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En febrero de 2015, durante los vibrantes días de Carnaval, descubrí Uruguay a través de su capital Montevideo. Este pequeño país, tierra de pensadores como Eduardo Galeano y líderes como Pepe Mujica, me recibió con su mezcla única de melancolía y calidez. Aunque solo visité la capital, pronto entendí que Uruguay ofrece mucho más: desde las playas salvajes de Cabo Polonio hasta los viñedos de Canelones y las termas de Salto.
Montevideo durante el Carnaval fue una explosión de cultura. Las llamadas de los tambores de candombe resonaban en el Barrio Sur, mientras que en cada esquina grupos de vecinos compartían mates y discutían de fútbol con la pasión característica de este país que dio al mundo a Forlán y Suárez. Los cafés históricos como El Brasil eran testigos de conversaciones interminables, herederas de esa tradición intelectual que hizo famoso al país.
Descubrí que Uruguay es una paradoja: un país pequeño con una gran autoestima, donde lo sencillo se eleva a categoría de arte. En el Mercado del Puerto aprendí que el asado aquí es casi un ritual sagrado, mientras que en la Rambla comprendí por qué los uruguayos son tan orgullosos de su relación con el río. Aunque no salí de la capital, cada conversación con los locales me hablaba de otros Uruguayes posibles: el de las estancias gauchas, el de las playas de Punta del Este, el de las colinas de Minas.
Este viaje en solitario, aunque breve, me dejó con la certeza de que Uruguay merece ser descubierto con tiempo y atención. Detrás de su aparente modestia se esconde un país rico en tradiciones, con una vida cultural intensa y una forma particular de entender el mundo que va desde la filosofía de Mujica hasta la magia de los tablados carnavaleros.
Descubre la Historia de UruguayEl Hostel del Barrio Sur me recibió con sus paredes llenas de murales de candombe y el sonido lejano de tambores ensayando para el Carnaval. Elegí este lugar por su autenticidad - lejos de las zonas turísticas pulidas - donde cada mañana despertaba con el aroma a pan recién horneado de la panadería de la esquina y el "buen día" cantado de los vecinos. Mi habitación compartida tenía vista a un patio interno donde los viajeros intercambiaban mates y consejos bajo un viejo parral.
El primer impacto fue el Velódromo Municipal, ese templo del Carnaval donde las murgas desplegaron su arte durante cinco noches consecutivas. La "Araca la Cana" me hizo reír con sus críticas sociales disfrazadas de humor, mientras "La Mojigata" me estrujó el corazón con sus melodías melancólicas. Entre actuaciones, vendedores ambulantes ofrecían choripanes humeantes y medio y medio (esa perfecta mezcla de vino seco y dulce). El público, una mezcla de familias, turistas y fanáticos, coreaba las letras como si fueran himnos.
Caminar la Rambla al atardecer se convirtió en mi ritual. Esos 22 kilómetros de costa donde montevideanos de todas las edades pasean, pescan o simplemente contemplan el Río de la Plata que parece un mar. En el tramo de Pocitos, me sentaba en los escalones de madera a ver cómo el sol teñía el agua de plata líquida, mientras adolescentes jugaban al fútbol en la playa y parejas compartían mate en silencio.
El Café Brasilero fue mi refugio literario. En esa esquina de la Ciudad Vieja donde Galeano escribió parte de "Las venas abiertas de América Latina", pedí el mismo café con medialunas que habrá tomado él. Las paredes forradas de fotos antiguas y libros desgastados guardaban el eco de intelectuales, políticos y bohemios. Fue allí, hojeando un ejemplar de "Memoria del fuego", que entendí por qué Uruguay produce más escritores per cápita que cualquier otro país.
Mi peregrinaje futbolístico incluyó el Estadio Centenario, ese coloso de cemento donde Uruguay ganó su primer Mundial en 1930. En el museo del estadio, me detuve frente a la camiseta de Obdulio Varela, el capitán negro del "Maracanazo", y sentí la piel de gallina. Al día siguiente, en el humilde Barrio La Teja, vi a niños jugar en calles de tierra con la misma pasión con que sus ídolos visten la celeste.
La búsqueda fallida de Pepe Mujica en su chacra de Rincón del Cerro se convirtió en anécdota. "El Pepe está en Japón", me dijo un vecino mientras me ofrecía unos amargos en su patio. A cambio, descubrí el Mercado Agrícola de Montevideo, donde productores rurales venden sus cosechas directamente, y donde comí el mejor asado con cuero de mi vida en el puesto de Don Joaquín.
El Teatro de Verano se convirtió en mi segunda casa durante esas noches de Carnaval, donde las murgas desplegaban todo su arte en el Concurso Oficial bajo las estrellas. No podía faltar el Mercado del Puerto, ese santuario del humo y las brasas donde probé mi primer chivito entre el trajín de parrilleros sudorosos y mesas compartidas con locales. En la Plaza Independencia, bajo la sombra del imponente mausoleo de Artigas, entendí el peso de la historia uruguaya mientras observaba el ir y venir entre el Palacio Salvo y la puerta de la antigua Ciudadela.
El Museo del Carnaval me reveló los secretos de las Llamadas, mostrándome cómo los tambores llevan en sus ritmos la memoria africana de este país. Los domingos los pasaba en el Parque Rodó, observando cómo familias enteras extendían sus manteles sobre el pasto, compartiendo mate y facturas mientras los niños correteaban alrededor del lago. El contraste más surreal lo viví en Punta Carretas, donde el faro solitario convive con un shopping center construido dentro de los muros de una antigua prisión política.
Pero quizás mi rincón favorito fue la Feria de Tristán Narvaja, ese caos organizado donde los domingos temprano se puede encontrar desde libros antiguos hasta lámparas art decó, pasando por plantas medicinales y discos de vinilo de Gardel. Cada puesto tenía su historia, su personaje peculiar, su manera única de mostrarme la esencia más auténtica de Montevideo.
Mi Montevideo fue de contrastes: la euforia del Carnaval y la calma de la Rambla al amanecer, la pasión por el fútbol y la devoción por la literatura, el orgullo por lo propio y la apertura al forastero. Viajé solo pero nunca me sentí solo - cada mate compartido fue una invitación a conversaciones profundas sobre política, fútbol y la idiosincrasia uruguaya.
Quizás por eso, cuando tomé el ferry de regreso a Buenos Aires, miré hacia atrás y supe que no decía adiós a una ciudad, sino a una forma de vida. Montevideo me enseñó que la felicidad puede estar en cosas simples: un buen asado, una murga que hace reír y pensar, un atardecer compartido en silencio frente al río. Cinco días no bastaron - solo alcanzaron para dejarme con hambre de más Uruguay.