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Perú trasciende la geografía. Es un códice vivo donde los Andes no son cordillera, sino vértebras de piedra que sostienen mitos de Wiracocha. Aquí, las nubes se enredan en picos nevados como ofrendas a Apus, mientras el río Urubamba teje quipus de agua bajo la sombra de terrazas incas. No hay fronteras, solo capas: barroco andaluz fundido con adobe chimú, iglesias que crecen sobre huacas y mercados donde el quechua negocia con el siglo XXI.
El Qhapaq Ñan -ese hilo nervioso del Tawantinsuyo- desvela otro Perú: senderos que escalan abismos para llegar a Choquequirao, la hermana rebelde de Machu Picchu; tambos coloniales convertidos en posadas de altitud donde el soroche se cura con hojas de coca. En el Valle Sagrado, el maíz crece en espirales dorados y las piedras de Ollantaytambo aún guardan estrategias de guerra contra los conquistadores.
La costa desértica es un espejo de paradojas: Lima, laberinto de balcones moriscos que olfatea el Pacífico mientras el ceviche se macera en limo de Chulucanas; oasis de Huacachina donde las dunas tragan buggies como dioses modernos; y puertos como Huanchaco, donde los caballitos de totora desafían al oleaje igual que mil años atrás. Aquí, las Líneas de Nazca no son dibujos, son claves astronómicas grabadas en piel de planeta.
La Amazonía peruana respira distinto: Iquitos, ciudad flotante que sueña con fiebres de caucho; ríos color té pu-erh donde los delfines rosados traducen leyendas shipibo; y árboles que alojan ayahuascas como venas verdes. En Madre de Dios, el oro ilegal excava cicatrices, pero tambores invisibles protegen tribus no contactadas que aún cazan con cerbatanas de estrellas.
Este territorio habla en 48 lenguas oficiales: el español de Garcilaso se mezcla con aimara lacustre en el Titicaca, asháninka en la selva central y quechua chanka en Ayacucho. Su espiritualidad estalla en danzas de tijeras que desafían la gravedad, en mesas rituales donde el curandero negocia con espíritus y en cruces de cerros donde el paganismo bebe de cálices católicos.
Para quien llega, Perú no se recorre: se desentraña. Exige olvidar guías turísticas para entender cómo el susurro de los mantos paracas dialoga con el trap callejero en Barranco, por qué los mercados de Huaraz venden hierbas anticáncer junto a papas nativas de 3,000 variedades. Donde cada cerro es un apu vigilante, cada playa guarda batallas entre pescadores y olas bravas, y cada bocado de rocoto relleno quema con el fuego de Pachamama.
Lee la Historia del PerúCapital: Lima
Población: 33.9 millones (2023)
Idiomas: Español (oficial), además de lenguas cooficiales como el quechua y el aimara en algunas regiones.
Superficie: 1,285,216 km² (3º país más grande de América del Sur)
Moneda: Nuevo sol (PEN), 1 USD ≈ 3.75 PEN (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Predomina el cristianismo (catolicismo), aunque también hay una creciente presencia de otras religiones.
Alfabetismo: 94.5% (aproximadamente)
Educación y sanidad: Perú ha mejorado mucho en términos de acceso a la educación y la salud, aunque aún existen diferencias entre áreas urbanas y rurales. El sistema educativo es gratuito hasta el nivel secundario, y la sanidad pública está disponible, pero se complementa con seguros privados.
Trabajo: La economía peruana está centrada en la minería, la agricultura, el turismo y la pesca. Aunque ha crecido en las últimas décadas, el desempleo y la pobreza siguen siendo problemas en ciertas regiones.
Deporte más popular: Fútbol.
Seguridad: Perú es generalmente un país seguro, aunque se recomienda tener precaución en áreas turísticas y en algunas ciudades, como Lima, debido a la presencia de delitos menores como los robos.
Ciudadanos latinoamericanos: Los ciudadanos de varios países latinoamericanos (incluyendo Argentina, México, Colombia, entre otros) pueden ingresar a Perú sin visa por un período de hasta 90 días, como parte de acuerdos de libre tránsito.
Proceso de entrada:
Requisitos al ingresar:
Enlaces oficiales:
Los precios de hospedaje en Perú varían según la ubicación, siendo más caros en destinos turísticos populares como Cusco, Arequipa, Lima y el Valle Sagrado. Sin embargo, fuera de temporada alta y en zonas menos turísticas, es posible encontrar opciones más económicas. Además, Perú tiene dos estaciones principales: la seca y la lluviosa, y en la segunda, los precios suelen ser más bajos.
Lima:
Temporada seca: 8 USD por noche
Temporada lluviosa: 6 USD por noche
Cusco:
Temporada seca: 8 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Huaraz:
Temporada seca: 8 USD por noche
Temporada lluviosa: 6 USD por noche
Caraz:
Temporada seca: 8 USD por noche
Temporada lluviosa: 4 USD por noche
Iquitos:
Temporada seca: 10 USD por noche
Temporada lluviosa: 6 USD por noche
Aguas Calientes (Machu Picchu):
Temporada seca: 18 USD por noche
Temporada lluviosa: 12 USD por noche
Pueblos del Trekking de Salkantay:
Temporada seca: 12 USD por noche (incluye cena y desayuno)
Temporada lluviosa: 8 USD por noche (incluye cena y desayuno)
Trekking del Choquequirao:
Temporada seca: 10 USD por noche (incluye cena y desayuno)
Temporada lluviosa: 6 USD por noche (incluye cena y desayuno)
Puno:
Temporada seca: 9 USD por noche
Temporada lluviosa: 7 USD por noche
Ica:
Temporada seca: 9 USD por noche
Temporada lluviosa: 7 USD por noche
Paracas:
Temporada seca: 9 USD por noche
Temporada lluviosa: 7 USD por noche
Autobuses:
Lima:
Cusco:
Arequipa:
Puno:
Huaraz:
Vuelos Internacionales:
Vuelos Locales:
Para más detalles sobre los trekkings, como Salkantay, Choquequirao o Lagunas de Ausangate, visita la sección "Ver Mis Aventuras" en nuestro sitio.
Clima general en Perú: Perú tiene una gran diversidad de climas, desde las altas montañas de los Andes hasta la calidez de la costa y la humedad de la Amazonía. La mejor época para viajar es durante la temporada seca, que va de abril a octubre, especialmente si planeas visitar Machu Picchu o las regiones de los Andes.
La mejor época para visitar Cusco es durante la temporada seca, de abril a octubre. Las temperaturas son agradables y las lluvias son mínimas, lo que hace de este período la temporada alta. Sin embargo, si prefieres evitar las multitudes y los precios elevados, puedes considerar los meses de noviembre a marzo, aunque las lluvias son más frecuentes.
Lima tiene un clima templado durante todo el año. La mejor época para visitarla es durante el verano (diciembre a marzo), cuando el clima es cálido y soleado. Si prefieres un clima más fresco, los meses de junio a septiembre son ideales, aunque hay algo de neblina, especialmente en la mañana.
La mejor época para visitar Áncash y Huaraz es de abril a octubre, durante la temporada seca. Este período es perfecto para realizar trekkings, como el famoso Huascarán. Durante la temporada de lluvias (noviembre a marzo), las caminatas pueden volverse más difíciles debido a la humedad y las lluvias frecuentes.
La mejor época para visitar Ica y Paracas es durante la temporada de verano (diciembre a marzo), cuando el clima es cálido y seco. Estos meses son ideales para disfrutar de las playas de Paracas y las dunas de Ica. Si prefieres temperaturas más frescas, los meses de abril a noviembre son adecuados, aunque son más frescos y agradables.
La mejor época para visitar Puno es de mayo a octubre, cuando el clima es seco y las temperaturas, aunque frías, son agradables para explorar la región y el Lago Titicaca. En la temporada de lluvias (noviembre a marzo), las temperaturas son moderadas, pero las lluvias pueden dificultar las actividades al aire libre.
La mejor época para realizar el trekking de Choquequirao es durante la temporada seca, de abril a octubre. Las lluvias en la temporada baja (noviembre a marzo) pueden hacer el trekking más desafiante. Además, este trekking es una opción menos concurrida que el Camino Inca, por lo que puedes disfrutar de paisajes impresionantes sin la aglomeración de turistas.
El trekking de Salkantay también es ideal entre abril y octubre, cuando las rutas están secas y son más accesibles. Las temperaturas pueden ser frías, especialmente en las altas montañas durante la noche. Durante la temporada de lluvias (noviembre a marzo), las rutas pueden estar resbaladizas y más difíciles de recorrer debido a las precipitaciones y la nieve.
Telefonía móvil: Las operadoras más económicas en Perú son Claro y Movistar. Puedes consultar sus planes y adquirir una SIM en sus sitios web:
Robos en ciudades: En las grandes ciudades, ten en cuenta los típicos robos de billeteras o celulares, especialmente en áreas turísticas. Siempre mantén tus pertenencias cerca y evita mostrar objetos de valor. Toma precauciones en el transporte público y en lugares con mucha aglomeración de personas.
Seguridad en trekkings: Cuando realices trekkings, es fundamental planificar con anticipación. Si decides hacerlo por tu cuenta, asegúrate de obtener toda la información posible sobre la ruta. Puedes perderte fácilmente en los extensos caminos. Descarga mapas, avisa a los locales o a tu hospedaje sobre tu itinerario y consulta siempre con ellos sobre las rutas más seguras. La información sobre cada trekking estará más detallada en la sección de 'Ver mis Aventuras'.
Si vas a salir de los centros turísticos tradicionales, lleva efectivo contigo, ya que en algunas zonas remotas puede ser difícil encontrar cajeros automáticos.
Perú es un manjar cultural. Antes de tu viaje, averigua en el Ministerio de Cultura las festividades que ocurren durante tu estancia. Por ejemplo, la fiesta de la Candelaria en Puno es una de las celebraciones más impresionantes del país.
Si vas a realizar viajes largos en bus, considera viajar de noche. Esto te permitirá ahorrar en alojamiento y aprovechar al máximo tu tiempo de viaje.
Alejarse de las zonas turísticas es clave para disfrutar de la auténtica gastronomía peruana a precios bajos. La comida peruana es de las mejores del mundo, y si sigues los pasos de los locales, podrás disfrutar de platos deliciosos a precios muy accesibles. Presta atención a los lugares donde comen los peruanos y no dudes en preguntar.
Perú es un país muy turístico, pero si desarrollas tus actividades de forma independiente, utilizando transporte público y hospedándote en lugares de locales, puedes ahorrar muchísimo dinero. No sigas las rutas de las agencias turísticas, contacta directamente con los peruanos. Son personas increíbles, y además ayudas a la economía local.
Descubre los mejores lugares para visitar en Perú, con consejos útiles para disfrutar de tu experiencia en este país lleno de historia, cultura y paisajes impresionantes.
Perú no es un país, sino un diálogo imposible: los Andes cortan el cielo con picos de hielo milenario mientras la Amazonía exhala un aliento verde que humedece hasta los huesos, y en la costa, el desierto se desangra en playas donde el Pacífico escribe versos salados. Aquí, el pasado no es reliquia, sino savia que sube por las raíces de ceibas centenarias y por los cables de fibra óptica en Miraflores. ¿Cómo explicar una tierra donde las huacas preincas se funden con cemento, donde los quipus se descifran en algoritmos, y donde el susurro de los muertos en Chan Chan compite con el trap de jóvenes que riman en quechua y español?
En Cusco, las piedras incas —encajadas como rompecabezas cósmicos— sostienen iglesias barrocas que brillan con el oro de Atahualpa. Más allá, en las entrañas del Vilcabamba, Choquequirao emerge como un secreto que exige cuatro días de trekking bajo la mirada del Apu Salkantay, donde cada paso sobre piedras incas es un diálogo con chaskis fantasmas. Los mercados de San Pedro no venden frutas, sino colores: el rojo del rocoto, el morado de la chicha, el amarillo de la papa huayro que sabe a tierra y resistencia. Y en la Plaza de Armas, turistas con ponchos hechos en China fotografían a niñas con trenzas y polleras que cargan llamas de peluche, mientras los fantasmas de los inkas observan desde los balcones coloniales, burlándose de los relojes.
La Amazonía es un útero húmedo donde el tiempo se disuelve: los shipibo-conibo tejen visiones de ayahuasca en telares que son mapas del universo, los delfines rosados trazan espirales en ríos negros que reflejan constelaciones desconocidas, y en Iquitos, mototaxis pintados de neon esquivan puestos de juane envueltos en hojas de bijao, donde el aroma a guayaba se mezcla con el humo de cigarrillos brasileños.
En Lima, el caos es una coreografía: taxistas que maldicen en spanglish, chefs que destazan pulpos en mercados mientras debaten sobre Foucault —el filósofo francés que diseccionó el poder—, y en Barranco, poetas borrachos recitan versos a la luna junto a murales que gritan consignas políticas. El ceviche —acto alquímico de pescado crudo, limón y ají— no es comida: es un ritual donde el mar se rinde a la ciudad, donde la frescura del lenguado se enfrenta al camote dulce en una danza que termina con un sorbo de leche de tigre, caldo que quema y cura.
Los Andes son un altar de paradojas: en Huancavelica, mineros que escarban plata bajo tierra helada beben chicha en vasos de plástico, mientras en las rutas del Salkantay, mochileros siguen huellas de arrieros que aún cargan papas en llamas, cruzando pasos de 4,600 metros donde el viento canta en quechua. El Titicaca no es un lago, sino un espejo donde el cielo aimara se refleja en balsas de totora que navegan hacia islas flotantes, donde niños aprenden a tejer antes que a escribir, y donde las estrellas son más brillantes porque el aire, enrarecido por la altura, las acerca a la tierra.
¿Y la costa? Un desierto que guarda secretos: las huacas de adobe en Trujillo, testigos mudos de sacrificios moche, vigilan centros comerciales donde adolescentes compran sneakers. En Máncora, surfistas australianos caballan olas al atardecer, mientras pescadores arrojan redes como lo hicieron sus abuelos, indiferentes a los turistas que Instagramean el momento con cerveza en mano.
Perú no se visita: se inhala, se mastica, se suda. Es el único lugar donde un mendigo en Puno puede recitarte poemas en aymara, donde un guía de Choquequirao te cuenta cómo su abuelo encontró monedas incas al arar la tierra, donde un chullo tejido contiene más historia que un libro de texto, y donde cada bocado de lomo saltado —esa fusión imposible de res, soya y ají— sabe a conquista, migración y resistencia. Al partir, no llevas recuerdos, sino heridas dulces: el eco de quenas en el Cañón del Colca, el sabor del pisco que arde en la garganta, el misterio de Nazca, cuyas líneas solo se entienden desde el cielo... o quizás desde el alma.
Regresas con más preguntas que respuestas, sabiendo que Perú no es un destino, sino un telar donde cada hilo —indígena, criollo, amazónico— teje una verdad distinta. Y en el avión, mientras el piloto anuncia el aterrizaje, juras escuchar, entre el ruido de turbinas, el latido de un cajón que repite: «Vuelve, vuelve, vuelve».
El avión hendió la neblina matinal como un cuchillo atraviesa la piel de un fruto maduro. Al descender, las montañas circundantes emergieron como guardianes pétreos de un secreto milenario. Cusco no se anuncia: se impone. Esa mañana, mientras arrastraba mi equipaje por calles empedradas que resonaban con ecos de imperios desaparecidos, comprendí que ninguna guía de viaje podría prepararme para la densidad histórica que palpita en cada rincón de esta ciudad que fue ombligo del mundo.
La grandeza de Cusco comienza donde terminan los ojos del turista apresurado. Bajo la fachada colonial de la Catedral, cuyos cimientos devoraron las piedras del Kiswarkancha (palacio de Inca Roca), yace la verdadera arquitectura del poder. Los muros incas no fueron simplemente colocados, sino concebidos como seres vivos. Cada bloque de andesita verde en la calle Hatunrumiyoc contiene una historia molecular: canteras a tres días de camino, sistemas de transporte que desafían la física moderna, superficies pulidas con arena y agua hasta alcanzar ese acabado espejado que aún hoy desconcierta a los ingenieros.
Mi vagabundeo sin rumbo me condujo a un comedor donde el humo de la leña de eucalipto se entrelazaba con los aromas de la cocina ancestral. La señora Micaela, cuyas manos surcadas de arrugas profundas como los surcos andinos, preparaba un banquete que era mapa del Tahuantinsuyo: papas nativas de colores que recordaban los tejidos de Coricancha, rocotos rellenos que explotaban con los sabores de la Amazonía, chicha morada que llevaba en su fermentación el secreto de los chasquis. Al rechazar esa bebida púrpura, estaba negando inconscientemente un legado que fluye por venas invisibles desde Machu Picchu hasta las favelas de Río.
Huascarán: 6,768 m de roca y hielo
Chavín de Huántar: laberintos bajo tierra
Al ascender al complejo que corona la ciudad, el viento transportaba murmullos de batallas antiguas. Sacsayhuamán no es una fortaleza, sino un tratado de geometría sagrada escrito en piedra. Los bloques ciclópeos que los españoles atribuyeron a demonios encajan con una precisión que nuestras modernas construcciones no igualan. Cada ángulo, cada curva, cada superficie pulida responde a cálculos astronómicos que transformaban la arquitectura en calendario. Hoy, mutilado por la codicia colonial, sigue enseñando lecciones de resistencia: las mismas piedras que Pizarro usó para construir iglesias siguen vivas bajo el yeso, esperando su hora.
Al caer la noche, cuando los últimos buses turísticos se alejan rumbo a hoteles climatizados, Cusco revela su verdadero rostro. En el barrio de San Blas, los talleres de artesanos mantienen viva la tradición del tumi (cuchillo ceremonial) bajo luces de neón. El río Saphy, encadenado en tuberías bajo la avenida El Sol, sigue cantando su canción de agua prisionera. Y en los mercados nocturnos, donde las sombras alargan las formas de los vendedores, aún se intercambian hierbas medicinales que no aparecen en ningún compendio farmacéutico.
Siete días en Cusco desdibujaron mis nociones de pasado y presente. Esta ciudad no se conforma con ser visitada; exige ser interpretada como un códice tridimensional donde conviven múltiples temporalidades. Cada amanecer que baña primero las piedras del Qorikancha no es una casualidad astronómica, sino una reafirmación deliberada de un orden cósmico que sobrevivió a la conquista.
Al prepararme para el viaje al Valle Sagrado, descubrí que había adquirido una nueva forma de ver: ya no como turista que colecciona postales, sino como arqueólogo de lo viviente, capaz de discernir los estratos de historia que palpitan bajo cada baldosa. La Cusco contemporánea, con sus bares de mezcal y agencias de viajes, es apenas un velo transparente sobre una realidad más profunda donde el tiempo circular de los incas continúa su giro silencioso.
Lo extraordinario no son los monumentos que todos fotografían, sino los vestigios que resisten en los intersticios: el muro inca convertido en cimiento de una pizzeria, la escalinata precolombina que conduce a un estacionamiento, los mercados donde el trueque ancestral coexiste con el pago digital. Cusco no es museo ni escenario, sino organismo vivo que digiere siglos sin perder su esencia, demostrando que las civilizaciones verdaderamente grandes nunca mueren - solo se transforman en algo que los conquistadores no logran reconocer ni destruir.
Huascarán: 6,768 m de roca y hielo
Chavín de Huántar: laberintos bajo tierra
El camino serpenteante desde Cusco descendía entre curvas que revelaban, a cada giro, un nuevo plano de este valle que late como corazón del antiguo Tahuantinsuyo. El aire olía a tierra húmeda y hierbas aromáticas, una mezcla que los incas hubieran reconocido inmediatamente. No iba como turista, sino como heredero tardío de una cosmovisión que transformó estas montañas en arquitectura.
Las primeras luces del alba bañaban las terrazas de Pisac cuando inicié el ascenso. Estas no son simples escalones agrícolas, sino las páginas de un tratado de hidroingeniería escrito en andesita y barro. Los incas no construyeron sobre el paisaje, lo reinterpretaron: cada curva de las andenerías sigue el movimiento aparente de la Vía Láctea durante el solsticio de junio, mientras los canales de irrigación reproducen en miniatura el curso del río Urubamba.
En la cima, el Intihuatana se alza como testigo pétreo de una astronomía práctica. Este reloj solar vertical marcaba no solo las estaciones, sino los momentos precisos para plantar quinua o trasladar rebaños de llamas. Los almacenes circulares que coronan el complejo -qollqas- conservaban granos hasta por cuatro años gracias a sistemas de ventilación que estudié con incredulidad: corrientes de aire canalizadas entre piedras que mantenían temperatura constante sin tecnología alguna.
El pueblo actual, tendido como un manto sobre la falda de la montaña, guarda memorias vivas. En el mercado dominical, doña Agustina, tejedora de Chahuaytire, me mostró cómo los diseños de su manta reproducen los mismos patrones geométricos que aparecen en los muros incas. "Los abuelos sabían leer el cielo en los tejidos", dijo mientras sus dedos movían el huso con precisión milimétrica.
El Willkamayu -nombre original del Urubamba- no es simple corriente de agua, sino una deidad que los incas domesticaron con reverencia científica. En Moray, el anfiteatro circular de terrazas concéntricas que visité al mediodía, comprendí por primera vez la magnitud de su ingenio agronómico.
Cada nivel de estas depresiones naturales modificadas crea un microclima distinto, con variaciones térmicas de hasta 15°C entre el fondo y la superficie. Los agricultores imperiales experimentaron aquí con más de 3,000 variedades de papa y 700 de maíz, adaptando cultivos a altitudes extremas. Al probar una mazorca morada que un campesino me ofreció, su dulzor terroso me reveló sabores que ninguna modificación genética moderna podría replicar.
El río mismo fue transformado en herramienta política. Los acueductos que recorren el valle no siguen la lógica hidráulica convencional, sino trayectorias rituales: algunas fuentes (paqchas) fueron diseñadas para que el sonido del agua al caer imitara el canto de aves específicas, marcando así los periodos de siembra sin necesidad de calendarios escritos.
Cuando el sol comenzaba su descenso hacia el peñón de Pinkuylluna, las piedras rosadas de Ollantaytambo adquirían tonos carmesí. Este no es solo un sitio arqueológico, sino un pueblo que respira historia por sus poros. Las calles empedradas que recorrí conservan el trazado original inca, con canales que en época de lluvias se convierten en ríos rituales.
La fortaleza que corona el complejo cuenta una historia de resistencia. Aquí, en 1536, Manco Inca derrotó temporalmente a las fuerzas de Pizarro usando el paisaje como arma: desvió el curso del río para inundar los campos de batalla y aprovechó los almacenes elevados para resistir el asedio. Los bloques megalíticos del Templo del Sol, traídos desde canteras a 6 km de distancia mediante un sistema de rampas que aún desconcierta a ingenieros, quedaron como testimonio inconcluso de lo que pudo ser.
En la plaza principal, mientras cenaba una sopa de quinoa en un comedor familiar, el dueño me señaló las ventanas trapezoidales de su casa. "Estas paredes han visto pasar españoles, libertadores y turistas", dijo con una sonrisa que escondía siglos de resiliencia. "Pero los cimientos son los mismos que sostuvieron al Inca".
Esa noche, alojado en una casona colonial construida sobre bases incas, soñé con arquitectos imperiales que tallaban montañas con cinceles de bronce. El Valle Sagrado no se revela como mero itinerario de postales, sino como pedagogía silenciosa sobre la simbiosis posible entre cultura y geografía. Cuando las primeras luces del alba rasgaron la neblina, el estruendo de un motor diésel anunciaba la partida del bus hacia Hidroeléctrica, su escape negro dibujando jeroglíficos efímeros en el aire frío.
Vista panorámica del Valle Sagrado
La camioneta trepaba por la ruta de tierra cuando el primer rayo de sol iluminó las laderas del Ausangate, revelando su perfil nevado como un gigante dormido. La muña hirviendo en mi termo desprendía un aroma mentolado que se enredaba con el olor a combustible del vehículo. Aún no comenzaba la caminata y ya sentía cómo la altitud comprimía mis pulmones, como si una mano invisible los estrujara con suavidad cruel.
El sendero serpenteaba entre pastizales donde las alpacas masticaban con indiferencia filosófica. A medida que ganábamos altura, el aire se volvía tan delgado que cada inhalación era un ejercicio de voluntad. Las primeras franjas de color aparecieron gradualmente: no esos tonos chillones de las postales, sino matices sutiles que cambiaban con la inclinación de la luz.
Vinicunca, como la llaman los guardianes quechuas de Pitumarca, no es un accidente geológico sino una página abierta del gran libro andino. Los minerales oxidados que tiñen sus laderas —el hierro sangrante, el sulfuro que brilla como oro falso, la clorita que murmura secretos vegetales— son las huellas dactilares de la Pachamama. Los paqos de la comunidad aún realizan despachos en grietas ocultas, ofrendando hojas de coca a los espíritus de la montaña antes de permitir el paso de los visitantes.
El brasileño -compañero de transporte- apareció en un recodo del camino como una nota discordante en esta sinfonía andina. Su complexión atlética -herencia de sus años en la NCAA (liga universitaria de básquet estadounidense)- contrastaba con el paso cansino de los demás caminantes, mientras proclamaba su admiración por Bolsonaro con un fervor que el aire enrarecido no lograba atenuar. Preferí distanciarme, dejando que el crujido rítmico de la grava bajo mis botas y el silbido del viento en los oídos ahogaran su monólogo político.
La sabiduría ancestral se manifestaba más adelante. Las pastoras de Pitumarca, con sus faldas ondeando como alas terrestres, trazaban rutas invisibles para sus rebaños. "Los abuelos subían solo en noches de luna llena", compartió una mientras ajustaba su carga de fibras vegetales. Sus palabras, tejidas con la precisión de un quipu viviente, revelaban la transformación de este rito iniciático en espectáculo. Los equinos exhaustos que transportaban visitantes parecían alegorías ambulantes de la disonancia entre lo sagrado y lo profano.
La cumbre me acogió con un vendaval que mordía la piel como dientes de puma. Desde aquel mirador natural, el paisaje se revelaba como un manuscrito geológico: las estrías pigmentadas contaban crónicas de océanos primordiales y convulsiones telúricas. Cada tonalidad era un capítulo mineral - el carmesí de hierro oxidado susurraba sobre continentes desaparecidos, el ámbar de azufre evocaba fumarolas ancestrales, los matices malva insinuaban vetas de metal aún por interpretar.
El silencio andino se quebró con el zumbido estridente de un dron. El pelotudo derechista sudamericano irrumpió en la cima como un elefante en una galería, exigiendo fotos a gritos y haciendo volar su aparato tecnológico cuyo ruido superaba incluso el estruendo de los buses en Can Tho -desde cuyas calles vietnamitas escribo ahora estas líneas-.
Yo clavé mis ojos en la tierra, buscando esas huellas casi borradas de los peregrinos que aún cargan el hielo de los glaciares como si llevaran el cielo a cuestas. La montaña, indiferente a nuestros dramas humanos, solo me mostró un par de piedras amontonadas con esa sabiduría simple de los caminos andinos. Ahí, entre las rendijas, metí mi hoja de coca ya mustia - mi pequeño acto de fe en algo que no entendía del todo pero que sentía más auténtico que cualquier foto con dron.
El regreso fue una ceremonia de humillación física. Cada paso cuesta abajo resonaba en músculos que no sabía poseer. Las pastoras ya habían desaparecido, llevándose consigo el último vestigio de autenticidad. Solo quedaban los operadores turísticos recogiendo basura y los caballos exhaustos con miradas que acusaban siglos de maltrato.
Esa noche, en el cuarto apenas iluminado, los pigmentos de la montaña danzaban en mi mente exhausta. No esos colores artificiales de las pantallas, sino las tonalidades que nacen cuando la luz rasante del atardecer besa los minerales: el granate profundo de arcillas antiguas, la clorita que brilla como escamas de dragón, ese oro desvaído que sólo existe a cinco mil metros de altura.
El intercambio había sido claro: la visión a cambio de agotamiento. El amanecer me encontró con los músculos convertidos en nudos, comprendiendo que la ciudad perdida tendría que esperar. No era sólo la altura lo que debía asimilar, sino esa verdad cruda: lo auténtico exige sacrificio, y cada postal perfecta esconde una cuota de sufrimiento que nadie publica.
El vehículo ascendía a tirones por la trocha mientras la ventana se empañaba con nuestro aliento entrecortado. A 4,900 metros, el paisaje comenzó a descomponerse en bandas de pigmentos puros, como si alguien hubiera rajado la corteza terrestre para revelar sus entrañas más íntimas. No había cercas ni guías vociferantes—solo el viento silbando entre las formaciones pétreas y el crujido de nuestras botas sobre grava volcánica.
El río Vilcanota—su nombre verdadero, no ese apodo turístico—serpenteaba con aguas teñidas de óxido, llevando consigo minerales desleídos que brillaban como mercurio bajo la luz oblicua. Las laderas circundantes exhibían franjas de tonalidades imposibles: púrpuras profundos que evocaban cardenales frescos, verdes ácidos como venenos medievales, amarillos que parecen extraídos del núcleo mismo del sol.
El clima, aliado eterno de Palcoyo, comenzó su espectáculo: primero un sol inclemente que convertía las laderas en crisoles ardientes, luego ráfagas de granizo que martilleaban los senderos, y finalmente una llovizna que hacía brillar los minerales como vidrio molido.
Lo extraordinario no eran los colores, sino su mutación constante. El valle de los tres tonos —un nombre ridículamente modesto— cambiaba de paleta según la inclinación de la luz: al mediodía, amarillos sulfúricos que quemaban la retina; al atardecer, morados que parecían extraídos de una alquimia prohibida. Los pastores de la comunidad, sentados en peñas cubiertas de líquenes, observaban nuestro asombro con sonrisas que delataban siglos de complicidad con este lugar. Sus hijos, pequeños guardianes de secretos geológicos, correteaban entre las rocas con la naturalidad de quien juega en el patio de casa.
Al descender, con las botas embarradas y la cámara llena de fotos que jamás harían justicia, entendí por qué Palcoye sigue siendo una joya ignorada. No es la falta de belleza, sino su carácter indómito: las lluvias torrenciales que borran los caminos, el viento que roba el aliento, la altitud que pone a prueba cada músculo.
De regreso en Cusco, mientras Bladimir me servía un caldo de gallina en la cocina del hostal, supe que había encontrado algo más raro que los minerales: la prueba de que aún existen lugares donde la tierra escribe sus propias reglas. Perú, en su terquedad sagrada, guarda estos santuarios para quienes están dispuestos a sudar, tiritar y maravillarse sin garantías.
Bonus track: En el camino encontré ayuda gratuita. Alexia -francesa- con botas cubiertas de polvo seco de la ruta a Choquequirao, ajustó su mochila mientras compartía detalles del trekking: "En el tercer día de caminata, cuando crees que no puedes más, el mirador de Capuliyoc te devuelve el alma". Ainhoa, su compañera vasca que llevaba aún arena de las playas del Apurímac en los cordones de sus zapatos, añadió entre sorbos de mate de coca: "Los agricultores del camino te ofrecen choclo con queso como si fueras familia... después de horas sin ver un alma".
Sus palabras, cargadas de esa mezcla de fatiga y éxtasis que solo conocen los que han completado el circuito, resonaban con mi propia determinación de emprender esa ruta. No hablaban de Palcoyo, sino de esa otra odisea que ya bullía en mis planes: Choquequirao, la hermana salvaje de Machu Picchu, donde los senderos se dibujan con sudor y las recompensas se miden en silencios compartidos con los cóndores.
Los colores minerales de Palcoyo
Texto descriptivo sobre las lagunas aquí...
No soy periodista ni escritor, ni pretendo serlo. Sin embargo, al intentar estructurar mis impresiones sobre este país, me enfrento al desafío literario más exigente que haya emprendido. La razón es simple: Perú, entre los cerca de cincuenta países que he recorrido, se erige como el más complejo, el más vibrante, el que desborda cualquier expectativa con una riqueza que resiste las simplificaciones. El reto, entonces, no es solo contar, sino transmitir —aunque sea de manera fragmentaria— por qué este rincón de Sudamérica se me antoja incomparable.
Mi relación con Perú se divide en dos actos. El primero, como turista de clase media, con itinerarios apretados pero no por ello menos reveladores: Lima, con sus contrastes urbanos; Ancash y sus pueblos encajados entre montañas; Cusco, con la dualidad sagrada de Machu Picchu y Huayna Picchu; y, en el trayecto, las arenas movedizas de Ica y el viento salado de Paracas. Fue un viaje veloz, pero suficiente para intuir que aquí había algo distinto.
La segunda vez, ya libre de ataduras logísticas, profundicé en lo que antes solo había esbozado. Puno, durante la Fiesta de la Candelaria, me mostró una devoción que trasciende el folclore; el Titicaca, con sus islas flotantes, parecía suspendido en otro tiempo. Luego, Cusco otra vez, pero esta vez como punto de partida hacia las rutas menos transitadas: el Ausangate, con sus lagunas turquesas; Palcoyo, donde la tierra se quiebra en colores; el Salkantay, un trekking que combina la dureza del camino con la recompensa de paisajes sobrecogedores; y Choquequirao, esa hermana menor de Machu Picchu, a la que solo se llega tras días de caminata y sudor.
Quedó pendiente la Amazonía, entre otros rincones. Pero incluso lo no visto alimenta la certeza de que Perú es un país que no se agota. Su geografía —mar, desierto, montaña, selva—, su herencia precolombina viva en el quechua y en las piedras de Sacsayhuamán, su gastronomía que es mucho más que técnica (es memoria y mestizaje), su gente, que lleva en la mirada tanto la altivez andina como la calidez costeña.
Escribir sobre esto implica, en parte, fracasar. ¿Cómo capturar la nostalgia que me invade al recordar el olor a chicha fermentada en un mercado de Pisac, o el silencio del amanecer en el Valle Sagrado? No lo sé. Pero al menos intentaré que estas líneas sean un reflejo pálido, aunque honesto, de lo que significa perderse —y encontrarse— en Perú.
Mi relación con Perú se divide en dos actos. El primero, como turista de clase media, con itinerarios apretados pero no por ello menos reveladores: Lima, con sus contrastes urbanos; Ancash y sus pueblos encajados entre montañas; Cusco, con la dualidad sagrada de Machu Picchu y Huayna Picchu; y, en el trayecto, las arenas movedizas de Ica y el viento salado de Paracas. Fue un viaje veloz, pero suficiente para intuir que aquí había algo distinto.
Huascarán: 6,768 m de roca y hielo
Chavín de Huántar: laberintos bajo tierra
Llegué a Lima en 2017, en esos años donde cada día de vacaciones era oro molido. Si tenía 20 días libres, viajaba 21; si eran 30, me largaba 31. Hoy, con todo el tiempo del mundo, me sorprende recordar esa voracidad por exprimir cada minuto. El vuelo desde Córdoba hizo escala en Chile -la vuelta sería directa, un pequeño lujo- y al aterrizar en la capital peruana me trasladé de inmediato al hostel de Miraflores que había reservado.
Era un alojamiento cómodo pero impersonal, diseñado para el turismo masivo norteamericano que invade Perú con sus mochilas ultraligeras y su obsesión por el beer pong. Pasé tres días allí, suficientes para confirmar que aunque práctico, no era donde latía el verdadero pulso de la ciudad. Cada tarde escapaba a Barranco, donde Lima mostraba su rostro más auténtico entre casonas coloniales descascaradas, murales callejeros y bares donde el pisco se disfrutaba sin las estériles discusiones sobre su origen.
El primer día hice un free walking tour que resultó ser una inmersión brutal en la identidad limeña. Aprendí que el nombre de la ciudad viene del quechua Rímac, "el hablador", por el río que la atraviesa -hoy contaminado y olvidado, como tantos ríos urbanos en Latinoamérica-. Recorrimos la Plaza de Armas con su catedral barroca que ha sobrevivido a terremotos y reconstrucciones, el Palacio de Gobierno vigilado por soldados impasibles, y el Convento de San Francisco con sus catacumbas donde los huesos se alinean en macabros recordatorios de nuestra mortalidad.
Lima se revela como un mosaico de barrios que chocan entre sí sin transición. Miraflores, pulcro y ordenado, con sus parques impecables y centros comerciales que podrían estar en cualquier ciudad global. Barranco, bohemio y nostálgico, donde las galerías de arte alternan con cevicherías familiares. Y luego estaba El Callao, ese territorio de contrastes donde la pobreza y la vitalidad se entrelazan en calles que conocí gracias a Miguel y Laura, dos peruanos que se convirtieron en mis guías improvisados. "Aquí no se toman fotos, aquí se vive", me advirtieron antes de adentrarnos en La Punta, donde el olor a mar se mezcla con el humo de los mototaxis y el eco lejano de los barcos en el puerto.
Nada prepara al recién llegado para el tráfico limeño. Los autos avanzan como enjambres, ignorando semáforos y pasos peatonales con una determinación que bordea lo suicida. Los combis frenan en seco para recoger pasajeros, mientras los taxistas esquivan baches con una precisión que merecería estudio académico. Es un caos que sin embargo tiene su propia lógica, la coreografía imperfecta de una ciudad que creció demasiado rápido, donde el claxon es el lenguaje franco y los peatones cruzan con una fe que raya en lo místico.
En Lima, comer trasciende lo gastronómico para convertirse en experiencia vital. Recuerdo el ceviche en La Mar, donde el pescado fresco nadaba en leche de tigre con ese punto exacto de ají limo que hace lagrimear sin piedad. Los anticuchos de corazón en un puesto callejero de Surquillo, con su humo penetrante y esa salsa de ají panca que quemaba de la manera buena. El lomo saltado en un local sin nombre del centro, donde el wok chino-peruano demostraba que el mestizaje sabe mejor que cualquier discurso. Y los picarones en Barranco, dulces fritos bañados en miel de chancaca que comí mirando el océano desde el Puente de los Suspiros, mientras algún músico callejero tocaba vals criollo a lo lejos.
Caminé Lima hasta que los pies me ardieron. Desde la Huaca Pucllana, esa pirámide preinca que emerge como un anacronismo en medio de la ciudad moderna, hasta el malecón de Miraflores donde los parapentistas desafían al Pacífico. Pero los monumentos más elocuentes eran los que no aparecen en las guías: el río Rímac convertido en cloaca abierta, los carteles de "AGUA NO HAY" en los cerros de Villa María del Triunfo, los vendedores ambulantes que ofrecían chocotejas bajo un sol inclemente.
Mi última imagen de Lima fue la terminal de buses a las 5 de la tarde, cuando partí rumbo a Huaraz. Llegaría 21 horas después, exhausto pero con la mente en llamas. Aquel viaje laboral terminaba, pero comenzaba algo más importante: la comprensión de que Perú no cabe en postales. Lima, con todas sus contradicciones y su fiereza, había sido sólo el prólogo de una historia que aún me persigue.
Huascarán: 6,768 m de roca y hielo
Chavín de Huántar: laberintos bajo tierra
Lima aún me pesaba en las piernas cuando el bus nocturno comenzó a serpentear por la Panamericana Norte. Las luces anaranjadas de los conos pesqueros se fueron apagando en el retrovisor, dando paso a la negrura de un desierto que pronto se convertiría en montaña. No lo sabía entonces, pero Ancash me esperaba con esa mezcla de hospitalidad y severidad con la que los Andes reciben a los forasteros: dispuesta a revelar sus secretos, pero sólo a cambio de un tributo de sudor y vértigo.
El hostel de Zarela y Héctor emergió entre las calles polvorientas de Huaraz como un refugio de esos que ya no existen -o quizás nunca existieron fuera de la memoria de los viajeros-. Hoy cerrado, pero en mi recuerdo tan tangible como el olor a eucalipto que impregnaba sus paredes. Zarela, mujer de gestos precisos y mirada que parecía abarcar desde los Himalayas hasta esta modesta casa de adobe, me recibió con un té de muña que ardía al bajar. Su hermano Héctor, más terrenal pero no menos sabio, observaba mis movimientos con esa paciencia ancestral de quien ha visto llegar y partir a cientos de ilusos como yo.
Fue durante la cena -un chupe de camarones que Héctor preparó siguiendo alguna receta arcana- cuando Zarela desplegó sobre la mesa de madera gastada su tesoro más preciado: un cuaderno encuadernado en cuero, sus páginas amarilletas conservando décadas de observaciones meticulosas. "Esto", dijo con un dedo huesudo señalando un mapa dibujado a mano, "no lo encontrarás en ninguna guía de Lonely Planet". Las anotaciones se desparramaban en todas direcciones -rutas de trekking alternativas, los nombres verdaderos de los cerros (no esos inventados por los operadores turísticos), las horas exactas en que la luz del atardecer baña la Laguna Parón-. Era el diario de campo de una antropóloga que había convertido los Andes en su vida.
Mis cuatro días en Ancash se convirtieron en una negociación constante con el tiempo. El cuaderno de Zarela proponía infinitas posibilidades: el Parque Nacional Huascarán con sus cumbres que arañan el cielo, la Laguna 69 cuyo azul parece robado a otro planeta, el glaciar Pastoruri retrocediendo como un animal herido. Cada opción era una puerta a un mundo distinto, y elegir significaba renunciar.
"Quiero hacer la Laguna 69 mañana, luego Parón, y terminar con Pastoruri", anuncié con esa arrogancia típica del que aún no ha sentido el peso de la altura. La reacción de mis anfitriones fue más elocuente que cualquier advertencia: Héctor soltó una carcajada que hizo temblar los vasos, mientras Zarela abría los ojos como si acabara de declarar mi intención de escalar el Everest en chanclas. "Ni los porteadores locales hacen ese recorrido seguido", musitó ella, intercambiando una mirada con su hermano. Flavio, el brasileño que ocupaba la habitación contigua y cuyo fanatismo por el Palmeiras sólo igualaba su conocimiento de la montaña, resumió la situación con crudeza meridional: "Você vai morrer".
Pero Huaraz no se comprende desde la prudencia. Esa noche, mientras el silencio de los 3,100 metros se instalaba sobre la ciudad, estudié cada línea del cuaderno como un alquimista descifrando un manuscrito medieval. Zarela había anotado incluso el nombre del conductor de bus que hacía el trayecto más temprano a Yungay -un tal Marcelino, "el más confiable, pero no le hables de política"-. Fue ella misma quien, al amanecer, llamó a un contacto que apareció en una camioneta destartalada para llevarme sin costo hasta el punto de partida. "Es amigo del hermano de un primo", explicó como si eso aclarara todo, empujándome hacia la puerta con un panecillo recién horneado y una bolsa de hojas de coca.
Al cruzar el umbral, supe que Lima -con su bullicio y sus contradicciones urbanas- había sido sólo el preludio. Ancash me esperaba con sus caminos de piedra, sus lagunas que son espejos del cielo, y esa verdad incómoda que todos los viajeros descubren tarde o temprano: que las montañas no se conquistan, se negocian. Y yo, con mis botinas nuevas y mi entusiasmo de principiante, estaba a punto de aprenderlo en carne propia.
Huascarán: 6,768 m de roca y hielo
Chavín de Huántar: laberintos bajo tierra
El bus avanzaba serpentando entre quebradas cuando el alba comenzó a teñir de rosado los nevados. Eran las seis de la mañana y yo, engañado por un falso sentido de preparación, me creía listo. La escena en la estación debería haberme alertado: entre los veinte aspirantes a conquistar la laguna, varios vestían jeans y zapatillas de lona, como si se tratara de un paseo dominical. El contraste entre mi equipo recién estrenado y aquella improvisación me dio un efímero consuelo —siempre hay alguien peor preparado que uno— hasta que el vehículo se detuvo bruscamente al costado de la ruta.
Subió Julia. Rubia teutónica de ojos glaciales, hablaba un español salpicado de modismos peruanos que delataban sus meses en Pacasmayo. "¿Puedo sentarme aquí?", preguntó mientras su mochila Karrimor rozaba mi rodilla. Tenía veintiún años y explicó, con esa precisión germánica que no admite rodeos, cómo el gobierno alemán financiaba el 75% de su estadía: seis meses enseñando idiomas a niños en una escuela rural. Pero fue su confesión lo que quedó flotando entre nosotros: "Los que creen que venimos a ayudar somos los más ingenuos. Lo que recibimos —esta cultura, esta forma de ver el mundo— nos deja en deuda perpetua".
El punto de partida nos recibió con un viento cortante. El supuesto guía —un tipo en una camioneta Trafic que nunca se molestó en presentarse— señaló el sendero con un gesto vago: "Cuatro horas si no se detienen, el paisaje vale la pena". Julia y yo iniciamos el ascenso entre risas, ignorando que la montaña tiene métodos particulares para poner a cada quien en su lugar.
Los primeros doscientos metros fueron una farsa de facilidad. Luego, el aire comenzó a escasear. Cada paso a 4,000 metros sobre el nivel del mar se convirtió en una negociación entre la voluntad y los pulmones. Fotografiábamos flores de ichu y rocas cubiertas de líquenes como excusas para recuperar el aliento, hasta que la lluvia apareció sin aviso —no el aguacero dramático de los trópicos, sino una llovizna obstinada que se colaba por los cuellos de las camisetas y empañaba los lentes de las cámaras.
Fue después del chaparrón, cuando el sol rompió entre las nubes, que la caminata reveló su verdadero carácter. Mi mochila —demasiado pesada para un novato— me recordaba con cada balanceo que había subestimado la altitud. Las botas impermeables, orgullosa adquisición de la víspera, crujían sobre las piedras mientras Julia avanzaba con esa eficiencia nórdica que hace parecer fácil lo imposible.
El último repecho fue una agonía de tierra suelta y raíces expuestas. Y entonces, sin ceremonias, la Laguna 69 se desplegó ante nosotros: un espejo de aguas turquesas donde flotaban témpanos desgajados del glaciar. El sol jugaba al escondite entre las nubes, transformando el color del agua cada treinta segundos —de esmeralda profundo a azul eléctrico—. No había carteles ni miradores construidos; sólo el silbido del viento entre las rocas y el crujido lejano del hielo. Julia se sentó en una piedra plana y sacó un termo: "Matetee", anunció, ofreciéndome un sorbo de esa infusión argentina que había aprendido a preparar en Pacasmayo.
El descenso fue una carrera contra el cansancio. Llegamos a Huaraz con las piernas temblorosas, donde Zarela —sabiendo exactamente qué necesitaba un cuerpo exhausto— había preparado trucha frita con ají amarillo y una sopa de quinua que sabía a redención. Su restaurante, anexo al hostel, funcionaba bajo una economía moral incomprensible para el turismo convencional: "No te cobro porque hoy gané suficiente", dijo limpiándose las manos en el delantal.
Esa noche, mientras el mercado de la Plaza de Armas bullía con vendedores de cuy chactado —único plato peruano que no repetiría, más por la textura cartilaginosa que por el sabor—, entendí que la gastronomía de este país es otra forma de alpinismo: cada bocado exige adaptación, cada sabor es una cumbre.
Me dormí con las piernas ardiendo, sabiendo que al amanecer me esperaba Caraz y la Laguna Parón. Pero en ese momento, sólo importaba una cosa: había visto el azul imposible de la Laguna 69, y ese color ya era parte de mi memoria irreversible.
Huascarán: 6,768 m de roca y hielo
Chavín de Huántar: laberintos bajo tierra
El trayecto de Huaraz a Caraz comenzó con una escena que resumía el caos vial peruano en su máxima expresión. Minutos antes de partir, otra van rozó la nuestra con un chirrido de metal que hizo saltar a todos los pasajeros. Lo que siguió fue una persecución digna de película: dos conductores enloquecidos acelerando por calles secundarias, frenando en seco frente a un semáforo, y bajándose a intercambiar insultos y puñetazos mientras los locales intentaban mediar. "Así son las cosas acá", murmuró una mujer quechua-hablante a mi lado, como si aquel espectáculo fuera tan cotidiano como el paso de las nubes sobre los cerros.
El conductor, aún con la adrenalina del altercado, manejó el resto del camino como si el diablo mismo lo persiguiera. La ruta estaba plagada de huecos —cráteres que habrían hecho palidecer a los que dejaron las bombas estadounidenses en Camboya (y vengo justamente escribiendo desde Phnom Penh, donde estas cicatrices del terreno aún son mapa y memoria)—. Cada vez que las llantas caían en uno, los pasajeros nos elevábamos de nuestros asientos. A través de la ventana, el paisaje cambiaba de desierto pedregoso a verdes terrazas de cultivo, pero mi atención estaba puesta en aferrarme al asiento para no salir despedido.
Caraz me recibió con su ritmo pueblerino. Las calles empedradas, los techos de calamina, y el quechua fluyendo en las conversaciones callejeras creaban una atmósfera que Lima ya no tenía. Sin dominio del idioma, mi comunicación se limitó a gestos y sonrisas, hasta que un taxista llamado Jhon se ofreció a llevarme a la laguna por cinco dólares.
El viaje a Parón fue tan revelador como el destino mismo. En un semáforo, Jhon frenó más de lo necesario, su mirada perdida en un edificio rosado con luces neón. "Ahí trabajan las venezolanas", comentó sin que yo preguntara. "Desde que llegaron, los hombres de Caraz gastamos todo el sueldo. Hasta mi mujer me amenazó con irse". La confesión, cargada de nostalgia y culpa, era un retrato involuntario de la migración y sus efectos en pueblos que nunca aparecen en las estadísticas.
Cuando llegamos a Parón, el contraste no pudo ser más brutal. Tras el caos del viaje, me encontré completamente solo frente a una extensión de agua turquesa encerrada entre paredes de granito. No había turistas, ni senderos marcados, sólo el puesto de control abandonado y el silbido del viento. Caminé por la orilla, buscando sin éxito algún trekking que me desafíe, hasta que decidí rendirme a la quietud. Saqué el mate, unos sanguches de jamón comprados en Caraz, y me senté en una roca plana. El silencio era tan absoluto que el chapoteo de una trucha saltando rompía el aire como un disparo.
A las tres horas, Jhon regresó puntual, pero antes de llevarme a la terminal, insistió en que conociera a su familia. Su casa, una construcción humilde de adobe cerca del centro, olía a culantro y ají amarillo. Su esposa, una mujer de manos callosas y sonrisa tímida, sirvió un plato de cerdo aderezado con especias que no logré identificar —quizás palillo, quizás un toque de chincho— pero que explotaba en capas de sabor con cada bocado. "Es nuestro chancho al palo", dijo Jhon, orgulloso, mientras su hijo menor me observaba con curiosidad.
El regreso a Huaraz fue en un colectivo repleto de campesinos que volvían del mercado. El cansancio de dos días al límite empezaba a pesar, pero aún quedaba una última prueba: el glaciar Pastoruri. Mientras el bus trepaba por la carretera, miré por la ventana y vi las primeras estrellas aparecer sobre los nevados. Parón había sido un respiro, un interludio de paz entre el caos vial y la crudeza de la altura. Pero los Andes, lo sabía, guardaban su desafío más frío para el final.
Huascarán: 6,768 m de roca y hielo
Chavín de Huántar: laberintos bajo tierra
El amanecer en Huaraz olía a leña quemada y a pan recién horneado cuando Héctor me entregó una bolsa con hojas de coca. "Mastícalas durante el ascenso", dijo, mientras Zarela envolvía dos truchas fritas en papel de periódico para el camino. No hubo facturas ni contratos: todo estaba dispuesto por esa economía invisible de los Andes, donde la generosidad se mide en actos, no en soles.
El camino hacia Pastoruri comenzó con una ironía: a 5,000 metros de altura, donde el aire escasea y cada paso es una negociación con el cuerpo, el sendero estaba impecablemente marcado, casi domesticado. Hoy lo encontraría hasta monótono, pero en ese momento, con mi inexperiencia colgando como una mochila mal ajustada, la claridad del trayecto fue un alivio. Avancé con la lentitud calculada de quien sabe que en la altura, la arrogancia se paga con náuseas y dolores de cabeza. Las fotos que tomé —rocas cubiertas de líquenes, vizcachas que huían entre los riscos— eran excusas para recuperar el aliento.
Y entonces, sin ceremonia, el glaciar apareció: una masa de hielo fracturado que brillaba bajo el sol como vidrio roto. En ese momento me pareció colosal; hoy, después de haber visto los gigantes de la Patagonia, sé que Pastoruri es apenas un vestigio de lo que fue. Pero su poder no estaba en el tamaño, sino en el contexto: era mi primer glaciar, la primera vez que caminaba sobre tierra que alguna vez fue hielo puro, y esa conciencia geológica —de pisar un paisaje en retirada— le daba una solemnidad que los glaciares más imponentes no tendrían.
El descenso fue una paradoja: sin pendientes pronunciadas, pero con cada paso pesando el doble. A 5,000 metros, hasta pensar cansa. Regresé al hostal con los pulmones ardientes y fui directo al mercado, siguiendo la lista de Zarela al pie de la letra: quinua, ajíes, una botella de pisco. Añadí cervezas Cusqueñas y un vino que prometía ser "el mejor de los Andes" (mentira piadosa). Esa noche, mientras Zarela revolvía una olla de locro y Héctor contaba cómo los chamanes leen el futuro en hojas de coca, entendí que en Ancash no se paga con dinero: se paga con tiempo, con atención, con la voluntad de sentarse a escuchar historias que ningún tour operator incluye en su itinerario.
Ancash no se limita a un territorio demarcado en mapas: es una transformación molecular del ser. Entre estas cumbres que perforan la estratosfera y lagunas que guardan el azul primordial del mundo, comprendí que el caminante no avanza sobre la tierra, sino a través del tiempo geológico. Cada paso sobre las morrenas de Pastoruri, cada respiración entre los ichus de Parón, fueron lecciones de humildad topográfica.
Aquí, donde el aire se enrarece pero las conexiones humanas se densifican, el trekking se reveló como una ceremonia de iniciación. No se trata de vencer cumbres, sino de permitir que el paisaje te esculpa: que el viento te despoje de pretensiones, que la altura te exprima los pulmones hasta sacarte verdades. La gastronomía andina - ese prodigio de sabores que eclipsa sin esfuerzo a las cocinas más pretenciosas del globo - no es mero sustento: es arqueología cultural servida en plato hondo.
Al partir, mientras el bus serpentaba por el Callejón de Huaylas, tuve la certeza de que estos días me habían reconfigurado. Las montañas ya no serían escenario, sino interlocutoras. El recuerdo de Zarela removiendo su olla bajo las estrellas y de Héctor descifrando mensajes en hojas de coca quedó grabado no como anécdota, sino como código ético: hay sabiduría en quien escucha el latido de un lugar antes de pretender dominarlo.
Ancash enseña que lo sublime no está en la conquista, sino en el acto de rendirse - con los ojos bien abiertos - a una geografía que antecede y sobrevivirá a nuestros pasos efímeros. Me alejé con los pulmones marcados por el frío glacial y la conciencia expandida: había cruzado el umbral donde el viajero se convierte en peregrino de lo esencial.
El bus nocturno desde Lima arrastraba consigo el polvo rojizo de la Panamericana Sur mientras yo, con los párpados pesados pero la mente en vela, sentía cómo Ancash se alejaba en el retrovisor como un sueño que se resiste a disolverse. La estación de Paracas emergió entre brumas matinales, un esqueleto de hormigón donde taxistas con sombreros de paja tejidos a desgano competían por clientes inexistentes. El aire olía a salitre y diesel, a promesas de pesca recién llegada.
Cargando mi mochila como un estigma, caminé los dos kilómetros finales hacia el hostel. Aquella construcción modular, pionera en su época, se alzaba como un experimento arquitectónico abandonado por alguna utopía turística fracasada. Las dos holandesas que merodeaban entre las cabañas eran espectrales en su perfección nórdica, criaturas de otro planeta que hablaban en susurros y tomaban fotos de sus desayunos con fervor religioso. Yo había venido buscando algo más visceral: el roce áspero de la arena entre los dedos, el grito de las gaviotas sobre el muelle, la memoria ancestral que late bajo la piel desteñida de los pescadores.
Este territorio arenoso guarda en sus entrañas los secretos de una civilización que entendió el océano como un dios caprichoso. Los paracas, esos maestros textiles cuyos mantos narran batallas entre orcas y seres alados, enterraban a sus muertos en fardos que hoy parecen crisálidas de algún insecto prehistórico. En el museo de sitio, un cráneo deformado ritualmente me observaba desde su vitrina con cuencas vacías, como recordándome que toda belleza contiene su dosis de horror. Los pescadores que hojean revistas de farándula frente al embarcadero son, sin saberlo, los últimos eslabones de un linaje que dominó estas aguas cuando Roma aún era un villorrio de pastores.
En el puesto #12 del mercado, doña Rosa —cuyas manos surcadas de cicatrices parecían mapas de antiguas rutas marítimas— preparó ante mí un ceviche que era casi un sacramento. La corvina, aún convulsionándose en su último espasmo muscular, fue desangrada con precisión de cirujana. El limón piurano —ácido como el remordimiento—, el ají limo molido en batán de piedra volcánica, la cebolla morada cortada en juliana tan fina que casi se disolvía al tacto. "No comemos pescado, señor", me corrigió mientras lavaba sus cuchillos en un balde de agua salada, "nos comemos el mar entero". El primer bocado fue un relámpago que recorrió mi columna vertebral: salado, ácido, umami, una trinidad de sabores que borró cualquier versión anterior del plato que creía conocer.
La lancha partió al alba, hendiendo aguas que brillaban como petróleo bajo la luz oblicua. El candelabro, ese geoglifo gigante que algunos atribuyen a piratas y otros a sacerdotes de cultos desaparecidos, se inclinaba sobre nosotros como un dedo acusador. Pero las verdaderas deidades aparecieron al rodear el primer farallón: cientos de piqueros peruanos anidando en precario equilibrio sobre repisas de guano petrificado, sus cuerpos blancos y negros formando un mosaico viviente. Un macho de lobo marino, fácilmente de 300 kilos, rugió desde su trono de roca erosionada, su aliento cargado de krill y territorialidad. Los pingüinos de Humboldt —esos pequeños absurdos evolutivos— chapoteaban con la dignidad de un burócrata llegando tarde al trabajo.
El olor era una presencia física: amoníaco del guano fresco mezclado con el hedor dulzón de algas en descomposición, todo coronado por ese aroma a hierro oxidado que despide la sangre de peces recién cazados. Nuestro guía, un ex pescador con un ojo nublado por la catarata, señaló hacia los acantilados: "Ahí está el oro de Perú", dijo, refiriéndose a las capas de guano que alguna vez financiaron palacios limeños. "Los gringos vienen por las fotos, pero el verdadero poder está en esa mierda literal".
Al regresar, caminé hacia esa franja de arena teñida de rojo óxido que parece sacada de una película de ciencia ficción. La explicación científica —minerales ferrosos erosionados durante milenios— palidece ante la leyenda local: dicen que cuando los dioses paracas vieron llegar los barcos españoles, uno de ellos se rajó el pecho con un cuchillo de obsidiana y dejó que su sangre pintara la costa para siempre. Arrodillado en la orilla, dejé que la arena roja se filtrara entre mis dedos como el reloj de arena de alguna civilización olvidada.
Esa noche, mientras las holandesas subían stories de sus cócteles con hashtags en neerlandés, yo me senté en el malecón con una botella de pisco puro. Las olas rompían con sonido de huesos chocando, y por primera vez en días, no pensé en el tiempo perdido ni en los destinos por venir. Paracas, en su crudeza elemental, me había enseñado que a veces hay que dejarse devorar por el paisaje para entender su verdadero sabor.
Al amanecer, el desierto de Huacachina me esperaría con sus dunas cambiantes, pero esa es otra página en el libro de arena que es el Perú.
Islas Ballestas: la "Galápagos peruana"
Dunas que caen al Pacífico
El microbús a Ica avanzó entre jirones de neblina matinal, atravesando un paisaje que oscilaba entre el desierto lunar y los viñedos industriales. Huacachina emergió como un espejismo urbanizado: un cráter de palmeras exóticas y bungalows pintados de azul cobalto, donde el mito del oasis se había transmutado en parque temático.
Al alba, cuando las dunas aún conservaban las huellas nocturnas de los zorros, escalé la cresta más alta. Desde allí, el panorama adquiría una cualidad onírica: médanos esculpidos por el viento como obras de arte efímeras, sus crestas afiladas cortando el cielo en líneas perfectas. Mi cámara capturó el instante previo a la invasión - ese interludio sagrado donde la luz horizontal bañaba las arenas en tonos de óxido y oro viejo.
El café donde desayuné era una cápsula del tiempo kitsch: mesas de formica con manteles de hule, donde el jugo de maracuyá llegaba en vasos de vidrio grueso empañados por la condensación. El tamal verde - envuelto en hoja de plátano con meticulosidad de orfebre - deshacía en la boca en una sinfonía de maíz, ají verde y hierbas andinas.
El sol cenital transformó el oasis en un teatro vacío. Las hamacas se mecían al compás de brisas inexistentes; los puestos de artesanías exhibían su mercancía de alpaca sintética a clientes fantasmas. Hasta las palmeras parecían desfallecer, sus hojas polvorientas colgando como manos exhaustas.
El ritual vespertino comenzó con los buggies. Nuestro conductor - un fauno moderno con gafas de sol espejadas y tatuajes de llamas estilizadas - manejaba con la ferocidad calculada de quien conoce cada curva de este laberinto de arena. Las dunas se convirtieron en montañas rusas naturales: ascensos vertiginosos donde el motor gritaba su agonía, caídas libres que dejaban el plexo solar en la garganta. Los otros turistas - criaturas anónimas de distintas latitudes - gritaban en un coro poliglota de adrenalina y terror.
El sandboarding fue un epílogo anticlimático. Deslizarse sobre una tabla desvencijada por pendientes de arena fina carecía de la gracia etérea del surf o la precisión quirúrgica del esquí. Era, en el mejor de los casos, un simulacro torpe de deportes mayores.
Pero entonces, en una duna solitaria donde solo llegaba el susurro del viento, presencié la metamorfosis. El sol - ese alquimista cósmico - transformó el horizonte en un crisol de metales líquidos: cobre fundido, mercurio, bronce en ebullición. Las luces del oasis, encendiéndose una a una, dibujaron constelaciones invertidas en la laguna artificial. Por un instante sublime, casi logré creer en la magia del lugar.
El descenso reveló la verdad tras el telón. Las bombas hidráulicas - monstruos mecánicos escondidos tras un muro de adobe - vomitaban agua subterránea a la laguna con un ruido de intestinos revueltos. El oasis, ese milagro ecológico que vendían las postales, era en realidad un paciente terminal conectado a respirador artificial.
En el bus nocturno, mientras el desierto se convertía en un mar de sombras, comprendí que había presenciado la perfecta alegoría del turismo contemporáneo: la naturaleza domesticada, empaquetada y vendida como experiencia auténtica. Huacachina no era un destino, sino un espejo deformante donde se reflejaban nuestras propias contradicciones como viajeros.
El vuelo a Cusco al amanecer me llevaría hacia territorios más genuinos, pero esta lección quedaría grabada: la verdadera aventura comienza donde terminan los itinerarios prefabricados y los oasis de cartón piedra.
Islas Ballestas: la "Galápagos peruana"
Dunas que caen al Pacífico
Antes de sumergirme en la geografía íntima de Puno, necesito establecer una coordenada emocional: fue la primera ciudad peruana que pisé al cruzar desde Bolivia, y la última que dejé —ya entrado febrero, con el eco de la Fiesta de la Candelaria todavía latiendo en el aire. Básicamente, este era el inicio de mi segunda visita al país mas lindo del mundo.
Desde el inicio, la región se presentó como un territorio saturado de expresiones culturales. No hablo únicamente del folclore visible, sino de un tejido vivo de tradiciones que emergen en cada gesto cotidiano. La Candelaria, claro, se eleva como vértice simbólico de toda esa intensidad: una celebración religiosa, sí, pero también una afirmación estética, política y espiritual del pueblo andino. Es su carnaval, su ofrenda, su resistencia. Sin embargo, esa efervescencia no se limita a la fecha. En Puno, lo simbólico no duerme: danza, vestimenta, idioma y comida configuran una liturgia diaria.
La ciudad, ubicada a más de 3.800 metros sobre el nivel del mar, alberga una población de aproximadamente 250.000 habitantes. Está emplazada a escasos kilómetros del límite con Bolivia y comparte con ella el lago Titicaca, el más alto del mundo en cuanto a navegación comercial se refiere. Recuerdo haber nadado en sus aguas heladas, en la Isla del Sol, durante mi paso por el lado boliviano. Lo menciono sin pudor, un poco para alimentar el mito personal —vender un poco de humo nunca viene mal.
Puno es una ciudad dividida en dos mitades culturales casi simétricas. Por un lado, la población quechua, descendiente directa del mundo incaico, y por el otro, la población aymara, más próxima a la frontera boliviana y portadora de una cosmovisión autónoma. Ambas lenguas —quechua y aimara— se mantienen vivas, se hablan, se enseñan, se heredan. Conviven. A pesar de sus profundas diferencias en prácticas culturales, sistemas de creencias, rituales y hasta formas de alimentarse, no existe entre ellas conflicto alguno. Todo lo contrario: hay una armonía que nace de la experiencia compartida de la exclusión. Porque si hay algo que une a ambas comunidades es el abandono sistemático por parte del Estado.
Décadas de indiferencia política, promesas incumplidas y políticas extractivistas han condenado a la región al rezago. Los gobiernos peruanos —sin importar signo o retórica— han fracasado una y otra vez en responder a las necesidades de estas dos culturas fundamentales. Lo que debería ser motivo de orgullo nacional es tratado como un margen prescindible. El altiplano, así, ha aprendido a autogestionarse, resistir y sobrevivir a la negligencia.
Mi primera estancia en Puno fue breve: dos días apenas. Caminé sus calles sin mapa, me senté a conversar con la gente en plazas y mercados, compartí unas cervezas con locales en un bar sencillo de la zona baja. Visité la Isla de los Uros. No lo niego: fue una excursión enteramente turística. Había un guión, un recorrido prefabricado, un relato edulcorado para quienes llegan buscando una postal.
La disfruté, sí. Pero sentí que algo faltaba. Me hubiese gustado llegar por mi cuenta, sin transporte guiado ni relatos impostados. Quería observar sin filtro, sacar mis propias conclusiones. Y, por fortuna, eso fue lo que terminó ocurriendo.
Decidí quedarme unos días más. En el hostel conocí a una familia local. Los abuelos vivían en las islas flotantes y, tras una conversación larga y un mate improvisado, me invitaron a acompañarlos. El abuelo estaba enfermo, así que no pudimos compartir demasiado, pero almorzamos juntos. Una comida sobria y sincera. Y ahí, en ese silencio de junco y cielo abierto, entendí lo que significaba realmente vivir sobre una isla de totora.
Las islas de los Uros no son tierra firme. Son estructuras flotantes construidas íntegramente con totora —una planta acuática que crece en los bordes del Titicaca— entretejida en capas sucesivas que se renuevan cada dos semanas. La base se conforma por bloques de raíces compactadas, sobre los cuales se superponen metros de tallos secos. Las casas, también de totora, se elevan apenas lo suficiente para resistir la humedad. En cada isla habitan entre tres y diez familias. Hay escuelas, pequeños templos, puestos de venta y, en los últimos años, paneles solares. La duración de cada isla es limitada: entre uno y dos años, dependiendo del mantenimiento y las condiciones del lago. Cuando la base cede, se abandona y se construye otra.
Esa tarde comprendí que lo que a primera vista puede parecer una curiosidad turística, es en realidad una estrategia de supervivencia sofisticada. Una forma de habitar el agua que responde tanto a razones históricas como simbólicas. No es una escenografía: es una vida.
Regresé al hostel. La calidez de quienes trabajaban allí era desbordante, aunque atravesada por una timidez que nunca se rompía del todo. Me atendieron con esa mezcla de generosidad y reserva que define a muchas comunidades andinas. Les hice una pregunta hasta el hartazgo: ¿Dónde puedo comer un buen cancacho? Me respondieron con honestidad: “Andá a Ayaviri, ahí lo hacen bien”. Pero el viaje me quedaba fuera de ruta, así que insistí. Finalmente, me recomendaron un restaurante local. Al día siguiente, fui. Y encontré algo que no esperaba.
No suelo detenerme en descripciones culinarias minuciosas, pero el cancacho constituye una excepción que demanda prosa reverencial. Este no es un simple plato, sino un códice gastronómico donde se inscriben siglos de diálogo entre el pastor, su rebaño y la tierra indómita del altiplano.
La excelencia del cancacho nace de una trinidad sagrada: corderos criados a más de 4,000 metros que desarrollan una musculatura impregnada de minerales andinos; técnicas de cocción heredadas de las pachamancas prehispánicas; y el conocimiento ancestral de maestros asadores que leen el fuego como un oráculo.
El proceso inicia con la selección de animales jóvenes, cuya carne se marina por horas con ajíes nativos molidos en piedra, ajos morados y hierbas que crecen sólo donde el aire enrarece. La cocción en hornos de barro con leña de queñua -árbol que desafía la altura- puede extenderse seis horas, durante las cuales el humo impregna cada fibra con notas resinosas.
El resultado es una obra maestra de contrastes: costra dorada que cruje al primer tajo, revelando una interioridad jugosa donde persisten los ecos del ichu y los vientos salinos de la puna. Se acompaña con papas nativas cocidas en rescoldo y mote hinchado en aguas termales, creando una sinfonía de texturas y sabores que narran la historia geológica de los Andes.
Al degustarlo -se come con las manos, sin cubiertos- comprendí que el cancacho no se come: se experimenta como un ritual donde cada bocado desvela capas de significado cultural. La carne conserva la memoria del paisaje que la nutrió, el adobo contiene sabores que atraviesan generaciones, y el fuego lento transmuta lo terrenal en trascendente. Más que alimento, es un acto de resistencia cultural que desafía la homogenización gastronómica global.
Mi tiempo en Puno se interrumpía —momentáneamente. El plan era seguir rumbo a Cusco y comenzar un recorrido de veinte días por distintas rutas de montaña. Pero mientras cerraba la mochila, me prometí algo en voz baja: Voy a volver. Y voy a hacerlo para vivir la Candelaria desde adentro.
Y cumplí
El alba en Puno no llegó en silencio aquel día. Desde antes de que el sol asomara sobre el Titicaca, los primeros acordes de las bandas de metales y el retumbar lejano de los bombos ya anunciaban lo que sería una jornada que marcaría mi memoria viajera para siempre. Al descender las escaleras del hostel, me encontré con Marina, la recepcionista, cuyo rostro iluminado por el entusiasmo me saludó con una familiaridad que rara vez experimentamos los viajeros en alojamientos masivos. "Hoy Puno se transforma", me dijo mientras señalaba con orgullo un mapa desgastado donde había marcado con tinta roja las rutas principales del desfile. Fue entonces cuando un periodista norteamericano, equipado con una cámara que parecía más pesada que su propio equipaje, se unió a nuestro círculo, sus ojos brillando ante la perspectiva de documentar lo que prometía ser una explosión cultural sin igual.
El Estadio Universitario de Puno se reveló ante nosotros como un coliseo moderno donde lo ancestral y lo contemporáneo convergían bajo el implacable sol altiplánico. A las nueve de la mañana, cuando el calor comenzaba a hacerse sentir con intensidad creciente, las primeras comparsas hicieron su entrada en un despliegue de color y sonido que dejó sin aliento incluso a los espectadores más experimentados. Las diabladas, con sus imponentes máscaras de demonios talladas con minucioso detalle - cada colmillo plateado, cada ceja fruncida, cada ojo vidriado contando una historia de sincretismo religioso - dominaban la escena. Sus trajes, pesados obras de arte textiles, brillaban bajo la luz matinal como si estuvieran impregnados de polvo de estrellas. Las capas, bordadas con dragones mitológicos y vírgenes patronales, ondeaban con majestuosidad con cada giro de los bailarines, creando un efecto hipnótico que atraía las miradas como imanes.
Detrás de ellos, los morenos avanzaban con paso ceremonioso, sus trajes de terciopelo en profundos tonos morados y verdes contrastando violentamente con las máscaras de rasgos africanos que llevaban. El sonido de los cascabeles atados a sus tobillos marcaba un ritmo ancestral, cada paso una narración silenciosa de resistencia cultural. Me llamó particularmente la atención cómo los bailarines más jóvenes ejecutaban con precisión milimétrica movimientos que, según supe después, habían sido transmitidos de generación en generación durante siglos, cada gesto cargado de significado histórico.
El verdadero espectáculo, sin embargo, comenzó cuando abandonamos el estadio y nos sumergimos en el torrente humano que ahora fluía por las arterias principales de Puno. La avenida Lima se había transformado en un escenario al aire libre donde cientos de bailarines interactuaban con el público en una simbiosis perfecta de celebración y tradición. Grupos de mujeres con polleras rojas vibrantes bailaban huaynos con una gracia que desafiaba la gravedad, algunas balanceando con increíble destreza cajas de cerveza sobre sus cabezas mientras sus pies marcaban compases complejos sobre el asfalto. Los auqui auquis, con sus máscaras que representaban a los espíritus ancianos de los cerros, se movían entre la multitud repartiendo hojas de coca en un gesto ritual que conectaba a los presentes con las tradiciones más profundas del mundo andino.
En cada esquina, pequeños conjuntos musicales creaban bandas sonoras espontáneas para las comparsas que pasaban. Las zampoñas, con su sonido melancólico y a la vez festivo, se entrelazaban con los redobles de los bombos y los metales de las bandas, creando una polifonía que resonaba en el pecho de todos los presentes. Observé fascinado cómo algunos músicos, con los rostros congestionados por el esfuerzo, seguían tocando con una energía que parecía inagotable, sus notas musicales elevándose sobre el bullicio de la multitud.
La experiencia sensorial se completaba con los puestos callejeros que ofrecían un banquete para los sentidos. En uno de ellos, una mujer con las mejillas sonrosadas por el calor de los fogones me ofreció una porción de trucha frita recién sacada del Titicaca. El pescado, crujiente por fuera y tierno por dentro, estaba acompañado de chuño - esa papa deshidratada que conserva todo el sabor de la tierra - y una salsa picante que hacía arder el paladar de la manera más deliciosa. Más adelante, un vendedor ambulante me tentó con queso helado, ese postre paradójico cuya textura cremosa y sabor dulce contrastaban con el calor del día. Las humitas, preparadas al momento por mujeres cuyas manos movían con precisión milenaria, se deshacían en mi boca liberando aromas a maíz fresco y especias secretas.
Cuando el sol comenzó a declinar, encontré refugio en un pequeño establecimiento donde compartí mesa con una familia local. El padre, un hombre de rostro curtido por el sol altiplánico, me sirvió una cerveza helada mientras su esposa me explicaba el significado de los diferentes trajes que habíamos visto. Sus hijos, alternando entre sorbos de gaseosa y miradas curiosas hacia mi equipo de fotografía, completaban una escena de calidez humana que trascendía las barreras del idioma y la cultura. Fuera, las comparsas seguían pasando, ahora más relajadas, algunos bailarines deteniéndose para tomar sus propias "chelas" entre coreografía y coreografía, sus risas mezclándose con la música que seguía sonando incesantemente.
La noche transformó Puno en un sueño luminoso. Las luces de la ciudad, reflejándose en los trajes de los bailarines, creaban un espectáculo de brillos cambiantes que competía en belleza con el cielo estrellado del altiplano. Los sonidos se hacían más profundos en la oscuridad, los bombos resonando con más fuerza, las zampoñas adoptando un tono más melancólico, las voces de la multitud creando una sinfonía humana que vibraba en el aire frío de la noche.
Cuando finalmente, cerca de las dos de la mañana, decidí retirarme a descansar - con la certeza de retornar a Bolivia al día siguiente y un inevitable pero satisfactorio cansancio en los huesos - las calles aún palpitaban con energía. Al recostarme en mi cama, con los ecos de la fiesta aún resonando en mis oídos, comprendí por qué, después de recorrer más de cincuenta países, Perú seguía ocupando un lugar único en mi corazón viajero. No era solo por sus paisajes sobrecogedores o sus ruinas milenarias, sino por esta capacidad de mantener vivas sus tradiciones con una pasión y autenticidad que se han perdido en tantos otros lugares del mundo. La Fiesta de la Candelaria no era un espectáculo para turistas, sino la expresión orgullosa de una identidad cultural que se niega a desaparecer, una celebración que, como las aguas del Titicaca, reflejaba la profundidad y riqueza de un pueblo que sabe honrar sus raíces mientras baila hacia el futuro.
Detrás del esplendor de los trajes bordados con hilos de plata y los pasos perfectamente sincronizados, descubrí otra capa de la fiesta que pocos turistas perciben. Mientras compartía una cerveza con un músico local de manos callosas, me tradujo fragmentos de los cantos en aymara: "Esta letra habla de nuestros ríos enfermos", dijo señalando a un grupo de mujeres cuyas voces agudas cortaban el aire frío. "Aquella melodía cuenta cómo nos prometen escuelas que nunca construyen".
La contradicción era desgarradora. Mientras el Estado peruano usaba imágenes de la festividad para promocionar el turismo, los artesanos que creaban esos trajes espectaculares vendían sus obras por migajas en mercados informales. Los mismos bailarines cuyas coreografías hipnotizaban a la multitud me confesaban, en momentos de intimidad, que debían migrar a la capital para encontrar trabajo decente.
Lo que me quedó grabado no fue solo la belleza del espectáculo, sino su verdad más profunda: esta celebración milenaria sigue viva no gracias al gobierno, sino a pesar de él. Cada paso de baile, cada nota musical, cada hilo en los trajes es un acto de resistencia silenciosa. Quizás por eso, al cruzar la frontera hacia Bolivia, llevaba una certeza: había presenciado no solo una fiesta, sino el pulso inquebrantable de pueblos que se niegan a desaparecer.
La sabiduría de los locales siempre marca el camino. Tras aclimatarme en Cusco y completar el trekking a Palcoyo —esa primera prueba andina que dejó mi resistencia hecha jirones pero el espíritu intacto—, el dilema se presentó inevitable: ¿Salkantay o Choquequirao como siguiente desafío? Fue Evelyn, con su relato de noches bajo las estrellas en Choquequirao durante sus años universitarios, quien trazó mi ruta. "Guarda lo mejor para el final", insistió, mientras Bladimir asentía sirviéndome otra taza de mate de coca. La decisión quedó sellada: el Apu Salkantay, esa mole de hielo y roca de 6,271 metros que domina el horizonte cusqueño, sería mi próxima conquista.
Este trekking de cinco días se reveló como un viaje a través de las entrañas mismas del Perú. Comenzando en Mollepata, pueblo de calles angostas donde el olor a leña se mezcla con el murmullo de los arrieros que preparan sus mulas, el camino asciende hacia Soraypampa. Allí, la laguna Humantay despliega sus aguas color turquesa bajo la vigilancia del glaciar, un espectáculo que parece diseñado para recordarnos nuestra pequeñez.
Los días siguientes trajeron consigo una sucesión de paisajes que desafiaban toda lógica geográfica: desde las punas gélidas donde el viento silba entre las rocas hasta los bosques de neblina de Lucmabamba, donde el aire se carga con el aroma dulzón del café recién tostado. Pequeñas comunidades aparecían como apariciones a lo largo del sendero —Challacancha con sus pastores de llamas y ruinas olvidadas, La Playa con sus cultivos de frutos tropicales—, cada una ofreciendo un vistazo a esa vida andina que persiste, testaruda, entre las cumbres y los abismos.
El Salkantay no fue simplemente un trekking; fue una lección de humildad. Cada paso sobre esas piedras milenarias, cada noche bajo ese cielo infinito, cada conversación junto al fogón con los cocineros quechuas, confirmaron lo que Evelyn ya sabía: había elegido bien. Choquequirao podía esperar su turno. Primero, debía aprender las reglas del juego en la escuela implacable de la montaña sagrada.
Pero basta de preámbulos. Vayamos al grano, al relato crudo de esos cuatro días que pusieron a prueba cada fibra de mi ser:
La madrugada en Cusco olía a leña quemada y promesas por cumplir. A las 4 AM, con la ciudad aún dormida bajo un manto de estrellas frías, mis zapatillas ya golpeaban el adoquín colonial rumbo a la terminal de buses. Bladimir, ese gran amigo cusqueño que había transformado su hostel en mi hogar, me había dado instrucciones precisas con esa mezcla de pragmatismo y calidez que solo los verdaderos viajeros comprenden: "Tomá el colectivo a Mollepata y de ahí, veremos. El camino siempre aparece". Sus palabras resonaban en mí mientras evitaba los taxis caros - esa trampa dorada para turistas impacientes - y subía al bus de las 5:15 AM, cuyos asientos gastados parecían contener las huellas de mil viajes anteriores.
El destino quiso que en Mollepata me cruzara con tres franceses cuyo concepto de economía compartida rayaba en lo absurdo. "Pagás el 50% porque somos tres", argumentaron con esa sonrisa condescendiente que solo los avezados en el arte del viaje pueden desarmar. "Adiós, subcampeones", les espeté en un inglés cargado de sarcasmo porteño, dejándolos con su taxi sobrevalorado. La ironía del camino, esa justicia poética que tanto aprecio, se manifestó minutos después cuando una camioneta pickup se detuvo a mi lado. Dentro, una pareja de limeños - él con su sombrero de paja y ella con esa sonrisa que iluminaba hasta el asiento trasero - me invitó a subir. "Vamos a Soraypampa, ¿te sirve?", preguntaron como si ya supieran la respuesta. Así, entre risas y anécdotas de viaje, atravesamos los paisajes que se transformaban ante mis ojos: de los valles secos de Mollepata a las primeras estribaciones de la cordillera, donde el aire comenzaba a escasear y las nubes jugaban al escondite con los picos nevados.
Soraypampa emergió como un campamento base de película: casitas dispersas, humo de cocinas leñeras dibujando espirales en el aire frío, y el inconfundible bullicio de los arrieros preparando sus mulas. El hostal que encontré - económico hasta lo ridículo - tenía el encanto rústico de los lugares que priorizan esencia sobre comodidad. La ironía llegó cuando, al entrar en la habitación compartida, me encontré cara a cara con los mismos franceses del taxi. El universo, claramente, tenía un sentido del humor peculiar. Sin mediar palabra - porque algunas batallas se ganan con silencio - dejé mi mochila y me preparé para el verdadero objetivo del día: la laguna Humantay.
El trekking hasta la laguna (unos 7 km de ascenso con 400 metros de desnivel) comenzó bajo un sol engañosamente tímido. Cada paso sobre ese sendero pedregoso era una lección de humildad: el aire se hacía más delgado, las piernas más pesadas, pero el paisaje se volvía cada vez más épico. Las laderas montañosas, vestidas con ese manto amarillento de ichu grass, se alzaban como murallas naturales esculpidas por gigantes.
Y entonces, tras una curva final que exigió mis últimos alientos, apareció ella: la laguna Humantay. Las palabras sobran cuando la naturaleza habla con esa elocuencia. Sus aguas - un turquesa que parecería artificial si no fuera por su pureza absoluta - reflejaban el glaciar como un espejo ancestral. Pero lo verdaderamente mágico fue presenciar su transformación a lo largo de las horas. Almorcé mis sandwiches (el jamón nunca supo tan bien) mientras observaba el espectáculo:
Primero, bajo un cielo plomizo que convertía las aguas en acero líquido. Luego, cuando el sol rompió las nubes, el turquesa estalló con una intensidad que dolía en los ojos. La lluvia llegó sin aviso, picando la superficie en mil arrugas plateadas. Y como broche de oro, el granizo - esos diamantes efímeros que rebotaban sobre las rocas antes de fundirse en el agua.
Pasé horas allí, cambiando de posición como un pintor impresionista buscando nuevas perspectivas. Desde el mirador norte, la laguna parecía un cráter de volcán dormido. Desde la orilla oeste, el glaciar se recortaba contra el cielo con una nitidez casi surreal. Y en cada ángulo, nuevos matices de color, nuevas texturas de luz, nuevos diálogos entre el agua, el hielo y las nubes.
El descenso, ya con las piernas temblorosas, fue una meditación en movimiento. A las 5 PM, de vuelta en Soraypampa, el hostal me recibió con su cena humeante - quizás la mejor sopa de quinoa que probé en Perú - y la certeza de que mañana sería otro día, otra batalla, otra belleza. Los franceses roncaban en su litera mientras yo, acurrucado en mi saco de dormir, repasaba mentalmente cada instante de ese día que había comenzado en las calles dormidas de Cusco y terminaba aquí, en el vientre de los Andes, con el murmullo del viento anunciando la gran travesía que me esperaba al amanecer: el cruce del Salkantay, ese coloso de hielo que ya sentía respirar en la noche.
Equipo a lomo de mula: 20 soles/kg extra
Humantay: aguas sagradas para los incas
El desayuno en Soraypampa fue una ceremonia de combustible: papas andinas con queso derritiéndose como lava, huevos revolviéndose con quinoa en un baile proteico, frutas cortadas en cubos perfectos que estallaban en jugo con cada mordida. Mi cuerpo, convertido en una máquina de oxígeno y kilómetros, agradeció cada caloría mientras empaquetaba el resto para el almuerzo. A las 6:03 AM, con las primeras luces rasgando el valle, mis botas ya pisaban el sendero de piedras que serpenteaba hacia lo desconocido.
El frío matutino (-2°C según mi termómetro) mordía las mejillas, pero el sol pronto desplegó sus garras doradas sobre las laderas. Un cielo de contradicciones: nubes algodonosas que jugaban al escondite con el astro rey, creando un juego de luces y sombras sobre los glaciares. Por suerte, el viento - ese verdugo de las alturas - dormitaba aún en su guarida. La subida inicial hasta Salkantaypampa (4,150 msnm) fue un calentamiento brutal: cada paso sobre las rocas sueltas sentía como si el sendero se retorciera bajo mis pies. Las pocas almas que encontré eran pastores quechuas con sus rebaños de llamas, ofreciendo bolsitas de coca a 5 soles o botellas de agua mineral que parecían surgir de la nada.
Entre Salkantaypampa y Suyrococha (4,460 msnm), el paisaje mutó en algo lunar: morrenas glaciares como cicatrices de la tierra, rocas pulidas por milenios de hielo, y ese silencio que solo se rompía con el crujido de mis propias articulaciones. El oxígeno escaseaba ahora - cada inhalación era un ejercicio de voluntad - y el sendero se empinaba hasta lo absurdo. A las 10:37 AM, tras una curva que juraría diseñada por un sádico, apareció ante mí el Paso Salkantay (4,630 msnm), marcado por un hito de piedras apiladas y banderas de oración que flameaban como últimas resistencias ante el viento que ahora sí despertaba.
El almuerzo fue un ritual de supervivencia: pan duro, queso cuajado por el frío, y un puñado de nueces que masticaba lentamente mientras contemplaba el abismo que acababa de escalar. Mis piernas - convertidas en gelatina temblorosa - protestaban ante la idea de seguir, pero el descenso hacia Rayampata (3,380 msnm) era una promesa de alivio. Lo que no esperaba era el cambio dramático que comenzó a los 20 minutos de bajada: el aire gélido se volvió tibio, las rocas grises dieron paso a musgos esmeralda, y de pronto estábamos inmersos en una neblina que olía a tierra mojada y vida.
La selva alta nos engulló con sus reglas: senderos convertidos en arroyos por lluvias recientes, lianas que se enredaban en mis bastones como serpientes vegetales, y ese sonido omnipresente de agua cayendo en cascadas invisibles. El terreno era una trampa: barro resbaladizo que ocultaba raíces traicioneras, y precipicios donde el camino se estrechaba hasta desaparecer. En un punto, el sendero había cedido completamente - víctima de algún derrumbe reciente - y debí escalar por un risco de piedras inestables que crujían bajo mi peso. Cada paso era una apuesta, cada respiro cargado de esa humedad que empapaba hasta los huesos.
A las 3PM, Collpapampa emergió entre la bruma como un milagro: casitas de madera con techos de calamina, gallinas escarbando en el barro, y el aroma a leña quemada que señalaba humanidad. Carmen, la dueña del hospedaje, me recibió con esa timidez que esconde fortalezas ancestrales. Su oferta - 8 dólares por habitación privada, cena y desayuno - sonó a error hasta que vi el cuarto: cuatro paredes de madera con un colchón que prometía ser el cielo después del infierno selvático. El techo de chapa en V invertida amplificaba cada gota de lluvia en un concierto de percusión líquida, y las gallinas que correteaban bajo el piso de tablas completaban la experiencia rural.
La cena (sopa de quinoa espesa como cemento nutritivo, seguida de trucha frita con yucas) fue acompañada por las historias del marido de Carmen, un hombre de manos callosas y sonrisa escasa. "Las agencias pagan 5 soles por lavar ropa a nuestras mujeres", contó entre sorbos de chicha, mientras denunciaba cómo las grandes compañías turísticas compraban terrenos para instalar "glamppings" donde alemanes y holandeses pagaban 500 dólares por fingir aventura. "Ellos vienen a tomar fotos con nuestros niños como si fueran atracciones", escupió hacia el fuego.
Esa noche, acostado bajo mantas que pesaban como abrazos, escuché el coro de grillos y ranas que anunciaba un nuevo día. Mañana el sol brillaría sobre los cafetales de Lucmabamba, pero eso - como bien sabía Carmen - era otra página que el camino escribiría con su tinta de sorpresas.
Cruzando el Paso: ofrendas de piedras al Apu
De nieve a selva en 4 horas
El amanecer en Collpampa se desvaneció entre vapores de mate de coca y el aroma a leña recién encendida. La familia que me había cobijado esa noche —cuyas manos encallecidas hablaban de cosechas y senderos— me entregó un desayuno que era más que comida: tortillas de maíz morado, huevos de gallinas criollas con ají amarillo y un chuño rebosado que pesaba en el estómago como un buen augurio. Al despedirme, la mujer me apretó la mano con una fuerza inesperada: "Que los apus te acompañen", murmuró. Sus palabras quedaron flotando en el aire frío mientras emprendía la marcha, como una bendición ancestral.
El sendero se abría paso entre cañones donde los ríos, hinchados por las lluvias recientes, rugían con la furia de un puma en celo. Cruzar aquellos puentes colgantes —tablones temblorosos atados con cables oxidados— era un acto de fe. A cada paso, la madera crujía bajo mis botas mientras el viento arremolinaba el spray helado del agua contra mi rostro. Las montañas, vestidas de musgos fluorescentes y líquenes que parecían pintados con acuarela, se alzaban como catedrales pétreas. Era un paisaje que respiraba, que latía con una vitalidad casi animal.
Pasé por Huiñaypoco, un puñado de casas de adobe donde los niños perseguían gallinas entre risas, y luego por La Playa, donde un anciano vendía chicha morada en vasos de lata. No vi otros caminantes; solo el rastro ocasional de mulas y el silbido de los colibríes entre las flores de kantuta. Cuando llegué a Lucmabamba, el sol estaba en su cenit, derritiendo la cera de mis oídos. El pueblo era una estampa de postal: techos de calamina brillando como espejos, calles de tierra rojiza y un silencio que solo rompía el graznido de los patos en un charco cercano.
Fue en el kiosco de la esquina —una construcción precaria de madera y plástico— donde escuché por primera vez la voz de Sonia. "¿Ya tienes dónde quedarte?", preguntó en un español dulce, modulado por el ritmo del quechua. Sus ojos oscuros, brillantes como semillas de café recién tostadas, no tenían la mirada calculadora de los que ven en el turista una billetera ambulante. Era una invitación genuina. Acepté sin dudar.
La casa era sencilla: paredes de adobe, un corredor con macetas de geranios y una cocina donde el humo había teñido las vigas de un negro brillante. Dos mochileras brasileñas —rubias como espigas de maíz— se despedían en ese momento. "Quedate tranquilo, aquí son buena gente", me dijeron mientras ajustaban sus mochilas. Walter, el esposo de Sonia, apareció entonces con una bandeja de madera llena de granos de café recién cosechados. "Estamos secando la última partida", explicó, y en ese gesto cotidiano —los dedos apartando las cáscaras con precisión de relojero— entendí que aquella familia no vivía del trekking: vivían con él, incorporándolo a su rutina sin perder un ápice de autenticidad.
Esa noche, alrededor de una mesa desgastada por generaciones de cucharas, ocurrió la magia. Sonia sirvió un chancho al palo que deshacía entre los dedos, acompañado de papas chuño —esas joyas liofilizadas de los Andes— y una salsa de rocoto que quemaba con la elegancia de un buen whisky. "Comé tranquilo, hay más", decía ella cada vez que mi plato se vaciaba, como si alimentarme fuera un acto de amor maternal.
Fue entonces cuando Walter comenzó a hablar. No de precios ni de rutas turísticas, sino de la tierra. De cómo las grandes agencias acaparaban los grupos y dejaban a las familias locales con las migajas. "Ellos cobran 800 dólares por el Camino Inca, pero al que nos guía en la montaña le pagan 15 soles al día", dijo, removiendo su café con un palito de canela. Rodrigo, su hijo de 10 años, interrumpió para mostrarme su cuaderno de inglés: "Quiero ser guía, pero sin engañar a la gente". En sus ojos había una determinación que desafiaba la precariedad de su contexto.
Al ver a Brigitte, la hija mayor, ayudando a limpiar en silencio, recordé las palabras de un viejo viajero: "En los lugares más humildes es donde se guarda la verdadera nobleza". Ofrecí lavar los platos. Sonia se resistió —"No, vos sos el huésped"— pero al final cedió, riéndose de mi torpeza con el balde de agua. Esa complicidad doméstica, ese compartir las tareas más mundanas, fue lo que me hizo extender mi estadía. "Me quedo dos días más", anuncié, y el brillo en los ojos de Sonia valió más que cualquier discurso sobre la hospitalidad andina.
Al amanecer, Walter me llevó a su chacra de café. Entre plantas de hojas lustrosas, me enseñó el arte de seleccionar los granos: "Los rojos son los maduros, los verdes esperan su turno". Con un machete diminuto, abrió una cereza para mostrarme el grano pegajoso, envuelto en su miel vegetal. "Así sabe la tierra aquí", dijo, y me lo puso en la mano; lo probé: dulce, ácido, terroso.
El proceso de tostado fue una ceremonia. En una sartén negra sobre el fogón, los granos crujían como piedritas bajo la lluvia. Walter removía con una cuchara de palo, narrando cómo el calor transformaba los azúcares: "Primero huele a pan recién horneado, luego a nuez, al final… ya verás". Cuando el aroma alcanzó su punto álgido —una explosión de caramelo y humo—, los retiró del fuego. El café que bebimos después era denso como un verso de Vallejo, con un final prolongado que sabía a cielo y tierra fusionados.
Sonia, mientras tanto, reinventaba la cocina andina con lo que tenía a mano. Una mañana sirvió yuca frita con queso fresco —los tubérculos dorados como lingotes, el queso sudando leche— y me obligó a probarlo con aguacate. "Así lo comen en la selva", dijo, y era verdad: la cremosidad del aguacate amortiguaba el crujir de la yuca, creando una sinfonía de texturas. Por las tardes, ayudaba a Walter a llevar almuerzos a los trabajadores de la zona: ollas de lentejas con chorizo de Huaraz que viajaban en mi mochila, calentando la espalda.
El último día, Rodrigo me desafió a un partido de fútbol en la cancha del pueblo. Corrimos tras un balón desinflado, esquivando gallinas y riéndonos de mis gambetas torpes en la altura. Esa noche, mientras Sonia tejía un chullo de lana de alpaca y Walter afinaba su guitarra para una tonada huayno, supe que había encontrado algo raro en los viajes: un lugar que no solo se visita, sino que se habita.
Al partir, cargué con más que el peso de mi mochila. Sonia me envolvió dos panes rellenos de queso "para el camino", Walter me regaló una bolsita de café tostado y Rodrigo, con la seriedad de un adulto, me dijo: "Cuando vuelvas, voy a hablar inglés fluido". Brigitte, la más callada, me entregó un abrazo en el mas absoluto silencio.
Caminé hacia Hidroeléctrica con la lentitud del que quiere demorar la distancia. Atrás quedaban no solo cuatro días, sino una lección sobre lo que significa pertenecer. Esta familia no me había mostrado su cultura como un espectáculo folclórico, sino que me había incluido en su cotidianidad: en el cultivo del café, en las risas durante el lavado de platos, en el silencio compartido frente al fogón.
Perú, país de mil capas, me volvía a regalar su esencia más pura: la de una gente que, pese a la asfixia del turismo masivo y la indiferencia estatal, preserva una dignidad que no se compra con soles. Sonia y Walter no necesitaban discursos sobre sostenibilidad; ellos eran la sostenibilidad hecha carne, raíces profundas en un mundo de superficialidades.
Hoy, desde la lejanía abrasadora de Vietnam, evoco aquellos días con una nostalgia que no duele, sino que alimenta. Porque sé que en Lucmabamba, bajo el mismo techo de calamina, siguen tostando café al amanecer, riendo de los errores en inglés de Rodrigo y recibiendo a los caminantes no como clientes, sino como amigos que aún no conocen.
Y aunque sé que las promesas de volver son frágiles en la vida nómade, guardo su dirección escrita con letra temblorosa. No para cumplirla algún día, sino para recordar que en medio del Salkantay —entre agencias que venden experiencias prefabricadas— existe todavía un hogar donde el verdadero lujo es una silla de plástico en la cocina, una taza de café humeante y la certeza de que, por unas horas, fuiste parte de algo real.
Gracias, familia de Lucmabamba, por recordarme que los viajes no se miden en kilómetros, sino en las manos que nos tienden sin esperar nada a cambio.
Su café sigue siendo el mejor que he probado, pero fue su humanidad lo que me intoxicó para siempre.
Café cultivado a 1,800 msnm
Seguí la ruta alternativa que Walter me había recomendado: un desvío poco transitado que serpenteaba entre terracitas de cultivo abandonadas. La subida fue brutal —700 metros de desnivel en menos de dos horas—, pero la recompensa llegó cuando las nubes se abrieron como un telón. Allí estaban, recortados contra el cielo: Machu Picchu, Huayna Picchu y Putucusi, los tres colosos de piedra que ya conocía, pero que ahora se revelaban desde un ángulo inédito. Sin turistas, sin miradores construidos, solo las montañas y yo.
Fue entonces cuando apareció el guía -así lo recuerdo, nunca le pregunte el nombre-. Un hombre de unos 50 años, rostro curtido por el sol, que lideraba un grupo de australianos. Mientras sus clientes fotografiaban el paisaje con iPads, él se acercó a mí. "¿Vas solo?", preguntó en un español perfecto. Durante media hora, mientras descendíamos juntos, su historia fluyó como el Urubamba: "Llevo 20 años haciendo esta ruta. Antes, los viajeros preguntaban por las historias incas, por las plantas medicinales. Ahora solo quieren selfies y wifi". Sus palabras resonaban con amargura. "Tú tienes suerte —continuó—. Vas lento, hablas con la gente, comes en sus casas. Esa es la verdadera magia del Salkantay".
Al despedirnos, me dio una palmada en el hombro. "Ojalá todos fueran como tú", dijo, y en sus ojos vi el cansancio de quien sabe que su oficio —el de contar historias— se convierte en un espectáculo vacío.
El tramo final hacia Hidroeléctrica fue una sucesión de puentes colgantes sobre ríos embravecidos. Las tablas crujían bajo mis pies, y el vapor de agua me empapaba la ropa. Pero el verdadero drama comenzó al llegar a la estación: un diluvio torrencial cayó como si los dioses incas hubieran decidido probarme.
Me refugié con unos obreros de la empresa de trenes, que compartieron su almuerzo —arroz con huevo frito— bajo un cobertizo de láminas. "Anoche hubo derrumbes —advirtió uno, señalando la vía—. Cuidado con las piedras".
Y vaya si tenía razón. El camino a Aguas Calientes se había convertido en un campo de batalla geológico: rocas del tamaño de refrigeradoras, árboles desarraigados, grietas profundas en el terreno. En un tramo, el derrumbe había dejado al descubierto las entrañas de la montaña —capas de tierra rojiza y piedra negra como cicatrices abiertas—. Avancé con cautela, sintiendo el peso de la mochila y la adrenalina pegajosa en las palmas.
Lo que alguna vez fue un pueblo dormido al pie de las montañas sagradas, hoy es el cadáver de sí mismo, disfrazado con luces de neón y ofertas "todo incluido". Recuerdo mi primera visita, cuando ya se notaba la erosión del turismo: los letreros en inglés superaban a los quechuas, los niños pedían propinas por fotos y los hoteles crecían como hongos después de la lluvia. Pero ahora... ahora es otra cosa.
El centro es un laberinto de restaurantes temáticos que venden "experiencias auténticas" a precios de Manhattan. Los meseros, vestidos con ponchos de fábrica, recitan menús en cinco idiomas pero no conocen el nombre de las hierbas que sirven. Las calles, antes transitadas por mochileros y locales, están atestadas de grupos con audífonos que siguen banderas alzadas, como rebaños electrónicos. Y el mercado artesanal es una farsa: lo que antes eran tejidos hechos a mano hoy son made-in-China con etiquetas que dicen "hecho en Perú".
Lo peor no es la estafa descarada, sino la normalización de la mentira. Los mismos dueños de hostales que antes te ofrecían un mate de coca al llegar, ahora te cobran por el agua caliente. Los guías que antes compartían leyendas ahora repiten monólogos memorizados, con pausas estratégicas para fotos. Aguas Calientes ya no es un lugar —es un escenario donde todos actúan.
Mi plan final antes de partir era claro: subir al Putucusi al amanecer para despedirme con una vista sin filtros. Pero cuando llegué al inicio del ascenso, las sogas que alguna vez servían de apoyo estaban cortadas, colgando como venas secas de la montaña. Un chileno que merodeaba por ahí me confirmó lo que ya sospechaba: "Hace una semana rescataron a un grupo atrapado. Ahora nadie lo mantiene"
Ahí, frente a ese camino mutilado, tomé la decisión. No valía la pena arriesgarse por lo que ya ni siquiera era una aventura, sino otra víctima del descuido generalizado. Volví sobre mis pasos, mochila al hombro, mientras el primer bus turístico del día descargaba su carga de selfie-sticks al pie de la estación.
El bus a Cusco quedó atrapado siete horas por un alud cerca de Ollantaytambo. Mientras esperábamos, un anciano sentado a mi lado señaló la montaña que seguía soltando piedras y musitó: "Ella siempre se defiende".
Y tenía razón. Porque mientras los hoteles de Aguas Calientes siguen subiendo de precio y los tours prometen "conexión espiritual express", la tierra tiembla, los ríos se desbordan y los caminos desaparecen bajo toneladas de barro. La modernidad puede poner wi-fi en la plaza principal, pero no puede detener la lluvia.
Esa noche en Cusco, mientras compartía con Bladimir y su mujer un caldo de gallina que sabía a infancia, pasé las fotos en mi cámara. Ahí estaban Rodrigo enseñándome a patear un balón de cuero gastado; Walter contando cómo su abuela leía el futuro en las hojas de coca; Sonia riéndose de mi pronunciación quechua.
Y entonces lo entendí: la verdadera maravilla no está en la cumbre que no alcancé, sino en las manos que me ayudaron a intentarlo. El Salkantay no se mide en cumbres alcanzadas, sino en los pedazos de mundo que se te clavan en el alma cuando dejas de mirar hacia arriba y ves, finalmente, lo que llevaba todo el tiempo a tu lado.
El Salkantay no se camina con las piernas, sino con el corazón. Y el mío, ahora, tiene raíces en Lucmabamba.
Por eso, cuando alguien me pregunte si vale la pena el viaje, no hablaré de ruinas ni de paisajes. Diré simplemente: "Ve, pero quédate con los que todavía recuerdan cómo era todo antes de que llegaran los que dicen saberlo todo".
Caminando junto a las vías del tren
Seguí las recomendaciones de mi hermana. No se caracteriza por una memoria prodigiosa, pero su paso por Macchu Picchu le dejó anotaciones mentales tan nítidas como si las hubiese grabado en piedra. “Sacá las entradas online. Elegí también Huayna Picchu —vale la pena—, pero no vayas en el primer turno. A esa hora, la neblina, espesa como un presagio, cubre por completo la ciudadela. Es un humedal suspendido y no vas a ver nada. De 9 a 11 es lo ideal, ese es el segundo ingreso. El primero, de 7 a 9, solo sirve para ver nubes”. Me advirtió también que hay un cupo limitado: 200 personas por franja horaria. Tuve que comprar el ticket con antelación y, a partir de ahí, articular el resto del viaje. Todo giró en torno a ese momento, como si el tiempo mismo se hubiera vuelto un recurso escaso y compartimentado.
Hoy, desde otra latitud vital, no podría volver a viajar de ese modo. Me resulta profundamente ajeno diseñar un itinerario atado a imposiciones externas, sin margen para la deriva, sin el derecho a improvisar. Prefiero prescindir de ciertos destinos antes que someterme otra vez a una estructura tan férrea.
Aquella mañana salí temprano de Ollaytantambo, tras dejar mi mochila principal en el hospedaje. Viajé liviano hasta la estación hidroeléctrica, desde donde inicia el tramo pedestre hasta Aguas Calientes. Diez kilómetros de caminata bordeando vías de tren, vegetación selvática y la línea caprichosa del río Urubamba. Esa ruta, que algunos consideran un obstáculo, fue en mi caso un privilegio. El desplazamiento a pie permite una conexión más honesta con el paisaje. No hay ventanas que separen, ni velocidades que distorsionen. Solo el cuerpo, el terreno y el tiempo real.
Me pregunté, en esa marcha, qué pasaría si existiesen transportes más accesibles y masivos para cubrir ese trayecto. La respuesta es sencilla y brutal: el lugar se volvería insostenible. La sobrepresencia humana ya ha puesto en jaque a la región. Una infraestructura de mayor alcance sería directamente letal para el ecosistema, tanto natural como cultural. A las dos de la tarde crucé el umbral de Aguas Calientes. Tenía una reserva hecha por internet. El precio, exorbitante. La oferta, limitada. No había opción. Me instalé, comí algo en un bar atendido por un argentino exiliado de sí mismo, y salí a caminar por el pueblo.
Es difícil hablar de Aguas Calientes sin un dejo de contradicción. Funciona como la antesala obligada de una de las joyas patrimoniales del planeta, y sin embargo, carece de alma propia. Es una maqueta funcional, un organismo hipertrofiado por la demanda. La falta de una identidad gastronómica local es notoria. El paladar regional ha sido desplazado por una avalancha de propuestas foráneas estandarizadas: pizzas de masa congelada, hamburguesas genéricas, comida asiática adaptada al gusto neutro del turista promedio. La tradición culinaria andina ha sido arrinconada, diluida entre carteles luminosos y menús en cinco idiomas. No hay sazón que resista el embate del algoritmo.
El pueblo vive colapsado. Las calles, angostas e improvisadas, apenas logran absorber la cantidad de cuerpos que transitan hacia un único objetivo: alcanzar Macchu Picchu. Nada parece pensado para permanecer. Todo está diseñado para el flujo constante, para el tránsito perpetuo de visitantes que llegan, consumen y se van.
A las cuatro de la madrugada comenzó mi procesión. Avancé por la calle desde donde parten los ómnibus que suben hasta la entrada de la ciudadela. Lo que vi me paralizó: una marea humana, inabarcable. Una fila que parecía una metáfora del exceso. Miles de personas con el mismo objetivo, bajo la misma oscuridad, esperando el mismo bus.
En ese instante, la voz de Manu Chao resonó en mi cabeza con su lúcida denuncia: "This is not success. This is not progress. This is just a collective suicide." No era una exageración. Era la descripción precisa de una escena que, con el tiempo, se ha vuelto cotidiana. Volví años después al Perú, y el paisaje humano era aún más abrumador. ¿Cuánto puede resistir un territorio como este antes de colapsar? ¿Cómo se administra lo sagrado cuando se convierte en mercancía?
Me desvié. Vuelvo al relato.
La caminata fue ardua. La humedad, asfixiante. Llevé una remera extra, sabiendo que el sudor sería inevitable. A las ocho de la mañana crucé el umbral. Tenía apenas una hora para recorrer la ciudadela antes de dirigirme al ingreso del Huayna Picchu.
No hay verbo que abarque lo que sentí al pisar Macchu Picchu. No es solo una ruina. Es una interrogación tallada en piedra. Un diseño que escapa a la lógica de su tiempo. Una proeza arquitectónica sin explicación lineal. Desde lo alto, la ciudad adopta la forma de un ave extendiendo sus alas. ¿Cómo lograron semejante visión desde una cultura sin herramientas modernas de medición? ¿Qué ojos veían desde la cima del Huayna lo que hoy apenas intuimos con drones?
Quise estar ahí, en su apogeo. Ser parte del flujo humano que la habitó. Asistir a sus rituales, a su cotidianidad, a sus silencios. ¿Cómo se organizaban socialmente? ¿Qué valores compartían? ¿Cómo convivían el trabajo agrícola, la contemplación astronómica y la vida espiritual? ¿Qué lugar ocupaba el arte? ¿La música? ¿El silencio?
El ascenso al Huayna fue demandante. Una hora de subida, cuarenta minutos de descenso. Desde la cima, el paisaje se vuelve cósmico. El río serpentea como una línea de energía. Las nubes emergen del valle como si el mundo estuviera exhalando. Y el sol, al filtrarse, parece revelar lo que estaba oculto: una ciudad concebida para dialogar con el universo.
Macchu Picchu fue erigida en el siglo XV durante el gobierno de Pachacútec, el emperador que refundó el Tahuantinsuyo y expandió su dominio. Fue pensada como un complejo multifuncional: centro de poder político, enclave ceremonial y espacio agrícola de alta ingeniería. Su ubicación no fue aleatoria: se escogió con criterios geológicos, astronómicos y espirituales.
El trabajo constructivo fue realizado por mitmaqkuna —obreros especializados trasladados desde distintas regiones del imperio— que utilizaron técnicas que desafiaban la fragilidad sísmica de la zona. Las piedras, talladas con precisión milimétrica, eran encajadas sin ningún tipo de argamasa. Cada muro responde a una lógica integral: resistencia, orientación solar, carga simbólica.
Tras la llegada de los españoles, el sitio fue abandonado o deliberadamente ocultado. Nunca fue saqueado por los conquistadores. Recién en 1911, Hiram Bingham —explorador y profesor de Yale— la dio a conocer al mundo, aunque su “descubrimiento” fue en realidad una reapropiación: los campesinos locales ya conocían su existencia y algunos incluso vivían entre sus muros.
Fue mi última parada en ese primer viaje por Perú. En ese momento no lo sabía, pero volvería. Y no solo al lugar. Volvería a la pregunta que se había sembrado en mí. A ese temblor interno que no desapareció al regresar. Recuerdo llegar a Argentina un lunes, sentarme en la oficina, y sentir una desconexión brutal. Como si ya no perteneciera a ese espacio. Como si hubiese probado otra dimensión del tiempo.
Esa incomodidad no se fue de inmediato, pero quedó ahí, latente. El altiplano me había dejado un mensaje encriptado. Y años después, decidí escucharlo. Dejé una vida previsible, burocrática, sin fisuras pero sin alma. Hoy camino de otra manera, más atento, más libre. Y todo empezó ahí, entre los andenes de Aguas Calientes, los muros incas y una ciudad suspendida entre el cielo y la tierra.
La ciudadela al amanecer, envuelta en neblina
Huayna Picchu: el guardián de piedra
La historia oficial dice que Hiram Bingham "redescubrió" Machu Picchu en 1911, pero los locales siempre supieron de su existencia. Me lo contó un anciano en Aguas Calientes, mientras tomábamos un café de altura: "Los abuelos de mis abuelos subían a dejar ofrendas. Bingham solo siguió las huellas de los pastores".
Hoy, el turismo masivo amenaza su conservación. Por eso elegí venir en temporada baja, cuando las lluvias alejan a las multitudes y las piedras brillan bajo la llovizna. Aún así, cada visitante debería recordar que esto no es un parque temático: es un santuario donde los espíritus de los inkas aún susurran.
Si vas, hazlo con respeto. Camina despacio. Escucha el viento entre las ruinas. Y cuando nadie te vea, apoya la frente contra el muro del Templo del Sol. Dicen que así se escucha el latido del Pachamama.
Terrazas que desafían la gravedad
Las llamas, únicas residentes permanentes
La casa de Bladimir en la calle San Miguel al 250 respiraba ya ese aire de pertenencia que sólo dan los lugares donde uno deja, sin notarlo, migajas de su propia historia. Las mañanas en Cusco seguían un ritual preciso: el intercambio de sonrisas con Sonia mientras Carlos, desde su silla de plástico, proclamaba las virtudes de River Plate —"el único equipo que honra los colores del Perú"—, el café humeante en la despensa de Juan donde el tiempo se medía en anécdotas más que en minutos, el cruce diario a la lavandería donde las conversaciones triviales escondían esa calidez que ya extrañaría.
Este relato —el último de mi travesía peruana aunque no el final cronológico— contiene esa esencia que convierte los viajes en algo más que desplazamientos geográficos. Lo que viene no es un simple trekking, sino la culminación de meses de caminos que se bifurcaban en mercados polvorientos, noches de hostales con frazadas delgadas y sobremesas donde el pisco sabía a confesión.
La terminal de buses secundaria olía a combustible y pan recién horneado cuando llegué a las 7:03 AM. Los vehículos a Curahuasi dormitaban con ese letargo particular de los transportes que saben su importancia vital para los locales y su irrelevancia para los itinerarios turísticos. Cuatro horas después, el paisaje había mutado de cerros urbanos a quebradas donde el río Apurímac tallaba su firma en la roca.
"Temporada baja significa silencio y soledad", me había advertido Bladimir mientras doblaba mi mapa con dedos expertos. En Curahuasi, su profecía se cumplió: ni combis ni colectivos, sólo taxistas que esgrimían precios como si hablaran en divisas extranjeras. La negociación terminó cuando una familia de agricultores —la madre cargando un atado de hierbas frescas, el niño pequeño aferrado a una bolsa de mandarinas— me incluyó en su ruta hacia el cruce. El conductor, un hombre de manos callosas que manejaba como si la carretera fuera una extensión de su cuerpo, pasó los siguientes 20 minutos explicándome por qué Alianza Lima era superior a cualquier equipo argentino mientras esperábamos el bus a Cachora.
El pueblo emergió como esos lugares que existen fuera del calendario: la iglesia blanca con su campanario torcido levemente hacia la izquierda, las casas de adobe con techos de calamina que brillaban bajo el sol de la tarde, el policía de turno que abandonó su puesto para acompañarme hasta la esquina mientras enumeraba —con precisión de cronista— cada albergue en ruta a Capuliyoc.
"Ochenta soles", dijo señalando un taxi destartalado. Tres consultas posteriores confirmaron la tarifa. Decidí caminar.
La tormenta llegó cuando llevaba dos kilómetros de ascenso, una de esas precipitaciones andinas que transforma los senderos en toboganes de lodo. Fue entonces cuando la combi apareció —chasis oxidado, parabrisas agrietado— y el conductor me gritó sobre el estruendo de la lluvia: "¡Estás yendo al abismo, muchacho!". Había tomado el desvío equivocado.
El albergue surgió entre la neblina como un espejismo: techo de paja, paredes de caña, y Luisa en la puerta con su delantal manchado de jugo de maracuyá. "Entra antes de que te lleve el río", ordenó sin preguntar mi nombre.
Su vivienda era un inventario de ausencias: fotos de hijos en Lima desplegadas sobre un mantel bordado, la chaqueta de su difunto esposo aún colgada detrás de la puerta, los cuadernos escolares de sus nietos apilados junto a una radio de transistores. Mientras me servía frutillas en un plato de hojalata, contó cómo había convertido este rincón de la montaña en refugio para los pocos caminantes que se desviaban de la ruta principal. "Los turistas van directo a las ruinas, pero se pierden las verdaderas joyas", murmuró señalando el valle donde la lluvia empezaba a ceder.
El libro de visitas cayó frente a mí con un golpe seco. Sus páginas conservaban firmas de una década: coreanos que dibujaron corazones, israelíes que dejaron números de teléfono, un francés que escribió "Merci" con tinta corrida por la humedad. —Firma donde ese alemán grandote dejó espacio —ordenó mientras limpiaba el vaso de gaseosa—. Los argentinos siempre escriben cosas graciosas.
Esa mujer tenía una forma particular de dar: sin ceremonias, como quien arranca una fruta del árbol y te la entrega sin mirarte, sabiendo que el hambre no necesita discursos. No era bondad de postal turística, ni esa caridad que se fotografía para las redes. Era algo más terco, más verdadero: la entrega silenciosa de quien conoce el valor de un plato caliente en medio de la nada, de un consejo preciso cuando el camino se bifurca. Luisa no ayudaba por virtud, sino por memoria. En cada viajero mojado que entraba por su puerta, veía quizás a sus hijos lejos de casa, a ese esposo que ya no volvería, o tal vez a su propio pasado de senderos empinados. Su generosidad no era altruismo, sino la sabiduría antigua de los Andes: nadie cruza la montaña solo.
Al cerrar el libro de visitas, comprendí que su verdadero regalo no fueron las frutillas ni el techo seco, sino esa rara certeza de que, en algún rincón del mundo, existe un lugar donde tu nombre queda escrito para siempre, aunque nunca regreses.
El último tramo hasta Capuliyoc transcurrió entre bancos de niebla que se disolvían para revelar terrazas precolombinas devoradas por la vegetación. El albergue —dos estructuras de madera suspendidas sobre el abismo— alojaba a un francés que escribía poesía en servilletas y un español obsesionado con fotografiar líquenes.
En el mirador, mientras el sol caía sobre los picos nevados de la Cordillera Vilcabamba, encontré la primera prueba tangible de Choquequirao: un tramo del camino inca que serpenteaba colina abajo, los peldaños de piedra pulidos por siglos de pisadas. Registré mi ingreso en el libro oficial —hojas amarillentas llenas de firmas ilegibles— y me entregaron el boleto que certificaba mi derecho a transitar por esas geografías sagradas.
Esa noche, mientras el viento sacudía las ventanas de mi habitación, supe que lo que comenzaría al amanecer no era simplemente una caminata, sino el tipo de travesía que se filtra en los huesos y permanece allí, intacta, mucho después de que los músculos se hayan recuperado del esfuerzo.
El amanecer en Capuliyoc se desplegó con una claridad gélida, ese tipo de luz que corta el aire como un filo y despierta hasta a los huesos. A las seis de la mañana, ya con el desayuno —una mezcla de quinua hervida y pan de pueblo— recorriendo las venas, ajusté las correas de la mochila y empecé el descenso. Tres mil metros sobre el nivel del mar se desvanecían bajo mis botas, rumbo al lecho del río Apurímac, que serpenteaba mil metros más abajo. La geografía aquí no perdona: cada curva del sendero era un recordatorio de que el paisaje andino se construye a base de vértigo y resistencia.
Los pueblos que salpicaban el camino no merecían ese nombre en ningún mapa argentino. Eran, en el mejor de los casos, comunidades de tres o cuatro casas apiñadas en la ladera, como si el viento las hubiera arrastrado hasta allí y las hubiera dejado caer. Chiquisca, el primero, era apenas un puñado de albergues y una despensa cerrada a esa hora, rodeada de perros flacos que olfateaban el aire con desinterés. Más allá, Santa Rosa Baja y Alta, y finalmente Marampata, el último bastión antes de adentrarse en el parque nacional.
El tramo inicial fue una traición disfrazada de facilidad. Bajando por la quebrada, las nubes se formaban a ras del río, ascendiendo en espirales de bruma que se enredaban en los cerros. La humedad condensada en el aire dejaba un rastro fresco en la piel, mientras los arcoíris aparecían y desaparecían como guiños del paisaje. Era fácil distraerse, pero el cuerpo recordaba la verdad: cada paso en descenso sería un préstamo que luego habría que devolver con intereses.
El río Apurímac, crecido por las lluvias nocturnas, rugía con la furia de un animal encerrado. Me detuve en un recodo para observarlo, sintiendo el vapor de agua en la cara. Las montañas alrededor mostraban cicatrices recientes —deslizamientos de tierra, rocas desgajadas—, testimonios mudos de la fuerza con la que la tierra se reacomoda aquí. Fue allí donde me reencontré con Javier, el español, y Antouan, el francés, dos figuras esporádicas en mi camino. Los tres compartíamos el mismo ritmo errático: avanzar sin prisa, pero sin pausa, midiendo las fuerzas como quien administra un recurso finito.
La subida a Santa Rosa Baja fue el primer acto de crueldad topográfica. Después de cruzar el río, el sendero se empinó como si alguien hubiera decidido clavar la montaña en un ángulo imposible. Los músculos ardían, los pulmones se negaban a aceptar que el aire a esta altura es una promesa incumplida. En Santa Rosa Baja, una familia me recibió con la hospitalidad cansina de quien está acostumbrado a ver pasar viajeros exhaustos. Los niños, descalzos y curiosos, me rodearon pidiendo juegos, mientras la madre me ofreció una Gatorade que supo a salvación líquida.
Santa Rosa Alta llegó después de otro tramo de tierra y piedras, pero fue Marampata la que exigió el tributo más alto. Siete kilómetros de ascenso puro, sin tregua, sin falsas mesetas que engañaran al cuerpo. Cada zigzag del sendero era una burla, un recordatorio de que la montaña no concede regalos. Los locales que me crucé —un par de campesinos con sombreros de paja y miradas escépticas— me aseguraron que faltaba "poquito". Mentira piadosa. En los Andes, "poquito" puede significar una hora más de agonía vertical.
Llegué a Marampata con las piernas convertidas en gelatina y el cerebro oxidado por el esfuerzo. El pueblo, un conjunto de casas dispersas colgando del cerro, tenía esa aura de lugar detenido en el tiempo. Me alojé en el primer albergue disponible, una construcción de adobe con techos de calamina, y pedí un almuerzo que fuera proporcional al hambre acumulada. Mientras esperaba, bajo la sombra de un árbol, observé las terrazas incas que escalaban la montaña frente a mí. Esas líneas geométricas talladas en la tierra eran más que agricultura: eran un mensaje cifrado de una civilización que entendió el paisaje como un diálogo, no como una conquista.
El sol de la tarde doraba las laderas, y por primera vez desde que había empezado la caminata, sentí esa rara mezcla de agotamiento y euforia que solo aparece cuando el cuerpo ha sido llevado al límite y el paisaje te devuelve la mirada. Mañana estaría en Choquequirao, lejos de las multitudes, en un sitio donde las piedras hablan sin necesidad de guías turísticos. Pero esa noche, mientras el frío de la altitud se colaba por las rendijas de la puerta, solo importaba una cosa: había vencido al primer día. Y eso, en los Andes, ya es una victoria.
Puente Rosalina: 50 metros sobre el Apurímac
Distancia: 8 km | Ascenso: 1,400 m | Dificultad: ⭐⭐⭐⭐⭐
El día más duro. Comenzamos a las 5 AM para evitar el sol. Subida interminable por senderos incas originales: cada curva prometía ser la última, pero seguían llegando más. En Marampata (2,900 msnm), compramos limonada helada a 10 soles (¡el mejor gasto de la vida!). La llegada a Choquequirao (3,050 msnm) fue mágica: ruinas vacías, terrazas iluminadas por el atardecer, y cóndores planeando sobre nosotros. Acampamos en la zona administrativa, donde el guardián nos contó cómo en 2026 llegará el teleférico que cambiará todo.
Sendero inca original: piedras gastadas por siglos
El posadero de Marampata, un hombre de manos callosas y sonrisa escéptica, me había advertido la noche anterior: "El noventa por ciento de los viajeros no llegan hasta aquí en un solo día". Cuando le relaté mi ruta desde Capuliyoc, sus cejas se arquearon en un gesto que mezclaba admiración y preocupación. "Eso es una locura, che. Mucho tiempo, demasiada exigencia". No mentía. Pero el cuerpo, aunque quebrado, tiene una memoria corta: con unas horas de sueño y un desayuno contundente —huevos, pan de campo y café espeso como brea—, la fatiga se convirtió en combustible. Mi plan era ambicioso: llegar al parque al amanecer, recorrerlo en soledad, y luego descender hasta Chiquisca antes del ocaso.
A las seis en punto, con el alba aún tintineando entre las montañas, comencé a caminar. El aire olía a petricor y eucalipto, una combinación que se volvería la banda sonora olfativa del día. A la hora, me alcanzó Javier, el español de barba despeinada y ritmo constante que había conocido el día anterior. Caminamos en silencio, como si hablar rompiera el hechizo del paisaje: quebradas verdes salpicadas de terrazas incas, ríos que cortaban el sendero con furia estacional, y el barro pegajoso —herencia de las lluvias nocturnas— que añadía un desafío extra a cada paso.
La entrada al parque fue un anticlímax burocrático: un letrero desgastado, un registro improvisado, y luego... la nada. Solo Antouan, el francés, merodeando entre las ruinas como un fantasma moderno. Pero el verdadero drama era el clima. Choquequirao se había envuelto en un manto de nubes tan espesas que apenas se distinguían los contornos de las estructuras de piedra. Era como mirar a través de un velo húmedo. Maldecí en voz baja, no por ira, sino por esa frustración única del viajero que sabe que la belleza está ahí, pero se niega a mostrarse.
La espera fue un ejercicio de paciencia. Hora y media agazapados en un mirador, observando cómo las nubes jugaban al escondite con el sol. Hasta que, de pronto, como si alguien hubiera levantado un telón, la luz irrumpió. Y entonces, Choquequirao se reveló en toda su magnificencia: terrazas agrícolas escalando las laderas como costuras en piel de montaña, canales de riego que brillaban como venas de plata, y edificaciones de piedra tan precisas que parecían talladas por gigantes. Solo el 40% del sitio está excavado; el resto duerme bajo la vegetación, esperando a que el equipo de arqueólogos regrese después de las lluvias.
Recorrí el lugar con la avidez de quien teme que el espectáculo desaparezca. Cada rincón era una lección de ingeniería y cosmovisión: los incas no construyeron sobre la montaña, sino con ella. Los canales seguían el pulso del agua, las terrazas imitaban los estratos geológicos, y hasta las piedras menores estaban colocadas para resistir terremotos. Javier señaló un conjunto de andenes en forma de espiral: "Parecen un mandala". No exageraba. Era arte, agricultura y astronomía fundidos en piedra.
Machu Picchu puede ser más grandioso, pero Choquequirao es más íntimo. Aquí, la ausencia de multitudes permite escuchar el susurro de la historia: el viento silbando entre las puertas trapezoidales, el rumor lejano del Apurímac, el crujido de los líquenes bajo los pies. En un momento, me detuve frente a un ushnu (plataforma ceremonial) y cerré los ojos. La vibración era palpable, como si las piedras retuvieran aún los ecos de las ofrendas.
Al mediodía, cuando ya había explorado los senderos principales —incluyendo dos rutas secundarias que regalaban vistas de vértigo sobre el cañón—, emprendí el regreso. La bajada hasta Chiquisca fue un descenso físico y emocional: las piernas mecánicas, la mente aún flotando entre ruinas. Llegué al pueblo ya entrada la noche, donde Roberta, una mujer de rostro curtido y sonrisa cálida, me esperaba con una habitación improvisada y un plato de lentejas humeantes.
Mientras cenábamos, me habló de Chiquisca como quien narra una elegía: solo tres familias quedaban, incluida la suya. "Los viejos se irán pronto, y los jóvenes ya no quieren esta vida", dijo, mirando el fuego. Su marido, el mismo hombre que días atrás me había señalado el camino, estaba en Cachora buscando provisiones. "A veces tarda", añadió, como si el tiempo aquí fuera un río lento.
Me acosté con esa mezcla de agotamiento y éxtasis que solo conocen los caminantes. Mañana sería el último día, el regreso a Capuliyoc. Pero esa noche, bajo un techo de calamina y el rumor del río, supe que había vivido algo irrepetible: diálogo puro con una civilización que aún respira entre las piedras, lejos del ruido del mundo.
Llamas del Sol: mosaicos incas intactos
El último amanecer en Chiquisca llegó envuelto en ese silencio peculiar de las montañas, donde hasta el aire parece contener la respiración. A las seis en punto, con las primeras luces filtrándose entre los cerros, emprendí el tramo final. Roberta me había entregado un panecillo aún caliente y un consejo: "Si corrés, quizás atrapés algún taxi en Capuliyoc que lleve viajeros a Curahuasi". Pero el azar, caprichoso como el viento en los Andes, ya tenía otros planes.
En el camino, me reencontré con Javier, cuyo paso cansino pero constante delataba que él también había vivido esos días con la misma intensidad. Caminamos juntos los últimos kilómetros, esa ruta ya familiar donde cada curva desvelaba recuerdos recientes: el crujido de las piedras bajo las botas, el olor a menta silvestre que brotaba entre las grietas del sendero, el último arcoíris despidiéndose sobre el Apurímac.
Capuliyoc nos recibió con su plaza desierta y un café improvisado en una mesa de plástico. Preguntamos a los locales sobre transportes —la misma cantinela de siempre: taxis esporádicos, hacer dedo o resignarse a caminar—. Fue entonces cuando la casualidad intervino. Al salir del baño, me topé con una pareja peruana que cargaba sus mochilas con la urgencia de quien tiene un bus que alcanzar. "¿Hacia dónde van?", les pregunté. La mujer, con una sonrisa que parecía sacada de un cuadro de hospitalidad andina, respondió sin vacilar: "A Curahuasi. Subanse, los llevamos". Un milagro, como ella misma lo llamó. Y así, entre risas y el traqueteo de la camioneta por la carretera sinuosa, el viaje se convirtió en una despedida colectiva. De Curahuasi a Cusco fue solo cuestión de esperar el llenado del bus —ese ritual sudamericano donde el tiempo se mide en bocinas y voces de cobradores—.
Este trekking no fue una simple caminata entre montañas; fue una ceremonia de transformación. Cada paso desde Cachora hasta las ruinas, cada gota de sudor que se evaporó bajo el sol incaico, cada músculo que ardía en protesta, fueron actos de devoción hacia un lugar que exige respeto antes de conceder sus maravillas.
Choquequirao no se limita a un destino en el mapa. Es una experiencia que se filtra bajo la piel, que altera la percepción del tiempo y el espacio. Recuerdo con una claridad casi dolorosa el instante en que las nubes se abrieron para revelar las terrazas incas bañadas en luz dorada, como si el mismo Inti hubiera decidido premiar nuestra perseverancia. En ese momento, supe que estaba presenciando algo que trascendía lo físico: era el encuentro con una civilización que construyó su grandeza en armonía con la tierra, no en su contra.
Los días que siguieron a mi regreso estuvieron marcados por una especie de vértigo existencial. Cusco, con su bullicio de turistas y mercados, me pareció de pronto superficial, casi frívola en comparación con la pureza de aquellas montañas. Soñaba con el sonido del viento entre las ruinas vacías, con el olor a ichu y tierra húmeda, con el sabor del café amargo que Roberta me sirvió en Chiquisca mientras me hablaba de la lenta desaparición de su pueblo.
Hoy, meses después, sigo llevando ese lugar conmigo -estoy escribiendo estas líneas desde Saigón, o Ho Chi Ming, como prefieran llamarla, en Vietnam, y sigo recordando ese trekking como si lo hubiera terminado ayer-. En la forma en que mis ojos buscan siempre el horizonte, en la manera en que mi cuerpo añora el rigor de la caminata, en la nostalgia que me embarga cuando veo una fotografía de esas montañas. Choquequirao ya no es solo un lugar que visité; es parte de quien soy.
Y aunque sé que ningún viaje puede repetirse, que ninguna experiencia puede recrear exactamente la misma magia, también sé esto: algún día, cuando el cuerpo lo permita y el corazón lo exija, volveré. Porque hay lugares que no se abandonan, sino que se dejan atrás con la promesa de regresar. Hasta entonces, Choquequirao seguirá siendo mi brújula, mi desafío y mi refugio. La prueba de que, en un mundo cada vez más domesticado, aún quedan rincones donde la naturaleza y la historia conspiran para recordarnos lo pequeños que somos... y lo grandes que podemos llegar a ser cuando nos atrevemos a caminar hacia lo desconocido.
Choquequirao no es un destino; es un pacto secreto entre el viajero y la montaña. Fundada en el siglo XV como bastión estratégico del Imperio Inca, esta ciudadela —cuyo nombre en quechua significa "Cuna de Oro"— fue refugio de nobles y sacerdotes durante la resistencia contra los conquistadores. A diferencia de Machu Picchu, su hermana famosa, aquí no hay trenes ni autobuses que allanen el camino. Solo seis puentes colgantes, trece quebradas y un desnivel de 3,000 metros separan a los aventureros de sus ruinas.
El aislamiento es su sello y su maldición. Menos del 10% de los visitantes del Perú llegan aquí, no por falta de interés, sino por la crudeza del trekking: cinco días de caminata bajo un sol inclemente o lluvias torrenciales, dependiendo del capricho del clima. El proyecto de teleférico, anunciado con pompa en 2016 como una revolución turística, yace abandonado entre disputas burocráticas y protestas de comunidades locales que temen perder la esencia del lugar.
Pero es justo esa dificultad lo que preserva su alma. Choquequirao no está reconstruida ni pulida para el turismo. Sus terrazas, talladas en laderas que desafían la gravedad, siguen siendo excavadas por arqueólogos que descubren, año tras año, nuevos sectores ocultos bajo la maleza. Aquí, los cóndores sobrevuelan sin testigos, los ríos tallan cañones en tiempo real, y las piedras hablan en murmullos que solo los dispuestos a escuchar pueden entender.
Última mirada al Cañón del Apurímac