Selecciona la ciudad o ruta para acceder a las galerías
España se despliega como un territorio de capas superpuestas, donde cada región guarda códigos distintos. No es un país, sino varios: desde las rutas húmedas del norte hasta los patios andaluces que respiran herencia árabe, su geografía funciona como un archivo vivo de civilizaciones. Madrid late como centro neurálgico, mientras Barcelona reinventa constantemente su identidad modernista.
El Camino de Santiago -particularmente su ruta norte y primitiva- desvela otra España: la de senderos que serpentean entre bosques de hayas en el País Vasco, acantilados cantábricos que desafían al Atlántico, y pueblos asturianos donde el tiempo se mide por el repique de campanas románicas. En Galicia, el camino se convierte en conversación entre cruceiros milenarios y el olor a sal marina.
Andalucía concentra su potencia en triángulo: Sevilla con su laberinto de callejones que esconden patios floridos, Córdoba donde la Mezquita despliega un bosque de columnas como metáfora de convivencia, y Granada, donde la Alhambra suspira versos nazaríes entre jardines de mirtos. Aquí el sol no alumbra, quema memorias de al-Ándalus en cada azulejo.
La Costa del Sol revela su paradoja: Nerja con sus balcones al Mediterráneo puro, Málaga transformando fábricas en museos de vanguardia, Cádiz emergiendo del mar como ciudad-fortaleza. Entre ellas, pueblos blancos se aferran a las sierras como racimos de cal y jaramago.
Este territorio se comunica en cuatro idiomas oficiales y decenas de dialectos, donde el concepto de "español" se desdibuja en euskera arcaico, catalán mediterráneo y gallego melancólico. Su religiosidad se expresa tanto en catedrales góticas como en romerías paganas donde se baila sobre brasas.
Para el viajero, España no se visita: se descifra. Exige abandonar tópicos de playas y fiesta para entender cómo conviven el silencio de las rutas jacobeas con el bullicio de mercados donde aún se regatea el precio del jamón. Donde cada esquina guarda una historia escrita en piedra, aceite de oliva y raíces que se hunden en tres continentes.
Leer Historia de EspañaCapital: Madrid
Población: 47.5 millones (2023)
Idiomas: Español (oficial), además de lenguas cooficiales como el catalán, gallego, vasco y valenciano.
Superficie: 505,992 km² (4º país más grande de Europa)
Moneda: Euro (EUR), 1 USD ≈ 0.91 EUR (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Predomina el cristianismo (catolicismo), pero hay una creciente diversidad religiosa.
Alfabetismo: 98% (aproximadamente)
Educación y sanidad: El sistema educativo y sanitario es de alta calidad y ampliamente accesible. La sanidad pública es gratuita o de bajo coste, y se recomienda contar con un seguro de salud privado si se requiere atención adicional.
Trabajo: La economía española está diversificada, con sectores clave como el turismo, la agricultura, la tecnología y los servicios. La tasa de desempleo ha disminuido, pero sigue siendo un desafío en algunas regiones.
Deporte más popular: Fútbol.
Seguridad: España es generalmente un país seguro para los turistas, aunque siempre se recomienda precaución en las grandes ciudades y áreas turísticas.
Ciudadanos latinoamericanos: Los ciudadanos de varios países latinoamericanos (incluyendo Argentina, México, Colombia, entre otros) pueden ingresar a España sin visa por un período de hasta 90 días, dentro del marco del acuerdo Schengen.
Proceso de entrada:
Requisitos al ingresar:
Enlaces oficiales:
Precios de hostels en las principales ciudades de España:
Barcelona: 30 EUR (todo el año).
Madrid: 25 EUR (todo el año).
Granada: 25 EUR (temporada alta), 10 EUR (temporada baja).
Sevilla: 25 EUR (temporada alta), 12 EUR (temporada baja).
Córdoba: 25 EUR (temporada alta), 8 EUR (temporada baja).
Costa del Sol: Málaga o Cádiz: 30 EUR (temporada alta), 16 EUR (temporada baja). En pueblos más pequeños: 35 EUR (alta), 20 EUR (baja). En Nerja: 50 EUR (alta), 20 EUR (baja).
Ofertas online: Se pueden encontrar diversas y seguras ofertas de hospedaje a través de plataformas online.
Cómo funciona el Camino de Santiago:
Albergues gratuitos o por donación en casi todas las paradas, con desayuno incluido. Hostales desde 15-40 EUR. Albergues por orden de llegada, algunos permiten reservas en la app "Buen Camino".
Albergues municipales gratuitos por orden de llegada. Hostales: 15 EUR. Consulta la app "Buen Camino" para más detalles.
Albergues por orden de llegada. Hay un grupo de cinco albergues que te ofrecen cena, desayuno y lavan tu ropa por una donación. Funcionan dentro de la organización del camino pero su sistema es diferente. Chequea las localidades en las que están. Son los mejores albergues de toda la ruta. Consulta la app "Buen Camino".
Albergues públicos en Santiago: 10 EUR. En otras localidades de Galicia: 10-15 EUR. En Santiago, se recomienda reservar con antelación. Consulta la app "Buen Camino".
Sevilla - Córdoba:
Córdoba - Granada:
Granada - Madrid:
Vuelos de bajo costo: Existen muchas promociones de vuelos low cost, especialmente si viajas con mochila de mano o carry on. Utilizando aplicaciones de vuelos online, puedes encontrar opciones de vuelos fácilmente.
Madrid:
Barcelona:
Granada y Sevilla:
Córdoba:
Para moverse por la Costa del Sol, la app BlaBlaCar es una excelente opción. Funciona como una plataforma de carpooling, donde puedes encontrar conductores que ofrecen plazas en su coche para viajes interurbanos. Solo tienes que registrarte, seleccionar tu ruta y pagar al conductor de forma segura. Es una forma económica y sostenible de viajar entre ciudades como Málaga, Cádiz y otras localidades cercanas.
En el Camino de Santiago, lo único que necesitas hacer es caminar, pero si necesitas asistencia, siempre puedes tomar trenes o autobuses que conectan las pequeñas y grandes ciudades del recorrido. Estos transportes son frecuentes y te ayudarán a moverte entre las distintas etapas del Camino.
Clima general en España: El clima varía considerablemente según la región. En las costas como Barcelona o el sur, las temperaturas son más templadas. En el interior, como en Madrid, las temperaturas en verano pueden ser extremas. Las mejores épocas para viajar a la mayoría de las regiones son en primavera (marzo a mayo) y otoño (septiembre a noviembre), cuando las temperaturas son agradables y los precios más bajos.
Es mejor evitar el verano debido a los precios elevados y la gran afluencia de turistas. Lo ideal es visitarla en primavera (marzo a mayo) y otoño (septiembre a noviembre), cuando el clima es más suave y los precios más razonables. Sin embargo, hoy en día la ciudad es cara durante todo el año.
En verano las temperaturas pueden superar los 40°C, pero los precios bajan debido a la menor afluencia de turistas. Sin embargo, la mejor época para visitar Madrid es en primavera (marzo a mayo) y otoño (septiembre a noviembre), cuando el clima es mucho más agradable. Por costo: Verano. Por clima: otoño y primavera.
La mejor época para visitar Granada es en primavera y otoño, cuando las temperaturas son agradables y el clima es ideal para recorrer la ciudad. Verano puede ser muy caluroso, y los precios suelen subir en esa época. En invierno, las temperaturas pueden ser frescas pero son soportables. Por costo: Verano. Por clima: otoño y primavera.
Primavera y otoño son las mejores épocas para visitar Sevilla. Durante el verano, las temperaturas pueden ser extremadamente altas, por lo que se recomienda evitarlo si no toleras el calor extremo. Por costo: Verano. Por clima: otoño y primavera.
En mi experiencia personal, el mejor momento para hacer el Camino de Santiago es entre mayo y junio, cuando el clima es fresco por la noche, las lluvias son mínimas, y las temperaturas son agradables durante el día. Además, si tomas un día de descanso, puedes disfrutar de la posibilidad de darte un baño en el mar.
Otra época recomendable es en septiembre y octubre, cuando el clima sigue siendo suave y la afluencia de personas no es tan alta. En cambio, julio y agosto deben evitarse por las altas temperaturas y el número masivo de peregrinos.
En invierno (diciembre, enero y febrero), los albergues públicos suelen estar cerrados, lo que hace que esta época no sea la más adecuada para hacer el Camino de Santiago. Si decides hacerlo en invierno, es esencial verificar las condiciones y disponibilidad de los albergues antes de comenzar.
Telefonía móvil: Las operadoras más económicas en España son Lowi y Pepephone. Puedes consultar sus planes y adquirir una SIM en sus sitios web:
Consejos para el Camino de Santiago:
Para más información sobre estas ciudades abrí sus galerías correspondientes.
España se revela como un **palimpsesto geográfico**, donde cada capa de historia se escribe sobre la anterior sin borrarla. En el norte, el viento talla leyendas en los acantilados de Costa Quebrada; en el sur, el eco de las pisadas árabes resuena en los azulejos de la Alhambra. Este no es un país de respuestas, sino de **preguntas grabadas en piedra**: ¿Cómo convive el repique de campanas románicas con el murmullo de bares donde se derraman sidras y vermuts? ¿Qué pacto invisible une los hórreos gallegos con las fachadas de cristal de Barcelona?
El **Camino de Santiago** opera como hilo conductor de este relato múltiple. En su ruta primitiva, los bosques asturianos filtran una luz que parece medieval, mientras peregrinos del siglo XXI avanzan con bastones de carbono y apps de geolocalización. El País Vasco aporta su contrapunto: caseríos donde se cura queso Idiazabal bajo vigas de roble, a pocos kilómetros de museos que desafían la gravedad con titanio y hormigón.
Andalucía enseña que **la belleza puede ser acto de resistencia**. En Córdoba, las columnas de la Mezquita trazan sombras que son ecuaciones de geometría sagrada; en Granada, los jardines de la Alhambra riegan con acequias un sueño nazarí que el tiempo no logró secar. Sevilla, por su parte, guarda secretos en sus callejones: patios donde geranios florecen junto a bicicletas eléctricas, y plazas donde el olor a azahar compite con el humo de freidoras de pescaíto.
La **Costa del Sol** desmonta tópicos: Nerja exhibe cuevas donde pinturas rupestres dialogan con instalaciones de arte sonoro; Cádiz, la ciudad más antigua de Occidente, ríe con la ironía de quien sobrevivió a fenicios, romanos y maremotos. Málaga, otrora puerto industrial, hoy transforma almacenes en galerías donde el Picasso de adolescencia conversa con hologramas de Lorca.
Al partir, queda la certeza de que España **no se visita, se hereda temporalmente**. Sus claves se esconden en detalles: en la textura áspera de un adoquín pisado por generaciones, en el crujido de una barra de pan recién horneada, en el silencio que precede al primer acorde de una guitarra flamenca. Un país donde cada piedra, cada mercado, cada mirada al mar, es un **acto de persistencia contra el olvido**. Viajar aquí exige rendirse a una paradoja: **para entenderla hay que dejar de analizarla y empezar a sentirla**. Es la única manera de descubrir por qué sus caminos medievales siguen dibujando rutas en el alma moderna, por qué un simple bocado de jamón ibérico puede contener siglos de bosques encinares, o cómo una noche en vela entre cantes jondos y copas de manzanilla termina siendo, contra toda lógica, una lección de sabiduría ancestral. **España no se recorre: se vive en todas sus capas**, y quien acepta este pacto, aunque sea por días, regresa con algo más que fotos: con la convicción íntima de que algunos lugares no cambian al viajero, sino que le revelan versiones de sí mismo que desconocía.
Visité Barcelona por primera vez en 2019, durante una semana de vacaciones laborales antes de partir a Italia. Por entonces, mi enfoque viajero era el de un tirsita (turista-transeúnte): no analizaba hostales, restaurantes ni rutas con la atención que hoy dedico. Mi exploración era superficial, sin evitar los clichés turísticos que ahora evito con maestría. Barcelona me recibió con su postal impecable: calles ordenadas, tráfico civilizado y una limpieza que contrastaba con el caos de otras ciudades. Pero yo no era más que otro espectador distraído.
Han pasado casi seis años. Hoy, desde Bangkok, escribo estas líneas con otra mirada. Aquel viajero que se maravillaba sin cuestionar ahora reflexiona sobre el impacto de sus pasos. Barcelona, como Venecia, Nápoles o Atenas, sufre el colapso del turismo masivo. Un fenómeno que encarece alquileres, desplaza a locales y convierte la vida cotidiana en una lucha para estudiantes, migrantes latinos, marroquíes o catalanes de raíz. Incluso pueblos cercanos, antes refugios de tranquilidad y precios accesibles, hoy ven sus departamentos triplicar valores gracias a la migración forzada de barceloneses.
Laberintos donde el tiempo se quiebra
Laberintos donde el tiempo se quiebra
Primera etapa (2019): La inocencia del turista
Mi recorrido comenzó con el bus turístico, bajando y subiendo en puntos clave. La Barceloneta me sorprendió: playas vibrantes, arena dorada y un paseo marítimo lleno de vida. Pero también encontré restaurantes sobrevalorados y un ambiente que, aunque pintoresco, perdía autenticidad entre terrazas masificadas. Los parques centrales, como el de la Ciudadela, ofrecían oasis verdes con lagos y fuentes, aunque algunos rincones parecían descuidados, como si el mantenimiento no alcanzara para tanto visitante.
El Park Güell fue un despliegue de mosaicos y curvas gaudianas, un laberinto de colores donde la arquitectura se fusiona con la naturaleza. Eso sí, las multitudes en la zona monumental restaban magia al lugar. La Sagrada Familia, en cambio, me dejó sin aliento: sus vitrales bañando el interior de luz eran una obra divina, aunque las largas colas y el precio de la entrada generaban cierto resentimiento.
También hubo casualidades: al divisar un cartel de Metallica en el Estadio Olímpico, corrí hacia las boleterías con esperanza rockera. No hubo suerte: tickets agotados. La noche me llevó al barrio Gótico, donde el Mariatchi Bar —un local minúsculo de música en vivo— me regaló dos veladas de rumba espontánea. Soñé con ver a Manu Chao aparecer, pero solo quedó el eco de esa fantasía.
En Montjuïc, el castillo y las vistas panorámicas de la ciudad valieron cada paso, aunque el teleférico resultó ser una trampa para turistas (caro y lento). Castelldefels, en cambio, fue una escapada tranquila: playas extensas y menos bullicio, ideal para respirar lejos del centro.
Laberintos donde el tiempo se quiebra
Laberintos donde el tiempo se quiebra
Segunda etapa (2024): Los ojos del viajero
EVolví a Barcelona en 2024 por casualidad: era la escala más barata desde Buenos Aires. Ya no era un turista, sino un viajero consciente. Pasé poco tiempo, pero suficiente para ver la ciudad con crudeza: alquileres inalcanzables, comercios adaptados al turismo y un ritmo que ahoga la esencia local. Quedé con amigos: Poli y Vir, conocidos en Calabria durante mi búsqueda de ciudadanía, y Augusto, un amigo de esos que te bancan en todas - no pude saludar a Emi su novia por que estaba trabajando-, ya que previo pedido mío me había comprado unas botas de trekking para poder patear el camino de Santiago - se las pagué, por supuesto-.
No visité monumentos. Preferí observar: el Gotico, antes mágico, ahora parecía un parque temático; las calles alrededor de La Rambla, saturadas de tiendas de souvenirs. Hasta el ambiente del Camp Nou, donde años atrás recorrí el museo de Messi y su legado, hoy se siente como un negocio más.
Laberintos donde el tiempo se quiebra
Laberintos donde el tiempo se quiebra
Barcelona encapsula la paradoja del turismo moderno: una ciudad bellísima, pero víctima de su propio encanto. ¿Por qué elegimos siempre los mismos destinos? ¿Es el capitalismo, las redes sociales —que nos hacen creer que un lugar vale solo por una foto—, o la falta de originalidad? Santorini, con sus filas para selfies, o las islas tailandesas colapsadas, son espejos de este mismo fenómeno.
Hoy elijo rutas alternativas, pero sé que mi huella pasada contribuyó al problema. Barcelona duele: es un recordatorio de que viajar no es inocente. Ojalá se encuentren soluciones —impuestos a alquileres turísticos, límites de visitantes, educación viajera— antes de que se convierta en un museo vacío de vida.
En 2019, Barcelona fue un sueño de arquitectura y playas; en 2024, un espejo de contradicciones. Aprendí que ser viajero implica responsabilidad: elegir con el corazón, pero también con la cabeza. La ciudad sigue ahí, entre la grandeza de Gaudí y la lucha diaria de quienes la habitan. Ojalá el futuro le devuelva el equilibrio entre lo global y lo local. Mientras tanto, sigo caminando, intentando no ser cómplice de lo que destruye lo que amo.
Barcelona es palimpsesto de contradicciones: Gaudí vs grafiteros, seny vs caos turístico, memoria histórica vs amnesia digital. Cada noche, cuando los cruceros se alejan como monstruos luminosos, la ciudad exhala. En esas horas frágiles, entre el cierre de bares y el primer pan recién horneado, se atisba su alma verdadera: pescadores reparando redes en Barceloneta vacía, abuelos jugando a petanca bajo naranjos en Gràcia, el susurro del Tramuntana limpiando playas de colillas. Sobrevive, como el último mosaico de Jordi, hecho de pedazos que el mundo descarta pero que juntos cuentan una historia mayor. Quizás por eso duele y fascina: porque en cada grieta se adivina lo que pudo ser, lo que fue, y lo que aún lucha por ser.
Mientras terminaba de recorrer la Carretera Austral de la Patagonia chilena, pensaba en cómo seguiría cuando finalice. En mis últimas noches en carpa, cocinando entre fiordos y a veces durmiendo en mi auto, la idea se materializó: quería una experiencia que me desafiara físicamente sin vaciar mi bolsillo. El Camino del Norte, desde Irun hasta Finisterre, sería mi próxima hazaña. “El zumba se colgó del bondi a Finisterre”, como canta el Indio Solari en *Gualicho*, resonaba en mi cabeza. Tras una noche en bus desde Barcelona –ahorro estratégico contra los precios vampíricos del País Vasco– llegué al albergue de peregrinos de Irun con la mochila cargada de dudas y 15 kg de equipaje.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Un voluntario me señaló el camino a Hondarribia: un pueblo de postal atrapado entre murallas del siglo XVI y fachadas con balcones de geranios.. Calles empedradas que serpenteaban hacia el puerto pesquero, donde barcazas pintadas de azul mecían redes vacías. En la plaza Mayor, abuelos jugaban a las cartas bajo los soportales mientras turistas franceses –separados solo por un río de la frontera– fotografiaban escudos heráldicos con sus teléfonos. Respiré el olor a marmitako que escapaba de los ventanales abiertos y supe que Euskadi no sería fácil de olvidar.
De regreso al albergue, una fila de mochilas ultralivianas esperaba la apertura del mismo: viajeros asiáticos con bastones telescópicos, europeos del norte revisando mapas en papel, y una argentina que maldecía el peso de su secador. Las literas –camas militares apiladas– prometían una sinfonía de ronquidos, pero por suerte, aquella noche solo éramos diez almas errantes compartiendo historias de caminos pasados.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
El amanecer me recibió con un desayuno de café aguado y tostadas, mermelada y frutas -era gratis, más no podía pedir-. A las 9 AM, mis botas pisaban el primer mojón del Camino: Lezo, pueblo de caseríos blancos donde las macetas lucían flores más perfectas que un cuadro de Frida Kahlo. Pasé junto a una sidrería cerrada, su olor a madera fermentada flotando en el aire, y crucé el puente de Santiago sobre el río Bidasoa, donde un pescador me saludó con un «¡Ongi ibili!» (que luego supe significa «¡Buen camino!»).
La ruta siguió hasta Pasaia San Pedro (o Pasai Donibane), un secreto marinero escondido entre acantilados. Para continuar, debía tomar una barca que atravesaba la ría –2€ por un viaje de cinco minutos entre fachadas color pastel y barcos de pesca varados–. El barquero, un vasco con boina y manos curtidas, bromeó: «Aquí hasta las gaviotas hablan Euskera». En el muelle, niños pescaban caballas mientras abuelas colgaban la ropa en balcones que casi se besaban sobre el agua. Comí un pintxo de tortilla en un taberna donde el retrato de Sabino Arana -político, escritor e ideólogo, fundador del Partido Nacionalista Vasco- vigilaba desde la pared, y seguí camino.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Los últimos 7 km fueron una prueba de fuego: subidas empinadas con escaleras talladas en la roca, donde cada escalón me recordaba que 15 kg eran 14 de más. En la cima del monte Ulia, el premio: San Sebastián se extendía bajo mis pies, su bahía de La Concha abrazada por el monte Urgull e Igeldo. La ciudad, joya de la corona vasca, ondeaba entre palacetes Belle Époque y tabernas donde los txikiteros (bebedores de txikito) desafiaban al hígado. Sus playas –La Concha, Ondarreta– brillaban bajo el sol como espejos rotos, pero el verdadero tesoro estaba en el casco viejo: calles donde el olor a queso Idiazábal y bacalao al pil-pil se mezclaba con el de las Gucci de los turistas.
Pero Donosti tiene su lado oscuro: el mismo hostel que reservé por 30€ –un robo– canceló mi reserva *en el check-in*. Tras una discusión épica con el recepcionista (que hablaba español como si fuera un castigo), terminé golpeando la puerta de una iglesia. El padre Pachi, fanático de la Real Sociedad, me salvó con una habitación de literas vacía. Esa noche, mientras mordía un bocata de txistorra en la Plaza de la Constitución, entendí que el Camino ya estaba escribiendo su propia historia.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
El amanecer en Donosti olía a café recién molido y croissants rancios de panadería low cost. Salí de la iglesia con el estómago lleno de bananas –mi combustible de emergencia– y una ruta de 20,3 km hacia Zarautz. Esta vez, sin compañía: caminar solo me permitió fundirme con el paisaje. La senda serpenteaba entre colinas verdes salpicadas de caseríos con tejados rojos, donde el mugido de las vacas competía con el rumor del Cantábrico. En algún punto, cerca de Orio –pueblo de pescadores donde las fachadas tienen más azul que el cielo–, el camino se convirtió en un túnel de eucaliptos cuyas hojas crujían como pasos fantasma.
Zarautz emergió tras una curva: playa kilométrica de arena grisácea, surcada por surfistas en neopreno negro que parecían focas rebeldes. El pueblo, aunque pequeño, heredaba los precios abusivos de su vecina Donosti. Mi albergue –un refugio de 10€ con desayuno incluido– olía a lejía y esperanza. Dejé la mochila y salí a explorar. En la calle Mayor, una escena surrealista: militantes del partido de Santiago Abascal –el «Milei español»– montaban su puesto de propaganda ultraderechista. Frente a ellos, una treintena de vascos –estudiantes con pañuelos pro-independencia, abuelas que podrían derribar un toro con la mirada– coreaban *«¡Ez eskerrik asko!»* («¡No, gracias!» en euskera). Un joven con chaqueta de la Real Sociedad gritó: *«¡Esto es Euskadi, no vuestra puta sucursal! ¡Andáis a tomar por culo!»*. El aire vibraba con cada insulto, cada puño alzado. Cuando les dije *«Aupa!»* («¡Hola!»), una mujer me entregó un pin con la ikurriña: *«Eskerrik asko, lagun»* («Gracias, amigo»), sonrió, como si hubiera aprobado un examen de humanidad básica.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
La playa de Zarautz, fría y desierta bajo un cielo plomizo, fue mi refugio. Mientras el mate amargo combatía el viento, pensé en las contradicciones: ¿cómo un pueblo tachado de «cerrado» me recibía con una protesta revolucionaria? Al regresar al albergue –no sin antes pasar por el supermercado para comprar pasta y atún enlatado–, conocí a Andy, un inglés de fe inquebrantable, quien me conto su historia al apenas conocernos –esposa lejana, tres hijos en Birmingham, prisa por llegar a Santiago–. Al dia siguiente, arrancamos la tercera etapa en conjunto, luego de un suculento desayuno en el albergue.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Andy y yo emprendimos la marcha a las 7:30 AM, mochilas ajustadas y piernas aún resentidas. Los 26,5 km prometían un desfile de postales vascas: Getaria, Zumaia, Deba. Tres joyas talladas por el Cantábrico. Getaria nos recibió con su aroma a txakoli y pescado a la brasa. El pueblo, encaramado en un tómbolo como un barco varado, exhibía casas medievales que parecían inclinarse para besar el puerto. Pasamos junto a la estatua de Juan Sebastián Elcano –el primer circunnavegador– que señalaba el mar con gesto de «yo estuve más lejos».
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Zumaia nos deslumbró con su teatro geológico: los acantilados de Flysch, gigantescas capas de roca verticales que el tiempo y el mar habían convertido en un códice de 60 millones de años. Caminamos por la rasa mareal de la playa de Itzurun –donde se grabaron escenas de *Juego de Tronos*–, pisando superficies pulidas por siglos de oleaje. Las rocas, estratificadas como las páginas de un libro abierto, revelaban fósiles de ammonites y grietas donde el agua rugía como bestia enjaulada. Arriba, el pueblo se aferraba al risco: casas de piedra con contraventanas verdes, la iglesia de San Pedro (siglo XIII) vigilando desde lo alto, y calles empedradas que olían a leña quemada y algas frescas.
Deba llegó con su puente medieval y calles empinadas que ponían a prueba mis cuádriceps. El pueblo, colgado entre montañas y mareas, olía a sidra recién escanciada y algas secándose al viento. En un bar de la plaza, compramos bocadillos de tortilla mientras un abuelo jugaba al mus con furia vasca, golpeando la mesa al gritar «*¡Hostias!*» cada vez que perdía. Al salir, el camino nos llevó por senderos entre prados donde las ovejas nos miraban con desdén de expertas en caminantes.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
El albergue de Izarbide –una casa de piedra colgada en la montaña– era regentado por Alicia, mujer vasca con carácter de hierro forjado y sonrisa de sidra dulce. «*Aquí las normas son como en mi casa: respeto, silencio a las 10 PM, y el que no lava su plato, duerme con las ovejas*», anunció mientras nos asignaba literas. La habitación era un microcosmos: Helena (la coreana de nombre impronunciable y español titubeante), Daniel (sudafricano que fumaba como locomotora y hablaba de rugby como otros de religión), y Manuel (madrileño sesentón que enrojeció cuando dije «*El Madrid solo gana con penaltis inventados*»).
La noche fue un caos de idiomas: Helena intentando explicar su trabajo en Barcelona con mímica, Daniel cantando himnos de los Springboks, y Manuel discutiendo fútbol como si el VAR lo escuchara. Alicia nos sirvió patatas con chorizo, gruñendo «*Comed, que mañana subís al infierno*». Al acostarme, supe que los vascos –tan tildados de hoscos– eran como sus montañas: ásperos por fuera, pero con verdes valles de hospitalidad dentro.
La cordillera vasca nos recibió con niebla espesa y senderos de piedra resbaladiza. El grupo se dispersó: Andy rezagado buscando señal para WhatsApp, Helena avanzando como metrónomo humano, y yo zigzagueando entre hayedos que susurraban en euskera. El camino a Ziortza era una sucesión de puentes medievales sobre riachuelos furiosos y praderas donde los pastores vascos –boina inclinada, mirada de granito– saludaban con un «*Egun on!*» («Buen día»). A medio trayecto, una sorpresa histórica: en lo alto de una colina, una placa recordaba que Simón Bolívar, el Libertador de América, tuvo ancestros en este valle. Su bisabuelo, Simón de Bolíbar, nació en una casona cercana. Ironías del destino: el hombre que liberó seis naciones latinoamericanas tenía raíces en estas montañas que, siglos después, aún luchaban por su identidad.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Ziortza emergió como un sueño medieval: el Monasterio de Cenarruza, fundado en el siglo X, se alzaba entre robles centenarios. Sus muros de piedra musgosa guardaban silencios de monjes guerreros y peregrinos hambrientos. El albergue, regentado por voluntarios de sonrisa cansada pero cálida, olía a pan recién horneado y cera de velas. La cerveza Xiortza –elixir dorado fermentado en las bodegas del claustro– fluyó como agua bendita. Helena y yo brindamos con cuatro botellas, mientras ella repetía «*¡Salud!*» con acento coreano que sonaba a promesa.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
La cena fue un banquete de legumbres y confesiones: un médico andaluz –cara de Quijote moderno– me habló de Granada como si fuera el ombligo del mundo. «*Allí se mezclan las lágrimas de Boabdil con los suspiros de Lorca*», dijo, mientras Daniel el sudafricano intentaba explicar las reglas del rugby con un tenedor y un pan. En la misa nocturna, bajo bóvedas góticas, agradecí no solo por el techo y la comida, sino por encontrar en un rincón vasco ecos de América Latina: Bolívar, desde su placa, parecía guiñar un ojo.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Esa noche, dormí en el comedor convertido en dormitorio. El silencio –rotto solo por el ronquido de un peregrino francés– me recordó que hasta en los lugares más sagrados, lo humano persiste. El País Vasco, con sus montañas indomables y su historia tejida de migraciones, me enseñaba que cada paso era un diálogo entre raíces y horizontes.
El desayuno en el monasterio fue rápido: café recalentado y pan con mantequilla que sabía a sigilo medieval. Salí a las 6:30 AM, cuando la niebla aún dormía entre los robles. La mañana temprana se había convertido en mi aliada: evitaba multitudes, aseguraba literas en albergues, y regalaba amaneceres que pintaban el País Vasco de melancolía dorada. Ese día caminaría 27 km hasta Geretkiz, con una parada obligada en Guernica, ciudad grabada a fuego en la memoria colectiva.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Entrar a Guernica fue pisar un lienzo de Picasso hecho realidad. El 26 de abril de 1937, aviones nazis de la Legión Cóndor –aliados de Franco– redujeron la ciudad a escombros en tres horas de bombardeo incendiario. Más de 1,600 civiles murieron, muchos quemados vivos mientras corrían a refugiarse bajo el Árbol de Guernica, símbolo sagrado donde los reyes juraban respetar los fueros vascos. Hoy, ese roble milenario sigue en pie frente a la Casa de Juntas –parlamento tradicional–, sus raíces bebiendo lágrimas de tierra.
La ciudad reconstruida es un museo al aire libre: en la plaza del Mercado, un mosaico reproduce el Guernica de Picasso en escala real. Las calles, amplias y rectas como cicatrices mal curadas, contrastan con el laberinto del casco viejo original. En el Museo de la Paz, audios de supervivientes relatan el horror: «*El cielo se llenó de cruces gamadas y luego… nada*». Pero Guernica no es solo dolor: en el frontón municipal, pelotaris jóvenes golpean pelotas con furia ancestral, y en los bares, abuelos juegan al mus bajo fotos en blanco y negro que muestran la ciudad renaciendo de las cenizas.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Almorcé una ensalada de supermercado frente al mercado –Helena mordisqueaba un sándwich picante que le recordaba a Corea– mientras observaba turistas japoneses fotografiando murales antifascistas. Cada grafiti, cada placa, cada mirada de los guerniqueses llevaba el peso de una pregunta: ¿Cómo seguir cuando tu símbolo de paz fue bombardeado?
Si en Guipúzcoa todo huele a Real Sociedad –su estadio Anoeta, sus camisetas azul y blanco–, en Vizcaya el aire es athletizista. El Athletic de Bilbao no es un club: es dogma. Desde 1912, solo juegan vascos –nacidos aquí o con raíces–, una política que convierte cada partido en un acto de resistencia identitaria. Para mí, la elección fue clara: cómo no admirar al equipo que contrató a Marcelo Bielsa –el Loco que hizo jugar a los leones como posesos– y que en 2016 rechazó 100 millones por Laporte porque «*el dinero no compra el alma*». Mientras caminaba, un anciano con boina me gritó: «¡Athletic, aurrera!» («¡Adelante!»), y supe que en este rincón del mundo, el fútbol no es deporte: es religión sin dios, donde los milagros se pagan con sudor y orgullo.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
El resto del camino fue una mezcla de charlas intrascendentes y reflexiones profundas. Le escribí a Ainhoa –la vasca de Bolivia–, pero su visto azul fue más elocuente que cualquier discurso. En Geretkiz, el albergue público –gratis y espartano– me recibió con literas vacías y una cocina donde preparé pasta con atún mientras escuchaba a dos franceses discutir sobre si el Camino Norte es más duro que el Francés. Esa noche, soñé con Bilbao: ¿Sería el Guggenheim tan imponente como decían? ¿O acaso su fama era otro producto del turismo masivo? El País Vasco, me dije mientras me dormía, es como el Athletic: complejo, auténtico, y dispuesto a dejarte sin aliento.
La mañana comenzó con lluvia fina que pronto se convirtió en cortina de agua. Mi mochila –protegida por una funda de plástico de 3€– se rindió a los 5 km. Helena y Andy avanzaban como soldados espartanos, mientras yo, empapado hasta los calcetines, maldecía cada gramo de equipaje innecesario. «*En Asturias te mando la mitad a Santiago*», juré, imaginando mi espalda liberada de 7 kg de ropa seca que nunca usé. El camino serpenteaba entre fábricas abandonadas –esqueletos de la industrialización vasca– y grafitis que proclamaban «*Euskal Herria ez da Espainia*» («El País Vasco no es España») junto a murales del León de San Mamés.
Bilbao me recibió con su skyline de titanes: el Guggenheim, esa nave alienígena de titanio que brilla como moneda falsa, dominaba la ría. Florien –el guía belga– me había advertido: «*Es como un cuadro de Dalí: impacta, pero no sabes por qué*». Recorrí sus curvas junto a turistas que fotografiaban la araña gigante de Bourgeois sin entender su simbolismo. El Casco Viejo, en cambio, olía a autenticidad: bares donde los txikiteros escanciaban sidra con precisión cirujana, y el Mercado de la Ribera –techos de hierro forjado– exhibía bacalaos que parecían esculturas.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Subí al Monte Artxanda en funicular –2,50€ bien invertidos–. Desde arriba, Bilbao mostraba su dualidad: a un lado, el ensanche moderno con boutiques de lujo; al otro, barrios como San Francisco, donde inmigrantes senegaleses vendían paraguas bajo carteles de «*Etxebizitza Eskubidea*» («Derecho a Vivienda»). Florien tenía razón: «*Esta ciudad es un sándwich de jamón ibérico y pan precario*».
En el hostel –un cubículo con olor a detergente económico– conocí a Federico, tano juventino que hablaba de Del Piero como de un santo, y a Lucía, neoyorquina que viajaba con una mochila más pequeña que mi ego. Mientras secaba mis zapatos con el secador de pelo, una alemana rubia me señaló el mate: «*En la universidad de Stuttgart tenemos dispensers de agua caliente en las bibliotecas para esto*». Me reí: el ritual rioplatense ahora era cultura global, exportado en termos y memorizado en manuales de intercambio estudiantil.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Al día siguiente, transitaría mis últimos pasos por el País Vasco. Mientras empacaba, pensé en cómo Bilbao encapsulaba la esencia vasca: hierro forjado en museos de titanio y sidra derramada en bares sin pretensiones. Era una ciudad que negociaba su pasado industrial con el brillo turístico, como un pelotari que juega en zapatillas de lujo pero sigue golpeando la pelota con manos callosas. Me dormí imaginando Asturias –donde los verdes son más salvajes y la lluvia sabe a manzana fermentada–, pero con una certeza: Euskadi ya había tallado sus montañas en mi forma de caminar.
Los 18 km entre Bilbao y Portugalete fueron un paseo militar: botas ajustadas, ritmo de metrónomo y lluvia que amagaba sin concretar. Llegué a Portugalete a las 10:30 AM, cuando el puente colgante de Vizcaya –Patrimonio de la Humanidad y transporte de vagones suspendidos– empezaba a tragar turistas. Tomé un café en un bar donde el camarero, al ver mi credencial del Camino, me ofreció un txakoli gratis: «*Para que lleves el sabor vasco hasta Finisterre*». Ahí supe que extrañaría este lugar.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Decidí alargar la etapa hasta Pobeña. Los 14 km adicionales me regalaron vistas de acantilados donde el Cantábrico estrellaba su furia contra rocas con forma de dragones dormidos. Al llegar a la playa de La Arena –arena negra volcánica, aguas turquesas–, corrí hacia las olas como niño en recreo. Helena y Federico ya estaban allí, descalzos y riendo. «*¿Viste? Hasta el mar aquí tiene carácter*», dijo ella, señalando un cartel que prohibía bañarse por corrientes traicioneras.
En el albergue de Pobeña –antigua escuela convertida en refugio– conocí a Marta y Lia: una madrileña irónica con ampollas del tamaño de uvas, y una neoyorquina que enseñaba filosofía en California. Esa noche, mientras organizábamos las mochilas para cruzar a Cantabria, Federico propuso: «*Mañana en Santillana veremos la final. Yo llevo el wifi, vosotros las cervezas*». Helena, comunicó que continuaría un poco más y que nos veriamos nuevamente en Loredo. Me dormí con la certeza de que Euskadi ya era parte de mi piel, y que Cantabria –verde y húmeda como prometía– tendría que esforzarse para igualarla.
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
Primera noche: literas vacías, ronquidos por venir
El País Vasco no es una región española: es una nación con identidad tallada durante milenios. Su reclamo de independencia no surge de capricho, sino de una realidad tangible. El euskera, lengua preindoeuropea sin parentesco conocido, es el código genético de una cultura que resistió a Roma, al franquismo y a la homogeneización global. Mientras España impuso el castellano a sangre y fuego, los vascos mantuvieron su idioma en ikastolas clandestinas, convirtiendo cada palabra en acto de resistencia.
Políticamente, Euskadi opera como un estado dentro del Estado. El Concierto Económico –vigente desde 1876– le permite recaudar impuestos directamente, financiando su sistema educativo, sanitario y de infraestructuras con eficiencia envidiable. Bilbao, otrora símbolo de decadencia industrial, hoy exporta modelo de reconversión urbana mientras Madrid debate deudas autonómicas. ¿Cómo no aspirar a la soberanía cuando demuestran capacidad de autogobierno superior?
Culturalmente, la brecha es abismal. Mientras España construyó su identidad sobre el legado árabe y castellano, el País Vasco forjó la suya en mitos como el de Ama Lur («Madre Tierra»), en deportes rurales que desafían la física, y en una gastronomía donde el bacalao se cocina con la precisión de ritual religioso. Su sistema de baserriak (caseríos) –comunidades agrícolas autosuficientes– refleja una cosmovisión colectivista ajena al individualismo mediterráneo.
La independencia vasca no es separatismo: es lógica histórica. Un pueblo con lengua propia, instituciones centenarias y éxito socioeconómico demostrado tiene derecho a existir como entidad política. Europa, construida sobre estados-nación artificiales, teme este precedente. Pero como enseñan los blokkes de Zumaia –rocas que registran 60 millones de años de historia–, algunas formaciones son demasiado sólidas para ignorarlas.
El día comenzó temprano, con la mochila cargada y la mente llena de sensaciones encontradas. Había dejado atrás el 25% del Camino, y aunque el cuerpo aguantaba, el asfalto constante empezaba a pasar factura. 16 km separaban Pobeña de Santullán, una etapa corta pero dura por el pavimento interminable. Mis rodillas y tobillos protestaban con cada paso, y mi mente añoraba los senderos naturales, lejos del ruido de los coches y el cemento.
Llegué al albergue de Santullán a las 10:30 AM, mucho antes de lo esperado. La señora que gestionaba el lugar me recibió con sorpresa: “¿Ya estás aquí? Vuelve más tarde, el check-in es a las 13:00”. Dejé mis mochilas y salí a explorar el pueblo. Santullán era pequeño y tranquilo, con casas de piedra y calles adaoquinadas que parecían detenidas en el tiempo. En un bar cercano, un grupo de locales discutía animadamente sobre la final de la Champions que se jugaría esa noche, la cual yo esperaba poder ver placenteramente.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Después de almorzar en la cocina del hostal, pude hacer el check-in, darme un baño y dormir una siesta reparadora. Por un momento, disfruté de la soledad en el albergue, pero esa paz duró poco. Para las seis de la tarde, el lugar estaba lleno de peregrinos. Entre ellos estaba Fede, y despues de ningunearlo con un ¨por fin llegaste hermano¨ nos fuimos a comprar unas cervezas y unos vinos para poder ver la final.
Antes del partido, cenamos en un barcito local con una chilena y una belga que también se alojaban en el albergue. Ambas viajaban solas y compartieron historias fascinantes sobre sus rutas y experiencias. Charlamos durante horas, intercambiando anécdotas y risas. Esos encuentros casuales son, sin duda, uno de los mayores regalos del Camino.
El partido comenzó a las 9:30 PM. Nos sentamos frente a un smart TV gigante, cerveza en mano, mientras Marco Reus daba el primer toque de balón. El primer tiempo fue dominado por el Dortmund, pero sin goles. Federico y yo nos miramos: “El Madrid va a ganar”, dijimos al unísono. Y así fue. En el segundo tiempo, el Real Madrid despertó y se llevó la victoria
Solamente quedaba descansar, o por lo menos tratar, ya que al dia siguiente se me presentaba un gran desafio: caminar 41 KM.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
La noche anterior terminó con mis auriculares ahogando una sinfonía de ronquidos. A las 5 AM, decidí empezar a caminar bajo un cielo que parecía un taller de joyero: estrellas titilantes, luna menguante, y el rumor del Cantábrico como banda sonora. El aire olía a sal y tierra húmeda. Tras horas de pasos monótonos, el sol asomó sobre Liendo, un valle donde el tiempo se mide en cosechas. Paré en un bar de pueblo –mesas de formica, máquina de café de los 80– y pedí un café con leche y una tortilla española. La dueña, mujer de manos encallecidas, la sirvió humeante: “Solo huevo y papa, como Dios manda”. Fue una revelación: gruesa, jugosa, con los bordes dorados. Comí como si fuera mi último alimento antes de un apocalipsis.
Liendo es un pueblo, encajonado entre montañas verdes que parecen pintadas con acuarela, donde sus casas de piedra con tejados rojos guardan secretos de pastores y panaderos. Aquí no hay semáforos ni prisas: el sonido más estridente es el cloqueo de las gallinas en los corrales. Cruzarlo fue como entrar en una postal de 1950: ancianas con mandiles bordados sacudiendo alfombras, huertos donde las lechugas crecen en filas militares, y un perro callejero que me siguió tres calles como si fuera su deber moral.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Tras Liendo, el Camino serpenteó hacia Castro Urdiales, ciudad que mezcla historia y salitre con maestría. Su iglesia de Santa María –fortaleza gótica del siglo XIII– se alza sobre acantilados donde las olas rompen con furia. Caminé por el paseo marítimo, pasando junto al castillo-faro de Santa Ana, que vigila el puerto desde 1853. En la plaza del Ayuntamiento, un grupo de abuelos jugaba a las cartas bajo el reloj de sol, mientras turistas fotografiaban la Casa de los Chelines –edificio modernista que parece un pastel de colores–. Compré un pincho de tortilla de bacalao en una taberna con suelo de madera crujiente y paredes llenas de fotos de regatas. Castro Urdiales no es un pueblo: es un suspiro del Cantábrico.
A las 15:30, el sol quemaba mi nuca cuando entré a Laredo. La playa de La Salvé –una lengua de arena de 5 km– brillaba como un espejo roto bajo la luz del atardecer. El albergue, regentado por monjas de hábito azul y sonrisas cálidas, tenía una sorpresa: María, una peruana de Cusco que me recibió con un “¡Hermanito, bienvenido!”. Pasamos una hora hablando de Machu Picchu, ceviche y la Virgen del Carmen –“En Perú, ella es más famosa que Messi”– antes de asignarme una habitación con dos italianos sesentones.
Con Hendrick y Laura (dos alemanes que conocí en el albergue y que se convertirian en grandes amigos con los cuales hasta hoy en día sigo en contacto), recorrimos el Puebla Viejo –calles empedradas donde las casas blasonadas lucían escudos con leones desdentados– y la playa, donde ellos -no yo- intentaron nadar un poco sin exito ya que el agua en esa epoca del año seguía helada. Al regresar, el drama comenzó: uno de los italianos roncaba como un motor diésel en plena aceleración. “Es así todas las noches”, se encogió de hombros su compañero. Sin pensarlo, arrastré mi colchón al comedor y dormí bajo carteles de *Silencio, por favor* que parecían burlarse de mí. A las 23:00, con el cuerpo como un trapo, juré que Guemes sería mejor.
Laredo es una paradoja: su casco histórico, encerrado tras murallas del siglo XIII, habla de mercaderes y navegantes; mientras la costa, con sus chiringuitos y sombrillas, grita turismo playero. Pero su verdadera magia está en los detalles: la monja peruana que guarda fotos del Cusco bajo su almohada, los pescadores que reparan redes al ritmo de rancheras mexicanas, y ese italiano que ronca como si su vida dependiera de ello. Antes de dormir en el suelo –rodeado de mesas plegables–, entendí algo: el Camino no se elige, se sobrevive. Y a veces, sobrevivir implica convertir un comedor en santuario.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Salí de Laredo al amanecer, las piernas aún resentidas por los 41 km del día anterior. El Camino, fiel a su estilo cántabro, me regaló 28 km de asfalto intercalados con breves respiros de tierra. Paisajes de postal verde grisácea: praderas salpicadas de vacas inmóviles como estatuas, algún caserío con ropa tendida al viento, y el Cantábrico asomando entre colinas como un viejo amigo. La única excepción fue Santoña, pueblo que irrumpió en la monotonía como un golpe de ola fresca.
Santoña huele a salazón y resistencia. Enclavada entre el monte Buciero y las marismas de Victoria, este pueblo pesquero vive por y para la anchoa. Sus calles estrechas están flanqueadas por fábricas de conservas centenarias –“Salazones Don Quintín”, “Anchoas Mariño”– donde los trabajadores, manos curtidas por la sal, enrollan filetes con precisión de relojero suizo. La playa de Berria, con su arena oscura y aguas bravas, fue mi parada obligada: descalzo, dejé que las olas me recordaran que seguía vivo. En el paseo marítimo, un viejo con boina y pipa me contó: “Aquí hasta los niños saben filetear una anchoa. Es el ADN”.
A las 14:00, llegué a Güemes con la mochila pegada a la espalda. El Albergue de Güemes no es un alojamiento: es un experimento social. Creado por el Padre Ernesto Bustio –cura octogenario, exmisionero y viajero incansable–, este lugar es un himno a la hospitalidad radical. Con capacidad para 120 peregrinos, funciona gracias a voluntarios de todo el mundo y donaciones. Aquí no hay precios, solo contribuciones. El padre, con su barba blanca y ojos que han visto 85 inviernos, da charlas nocturnas traducidas al inglés por algún voluntario improvisado: “El Camino no es una ruta, es una revolución silenciosa”. Aquel día, éramos más de 100 almas compartiendo lentejas, risas y planes para llegar a Santiago.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Entre la multitud, reconocí a Helena –la coreana de sonrisa tímida y español entrecortado–. Estaba sentada en un banco de madera, mirando el horizonte con nostalgia: “Debo volver a Corea. Extrano a mi familia y a mis amigos. Pero también estoy triste por que queria continuar con ustedes el camino”. Había caminado desde Santiago hasta Finisterre, y ahora el destino la obligaba a detenerse. Le prometí visitarla en Seúl, pero con una condición: “Solo si me das hospedaje gratis”. Se rió, me abrazó, y partió con su mochila azul, dejando atrás un vacío que solo los caminantes comprenden.
Con Hendrick (el teutón de zancadas largas), Laura (su compañera de libreta y risas), y Fede (el italiano amante del vino), decidimos romper la rutina: alquilamos un departamento en Airbnb en Santander para cuando finalizaramos la proxima jornada de caminata. “16 km mañana, pero despúes privacidad, un buen sofá y ducha caliente!”, expresó Laura. Se unió Lucía, neoyorquina amiga de Fede que acababa de llegar. Todo un personaje, se la pasaba haciendo ruidos y preguntandole a todo el mundo acerca de favoritismos: ¿ cuál es tu canción favorita de Los Beatles?; ¿ cuál es tu etapa favorita del camino?... y asi seguía y seguía sin parar. Tenía una energía que electrizaba el aire. Esa noche, mientras el Padre Ernesto contaba historias de África, nosotros planeábamos nuestra mini-revolución urbana.
El Albergue de Güemes no es secreto: ha salido en documentales de la BBC, reportajes de *El País*, y hasta en un podcast japonés. Su fama radica en algo simple: aquí, un exmisionero con pasaporte lleno de sellos creó un refugio donde beduinos, ejecutivos y mochileros comparten pan. Cada noche, voluntarios –desde estudiantes alemanes hasta abuelas mexicanas– sirven cena en mesas largas de madera. No hay WiFi, pero las conversaciones fluyen como sidra. Es el único lugar del Camino donde te piden dejar una historia, no un donativo.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
La etapa fue un paseo comparado con días anteriores: 16 km de sendas costeras y barrios residenciales donde el Cantábrico asomaba entre edificios. Yo, obsesivo con los sellos, añadí 3 km extra para estampar mi credencial en un hostal perdido entre callejuelas. Santander nos recibió con su bahía aristocrática: yates balanceándose, el Palacio de la Magdalena –residencia de verano de reyes– vigilando desde lo alto, y un viento que olía a sal y diesel.
El departamento en Santander era un loft con vistas a tejados rojizos y ropa tendida. Tras las duchas –un lujo después de días de baños comunales–, fui a la recepción. Belen, la mexicana de pelo negro azabache y sonrisa que iluminaba la pantalla del ordenador, accedió a lavar nuestra ropa: “Métanlo todo en estas bolsas, pero shh… si me descubren, me fusilan”. Regresé con 8 kilos de ropa sucia que olían a sudor peregrino. Cuando le entregué un chocolate como agradecimiento, sus ojos brillaron: “En México, esto es moneda corriente. ¡Gracias, hermano!”.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
La playa de El Sardinero fue nuestro santuario. Hendrick y Laura, los alemanes, se sentaron a contemplar el paisaje. Lucía y Fede discutian para ver quien de los dos sería mas rápido en una carrera de 100 metros sin obstaculos. Yo, tras dos cervezas, caí rendido bajo una sombrilla, soñando con senderos sin asfalto. Luego de un hermoso dia volvimos la departamento, y mientras todos descansabamos, Fede cocinaba y se quejaba de que le dolían los tobillos. Nada para decirle, se puso la diez y se mando un rissotto de puta madre que pudimos degustar con un buen vino tinto. Por la noche, caminamos por el muelle, viendo cómo los barcos pintaban líneas plateadas en el agua.
Santander es como un traje de Armani con una mancha de café: elegante pero imperfecta. Sus pros: la Biblioteca Menéndez Pelayo –joya modernista con libros del siglo XV–, las tapas de bonito en vinagre del Mercado del Este, y atardeceres que pintan la bahía de oro líquido. Sus contras: precios que escalan como en Suiza, barrios periféricos donde el abandono se pega a las paredes, y una sensación de que la ciudad vive más de su pasado que de su presente. Al partir, entendí por qué no me enamoró: quería autenticidad, y ella ofrecía postal.
Al amanecer del día 12, Fede anunció su rendición: “Mis tobillos están como el Titanic después del iceberg”. Decidió quedarse en Santander, prometiendo alcanzarnos en dos días. Hendrick, Laura, Lucía y yo partimos hacia Santillana del Mar, dejando atrás risas, ropa limpia y un italiano en rehabilitación.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Salimos al amanecer, el grupo reducido a cuatro: Hendrick, Laura, Lucía y yo. Los 22 km serpenteaban entre carreteras secundarias y senderos flanqueados por eucaliptos que susurraban secretos antiguos. Santillana del Mar emergió como un decorado perfecto: calles empedradas pulidas por siglos, fachadas de piedra con blasones borrosos, y una quietud que solo rompía el arrastre de mochilas sobre adoquines. El albergue, un complejo con jardines que habrían enamorado a Monet, tenía rosales trepando por arcos de hierro y bancos de madera bajo sombras generosas.
En el jardín, me topé con Lia y Bastián, dos rostros conocidos de etapas pasadas. Bastián, quien había comenzado el Camino un día antes que yo, reveló noticias sombrías: Manuel, el madrileño obsesionado con el Real Madrid, había abandonado por problemas familiares. “Se fue sin despedirse, espero no sea nada grave”, murmuró Lia - habían compartido varios días del camino y Lía lo quería como a un padre postizo-, mientras yo arrancaba con mi tanda diaria de mates. Presenté a Hendrick y Laura, cuyas sonrisas chocaron con la melancolía del relato. La tarde se deslizó entre sorbos de yerba y planes para los días siguientes.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Al caer el sol, recorrimos Santillana: la Colegiata de Santa Juliana, románica y austera, guarda capiteles tallados con dragones y santos de miradas perdidas. Las tiendas de recuerdos venden queso picón envuelto en papel de estraza y réplicas de herramientas medievales. En la plaza Mayor, un grupo de niños jugaba al fútbol frente a un palacio del siglo XV, sus risas contrastando con los escudos heráldicos que observaban desde las paredes. Santillana no necesita esforzarse para encantar: su mera existencia es un acto contrario a la modernidad.
Al día siguiente, el grupo se fracturó: Lucía decidió quedarse un día más, Bastián y Lia optaron por un ritmo pausado, y yo, junto a Hendrick y Laura, partimos hacia Comillas bajo un cielo plomizo. Los alemanes, antes imbatibles, ahora consultaban el reloj con frecuencia. “Tenemos que llegar a Santiago antes de que mi jefe recuerde que existo”, bromeó Hendrick, aunque su voz delataba urgencia real. Santillana quedó atrás, pero su eco medieval nos siguió hasta el primer mojón del camino.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
La ruta desde Santillana del Mar hasta Comillas fue un lienzo de contrastes: bosques de hayas que filtraban la luz en hilos dorados, praderas donde el rocío aún brillaba como cristal partido, y el Cantábrico apareciendo y desapareciendo entre colinas. Hendrick y Laura, con sus mochilas ultraligeras y ritmo de marcha militar, se adelantaron pronto. Yo, en cambio, elegí la lentitud, deteniéndome en Cóbreces, pueblo donde el tiempo parece haberse detenido en la época de los indianos. Casas de estilo montañés, con galerías acristaladas y jardines de hortensias, hablaban de emigrantes que volvieron de América cargados de sueños y riqueza. La iglesia de San Pedro Advíncula, neogótica y solemne, se alzaba como un recordatorio de que la fe también viaja en barco.
En Sierra, el puente medieval sobre el río Escudo era una obra de arte en piedra musgosa. Arcos perfectos, tallados por manos anónimas en el siglo XV, sostenían el peso de historias de arrieros y peregrinos. Un pastor pasó con su rebaño de ovejas, sus botas chapoteando en el barro, y me ofreció un queso fresco envuelto en trapo. “Pa’ recuperar fuerzas”, dijo, sin detenerse. Comí sentado en la orilla, viendo cómo las truchas dibujaban círculos en el agua. Aquel lugar, pequeño y olvidado en los mapas, encapsulaba la esencia del Camino: generosidad sin pretensiones.
Llegué a Comillas al mediodía, con el sol alto y la mente llena de preguntas. ¿Por qué ciertas personas cruzan nuestro camino solo para desaparecer después? ¿Qué hilos invisibles tejen las amistades efímeras? La ciudad, una mezcla de elegancia decadente y energía vibrante, me distrajo con sus joyas: el Capricho de Gaudí, palacio de cerámica verde y torres que parecen brotar de un cuento oriental; la Universidad Pontificia, neogótica y severa, donde los estudiantes paseaban entre sombras de sabiduría antigua; y la playa de Comillas, donde corrí descalzo hasta que las olas me alcanzaron, riendo como un niño. Subí al Parque Güell local, menos famoso que el barcelonés pero igual de mágico, con bancos de mosaicos que contaban historias de marineros.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
En el hostal, mientras guardaba mi mochila, apareció Lia. Llegaba exhausta, polvo del camino en las botas y una sonrisa triste. “Esta es mi última etapa. Mañana tomo un tren a Barcelona”, confesó. Caminamos juntos hasta el Palacio de Sobrellano, donde las gárgolas nos observaban desde las cornisas. No hubo grandes discursos, solo un abrazo frente a la estatua del Marqués de Comillas, cuyo rostro de bronce parecía entender la fugacidad de los encuentros.
En Comillas el modernismo de Gaudí dialoga con el rumor del mar, los estudiantes debaten bajo arcos góticos, y los atardeceres pintan el cielo de tonos que ni los poetas se atreven a nombrar. Fue aquí, entre palacios y olas, donde entendí que los lugares no se eligen: nos eligen a nosotros, ofreciendo respuestas disfrazadas de belleza. Cantabria tiene joyas, pero Comillas es su diamante imperfecto, tallado por el viento, la historia y la terquedad de quienes creen que el arte puede cambiar el mundo.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
El último día en Cantabria comenzó con una mochila que pesaba como un reproche. Tras 15 días y 15 kg a cuestas, mi espalda exigía clemencia. Los 28 km hasta Colombres serían un ritual de despedida: caminata ligera, paisajes que ya sentía familiares, y la urgencia de enviar 7 kg al correo. Pero primero, una parada en el Parque Natural de Oyambre, donde el Cantábrico y los bosques se funden en un abrazo húmedo. Dejé la mochila bajo un roble, caminé una hora por senderos bordeados de helechos, y fotografié marismas donde garzas posaban como estatuas vivas. El aire olía a musgo y sal, una combinación que Cantabria domina como nadie.
San Antonio de la Barquera emergió como un escenario de cuento: su puente medieval de 14 arcos cruzaba la ría de La Rabia, mientras barcas de pesca dormitaban en el muelle. El pueblo, famoso por su mercado medieval anual, lucía casas blancas con balcones de hierro forjado y geranios que competían en color. En una tienda de ultramarinos, compré queso picón envuelto en papel de estraza –último souvenir cántabro–.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
En la sucursal postal de San Antonio de la Barquera, mientras enviaba 7 kg de equipaje a Santiago, el azar me cruzó con tres figuras inesperadas: **Cristen**, croata de 30 años con aire de mochilero eterno; **Ho**, surcoreano de 65 años, jubilado y hermético como un muro; y **Cris**, inglés de 74 años residente en Francia, quien viajaba «para escapar de las quejas de mis hijas». Cris, con su bastón de trekking y sonrisa burlona, me recordó a mi padre: “Tienes su edad. Si él intentara esto, lo internarían en dos días”. Él rio: “La vejez es un invento de los que le temen al polvo del camino”. Ho, en cambio, solo asintió, guardando silencio como un mantra coreano. No hubo fotos de nietos ni historias familiares: solo tres hombres, tres nacionalidades y un destino común bajo el techo de Correos.
Con 7 kg menos, el camino a Colombres fue un respiro. Paré en un puesto chino de carretera –lonas azules, luces parpadeantes– y compré un poncho de lluvia verde fosforescente. “Para que no te confundan con un fantasma”, rio el vendedor. Colombres, pueblo de casas indianas con fachadas color pastel, me recibió bajo un cielo plomizo. El albergue, moderno y silencioso, estaba vacío, pero solo tenia espacio para ocho personas- formaba parte de un organizaci;on dentro del camino con reglas de albergue mas particulares y abiertas, por ejemplo, con un minimo de donacion, recibias desayuno, cena y lavaban tu ropa-. Antes de dormir, miré el mapa: Asturias esperaba al otro lado del río Deva. Cantabria se despedía sin estridencias, como un amigo que sabe que volverás.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Cantabria es una region donde la geografía esculpe identidad. Su historia, escrita en cuevas prehistóricas como Altamira –las «Capillas Sixtinas del Paleolítico»–, narra una relación simbiótica entre el hombre y un territorio que desafía categorías. Aquí, el Cantábrico no es un mar: es un aliado que talló acantilados como los de Oyambre, alimentó pesquerías como Santoña (capital mundial de la anchoa), y modeló pueblos como Comillas, donde Gaudí dejó un capricho arquitectónico como testamento de su genio.
Políticamente, ejerce su autogobierno con la discreción de quien sabe que su fuerza reside en lo concreto. Aunque carece de las competencias fiscales del País Vasco, ha convertido su modesto presupuesto en punta de lanza para conservar un patrimonio natural único: desde el Parque Natural de Saja-Besaya hasta las marismas de Santoña, protegidas por directivas europeas. Su modelo de turismo sostenible –lejos del masivo de otras costas– prioriza calidad sobre cantidad, atrayendo a viajeros que buscan autenticidad, no selfies.
Culturalmente, Cantabria navega entre tradiciones ancestrales y modernidad silenciosa. La pandereta y el rabel (instrumento de cuerda medieval) aún resuenan en romerías como la de La Virgen de la Bien Aparecida, mientras universidades como la de Santander lideran investigaciones en inteligencia artificial. Su gastronomía, aunque menos mediática que la vasca, es un tratado de humildad y excelencia: cocido montañés que alimentó a generaciones de pastores, quesos picones que desafían paladares tímidos, y sobaos pasiegos que han dulcificado crisis económicas.
Cantabria enseña que la relevancia no depende del tamaño. En un mundo obsesionado con lo épico, ella se erige como maestra de lo esencial: playas sin sombrillas masivas y una hospitalidad que no se anuncia en folletos, pero se graba en la memoria. Si el País Vasco es un grito, Cantabria es un susurro: sutil, pero imborrable. En sus 5.321 km², cabe toda una filosofía: vivir sin prisa, honrar el pasado sin negar el futuro, y entender que algunas batallas se ganan con persistencia, no con estridencia.
La noche en Colombres terminó con risas y confesiones alrededor de una mesa compartida. Junto a Lucía, Cris, Hendrick, Ho, Rodrigo y un italiano cuyo nombre se perdió en la niebla de la memoria, intercambiamos historias que trascendían idiomas. Yo, poco hablador esa noche, escuché cómo el croata Cristen defendía su decisión de comer solo en restaurantes: “La cocina es parte del viaje, no quiero perdérmela”. El italiano, con inglés fragmentario, necesitó de mis rudimentos de español para contar su travesía desde Sicilia. Aprendí que un “grazie” o un “dove?” abren más puertas que cualquier guía turística.
Llanes, primer hito del día, es un pueblo donde el Cantábrico esculpió leyendas. Su puerto pesquero, protegido por el Torreón de Llanes (siglo XIII), alberga barcas con nombres como «María de la Paz» y «San Roque». La Basílica de Santa María, gótica y sobria, guarda retablos dorados que contrastan con los murales urbanos del Paseo de San Pedro, donde artistas locales pintaron sirenas y ballenas sobre muros descascarados. Los bufones, grietas en los acantilados que escupen agua marina con la marea alta, son el latido geológico de esta costa. Aquí, hasta el aire huele a sal y sidra escanciada.
Celorio, meta final, es una mezcla de espiritualidad y naturaleza indómita. El Monasterio de San Salvador (siglo X), ahora albergue de peregrinos, se alza sobre marismas donde garzas reales anidan entre juncos. Su claustro románico, con capiteles tallados con motivos vegetales, parece un recordatorio de que la fe también florece en la simplicidad. La playa de Celorio, de arena dorada y aguas frías, está flanqueada por un paseo marítimo donde ancianos juegan a las cartas bajo toldos descoloridos. Este pueblo no busca turistas: los recibe con la autenticidad de quien nada tiene que probar.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
La caminata de 29 km fue un diálogo constante con el mar. Paré en playas escondidas para grabar el sonido de las olas en mi mente, y en tramos de asfalto que Asturias convirtió en senderos bordeados de eucaliptos. Llegué a Celorio a las 14:00, justo antes de que una llovizna persistente convirtiera la tarde en un lienzo gris. En el supermercado local, compré pasta, pesto y queso –presupuesto de 8€ para dos comidas–, mientras observaba a turistas gallegos comprar botellas de sidra como si fueran agua.
Sin querer hable de costos, es importante que les aclare que mientras Cristen optaba por restaurantes –un gasto que rondaba los 60€ diarios–, yo priorizaba supermercados y cocina comunal. No hay juicio en esto: cada peregrino elige su camino, tanto en el asfalto como en el bolsillo -el camino se adapta a distintos presupuestos-. Esa noche, entre el aroma a pollo al horno y arroz con azafrán, el dueño del hostal –asturiano de voz ronca y orgullo regional– me advirtió: “Aquí no critiques a Luis Enrique, que lo tenemos por santo”. La lluvia, convertida en compañera, me obligó a refugiarme en películas y charlas intrascendentes, recordándome que hasta en la monotonía hay belleza.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
La mañana comenzó con un milagro asturiano: la lluvia cesó justo al amanecer. Salí a las 7:00, decidido a aprovechar la tregua meteorológica. Esta etapa, penúltima del Norte antes de abrazar el Primitivo, sería un desafío en soledad. El sendero serpenteó entre prados donde el rocío brillaba como diamantes sueltos, hasta llegar a Ribadesella, pueblo que detuvo mi reloj interno.
Ribadesella es un libro abierto de geología e historia. La Cueva de Tito Bustillo, Patrimonio de la Humanidad, guarda pinturas rupestres de caballos y renos que artistas anónimos trazaron hace 14,000 años. En el puerto, barcas pintadas de azul y verde mecían redes recién reparadas, mientras niños correteaban junto al puente romano que desafía al río Sella. En la plaza Mayor, bajo soportales del siglo XVIII, ancianos jugaban al mus entre risas y sorbos de vino blanco. Compré un bollo preñao (pan relleno de chorizo) en una panadería donde el dueño, con acento cerrado, me contó cómo el Descenso Internacional del Sella –una competición de piraguas– llena el pueblo de color cada agosto.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Dejé Ribadesella con pesar, prometiendo volver. Los últimos 4 km hasta San Esteban fueron una subida brutal por carretera secundaria –pendiente del 18%, según mi aplicación–, donde cada paso quemaba músculos que ni sabía tener. Al llegar, una mujer sevillana de pelo canoso y acento andaluz me recibió con un “¡Vaya pinta de peregrino traes, churumbel!”. Su marido, argentino de Córdoba como yo, había convertido la casa en un santuario del mate y el fernet. “Al principio extrañaba el asado, pero aquí el cachopo me adoptó”, confesó, mostrando una foto de él junto a una parrilla portátil en el jardín.
La tarde se tornó surrealista cuando Ho, el surcoreano, intentó freír carne en una sartén olvidada en la cocina. El humo espeso alertó a la dueña, quien llegó gritando “¡Esto no es un samgyeopsal, hombre!”. Ante la barrera idiomática, medié como pude: “No fire, Ho. Fire bad”, dije en inglés roto, señalando el detector de humo. Dos horas después, mientras cocinaba pasta entre risas, dos españoles sesentones entablaron una competencia épica: “Yo hice el francés y el portugués”, “Pues yo el del norte tres veces”. Escapé bajo la excusa de dolor de cabeza, prefiriendo el silencio de mi litera al ruido de egos inflados.
Esa noche, bajo un techo asturiano que olía a leña quemada y lavanda, entendí que la soledad del peregrino no es vacío: es espacio para escucharse. Ribadesella me había regalado su historia tallada en cuevas; San Esteban, una lección de paciencia entre humo y anécdotas ajenas. Al dormir, soñé con el Primitivo: senderos de tierra donde solo mis pasos y el viento tendrían derecho a hablar.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Los 32 km entre San Esteban de Leces y Carda fueron una prueba de resistencia física y mental. Comencé al alba, bajo un cielo plomizo que prometía lluvia pero solo cumplió con brisa fría. Asturias reveló su rostro más agreste: senderos entre bosques de castaños, prados donde ovejas masticaban indiferentes, y aldeas como Bueres, donde el único sonido era el repique de una campana olvidada. Llegué a las 13:00 al albergue de Carda –uno de los cinco especiales de Asturias–, donde Valeria, una mujer de ojos azules y manos curtidas por el jabón, me recibió como a un hijo pródigo. “Veo que sobreviviste al polaco de Colombres”, dijo, reconociendo los sellos de mi credencial. Su refugio era un santuario de hospitalidad: cena casera de fabada, ropa lavada con mimo, y donaciones voluntarias. Entre bocado y bocado, me confesó que su hija estudiaba Medicina en Madrid: “La extraño más cuando lavo sábanas de peregrinos que cuando veo su foto”. Me recomendó hacer una parada en Oviedo antes del Primitivo: “Descansarás y entenderás por qué esta tierra enamora”. No sabía entonces cuánta razón tendría.
Esa noche, por primera vez en semanas, no hubo ronquidos ni susurros ajenos. La soledad del albergue me confrontó con una verdad incómoda: extrañaba las peleas de fútbol con mi padre -ese River versus Boca maravilloo-, necesitaba saber en que andaba mi hermana, y como estaba de salud mi madre. En el Camino, donde cada día es una página en blanco, esas ausencias se volvieron ecos que resonaban en cada curva del sendero. Escribí mensajes que no envié –“¿Viste el último partido de la selección?”, “¿Sigues usando mi remera de Bowie?”–, guardando las palabras para cuando mis botas pisaran suelo firme.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Al cerrar los ojos, me despedí mentalmente del Camino del Norte. El Primitivo me llamaba con sus montañas escarpadas y senderos de tierra rojiza. Necesitaba dejar atrás el asfalto que había marcado mis pasos desde Irún, cambiar el rumor del mar por el crujir de hojas bajo las botas. Valeria tenía razón: Oviedo sería el puente perfecto entre ambas rutas. Esa noche, mientras el viento golpeaba las ventanas, soñé con cumbres nevadas y caminos donde el único ruido sería mi propia respiración.
Llegué a Oviedo en bus desde Villaviciosa bajo un cielo despejado que parecía una bienvenida. Era un parate de recorrido antes de empezar el Camino Primitivo, la ruta original a Santiago que nació aquí en el siglo IX. El hostal, una casona reformada cerca del centro, me asignó una habitación individual –un lujo que ya empezaba a saborear como vino añejo–. Con la mochila aún húmeda de la caminata matutina, salí a explorar con la urgencia de quien sabe que el tiempo es prestado.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
La conexión argentina con Oviedo nace de una viñeta de Quino -en 2014 recibío el Premio Príncipe de Asturias- de 1971: Mafalda, señalando un mapa, exclama “¡Oviedo existe!”. El chiste, nacido de un error periodístico que ubicaba aquí un atentado de ETA, hoy es motivo de orgullo local. Encontré un mural en su honor cerca de la Plaza del Fontán, donde turistas sacaban selfies sin entender el contexto, pero sonriendo igual. No debo mentir, no estaba al tanto de la conexión simbiótica Mafalda-Oviedo, por lo cual, tuve que pedirle ayuda a Google. Descubrí que el impacto de Mafalta en la sociedad es tan profundo que se ha creado una ruta específica para explorar la ciudad a través de los ojos de la ¨niña rebelde¨. La ruta abarca detalles indispensables del personaje y su creador, expuestos en placas conmemorativas, frases originales y estatuas.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Mientras caminaba por la Calle Uría, una calva brillante bajo el sol delató a Andy –el inglés de Birmingham que caminó conmigo desde Zarautz–. Junto a él estaba Luna –neuquina de 25 años–, quien instantaneamente clavo sus ojos en mi mate. “¡Che, tenés mate! ¿No me convidarias uno?”, me preguntó con voz temblorosa. Al primer sorbo, sus ojos se humedecieron: ¡Cuanto lo extrañaba!”. Compartimos tres rondas mientras Andy, fiel a su estilo, hablaba de su esposa como si la hubiera dejado ayer. Les comente a ambos que estaba en día de descanso, que quería recorrer la ciudad, y antes de despedirme programamos encuentros en las proximas etapas del camino.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Mi ruta fue un mosaico de contrastes que comenzaba frente a la estatua de Woody Allen, instalada en 2003 tras su visita al Festival de Cine. Desde allí, su figura de bronce contemplaba con perplejidad permanente la Calle de las Tiendas. Avanzando hacia el Teatro Campoamor, respiré el aura de ceremonias pasadas donde las alfombras rojas aún guardan ecos de ambición literaria y versos pronunciados bajo focos. El camino me llevó después al Mercado del Fontán, un santuario de aromas terrosos donde el queso Cabrales –ese azul picante madurado en cuevas– dialogaba con el chisporroteo de la sidra al caer en tazas de barro, mientras las pescaderas entonaban precios con ritmo de copla. La travesía terminó en la Calle Gascona, entre mesas donde jubilados debatían sobre realismo mágico junto a tazas de café humeante que costaban exactamente un euro.
Habia emprendido el camino de vuelta al hostel, cuando me crucé - sin programarlo - con el **Museo del Real Oviedo**. Entre, por supuesto. En una primera vitrina eran visibles camisetas de los antiguos idolos del club como Isidro Lángara - goleador década del 30-, Carlos Muñoz Cobo -delantero década del 90 - y Santi Carzola (el único al que conocía)- volante talentoso de estos tiempos, ya tetirado-. y fotos en blanco y negro de estadios llenos. Un anciano, con la fragilidad emocional que caracteriza a las perosonas de la tercera edad, me contó cómo en 2003 casi desaparecen: “Los hinchas donaron hasta céntimos. Esto es más que fútbol: es religión”, me comento evidenciando una nostalgica mezcla de tristeza y orgullo.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Oviedo susurra. Su belleza se esconde en los pliegues de lo cotidiano: en las vetas de cuarzo de los adoquines de la Calle Mon, en los murmullos que reptan por las piedras milenarias del claustro de San Vicente, en la promesa que late bajo cada arco medieval. Esta ciudad se revela en el roce de una brisa que transporta memorias de manzana fermentada y en el crujir de las páginas de un libro viejo en alguna librería de trastienda. Un lugar que, una vez descubierto, se eterniza, como esas esquinas que guardan secretos entre sus sombras, esperando al próximo caminante dispuesto a escuchar su relato.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
La madrugada en Oviedo olía a asfalto lavado y café de máquina. Salí bajo una lluvia tenaz que dibujaba círculos en los charcos. La mochila, cargaba ahora con otro peso: la certeza de que el Primitivo sería un diálogo entre mis pasos y la montaña asturiana. Los 32 km planeados serían una prueba de resistencia bajo cielos plomizos, con paradas breves en pueblos que apenas marcaban el mapa.
Los primeros 10 km los compartí con Miguel, un madrileño que abandonó en Grado para tomar un autobús. "Mis tobillos son traidores", confesó mientras ajustaba su bastón. Continué solo hasta Tiós, donde el camino se bifurcó entre prados de hierba saturada y senderos que trepaban colinas como costuras en un tapiz verde. Fue allí donde apareció África: catalana rebelde y botas embarradas, quien caminaba con la determinación de quien busca respuestas en la marcha. "Vine a Asturias para escuchar el silencio", dijo, quien seria mi compañera por el resto del día
Llegamos a San Marcelo al filo de las 15:00. La aldea, un puñado de casas de piedra rodeadas de robles centenarios, albergaba la Casita Mandala. En la entrada, un cartel de madera torcida advertía: *"Cuidado: Niños peligrosos"*. Más allá, tallada en un dintel, la frase de Eduardo Galeano desafiaba al transeúnte: "Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos. Que no son, aunque sean."
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Mathias, el dueño eslovaco, emergió entre el humo de un cigarrillo casero. Su melena castaña y ojos grises contrastaban con el dialecto asturiano que había adoptado. Mientras su esposa tejía bufandas en un rincón, conversamos sobre Bratislava -le comenté que habia visitado su país y mosotro signos de nostalgia-. África, ajena a las referencias, escuchaba intrigada. La charla derivó en política balcánica, hasta que Violeta, su hija de siete años, irrumpió con un dibujo de dragones y montañas. "Este es el monte donde viven las hadas que ayudan a los peregrinos", anunció con seriedad de cartógrafa.
La tarde se transformó en un lienzo de espontaneidad. Los niños, dueños absolutos del patio, inventaban reglas para juegos sin nombre: corrían entre los árboles dibujando mundos con tizas de colores, convertían palos en varitas mágicas, y organizaban carreras de hojas secas sobre charcos. Violeta, líder natural del caos creativo, me arrastró a su "castillo secreto" –un montículo de tierra junto al gallinero– donde declaró solemnemente: "Aquí somos piratas que rescatan dragones". Su hermano menor, más tímido pero igual de imaginativo, construía puentes con piedras mientras narraba historias de gigantes que hablaban en rimas. África, observándolo todo desde un banco de madera, compartió su reflexión entre risas: "Viajo para encontrar lugares donde la rutina no decida por mí. En estos pueblos, hasta el polvo de los caminos tiene algo que enseñar". Al ver a los niños abrazar el desorden con tanta naturalidad, entendí que la verdadera magia no estaba en los planes, sino en dejar que las horas se desarmaran como puzzles sin manual.
Al anochecer, mientras Mathias encendía velas de cera, la conversación giró hacia los "Nadies" de Galeano -yo propuse la conversación, preguntandole si lo conocí, ya que el uruguayo es mi escritor favorito-. "Esta casa es para ellos", dijo, señalando las literas vacías. "Los que caminan sin credencial, los que duermen bajo puentes o en estaciones. Aquí nadie es nadie, por eso todos son alguien".
Oviedo fue un parate glorioso, San Marcelo un paréntesis totalmente inesperado. Entre niños que reinventan la realidad y migrantes que cargan patrias en mochilas, entendí que el Camino también se teje en las pausas. Mathias, con su utopía eslovaca-asturiana, y África, buscando silencios que curaran ruidos urbanos, me recordaron que las rutas no son líneas rectas: son laberintos donde a veces hay que detenerse para oír el pulso de los demás. Al partir al día siguiente, Violeta me entregó una piedra con forma de corazón: "Para que no olvides que los dragones existen".
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
La madrugada comenzó con silencios elocuentes. Había abandonado San Marcelo antes del amanecer, evitando despedidas que entorpecieran el ritmo de la caminata. Los primeros kilómetros - hoy tocaban 36km- fueron un diálogo entre mis botas y la tierra mojada: el asfalto desapareció tras una curva, dejando paso a veredas de arcilla rojiza que se aferraban a las laderas como raíces antiguas. El hambre se volvió compañero incómodo hasta que, cerca de una aldea sin nombre, el letrero de una panadería emergió entre la bruma. A las 9 AM, ya mordía un **torto de maíz** caliente –masa crujiente untada con mantequilla salada– mientras el café con leche humeante dibujaba espirales en el aire frío. En Asturias, hasta el desayuno es una declaración de resistencia: chorizo ahumado, queso de Cabrales en láminas gruesas, y pan de escanda que parece hecho para soportar inviernos enteros.
El camino a Tineo fue una sucesión de bosques donde los robles extendían sus ramas como brazos protectores. Cruzué puentes medievales de piedra musgosa –arcos perfectos que desafían siglos de crecidas– y pasé junto a hórreos abandonados que aún guardaban aromas de cosechas pasadas. Los encuentros fueron breves: un peregrino francés que fotografiaba líquenes con devoción científica, una pastora que me ofreció agua de un manantial oculto a la vista de los caminantes. Cada *«buen camino»* intercambiado resonaba como un mantra colectivo, mientras las ostras talladas en las mochilas –símbolo de los peregirnos– tintineaban con cada paso, recordatorios móviles de que el mar nunca está lejos en estas tierras.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
La ciudad apareció tras una colina, desplegándose como un manuscrito medieval. Tineo, fundada sobre un castro prerromano, lleva en sus calles empedradas el peso de su rol en la historia jacobea: aquí los reyes de León decretaron en 1222 que los peregrinos debían atravesar la villa para recibir protección real. Sus edificios blasonados –como el Palacio de Merás, con escudos heráldicos desgastados por la lluvia ácida– hablan de linajes que gobernaron estas montañas. En la Plaza del Ayuntamiento, la iglesia de San Pedro apostaba su torre románica contra nubes que amenazaban tormenta, mientras el Museo del Oro recordaba la fiebre aurífera que atrajo a romanos a lavar las arenas del río Navelgas.
Pero Tineo no es solo pasado: en sus bodegas subterráneas aún se elabora vino de uva verdejo siguiendo recetas celtas, y las tallas de madera de los artesanos locales –santas de rostros severos, cruces decoradas con motivos solares– se venden junto a imanes de nevera con el escudo del Camino. Es una ciudad que negocia su memoria sin traicionarla, donde los jóvenes beben sidra en bares con WiFi gratis mientras los abuelos juegan a la *llave* (juego asturiano de lanzar herraduras) frente al lavadero público.
El albergue era funcional: literas metálicas, duchas de timer y una cocina donde alguien había dejado medio paquete de fideos. Tras una ducha rápida, ya habiendo explorado un poco el pubelo, no me quedo mas remedio que descasnsar debido a que el cielo descargó su furia en forma de chaparrón horizontal. La noche se volvió un monólogo de gotas contra cristales, interrumpido solo por el crujir de las páginas del "Silencio de los Inocentes" -libro que estaba leyendo en ese momento y que fuera inmortalizado en el cine por Antony Hoppkins en su gloriosa interpretación de Hanibal Lecter-. Seguía teniendo algo de tiempo libre y estaba sin sueño y el dia se negaba a terminar; me puse a escribir. Quise poner en palabras la paradoja de buscar soledad mientras se anhelan conexiones.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
El amanecer en Tineo olía a leña quemada y pan recién horneado. Cargué la mochila con una mezcla de entusiasmo y nostalgia: cada paso me alejaba del corazón de Asturias, acercándome a Galicia como quien se despide de un amor intenso. Los 26 km prometían un diálogo íntimo con la tierra -seguía sin aslfato- a través de caminos que serpenteaban entre montañas peladas y bosques de hayas temblorosas.
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Tras 13 km de subidas que quemaban pantorrillas, llegué al punto crítico: el desvío de Hospitales. A la izquierda, el camino mítico -vertiginosas vistas, cumbres batidas por vientos épicos-. A la derecha, la ruta de La Pola -pueblos con nombres de novela pastoril, chimeneas humeantes, panaderías de siglo XIX-. El cielo, gris plomizo, tomó la decisión por mí: "Hospitales con este temporal es para suicidas", murmuré, ajustando la capa de lluvia mientras torcía hacia Borres.
El albergue era una casona de piedra con geranios escapándose de las ventanas. Peter, el holandés dueño del lugar, me recibió con un "¡Che, boludo! ¿Trajiste facturas?" que me sacó una carcajada -había vivido en Tigre, Buenos Aires, por mas de seis años-. Su español era porteño post-crisis 2001: mezcla de lunfardo y términos de albañilería aprendidos en obras bonaerenses. Mientras mostraba las instalaciones -habitaciones con nombres de pueblos asturianos, duchas que funcionaban con energía solar- contó cómo había cambiado Ámsterdam por esta vida: "Aquí hasta la lluvia es más copada".
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Las encargadas del día eran un tándem explosivo:
Myriam (Mendoza, Argentina): Ex empleada de servicio del **Hotel Aconcagua** (Mendoza) en el año 2000. Estaba de turno el **3 de marzo de 2000** cuando Charly García, en medio de un escándalo por su estadía en el hotel, saltó al vacío desde el **noveno piso** hacia la pileta del patio. *"Nunca vi algo así —relató mientras fregaba ollas—. Subió como un demonio, la gente abajo gritaba. El golpe contra el agua sonó como un disparo. Milagrosamente, salió ileso, pero ese día todos creímos que había terminado mal. Así era Charly: espontaneo, loco e indescifrable"*.
Susana (Bogotá, Colombia): Ex subchef del restaurante El Cielo en Medellín. Su especialidad: reinventar sobras con técnicas de alta cocina. Esa noche transformó donaciones del Día —pan duro, huesos de jamón, berzas mustias— en una fabada que desafiaba las leyes de la termodinámica: espesa como lava, humeante y con un umami que hacía cerrar los ojos al primer bocado.
La noche fluyó entre vino de Cangas, anécdotas de caminos rotos, y un momento mágico cuando Myriam puso un cassette de Serú Girán que Peter guardaba como reliquia. Las quejas de dos gallegas sobre el estado de las rutas se ahogaron en el coro de risas cuando Susana sirvió una tarta de queso que desafió todas las leyes de la física. "Esto es lo que pasa cuando eliges el camino menos transitado -dijo Peter brindando con sidra-. Encuentras familias donde debería haber extraños".
Donde el peregrino sueña con senderos de tierra
Santullán: albergue y campanario
Empecé mi último día en Asturias con sensaciones encontradas, como con cada provincia española que iba dejando atrás. Teniendo en cuenta el promedio de kilómetros caminados por dia en los últimos días, 22 km hasta La Mesa parecían un paseo. El albergue de Pola de Allande vibraba con despedidas: Susana, la colombiana de manos mágicas, me entregó un "Que mi Diosito lo bendiga en todo el camino" que me transportó a las veredas de Medellín. Esa costumbre cafetera de encomendar viajeros a la buena de Dios siempre me conmovió, aunque mi fe cabalgara entre escepticismo y nostalgia.
Donde el cielo se confunde con la tierra
Último atardecer asturiano
El camino comenzó con una subida de 1000 metros que la ansiedad convirtió en ligera. Los ríos, hinchados por lluvias recientes, rugían bajo puentes medievales como recordatorios de fuerzas naturales indomables. En la cima del Puerto del Palo, el viento helado me obligó a enfundarme la campera mientras miraba hacia atrás: Asturias se desplegaba en un tapiz de verdes que Galicia pronto reclamaría como propios.
En Berducedo, pueblo encajonado entre peñas, el tridente de Cristen (croata gastrónomo), Ho (coreano silencioso) y Cris (inglés septuagenario) almorzaba en un restaurante de manteles a cuadros. Opté por mi ritual de tortilla de patatas y mate amargo bajo un roble centenario. Dos horas después, en un parque donde el musgo alfombraba bancos de piedra, Andy y Luna compartían historias de Birmingham y Neuquén. Despues de caminatas solitarias fue un verdadero placer volver a ver estos dos, que eran la fiel representación de padre e hija.
Senderos que susurran historias
Albergue donde confluyen mundos
La entrada a La Mesa fue un acto de magia forestal: robles cuyos troncos necesitaban tres brazos para abarcarse, helechos que ondeaban como banderas de un reino vegetal. El albergue -casa de piedra con chimenea siempre encendida- albergaba ya a Vasilij, ucraniano de voz grave y mirada cargada de ausencias. "En Kharkiv era cantante de una banda de heavy metal, ahora solo canto para que mi hijo olvide los orígenes", confesó mientras me miraba con escepticismo mientras preparaba mi mate. Su español, aprendido en Polonia a causa de la guerra, tenía la textura áspera de quien reconstruye identidades.
La noche fue un crisol de pasiones futboleras y camaradería forjada a punta de kilómetros -Euro 2024, Croacia 0; España 4-. Cristen, el croata gastronómico, mascullaba entre sorbos de cerveza: "3-0... que paliza, solo con Modric ya no alcanza.". Su amargura tenía sabor a sal de Split, pero carecía de nuestro dramatismo rioplatense que convierte cada derrota en tragedia shakesperiana. Vasilij, el ucraniano de mirada cargada, compartió fotos de su familia refugiada en Polonia -su hijito sosteniendo un peluche ante un edificio con ventanas tapiadas-. "Caminamos 18 km bajo bombas para llegar a la frontera. Esto" -señaló su mochila- "es un paseo comparado con eso". Ho, el coreano hermético, rompió su silencio anual para mostrar en su tablet un video de su nieta bailando K-pop. No hicieron falta traducciones: sus ojos brillaron como faros en el Mar del Japón.
Al retirarme, el peso de cruzar a Galicia al amanecer se mezcló con el sabor agridulce de las despedidas. Asturias había sido maestra de vértigos y hospitalidad; Galicia prometía brumas y misterios. Esa noche, soñé con cruceiros que señalaban caminos no marcados en los mapas, y con la certeza de que cada frontera provincial es solo una línea que los peregrinos borran con sus pisadas.
Asturias es un enigma tallado entre montañas y mar. Su identidad se forjó en la resistencia ante Roma y el Islam, gesta que hoy pervive en su orgullo de "paraíso natural". Aquí, el verde es una filosofía que tiñe bosques de hayas centenarias, prados donde pastan vacas casinas, y valles donde el río Narcea serpentea como culebra plateada. El Principado guarda el ADN del primer reino cristiano peninsular, pero su verdadera corona son sus bosques primigenios y acantilados donde las olas escriben frases sobre espuma.
Culturalmente, baila entre tradición y reinvención. La sidra, ritual sagrado de escanciado vertical, se sirve en chigres donde el sonido del "txirimiri" (llovizna) se mezcla con conversaciones sobre fútbol y minería. Los hórreos, elevados sobre pilares para burlar a los ratones, son museos etnográficos al aire libre que guardan memorias de cosechas y romerías. Mientras el gaitero Sofán Sánchez fusiona melodías ancestrales con beats electrónicos en Oviedo, los vaqueiros de alzada mantienen vivas trashumancias que desafían al asfalto.
El Camino Primitivo, columna vertebral de esta tierra, no es ruta: es un viaje iniciático. Por sus senderos de tierra rojiza caminan peregrinos modernos junto a fantasmas de reyes medievales. En hospitales como el de La Mesa -donde monjes curaban pies sangrantes con hierbas y fe- aún late el espíritu de acogida que define al pueblo astur. Entre picos como el Aramo o el Angliru -escenario de hazañas ciclistas- se aprende que en Asturias lo imposible solo tarda un poco más.
Gastronómicamente, es un banquete de contrastes: fabada que alimentó a mineros, quesos azules que desafían paladares tímidos, y postres como el arroz con leche que son abrazos líquidos. Políticamente, su Estatuto de Autonomía -el primero en la Transición- refleja un carácter indómito que negocia con Madrid sin perder su acento cerrado. Asturias enseña que la grandeza se mide en la capacidad de hacer eterno cada instante: un sorbo de sidra al atardecer, el crujir de hojas bajo las botas, o el silbido del viento entre robles que llevan siglos contando historias a quien sabe escuchar.
La madrugada en A Mesa sabía a despedida asturiana y promesa gallega. Con Vasilij, Cristen, Cris el inglés y Ho como compañeros de ruta fantasmal - cada uno a su ritmo, cada uno con su meta - emprendí el primer día en tierras gallegas bajo un cielo que jugaba al escondite con el sol. Los 41 km hasta Fonsagrada serían un bautismo de fuego (o más bien de barro y piedra), donde Galicia mostraría su primer rostro: implacable y acogedor a la vez.
Quijotes contra gigantes de energía limpia
Senderos que serpentean como versos medievales
La estrategia fue clara desde el alba: desayuno de legionario en A Mesa - tortilla de patata que pesaba como armadura, café que quemaba el alma - para evitar paradas y tentaciones monetarias. El camino, convertido en ritual tras 21 días, ahora trazaba su danza entre colinas que recordaban a Asturias pero con un algo distinto: el aire olía a musgo más húmedo, a tierra que guardaba lluvias ancestrales.
Los molinos eólicos, titanes de acero que dominaban los altozos, se convirtieron en compañeros cíclopes. "¡Miradlos! - quise gritar como Don Quijote - ¡Gigantes de aspas relucientes!". Pero estos molinos no molían trigo sino vientos atlánticos, convirtiendo brisas en pulsos eléctricos que alimentaban pueblos escondidos en los valles.
Quijotes contra gigantes de energía limpia
Senderos que serpentean como versos medievales
Fonsagrada emergió como un reto final: cuesta arriba que transformaba músculos en gelatina tras 38 km de batalla. El albergue municipal, faro de peregrinos, funcionaba con eficiencia gallega - primero en llegar, mejor litera. Mi recompensa: habitación con José (65 años, historias de media España en la mochila), Ruth (paraguaya de sonrisa que desarmaba fronteras) y Lena (alemana que rompía estereotipos teutónicos con 1,55m de estatura y risa de trueno).
La cena fue fiesta de acentos: español con deje madrileño, guaraní musical, alemán cortado y argentino cansino. Ruth habló de Pilar, su hija estudiando en Oviedo, mientras la lluvia acariciaba los cristales. "Aquí hasta el frío abraza", dijo José, sirviendo vino tinto que sabía a fortaleza. Esa noche, mientras Galicia me arrullaba con su humedad pertinaz, juré no dejar que la prisa empañara estos últimos días de camino.
Quijotes contra gigantes de energía limpia
Senderos que serpentean como versos medievales
Galicia me recibió con su abrazo más crudo: 79 km acumulados en dos días convertían mis piernas en péndulos de plomo. El paisaje, empecinado en su monotonía de verdes apagados y senderos embarrados, se volvió cómplice de mi hastío. Hasta el Cantábrico parecía haberse quedado sin fuerzas, dejando caer una llovizna grisácea que empapaba el ánimo más que la ropa.
Horas convertidas en kilómetros de indiferencia
El pueblo emergió como ilusión óptica entre la niebla. Castroverde -"castro verde" en gallego antiguo- guardaba secretos bajo sus piedras musgosas. Su castillo del siglo XIV, fortaleza de los Condes de Altamira, se alzaba como fantasma de piedra con solo tres torres en pie. Pasé junto a su muralla derruida imaginando batallas medievales que nunca ocurrieron aquí, mientras ancianas con faldas negras susurraban en ese idioma que sonaba a portugués borracho: "¡Ollo coa choiva, rapaz!" ("Cuidado con la lluvia, muchacho")
En la tienda Décimas (nombre irónico para el infierno de los precios), armé sandwiches con precisión de cirujano: queso tetilla -bautizado así por su forma cónica- jamón del país que olía a humo de roble, y pan de centeno que habría saciado a un legionario romano. Mientras masticaba frente a la iglesia de San Pedro (siglo XII), vi desfilar peregrinos como zombis: coreanos con ponchos de bolsa de basura, italianos discutiendo de Berlusconi, y un vasco que maldecía en euskera cada charco.
El idioma me rodeaba como niebla sonora. En la farmacia, la dependienta recitaba precios en esa cadencia que sube y baja como olas: "Vinte euros e trinta céntimos... garda o ticket para a peregrinación"
Fortaleza que sobrevivió al olvido
Románico que desafía al tiempo
Palabras que mezclaban dureza castellana y dulzura portuguesa: "morriña" (nostalgia que duele), "orballo" (llovizna persistente), "camiñantes" (nosotros, los condenados a caminar). En el bar O Cruceiro, un grupo de abuelos jugaba al dominó entre risas guturales que parecían salir de las piedras milenarias.
Los últimos 8 km hasta Vilar de Cas fueron prueba de fuego. Cada mojón del camino marcaba una derrota: 10,000 pasos calculados con odio matemático, charcos que reflejaban un cielo igual de gris que mi humor, vacas que me observaban con indiferencia de filósofos estoicos. Al cruzar el puente medieval sobre el río Ferreira, juré que si veía otro hórreo (esos graneros elevados que pueblan Galicia) lo incendiaría con la mirada.
El albergue de Vilar de Cas -edificio moderno que olía a pintura fresca- se convirtió en mi bunker anti-peregrinación. Encontré mi santuario: litera 12, esquina superior derecha, enchufe funcional. Mientras el Racing e Independiente jugaban su guerra particular en mi portatil, entendí la paradoja final del camino: a veces, para encontrar humanidad, necesitamos refugiarnos en lo impersonal.
Esa noche, mientras Copetti erraba goles, las palabras de Ruth resonaban: "El camino no perdona debilidades". Galicia, con su crudeza de piedra mojada, estaba escribiendo su capítulo más honesto: no todo es epifanía, a veces solo es poner un pie delante del otro. Y avanzar.
Fortaleza que sobrevivió al olvido
Románico que desafía al tiempo
No quise aminorar la marca. Me autoimpuse nuevamente un objetivo elevado: 35 km hasta Sao Romao da Retorta. Esta etapa implicaba un paso glorioso por Lugo, ciudad que desde el inicio del Camino había orbitado en mi imaginario como un punto luminoso. Varios peregrinos la mencionaban con un respeto cercano a lo sagrado, y ahora entendería por qué.
Comencé la caminata bajo un cielo aún dormido, las primeras luces del amanecer arañando el horizonte. A las 8:30, mientras el resto de Galicia despertaba, yo ya pisaba las calles de Lugo. Dejé mi mochila en un bar de la Praza do Campo, donde el dueño, un gallego de manos anchas y sonrisa pícara, me sirvió un café que sabía a tierra húmeda y promesas cumplidas.
Torre que vigila memorias sagradas y profanas
Aguas que curan desde la época imperial
Lugo se alza como un relicario de piedra. Su muralla romana, Patrimonio de la Humanidad, encierra dos milenios de historias: desde las legiones de Augusto hasta los mercados medievales que aún resuenan en sus arcos. Las torres defensivas, convertidas en miradores, vigilan un casco antiguo donde el tiempo se mide en pasos de peregrinos y repiques de campanas. Las calles empedradas —Rúa da Cruz, Rúa Nova— son venas que conectan iglesias románicas con tabernas donde el pulpo á feira se sirve en platos de madera. Fuera de las murallas, el río Miño traza un límite líquido entre lo antiguo y lo moderno, mientras los bosques de eucaliptos susurran leyendas celtas.
La ciudad late con dualidad gallega: tradición arraigada y una ironía que desarma. Sus habitantes, lucenses de hablar pausado y mirada astuta, defienden su identidad entre fachadas barrocas y grafitis que cuestionan el centralismo madrileño. Económicamente, Lugo baila entre la agricultura —ferias de ganado que huelen a hierba y tierra— y el turismo que busca autenticidad más allá de Santiago. Políticamente, es un bastión donde el nacionalismo gallego se filtra en conversaciones de bar, entre vasos de ribeiro y queimadas rituales.
Fortaleza que sobrevivió al olvido
Románico que desafía al tiempo
La energía de Lugo operó en mí como un bálsamo. Recorrí la muralla al ritmo de mis pasos, sintiendo cómo cada piedra contaba batallas y romerías. En la Catedral de Santa María, la luz filtrada por los vitrales tejió un manto de colores sobre el altar, mientras una anciana rezaba en gallego, sus palabras mezclándose con el incienso. Compré un bollo preñao en una panadería cercana al Mercado Municipal, donde los puestos exhibían quesos de Arzúa y navajas de Perlio. Al salir, el sol bañaba la Praza Maior, y por un instante, todo —el murmullo de las fuentes, el eco de una gaita lejana— pareció conspirar para recordarme que algunos lugares no se visitan, se experimentan con los poros.
Llegué a Sao Romao con las últimas luces. El albergue, una antigua casa rehabilitada, olía a leña quemada y ropa recién lavada. Y entonces, en el jardín, vi sus siluetas: Hendrick, alto como un faro, y Laura, cuyo pelo castaño ahora tenía reflejos dorados por el sol gallego. El asombro fue mutuo. "¡Estás loco! ¿Cuántos kilómetros por día?", exclamó Laura, abrazándome como si hubiera resucitado. Ellos habían saltado etapas, presos del calendario alemán que los llamaba de vuelta a la rutina.
Nos sentamos en un banco de madera, cervezas frías en mano. Hendrick habló de su jefe, un tipo que creía que el Camino era "vacaciones pagas". Laura, más introspectiva, confesó que extrañaría las noches sin WiFi, donde el cielo estrellado era la única red social. Reímos, brindamos, y en ese momento —entre historias de ampollas épicas y albergues con duchas heladas— entendí que el Camino no se mide en kilómetros, sino en las personas que, como ellos, se convierten en faros en la niebla.
Antes de dormir, revisé mi mochila. La piedra en forma de corazón que Violeta me dio en San Marcelo seguía ahí, recordándome que incluso en la soledad del camino, los dragones —y los amigos— siempre encuentran la forma de aparecer.
Fortaleza que sobrevivió al olvido
Románico que desafía al tiempo
La mañana llegó con una energía renovada, ese tipo de impulso que solo aparece cuando el final se atisba en el horizonte. Decidí mantener el ritmo: 38,5 km hasta Ribadiso. Tras despedirme de Hendrick y Laura —un abrazo rápido, una promesa de reencuentro en Santiago—, retomé la soledad del camino. Mis piernas, ya convertidas en metrónomos de asfalto y tierra, parecían moverse por inercia. La forma física acumulada era un traje invisible que me permitía desafiar las etapas recomendadas sin pausa.
Piedras que guardan ecos de historias sin contar
Poesía urbana en la ruta jacobea
Los primeros kilómetros fueron un diálogo con la Galicia rural: aldeas sin nombre, casas de piedra con geranios en los alféizares, hórreos que se inclinaban como ancianos contando historias. En una curva del sendero, una furgoneta abandonada capturó mi atención. Su carrocería oxidada estaba cubierta de grafitis y frases desgastadas por la lluvia: «Sin prisa», «El norte está en todas partes». Por un instante, imaginé comprarla, convertirla en un hogar rodante. Pero la realidad golpeó: Europa del Norte, con sus climas gélidos y precios astronómicos, no perdonaría ese romanticismo. Seguí caminando, riéndome de mi propia fantasía efímera.
Al mediodía, noté un cambio sutil en el ambiente. Los «buen camino» de los lugareños sonaban más breves, menos cálidos. En un bar de Portomarín, donde paré a llenar la botella, el dueño me sirvió un café sin mirarme, ocupado en atender a un grupo de peregrinos con mochilas relucientes. No era hostilidad, sino una especie de resignación ante la marea creciente de caminantes. Algo se avecinaba.
Refugio donde confluyen caminos y generaciones
Ribadiso apareció como un remanso junto al río Iso. El albergue, un antiguo hospital de peregrinos rehabilitado, tenía un jardín donde lavé mi ropa junto a una alemana que hablaba de «energías telúricas», manso mambo me tuve que fumar, no paraba un segundo de hablar de cosas que yo ni siquiera registraba. El menú del día costó dos euros: caldo gallego, lacón con patatas y un trozo de tarta de queso que sabía a victoria. Mientras comía, observé el bullicio creciente. El número de huéspedes se había duplicado: mochilas de colores vivos, bastones de carbono, risas en idiomas que no reconocía. Entonces lo entendí: estábamos a solo dos pasos de la confluencia con el Camino Francés. La paz del Primitivo se desvanecía bajo el peso de los que caminaban solo los últimos 100 km.
Preámbulo del tsunami peregrino
Últimas horas de paz antes de la tormenta
Esa noche, en el dormitorio compartido, el aire olía a desinfectante y expectativa. Un italiano voceaba su playlist desde un altavoz portátil, mientras una coreana intentaba meditar con tapones en los oídos. Me acosté temprano, abrazando la contradicción: añoraba la soledad de las etapas asturianas, pero también sentía curiosidad por el caos que se avecinaba. Santiago estaba cerca, y con ella, la certeza de que ningún camino —ni físico ni interno— termina como comienza.
El día comenzó con el fin de la soledad en todos sus matices. Caminé solo veinte minutos hasta Arzúa, donde los caminos Primitivo y Francés se funden en un torrente humano. La confluencia oficial fue un shock sensorial: de la introspección de los bosques asturianos al hormiguero de peregrinos que avanzaban como células en un torrente sanguíneo. Cada metro cuadrado de sendero contenía tres idiomas, cinco mochilas y diez historias diferentes.
El paisaje se convirtió en telón de fondo. Grupos de adolescentes coreaban canciones pop coreanas, ciclistas con auriculares esquivaban mochilas ultraligeras, y señoras de Texas fotografiaban hórreos con iPads. Mi caminar se transformó en técnica de supervivencia: esprintes entre familias alemanas, frenos bruscos ante selfies improvisados, y cambios de ritmo para evitar choques frontales -me sentía como el burrito Ortega esquivando patadas bosteras-.
Durante una hora, caminé junto a Eduardo -venezolano de 62 años residente en Houston- cuyo relato era un mapa de migraciones: "En EE.UU. trabajo 14 horas diarias limpiando aviones, pero aquí soy solo otro peregrino". Su análisis de la crisis venezolana se mezclaba con consejos para encontrar tacos baratos en Texas. Lo dejé en una cuesta, donde su filosofía callejera se fundió con el rumor de la multitud.
Marea humana donde antes había silencio
Peregrinos esperando cama como refugiados urbanos
Llegar a Lavacolla fue una odisea logística. Tres albergues municipales mostraban carteles de "Completo - No beds" pasado el mediodía. En el cuarto intento, un recepcionista gallego con cara de póker me tendió una llave: "Te toca la cama 42, última y la habeis cogido por una cancelación". La habitación olía a desesperación y pies cansados -15 literas apretadas como latas de sardinas- donde coreanos grababan vlogs y brasileños planificaban fiestas post-Camino. Paciencia, solo quedaba un dia para Santiago, y si todo salia bien 3 a Finisterre.
El tsunami numérico: El 53% de los peregrinos certificados en Santiago (438,000 en 2022) inician en Sarria -último punto para obtener la Compostela-. Esta masa crítica colapsa servicios: albergues que cobran €30-50 por litera (vs €5-15 en rutas alternativas), restaurantes con menús básicos a €25, y taxis que triplican tarifas. La Xunta de Galicia reporta que el 78% de las quejas anuales del Camino se concentran en estos últimos 100 km -principalmente por sobrecupos y precios abusivos-. Mientras, emprendedores locales montan "tiendas express" vendiendo bastones de trekking a €40 y credenciales plastificadas por €15. El milagro económico jacobeo muestra su cara menos santa cuando la ruta espiritual se convierte en commodity turística.
Realidad del último tramo jacobeo
Economía de peregrinación: €50 por litera
Señoras y señores, ladies and gentlemans, llegué a Santiago de Compostela. Tras esquivar la marea matutina de peregrinos desde las 6 AM, aparecí en la recepción del hostal a las 9:00 con aspecto de náufrago urbano. El dueño, anclado en su rutina de horarios rígidos, casi arruina mi momento épico con un "¿Check-in a esta hora?". Contuve las ganas de explicarle con gestos medievales que llevaba 27 días caminando y preferí negociar: mochila depositada, muda rápida, y salida hacia la Catedral con la urgencia de quien busca oxígeno.
Meta donde convergen lágrimas y selfies
Filas kilométricas por un trozo de latín
La Catedral emergió como un imán de emociones crudas: jubilados vascos abrazándose, mochileros coreanos haciendo TikTok con la fachada barroca, y algún solitario llorando contra su bastón. Yo, extrañamente sereno, cumplí el ritual: fotos obligatorias, visita al sepulcro, y trámite de la Compostela - documento necesario para cuando algún boludo cuestione mi honestidad caminera-. La burocracia sagrada tardó 45 minutos, justo el tiempo para reencontrarme con Cristen, quien hizo sus dos ultimos dias en bus por que se lesionó.
Pulpo y vino blanco: eucaristía peregrina
La despedida fue un banquete de pulpo en Rúa do Franco donde Ho repetía "Octopus, nice" como mantra, mientras Vasilij el metalero brindaba por "no morir aplastado por turistas". Bastian apareció como fantasma del Camino Norte, completando nuestro círculo de supervivientes. Al caer la noche, mi celular se llenó de mensajes: Laura y Hendrick atrapados en la marea humana, Helena felicitandome desde Seúl, Fede dando señales desde algún monte gallego.
La ciudad Patrimonio lucha por digerir 327,378 peregrinos anuales (62% concentrados en verano). Los precios se disparan: menús básicos a €18-25 en zona monumental, albergues que multiplican por 5 sus tarifas en temporada alta, y taxis aplicando "tarifa peregrino" (+40% sobre metro oficial). El casco histórico sufre gentrificación extrema: 73% de viviendas son ahora apartamentos turísticos, según el Colegio de Arquitectos Gallegos.
Souvenirs vs comercios tradicionales
Pan €4.50 donde antes costaba €1.20
La Xunta implementó medidas paliativas fallidas: "corredores peregrinos" que nadie respeta, y una app para gestionar albergues que colapsa cada tarde. Mientras, vecinos de zonas como San Pedro protestan contra el ruido nocturno: "Esto parece Ibiza con capucha", gritaba un anciano durante mi visita. El negocio mueve €400 millones anuales, pero el 68% de los establecimientos pertenecen a cadenas foráneas según Cámara de Comercio. La paradoja gallega: veneran al Apóstol pero expulsan a sus jóvenes por precios imposibles.
Al retirarme a la litera -€25 en habitación compartida con 8 desconocidos- revisé la mochila. Quedaban 89 km hasta Finisterre, tres días para escapar de la Disneylandia jacobea y encontrar mi propio final en el fin del mundo conocido.
El amanecer en Santiago olía a piedra mojada y café recalentado. Mi hostel, escondido en las afueras como un secreto mal guardado, me obligó a caminar 4 km de asfalto gris antes de encontrar el centro. Las calles vacías resonaban con eco de botas anteriores: peregrinos que ya habían partido, turistas aún dormidos bajo sábanas de hotel. En la Praza do Obradoiro, donde días atrás recibí la Compostela, las baldosas brillaban bajo una llovizna que limpiaba restos de celebraciones. Bastian y Cristen, arrancarían mas tarde.
La comuna de Ponte Maceira emergió tras una curva del camino como un cuadro viviente. El puente medieval de siete arcos, construido en el siglo XIV, cruzaba el río Tambre con elegancia de ballesta tendida. Sus piedras musgosas contaban historias de arrieros, peregrinos y contrabandistas que hallaron refugio bajo sus arcadas. En la orilla izquierda, molinos de agua semiabandonados aún conservaban ruedas dentadas que antaño molieron trigo para panes de misa y fiestas paganas. El sonido del río, constante como un rosario, se mezclaba con el crujir de ventanas de madera en casas de piedra donde ancianas tejían calceta en umbrales centenarios.
El pueblo respiraba dualidad: junto a cruceiros de granito desgastado por siglos de rezos, grafitis modernos firmados «Roi 2023» decoraban muros de antiguos almacenes. En el Café Vilaseco, establecimiento que sobrevivió a guerras y pandemias, probé una tarta de almendra mientras el dueño –hijo y nieto de meseros– explicaba cómo el Tambre inunda la plaza cada invierno: «El río nos limpia las penas y se lleva lo que ya no sirve». Afuera, niños jugaban a saltar losas en el puente, sus risas rebotando contra los muros de la capilla de San Brais, donde peregrinos medievales dejaban ofrendas de cera antes de enfrentar los peligros del Monte Aro.
Abasteciéndose para el último tramo
Luces tenues bajo el manto gallego
Negreira me recibió al mediodía con el pragmatismo de quien sabe ser etapa final. El albergue –antigua casa rectoral reformada– olía a lejía y madera encerada. Deposité la mochila y marché al supermercado como náufrago a tierra firme: pan, latas de atún, manzanas, chocolate negro del 85%., y dos birras. Cada compra era un cálculo exacto: «Dos desayunos, un almuerzo frío, cena reciclable». La cajera, al ver mi credencial ajada, añadió un surtido de té sin cargo: «Para el frío de Costa da Morte», dijo con complicidad.
La tarde se deshilachó entre siestas reparadoras y charlas efímeras. En el jardín del albergue. Ningún intercambio trascendió el aquí y ahora: los huepedes, ese día, éramos fantasmas en tránsito, compartiendo migajas de humanidad.
Al caer el sol, recorrí calles empedradas donde los bares competían en ofertas de chupitos. En el «Luar do Tambre», tres euros compraban un «queimada» ritual –licor ardiente con cortezas de naranja– servido en tazas de barro mientras el DJ mezclaba panderetas electrónicas con reggaeton. Juventud local fumaba en esquinas, sus miradas evaluando a los caminantes como especímenes exóticos. Compré una empanada de zamburiñas en un puesto callejero y la devoré junto al puente medieval, viendo cómo las luces del pueblo se reflejaban en el río como estrellas caídas.
Luciérnagas de asfalto sobre agua oscura
Últimos rituales de supervivencia
De regreso, preparé una cena espartana: pasta con atún y tomate triturado, calentada en microondas comunal. Mientras comía junto a la ventana, una pareja de bicigrinos alemanes discutía en voz baja sobre rutas alternativas. Sus palabras («¿Y si seguimos hasta Muxía?») flotaron en el aire como ofrendas a un dios del camino que ya no escuchaba. Me acosté temprano, consciente de que el último tramo exigiría fuerzas que ni el sueño ni el café podrían reponer. Galicia, con su bruma y sus presagios, me susurraba que el verdadero viaje comenzaría donde terminaran las flechas amarillas.
El día comenzó con el peso de lo inevitable: 37 km rectos hacia Logoso, última parada antes del final. El asfalto quemaba las suelas mientras el aire salitroso arañaba la garganta. "Dale que falta poco", me repetía como mantra, aunque cada mojón parecía burlarse de mi mochila, testigo de 820 km caminados.
Oliveira fue un paréntesis de piedra musgosa: caseríos con balcones vacíos, un horno comunal abandonado y un cruceiro cuyas figuras religiosas habían perdido narices y dedos al intemperie. En el único bar abierto, una anciana sirvió café en tazas de porcelana resquebrajada mientras murmuraba sobre hijos emigrados a Vigo. Comí un bollo prensado mirando gallinas picotear entre adoquines, preguntándome cuántos peregrinos habían dejado aquí sueños inconclusos.
El momento crucial llegó al mediodía: dos flechas amarillas divergentes. Una señal de cemento en perfecto estado indicaba «Muxía:», la otra, «Finisterre:». Toqué la roca erosinoada por el viento en donde estaban marcadas las feclas, imaginando estar ya en las playas solitarias de Muxia. Pero mis pies, cansados de promesas, eligieron seguir recto. "Otro día", mentí al viento, sabiendo que jamás volvería.
Clandestino sonando en loop mental
Última noche antes del abismo
El tramo final a Logoso fue un borrón: piernas en automático, canciones de Manu Chao repitiéndose como letanías, y la mochila frotando la misma costilla de siempre. En el albergue, un nódulo de cemento funcional, cociné pasta con atún por última vez. Mientras masticaba, contemplé mis botas que todavia lucian en perfecto estado, todo lo contario a mi espalda. Mañana Finisterre, el final.
Madrugué con la certeza brutal de que sería el último amanecer como peregrino. 860 km desde Irún latiendo en las pantorrillas. Me ajusté las botas por última vez —viejas cómplices agujereadas— y salí al frío que olía a sal y resina de eucalipto. El mapa mental ya no registraba pueblos: solo flechas amarillas clavadas como cicatrices en postes eléctricos.
Raíces que agarran memorias sueltas
Números que ya no suman nada
Al mediodía, el primer destello de mar. Un azul violento recortado entre colinas. Me quité las botas en Playa Langosteira —acto ritual— y caminé los últimos 10 km con los pies desnudos hundidos en arena húmeda. Las olas limpiaban heridas abiertas durante 30 etapas. «Prohibido bañarse», rezaba un cartel oxidado, pero el Atlántico me lamía los tobillos como perro fiel. No pensé en meta: solo en no detenerme.
Llegué a Finisterre con el sol clavado en la nuca. Hostal Mar de Fondo, tres noches pagadas por adelantado. Dejé caer la mochila —sudario de 9 kg— y me duché hasta que el agua fría arrancó capas de Asturias, Galicia y Castilla. Almorcé pulpo en una tasca donde turistas alemanes fotografiaban el menú.
Equipaje vacío de todo menos tiempo
Con Bastian —compañero de hueso del Norte— ascendimos al faro -Cristen, el croata esperaba para tomar unas cervezas a vuelta - entre ráfagas que cortaban la respiración. En el km 0.00, apoyé mi mate tibio sobre la placa de bronce mientras un alemán incineraba sus botas y chinos gritaban «oppa!» . no tengo la menor ideea de lo que significa-. Me saqué una foto obligatoria: mejilla izquierda al viento, sonrisa cansada, dedos marcando la v. Más de un millar de pasos. 39 años convertidos en carne que derrotó montañas, burócratas y la voz interna que repetía «abandoná». Ahí entendí: los finales son espejismos —solo existe seguir.
Ritos modernos en tierra de naufragios
Hermandad forjada a puro caminar
Al atardecer, busqué una cala prohibida. Oleaje salvaje rompiendo contra acantilados. Me senté en una roca a ver cómo el sol desgarraba el horizonte. No hubo epifanías: solo cansancio glorioso y la certeza de haber llegado sin trampas. Cuando la oscuridad fue completa, recité para mí los versos de la voz aspera y rugiente del Chizzo: «Es el final y siempre empieza todo / Corre el riesgo al vivir». La vida —esa peregrina hambrienta— ya soplaba brasas bajo mis plantas para que volviera a andar. Todo había terminado. Todo comenzaba.
Ofrenda al dios de los caminos rotos
Próxima huella: reinicio con motor
Galicia es un susurro entre niebla y granito. Su alma se teje con lluvia fina ("orballo") que abraza rías profundas donde el Atlántico firma tratados con la tierra. Aquí, la bruma no es clima sino estado místico que envuelve bosques de eucaliptos fantasmas, playas como Langosteira que devoran barcos, y cruceiros que vigilan encrucijadas como centinelas pétreos. El Finis Terrae romano -donde la tierra se rompe contra el mar- sigue siendo profecía autocumplida en cada temporal que azota Cabo Vilán.
Culturalmente, es espejo roto de celtas y caminantes. El Camino de Santiago -arteria que bombea sangre jacobea desde el Medievo- convive con rituales paganos como la "queimada" donde el fuego purga meigas y melancolías. Los hórreos, cápsulas del tiempo sobre pilares, guardan secretos de cosechas y duelos. Mientras en Compostela peregrinos selfiean el Pórtico de la Gloria, en las aldeas las viejas de luto eterno tejen calceta bajo teitos de paja que desafían al siglo XXI.
El Camino a Finisterre no es ruta: es catarsis líquida. Por sus senderos de tierra roja marchan buscadores del fin que solo hallan nuevos comienzos. En albergues como el de Logoso -donde mochilas de 40 nacionalidades roncan en sincronía caótica- late el pulso de una Galicia que hospeda al mundo pero guarda su alma entre castros. Entre rascacielos de percebes en Costa da Morte y bosques donde la "fraga de Cecebre" susurra leyendas de Wenceslao Fernández Flórez, se aprende que en Galicia cada final es bisagra.
Su identidad es marisma de resistencia: el pan de Cea que fermenta con lentitud monástica, las "mouras" -mujeres mitológicas que tejen hechizos bajo dolmenes-, y el grito sordo de Rosalía de Castro -poetisa del Rexurdimento gallego- contra el "dolente aburimento". Políticamente, su autogobierno se construye sobre paradoxos: nacionalismo de raíz agraria que exporta talento a Europa, y puertos pesqueros hipertecnológicos donde ancianos leen mareas como códices mojados. Galicia no se explica: se vive en el crujir de hojas de parra en el Ribeiro, en el sabor a salitre de un percebe recién arrancado, y en el instante en que el faro de Finisterre -último guardián del continente- enciende su ojo ciego para alumbrar a los que ya no tienen camino.
El Camino de Santiago es una travesía que desdibuja las fronteras entre lo físico y lo introspectivo. Desde los acantilados del País Vasco hasta los bosques brumosos de Asturias, cada paso revela una verdad incómoda y hermosa: la vulnerabilidad es el puente hacia la resiliencia. Las ampollas, las rodillas resentidas y las noches bajo techos compartidos enseñan que el cuerpo resiste más de lo que la mente cree, mientras los paisajes —marismas, montañas, aldeas olvidadas— actúan como espejos de una humanidad que persiste entre lo efímero y lo eterno.
En cada albergue, plaza o sendero, el Camino teje una red invisible de historias cruzadas. Peregrinos coreanos, alemanes jubilados, pastores asturianos y voluntarios utópicos se convierten en cómplices fugaces, recordándonos que la soledad es una ilusión. Las conversaciones junto a fogatas, los silencios cómplices ante un atardecer o el intercambio de un mate bajo la lluvia construyen una fraternidad sin fronteras, donde el idioma universal es el cansancio compartido y la esperanza de llegar.
La riqueza cultural del Camino es un palimpsesto de siglos. Desde las cuevas de Altamira hasta los hórreos gallegos, cada piedra guarda memorias de romanos, peregrinos medievales y pastores contemporáneos. Las sidrerías vascas, las iglesias románicas y las fiestas patronales no son meros escenarios, sino rituales vivos que desafían la homogenización del mundo moderno. Aquí, el pasado no se museifica: se camina, se come, se respira.
Los días se miden en kilómetros, pero se recuerdan por los quiebres íntimos. La mochila que pesa como un reproche, el sendero que se pierde entre la niebla, la euforia al divisar una flecha amarilla en una roca… Son estos momentos los que desarman las certezas y replantean qué significa avanzar. El Camino no ofrece respuestas, sino preguntas talladas en barro: ¿Qué cargas puedes soltar? ¿Qué versiones de ti mismo estás dispuesto a dejar atrás?
Al llegar a Finisterre, donde el océano devora el horizonte, comprendes que el destino final nunca fue Santiago. El verdadero fin es la transformación silenciosa: esos hábitos desgastados, miedos enterrados y risas inesperadas que ahora forman parte de tu equipaje. El Camino no termina; se internaliza. Y en cada cruce de caminos futuro, su eco murmura: «Sigue, aunque no sepas hacia dónde. El camino se hace andando».
Julio en Sevilla es una prueba de resistencia y tolerancia. El bus avanzó como tortuga bajo un sol que derretía el asfalto, cuatro horas de travesía donde el aire acondicionado libraba su batalla final. Cruzar la frontera Schengen fue un trámite burocrático disfrazado de aventura. Al llegar a la estación Plaza de Armas, el termómetro marcaba 47°C –"Calorcito de mentira, en agosto se pone bueno", me dijo un maletero con sonrisa de dientes dorados–. El hostal, refugio de azulejos y cortinas de lino, olía a limpio con notas de lejía recién aplicada. Amplio, con cocina comunal donde planeé estrategias culinarias para no gastar un euro de más. La siesta se volvió ritual sagrado: de 14:00 a 19:00, la ciudad pertenecía a las moscas y a los locos.
Sevilla respira historia por los poros. Fundada por los tartesios, moldeada por romanos que la llamaron Hispalis, y convertida en joya del califato omeya bajo el nombre de Ishbiliya, esta ciudad es un palimpsesto de culturas que se niegan a morir. Su riqueza –construida sobre el oro de las Américas y el sudor de las almadrabas– se esconde tras fachadas descascaradas y patios donde los geranios desafían la gravedad. Hoy, mientras el turismo masivo infla precios y vacía barrios, los sevillanos truecan orgullo por supervivencia: el 28% de jóvenes está en paro, pero las tapas siguen costando 2€ en los bares sin cartel. En cada esquina, el fantasma de Blas Infante –padre del andalucismo fusilado en 1936– susurra que otra Andalucía es posible.
La Tacita de Plata: donde el Atlántico escribe su biografía
La Tacita de Plata: donde el Atlántico escribe su biografía
Mi primera mañana comenzó a las 6:30 AM, cuando la ciudad aún dormía entre sombras azules. La Plaza de España –monumento fascinante y kitsch de la Exposición Iberoamericana de 1929– emergía como un set de cine abandonado. Sus 50,000 m² de ladrillo visto, cerámica trianera y canales venecianos son un manifiesto en piedra: aquí, el regionalismo andaluz se disfraza de grandilocuencia imperial. Recorrí sus bancos provinciales –cada uno un mosaico de historia local– bajo la mirada de conquistadores esculpidos que parecían pedir disculpas. A las 10:00, cuando los autobuses turísticos empezaban a vomitar selfie-sticks, ya estaba en los Jardines de María Luisa, donde los pavos reales despliegan colores que desafían al mismísimo Gaudí.
El circuito cultural fue una guerrilla contra el calor. La Torre del Oro –vigía del Guadalquivir desde 1220– brillaba como relicario de las rutas indianas. En su interior, mapas náuticos contaban historias de galeones cargados de plata y sueños rotos. La Plaza de Toros de la Maestranza, con su arena dorada y gradas fantasmas, olía a cuero viejo y tragedias románticas. "Aquí hasta las piedras saben de duelos", murmuró un vigilante mientras ajustaba su gorra. La Catedral, visitada de noche para evitar colas, me dejó sin aliento: la tumba de Colón flotaba bajo bóvedas góticas mientras la Giralda –antiguo alminar reconvertido en campanario– vigilaba desde las alturas. Gratis, como todo buen espectáculo divino.
Las tardes se medían en tapas: montaditos de pringá en El Rinconcillo (1670), espinacas con garbanzos en Bodega Santa Cruz, y una caña de Cruzcampo que sabía a protesta obrera fermentada. Los bares, templos de mármol manchado de aceite, funcionaban como democracias líquidas: jubilados discutiendo política, estudiantes fumando vapeadores, y chefs peruanos reinventando el gazpacho. Aprendí que el "tapeo" es coreografía urbana donde el jamón ibérico es el bailaor principal.
La Tacita de Plata: donde el Atlántico escribe su biografía
La Tacita de Plata: donde el Atlántico escribe su biografía
La noche del 14 de julio escribí mi propio capítulo en la historia futbolera. En el hostal conocí a Camila y Sofía –colombianas de Bogotá que viajaban con mochilas más grandes que su estatura–. Juntos ocupamos una mesa en algún bar de la ciudad del cual no recuerdo el nombre -repito, soy vago para llevar notas-. Compartimos mesa -estaba todo lleno y no habia casi lugar- con una pareja de Noruegos que tenían menos futbol que profesor de yoga, pero una gran genorisdad ya que nos hicieron espacio para que podamos ver el partido. Todos conversaban, menos yo, en silencio, observando el match. El partido fue tratado de neurocirugía táctica: Inglaterra, con Foden y Bellingham atrofiados por el miedo y todos sus defensores enfocados en detener la velocidad de Williams y Jamal por las bandas, no atacaba. España manejaba la pelota a traves de la prolijidad cerebral de Rodri, pero carecia de profundidad. Todo eso cambio en el segundo tiempo. España se puso al frente a traves de Williams, luego Palme -quien insolitamente inicio el partido en el banco de suplentes igualó. El 2-1 final fue justicia poética: Oyarzabal, tras recibir pase de Olmo, definió con la frialdad de quien sabe que el destino juega de su lado. La explosión en las calles fue alegría pura: abuelas con mantillas y niños en hombros cantaban *"Lami, Lami, Lami Yamal, cada día yo te quiero más"* al ritmo de bulerías, transformando el triunfo en obra de arte efímera.
La coronación española fue el primer plato, pero el plato prinicipal arrancaba a las 3:00 AM. Final de la Copa America entre Argentina y Colombia. Durante los festejos españoles, me cruce en la calle con Johana, la agentina que habia conocido en Lagos, Portugal. Nos saludamos y rapidamente, junto tambien a las dos colombianas, nos pusimos en busqueda de algun bar para poder ver el partido. No fue facil, pero gracias a un argentino y su novia, encontramos un barcito muy cerca de donde yo me hospedaba en donde flameaban banderines del Betis y fotos del gran Julio Cardeñosa. El ambiente era distinto, mientras entre españoles e ingleses no habia cantos ni chicanas, entre argentinos y colombianos flotaban en el aire. El bar era latinomaerica en estado puro, una guerra futbolera entre tangos y cafés. El partido arranco complicado para Argentina. Colombia -quien habia tenido un gran torneo- domino todo el primer tiempo pero sin situaciones muy claras de gol. Alrededor de los 15 minutos del segundo tiempo Leo Messi no puede continuar y el equipo argentino siente un simbronazo fuertisimo. No habia muchas situaciones, y el partido fue al alargue, ahi, si fue todo de celeste y blanco. La diferencia de amplitud de plantel hizo la diferencia. Entraron Paredes, Lo Celso, y Martinez. El primero recuperó, el segundo assitió, y el tercero convirtió. Fin 1 a 0 para nosotros y a otra cosa. Los festejos no fueron mas alla del bar ya que la policia a latas horas de la noche en Sevilla suele cerrar los bares. Igulamente debo reconocer que eran mayoria los colombianos que se fueron a dormir con un elevado grado de tristeza. Por suerte no hubo peleas ni problemas.
Bonus track: En el entretiempo voy a comprar una cerveza, y me cruzo con un argentino, de Rio Cuarto, Cordoba. Cuando le comento que yo soy tambiñen del sur de Cñordoba y le nombro Serrano, mi pueblo, me dijo: "yo conozco al colorado, a Imanol que es de ahi". El colo, un gran amigo. Ni bien me dijo eso pense para adentro, que chico es el mundo a veces no? Nos sacamos una foto y se la mande al colorado, quien respondio enviandonos un gran abrazo, con la buena onda que lo caracteriza.
La Tacita de Plata: donde el Atlántico escribe su biografía
La Tacita de Plata: donde el Atlántico escribe su biografía
Cádiz llegó en BlaBlaCar, compartiendo asiento con una enfermera que narró su divorcio como telenovela costumbrista. La ciudad más antigua de Occidente –fundada por fenicios en 1100 a.C.– respira salitre y rebeldía. En el Estadio Ramón de Carranza, el "Templo del Mágico González", un bartender me sirvió una manzanilla mientras explicaba: "Ningún equipo sufrió más ascensos y descensos. Como la vida misma, ¿no?". Recorrí su Catedral Nueva –donde las cúpulas doradas dialogan con gaviotas cínicas– y el Barrio del Pópulo, laberinto de balcones que escupen ropa tendida. La playa de La Caleta, entre castillos moros y barcas pesqueras, fue mi bautismo atlántico: tres horas de sol y olas que limpiaron hasta la última neurona quemada.
En el fial, tocaba el barrio de Triana. Fui temprano, arranqué por su mercado: vitrinas relucientes, puestos geométricos donde el jamón se alineaba como soldados en formación. Todo limpio, predecible, opuesto al vértigo olfativo de La Salada o Liniers. Extrañé el regateo, el grito de "¡A diez la manga!", ese caos que hace latir los mercados de mi continente. Caminé por calles empedradas donde las fachadas de azulejos contaban historias de alfareros moriscos, hasta llegar a la Capillita del Carmen, esa joya barroca que vigila el puente como centinela de siglos.
La Tacita de Plata: donde el Atlántico escribe su biografía
La Tacita de Plata: donde el Atlántico escribe su biografía
Quise entrar a una peña del Sevilla FC cerca de la calle Pureza. "Only members", me espetó un tipo con acento de hierro fundido, cerrando la puerta como si llevara el escudo bordado en la piel. Mi indignación duró lo que tardé en encontrar la sede del Betis: un local modesto con banderas desflecadas y olor a tortilla de papas. Al decir "soy argentino", se iluminaron como niños en Navidad: "¡Lo Celso hizo magia aquí! ¡Pezzella, un muro!". Me invitaron un café de máquina que supo a ambrosía mientras repasaban goles de Denís en VHS. Cuando preguntaron "¿Con cuál te quedarías?", no dudé: "El Betis es pueblo, no postureo". Se abrazaron como si hubiera citado a Machado.
La noche terminó en La Carbonería, ese santuario donde el flamenco no se vende, se regala. Entre tinto de verano y palmas que marcaban compás irregular, una bailaora retorcía el aire con su bata de cola mientras el cantaor arañaba versos de desamor. Los turistas callaban, los locales gruñían "¡Olé!" como si escupieran huesos de aceituna, y yo entendí que el duende no es mito: es ese nudo en la garganta cuando la guitarra llora más que la voz.
La Tacita de Plata: donde el Atlántico escribe su biografía
La Tacita de Plata: donde el Atlántico escribe su biografía
Sevilla se navega a golpe de rebatimientos. Es patio señorial con goteras de pobreza, sombra fresca que esconde ratas bajo los azulejos. Sus iglesias atesoran oro robado a indígenas mientras ONGs reparten arroz en la Alfalfa. El Betis y el Sevilla no son equipos: son clases sociales disfrazadas de deporte, rabia acumulada en gradas que huelen a Cruzcampo y desheredados.
En Triana aprendí que la autenticidad no se mide en desorden: hasta lo pulcro puede tener alma si lo habitan manos que tallaron la Giralda. La Carbonería me enseñó que el arte verdadero evade tarjetas de crédito: nace en bodegas donde el sudor salpica más que el vino. Y el fútbol... el fútbol aquí es espejo deformante de una ciudad que ama con furia y discrimina con sonrisa.
Al partir hacia Córdoba, llevaba Sevilla tatuada en contradicciones: el olor a azahar que no oculta basura en callejones, los "¡guapo!" de los bares que enmascaran paro juvenil, esa manera de bailar como si el mundo se acabara mañana. Ciudad que abraza y apuñala en el mismo compás, que vende folclore pero guarda secretos bajo mantones de lágrimas. Visitar Sevilla no es turismo: es terapia de shock para almas que creen entender España. Y al final, como el que bebe de la fuente del Patio de Banderas, uno se va intoxicado de belleza áspera, preguntándose cuánto de paraíso y cuánto de trampa late bajo sus adoquines.
El BlaBlaCar fue mi cápsula del tiempo climatizada. Carlos, conductor de manos curtidas por el volante y acento ceceante, desgranó historias entre olivares: "Aquí hasta los perros ladran en árabe los viernes". Dos horas de ruta donde el termómetro marcó 44°C y la austeridad andaluza se midió en botellas de agua recicladas. Llegué a un hostal que era un códice arquitectónico: arcos de herradura recortando sombras geométricas, yeserías con versos del Corán borrados por el repinte cristiano, y un patio donde el rumor de una fuente competía con el zumbido del aire acondicionado. Por 7€, heredé un cubículo con cama estrecha y ventana al laberinto de callejones que Ibn Hazm llamó "el collar de plata".
Córdoba fue joya del Islam occidental. En el siglo X, bajo el califa Abderramán III, compitió con Bagdad y Constantinopla en esplendor: bibliotecas con 400,000 manuscritos, calles iluminadas con antorchas cuando Europa era oscuridad, y baños públicos donde judíos, musulmanes y cristianos debatían filosofía. Hoy, ese legado vive en la Judería –laberinto de paredes encaladas y geranios– donde Maimónides escribió guías para perplejos, y en la Mezquita, cuyo bosque de columnas fue testigo del primer sálvese quien pueda religioso: en 1236, Fernando III reconquistó la ciudad, consagró el templo al culto cristiano, y mandó incrustar capillas entre los arcos como clavos en un ataúd dorado.
Asfalto derritiéndose y conversaciones que valen un viaje
Asfalto derritiéndose y conversaciones que valen un viaje
Caminar por aquí me devolvió a mi Córdoba natal –la argentina–, fundada en 1573 por españoles que añoraban estos arcos. Allí, los jesuitas replicaron patios andaluces entre sierras de cuarzo; aquí, los omeyas trazaron calles que luego inspiraron cuadrículas coloniales. Ambas comparten el gen de la resistencia: si en Argentina sobrevivimos a dictaduras con mate y rock nacional, aquí aguantan 45°C con sombra de naranjos y la terquedad de quien sabe que el Guadalquivir, como el río Suquía, siempre trae nuevas historias.
La ciudad se mide en platos hondos: salmorejo que es sopa y pintura abstracta, berenjenas con miel de caña que reconcilian religiones, flamenquín crujiente como fatwa culinaria. En el Mercado Victoria –templo gourmet de techos de cristal–, chefs con tatuajes de al-Ándalus reinventan el rabo de toro mientras jubilados piden "croquetas como las de la abuela Amalia". Por la noche, el Puente Romano se convierte en balcón de desencuentros: parejas de Tinder, músicos callejeros que desafinan sevillanas, y policías que persiguen a vendedores de hashish con nombre de profeta.
Asfalto derritiéndose y conversaciones que valen un viaje
Asfalto derritiéndose y conversaciones que valen un viaje
La Judería es un libro abierto con páginas borradas. En la Sinagoga –una de las tres que quedan en España–, las inscripciones en hebreo comparten muro con grafitis de turistas. Niños corren donde mercaderes sefardíes vendían sedas, y tiendas de "recuerdos auténticos" venden imanes de la Torre de la Calahorra, fortaleza que vigiló tanto a invasores cristianos como a vecinos indeseables. Al atardecer, cuando las sombras alargan las fachadas, juras escuchar susurros en ladino mezclados con reggaetón.
Entré a la Mezquita las 8:30 AM gratis, siguiendo el consejo de una malagueña que olía a azahar y rebeldía. La Mezquita desplegó su sortilegio: 850 columnas de mármol y jaspe creando perspectivas infinitas, luz filtrada por celosías que dibujaban versículos en el suelo. En el mihrab, dorados que cegaban como el sol del desierto, mientras el coro cristiano –incrustado como diamante en barro– entonaba silencios de culpa. Turistas japoneses disparaban cámaras hacia las bóvedas, influencers posaban en el shadirwan, y yo caminaba descalzo sobre alfombras imaginarias, sintiendo el peso de los siglos en cada arco entrecruzado.
Asfalto derritiéndose y conversaciones que valen un viaje
Asfalto derritiéndose y conversaciones que valen un viaje
Córdoba no se recorre, se interroga. Sus piedras son páginas de un mismo libro escrito en tres idiomas: el susurro árabe de sus mosaicos, el grito cristiano de sus campanas, el silencio judío de sus callejones olvidados. Hoy, la Mezquita-Catedral —Patrimonio de la Humanidad— es un teatro: los mismos arcos que un día unieron oraciones hoy cobran entrada para turistas
Al marcharme, miré al Guadalquivir y pensé en su hermano lejano, el Suquía, que riega la Córdoba argentina. Ambas ciudades comparten nombre, pero no destino: una carga con el mármol roto de los imperios; la otra, con el cemento de las promesas incumplidas.
Antes de irme, dejé caer una moneda al río. No fue un deseo inocente: fue un mensaje en clave. "Llévale esto al Suquía", le dije al agua. "Que sepa que resistir no es sobrevivir al pasado, sino negarse a ser un souvenir del presente. Dile que aguante, como aguantamos nosotras: las ciudades que llevamos cicatrices de dioses".
Arribé a Granada en un bus diurno de ALSA, con el aire acondicionado luchando contra los 45°C exteriores. Tras un viaje económico desde Córdoba, pisé la estación de autobuses sabiendo que esta ciudad sería diferente. El hostal, ubicado en pleno centro histórico, desafiaba todo cliché: un edificio reformado con decoración minimalista, paredes blancas adornadas con acuarelas locales, y un patio andaluz donde el murmullo de fuentes competía con risas en cinco idiomas. Por solo 7€ la noche (temporada baja de verano), accedí a un oasis de hamacas, lockers modernos y el verdadero tesoro: cenas comunitarias gratuitas preparadas por viajeros voluntarios que permitían conexiones sociales automáticas y genuinas entre diferentes culturas - en mi estadía, vi generaste una amistad entre un marroquí y un argelino, paises con fronteras bloqueadas por problemas políticos-. "Hoy toca paella", anunció la recepcionista con una sonrisa que ya auguraba historias compartidas.
Noches de intercambio cultural entre hamacas
Flor (Argentina) sirviendo su versión de paella mixta
La convivencia fue un mosaico humano entre los mas diversos ecosistemas culturales del mundo: Flor y Raiza (ambas argentinas, la primera psicóloga de pasión milonguera y la segunda, hippie perfeccionandose en Astrología), Doug, Evelyn, y Luiza (brasileños ellos, los tres eran voluntarios, cocinaban de puta madre, Doug -Sao Paulo- organizaba eventos, Evelyn -creo que era de Belen- era como una madre dentro de la casa, la mas responsable y Luiza - Rio de Janeiro- la rompía toda danzando, fuel a su origen), Rob (británico tratando de escapar del sistema capitalista de su regíon), Youssef (marrroquí viajero que se hizo una escapada para ver el show de Manu Chao, previo a viajar por un año a latinomaerica), Marylin (colombiana bogotana fanñatica del cafe y de las noches de karaoke) y el último en incorporarse fue Mauro (canalla, peronista y fanático del Diego, más de Rosario imposible). Habia más personas, prometo esforzarme en el libro, ya que si escribo aquí podria nombrar personas en 5 parrafos continuados. Las noches terminaban en karaokes espontáneos donde Marilyn convertía "La Bicicleta" en himno grupal y los brasileños no paraban un segundo de bailar, mientras un periodista calvo de EEUU insistía: "¡Milei tiene ojos de lobo! Lo entrevisté en Buenos Aires". Esa última frase tiene menos credibilidad que la criptomoneda Libra.
Mientras escribo este apartado desde Siem Reap, Cambodia, la nostalgia se hace presente, las charlas, las caminatas, las birras, las salidas nocturnas y la milonga. En fin, esto tambien es parte de viajar.
Mirador de San Nicolás: postal viviente
Corral del Carbón: arquitectura nazarí sin tickets
Cada mañana recorría el **Albaicín**, barrio declarado Patrimonio de la Humanidad. Sus calles empedradas seguían el trazado del siglo XI, cuando era el corazón de la Granada musulmana. En la **Plaza Larga**, compraba dátiles a un vendedor marroquí frente a murallas nazaríes. Subía al **Mirador de San Nicolás** para ver la Alhambra, imaginando cómo Boabdil lloró aquí en 1492. Un día, un anciano me señaló una casa con grafitis de Lorca: *“Aquí nació el duende del flamenco”*
Bajo las piedras del Albaicín yacen historias de quienes levantaron la Alhambra. En el siglo XIV, mientras los sultanes soñaban palacios, canteros moriscos tallaban versos del Corán en el yeso de los arcos, ocultos tras capas de cal durante la Reconquista. En el Mirador de San Cristóbal, un arqueólogo me señaló marcas de herramientas en los muros: “Aquí trabajaron esclavos cristianos y artesanos judíos; esta joya es un collage de sudor”. Hoy, en la Cuesta de los Chinos, camino que usaban los cargadores para subir materiales, aún se encuentran fragmentos de cerámica nazarí entre los adoquines. Granada no solo es poesía de reyes, sino también de manos callosas.
Granada inventó las tapas gratis en los años 20 para atraer obreros a las tabernas. Seguí la tradición en el Bar Los Diamantes, donde cada caña (2€) venía con platillos como berenjenas con miel de caña —receta heredada de los moriscos—. En el Mercado de San Agustín, probé tortilla del Sacromonte (hecha con sesos y criadillas) mientras un vendedor explicaba: *“Esto comían los gitanos cuando no tenían nada”. Las noches terminaban con helado de turrón en la Plaza Bib-Rambla, antigua plaza de toros árabe.
Entre las tapas de berenjenas con miel y el olor a incienso de la Calderería, late la memoria de la Granada de las tres culturas. En la Placeta de las Descalzas, una lápida recuerda que aquí estuvo la madraza árabe quemada en 1499 por el Cardenal Cisneros. Cerca, en la Calle Oficios, el Corral del Carbón —alhóndiga del siglo XIV— fue refugio de mercaderes judíos hasta su expulsión. Un profesor de la Universidad me contó que, en los años 30, republicanos y anarquistas usaron las tapas gratis como acto de resistencia: “Compartir platos era desafiar al hambre y al fascismo”. Así, cada bocado en Granada es un acto político disfrazado de tradición.
Salobreña: fortaleza árabe sobre el Mediterráneo
Almuñécar: romanos, fenicios y bañistas modernos
Entre las tapas de berenjenas con miel y el olor a incienso de la Calderería, late la memoria de la Granada de las tres culturas. En la Placeta de las Descalzas, una lápida recuerda que aquí estuvo la madraza árabe quemada en 1499 por el Cardenal Cisneros. Cerca, en la Calle Oficios, el Corral del Carbón —alhóndiga del siglo XIV— fue refugio de mercaderes judíos hasta su expulsión. Un profesor de la Universidad me contó que, en los años 30, republicanos y anarquistas usaron las tapas gratis como acto de resistencia: “Compartir platos era desafiar al hambre y al fascismo”. Así, cada bocado en Granada es un acto político disfrazado de tradición.
Ley local: cada cerveza incluye arte culinario
Flamenco en cueva del Sacromonte: piel de gallina garantizada
El clímax llegó con el recital de **Manu Chao** en el Coliseo Ciudad Atarfe, organizado para financiar **La Azucarera** -un proyecto cultural en una fábrica abandonada-. Con Youssef, Flor, Marylin, Doug y Rob, cantamos y bailamos bajo las estrellas entre *"Clandestino"* y *"Desaparecido"*. El público, mezcla de hippies sesentones y jóvenes con banderas antifascistas, coreaba canciones como mantras. Manu, sudando la camiseta, gritó: *"¡Granada resiste!"* mientras sonaban acordeones y trompetas. Fue una noche donde la música borró fronteras.
Para huir del calor asfixiante (45°C a la sombra), tomaba buses a pueblos costeros. Salobreña era un sueño blanco y azul: su castillo árabe del siglo X, erguido sobre acantilados devorados por buganvillas, vigilaba playas de guijarros donde familias marroquíes extendían manteles bordados para picnics con *msemmen* y té de menta. Pero era en **Almuñécar** —antigua *Sexi Firmum Iulium* romana— donde la historia me golpeaba con su peso. Entre callejuelas que olían a salazón, exploraba en solitario el **Acueducto del Toro**, construido en el siglo I d.C. para llevar agua a las fábricas de garum (salsa de pescado que enloquecía a los patricios de Roma). En el **Museo Arqueológico**, oculto en una cueva fenicia, descubrí ánforas con inscripciones en púnico: *«Aquí yacen los huesos de los que comerciaban con la Atlántida»*, bromeó un custodio mientras señalaba restos de un naufragio del siglo IV a.C. Al atardecer, subía al **Castillo de San Miguel** —donde Boabdil firmó su rendición secreta en 1489— y desde sus almenas vacías, hojeaba un libro de Lorca comprado en el mercadillo, mientras el mar lamía la costa como un perro sediento. Regresaba al hostal con la piel salitrosa la mochila llena de piedras con memoria.
La **Alhambra** la dejé para el final. Desde el **Mirador de San Nicolás**, observé sus torres al atardecer entre vendedores de bisutería y turistas haciendo selfies. Decidí no entrar: las colas kilométricas y los grupos con auriculares me recordaron el turismo masivo que devora la autenticidad. Preferí imaginarla a través de los versos de Lorca y las historias de Mauro sobre Boabdil llorando en el **Suspiro del Moro**. A veces, la mejor vista es la que se guarda en el alma.
Granada es una imperfección perfecta. La ciudad no se encuentra en la superficie, en la imagen inmaculada que todos buscan captar. La verdadera esencia de esta ciudad está en sus rincones más ocultos, en esos momentos que escapan a la mirada de quienes se apresuran por los itinerarios marcados. Son las tapas humildes, que aún sobreviven al comercio de lo turístico, las que te invitan a quedarte, a sentirte parte de la ciudad sin pretensiones. Granada se revela en las grietas, en los detalles que no se exhiben, sino que se ofrecen discretamente: en el susurro de una conversación en árabe, entremezclada con el acento andaluz, o en la mirada pensativa de un anciano en la Plaza Nueva, que parece haber observado el paso de los siglos sin perder la serenidad.
Más allá de la Alhambra, que sigue siendo un icono cargado de multitud, Granada palpita en el Albaicín. Allí, las huellas del pasado no se ocultan bajo el peso del presente; al contrario, se funden con él, dejando que la ciudad respire a su propio ritmo. Cada calle empedrada es una conversación entre el ayer y el ahora, entre lo árabe y lo cristiano, entre la quietud y la energía. La ciudad no se doblega ante la globalización; más bien, la reinterpreta y la adapta a su esencia, sin perder su identidad. En cada rincón, ya sea en una esquina solitaria o en un pequeño bar de la Plaza de la Romanilla, hay algo que te atrae: es una historia no contada, un suspiro del pasado que se niega a desaparecer.
Mi partida de Granada no fue un acto de despedida, sino el cierre de un capítulo que me lleva a pensar en el regreso. Porque sé que esta ciudad no se puede entender de una sola vez; se debe volver, una y otra vez, hasta que uno empiece a comprender las capas que la cubren. Volveré cuando los geranios florezcan y el bullicio haya disminuido, cuando los turistas se hayan ido y la ciudad haya recuperado su calma, para perderme en los mismos rincones que una vez me robaron el aliento. Volveré para continuar este diálogo, para seguir descubriendo el alma de una ciudad que nunca se muestra completa, pero que en su incompletitud es más viva que nunca. Granada no es perfecta, pero en su imperfección tiene una belleza que no puede ser imitada, que solo puede ser vivida.
Madrid se presenta como un escenario barroco donde cada fachada grita imperio mientras las grietas del asfalto cuentan otra historia. Recorrí la Gran Vía sintiendo el peso de su arquitectura neoclásica -edificios como el Metrópolis con su cúpula de oro, o el Telefónica que vigiló la Guerra Civil-. Pero tras el mármol y los balcones floridos, latía una ciudad desgajada: turistas fotografiando el oso y el madroño mientras repartidores migrantes esquivaban patinetes eléctricos. El Palacio Real, con sus 3.418 habitaciones vacías, parecía un museo de ambiciones pasadas donde hasta los fantasmas bostezaban de aburrimiento.
Oro viejo para una monarquía en terapia intensiva
Avenida que vende sueños a plazos
La cultura aquí se mide en metros cuadrados de museo: el Prado con sus Meninas atrapadas en óleo, el Reina Sofía donde el Guernica llora sin lágrimas. Pero entre tanto patrimonio, noté un vacío: el flamenco se reducía a tablados para japoneses con palmas desincronizadas, mientras el auténtico duende se refugiaba en patios de Lavapiés donde gitanos y ecuatorianos reinventaban las bulerías. En Malasaña, los grafitis politizados competían con tiendas de *fast fashion*, y los bares de tapas habían mutado en *brunch spots* con precios en euros que dolían más que una resaca de ginebra.
La gastronomía confirmó el desencanto: bocados de calamares en Plaza Mayor a precio de caviar, jamones ibéricos tras vitrinas como reliquias intocables. Busqué el Madrid castizo en las cuevas de La Latina y solo encontré menús turísticos con paella congelada. El único destello auténtico: un mercadillo en Usera donde peruanas vendían ceviche picante junto a colombianos que freían arepas con ritmo de salsa. Aquí, bajo cables de luz colgando como lianas urbanas, latía el verdadero pulso multicultural que el centro histórico había momificado.
América Latina salvando el paladar madrileño
Regalo egipcio para una ciudad sin sombra
En música, Madrid suena a contradicción: tablaos que comercializan el duende, festivales masivos en la Casa de Campo donde el reggaetón ahoga las guitarras flamencas. Asistí a una jam session en un sótano de Vallecas donde músicos senegaleses mezclaban kora con coplas manchegas -el único momento donde sentí que la ciudad respiraba sin corsé-. Frente al Bernabéu, hinchas bebían cerveza 0% mientras discutían fichajes millonarios: otro teatro más en la ciudad que convierte hasta el fútbol en commodity.
Agosto reveló su peor cara: una capital desierta por vacaciones, donde negocios cerrados con persianas oxidadas alternaban con colas interminables en el Museo del Jamón. El calor asfixiante -45°C a la sombra que no existía- convertía las aceras en planchas donde hasta los madrileños más duros caminaban como sonámbulos. El Retiro, pulmón verde idealizado, olía a cloro de piscina pública y crema solar rancia. Corrí a refugiarme en La Central de Callao -librería donde el aire acondicionado y las primeras ediciones de Lorca fueron mi único consuelo-.
Madrid no duele: defrauda. Es una ciudad que posa de abierta mientras clava rejas en sus plazas, que celebra su diversidad pero segrega en barrios-almacén. Comparada con la calidez orgánica de Lisboa o el caos vibrante de CDMX, se siente como un decorado que repite su grandeza pasada sin convicción. Aquí hasta la rebeldía tiene horario: grafitis comisionados por el ayuntamiento, okupas convertidos en influencers. Partí sin nostalgia, llevando solo el sabor de esas arepas de Usera y la certeza de que algunas capitales son meras estaciones de tránsito en el viaje hacia lo auténtico.
Llegué a Nerja con la mochila cargada de sospechas. Este pueblo blanco encaramado en los Acantilados de Maro vendía su imagen de "joya virgen" mientras escondía urbanizaciones con nombres como «Sunny Golf Paradise» y «Costa Azul Residence». Mi objetivo era pasar la ultima quincena de Agosto para esquivar el calor africano, ya que mi proximo destino sería Marruecos -luego termino siendo Magreb casi completo- Mi salvación fue el Hostal Bahía: voluntariado intercambiando 4 horas diarias de recepción y bartending por una litera en el ático y comidas de arroz congelado. Oscar, el dueño, gobernaba su microcosmos con reglas del «todo vale»: cervezas gratis tras el turno si limpiabas los baños o los pisos del bar, siestas en hamacas colgantes cuando el calor derretía el mármol del bar. Carlos, el cocinero granadino con tatuajes de su club de motos en los brazos, se convirtió en mi cómplice nocturno: mientras fileteábamos boquerones para el desayuno con unos tintos de verano de por medio, le hacia escuchar la musica del Pappo Blues o La Renga -esta ultima banda le fascino, hasta imaginó viajar con su club para ver un show en vivo-..
Pasajes donde el azahar enmascara gentrificación
Carlos enseñando el arte del rebujito perfecto
Las mañanas olían a café recalentado y desinfectante de pisos. Dani, el «Loco del Sombrero», llegaba a las 11:00 con su Fiat Panda 1987 y playlist de reguetón mezclado con coplas. Su título oficial era «animador turístico», pero en realidad era un maestro del caos: organizaba concursos de karaoke con abuelas británicas, bailaba sevillanas sobre las mesas del bar, y grababa TikToks virales donde imitaba a Antonio Banderas con un sombrero cordobés desflecado. «Aquí o te adaptas o te vuelves loco», me dijo mientras ajustaba su cámara para un challenge de paella rápida.
Las tardes pertenecían a Cala Torre del Pino, grieta entre acantilados donde el Mediterráneo tallaba cuevas como catedrales líquidas. Jessica, la brasileña del hostel con sonrisa de caipiriña y un carro que tosía en las cuestas, me descubrió Las Alberquillas: playa destinada bipolar si las hay; por un lado jubilados, y por el otro comunidades hippies que leían a Castaneda y escuchaban a Peter Tosh. El agua era tan transparente que podías contar las estrellas de mar en el fondo. Un día, entre risas y mates compartidos, encontramos grafitis del siglo XIX en una gruta: iniciales de contrabandistas -eso nos informaron luego en el pueblo- que burlaban a la guardia costera. Nerja guardaba secretos bajo su disfraz de postal turística.
Refugio de contrabandistas y sueños rotos
Sardinas clavadas en cañas: ritual ancestral
Málaga fue una revelación en dos actos. Jessica me llevó al CAC (Centro de Arte Contemporáneo), fortaleza industrial reconvertida en santuario de instalaciones crípticas. En la sala principal, un videoarte sobre migraciones africanas contrastaba con el olor a fritura de pescaíto que entraba por las ventanas abiertas. Caminamos hacia el Mercado Atarazanas: bajo arcos nazaríes del siglo XIV, pescaderas voceaban «¡Bocabajo fresco!» mientras chefs de gastro-pubs compraban atún rojo para sushi de 50€. Cenamos en El Palo, barrio de chiringuitos donde los espetos de sardinas -sardinas ensartadas en cañas- se asaban sobre fuego de leña. Un anciano con manos de redes nos contó cómo en los 60 estos mismos pescados alimentaban a familias enteras por diez pesetas.
Los días libres los dedicamos a explorar pueblos colgados en las sierras. Frigiliana, con sus calles empedradas y macetas de geranios, parecía decorado para una película de Almodóvar hasta que encontramos grafitis anti-turistas: «No somos tu parque temático». En Cómpeta, Jessica negoció con un agricultor para comprar vino moscatel directamente de la tinaja. Bebimos bajo un almendro mientras él contaba cómo sus viñas sobrevivieron a la filoxera pero no a los constructores de hoteles. «Ahora cultivo para alemanes que quieren fotos con campesinos auténticos», dijo escupiendo una pepita al suelo.
Tarifa fue el epílogo necesario. Aquí el viento de levante dobla las banderas y las palmeras, y el Estrecho se estrecha hasta los 14 km. Recorrí la Playa de los Lances, 15 km de arena donde kitesurfers multimillonarios saltaban olas junto a pescadores senegaleses que vendían pulpos recién sacados del agua. En la muralla de la Isla de Las Palomas, último bastión europeo, leí grafitis del siglo XVIII tallados por soldados que vigilaban incursiones berberiscas. El Castillo de Guzmán el Bueno, construido con piedras romanas reutilizadas, ahora albergaba exposiciones sobre migraciones modernas. Cada capa de historia aquí hablaba de fronteras porosas y sueños de cruzar al otro lado.
Piedras que vieron pasar árabes, cruzados y pateras
Capitalismo líquido sobre olas ancestrales
El ferry a Tánger zarpó al amanecer. Desde cubierta, vi desaparecer el perfil de Tarifa entre bruma y espuma. Carlos me había regalado un CD pirata de «La Renga»: «Para que África suene a rock argentino», dijo con guiño cómplice. Las gaviotas seguían al barco como almas en pena, y el Estrecho brillaba bajo el sol como cuchillo de plata. Pensé en Nerja, en sus playas de alquiler y camareros políglotas, en Jessica cruzando el Atlántico de vuelta a Recife, en Dani buscando fama digital con su sombrero raído. La Costa del Sol ya no era destino: era cicatriz geográfica, mapa de contradicciones donde el paraíso convive con su propia mercantilización. África esperaba al otro lado, pero esa es otra historia escrita en arena movediza y dirhams oxidados.