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Crucé desde Malasia sin entusiasmo, como quien entra a un lugar porque el mapa no ofrece alternativa. Venía de un mes impecable en Malasia, de otro feroz y maravilloso en Sumatra, de selvas que no necesitaban promoción y aldeas que no sabían mentir. Tailandia, en cambio, me esperaba con una reputación demasiado clara: turismo masivo, sonrisas calibradas para vender, noches diseñadas para que el extranjero crea que todo es posible. No era un país que me llamara; era un país que tenía que atravesar para llegar a Camboya.
Pero apenas crucé la frontera entendí que Tailandia no se deja reducir a una sola idea. El país respira en dos niveles que conviven sin mezclarse. Arriba está la superficie —esa maquinaria brillante que produce templos dorados, comidas intensas, mercados que parecen coreografías— un escenario construido para seducir a cualquiera que llegue con tiempo, dinero y ganas de dejarse llevar. Todo funciona, todo luce bien, todo parece preparado para que el viajero se sienta cómodo.
Debajo corre otra capa, más silenciosa, más humana, menos presentable. No está escondida, pero tampoco compite. Aparece en miradas rápidas, en barrios que no figuran en guías, en historias que se cuentan a medias. Es una Tailandia que no busca agradar: campesina, urbana, compleja, desigual. Vive lejos de las luces, pero sostiene al país con la misma fuerza con que lo incomoda.
Yo no vine buscando esa doble anatomía. Vine a cruzar. Pero la superficie me empujaba hacia un lado y el subsuelo me rozaba desde abajo, como si ambos quisieran decirme algo sin ponerse de acuerdo. En algunas calles todo era fuego, ruido y exceso. En otras, la calma tenía un extraño peso, como si escondiera un mundo que yo no estaba preparado para descifrar. Y entre esas dos caras se abría un espacio incómodo donde mis prejuicios empezaban a tambalear sin desmoronarse del todo.
A veces la superficie deslumbraba, otras agotaba. A veces el subsuelo asomaba con una belleza inesperada, otras con una crudeza que no quería mirar demasiado de cerca. Y en ese vaivén, la pregunta dejó de ser si Tailandia me gustaba o no: pasó a ser cómo moverme dentro de un país que funciona en dos profundidades distintas al mismo tiempo.
Lo que sigue no es la respuesta.
Es el recorrido por esa grieta: el tránsito entre lo que el país exhibe y lo que deja filtrar sin querer. No vine a descubrir nada, pero algo se abrió igual. Algo que no termina de explicarse y que solo empieza a insinuarse en estas páginas.
Leer Historia de TailandiaTailandia combina templos dorados, selvas tropicales y playas de aguas cálidas, con una cultura amable y profundamente espiritual.
Capital: Bangkok
Población: 71.6 millones (estimado 2025)
Idiomas: Tailandés (oficial), inglés en zonas turísticas
Superficie: 513,120 km²
Moneda: Baht tailandés (THB). 1 USD ≈ 33 THB. Una comida local cuesta entre 60 y 100 THB.
Religión: Budismo theravada (~93%), islam (~5%), minorías cristianas y otras.
Alfabetismo: Aproximadamente 93%.
Salud: Buena infraestructura médica, especialmente en grandes ciudades. Se recomienda seguro de viaje.
Trabajo: Economía diversificada: turismo, manufactura, agricultura y servicios. Baja tasa de desempleo.
Gastronomía: Famosa por su equilibrio entre sabores picantes, dulces y ácidos. Platos típicos como el pad thai, tom yum y curries se consiguen fácilmente en puestos callejeros a precios muy accesibles.
Deporte más popular: Muay thai (boxeo tailandés), fútbol y voleibol.
Seguridad: Generalmente seguro para turistas, aunque se recomienda precaución básica frente a carteristas en zonas muy concurridas.
Ciudadanos argentinos pueden entrar a Tailandia sin necesidad de visa para fines turísticos por un periodo de hasta 90 días bajo el acuerdo bilateral (verificar condiciones al momento de viajar).
Requisitos básicos de entrada:
Para estancias más largas o diferentes motivos al turismo: Se debe solicitar la visa correspondiente antes del viaje, a través del portal oficial de visas de Tailandia — thaievisa.go.th.
el viaje por Tailandia me alojé únicamente en Bangkok, Hat Yai y Chiang Rai. En general, el alojamiento es económico, limpio y fácil de encontrar incluso sin reserva previa.
En las tres ciudades fue fácil conseguir alojamiento económico caminando o consultando en línea.
Opción recomendada: Compra directa en estaciones y terminales
• Trenes: En cualquier estación de ferrocarril
• Autobuses: En terminales oficiales
• Pago: Exclusivamente en efectivo (THB)
Compra online: Limitada para extranjeros
• Webs oficiales en tailandés sin versión inglés
• Requieren número de identificación tailandés
• Comprar en persona es más simple y confiable
Para viajes largos: Trenes nocturnos ideales para distancias extensas. Son cómodos, seguros y ahorran alojamiento. Autobuses nocturnos más rápidos pero menos cómodos.
Dentro de Bangkok: BTS (tren elevado) y MRT (metro) son los más eficientes, evitando tráfico intenso. Autobuses económicos pero lentos por congestionamiento.
Para trayectos cortos: Barcos del río Chao Phraya ofrecen alternativa rápida y pintoresca, evitando completamente el tráfico terrestre.
Tuk-Tuks: Un modo de transporte icónico. Siempre negocie el precio antes de subir y tenga el destino escrito en tailandés.
BTS Skytrain (Tren Elevado):
Costo: 17-62 THB por trayecto
Pago: efectivo en máquinas o taquilla
Horario: 6:00 - 24:00
Recomendado: Para evitar tráfico pesado
MRT (Metro Subterráneo):
Costo: 17-42 THB
Pago: efectivo en máquinas
Autobuses Públicos:
Tipos: con aire acondicionado y ventilador
Costo: 8-25 THB
Pago: efectivo al cobrador
Consideración: Lentos por tráfico
Barcos en el Río:
Costo: 10-40 THB según servicio
Pago: efectivo al subir
Ventaja: Evitan completamente el tráfico terrestre
Nota: La compra online de pasajes es complicada para turistas. Las webs oficiales están en tailandés y requieren identificación local. Comprar en estaciones es más directo y confiable.
• Clima: 25-32°C, días soleados
• Ideal para: Trekking, ciudades, templos
• Condiciones: Máxima afluencia de turistas
• Clima: 30-38°C, mucho calor
• Ideal para: Playas, presupuesto ajustado
• Condiciones: Menos turistas, precios bajos
• Clima: 28-35°C, lluvias intensas pero cortas
• Ideal para: Fotografía, evitar multitudes
• Condiciones: Paisajes verdes, posible cancelación de actividades
Nota: El clima varía entre regiones. El sur y las islas tienen patrones de lluvia diferentes al norte. En temporada de lluvias, algunos servicios turísticos en islas pueden reducir su operación.
Consejos esenciales:
- Respeto a la realeza: No criticar a la familia real (ley muy estricta)
- Templos: Vestimenta modesta (hombros y rodillas cubiertas)
- Saludos: Wai (saludo con las manos) como muestra de respeto
- Pies y cabeza: No apuntar con los pies, no tocar cabezas de personas
- ¡SALUD ESPECÍFICA! El sol es muy fuerte (usar $\text{SPF }50+$). Usar repelente al amanecer/atardecer por riesgo de **dengue**
- Farmacias: Son abundantes (cruz verde), pero llevar **receta original** (traducida al inglés) para medicamentos controlados
- Electricidad: Enchufes tipos A, B, C y O. Voltaje $230 \text{ V}$. **Llevar adaptador universal**
- Comida callejera: Segura y deliciosa, buscar puestos concurridos
- Regateo: Apropiado en mercados, no en tiendas con precios fijos
- Propinas: No obligatorias, pero apreciadas en restaurantes
- Salud general: Beber agua embotellada, seguro médico recomendado
Explora Tailandia con esta guía práctica. Selecciona un destino para ver sus lugares clave:
Tailandia terminó siendo el país donde más evidente quedó esa convivencia entre superficie y subsuelo que había intuido al cruzar la frontera. Bangkok mostró el límite de esa superficie: ruido, oferta constante, entretenimiento empaquetado para sostener un sistema que necesita turistas para seguir respirando. La ciudad funciona, pero funciona para otros. Lo que se ve no coincide con lo que sostiene el día a día de quienes viven ahí. Y cuando esa brecha se hace visible —en el tren, en Khao San, en los barrios nocturnos— ya no hay forma de ignorarla.
El norte, en cambio, dejó otra impresión. Chiang Rai no estaba interesado en demostrar nada. No intentaba vender autenticidad ni esconder sus contradicciones. Era un lugar donde la vida seguía su curso sin ajustar su ritmo al del viajero. Ahí la superficie no pesaba tanto, y el subsuelo no se disfrazaba de espectáculo. Era más simple: templos, mercados, lluvia, un hotel barato, gente trabajando. Esa normalidad, sin sobresaltos ni escenas inventadas, fue mucho más honesta que cualquier postal del sur.
Al final, Tailandia no fue el desastre que esperaba ni el paraíso que otros prometen. Fue un país donde las dos capas conviven sin mezclarse, donde podés moverte solo por arriba y quedarte con la idea de un destino eficiente, bonito y cómodo; o podés bajar un poco y encontrar algo menos amable pero más real. Yo caminé entre ambas, a veces sin querer. Y eso alcanzó para entender que Tailandia no es un país simple ni un país falso: es un país que aprendió a funcionar según lo que cada uno busca o evita.
No me enamoró ni me espantó. Me dejó una certeza más útil: algunos lugares no necesitan gustarte para enseñarte algo, y Tailandia —con sus bordes duros, sus segmentos paralelos y sus silencios intermitentes— me enseñó a mirar sin quedarme solo con lo visible.
Bangkok empezó antes de Bangkok. Empezó en el vagón nocturno que atravesaba Tailandia como un animal cansado, con lámparas mortecinas y un traqueteo que no dejaba pensar ni dormir. No venía con prejuicios ni entusiasmos: venía con la mente en otra parte, todavía impregnado de la calma de Indonesia y de la intensidad de Malasia. Era como cambiar de clima sin haber cambiado de piel.
El tren se movía entre estaciones mínimas donde bajaba gente que yo no alcanzaba a conocer y subían vendedores con bandejas humeantes. En ese tránsito apareció la primera señal de lo que vendría: un turista apoyando sus zapatillas mugrientas sobre el asiento, exigiendo espacio como si el vagón fuera su sala de estar. Una mujer local lo miró en silencio, con esa mezcla de resignación y experiencia que solo tiene quien ya vio esa escena cien veces. Yo, que venía de países donde la humildad no era un gesto aprendido sino una forma de vivir, sentí cómo la ciudad a la que me acercaba empezaba a delinearse sin haberla pisado.
Cuando el tren frenó en la capital, no hubo revelación. Hubo ruido. Mucho. Bangkok te recibe sin preguntar si estás listo: motores, bocinas, voces, carteles, olores que se mezclan con la humedad como si fueran parte del mismo organismo. Después de un laberinto de buses y esquinas imposibles llegué al hostal que había reservado. Y ahí, recién ahí, entendí que la ciudad no iba a concederme descanso: iba a obligarme a estar despierto, atento, permeable.
La dueña del hostal —práctica, directa, acostumbrada a orientar viajeros confundidos— me diseñó un itinerario sin adornos: templos visibles desde afuera, rutas que no requieren pagar entradas, mercados donde comer por pocas monedas, y transporte público que no aparece en las guías. Seguí su plan porque Bangkok exige estrategia: si te entregás al caos sin mapa, te devora. Visto desde afuera, el Wat Arun corta el horizonte como una lanza blanca. El Gran Palacio impone una solemnidad que no necesita explicarse. El Wat Pho, incluso sin cruzar la puerta, deja intuir su magnitud. Bangkok, desde la vereda, sigue siendo Bangkok. No hace falta comprar un boleto para sentir su potencia histórica; basta con moverse entre los devotos, ver a las familias acomodarse para rezar, observar cómo conviven la fe y el desgaste urbano en una misma baldosa.
No pasaron dos días hasta que reapareció Andoni, mi amigo bahiense. Y con él, Marta —catalana del hostal— y Celeste —chilena que se alojaba cerca. Bangkok es menos hostil cuando se transita acompañado: los trayectos en barco por el río se vuelven livianos, los mercados no abruman tanto, incluso los museos gratuitos parecen más generosos. Navegamos canales estrechos donde el agua huele a historia y abandono a la vez; vimos el interior de barrios donde nadie posa para la cámara; caminamos sin mapa, dejándonos llevar por el ruido, los olores, la mezcla.
Pero la noche nos recordó dónde estábamos.
Visitamos Khao San Road y la otra avenida gemela en decadencia, donde la fiesta se convierte en mercancía y la miseria en decoración. Occidentales tambaleando, cerveza derramada en los cordones, promesas rápidas en inglés básico. Y detrás de esa fachada festiva, la parte más difícil de observar: niños trabajando hasta la madrugada, adolescentes ofreciendo servicios por necesidad, hombres mayores creyéndose conquistadores del sudeste asiático aunque no sepan ni dónde están parados. El problema no es la fiesta; es el sistema que la sostiene y que nadie parece interesado en cuestionar.
Cuando mis amigos siguieron viaje, me quedaron dos días más solo en la ciudad. Caminé hasta barrios pulcros, llenos de centros comerciales que funcionan como refugios con aire acondicionado. En esas calles, Bangkok cambia de piel: sigue siendo frágil, pero lo disimula con brillo y consumo. Y sin querer, uno termina observando escenas que resumen demasiadas cosas: parejas desparejas que caminan tomadas de la mano, acuerdos silenciosos disfrazados de romance, miradas que buscan algo que nunca se completa.
Esa tarde me llegó el correo: la visa de Camboya estaba aprobada. No tuve que pensarlo. Compré el primer pasaje hacia la frontera. Bangkok no me retenía: me mostraba todo sin seducirme, como alguien que sabe que no va a ser comprendido por quien está de paso.
Al irme, no sentí alivio ni decepción. Sentí que la ciudad había sido exactamente lo que tenía que ser: un espejo temporal donde se refleja lo que el viaje saca a la superficie. Algunos lugares te abrazan; otros te empujan. Bangkok hace otra cosa: te observa, como si evaluara cuánto estás dispuesto a ver antes de irte.
Llegué a Chiang Rai después de meses de ruta en el Sudeste Asiático. Venía con la cabeza llena de imágenes: Camboya silenciosa, Vietnam eléctrico, Laos humilde y hospitalario. Tailandia, en cambio, había quedado marcada por Bangkok y su ruido innecesario. El norte era una incógnita, pero una incógnita accesible: lluvia de temporada baja, precios ridículos, y una ciudad que no necesitaba convencer a nadie.
El hotel fue una suerte inesperada: tres dólares por noche, habitación privada, baño propio y una bicicleta disponible sin trámites. Desde ahí todo quedaba a mano. A pocas cuadras, los mercados callejeros: ordenados, limpios, sin esa insistencia comercial que domina el sur del país. Comía ahí todos los días. Platos hechos al momento, sin teatro turístico, sin menús plastificados para extranjeros. Solo comida y trabajo.
Las mañanas transcurrían pedaleando. Chiang Rai funciona así: calles anchas, ritmo bajo, templos distribuidos como si fueran estaciones de descanso. El Wat Rong Suea Ten, el Templo Azul, impresionaba desde la entrada. No por sus colores, sino por algo más simple: la vida local seguía su curso aunque hubiera turistas. La gente rezaba, barría el patio, conversaba bajo los aleros. Vos observás, no estorbás.
El Wat Rong Khun, el Templo Blanco, lo vi desde afuera. No pagué para entrar; no lo necesitaba. Desde el portón ya se entiende todo: una obra pensada para impactar, sostenida por una estética que busca ser inolvidable. Lo es, aunque no necesariamente por su profundidad.
En medio del recorrido hice algo tan básico como útil: un control médico en el hospital público. Funcionaba mejor de lo que esperaba. Limpio, rápido, directo. Un descanso mental después de meses de improvisación.
Esa pausa también sirvió para escribir. Chiang Rai tiene esa cualidad: no interrumpe. Me sentaba a ordenar notas del viaje, a repasar lo vivido en países que no se parecen en nada entre sí. Entre lluvia y lluvia aparecían algunas charlas casuales: gente del hotel, algún viajero de paso, conversaciones cortas que acompañan sin dejar marca.
Los días se fueron dando así, simples. Hasta que volví a pensar en lo que seguía. Nepal todavía estaba bloqueado por los monzones. Encontré un vuelo barato a Kazajistán desde Kuala Lumpur y la ruta cambió sola. Chiang Rai quedó como punto medio entre varios mundos, un lugar donde frenar sin sentir que perdés tiempo.
No fue un destino que busqué. Fue un descanso que funcionó. Y a veces, en un viaje largo, eso es lo único que necesitás.