaba todo.
La recomendación llegó de dos voces distintas en momentos separados, pero con la misma convicción. Ainhoa, la vasca que había conocido en Palcoyo, me había dicho mientras compartíamos mate en su despedida: "Si te queda tiempo, andá a las siete lagunas de Ausangate. No es Choquequirao ni Salkantay, pero tiene algo... no sé, algo que cierra". Días después, en el hostel de Cusco, alguien me confirmó lo mismo: "Es corto, un día nomás, pero vale cada paso".
No lo pensé demasiado. Después de Salkantay, después de Lucmabamba y los cinco días que me habían enseñado lo que significa pertenecer, sentía que las montañas todavía tenían algo más que decirme. O quizás era yo quien necesitaba decirles algo a ellas.
Salí de Cusco en dos buses públicos que serpenteaban por carreteras donde el asfalto era más promesa que realidad. Los pasajeros —campesinos con sacos de papas, mujeres con polleras de colores, niños que miraban por la ventana con esa curiosidad infinita de quien todavía no se cansa del mundo— me recordaron que este Perú, el de los buses llenos y las conversaciones en quechua, era tan real como las ruinas que los turistas venían a fotografiar.
En el último pueblo antes del inicio del trekking, negocié con un taxista que me miró con esa mezcla de escepticismo y solidaridad que tienen los que conocen la montaña. "¿Solo? ¿Un día?", preguntó, como si estuviera midiendo mi cordura. Cuando asentí, encogió los hombros: "Bueno, allá vos. Pero abrigate que arriba hace un frío del carajo".
El taxi subió por un camino de tierra que más parecía lecho de río seco, hasta dejarme en un sitio donde solo había viento, ichu y el inicio de un sendero que se perdía entre cerros color ocre.
Empecé a caminar despacio, no por estrategia sino porque la altura —ya rondaba los 4,500 metros— convertía cada paso en negociación con los pulmones. El aire era fino, casi transparente, y el silencio solo se rompía con el crujido de mis botas sobre la tierra seca.
La primera laguna apareció como un espejo roto entre las rocas: aguas color turquesa oscuro que reflejaban un glaciar colgante, suspendido en la ladera como una lengua blanca lamiendo la piedra. No había nadie más. Solo yo, el viento, y esa sensación de estar caminando por un territorio que no necesitaba testigos.
A medida que avanzaba, las lagunas se multiplicaban. Cada una con su propio carácter: una de aguas casi negras, profundas como secretos; otra con reflejos verdes que cambiaban según el ángulo del sol; una tercera rodeada de formaciones rocosas que parecían centinelas petrificados.
El clima jugaba su papel con crueldad andina: cuando el sol se escondía detrás de una nube, el frío mordía las manos hasta entumecerlas. Cuando reaparecía, el calor golpeaba la nuca con fuerza. No había término medio. Solo extremos que se alternaban sin aviso.
Fue en el camino entre la tercera y cuarta laguna donde encontré a la mujer. Estaba junto a su parcela, extendiendo papas sobre mantas de tela gruesa bajo el sol implacable. Eran cientos: papas pequeñas, medianas, grandes, de colores que iban del blanco al morado oscuro, pasando por amarillos y rojos que parecían sacados de una paleta de pintor.
"¿Qué hacés?", le pregunté, aunque la respuesta era obvia.
"Chuño", respondió sin levantar la vista. "Las dejamos secar al sol, luego las pisamos para sacarles el agua, y después las volvemos a secar. Así duran años."
Me explicó que en Perú hay más de tres mil variedades de papas, cada una con su propósito: unas para freír, otras para hervir, algunas para convertir en chuño y resistir las temporadas sin cosecha. "Cada papa tiene su historia", dijo, y en sus manos encallecidas —manipulando esos tubérculos con el cuidado de quien sostiene algo sagrado— vi siglos de conocimiento que ningún agrotécnico podría replicar.
No me cobró por la explicación. No me ofreció venderme nada. Solo compartió su saber con esa generosidad que había encontrado una y otra vez en este país: la de dar sin esperar nada a cambio, simplemente porque alguien mostró interés genuino.
Más adelante, en un tramo donde el sendero se bifurcaba, un hombre mayor reparaba una cerca de piedra. Al verme dudar, señaló el camino correcto sin que yo preguntara. "Por ahí, joven. Y cuidado con las piedras sueltas más arriba."
Esa amabilidad sin negocio, esa disponibilidad sin cálculo, era el Perú que me había enamorado desde el principio. El que no aparecía en los folletos turísticos pero que latía en cada encuentro fortuito en medio de la nada.
A media mañana alcancé a Javier, un cántabro de barba entrecana y ritmo pausado que caminaba con bastones telescópicos y una mochila que parecía contener su vida entera. Nos saludamos con ese reconocimiento tácito de los caminantes solitarios que se cruzan en alturas donde el oxígeno escasea.
"Venís de Salkantay, ¿no?", preguntó, como si mi rostro llevara escrito el rastro de las montañas anteriores.
Caminamos juntos un tramo, intercambiando las historias mínimas que se comparten entre desconocidos que saben que no volverán a verse: de dónde venimos, hacia dónde vamos, qué nos trajo hasta acá. No había profundidad, pero tampoco falta de ella. Eran conversaciones que cumplían su propósito: hacer menos solitario el sendero sin romper la soledad.
Más tarde, cerca de la quinta laguna, nos alcanzó Pamela, una peruana de Lima que había tomado vacaciones para "reconectar con su país", según sus palabras. Llevaba audífonos colgando del cuello y una cámara profesional que usaba con la parsimonia de quien sabe que no todas las fotos merecen ser tomadas.
Los tres compartimos el almuerzo en una roca plana con vista a un glaciar que se desmoronaba lentamente, enviando ecos de hielo quebrado que rebotaban entre los cerros. Pamela habló de cómo Lima la había desconectado de esto, de las montañas, de lo andino. Javier contó anécdotas de sus trekkings en los Pirineos. Yo escuché más que hablé, sintiendo que mi ciclo de montañas peruanas estaba llegando a su fin y que estas conversaciones triviales eran, de alguna forma, parte del cierre.
La séptima laguna apareció al final de una subida que dejó mis pulmones ardiendo. Era la más grande, la más imponente: aguas color esmeralda oscuro rodeadas de picos nevados que se reflejaban con una nitidez que parecía mentira. Me senté en una piedra, solo otra vez —Javier y Pamela se habían quedado atrás— y dejé que el silencio me envolviera.
Fue ahí, con el viento silbando entre las rocas y el glaciar colgante brillando bajo el sol de mediodía, cuando comprendí algo que había estado gestándose desde Machu Picchu, pasando por Puno, Palcoyo, Choquequirao y Salkantay:
Las montañas ya me habían dado todo lo que podían dar.
Me habían roto, confirmado, probado, acogido y ahora me despedían con esta última ofrenda de belleza pura. Pero lo que venía después —la Fiesta de la Candelaria, el regreso a Puno, la despedida definitiva de Perú— ya no pertenecía a las alturas. Pertenecía a la gente, a las calles, a la celebración humana.
Sentí una tristeza extraña, no dolorosa sino dulce, como la que se siente al cerrar un libro que te cambió la vida. Sabía que volvería a estas montañas algún día, de una u otra forma. Pero también sabía que este ciclo, el que había comenzado siete años atrás con un turista perdido en Machu Picchu y terminaba aquí con un viajero sentado frente a una laguna en Ausangate, había llegado a su fin.
"Gracias", susurré al viento, aunque no sabía exactamente a quién o a qué se lo decía. A las montañas, quizás. O a Perú. O a esa versión de mí que había decidido, años atrás, que no podía seguir viviendo en piloto automático.
Bajé despacio, saboreando cada paso como quien sabe que es el último de algo importante. Javier y Pamela ya habían descendido. Me crucé con un par de campesinos que subían con sus llamas cargadas de provisiones, y nos saludamos con esa economía de gestos que usan los que conocen la montaña: un movimiento de cabeza, una sonrisa breve, nada más.
El taxista me esperaba en el mismo sitio donde me había dejado, fumando un cigarrillo recostado contra el capó. "¿Cómo estuvo?", preguntó mientras arrancaba el motor.
"Perfecto", respondí, y era verdad.
En el bus de regreso a Cusco, con la frente apoyada contra la ventana y el paisaje desfilando en tonos ocres y verdes, pensé en lo que venía: la Fiesta de la Candelaria en Puno, esa explosión de color y danza que me habían prometido desde mi primera visita. Las montañas habían sido mi diálogo con lo eterno. Ahora tocaba el diálogo con lo humano.
Porque al final, comprendí, los viajes no se definen por las alturas conquistadas. Se definen en las veces que el mundo te recuerda —con la amabilidad de una mujer secando papas, con el consejo de un hombre reparando cercas, con el silencio compartido frente a una laguna— que todavía existen lugares donde la generosidad no necesita motivo y la belleza no pide permiso para existir.
Ausangate no fue el trekking más duro ni el más largo. Fue simplemente el que me permitió despedirme de las montañas con gratitud y sin palabras, sabiendo que lo mejor de Perú —su gente, su música, su capacidad de celebrar la vida incluso en medio de la precariedad— me esperaba de vuelta en las calles de Puno.
Y eso, de alguna forma misteriosa, era exactamente lo que necesitaba.
Llegué en 2017, en esos años donde cada día de vacaciones era oro molido. Si tenía veinte días libres, viajaba veintiuno. Si eran treinta, me largaba treinta y uno. Hoy, con todo el tiempo del mundo, me sorprende recordar esa voracidad por exprimir cada minuto.
El vuelo desde Córdoba hizo escala en Chile. La vuelta sería directa, un pequeño lujo. Al aterrizar en Lima, tomé un taxi al hostel de Miraflores que había reservado online. El chofer manejaba como si los semáforos fueran sugerencias opcionales. Bienvenido al Perú.
El hostel era cómodo pero impersonal. Diseñado para el turismo masivo norteamericano: mochilas ultraligeras, conversaciones en inglés sobre las mejores apps de viaje, mesas de beer pong en el patio. Pasé tres días ahí. Suficientes para confirmar que, aunque práctico, no era donde latía el verdadero pulso de la ciudad.
Cada tarde escapaba a Barranco. Ahí Lima mostraba otro rostro: casonas coloniales descascaradas, murales que cubrían paredes enteras, bares donde el pisco se disfrutaba sin debates estériles sobre su origen. El Puente de los Suspiros se llenaba de parejas al atardecer. Yo me quedaba en un banco, mirando el océano, sintiendo que algo importante estaba ocurriendo pero sin saber exactamente qué.
El primer día hice un free walking tour. El guía, un limeño de unos cincuenta años con voz de locutor, nos contó que el nombre de la ciudad viene del quechua Rímac: "el hablador". Por el río que la atraviesa. Hoy ese río es una cloaca abierta, olvidado como tantos ríos urbanos en Latinoamérica. Pero el nombre quedó.
Recorrimos la Plaza de Armas. La catedral barroca que ha sobrevivido a terremotos y reconstrucciones. El Palacio de Gobierno vigilado por soldados que no pestañeaban. El Convento de San Francisco con sus catacumbas donde los huesos se alinean en patrones geométricos: fémures, cráneos, costillas. Macabros recordatorios de nuestra mortalidad.
Lima se revela como un mosaico de barrios que chocan sin transición. Miraflores es pulcro, ordenado. Parques impecables, centros comerciales que podrían estar en cualquier ciudad global. Barranco es bohemio, nostálgico. Galerías de arte que alternan con cevicherías familiares donde te atienden en la mesa de la cocina. Y luego está El Callao, ese territorio donde la pobreza y la vitalidad se entrelazan en calles que conocí gracias a Miguel y Laura, dos peruanos que se convirtieron en mis guías improvisados. "Aquí no se toman fotos, aquí se vive", me advirtieron antes de adentrarnos en La Punta, donde el olor a mar se mezcla con el humo de los mototaxis y el eco lejano de los barcos en el puerto.
Nada prepara al recién llegado para el tráfico limeño. Los autos avanzan como enjambres, ignorando semáforos y pasos peatonales con una determinación que bordea lo suicida. Los combis frenan en seco para recoger pasajeros, mientras los taxistas esquivan baches con una precisión que merecería estudio académico. Es un caos que sin embargo tiene su propia lógica, la coreografía imperfecta de una ciudad que creció demasiado rápido, donde el claxon es el lenguaje franco y los peatones cruzan con una fe que raya en lo místico.
En Lima, comer trasciende lo gastronómico para convertirse en experiencia vital. Recuerdo el ceviche en La Mar, donde el pescado fresco nadaba en leche de tigre con ese punto exacto de ají limo que hace lagrimear sin piedad. Los anticuchos de corazón en un puesto callejero de Surquillo, con su humo penetrante y esa salsa de ají panca que quemaba de la manera buena. El lomo saltado en un local sin nombre del centro, donde el wok chino-peruano demostraba que el mestizaje sabe mejor que cualquier discurso. Y los picarones en Barranco, dulces fritos bañados en miel de chancaca que comí mirando el océano desde el Puente de los Suspiros, mientras algún músico callejero tocaba vals criollo a lo lejos.
Caminé Lima hasta que los pies me ardieron. Desde la Huaca Pucllana, esa pirámide preinca que emerge como un anacronismo en medio de la ciudad moderna, hasta el malecón de Miraflores donde los parapentistas desafían al Pacífico. Pero los monumentos más elocuentes eran los que no aparecen en las guías: el río Rímac convertido en cloaca abierta, los carteles de "AGUA NO HAY" en los cerros de Villa María del Triunfo, los vendedores ambulantes que ofrecían chocotejas bajo un sol inclemente.
Mi última imagen de Lima fue la terminal de buses a las cinco de la tarde, cuando partí rumbo a Huaraz. Llegaría veintiuna horas después, exhausto pero con la mente en llamas.
Lima aún me pesaba en las piernas cuando el bus nocturno comenzó a serpentear por la Panamericana Norte. Las luces anaranjadas de los conos pesqueros se fueron apagando en el retrovisor, dando paso a la negrura de un desierto que pronto se convertiría en montaña.
El hostel de Zarela y Héctor apareció entre las calles polvorientas de Huaraz como un lugar que ya no existe. O que tal vez nunca existió fuera de la memoria de los viajeros. Hoy está cerrado, pero en mi recuerdo sigue tan vivo como el olor a eucalipto que impregnaba sus paredes.
Zarela me recibió con un té de muña que ardía al bajar. Su hermano Héctor observaba mis movimientos con esa paciencia de quien ha visto llegar y partir a cientos de viajeros ilusos. Durante la cena —un chupe de camarones que Héctor preparó sin receta, solo memoria— Zarela desplegó sobre la mesa su tesoro más preciado: un cuaderno encuadernado en cuero, con décadas de anotaciones sobre los Andes.
"Esto no lo encontrarás en ninguna guía de Lonely Planet", dijo mientras señalaba un mapa dibujado a mano. Las páginas amarillentas guardaban rutas de trekking alternativas, nombres verdaderos de cerros, horas exactas en que la luz del atardecer baña la Laguna Parón. Era el diario de campo de alguien que había convertido las montañas en su vida.
Mis cuatro días en Ancash se convirtieron en una negociación constante con el tiempo. El cuaderno de Zarela proponía infinitas posibilidades: el Parque Nacional Huascarán, la Laguna 69, el glaciar Pastoruri. Cada opción era una puerta. Elegir significaba renunciar.
"Quiero hacer la Laguna 69 mañana, luego Parón, y terminar con Pastoruri", anuncié con esa arrogancia del que aún no ha sentido el peso de la altura. Héctor soltó una carcajada que hizo temblar los vasos. Zarela abrió los ojos como si acabara de declarar mi intención de escalar el Everest en chanclas. "Ni los porteadores locales hacen ese recorrido seguido", dijo. Flavio, el brasileño que ocupaba la habitación contigua, resumió la situación con crudeza: "Você vai morrer".
Pero esa noche, mientras el silencio de los tres mil cien metros se instalaba sobre la ciudad, estudié cada línea del cuaderno como si fuera un mapa del tesoro. Zarela había anotado incluso el nombre del conductor de bus que hacía el trayecto más temprano a Yungay. Fue ella misma quien, al amanecer, llamó a un contacto que apareció en una camioneta destartalada para llevarme sin costo hasta el punto de partida. "Es amigo del hermano de un primo", explicó, empujándome hacia la puerta con un panecillo recién horneado y una bolsa de hojas de coca.
El bus avanzaba entre quebradas cuando el alba comenzó a teñir de rosado los nevados. Eran las seis de la mañana y yo, engañado por un falso sentido de preparación, me creía listo. La escena en la estación debería haberme alertado: entre los veinte aspirantes a conquistar la laguna, varios vestían jeans y zapatillas de lona, como si se tratara de un paseo dominical.
El vehículo se detuvo bruscamente al costado de la ruta. Subió Julia. Rubia alemana de ojos glaciales, hablaba un español salpicado de modismos peruanos que delataban sus meses en Pacasmayo. Tenía veintiún años y explicó, con esa precisión germánica que no admite rodeos, cómo el gobierno alemán financiaba su estadía: seis meses enseñando idiomas a niños en una escuela rural. Pero fue su confesión lo que quedó flotando: "Los que creen que venimos a ayudar somos los más ingenuos. Lo que recibimos nos deja en deuda perpetua".
El punto de partida nos recibió con un viento cortante. El supuesto guía señaló el sendero con un gesto vago: "Cuatro horas si no se detienen". Julia y yo iniciamos el ascenso entre risas, ignorando que la montaña tiene métodos particulares para poner a cada quien en su lugar.
Los primeros doscientos metros fueron una farsa de facilidad. Luego, el aire comenzó a escasear. Cada paso a cuatro mil metros se convirtió en una negociación entre la voluntad y los pulmones. Fotografiábamos flores de ichu y rocas cubiertas de líquenes como excusas para recuperar el aliento, hasta que la lluvia apareció sin aviso. No el aguacero dramático de los trópicos, sino una llovizna obstinada que se colaba por los cuellos de las camisetas.
Fue después del chaparrón que la caminata reveló su verdadero carácter. Mi mochila —demasiado pesada— me recordaba con cada balanceo que había subestimado la altitud. Las botas impermeables, orgullosa adquisición de la víspera, crujían sobre las piedras mientras Julia avanzaba con esa eficiencia nórdica que hace parecer fácil lo imposible.
El último repecho fue una agonía de tierra suelta y raíces expuestas. Y entonces, sin ceremonias, la Laguna 69 se desplegó ante nosotros: un espejo de aguas turquesas donde flotaban témpanos desgajados del glaciar. El sol jugaba al escondite entre las nubes, transformando el color del agua cada treinta segundos. De esmeralda profundo a azul eléctrico. No había carteles ni miradores construidos. Solo el silbido del viento entre las rocas y el crujido lejano del hielo.
Julia se sentó en una piedra plana y sacó un termo. "Mate", dijo, ofreciéndome un sorbo de esa infusión argentina que había aprendido a preparar en Pacasmayo.
El descenso fue una carrera contra el cansancio. Llegamos a Huaraz con las piernas temblorosas. Zarela, sabiendo exactamente qué necesitaba un cuerpo exhausto, había preparado trucha frita con ají amarillo y una sopa de quinua que sabía a redención. "No te cobro porque hoy gané suficiente", dijo limpiándose las manos en el delantal.
Esa noche, mientras el mercado bullía con vendedores de cuy chactado —único plato peruano que no repetiría, más por la textura que por el sabor— me dormí con las piernas ardiendo, sabiendo que al amanecer me esperaba Caraz y la Laguna Parón.
El trayecto de Huaraz a Caraz comenzó con una escena que resumía el caos vial peruano. Minutos antes de partir, otra van rozó la nuestra con un chirrido de metal que hizo saltar a todos los pasajeros. Lo que siguió fue una persecución: dos conductores enloquecidos acelerando por calles secundarias, frenando en seco, bajándose a intercambiar insultos y puñetazos mientras los locales intentaban mediar. "Así son las cosas acá", murmuró una mujer a mi lado, como si aquel espectáculo fuera tan cotidiano como el paso de las nubes.
El conductor, aún con la adrenalina del altercado, manejó el resto del camino como si el diablo lo persiguiera. La ruta estaba plagada de huecos. Cráteres que habrían hecho palidecer a cualquier ingeniero vial. Cada vez que las llantas caían en uno, los pasajeros nos elevábamos de nuestros asientos. A través de la ventana, el paisaje cambiaba de desierto pedregoso a verdes terrazas de cultivo.
Caraz me recibió con su ritmo pueblerino. Las calles empedradas, los techos de calamina, el quechua fluyendo en las conversaciones. Sin dominio del idioma, mi comunicación se limitó a gestos y sonrisas, hasta que un taxista llamado Jhon se ofreció a llevarme a la laguna por cinco dólares.
El viaje a Parón fue tan revelador como el destino mismo. En un semáforo, Jhon frenó más de lo necesario, su mirada perdida en un edificio rosado con luces neón. "Ahí trabajan las venezolanas", comentó sin que yo preguntara. "Desde que llegaron, los hombres de Caraz gastamos todo el sueldo. Hasta mi mujer me amenazó con irse". La confesión, cargada de nostalgia y culpa, era un retrato involuntario de la migración y sus efectos en pueblos que nunca aparecen en las estadísticas.
Cuando llegamos a Parón, el contraste no pudo ser más brutal. Tras el caos del viaje, me encontré completamente solo frente a una extensión de agua turquesa encerrada entre paredes de granito. No había turistas, ni senderos marcados. Solo el puesto de control abandonado y el silbido del viento. Caminé por la orilla, buscando sin éxito algún trekking que me desafíe, hasta que decidí rendirme a la quietud. Saqué el mate, unos sanguches de jamón comprados en Caraz, y me senté en una roca plana. El silencio era tan absoluto que el chapoteo de una trucha saltando rompía el aire como un disparo.
A las tres horas, Jhon regresó puntual. Pero antes de llevarme a la terminal, insistió en que conociera a su familia. Su casa, una construcción humilde de adobe cerca del centro, olía a culantro y ají amarillo. Su esposa, una mujer de manos callosas y sonrisa tímida, sirvió un plato de cerpo aderezado con especias que no logré identificar. "Es nuestro chancho al palo", dijo Jhon, orgulloso, mientras su hijo menor me observaba con curiosidad.
El regreso a Huaraz fue en un colectivo repleto de campesinos que volvían del mercado. El cansancio de dos días al límite empezaba a pesar, pero aún quedaba una última prueba: el glaciar Pastoruri.
El amanecer en Huaraz olía a leña quemada y a pan recién horneado cuando Héctor me entregó una bolsa con hojas de coca. "Mastícalas durante el ascenso", dijo, mientras Zarela envolvía dos truchas fritas en papel de periódico para el camino.
El camino hacia Pastoruri comenzó con una ironía: a cinco mil metros de altura, donde el aire escasea y cada paso es una negociación con el cuerpo, el sendero estaba impecablemente marcado. Casi domesticado. Hoy lo encontraría hasta monótono, pero en ese momento, con mi inexperiencia colgando como una mochila mal ajustada, la claridad del trayecto fue un alivio. Avancé con la lentitud calculada de quien sabe que en la altura, la arrogancia se paga con náuseas y dolores de cabeza.
Y entonces, sin ceremonia, el glaciar apareció: una masa de hielo fracturado que brillaba bajo el sol como vidrio roto. En ese momento me pareció colosal. Hoy, después de haber visto los gigantes de la Patagonia, sé que Pastoruri es apenas un vestigio de lo que fue. Pero su poder no estaba en el tamaño, sino en el contexto: era mi primer glaciar. La primera vez que caminaba sobre tierra que alguna vez fue hielo puro.
El descenso fue una paradoja: sin pendientes pronunciadas, pero con cada paso pesando el doble. A cinco mil metros, hasta pensar cansa. Regresé al hostal con los pulmones ardientes y fui directo al mercado, siguiendo la lista de Zarela: quinua, ajíes, una botella de pisco. Añadí cervezas Cusqueñas y un vino que prometía ser "el mejor de los Andes". Mentira piadosa.
Esa noche, mientras Zarela revolvía una olla de locro y Héctor contaba cómo los chamanes leen el futuro en hojas de coca, entendí algo simple: en Ancash no se paga con dinero. Se paga con tiempo, con atención, con la voluntad de sentarse a escuchar historias que ningún tour incluye en su itinerario.
Al partir, mientras el bus serpentaba por el Callejón de Huaylas, miré por la ventana las montañas que acababa de recorrer. Ya no eran paisaje. Eran algo más parecido a testigos. De algo que había empezado a cambiar adentro y que todavía no tenía nombre.
El bus desde Lima dejó atrás la ciudad cuando el sol ya estaba alto. La Panamericana Sur se desplegaba recta, interminable, entre el océano Pacífico y un desierto que parecía no terminar nunca. Tres horas después, la estación de Paracas apareció como un galpón de hormigón donde taxistas con sombreros de paja tejidos competían por clientes inexistentes.
Cargando mi mochila, caminé los dos kilómetros hasta el hostel. La construcción era modular, pionera en su época, un experimento arquitectónico que alguien había abandonado a medio camino. Dos holandesas merodeaban entre las cabañas, espectrales en su perfección nórdica. Hablaban en susurros y fotografiaban sus desayunos con una devoción que no entendí. Yo había venido buscando otra cosa: el roce áspero de la arena, el grito de las gaviotas, la memoria de una civilización que entendió el océano como un dios caprichoso.
Los Paracas, esos maestros textiles cuyos mantos narran batallas entre orcas y seres alados, enterraban a sus muertos en fardos que hoy parecen momias de otro planeta. En el museo de sitio, un cráneo deformado ritualmente me observaba desde su vitrina con cuencas vacías. La deformación era intencional: desde niños, les ataban tablas al cráneo para alargar la cabeza. Señal de nobleza. O de locura. Nunca quedó claro.
Los pescadores que hoy hojean revistas de farándula frente al embarcadero son descendientes directos de quienes dominaron estas aguas cuando Roma aún era un pueblo de pastores.
En el puesto número doce del mercado, doña Rosa preparó frente a mí un ceviche que era casi un ritual. La corvina, aún convulsionándose en su último espasmo, fue desangrada con precisión quirúrgica. El limón piurano, ácido como el remordimiento. El ají limo molido en batán de piedra. La cebolla morada cortada en juliana tan fina que casi se disolvía al tacto. "No comemos pescado, señor", me corrigió mientras lavaba sus cuchillos en un balde de agua salada. "Nos comemos el mar entero."
El primer bocado fue un relámpago: salado, ácido, umami. Una trinidad de sabores que borró cualquier versión anterior del plato que creía conocer.
La lancha partió al alba, cortando aguas que brillaban bajo la luz oblicua. El candelabro, ese geoglifo gigante que algunos atribuyen a piratas y otros a sacerdotes de cultos desaparecidos, se inclinaba sobre nosotros como un dedo acusador.
Pero las verdaderas deidades aparecieron al rodear el primer farallón: cientos de piqueros peruanos anidando en repisas de guano petrificado. Sus cuerpos blancos y negros cubrían cada centímetro de roca. Un macho de lobo marino, fácilmente de trescientos kilos, rugió desde una piedra erosionada. Los pingüinos de Humboldt chapoteaban sin prisa, como si el tiempo no existiera.
El olor era una presencia física: amoníaco del guano fresco mezclado con el hedor dulzón de algas en descomposición, todo coronado por ese aroma a hierro que despide la sangre de peces recién cazados.
Nuestro guía, un ex pescador con un ojo nublado por cataratas, señaló hacia los acantilados. "Ahí está el oro de Perú", dijo, refiriéndose a las capas de guano que alguna vez financiaron palacios limeños. "Los gringos vienen por las fotos, pero el verdadero poder está en esa mierda literal."
Al regresar, caminé hacia esa franja de arena teñida de rojo óxido que parece sacada de otro planeta. La explicación científica —minerales ferrosos erosionados durante millones de años— palidece ante la leyenda local: dicen que cuando los dioses Paracas vieron llegar los barcos españoles, uno de ellos se rajó el pecho con un cuchillo de obsidiana y dejó que su sangre pintara la costa para siempre.
Arrodillado en la orilla, dejé que la arena roja se filtrara entre mis dedos. No sé cuánto tiempo estuve ahí. El sol bajaba, las sombras se alargaban, y yo seguía quieto, mirando cómo las olas rompían sobre esa playa que parecía herida.
Esa noche, mientras las holandesas subían stories de sus cócteles con hashtags en neerlandés, me senté en el malecón con una botella de pisco puro. Las olas rompían con sonido de huesos chocando. Por primera vez en días, no pensé en el tiempo perdido ni en los destinos por venir.
Al amanecer, el desierto de Huacachina me esperaría con sus dunas cambiantes.
El desierto no empieza en la carretera. Empieza adentro.
Llegué a Ica con la piel todavía marcada por el frío de los Andes. Del aire delgado de los 4,000 metros al calor que quema la garganta. Del verde de la coca a este amarillo infinito. Es un cambio que no es geográfico: es un golpe en el pecho.
Huacachina es una mentira necesaria. Lo supe al ver las bombas que alimentan la laguna, un corazón artificial en un cuerpo seco. Los buggies rugen como animales enjaulados, llevando a gente que paga por sentir miedo controlado. Subí a la duna más alta para ver el atardecer, ese espectáculo que todos fotografían. Y mientras el cielo se volvía sangre, pensé en los pueblos que esta misma arena se tragó hace siglos. En las culturas que vivieron aquí y entendieron el desierto no como un vacío, sino como un lugar lleno de signos.
Pero la postal se rompió cuando bajé. En un puesto de la calle, un hombre con los ojos cuarteados por el sol me ofreció un vaso de cachina. No era un vendedor, era un guardián. “Esto es lo que no se embotella para los turistas”, dijo. La bebida era turbia, dulce y áspera. Un sabor a tierra y a tiempo.
Me habló de su abuelo, que cuidaba viñas en un arenal que ahora es un estacionamiento de buggies. “Él leía la arena como usted lee un libro. Sabía cuándo iba a llover, cuándo mover las plantas. Ahora tenemos forecast en el celular, pero ya no sabemos escuchar la tierra.”
Llegué a Puno con el mapa interno redibujado. Siete años después de que Machu Picchu me partiera al medio, había caminado suficientes fronteras como para confirmar que algunos lugares se visitan y otros te habitan. El altiplano no era un destino: era un examen. A 3,827 metros, cada respiro confirmaba que ya no era quien fui.
La ciudad se aferraba a las laderas con esa terquedad de lo que sobrevive al olvido. Donde antes habría corrido hacia las islas flotantes para cumplir con el ritual turístico, ahora caminé hacia donde latía el Puno verdadero: ese mercado donde una mujer con pollera color sangre y ojos que habían visto cincuenta inviernos altiplánicos me entregó un plato humeante sin intercambiar palabras.
El kankacho no era comida: era una revelación. La carne de cordero se deshizo en mi boca con esa ternura que solo logran seis horas en horno de tierra, las papas nativas estallaban en sabores minerales, el choclo mantenía el dulzor del maíz quechua original. En ese instante comprendí algo que los libros de cocina europea nunca me habían mostrado: donde Italia perfecciona técnica y Francia construye protocolo, Perú preserva memoria ancestral. Cada bocado contenía siglos de pastores caminando con sus rebaños por laderas imposibles, de manos quechuas enterrando papas en la tierra fría, de fogones que han iluminado las mismas cocinas durante generaciones.
"Mi bisabuela enseñó este plato a mi abuela, y ella a mí", dijo la mujer mientras limpiaba su mesa con movimientos circulares. "Ahora mi hija estudia gastronomía en Lima. Dice que quiere 'modernizarlo'." Su sonrisa era triste. "Algunas cosas no se modernizan, se honran."
Al llegar al puerto, los botes a las islas de los Uros se mecían en aguas quietas. Un guía con la piel curtida por el sol del Titicaca se acercó al verme observar sin prisa. "Usted no viene como los demás."
"Vine la primera vez en 2017", confesé. "Ahora regreso para entender lo que entonces solo miré."
Su rostro se iluminó. Me guió hacia las rocas donde los pescadores locales reparaban sus redes. "Los turistas fotografían a los uros como si fueran animales en reserva", dijo señalando hacia las islas. "Pero los uros verdaderos, los que todavía leen el lago como mis abuelos, se esconden de las cámaras." Me ofreció hojas de coca. "Usted no viene por la foto. Viene por la historia."
Pasé la tarde en las colinas cercanas, observando a familias quechuas cosechar papas nativas con esa coreografía milenaria que ningún agrotécnico podría mejorar. Donde en 2017 habría sacado fotos y seguido mi ruta, ahora me senté en la tierra fría y acepté un puñado de papas recién desenterradas. El agricultor, un hombre de manos tan agrietadas como la tierra que trabajaba, me mostró cómo distinguir una papa amarga de una dulce. "Cada una tiene su propósito, como cada persona", dijo mientras sus dedos acariciaban los tubérculos con respeto casi religioso.
Al atardecer, cuando el sol comenzó a incendiar el Titicaca, comprendí que estaba presenciando algo que muy pocos turistas ven: el momento en que el altiplano exhala después del día. Desde el mirador, Puno se reveló no como una ciudad, sino como un organismo vivo, con sus arterias de calles empinadas, su corazón latiendo en el mercado, y su alma extendiéndose sobre el lago.
Esa noche, en un comedor donde el humo del fogón había ennegrecido las paredes, compartí una mesa con un profesor de la universidad local. Mientras la trucha del lago se deshacía entre mis dedos, me habló de la Fiesta de la Candelaria que se aproximaba. "Es cuando Puno se quita la máscara del turismo", dijo con ojos que brillaban en la penumbra. "Durante esos días, no actuamos para nadie. Somos lo que siempre fuimos: una celebración andina que resiste."
Al salir a la plaza desierta, bajo la luna que plateaba la catedral, una verdad me golpeó con la fuerza del viento altiplánico: había vuelto a Puno buscando confirmar mi transformación, y en cambio encontré algo más valioso. La grieta que Machu Picchu abrió en 2017 no había sanado convirtiéndome en turista profesional. Había sanado convirtiéndome en alguien capaz de distinguir —como las papas del agricultor— qué lugares solo alimentan el itinerario y cuáles alimentan algo más profundo.
Puno no era un destino en el mapa. Era el espejo donde confirmé que algunos lugares no se visitan: se regresan. Y que el viaje más importante no es el que hacemos a través del mundo, sino el que el mundo hace a través de nosotros.
Al día siguiente, el bus me llevaría de vuelta a Cusco para preparar los trekkings que me esperaban, pero esa organización sería solo logística. La verdadera preparación ya estaba completa: Puno me había recordado por qué elegí este camino, y por qué, después de tantas fronteras cruzadas, Perú seguía siendo el único lugar que me había hecho renacer.
Regresé a Puno con una misión pendiente. Evelyn me lo había dicho meses atrás, cuando apenas comenzaba a dibujar mi ruta peruana: "Guardá lo mejor para el final. La Candelaria no es una fiesta, es Puno mostrándose sin filtros". Había completado Choquequirao, Salkantay, Ausangate. Las montañas ya me habían dado todo lo que podían dar. Ahora tocaba regresar a la gente, a las calles, a esa celebración que me habían prometido desde mi primera visita.
Marina, la recepcionista del hostel, me recibió con una sonrisa que no necesitaba palabras. En su mano sostenía un mapa desgastado donde había marcado con tinta roja las rutas principales del desfile. "Hoy Puno se transforma", dijo mientras señalaba los puntos clave. "Pero no te quedes solo en el estadio. La verdadera fiesta está en las calles."
El Estadio Universitario de Puno se reveló como un anfiteatro donde lo sagrado y lo popular convergían bajo el sol implacable del altiplano. A las nueve de la mañana, cuando el calor comenzaba a hacerse sentir, las primeras comparsas hicieron su entrada.
Las diabladas dominaban la escena con sus máscaras de demonios talladas en detalle minucioso: colmillos plateados, cejas fruncidas, ojos vidriados que contaban historias de sincretismo religioso. Sus trajes, pesados bordados que brillaban bajo la luz matinal, ondeaban con cada giro de los bailarines creando un efecto hipnótico.
Detrás de ellos, los morenos avanzaban con paso ceremonioso, sus trajes de terciopelo en tonos morados y verdes contrastando con las máscaras de rasgos africanos que llevaban. El sonido de los cascabeles atados a sus tobillos marcaba un ritmo ancestral. Observé cómo los bailarines más jóvenes ejecutaban con precisión movimientos que habían sido transmitidos de generación en generación, cada gesto cargado de significado.
Grupos de mujeres con polleras rojas bailaban huaynos con una gracia que desafiaba la gravedad, algunas balanceando con destreza cajas de cerveza sobre sus cabezas mientras sus pies marcaban compases complejos sobre el asfalto. Los auqui auquis, con sus máscaras que representaban a los espíritus ancianos de los cerros, se movían entre la multitud repartiendo hojas de coca en un gesto ritual.
La experiencia se completaba con los puestos callejeros. En uno de ellos, una mujer me ofreció una porción de trucha frita recién sacada del Titicaca. El pescado, crujiente por fuera y tierno por dentro, estaba acompañado de chuño y una salsa picante que hacía arder el paladar de la manera más deliciosa. Más adelante, un vendedor me tentó con queso helado, ese postre paradójico cuya textura cremosa contrastaba con el calor del día.
La segunda noche estaba parado entre la multitud, apretado contra cuerpos desconocidos, intentando ver las comparsas que pasaban por la avenida Lima. Llevaba más de una hora así, de pie, empujado por la marea humana, cuando una mano me tocó el hombro.
Era un hombre de unos cincuenta años, con el rostro marcado por el sol del altiplano. "Vení, sentate con nosotros", dijo señalando una silla de plástico que su hijo acababa de traer de su casa cercana. No era una invitación turística. Era la hospitalidad andina en su forma más pura: ver a alguien incómodo y ofrecerle alivio sin esperar nada a cambio.
Me senté entre ellos. La madre me puso una cerveza helada en la mano. Uno de los hijos me alcanzó un plato con comida típica que no recuerdo exactamente qué era, pero que sabía a hogar. Nos quedamos ahí, tomando cerveza, mirando pasar las comparsas, mientras la noche de Puno vibraba a nuestro alrededor.
La abuela estaba sentada a mi lado. Una mujer muy anciana, con el rostro surcado por arrugas que parecían mapas de vidas vividas. Había permanecido en silencio durante más de una hora, observando las comparsas con ojos que brillaban en la oscuridad pero sin decir palabra.
Y entonces ocurrió.
Una comparsa pasó frente a nosotros cantando algo en quechua. Y la abuela, de repente, comenzó a cantar con ellos. Su voz —delgada, temblorosa, pero firme— se elevó para unirse a las cientos de voces que llenaban la calle. Cantaba la misma letra, palabra por palabra, como si la hubiera estado esperando toda la noche.
No entendía quechua, pero algo en ese momento me erizó la piel. La forma en que su voz se quebraba, la manera en que sus manos apretaban el borde de su pollera, la intensidad con la que miraba a los bailarines. Había algo más ahí que una simple canción.
El padre debió notar mi confusión. Se inclinó hacia mí y me tradujo en voz baja, casi reverente:
"Virgencita Candelaria, te pedimos tu bendición, justicia para el Perú, somos quechuas y aimaras."
Las palabras cayeron sobre mí con el peso de algo que no comprendía del todo. "¿Justicia?", pregunté.
Y entonces me explicaron.
En enero de 2023, Puno había ardido en protestas. La destitución de Pedro Castillo había desencadenado manifestaciones masivas que el gobierno reprimió con violencia brutal. Más de cincuenta muertos en todo el país, muchos de ellos aquí, en estas mismas calles que ahora vibraban con música y danza.
La presidenta Dina Boluarte había dicho entonces, en un acto que el padre llamó "racismo puro": "Puno no es el Perú".
Cinco palabras que negaban la existencia de millones. Cinco palabras que decían: ustedes no cuentan, ustedes no importan, ustedes no son parte de nosotros.
"Este año", continuó el padre mientras otra comparsa pasaba cantando la misma letra, "todas las agrupaciones respondieron. Todas. Doscientas cincuenta danzantes, cada uno con su coreografía, pero todos con el mismo mensaje: Sí somos el Perú. Somos quechuas y aimaras, y sí somos el Perú."
Miré a la abuela, que seguía cantando con los ojos cerrados, y comprendí por qué había estado en silencio durante una hora. Porque las otras canciones no eran suyas. Pero esta sí. Esta canción era su respuesta, la respuesta de todo un pueblo que había sido borrado del mapa con cinco palabras y que ahora se negaba a desaparecer.
"No respondimos con violencia", dijo el padre, tomando un sorbo de su cerveza. "Respondimos con lo único que el poder nunca podrá quitarnos: nuestra cultura."
Las comparsas siguieron pasando, una tras otra, y cada una cantaba variaciones de lo mismo. Justicia. Memoria. Identidad. La Candelaria no era un espectáculo para turistas. Era un acto de resistencia política y cultural, una declaración colectiva de que seguían ahí, vivos, cantando, bailando, existiendo a pesar de todo.
La familia me sirvió otra cerveza. El hijo menor me ofreció más comida. La madre me preguntó de dónde era, y cuando le dije Argentina, sonrió: "Allá también saben lo que es luchar".
Nos quedamos ahí hasta pasada la medianoche, viendo pasar las últimas comparsas mientras la ciudad seguía vibrando con una energía que no era solo festiva. Era algo más profundo, más terco, más necesario: la certeza de un pueblo que se niega a ser olvidado.
Al día siguiente, con las botas en la mochila y el bus a Bolivia esperándome, caminé una última vez por las calles de Puno. Los restos de la fiesta aún estaban ahí: papeles de colores, botellas vacías, el eco de la música que parecía haber quedado impregnado en las paredes.
Sentí lo que el Indio Solari llama "esos dolores dulces" de las despedidas. Nostalgia por lo vivido, pero también emoción por lo que venía. El Amazonas boliviano me esperaba, con sus propias historias y sus propios desafíos.
Pero mientras el bus cruzaba la frontera y Puno se empequeñecía en la ventana trasera, supe que me llevaba algo más que recuerdos de comparsas coloridas y comida callejera.
Me llevaba la imagen de una abuela anciana cantando en quechua, su voz uniéndose a cientos de otras voces para decir lo que el poder no quería escuchar: seguimos aquí, somos parte de esto, no van a borrarnos.
La Candelaria me enseñó que la cultura no es folklore. Es resistencia. Y que a veces, el acto más revolucionario no es levantar un puño, sino bailar y cantar en tu propia lengua cuando te dijeron que no existías.
Perú todavía tenía tanto que mostrarme, tantos rincones por recorrer, tanta gente por conocer. Pero en ese momento, mirando por la ventana mientras Bolivia se acercaba, comprendí que La Candelaria había sido el regalo perfecto: no un cierre, sino una promesa.
La promesa de que hay pueblos que no se rinden. Que resisten con alegría, con color, con música. Que transforman el dolor en danza y la invisibilización en fiesta.
Y que cuando el mundo les dice "ustedes no son", ellos responden bailando: "Sí somos. Y aquí seguimos."
La sabiduría de los locales siempre marca el camino. Tras aclimatar en Cusco y completar Choquequirao —esa prueba que me había dejado las piernas rotas pero la certeza intacta—, el dilema se presentó inevitable: ¿Salkantay o regresar directamente? Fue Evelyn, en el hostel donde me hospedaba, quien trazó mi ruta con su relato de noches bajo las estrellas durante sus años universitarios. "El Salkantay te va a sorprender", dijo mientras servía mate de coca. "Pero no por las razones que esperás."
La decisión quedó sellada: el Apu Salkantay, esa mole de hielo y roca de 6,271 metros que domina el horizonte cusqueño, sería mi siguiente desafío. Lo que no sabía entonces es que la montaña sería solo el pretexto. Lo verdadero me esperaba cinco días después, en un pueblo llamado Lucmabamba.
La madrugada en Cusco olía a leña quemada y promesas por cumplir. A las cuatro de la mañana, con la ciudad aún dormida bajo un manto de estrellas frías, mis zapatillas ya golpeaban el adoquín colonial rumbo a la terminal de buses. Había recibido instrucciones precisas con esa mezcla de pragmatismo y calidez que solo los verdaderos viajeros comprenden: "Tomá el colectivo a Mollepata y de ahí, veremos. El camino siempre aparece."
Evité los taxis caros —esa trampa dorada para turistas impacientes— y subí al bus de las cinco y cuarto, cuyos asientos gastados parecían contener las huellas de mil viajes anteriores.
El destino quiso que en Mollepata me cruzara con tres franceses cuyo concepto de economía compartida rayaba en lo absurdo. "Pagás el cincuenta por ciento porque somos tres", argumentaron con esa sonrisa condescendiente que solo los avezados en el arte del viaje pueden desarmar.
"Adiós, subcampeones", les espeté en un inglés cargado de sarcasmo porteño, dejándolos con su taxi sobrevalorado.
La ironía del camino, esa justicia poética que tanto aprecio, se manifestó minutos después cuando una camioneta pickup se detuvo a mi lado. Dentro, una pareja de limeños —él con su sombrero de paja y ella con esa sonrisa que iluminaba hasta el asiento trasero— me invitó a subir.
"Vamos a Soraypampa, ¿te sirve?", preguntaron como si ya supieran la respuesta.
Así, entre risas y anécdotas de viaje, atravesamos territorios que se transformaban ante mis ojos: de los valles secos de Mollepata a las primeras estribaciones de la cordillera, donde el aire comenzaba a escasear y las nubes jugaban al escondite con los picos nevados.
Soraypampa emergió como un campamento base de película: casitas dispersas, humo de cocinas leñeras dibujando espirales en el aire frío, y el inconfundible bullicio de los arrieros preparando sus mulas. El hostal que encontré —económico hasta lo ridículo— tenía el encanto rústico de los sitios que priorizan esencia sobre comodidad.
La ironía llegó cuando, al entrar en la habitación compartida, me encontré cara a cara con los mismos franceses del taxi. El universo, claramente, tenía un sentido del humor peculiar. Sin mediar palabra —porque algunas batallas se ganan con silencio— dejé mi mochila y me preparé para el verdadero objetivo del día: la laguna Humantay.
El trekking hasta la laguna —unos siete kilómetros de ascenso con cuatrocientos metros de desnivel— comenzó bajo un sol engañosamente tímido. Cada paso sobre ese sendero pedregoso era una lección de humildad: el aire se hacía más delgado, las piernas más pesadas, pero el entorno se volvía cada vez más épico. Las laderas, vestidas con ese manto amarillento de ichu, se alzaban como murallas naturales esculpidas por gigantes.
Y entonces, tras una curva final que exigió mis últimos alientos, apareció ella: la laguna Humantay.
Las palabras sobran cuando la naturaleza habla con esa elocuencia. Sus aguas —un turquesa que parecería artificial si no fuera por su pureza absoluta— reflejaban el glaciar como un espejo ancestral. Pero lo verdaderamente mágico fue presenciar su transformación a lo largo de las horas.
Almorcé mis sándwiches —el jamón nunca supo tan bien— mientras observaba el espectáculo: primero, bajo un cielo plomizo que convertía las aguas en acero líquido. Luego, cuando el sol rompió las nubes, el turquesa estalló con una intensidad que dolía en los ojos. La lluvia llegó sin aviso, picando la superficie en mil arrugas plateadas. Y como broche, el granizo —esos diamantes efímeros que rebotaban sobre las rocas antes de fundirse en el agua.
Pasé horas allí, cambiando de posición como un pintor buscando nuevas perspectivas. Desde el mirador norte, la laguna parecía un cráter de volcán dormido. Desde la orilla oeste, el glaciar se recortaba contra el cielo con una nitidez casi surreal. Y en cada ángulo, nuevos matices de color, nuevas texturas de luz, nuevos diálogos entre el agua, el hielo y las nubes.
El descenso, ya con las piernas temblorosas, fue una meditación en movimiento. A las cinco de la tarde, de vuelta en Soraypampa, el hostal me recibió con su cena humeante —quizás la mejor sopa de quinoa que probé en Perú— y la certeza de que mañana sería otro día, otra batalla, otra belleza.
Los franceses roncaban en su litera mientras yo, acurrucado en mi saco de dormir, repasaba mentalmente cada instante de ese día que había comenzado en las calles dormidas de Cusco y terminaba aquí, en el vientre de los Andes, con el murmullo del viento anunciando la gran travesía que me esperaba al amanecer: el cruce del Salkantay, ese coloso de hielo que ya sentía respirar en la noche.
El desayuno en Soraypampa fue una ceremonia de combustible: papas andinas con queso derritiéndose como lava, huevos revueltos con quinoa, frutas cortadas en cubos perfectos que estallaban en jugo con cada mordida. Mi cuerpo, convertido en una máquina de oxígeno y kilómetros, agradeció cada caloría mientras empaquetaba el resto para el almuerzo.
A las seis de la mañana, con las primeras luces rasgando el valle, mis botas ya pisaban el sendero de piedras que serpenteaba hacia lo desconocido.
El frío matutino —menos dos grados según mi termómetro— mordía las mejillas, pero el sol pronto desplegó sus garras doradas sobre las laderas. Un cielo de contradicciones: nubes algodonosas que jugaban al escondite con el astro rey, creando un juego de luces y sombras sobre los glaciares. Por suerte, el viento —ese verdugo de las alturas— dormitaba aún en su guarida.
La subida inicial hasta Salkantaypampa (4,150 metros) fue un calentamiento brutal: cada paso sobre las rocas sueltas sentía como si el sendero se retorciera bajo mis pies. Las pocas almas que encontré eran pastores quechuas con sus rebaños de llamas, ofreciendo bolsitas de coca a cinco soles o botellas de agua que parecían surgir de la nada.
Entre Salkantaypampa y Suyrococha (4,460 metros), el territorio mutó en algo lunar: morrenas glaciares como cicatrices de la tierra, rocas pulidas por milenios de hielo, y ese silencio que solo se rompía con el crujido de mis propias articulaciones. El oxígeno escaseaba ahora —cada inhalación era un ejercicio de voluntad— y el sendero se empinaba hasta lo absurdo.
A las diez y media de la mañana, tras una curva que juraría diseñada por un sádico, apareció ante mí el Paso Salkantay (4,630 metros), marcado por un hito de piedras apiladas y banderas de oración que flameaban como últimas resistencias ante el viento que ahora sí despertaba.
El almuerzo fue un ritual de supervivencia: pan duro, queso cuajado por el frío, y un puñado de nueces que masticaba lentamente mientras contemplaba el abismo que acababa de escalar. Mis piernas —convertidas en gelatina temblorosa— protestaban ante la idea de seguir, pero el descenso hacia Rayampata (3,380 metros) era una promesa de alivio.
Lo que no esperaba era el cambio dramático que comenzó a los veinte minutos de bajada: el aire gélido se volvió tibio, las rocas grises dieron paso a musgos esmeralda, y de pronto estábamos inmersos en una neblina que olía a tierra mojada y vida.
La selva alta nos engulló con sus reglas: senderos convertidos en arroyos por lluvias recientes, lianas que se enredaban en mis bastones como serpientes vegetales, y ese sonido omnipresente de agua cayendo en cascadas invisibles. El terreno era una trampa: barro resbaladizo que ocultaba raíces traicioneras, y precipicios donde el camino se estrechaba hasta desaparecer.
En un punto, el sendero había cedido completamente —víctima de algún derrumbe reciente— y debí escalar por un risco de piedras inestables que crujían bajo mi peso. Cada paso era una apuesta, cada respiro cargado de esa humedad que empapaba hasta los huesos.
A las tres de la tarde, Collpapampa emergió entre la bruma como un milagro: casitas de madera con techos de calamina, gallinas escarbando en el barro, y el aroma a leña quemada que señalaba humanidad.
Carmen, la dueña del hospedaje, me recibió con esa timidez que esconde fortalezas ancestrales. Su oferta —ocho dólares por habitación privada, cena y desayuno— sonó a error hasta que vi el cuarto: cuatro paredes de madera con un colchón que prometía ser el cielo después del infierno selvático. El techo de chapa en V invertida amplificaba cada gota de lluvia en un concierto de percusión líquida, y las gallinas que correteaban bajo el piso de tablas completaban la experiencia rural.
La cena —sopa de quinoa espesa, seguida de trucha frita con yucas— fue acompañada por las historias del marido de Carmen, un hombre de gestos medidos y sonrisa escasa.
"Las agencias pagan cinco soles por lavar ropa a nuestras mujeres", contó entre sorbos de chicha, mientras denunciaba cómo las grandes compañías turísticas compraban terrenos para instalar glampings donde europeos pagaban quinientos dólares por fingir aventura.
"Ellos vienen a tomar fotos con nuestros niños como si fueran atracciones", escupió hacia el fuego.
Esa noche, acostado bajo mantas que pesaban como abrazos, escuché el coro de grillos y ranas que anunciaba un nuevo día. Mañana el sol brillaría sobre los cafetales de Lucmabamba, pero eso —como bien sabía Carmen— era otra página que el camino escribiría con su tinta de sorpresas.
El amanecer en Collpapampa se desvaneció entre vapores de mate de coca y el aroma a leña recién encendida. La familia que me había cobijado esa noche —cuyas manos trabajadas hablaban de cosechas y senderos— me entregó un desayuno que era más que comida: tortillas de maíz morado, huevos de gallinas criollas con ají amarillo y un chuño rebosado que pesaba en el estómago como un buen augurio.
Al despedirme, la mujer me apretó la mano con una fuerza inesperada: "Que los apus te acompañen", murmuró. Sus palabras quedaron flotando en el aire frío mientras emprendía la marcha.
El sendero se abría paso entre cañones donde los ríos, hinchados por las lluvias recientes, rugían con furia. Cruzar aquellos puentes colgantes —tablones temblorosos atados con cables oxidados— era un acto de fe. A cada paso, la madera crujía bajo mis botas mientras el viento arremolinaba el spray helado del agua contra mi rostro.
Pasé por Huiñaypoco, un puñado de casas de adobe donde los niños perseguían gallinas entre risas, y luego por La Playa, donde un anciano vendía chicha morada en vasos de lata. No vi otros caminantes; solo el rastro ocasional de mulas y el silbido de los colibríes entre las flores de kantuta.
Cuando llegué a Lucmabamba, el sol estaba en su cenit. El pueblo era una estampa: techos de calamina brillando como espejos, calles de tierra rojiza y un silencio que solo rompía el graznido de los patos en un charco cercano.
Fue en el kiosco de la esquina —una construcción precaria de madera y plástico— donde escuché por primera vez la voz de Sonia.
"¿Ya tienes dónde quedarte?", preguntó en un español dulce, modulado por el ritmo del quechua. Sus ojos oscuros, brillantes como semillas de café recién tostadas, no tenían la mirada calculadora de los que ven en el turista una billetera ambulante. Era una invitación genuina.
Acepté sin dudar.
La casa era sencilla: paredes de adobe, un corredor con macetas de geranios y una cocina donde el humo había teñido las vigas de un negro brillante. Dos mochileras brasileñas —rubias como espigas de maíz— se despedían en ese momento.
"Quedate tranquilo, aquí son buena gente", me dijeron mientras ajustaban sus mochilas.
Walter, el esposo de Sonia, apareció entonces con una bandeja de madera llena de granos de café recién cosechados. "Estamos secando la última partida", explicó, y en ese gesto cotidiano —los dedos apartando las cáscaras con cuidado— entendí que aquella familia no vivía del trekking: vivían con él, incorporándolo a su rutina sin perder un ápice de autenticidad.
Esa noche, alrededor de una mesa desgastada por generaciones de cucharas, ocurrió la magia. Sonia sirvió un chancho al palo que se deshacía entre los dedos, acompañado de papas chuño —esas joyas liofilizadas de los Andes— y una salsa de rocoto que quemaba con elegancia.
"Comé tranquilo, hay más", decía ella cada vez que mi plato se vaciaba, como si alimentarme fuera un acto de amor maternal.
Walter comenzó a hablar entonces. No de precios ni de rutas turísticas, sino de la tierra. De cómo las grandes agencias acaparaban los grupos y dejaban a las familias locales con las migajas.
"Ellos cobran ochocientos dólares por el Camino Inca, pero al que nos guía en la ladera le pagan quince soles al día", dijo, removiendo su café con un palito de canela.
Rodrigo, su hijo de diez años, interrumpió para mostrarme su cuaderno de inglés: "Quiero ser guía, pero sin engañar a la gente". En sus ojos había una determinación que desafiaba la precariedad de su contexto.
Al ver a Brigitte, la hija mayor, ayudando a limpiar en silencio, recordé algo que un viejo viajero me había dicho: "En los sitios más humildes es donde se guarda la verdadera nobleza".
Ofrecí lavar los platos. Sonia se resistió —"No, vos sos el huésped"— pero al final cedió, riéndose de mi torpeza con el balde de agua. Esa complicidad doméstica, ese compartir las tareas más mundanas, fue lo que me hizo extender mi estadía.
"Me quedo cinco días más", anuncié, y el brillo en los ojos de Sonia valió más que cualquier discurso sobre la hospitalidad andina.
Al amanecer, Walter me llevó a su chacra de café. Entre plantas de hojas lustrosas, me enseñó el arte de seleccionar los granos: "Los rojos son los maduros, los verdes esperan su turno".
Con un machete diminuto, abrió una cereza para mostrarme el grano pegajoso, envuelto en su miel vegetal. "Así sabe la tierra aquí", dijo, y me lo puso en la mano. Lo probé: dulce, ácido, terroso.
Pasamos la mañana cosechando, mis manos torpes comparadas con las suyas, que se movían con la precisión de quien lleva décadas en esa coreografía. Los otros trabajadores —campesinos de laderas vecinas— me saludaban con curiosidad pero sin hostilidad. Uno me ofreció chicha de un termo abollado. "Para que aguantes el sol", dijo.
Al mediodía, regresamos con sacos llenos. Sonia había preparado yuca frita con queso fresco —los tubérculos dorados, el queso sudando leche— y me obligó a probarlo con aguacate. "Así lo comen en la selva", dijo, y era verdad: la cremosidad del aguacate amortiguaba el crujir de la yuca, creando una sinfonía de texturas.
Por la tarde, ayudé a Walter a llevar almuerzos a los trabajadores de la zona: ollas de lentejas con chorizo que viajaban en mi mochila, calentando la espalda. Subimos por trochas embarradas hasta parcelas donde hombres y mujeres arrancaban malas hierbas bajo el sol implacable.
"Esto es para ustedes", decía Walter al entregar los tazones humeantes, y ellos agradecían con esa dignidad silenciosa de quien sabe que el trabajo compartido merece comida compartida.
Una mujer mayor, con el rostro surcado por arrugas que parecían mapas de vidas vividas, me miró fijamente: "¿De dónde sos, hijo?". Cuando le dije que de Argentina, sonrió: "Allá tienen buena carne, pero aquí tenemos mejor corazón". No era jactancia. Era certeza.
El proceso de tostado fue una ceremonia. En una sartén negra sobre el fogón, los granos crujían como piedritas bajo la lluvia. Walter removía con una cuchara de palo, narrando cómo el calor transformaba los azúcares: "Primero huele a pan recién horneado, luego a nuez, al final... ya verás".
Cuando el aroma alcanzó su punto álgido —una explosión de caramelo y humo—, los retiró del fuego. El café que bebimos después era denso, con un final prolongado que sabía a cielo y tierra fusionados.
Sonia, mientras tanto, me enseñó a cocinar su versión de papas a la huancaína. "El secreto está en el ají amarillo", me dijo, mientras molía los chiles en un mortero de piedra. "Tiene que arder, pero sin matar el sabor del queso".
Mis intentos fueron torpes —quemé el primer intento, el segundo quedó aguado— pero ella reía con esa paciencia de quien sabe que la cocina es aprendizaje, no perfección.
Al atardecer, Rodrigo me desafió a un partido en la cancha del pueblo. Corrimos tras un balón desinflado, esquivando gallinas y riéndonos de mis gambetas torpes en la altura. Sus amigos —niños descalzos con sonrisas que no necesitaban dientes completos para ser luminosas— me trataron como uno más.
"¡Pásala, gringo!", gritaban, y yo obedecía, sintiendo los pulmones arder pero el corazón ligero.
Esa noche, mientras Sonia tejía un chullo de lana de alpaca y Walter afinaba su guitarra para una tonada huayno, supo que había encontrado algo raro en los viajes: un sitio que no solo se visita, sino que se habita.
Walter me llevó a las termas naturales, escondidas en una quebrada a media hora de caminata. El agua brotaba caliente de las rocas, creando pozas humeantes donde los locales se reunían al final del día.
Me sumergí junto a campesinos que venían a aliviar músculos rotos por la jornada. Uno me contó cómo el gobierno había prometido mejorar el acceso, pero las promesas se las había llevado el viento.
"Nosotros seguimos viniendo igual", dijo, y había en su voz una resignación que no era derrota, sino terquedad: seguir viviendo a pesar de todo.
Al partir, cargué con más que el peso de mi mochila. Sonia me envolvió dos panes rellenos de queso "para el camino", Walter me regaló una bolsita de café tostado y Rodrigo, con la seriedad de un adulto, me dijo: "Cuando vuelvas, voy a hablar inglés fluido".
Brigitte, la más callada, me entregó un abrazo en el más absoluto silencio. Y en ese abrazo estaba todo: la gratitud de quien fue visto, no como turista, sino como persona.
Caminé hacia Hidroeléctrica con la lentitud del que quiere demorar la distancia. Atrás quedaban no solo cinco días, sino una lección sobre lo que significa pertenecer.
Esta familia no me había mostrado su cultura como un espectáculo, sino que me había incluido en su cotidianidad: en el cultivo del café, en las risas durante el lavado de platos, en el silencio compartido frente al fogón.
Seguí la ruta alternativa que Walter me había recomendado: un desvío poco transitado que serpenteaba entre terracitas de cultivo abandonadas. La subida fue brutal —setecientos metros de desnivel en menos de dos horas—, pero la recompensa llegó cuando las nubes se abrieron como un telón.
Allí estaban, recortados contra el cielo: Machu Picchu, Huayna Picchu y Putucusi, los tres colosos de piedra que ya conocía, pero que ahora se revelaban desde un ángulo inédito. Sin turistas, sin miradores construidos, solo las elevaciones y yo.
El guía apareció en ese momento. Un hombre de unos cincuenta años, piel marcada por décadas de sol, que lideraba un grupo de australianos. Mientras sus clientes fotografiaban el panorama con iPads, él se acercó a mí.
"¿Vas solo?", preguntó en un español perfecto.
Durante media hora, mientras descendíamos juntos, su historia fluyó como el Urubamba: "Llevo veinte años haciendo esta ruta. Antes, los viajeros preguntaban por las historias incas, por las plantas medicinales. Ahora solo quieren selfies y wifi".
Sus palabras resonaban con amargura. "Tú tienes suerte —continuó—. Vas lento, hablas con la gente, comes en sus casas. Esa es la verdadera magia del Salkantay".
Al despedirnos, me dio una palmada en el hombro. "Ojalá todos fueran como tú", dijo, y en sus ojos vi el cansancio de quien sabe que su oficio —el de contar historias— se convierte en un espectáculo vacío.
El tramo final hacia Hidroeléctrica fue una sucesión de puentes colgantes sobre ríos embravecidos. Las tablas crujían bajo mis pies, y el vapor de agua me empapaba la ropa. Pero el verdadero drama comenzó al llegar a la estación: un diluvio cayó con furia torrencial.
Me refugié con unos obreros de la empresa de trenes, que compartieron su almuerzo —arroz con huevo frito— bajo un cobertizo de láminas. "Anoche hubo derrumbes —advirtió uno, señalando la vía—. Cuidado con las piedras".
Y vaya si tenía razón. El camino a Aguas Calientes se había convertido en un campo de batalla geológico: rocas del tamaño de refrigeradoras, árboles desarraigados, grietas profundas en el terreno. En un tramo, el derrumbe había dejado al descubierto las entrañas de la ladera —capas de tierra rojiza y piedra negra como cicatrices abiertas—.
Avancé con cautela, sintiendo el peso de la mochila y la adrenalina pegajosa en las palmas.
Aguas Calientes me recibió con su caos característico. Lo que alguna vez fue un pueblo dormido al pie de las elevaciones sagradas, hoy es otra cosa: un escenario donde todos actúan.
El centro es un laberinto de restaurantes temáticos que venden "experiencias auténticas" a precios de Manhattan. Los meseros, vestidos con ponchos de fábrica, recitan menús en cinco idiomas pero no conocen el nombre de las hierbas que sirven.
Las calles están atestadas de grupos con audífonos que siguen banderas alzadas. Y el mercado artesanal es una farsa: lo que antes eran tejidos hechos a mano hoy son made-in-China con etiquetas que dicen "hecho en Perú".
Mi plan final antes de partir era claro: subir al Putucusi al amanecer para despedirme con una vista sin filtros. Pero cuando llegué al inicio del ascenso, las sogas que alguna vez servían de apoyo estaban cortadas, colgando como venas secas de la ladera.
Un chileno que merodeaba por ahí me confirmó lo que ya sospechaba: "Hace una semana rescataron a un grupo atrapado. Ahora nadie lo mantiene".
Ahí, frente a ese camino mutilado, tomé la decisión. No valía la pena arriesgarse por lo que ya ni siquiera era una aventura, sino otra víctima del descuido generalizado.
Volví sobre mis pasos, mochila al hombro, mientras el primer bus turístico del día descargaba su carga de selfie-sticks al pie de la estación.
El bus a Cusco quedó atrapado siete horas por un alud cerca de Ollantaytambo. Mientras esperábamos, un anciano sentado a mi lado señaló la ladera que seguía soltando piedras y musitó: "Ella siempre se defiende".
Y tenía razón. Porque mientras los hoteles de Aguas Calientes siguen subiendo de precio y los tours prometen "conexión espiritual express", la tierra tiembla, los ríos se desbordan y los caminos desaparecen bajo toneladas de barro.
Esa noche en Cusco, mientras cenaba en un comedor sencillo, pasé las fotos en mi cámara. Ahí estaban Rodrigo enseñándome a patear un balón de cuero gastado; Walter contando cómo su abuela leía el futuro en las hojas de coca; Sonia riéndose de mi pronunciación quechua.
Y entonces lo entendí: lo que importa no es la cumbre que no alcancé, sino las manos que me ayudaron a intentarlo.
Regresé a Cusco con las botas embarradas y el corazón lleno. No de vistas —aunque las hubo—, sino de Rodrigo enseñándome a patear sin miedo, de Sonia corrigiendo mis cortes de yuca, de Walter explicándome por qué la tierra aquí tiene memoria.
El Salkantay me dio panoramas. Lucmabamba me dio raíces.
Y cuando alguien me pregunta qué fue lo mejor del trekking, no menciono el Paso ni la Laguna. Digo simplemente: "Una familia que me adoptó por cinco días y me recordó por qué viajo".
Porque en el fondo, el verdadero lujo no está en alcanzar la cumbre. Está en encontrar, al bajar, una mesa donde te espera un plato caliente y una sonrisa que no necesita traducción.
Gracias, familia de Lucmabamba, por recordarme que los viajes no se miden en kilómetros, sino en las manos que nos tienden sin esperar nada a cambio.
La madrugada en Aguas Calientes olía a diesel y a pan recalentado. A las cuatro de la mañana, las calles ya estaban atestadas. Miles de personas avanzaban hacia la parada de buses en un silencio tenso, interrumpido solo por el arrastre de mochilas y el clic de las cámaras que algunos ya preparaban.
Me había despertado una hora antes. No por entusiasmo. Por algo más parecido al vértigo.
Mi hermana me había dado instrucciones precisas: "Comprá la entrada con anticipación. Elegí el segundo turno para Huayna Picchu, de 9 a 11. El primero solo te va a mostrar niebla." Había seguido sus indicaciones al pie de la letra. Reserva online, horario fijo, cupo limitado. Todo medido, cronometrado, empaquetado.
Pero parado en esa fila interminable, rodeado de gente que hablaba idiomas que no entendía, sentí algo que no esperaba: rechazo. No a Machu Picchu. Al sistema que lo envolvía.
Cuando Manu Chao canta "This is not success, this is not progress, this is just a collective suicide", no está exagerando. Está describiendo exactamente esto: miles de personas moviéndose como una sola masa hacia el mismo punto, consumiendo el mismo producto, tomando las mismas fotos, repitiendo el mismo gesto que millones hicieron antes.
El bus subió por la montaña en zigzag. Adentro, una pareja japonesa revisaba su itinerario. Un grupo de brasileños cantaba. Yo miraba por la ventana cómo el río Urubamba se empequeñecía abajo, convertido en un hilo plateado.
Llegué a las ocho. Tenía una hora antes de subir al Huayna. Una hora para recorrer algo que merecía días. Y entonces crucé la puerta.
No hay palabras para esto. Lo intentaré igual.
Machu Picchu no es una ruina. Es una pregunta tallada en piedra. Un acertijo que lleva quinientos años sin respuesta. Cada muro plantea un enigma: ¿Cómo movieron bloques de cincuenta toneladas sin ruedas ni poleas? ¿Cómo encajaron piedras con precisión milimétrica sin argamasa? ¿Cómo diseñaron un sistema de drenaje que sigue funcionando después de medio milenio?
Pero lo que realmente quiebra no son las respuestas que faltan. Es lo que la ciudad dice sobre quiénes la construyeron.
Caminé por la zona agrícola. Las terrazas descendían en niveles perfectos, cada una calculada para un cultivo específico, cada muro orientado según el sol. No había desperdicio. No había error. Solo diseño puro, pensado para durar eternidades.
Subí a la zona ceremonial. El Templo del Sol alineado con el solsticio de invierno. El Intihuatana marcando equinoccios con su sombra. Cada piedra cumpliendo una función astronómica, cada estructura dialogando con el cosmos.
¿Qué tipo de civilización piensa así? ¿Qué valores sostienen una sociedad capaz de tallar montañas para que conversen con las estrellas?
Me senté en una escalinata, lejos de los grupos guiados. Las nubes empezaban a levantarse. El Huayna Picchu emergía al fondo, vertical, imposible. Y en ese momento, algo se rompió adentro mío.
No fue épico. No hubo revelación mística. Fue más simple y más brutal: miré mi reloj —un reflejo estúpido— y me di cuenta de que tenía veinticinco minutos antes de subir a la otra montaña. Veinticinco minutos para algo que exigía semanas. Y entendí.
Entendí que estaba haciendo todo mal. Que había convertido el viaje en un trabajo. Que estaba midiendo experiencias en horas, marcando casilleros, cumpliendo itinerarios. Que había venido hasta el otro lado del mundo para seguir siendo eficiente.
El ascenso al Huayna Picchu fue una penitencia física. Escaleras de piedra casi verticales, agarraderas oxidadas, abismos que se abrían sin aviso. Subí jadeando, con las piernas temblando, odiando cada peldaño.
Pero arriba, cuando llegué, todo cambió.
Desde la cima del Huayna, Machu Picchu se despliega completo. Y entonces se ve: la ciudad tiene forma de cóndor. Las terrazas son las alas. La zona urbana es el cuerpo. El Intihuatana es la cabeza. Todo el diseño responde a esa geometría sagrada que solo puede apreciarse desde el cielo.
¿Cómo lo supieron? ¿Cómo diseñaron algo así sin poder verlo desde arriba?
Me quedé dos horas en la cima. Más de lo permitido. Un guardaparque me gritó que bajara. No me moví. No podía.
Porque desde ahí, con el viento golpeando y las nubes pasando a ras, algo quedó claro: había pasado los últimos años viviendo en piloto automático. Trabajo, vacaciones medidas, itinerarios ajustados. Una vida eficiente, predecible, vacía.
Machu Picchu no me ofreció respuestas. Me mostró la pregunta que había estado evitando: ¿Así querés vivir? ¿Contando días? ¿Midiendo todo?
Bajé cuando ya no quedaba nadie. Las ruinas estaban vacías. Los guardias apuraban la salida. Yo caminé despacio, tocando cada piedra como si fuera la última vez.
No sabía entonces que volvería. Que renunciaría a mi trabajo. Que regresaría a Cusco sin fecha de regreso. Que conocería a Bladimir, a Mariela, que caminaría el Salkantay y el Choquequirao sin apuro, sin agenda.
Pero en ese momento, bajando hacia Aguas Calientes con las piernas destruidas y la cabeza en llamas, algo ya había empezado a moverse.
Esa noche, en el tren de regreso, escribí en mi cuaderno: "No puedo seguir así." Cinco palabras. Nada más. Pero esas cinco palabras pesaban más que todos los años anteriores juntos.
Volví a Argentina. Me senté en mi escritorio. Encendí la computadora. Y por primera vez en mi vida laboral, cada minuto en esa oficina me dolía físicamente. Como si el cuerpo hubiera aprendido algo que la mente todavía se resistía a aceptar.
Tardé meses en tomar la decisión. Pero Machu Picchu ya la había tomado por mí.
Porque hay lugares que se visitan y lugares que te parten en dos. Machu Picchu fue de los segundos. No me dejó fotografías. Me dejó una grieta. Una fisura que se fue agrandando hasta que no quedó más remedio que atravesarla.
Y del otro lado estaba Perú esperándome. No el Perú turístico de tres días. El Perú real, el que tarda meses en revelarse, el que exige que te quedes, que te pierdas, que dejes de contar.
Ese Perú que solo conocen los que tuvieron el coraje —o la locura— de romper con todo y volver sin boleto de regreso.
Las mañanas en Cusco seguían un ritual preciso: el intercambio de sonrisas con Sonia mientras Carlos, desde su silla de plástico, proclamaba las virtudes de River Plate —"el único equipo que honra los colores del Perú"—, el café humeante en la despensa de Juan donde el tiempo se medía en anécdotas más que en minutos, el cruce diario a la lavandería donde las conversaciones triviales escondían esa calidez que ya extrañaría.
Choquequirao llegó como una pregunta directa: ¿De verdad querés esto? ¿O solo estás jugando a ser viajero?
La terminal de buses secundaria olía a combustible y pan recién horneado cuando llegué a las 7:03 AM. Los vehículos a Curahuasi dormitaban con ese letargo de los transportes que conocen su irrelevancia para los itinerarios turísticos. Cuatro horas después, el paisaje había mutado de cerros urbanos a quebradas donde el río Apurímac tallaba su firma en la roca.
En Curahuasi, ni combis ni colectivos. Solo taxistas que esgrimían precios como si hablaran en divisas extranjeras. La negociación terminó cuando una familia de agricultores —la madre cargando un atado de hierbas frescas, el niño pequeño aferrado a una bolsa de mandarinas— me incluyó en su ruta hacia el cruce. El conductor, un hombre de manos callosas que manejaba como si la carretera fuera una extensión de su cuerpo, pasó los siguientes veinte minutos explicándome por qué Alianza Lima era superior a cualquier equipo argentino mientras esperábamos el bus a Cachora.
El pueblo emergió como esos sitios que existen fuera del calendario: la iglesia blanca con su campanario torcido levemente hacia la izquierda, las casas de adobe con techos de calamina que brillaban bajo el sol de la tarde, el policía de turno que abandonó su puesto para acompañarme hasta la esquina mientras enumeraba —con precisión de cronista— cada albergue en ruta a Capuliyoc.
"Ochenta soles", dijo señalando un taxi destartalado. Tres consultas posteriores confirmaron la tarifa. Decidí caminar.
La tormenta llegó cuando llevaba dos kilómetros de ascenso, una de esas precipitaciones andinas que transforma los senderos en toboganes de lodo. Fue entonces cuando la combi apareció —chasis oxidado, parabrisas agrietado— y el conductor me gritó sobre el estruendo de la lluvia: "¡Estás yendo al abismo, muchacho!". Había tomado el desvío equivocado.
El albergue surgió entre la neblina como un espejismo: techo de paja, paredes de caña, y Luisa en la puerta con su delantal manchado de jugo de maracuyá. "Entra antes de que te lleve el río", ordenó sin preguntar mi nombre.
Su vivienda era un inventario de ausencias: fotos de hijos en Lima desplegadas sobre un mantel bordado, la chaqueta de su difunto esposo aún colgada detrás de la puerta, los cuadernos escolares de sus nietos apilados junto a una radio de transistores. Mientras me servía frutillas en un plato de hojalata, contó cómo había convertido este rincón en refugio para los pocos caminantes que se desviaban de la ruta principal.
El libro de visitas cayó frente a mí con un golpe seco. Sus páginas conservaban firmas de una década: coreanos que dibujaron corazones, israelíes que dejaron números de teléfono, un francés que escribió "Merci" con tinta corrida por la humedad.
"Firma donde ese alemán grandote dejó espacio", ordenó mientras limpiaba el vaso de gaseosa. "Los argentinos siempre escriben cosas graciosas."
Esa mujer tenía una forma particular de dar: sin ceremonias, como quien arranca una fruta del árbol y te la entrega sin mirarte, sabiendo que el hambre no necesita discursos. No era bondad de postal turística. Era la sabiduría antigua de los Andes: nadie cruza la montaña solo.
Al cerrar el libro de visitas, comprendí que su verdadero regalo no fueron las frutillas ni el techo seco, sino esa rara certeza de que, en algún rincón del mundo, existe un sitio donde tu nombre queda escrito para siempre, aunque nunca regreses.
El último tramo hasta Capuliyoc transcurrió entre bancos de niebla que se disolvían para revelar terrazas precolombinas devoradas por la vegetación. El albergue —dos estructuras de madera suspendidas sobre el abismo— alojaba a un francés que escribía poesía en servilletas y un español obsesionado con fotografiar líquenes.
En el mirador, mientras el sol caía sobre los picos nevados de la Cordillera Vilcabamba, encontré la primera prueba tangible de Choquequirao: un tramo del camino inca que serpenteaba colina abajo, los peldaños de piedra pulidos por siglos de pisadas.
El amanecer en Capuliyoc se desplegó con una claridad gélida, ese tipo de luz que corta el aire como un filo y despierta hasta a los huesos. A las seis de la mañana, ya con el desayuno —una mezcla de quinua hervida y pan de pueblo— recorriendo las venas, ajusté las correas de la mochila y empecé el descenso.
Tres mil metros sobre el nivel del mar se desvanecían bajo mis botas, rumbo al lecho del río Apurímac, que serpenteaba mil metros más abajo. La geografía aquí no perdona: cada curva del sendero era un recordatorio de que el paisaje andino se construye a base de vértigo y resistencia.
Los poblados que salpicaban el camino no merecían ese nombre en ningún mapa argentino. Eran, en el mejor de los casos, comunidades de tres o cuatro casas apiñadas en la ladera, como si el viento las hubiera arrastrado hasta allí. Chiquisca, el primero, era apenas un puñado de albergues y una despensa cerrada a esa hora, rodeada de perros flacos que olfateaban el aire con desinterés.
El tramo inicial fue una traición disfrazada de facilidad. Bajando por la quebrada, las nubes se formaban a ras del río, ascendiendo en espirales de bruma que se enredaban en los cerros. La humedad condensada dejaba un rastro fresco en la piel, mientras los arcoíris aparecían y desaparecían como guiños del clima.
El río Apurímac, crecido por las lluvias nocturnas, rugía con la furia de un animal encerrado. Me detuve en un recodo para observarlo, sintiendo el vapor de agua en la cara. Las laderas alrededor mostraban cicatrices recientes —deslizamientos de tierra, rocas desgajadas—, testimonios mudos de la fuerza con la que la tierra se reacomoda aquí.
Fue allí donde me reencontré con Javier, el español, y Antouan, el francés, dos figuras esporádicas en mi camino. Los tres compartíamos el mismo ritmo errático: avanzar sin prisa, pero sin pausa, midiendo las fuerzas como quien administra un recurso finito.
La subida a Santa Rosa Baja fue el primer acto de crueldad topográfica. Después de cruzar el río, el sendero se empinó como si alguien hubiera decidido clavar la ladera en un ángulo imposible. Los músculos ardían, los pulmones se negaban a aceptar que el aire a esta altura es una promesa incumplida.
En Santa Rosa Baja, una familia me recibió con la hospitalidad cansina de quien está acostumbrado a ver pasar viajeros exhaustos. Los niños, descalzos y curiosos, me rodearon pidiendo juegos, mientras la madre me ofreció una Gatorade que supo a salvación líquida.
Santa Rosa Alta llegó después de otro tramo de tierra y piedras, pero fue Marampata la que exigió el tributo más alto. Siete kilómetros de ascenso puro, sin tregua, sin falsas mesetas que engañaran al cuerpo. Cada zigzag del sendero era una burla, un recordatorio de que la ladera no concede regalos.
Los locales que me crucé —un par de campesinos con sombreros de paja y miradas escépticas— me aseguraron que faltaba "poquito". Mentira piadosa. En los Andes, "poquito" puede significar una hora más de agonía vertical.
Llegué a Marampata con las piernas convertidas en gelatina y el cerebro oxidado por el esfuerzo. El pueblo, un conjunto de casas dispersas colgando del cerro, tenía esa aura de sitio detenido en el tiempo. Me alojé en el primer albergue disponible, una construcción de adobe con techos de calamina, y pedí un almuerzo que fuera proporcional al hambre acumulada.
Mientras esperaba, bajo la sombra de un árbol, observé las terrazas incas que escalaban la ladera frente a mí. Esas líneas geométricas talladas en la tierra eran más que agricultura: eran un mensaje cifrado de una civilización que entendió el territorio como un diálogo, no como una conquista.
El sol de la tarde doraba las laderas, y por primera vez desde que había empezado la caminata, sentí esa rara mezcla de agotamiento y euforia que solo aparece cuando el cuerpo ha sido llevado al límite y el entorno te devuelve la mirada.
El posadero de Marampata, un hombre de manos callosas y sonrisa escéptica, me había advertido la noche anterior: "El noventa por ciento de los viajeros no llegan hasta aquí en un solo día". Cuando le relaté mi ruta desde Capuliyoc, sus cejas se arquearon en un gesto que mezclaba admiración y preocupación. "Eso es una locura, che. Mucho tiempo, demasiada exigencia."
No mentía. Pero a las cinco de la mañana, con el desayuno apenas asentándose y la mochila ajustada, empecé la subida final.
Lo que vino después no fue caminata. Fue aritmética perversa.
Cada curva prometía ser la última, pero el sendero se multiplicaba. No era cansancio físico: era la comprensión de que la montaña te estaba midiendo. No tu resistencia, sino tu capacidad de seguir cuando todas las señales racionales dicen "basta".
A mitad de la subida, las piernas dejaron de responder como músculo y empezaron a operar como fe. Ahí entendí que subir no era una decisión del cuerpo, sino de algo más terco. Orgullo, sí. Pero más profundo: la certeza de que si bajaba ahora, Choquequirao quedaría como "el sitio que casi vi". Y después de Machu Picchu, Puno, Palcoyo... ya no podía vivir con "casi".
En Marampata —el último punto antes del parque— una mujer me entregó una limonada helada. Helada. A esa altura, con ese calor. Diez soles que pagué como si fueran oro, porque ese acto de anticipación —alguien había pensado en mí antes de que llegara— fue más refrescante que el líquido mismo.
Javier apareció una hora después, con su barba despeinada y ritmo constante. Caminamos en silencio, como si hablar rompiera el hechizo: quebradas verdes salpicadas de terrazas incas, ríos que cortaban el sendero con furia estacional, y el barro pegajoso —herencia de las lluvias nocturnas— que añadía un desafío extra a cada paso.
La entrada al parque fue un anticlímax burocrático: un letrero desgastado, un registro improvisado, y luego... la nada. Solo Antouan, el francés, merodeando entre las estructuras de piedra como un fantasma moderno.
Pero el verdadero drama era el clima. Choquequirao se había envuelto en un manto de nubes tan espesas que apenas se distinguían los contornos de las ruinas. Era como mirar a través de un velo húmedo. Maldecí en voz baja, no por ira, sino por esa frustración única del viajero que sabe que la belleza está ahí, pero se niega a mostrarse.
La espera fue un ejercicio de paciencia. Hora y media agazapados en un mirador, observando cómo las nubes jugaban al escondite con el sol.
Hasta que, de pronto, como si alguien hubiera levantado un telón, la luz irrumpió.
Y entonces, Choquequirao se reveló en toda su magnitud: terrazas agrícolas escalando las laderas como costuras en piel de tierra, canales de riego que brillaban como venas de plata, y edificaciones de piedra tan precisas que parecían talladas por gigantes.
Solo el cuarenta por ciento del sitio está excavado; el resto duerme bajo la vegetación, esperando.
Recorrí el complejo con la avidez de quien teme que el espectáculo desaparezca. Cada rincón era una lección de ingeniería y cosmovisión: los incas no construyeron sobre la ladera, sino con ella. Los canales seguían el pulso del agua, las terrazas imitaban los estratos geológicos, y hasta las piedras menores estaban colocadas para resistir terremotos.
Javier señaló un conjunto de andenes en forma de espiral: "Parecen un mandala". No exageraba. Era arte, agricultura y astronomía fundidos en piedra.
Machu Picchu puede ser más grandioso, pero Choquequirao es más íntimo. Aquí, la ausencia de multitudes permite escuchar el susurro de la historia: el viento silbando entre las puertas trapezoidales, el rumor lejano del Apurímac, el crujido de los líquenes bajo los pies.
En un momento, me detuve frente a un ushnu —plataforma ceremonial— y cerré los ojos. La vibración era palpable, como si las piedras retuvieran aún los ecos de las ofrendas.
Comprendí algo brutal entonces: Machu Picchu me mostró la pregunta. Choquequirao me mostró quién la responde: yo solo, sin multitudes que validen mi experiencia, sin fotos que compartan lo que vivo. Fue la primera vez en todo mi viaje donde no había nadie más para confirmar: "¿Viste lo mismo que yo?". Solo yo y las piedras.
Al atardecer, cuando ya había explorado los senderos principales —incluyendo dos rutas secundarias que regalaban vistas de vértigo sobre el cañón—, emprendí el descenso. La bajada hasta Chiquisca fue un tránsito físico y emocional: las piernas mecánicas, la mente aún flotando entre ruinas.
Llegué al pueblo ya entrada la noche, donde Roberta, una mujer de rostro curtido y sonrisa cálida, me esperaba con una habitación improvisada y un plato de lentejas humeantes.
Mientras cenábamos, me habló de Chiquisca como quien narra una elegía: solo tres familias quedaban, incluida la suya. "Los viejos se irán pronto, y los jóvenes ya no quieren esta vida", dijo, mirando el fuego.
Ahí entendí que yo era testigo de algo que se estaba muriendo. Chiquisca no era pintoresco: era una elegía en tiempo real. Y yo, caminante extranjero, estaba presenciando las últimas décadas de una forma de vida milenaria.
Viajar no es solo moverse. Es documentar con tu presencia lo que está desapareciendo. Sos archivo vivo de mundos que se extinguen.
Me acosté con esa mezcla de agotamiento y éxtasis que solo conocen los caminantes. Al día siguiente vendría el regreso a Capuliyoc, pero esa noche, bajo un techo de calamina y el rumor del río, supe que había vivido algo irrepetible: diálogo puro con una civilización que aún respira entre las piedras, lejos del ruido del mundo.
El último amanecer en Chiquisca llegó envuelto en ese silencio peculiar de las alturas, donde hasta el aire parece contener la respiración. A las seis en punto, con las primeras luces filtrándose entre los cerros, emprendí el tramo final.
Roberta me había entregado un panecillo aún caliente y un consejo: "Si corrés, quizás atrapés algún taxi en Capuliyoc que lleve viajeros a Curahuasi".
En el camino, me reencontré con Javier, cuyo paso cansino pero constante delataba que él también había vivido esos días con la misma intensidad. Caminamos juntos los últimos kilómetros, esa ruta ya familiar donde cada curva desvelaba recuerdos recientes: el crujido de las piedras bajo las botas, el olor a menta silvestre que brotaba entre las grietas del sendero, el último arcoíris despidiéndose sobre el Apurímac.
Capuliyoc nos recibió con su plaza desierta y un café improvisado en una mesa de plástico. Preguntamos a los locales sobre transportes —la misma cantinela de siempre: taxis esporádicos, hacer dedo o resignarse a seguir a pie—.
Fue entonces cuando la casualidad intervino. Al salir del baño, me topé con una pareja peruana que cargaba sus mochilas con la urgencia de quien tiene un bus que alcanzar. "¿Hacia dónde van?", les pregunté.
La mujer, con una sonrisa que parecía sacada de un cuadro de hospitalidad andina, respondió sin vacilar: "A Curahuasi. Súbanse, los llevamos".
Un milagro, como ella misma lo llamó. Y así, entre risas y el traqueteo de la camioneta por la carretera sinuosa, el viaje se convirtió en una despedida colectiva.
De Curahuasi a Cusco fue solo cuestión de esperar el llenado del bus —ese ritual sudamericano donde el tiempo se mide en bocinas y voces de cobradores—.
Choquequirao fue el último sitio donde Perú me preguntó: ¿De verdad querés esto? ¿O solo estás jugando a ser viajero?
Le respondí con cuatro días de barro, músculo roto y soledad elegida. Y cuando bajé, con las botas destruidas y la certeza grabada en los huesos, supe que Salkantay y Ausangate me esperaban.
Porque ya no se trataba de visitar. Se trataba de entender que algunos territorios solo existen si estás dispuesto a sangrarlos. Y que ese tributo no es injusto: es necesario. Porque cuando algo cuesta, lo vivís con una intensidad que lo fácil nunca permite.
Choquequirao no me ofreció respuestas. Me recordó que hay belleza que exige precio. Y que ese precio —el sudor, el dolor, la soledad— es lo que la convierte en tuya para siempre.