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Uruguay es un susurro entre el estruendo de sus vecinos. Un país que se desdobla en paradojas: playas infinitas donde el tiempo se encoge, melancolías que estallan en carnaval, modestias que esconden orgullos tallados a mano. Llegué en los días en que los tablados se armaban como altares callejeros y Montevideo dejaba caer su disfraz de ciudad formal para mostrar los costurones de su historia.
El mate fue mi primer diccionario. Aprendí que aquí no es bebida sino lenguaje: la bombilla que gira en señal de confianza, el termo bajo el brazo como bandera, el primer “amargo” que te ofrecen desconocidos en la Rambla al amanecer. Entre sorbos, descubrí que los uruguayos miden la vida en rituales pequeños: el repartidor de diarios que hace pausa para el primer mate de la mañana, los viejos que juegan al truco en el Mercado del Puerto entre cortes de asado, los niños que convierten cualquier esquina en cancha con dos piedras por arco.
El candombe me mostró otra capa. En el Barrio Sur, donde los tambores resuenan contra fachadas descascaradas, los cuerpos sudorosos llevaban el ritmo como si arrastraran cadenas invisibles. No era solo música: era geografía humana. Cada “llamada” trazaba mapas de África en el asfalto, cada murga convertía las quejas cotidianas en épica callejera.
Hasta el fútbol aquí tiene sabor a rito doméstico. En el Estadio Centenario —esa catedral de cemento donde nacieron los milagros— vi cómo la pasión se filtraba en detalles: el abuelo que explica táctica al nieto con un palito en la tierra, las mujeres que reparten tortas fritas en las gradas, el silencio colectivo ante un penal que es más elocuente que cualquier grito.
Y todo esto apenas era el principio. Lo que encontré en Montevideo lo confirmaría.
Descubre la Historia de UruguayMontevideo no tiene prisa. Camina al ritmo de las olas que mueren en la Rambla, esa costura de cemento que une veinte kilómetros de vida urbana con el río que siempre parece mar. Mi hostel en el Barrio Sur olía a pan recién horneado y cera de pisos antiguos. Por las mañanas, el despertador era el traqueteo de los carritos de madera llevando leña para los tambores.
La Ciudad Vieja me mostró sus contradicciones. En la Plaza Matriz, ejecutivos con traje cruzaban pasos con vendedores de yerba que cargaban el aljibe a cuestas. El Mercado del Puerto era un teatro de humo donde parrilleros con delantales manchados de grasa dirigían coros de chispas, y donde aprendí que el asado uruguayo no se mide por kilos sino por horas de conversación. Pedí un “medio y medio” en el bar más viejo mientras un tipo con cara de pocos amigos me explicó la diferencia entre un “amargo” y un “dulce” con la solemnidad de quien defiende una tradición.
Pocitos me sorprendió de día con sus madres empujando cochecitos con una mano mientras sostenían el mate con la otra, y de noche con sus bares donde el tango se mezclaba con electrónica. En el Parque Rodó, familias enteras hacían picnics con termo incluido mientras los adolescentes fumaban por primera vez a escondidas bajo los eucaliptos.
El clímax llegó con las Llamadas. No era un desfile sino una posesión colectiva. Mujeres con faldas que pesaban más que ellas mismas, niños que llevaban tambores más altos que su estatura, viejos que marcaban el compás con pies descalzos sobre el adoquín. El sudor dibujaba rutas en las espaldas y el polvo levantado por los pasos se mezclaba con el olor a albahaca de los balcones. Entre todo eso, las murgas disparaban versos que mezclaban ironía, crítica y ternura.
Montevideo se lee en detalles: la señora que tiende la ropa en un patio del Cordón mientras escucha un partido a todo volumen, el kiosquero que sabe cómo te gusta el sándwich antes de que abras la boca, el pescador solitario que juega al ajedrez consigo mismo en el muelle. Una ciudad donde lo monumental cabe en lo cotidiano.