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Caminé los seis kilómetros que separan Osh de la frontera uzbeka con esa mezcla de curiosidad y cansancio que da un país nuevo. Cruzar a pie siempre me acomoda la cabeza: es la forma más honesta de entrar a un territorio, sin vidrios polarizados ni aeropuertos que te anestesian el viaje antes de empezarlo. El puesto fronterizo uzbeko apareció impecable, ordenado, casi quirúrgico. Intuí de inmediato que este país jugaba con otro tipo de reglas.
La primera postal fue Fergana: avenidas anchas, autos nuevos, comercio por todos lados, marcas internacionales metidas hasta en los kioscos. Venía de semanas donde todo se sostenía con lo justo, y esa pulcritud me generó una pregunta simple y brutal: ¿en qué me metí? Pero como casi siempre, el instinto inicial estaba incompleto.
Uzbekistán no era un bloque homogéneo. Era un país que mostraba una cara perfectamente pulida —repleto de restauraciones, proyectos, fachadas— y otra más humilde, donde la vida cotidiana seguía avanzando sin ninguna necesidad de impresionar a nadie. Había una tensión interesante entre ambas: lo oficial y lo doméstico, lo escenificado y lo genuino.
Lo entendí en Fergana, caminando entre talleres donde la seda aún dependía de manos y máquinas que deberían estar en un museo. Lo entendí en los mercados, donde los locales no te miraban como billetera con piernas, sino con una curiosidad fresca y directa. No era la calidez rústica que encontré en las montañas del país vecino; era otra forma de apertura, más urbana, más acostumbrada al mundo que entra y sale.
Y después estaban Samarcanda y Bujará, ciudades diseñadas para deslumbrar. Belleza monumental, sí, pero tan cuidada que por momentos parecía escenografía. Lo histórico estaba ahí, intacto, pero rodeado de una maquinaria turística que no siempre dejaba respirar lo real. Era un contraste fuerte con el Valle de Fergana, donde lo cotidiano se imponía sobre cualquier postal.
Ese equilibrio —o desequilibrio— terminó siendo la clave del viaje por Uzbekistán. Un país donde lo auténtico no desapareció, pero tampoco sale a buscarte. Donde hace falta caminar sin un plan, desviarse, hablar con quien no espera a nadie. Donde podés moverte entre el mármol perfecto y los talleres de adobe en cuestión de horas. Un país que no te abraza de entrada, pero que cuando baja la guardia muestra historias que valen la pena.
Uzbekistán se abría así: ordenado en la superficie, sorprendente en sus rincones. Y ese sería el punto de partida para todo lo que vino después.
Leer Historia de UzbekistánCapital: Tashkent
Población: ≈ 35.6 millones (ranking mundial: 43º)
Idiomas: Uzbeko (oficial), Ruso (ampliamente hablado)
Superficie: 448,978 km² (56º país más grande)
Moneda: Som uzbeko (UZS), 1 USD ≈ 12,500 UZS* (*tasa aproximada, varía)
Religión: Mayoría musulmana suní (≈88-90%), minoría cristiana ortodoxa (≈9%)
Alfabetismo: ≈99% (uno de los más altos del mundo)
Educación y sanidad: Sistema educativo heredado de la era soviética. Servicios de salud mejorando, especialmente en ciudades; rurales limitados.
Trabajo: Economía basada en agricultura (algodón), minería, manufactura y turismo creciente.
Deporte más popular: Fútbol, kurash (lucha tradicional) y boxeo.
Seguridad: País muy seguro para turistas. Precaución normal contra carteristas en mercados y transporte público. Delitos violentos son raros.
Gastronomía: Platos emblemáticos: plov, shashlik, samsa, lagman, manti. Bebidas: té verde, kompot, ayran.
Curiosidades culturales: Festividades principales: Navruz (Año Nuevo persa).
Datos prácticos de viaje: Zona horaria: UTC+5. Conectividad: Wi-Fi disponible con amplia cobertura en todo el país.
Ciudadanos argentinos no requieren visa para estancias turísticas de hasta 30 días.
Requisitos de entrada:
Registro de alojamiento: Cada hotel o guesthouse realiza un registro de los huéspedes. Actualmente, rara vez se solicita durante la estancia, pero al salir del país en migraciones es posible que te pidan los comprobantes de todos los alojamientos. Se recomienda conservar fotos o impresiones de todos los registros, ya que las multas por no poder demostrarlos son elevadas.
Zonas fronterizas y áreas restringidas:
Algunas regiones, especialmente fronterizas con Tayikistán, Afganistán y Karakalpakstán, requieren permisos especiales obtenidos con anticipación. También se recomienda consultar si se planea visitar áreas militares o de seguridad.
Drones: No se permite ingresar al país con drones bajo ninguna circunstancia.
Otros consejos: Fotografiar instalaciones militares o zonas restringidas está prohibido sin autorización previa. Para estancias superiores a 30 días, consultar procedimientos de extensión de visa.
Información oficial: Para detalles actualizados y oficiales sobre visas y políticas migratorias en Uzbekistán, visitar el portal electrónico del gobierno: https://e-visa.gov.uz/
Uzbekistán es un país muy turístico y ofrece una amplia disponibilidad de alojamientos en todas las ciudades principales. Todos los lugares incluyen Wi-Fi, baño privado y aire acondicionado o calefacción. Los alojamientos son básicos pero cómodos, limpios y prácticos. Siempre es posible negociar precios, especialmente en hostales.
Precios aproximados por ciudad:
- Fergana: Habitación privada de hotel desde 7 USD/noche, con desayuno incluido
- Samarcanda: Hostales desde 8 USD/noche, sin desayuno
- Bujará: Hostales desde 8 USD/noche, sin desayuno
- Ushambe: Hostales desde 8 USD/noche, sin desayuno
Consejos prácticos:
- Se puede pagar con tarjeta en algunos alojamientos; a veces el pago en efectivo permite obtener descuentos
- No hace falta reservar con mucha antelación, incluso en temporada alta
- Negociar precios es común en hostales y guesthouses
- Confirmar siempre los servicios incluidos, especialmente desayuno
- Evitar pagos anticipados excesivos y pedir comprobantes
En ciudades principales como Fergana, Tashkent y Samarcanda, los minibuses/meshrutkas son frecuentes y económicos. Siempre se paga en efectivo. En Tashkent, el metro y los autobuses funcionan bien. Puedes usar mapas digitales para localizar paradas y planificar rutas.
Consejos prácticos: - Minibuses y meshrutkas: efectivo, precios muy económicos. - Trenes nocturnos: comprar boletos en taquillas locales o en línea mediante el enlace oficial. - Transporte urbano: corto, frecuente y confiable; usar mapas digitales para ubicar paradas.
Nota general: Uzbekistán ofrece transporte económico y amplio, con opciones para distancias cortas y largas. Minibuses y buses son ideales para trayectos locales; trenes nocturnos para distancias largas.
Primavera (abril - junio):
Temperaturas agradables (20-30°C), ideal para recorrer ciudades históricas como Samarcanda, Bujará y Khiva. La naturaleza está en flor y los mercados están activos. Llevar ropa ligera, gorra o sombrero, protector solar y una chaqueta ligera para noches frescas. Temporada alta para turismo urbano, pero precios de alojamiento aún razonables.
Verano (julio - agosto):
Muy caluroso, especialmente en el centro y sur del país (35-40°C). Buen momento para visitar desiertos temprano por la mañana o al atardecer. Llevar ropa muy ligera, protección solar, gafas de sol y mucha agua. Temporada baja en algunas ciudades, precios de alojamiento más bajos.
Otoño (septiembre - octubre):
Clima perfecto para turismo y actividades al aire libre, temperaturas agradables (20-28°C). Época de cosechas, mercados con productos frescos y menos turistas que en primavera. Ideal para trekking ligero y visitas culturales. Ropa ligera y una chaqueta para las noches.
Invierno (diciembre - febrero):
Frío moderado a intenso en algunas regiones, especialmente Fergana y montañas. Menos turistas, precios más bajos en alojamiento. Llevar ropa abrigada, guantes y gorro. Algunas atracciones rurales pueden tener acceso limitado por nieve o frío.
Consejos esenciales y prácticos:
- Dinero: Se puede retirar efectivo fácilmente en cajeros automáticos en ciudades y pueblos turísticos. Llevar algo de efectivo pequeño permite negociar en mercados y comercios locales.
- Idioma: Saludos básicos en uzbeko y ruso facilitan interacciones. Frases de cortesía son muy apreciadas.
- Alimentación: Plov, samsa y lagman son platos típicos. Evitar agua del grifo y hielo en bebidas callejeras. Comer en restaurantes con alto flujo local minimiza riesgos de intoxicación.
- Cultura: Respetar mezquitas y sitios sagrados. Pedir permiso para fotos de personas. Evitar discusiones sobre política o religión.
- Compras: Regateo aceptado en mercados, no en tiendas fijas. Textiles y cerámica locales son buenos recuerdos. Revisar calidad antes de pagar.
- Seguridad: País extremadamente seguro para turistas. Precaución básica en mercados y sitios concurridos.
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Uzbekistán terminó siendo un país que exige un ritmo distinto. Nada aparece de inmediato: ni la forma de relacionarse, ni la vida que se esconde detrás de las avenidas nuevas, ni el sentido de cada ciudad. Lo que se ve primero suele ser solo la capa exterior. Lo que importa aparece después, cuando se deja de seguir el camino evidente y uno se permite mirar cómo funciona el día a día sin pretender entenderlo todo.
Entre las ciudades restauradas y los pueblos donde el tiempo va por cuenta propia, descubrí un país más silencioso de lo que imaginaba. No distante: simplemente acostumbrado a observar antes de abrirse. Y cuando lo hace —en un taller perdido, en una charla que nadie planificó, en una mesa donde el té llega sin preguntar— la experiencia deja de depender de la historia grandiosa y pasa a apoyarse en algo mucho más simple: en la manera en que la gente vive, trabaja, pregunta y recibe.
Me fui con la sensación de haber recorrido un lugar que sigue construyéndose a sí mismo, que combina modernización con costumbres arraigadas, y donde las interacciones pequeñas pesan más que cualquier edificio famoso. Uzbekistan no me cambió el viaje; me cambió la forma de moverme dentro de él. Me obligó a bajar un cambio, a aceptar lo que aparece sin anunciarse y a dejar de buscar señales claras.
Y eso, en un país que muchos imaginan único por sus nombres históricos, fue lo que más valor tuvo: descubrir un ritmo propio, discreto, que solo se revela cuando uno deja de perseguir expectativas y se limita a estar ahí, escuchando cómo respira cada lugar.
Llegar a Fergana fue un cambio de ritmo inmediato. Venía de semanas de caminos de tierra, de mashrutkas que avanzan cuando pueden y pueblos donde la vida se organiza alrededor del verano. De repente, estaba en una ciudad que funcionaba como un reloj: veredas limpias, marcas internacionales, avenidas rectas, edificios nuevos, autos recientes. Un orden casi exagerado, como si alguien hubiera decidido borrar cualquier rastro de improvisación. Mi primera reacción fue de rechazo. Pensé: ¿qué hago acá? Pero aprendí hace tiempo que el juicio temprano es el peor guía para viajar.
El hotel donde me quedé reforzó esa sensación de contraste. Una familia lo administraba con una mezcla de formalidad y orgullo que parecía heredada. La habitación era enorme, privada, con vistas. Un lujo en comparación a donde venía durmiendo. La señora y su hija no hablaban ni una palabra de inglés; el marido sí, y entre té y conversaciones largas me contó su visión del país. Hablamos de política, religión, historia soviética. Su rechazo al comunismo era casi visceral, en un tono que por momentos sonaba calcado de la propaganda estadounidense. No coincidíamos en casi nada, pero aun así se formó una confianza rara: discrepábamos, pero seguíamos hablando.
Fergana tenía dos caras. La formal, con cafés nuevos y avenidas llenas de autos; y la real, la que descubrí cuando me subí al minibus hacia Margilan, quince kilómetros al oeste. Ahí estaba lo que buscaba: mercados vivos, calles donde la gente compra sin prisa, bicicletas viejas, puestos improvisados, discusiones entre vendedores que resuelven más rápido que cualquier sistema electrónico. Y ahí también estaban los uzbekos: más abiertos, más curiosos, más directos que los kirguises. Ni mejores ni peores, simplemente distintos. Más urbanos, menos marcados por el nomadismo. Se notaba en la manera de mirar, en cómo preguntaban, en cómo se acercaban sin temor.
La primera visita fue a la fábrica de seda Yodgorlik, un sitio detenido en los años setenta. Vi todo el proceso: desde los capullos que hierven en agua hasta las máquinas soviéticas enormes que todavía funcionan. Mujeres sentadas frente a telares mecánicos que vibran como si fueran a desarmarse en cualquier momento, otras devanando hilos a mano con una paciencia que no se aprende en ningún taller moderno. El olor a tinta, a humedad, a metal caliente. La seda pasando de blanca a teñida en segundos, sumergida en recipientes donde los pigmentos hierven. Un trabajo duro, repetitivo, físico. Pero también un oficio que resiste, que sigue ahí porque forma parte de la identidad del valle.
Cuando salí, sentí que me faltaba algo. La fábrica mostraba la tradición, pero también estaba atrapada en su propio guion turístico. Lo que me ocurrió después lo confirmó. Dos chicas de unos dieciséis años se me acercaron para practicar inglés. Curiosas, respetuosas, inteligentes. Preguntas de manual: de dónde soy, cuántos países visité, cómo suena el español, qué me gusta comer. Pero cuando apareció un grupo de hombres de mi edad caminando por la vereda, ellas se despidieron en un segundo, casi con miedo. Sabía que podía pasar —ya había estado en países donde la religión pesa más que el deseo de conversar—, pero igual dolió. Una charla inocente, interrumpida por códigos que no son míos.
Seguí caminando por Margilan tratando de encontrar la parte que no estuviera programada. Y apareció sola. Un pibe me ofreció una visita “gratuita” a otra fábrica de seda. Fui, sin expectativas. Ahí encontré lo que faltaba: adolescentes mezclando tintes, calentando agua a la intemperie, tiñendo telas con técnicas improvisadas, jugando mientras trabajan. Había dos franceses; les ataron nudos a una tela y después la sumergieron en los recipientes. Salió convertida en la bandera de Francia. Cuando preguntaron por mi nacionalidad, les dije que con el sol de la bandera argentina no había forma de reproducir nada. Nos reímos. Charlamos. Les importaba más hablar que vender.
La segunda excursión fue a Rishtan, otra vez en minibus, otra vez bajo un sol nudoso de agosto. La ciudad tenía otro ritmo: más calma, más silencios, más sombra de viñedos extendidos sobre las veredas. Uzbekistán produce vino —una contradicción hermosa en un país profundamente musulmán—, pero las vides sirven más para cubrir las casas que para llenar copas. Caminé por el mercado, donde me engordaron dos kilos a fuerza de frutas secas regaladas por vendedores empeñados en alimentar a cualquier visitante. Era hospitalidad sin cálculo.
La fábrica de cerámica fue el centro del día. Entré sin esperar nada, saqué fotos sin ganas y estaba por irme cuando apareció el dueño. Me invitó a sentarme bajo una parra inmensa. Puso té, pan y uvas sobre la mesa sin preguntar si quería. Me contó la historia de su familia: tres generaciones dedicadas al mismo oficio, sosteniendo técnicas antiguas sin ceder a lo industrial. Uno de sus hijos estaba en Japón, aprendiendo en talleres especializados. No soy fanático de la cerámica, nunca lo fui, pero esa charla valía más que cualquier pieza. La tradición no se aprende: se hereda o se pierde.
La mezquita principal de Rishtan apareció después, sin restauraciones, con grietas que contaban más historia que cualquier panel explicativo. Un sitio que sobrevivía no por turismo, sino porque la gente del pueblo lo necesitaba.
Volví a Fergana y dejé en el hotel parte de mi mochila antes de seguir camino hacia Tayikistán y, después, Afganistán. Guardaron todo sin dudarlo. Volvería después de esas semanas para recuperarlo y descansar un par de días. En esa segunda visita estuve casi solo. Escribí mucho, me cambié a un hostel cuando el hotel se quedó sin espacio y terminé invitado a un casamiento—o más bien, al desayuno previo: plov a las seis de la mañana, hombres brindando con gaseosa, música que parecía salida de una radio vieja. No hubo invitación a la fiesta grande, pero la experiencia alcanzó. Volví a dormir con el estómago lleno y la cabeza flotando entre escenas que nunca habría visto si me quedaba esperando “lo típico”.
Fergana terminó siendo eso: un lugar que no busca enamorar a primera vista, pero que te abre puertas cuando dejás de pedirle explicaciones. Una ciudad donde la hospitalidad no viene disfrazada, donde los oficios sobreviven por costumbre y no por espectáculo, donde las contradicciones conviven sin drama. El tipo de lugar que, de entrada, parece no tener nada para ofrecer, hasta que te das cuenta de que justamente ahí está su valor.
Llegar a Samarcanda después de semanas de caminos polvorientos y pueblos mínimos fue como aterrizar en un decorado antiguo que alguien mantiene impecable para que no pierda brillo. La ciudad tiene aura, tiene peso histórico, tiene nombres que resuenan en cualquier libro de escuela; pero a mí me costó encontrarle el pulso. Tal vez porque venía con la sensibilidad afinada a lo cotidiano, a lo espontáneo, y acá todo estaba perfectamente dispuesto para ser visto. No vivido.
Caminé entre las cúpulas turquesas y las madrazas que bordean el Registán sin pagar un solo ticket. Las observaba desde afuera, desde la sombra, intentando encontrar una grieta que mostrara algo que no estuviera pulido para la foto. El problema no era la arquitectura —imponente, descomunal, imposible de negar— sino el guion. El centro histórico funciona como un museo a cielo abierto donde cada gesto está medido, donde la vida cotidiana se retiró hacia barrios que no aparecen en los mapas turísticos.
Lo confirmé cuando entré al mercado principal. Esperaba frutas, verduras, pan recién hecho, mujeres regateando, alguien limpiando pescado… pero lo que encontré fueron pasillos de souvenirs, alfombras dobladas como catálogos, artesanías idénticas una detrás de otra y apenas un par de puestos de comida relegados a las esquinas. Sentí esa frustración que aparece cuando el país exhibe su máscara más bonita, pero esconde la que de verdad lo define.
Y sin embargo la ciudad tenía momentos capaces de abrir una hendija. Uno ocurrió en la Universidad de Turismo. La seguridad no me dejó entrar —norma absurda pero habitual— y, cuando ya me estaba yendo, un estudiante me frenó desde la puerta. Me preguntó en inglés de dónde venía y, sin esperar respuesta completa, me ofreció una “visita corta”. Caminamos por los patios, me explicó la historia de la región, el rol de Samarcanda como capital islámica, la huella de Tamerlán, las técnicas de restauración, los motivos de las cúpulas. No quiso un centavo. Solo dijo: “Alguien me enseñó esto una vez. Ahora lo comparto yo”. Ese gesto fue más auténtico que toda la coreografía turística.
Pero la escena que, sin esperarlo, terminó siendo la más humana ocurrió el último día, cuando tenía que llegar a la estación para tomar el tren a Bhukara. Dudamos entre un taxi o una mashrutka local. Elegimos la mashrutka, claro. Y ahí entendí que la vida real de Samarcanda no estaba en las madrazas ni en los mercados reformateados para el visitante: estaba en ese vehículo caótico que avanzaba a los saltos por la avenida principal.
Éramos los únicos extranjeros. Una sola persona hablaba inglés, pero todos querían participar de la charla. Las mujeres mayores nos miraban con curiosidad abierta, los jóvenes preguntaban por nuestros países, y el chofer —sin dejar de manejar— gritaba “ARGENTINA” y “ITALIA” como si fueran resultados de un partido. Las risas viajaban de asiento en asiento. Era simple, cotidiano, cálido. El tipo de interacción que ninguna guía turística menciona pero que, al final, te revela más sobre un lugar que cualquier monumento. Esa mezcla de patrimonio solemne y cotidianidad inesperada terminó de definir mi relación con la ciudad. Samarcanda no me conmovió como otros lugares; no hacía falta. Mostraba otra cosa: que hay ciudades cuya grandeza histórica es tan inmensa que la vida cotidiana se desplaza hacia los bordes, donde el ritmo es menos rígido. Y que, en el centro, lo que queda es una especie de vitrina del islam, una herencia monumental que se exhibe y se protege, pero que ya no funciona como un entorno genuino.
No fue un lugar para involucrarse. Fue un lugar para mirar.
Y, aunque cueste admitirlo, ese tipo de ciudades también ajustan la forma en que uno observa el mundo.
Bujará fue mi última parada en Uzbekistán, y desde el primer momento entendí que no iba a necesitar los tres días que había previsto. No porque la ciudad fuera pequeña —aunque su centro histórico se recorra a pie en menos de una tarde— sino porque el lugar transmitía una sensación inmediata de “ya visto”. Venía de Samarcanda, otro escenario monumental, y Bujará parecía repetir la fórmula pero sin sorpresa.
Viajaba con Ilaria. Llegamos al anochecer y el primer contacto con la ciudad fue un desencanto administrativo: el hostel que habíamos reservado por seis dólares resultó mágicamente más caro al llegar. “Error de la plataforma”, dijo la dueña. Una frase que en Asia Central se puede traducir como: te vi la cara, turista. No teníamos la culpa, se lo explicamos, pero la insistencia en cobrar más dejó claro que la hospitalidad en Bujará tenía precio, y no uno amable.
Aun así, intentamos darle una oportunidad. Caminamos de noche por el centro iluminado, con sus madrazas convertidas en decorado de postal y sus puestos de artesanías tan uniformes que parecía que todos compraban los productos al mismo distribuidor. El día siguiente lo dedicamos a recorrer los puntos centrales: la plaza Lyabi-Hauz, las madrazas exteriores, los caravanserais restaurados, los bazares semicirculares donde antes se comerciaba seda y hoy se venden imanes, pañuelos industriales y souvenirs repetidos. Todo impecable, todo brillante, todo sin vida.
Había algo frustrante en esa contradicción: los mercados estaban llenos, pero no de alimentos, pan caliente o frutas; estaban llenos de artesanías pensadas para europeos de excursión. El viaje auténtico —ese donde uno se cruza con familias cocinando, comerciantes discutiendo precios reales o artesanos trabajando— parecía haber sido desplazado a los bordes. Lo más genuino estaba siempre fuera del casco histórico, como si la ciudad hubiera empujado su vida cotidiana hacia afuera para abrirle paso al turismo.
Intentamos encontrar nuevo alojamiento más barato, pero después de varias visitas a hostales decidimos que no valía la pena extender la estadía. Bujará no era un lugar para quedarse: era un catálogo. Cancelamos todo y resolvimos irnos a la capital esa misma tarde. En mi caso, solo usar Tashkent como base para volver al día siguiente a Fergana, donde ya tenía hotel y donde me esperaba la familia con la que había armado una relación real, no transaccional.
Pero antes teníamos que conseguir los pasajes de tren, y eso se volvió una odisea. Caminamos de oficina en oficina, varias sin sistema, otras sin personal o sin intención. Al final dimos con un intermediario que primero intentó vendernos tours innecesarios, y cuando vio que no mordíamos, accedió a comprarnos los tickets online… pero con una comisión del cinco por ciento. Un impuesto a la persistencia.
El viaje en tren, en cambio, fue un soplo de normalidad. Vagones estrechos, literas cortas donde mis pies sobresalían veinte centímetros, gente pasando por el pasillo chocándome sin pedir disculpas, risas locales cada vez que yo o Ilaria intentábamos pronunciar algo en uzbeko. Conversaciones mínimas, directas, sin exotismos. Un respiro humano después de tanto decorado.
En Tashkent me despedí de Ilaria. Ella trataría de encontrarle el encanto a la capital; yo tomaría otro tren hacia Margilán y luego una minibus hasta Fergana. Volver a ese lugar donde me esperaban mi mochila, una familia amable y un ambiente sincero fue casi un alivio. Bujará me había mostrado su cara: hermosa, pulida, impecable… y vacía.
Era hora de seguir.