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Vietnam es un río que fluye en dos direcciones: hacia adelante, con la corriente imparable de sus motos y rascacielos; hacia atrás, con la memoria obstinada de sus arrozales y templos. Aquí, el tiempo no avanza en línea recta, sino en espiral, donde lo ancestral y lo hipermoderno chocan, se mezclan y se reinventan sin pausa. No es un país de contrastes fáciles, sino de capas superpuestas, como esas pinturas lacadas que esconden bajo su brillo siglos de pinceladas.
Hanói late con el ritmo errático de un electrocardiograma: el silencio neblinoso de los lagos del centro se rompe por el claxon de las Honda Wave; las calles del casco antiguo, estrechas como cicatrices, desembocan en avenidas donde los LED de los anuncios compiten con las linternas de los vendedores ambulantes. La ciudad no duerme, pero tampoco despierta del todo; vive en ese intermedio febril donde el caos tiene su propia geometría sagrada. Los cafés con goteras sirven cà phê đá en vasos de cristal grueso mientras, a unos pasos, co-working spaces ultramodernos exportan código a Silicon Valley.
En Saigón, el capitalismo baila tango con el comunismo. Los carteles revolucionarios se descascarillan junto a boutiques de streetwear; los bares de craft beer comparten callejón con puestos de bánh mì que no han cambiado su receta desde la reunificación. La ciudad exhala ambición y sudor, un laboratorio de futuro donde los startups crecen entre los escombros de la guerra. Pero basta alejarse unos kilómetros para encontrar los khóm (callejones) donde las abuelas aún juegan bài chòi al atardecer, indiferentes al skyline que crece como bambú después de la lluvia.
La costa es una cicatriz abierta al mar: desde las playas de arena blanca de Phú Quốc —ahora resorts de lujo con spas de aceite de coco— hasta los acantilados salvajes de Đà Nẵng, donde los pescadores lanzan redes al amanecer como lo hicieron sus bisabuelos. Incluso en Hội An, ese escenario perfecto de farolillos y puentes cubiertos, la postal se resquebraja: los turistas posan frente a casas centenarias mientras, en los patios traseros, los artesanos tallan réplicas de antigüedades para vender al día siguiente. Nada aquí es completamente auténtico, ni del todo falso.
En las tierras altas de Sapa y Đà Lạt, el aire se enrarece. Las montañas, esculpidas en terrazas como escaleras hacia el cielo, son testigos mudos de un Vietnam que se resiste a la homogenización. Las minorías H’mong y Dao siguen tejiendo sus historias en índigo y plata, aunque ahora sus hijos suban fotos a Instagram con hashtags en inglés. Los mercados huelen a canela y a sim-card; los monasterios budistas comparten WiFi con los hostels de mochileros.
Vietnam no se deja definir. Es un país que improvisa, que negocia, que se adapta sin rendirse. Sus calles son un collage de olores (caldo de hueso, gasolina, jazmín), de sonidos (karaokes desafinados, motores de dos tiempos, campanas de pagoda), de texturas (seda, hormigón, piel de dragón de jade). No es exótico, ni pintoresco: es real, con todas sus costuras visibles.
Aquí, la historia no es un museo, sino un río subterráneo que emerge cuando menos lo esperas: en el gesto de un anciano fumando thuốc lào frente a un mall, en las grietas de una catedral colonial convertida en taller de costura, en el silencio de los cu chi tunnels, donde el eco de la guerra se confunde con el rumor de las raíces.
Viajar por Vietnam es leer un libro cuyas páginas se reescriben mientras pasás los dedos por el papel. No hay una sola narrativa, sino miles, hilvanadas por hilos invisibles: el olor a albahaca en un callejón, el crujido de una hoja de banano al envolver arroz glutinoso, la risa de un niño montando en bicicleta contra el viento.
No es un destino. Es una conversación.
Lee la Historia de VietnamCapital política y administrativa: Hanói (desde 1976)
Centro económico y cultural: Ho Chi Minh (antigua Saigón)
Población total: 99 millones de habitantes (2024)
Idioma oficial: Vietnamita
Superficie: 331,212 km² (alargado de norte a sur)
Moneda: Đồng vietnamita (VND) - 1 USD ≈ 24,500 VND
Religión principal: Budismo (45%)
Zona horaria: UTC+7
División administrativa: 58 provincias y 5 municipalidades (Hanói, Ho Chi Minh, Da Nang, Can Tho, Hai Phong)
Exención de visa (turismo):
Países latinoamericanos que SÍ requieren visa:
Opciones para quienes necesitan visa:
Atención:
Precios por noche (dormitorio compartido, desayuno incluido):
Incluido en todos:
Tipos de alojamiento:
Consejos para precios bajos:
Nota importante:
Notas:
Norte (Hanói, Sapa, Ha Long):
Centro (Hue, Da Nang, Hoi An):
Sur (Ho Chi Minh, Delta del Mekong):
Eventos importantes:
Consejos:
Dinero:
Salud:
Seguridad:
Cultura:
Conectividad:
Consejos clave:
El Vietnam de los mercados flotantes, arrozales infinitos y montañas de terrazas donde las minorías étnicas mantienen tradiciones milenarias.
Vietnam no cabe en una sola palabra, en una imagen, en una historia. Es el rugido de las motos en Hanói y el susurro de las olas en Phú Quốc; el humo espeso del phở en los callejones y el destello metálico de los rascacielos de Saigón. Es el verde eléctrico de Ha Giang y el susurro de las Thai Dam bordando su historia. Es el pasado tallado en los templos de Huế y el futuro escrito en código binario desde un café en Đà Nẵng. Pero, sobre todo, es su gente: campesinos que hunden los pies en los arrozales sin mirar el reloj, mujeres que tiñen la seda con paciencia de siglos, jóvenes que se tatúan dragones mientras escuchan K‑pop y recitan proverbios de sus abuelos.
Este es un país que cargó muertos sobre los hombros, que respiró aire envenenado, que sobrevivió a selvas bombardeadas y aldeas partidas en dos. Durante años, Vietnam fue un laboratorio para la maquinaria militar estadounidense: llovieron millones de toneladas de bombas, se roció el territorio con Agente Naranja, se deshicieron pueblos enteros. Fue una guerra desigual, injustificada y cruel — nombrarla no es ideología, es memoria. Y la memoria no se negocia.
Pero en Vietnam, incluso el dolor se transforma: en canciones de karaoke, en arrozales que vuelven a crecer, en fotos enmarcadas con flores de papel. En esas mismas colinas donde hoy se seca arroz al sol, una generación decidió su futuro.
Y sin embargo, Vietnam no es solo resistencia. Es alegría líquida en los mercados flotantes del Delta del Mekong, con el dulzor de la piña que pasa de barca en barca y el eco de una risa que flota sobre el agua. Es ternura en las manos arrugadas que preparan bánh xèo en Hội An; es pasión en los cafés de Đà Lạt, donde los poetas suben sus versos a Instagram mientras suena un bolero por la radio. Es el caos ordenado de las calles, donde las bocinas hablan su propio idioma y cada cruce se convierte en una danza sin partitura.
Es el sur profundo con sus pueblos mínimos, donde descubrí que lo esencial no necesita adornos. Es sentarse en Can Tho bajo un ventilador lento, mirar la vida pasar sin apuro, y entender que ahí —justo ahí— está todo. Es terminar en un casamiento en Đà Lạt sin invitación, y brindar con extraños que te tratan como hermano.
Vietnam reconcilia lo imposible: lo ancestral y lo digital, lo callado y lo vertiginoso, el trauma y la esperanza. Sus paisajes son postales, sí, pero su alma está en las conversaciones sin apuro, en los saludos sin motivo, en esa forma de mirar con intensidad, como si todo aún importara.
Viajar por Vietnam no es tachar lugares de una lista: es dejarse escribir por el país. Uno no se va siendo el mismo. Porque aquí la historia no duerme en los museos: camina, cocina, canta, te sonríe desde una bicicleta. Este país no solo sobrevivió a la historia… la volvió canción, la volvió tejido, la volvió arte.
Vietnam no se visita. Se queda. Se mezcla con vos.
Después de cruzar la frontera sin siquiera un mal gesto, me adentré en Vietnam con la tranquilidad que da saber que hay 45 días por delante y ningún plan fijo. En vez de seguir el flujo predecible de mochileros hacia las islas del sur, decidí romper con la inercia y desviarme hacia Can Tho, en pleno delta del Mekong.
Había reservado un hostel sin grandes expectativas, y lo que encontré fue una joya: cocina equipada, bicicletas gratis y todo por tres dólares la noche. Un lugar simple pero funcional, con ese aire de refugio improvisado que a veces se convierte en hogar sin querer. Llegué ya caída la noche, después de un viaje en uno de esos buses cama vietnamitas que parecen diseñados por alguien que realmente pensó en el cuerpo humano. Este, justo este, no era el mejor, pero igual el concepto es brillante: viajar acostado, como debe ser.
A la mañana siguiente, sin otro plan que pedalear, me lancé a recorrer Can Tho. Probé mi primer banh mi, ese sándwich callejero que tiene más historia que pan, y me perdí entre calles con mercados, templos y esquinas que no figuraban en ningún mapa. La ciudad se presentó viva, desordenada y honesta, donde lo que no se muestra es justamente lo que más dice.
El mercado flotante fue mi próxima parada, y fui temprano, bien temprano. Esa decisión marcó la diferencia: el sol apenas despuntaba y los barcos ya estaban despiertos, cargados de frutas, fideos, ollas hirviendo. Pedí un café a bordo, ese café denso y dulce que parece petróleo, y compré unas jackfruits que perfumaron la mochila por horas. Vi vendedores pasar redes de un bote a otro, mujeres que cocinaban pho sobre braseros endebles, y chicos que saltaban al agua sin miedo. Sí, hay turistas. Pero no, eso no le quita verdad. Ver cómo se gana la vida esa gente en pleno río es una postal que dice más sobre Vietnam que cualquier museo.
Mientras sostenía el vaso metálico con el café humeante, el bote se mecía apenas. El vendedor —hombre menudo, mirada tranquila— aguardó a que probara el primer sorbo. El sabor era áspero y denso; dentro de la taza cabía todo el cauce del Mekong. Pensé entonces que ese líquido oscuro había viajado tanto como yo: del grano verde al tueste, del tueste al mortero, del mortero al filtro de tela, del filtro al agua hirviendo, y de ahí a mis manos. Ningún idioma compartido y, sin embargo, un intercambio completo: él me dedicó una sonrisa que decía «bienvenido» y yo respondí levantando el vaso como si hiciera un brindis silencioso con la mañana. Instante mínimo que resumió la hospitalidad flotante del delta.
Durante el día visité templos gratuitos —discretos, con monjes en sandalias barriendo hojas, incienso espeso en el aire— y me adentré después en el museo militar. El edificio guarda la memoria de la resistencia, pero lo que verdaderamente sacude es la antigua cárcel usada por las fuerzas estadounidenses durante la guerra. Un lugar que destila crueldad. Las celdas, húmedas y oscuras, conservan grilletes oxidados; las paredes están cubiertas de relatos que parecen imposibles. No hay modo de comprender por qué un país tiene el derecho, o la soberbia, de instalar sufrimiento tan lejos de su frontera. Torturas, confinamiento, aislamiento, experimentos físicos y psicológicos: la intervención norteamericana en Vietnam no fue una «guerra», sino una ocupación brutal y despiadada. Aquí están los rastros, visibles, crudos, sin filtro ni maquillaje.
Aquel recorrido lo hice con Lucas, argentino, y dos viajeras: Christie, de Canadá, y Chloe, de China. Cada cual con sus ritmos y silencios, pero compartiendo esa conexión inmediata que a veces se da en ruta. Lucas partía al día siguiente hacia Ho Chi Minh, donde lo esperaba un amigo; nosotros tres alquilamos motos para explorar los pueblos que rodean Can Tho.
La jornada fue intensa. Navegamos por un brazo del delta en una barca estrecha que se deslizaba entre verdes tan verdes que no parecían reales. En un tramo el agua desapareció bajo una alfombra de vegetación de un verde eléctrico, tan densa que flotaba. El silencio ahí era absoluto, como si el río también estuviera mirando. Nos detuvimos en miradores, charlamos con campesinos y visitamos templos alejados del ruido urbano. Cada pueblo tenía su ritmo, su olor, su sombra.
Uno de los momentos más impactantes fue la visita a Som Rong, donde yace un Buda reclinado de unos 65 metros de largo. La paz del lugar se imponía sin esfuerzo: no era un punto turístico con flashes ni selfies, sino un templo vivo, silencioso, casi tímido.
Me senté a la altura de los pies de la estatua y dejé que la brisa me envolviera. Pensé en cuántas tormentas, regímenes y cosechas habían pasado frente a ese Buda inmóvil. El cuerpo tendido, los ojos entreabiertos, la sonrisa leve: lección de paciencia infinita en un país que ha visto guerras, hambrunas y renacimientos sucesivos. Entendí que la resiliencia vietnamita no siempre grita; a veces simplemente descansa, espera y sigue respirando.
Al final de ese día largo y zigzagueante, llegamos hasta la costa, donde el delta se entrega al mar, y de ahí volvimos a Can Tho con el cuerpo agotado pero el espíritu en combustión.
Epílogo: Primeras luces de Vietnam
Vietnam me recibió con los brazos abiertos y los pies firmes en el barro. Mientras muchos viajeros aseguraban que el sur «no tiene mucho», lo que yo viví fue todo lo contrario: dinamismo, identidad, rostros verdaderos, memorias pesadas y paisajes que no se rinden. Can Tho me ofreció autenticidad sin disfraz, velocidad sin prisa.
Lo que más me impactó no fue la postal, sino la gente. La manera en que un café se convierte en diálogo; en que un templo olvidado contiene más verdad que una ciudad entera. Vietnam no busca agradar. Está, es, se ofrece. Hay que saber mirarlo sin exigirle.
Y así empezó este recorrido: entre bicicletas, mercados que flotan, templos que respiran y un delta que habla en lenguas de agua. El sur, lejos de ser un prólogo débil, fue para mí una entrada grandiosa, un punto de partida que ya deja claro que lo que viene no va a ser menor.
Después de dejar atrás el delta y sus silencios verdes, un ómnibus me depositó en Ho Chi Minh. Dos horas más tarde, ya compartía mesa con la familia que me alojó: arroz jazmín perfumado, un colchón limpio y una promesa —“mira Saigón como si fueras uno más”—. La casa, escondida en un laberinto de callejones, quedaba a un paso de todo sin figurar en ningún mapa.
Lo primero fue aligerar la mochila. Entre hileras de mayoristas, conseguí camisetas nuevas, un impermeable plegable y sandalias frescas por monedas. La ciudad es un bazar interminable: puestos callejeros que venden imitaciones perfectas junto a sastres capaces de remendar un pantalón en diez minutos.
Al amanecer, el paseo peatonal de Nguyen Hue se llena de ancianos practicando tai chi mientras altavoces municipales sueltan boleros vietnamitas. Dos cuadras más allá, la catedral de ladrillo francés y la Oficina Central de Correos sostienen una elegancia ajena al polvo de las motos. Entré un segundo al templo Jade, me perdí en los pasillos del mercado Ben Thanh, crucé al barrio chino para oler especias imposibles y terminé sentado junto al río Saigón, viendo lanchas cargar arroz rumbo al Delta.
Cuando el sol se apaga, la urbe cambia máscara. Salí con mis anfitriones a probar bia hoi helada; taburetes de plástico y vasos que sudaban desde el primer sorbo. En la calle Bui Vien, DJs improvisan sobre saxofones, mientras un drag queen reparte invitaciones para un show de cabaret y dos estudiantes recitan poesía moderna en un altavoz portátil. Todo parece a punto de estallar, pero nada se desborda: pese al bullicio, la sensación de seguridad es absoluta. Cruzas un mar de motocicletas que carece de reglas visibles y, sin embargo, nadie se toca.
La fiesta convive con un clima solemne: faltan días para el cincuentenario de la Reunificación. Plazas principales lucen banderas nuevas, altavoces ensayan himnos y niños marchan en miniatura bajo un sol todavía implacable. Cada esquina exhibe pancartas con la fecha que marcó la retirada estadounidense en 1975.
Reservé la última jornada para el War Remnants Museum. El vestíbulo abre con fotografías de marchas que inundaron el planeta en los setenta: trabajadores en Budapest, estudiantes en Helsinki, madres uruguayas, sindicalistas caraqueños, y, de pronto, el Obelisco de Buenos Aires cubierto de carteles que exigían la salida de Estados Unidos de Vietnam. Una punzada de orgullo recorrió la espalda, seguida de una pregunta inevitable: ¿qué siente un ciudadano norteamericano cuando su pasaporte está manchado en tantos idiomas?
En las plantas superiores desaparecen las pancartas y empiezan los datos crudos: pueblos arrasados, napalm sobre arrozales, prisioneros esposados al bambú. Sin pausa llegué a la sala dedicada al Agente Naranja. Bidones originales, máscaras de vuelo, diagramas de la Operación Ranch Hand: más de 76 millones de litros cargados de dioxina regaron selvas, ríos y vientres. Cuatro millones de personas afectadas directamente; generaciones con tumores, malformaciones, ceguera. Los retratos —niños sin ojos, adolescentes sin extremidades, ancianos con cicatrices queloides— forman un pasillo que nadie recorre sin bajar la mirada.
Un panel apunta nombres propios: Monsanto, Dow Chemical. Proveedores del veneno y hoy fabricantes de glifosato, ese herbicida global que hereda la misma publicidad de inocuidad. Ninguna de las dos compañías ha reparado a las víctimas; ningún ejecutivo ha pisado un tribunal. La palabra “indemnización” brilla por ausencia; la dioxina, en cambio, continúa latiendo en la sangre de quienes ni siquiera habían nacido durante la guerra.
Otro sector proyecta el célebre disparo de Nick Ut: la niña Phan Thi Kim Phuc corriendo desnuda y quemada. Helicópteros rugen desde los altavoces. Pensé que la indignación tenía un límite físico, pero descubrí que puede crecer más que la rabia experimentada en Phnom Penh. Salí a la calle con un nudo áspero: tristeza mezclada con bronca. Me pregunté cuánta devastación cabe en la agenda de una potencia que sigue hablando de democracia mientras esparce químicos y escombros.
Ho Chi Minh golpea y acaricia a la vez. Es velocidad, memoria y un desvarío nocturno que nunca desemboca en violencia. Sus avenidas enseñan que el dolor puede coexistir con la risa y que un país invade el futuro sin olvidar lo que le quemaron. Tomé el bus nocturno rumbo a Da Lat con un tupper de bánh bò que la madre de la casa deslizó en mi mochila. En las próximas horas el aire de montaña reemplazará al smog, pero las lecciones de Saigón seguirán zumbando detrás de los cristales.
Llegué a Da Lat cuando el día todavía no lo era. El bus, que supuestamente debía arrimarse a las siete y media, frenó sin aviso a las cinco en punto. Una precisión marciana si uno lo compara con el estándar vietnamita. Afuera, el cielo se desperezaba con un frío inesperado. No había ruido, no había motos, no había nadie. Sólo la neblina flotando como un recuerdo mal cerrado.
No había adónde ir. El homestay todavía dormía y yo también, aunque con los ojos abiertos. Caminé sin rumbo, esperando que algún café, de esos que parecen no cerrar nunca, me salvara. Lo encontré a los quince minutos, abierto como por milagro. Me pedí un desayuno completo que no llegó a costar un euro. Me senté. Saqué el cuaderno. Empecé a escribir sin saber si lo que escribía era de Camboya, de Laos o de mí. Afuera, el vapor del café se confundía con el aliento de las motos que recién arrancaban. Era una escena mínima, pero perfecta.
Cuando por fin me acerqué al hostal, Billy, el dueño, me recibió como si ya nos conociéramos. Me preguntó si venía de Ho Chi Minh, y cuando asentí con los ojos aún pegoteados, me dijo que él también había vivido allá, pero que no aguantó más el ruido, el cemento, la velocidad sin pausa. Me dejó entrar antes del check-in, me dio la llave, me dijo que descanse. No había nadie más. Silencio total. Dormí sin ventilador. Sin aire. Sin transpirar. Un lujo.
Da Lat no parece Vietnam. Es como si alguien hubiera levantado la ciudad y la hubiese dejado caer en otro país. El clima es fresco, el aire no pesa, las noches no muerden. Durante esos cuatro días respiré como hacía tiempo no lo hacía. Dormía con buzo, comía caliente, y a la noche no me despertaba ni el gallo más molesto. Era un oasis, no en el sentido poético, sino fisiológico. El cuerpo pedía tregua y el pueblo se la dio.
La mañana siguiente alquilé una moto. Hacía tiempo que no me movía solo, sin un horario, sin un mapa, sin más guía que la intuición y un par de capturas de pantalla. Fue como volver a aprender a viajar. Pisé caminos de tierra, subí montañas que no figuraban en ninguna app, me metí entre plantaciones de café y campos de fresas que se alargaban hasta donde el ojo se cansaba. La moto se convirtió en mi cómplice: donde yo dudaba, ella iba. Me detuve en el túnel de arcilla, pagué la entrada sin culpa, recorrí esculturas de tierra que parecían salidas de un sueño mojado de Gaudí. Más adelante crucé ríos flacos, caminos que se abrían en curva entre la vegetación, y paraba cada tanto, no por necesidad sino por el puro deseo de mirar. El sol jugaba a esconderse entre las nubes, y el viento tenía ese filo limpio que solo se siente en los lugares altos. Nunca me perdí. O quizás sí, pero nunca importó.
Volví al hostal con el cuerpo agotado y la cabeza liviana. En la cocina estaban dos chicas, una alemana de acento dulce, y Camila, una italiana de cara abierta. Hablamos poco pero justo. Intercambiamos historias, rutas, errores. Con Camila seguimos en contacto. Esa noche no hubo más que cama. El día me había vaciado y eso también era bueno.
La rutina del día siguiente empezó con dos bánh mì del mismo puesto de siempre. Crocantes, grasosos, perfectos. Caminé hasta el lago. A su alrededor, la vida sucedía sin escándalo: gente trotando, señoras bailando con abanicos, flores creciendo como si supieran que alguien las mira. Me senté un rato largo. No hacía nada, y en ese no hacer pasaba todo. Al volver, compré fideos, carne y un par de cosas más. Cocinar se volvió una necesidad, no tanto por la comida sino por el acto en sí: meter las manos en algo, decidir sal, cortar ajo. El cuerpo pedía alimento real. Lo tuvo.
Pero esa noche, todo cambió. El hostal se llenó de golpe. Una boda. Familiares por todos lados. Ropa de gala mezclada con ojotas. Voces, risas, niños corriendo por el pasillo. Uno de ellos me señaló, me hizo seña de que me acercara. Cuando me senté, ya era parte de la mesa. Nadie hablaba inglés. No hizo falta. Me pasaban platos, me llenaban el vaso con un líquido transparente que ardía como fuego. Era rượu gạo, whisky de arroz. La regla era clara: cada vez que tomás un trago, ellos te llenan el vaso. No cuando lo vaciás. Cuando apenas lo bajás. Y así, vaso tras vaso, sonrisa tras sonrisa, brindábamos al grito de: “Một, hai, ba, dô!” (¡Uno, dos, tres, va!). Una coreografía colectiva, sin ensayos.
El picante fue el único enemigo. Un bocado mal calculado me dejó sin aliento. Ellos rieron. Yo también, entre lágrimas. Más tarde se sumó Billy, después Camila, y más tarde la alemana. La mesa ya era una fiesta muda, pero ruidosa en gestos. La madre de la novia tomaba cerveza como si se acabara el mundo. No paraba. No bajaba la vista. Se la notaba feliz.
Al día siguiente, los preparativos se tomaron el hostal. Mujeres frente a los espejos, maquillaje flotando en el aire. A las cinco, todos desaparecieron. A las seis y media, nosotros cuatro llegamos al salón. Tarde, pero no importó. Nos sentaron en la mesa principal, con la familia de la novia. No lo podía creer. La comida volvió a desbordar la mesa. Cada diez minutos, otro brindis. Cada diez más, otra ronda. Una cantante al fondo entonaba canciones mientras los platos seguían llegando como si no hubiera fin. Yo esperaba el baile, la música alta, pero eso nunca pasó. No lo necesitaban. Lo importante era el compartir. La novia pasó dos o tres veces a saludarnos. Nos agradeció con los ojos. Billy traducía lo que podía. El resto se entendía sin palabras. Esa noche terminamos otra vez en el hostal, comiendo, tomando, riendo sin idioma.
Y eso fue Da Lat. Una mezcla rara de silencio y ruido, de montaña y mesa larga. De moto, barro, fideos y brindis. Al día siguiente me fui rumbo a Hoi An. Me despedí sin apuro, como se despide uno de alguien que sabe que lo va a volver a ver en algún punto del camino, aunque no sepa cuándo.
Y para todos los que me dijeron que el sur de Vietnam no vale la pena, les digo esto: no entendieron nada. El sur es el alma. Y Da Lat, su respiración más honda.
Después de unos días llenos de aire fresco y cultura en Da Lat, llegué a la turística Hoi An, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Mi bus terminó su recorrido en Da Nang, una ciudad que parece mirar más al futuro que al presente, con rascacielos, autopistas y un ritmo que no se detiene. Desde ahí, tomé un colectivo local, lento y caluroso, que me llevó a Hoi An bordeando campos, canales y carteles de neón que prometían resorts. Fue una llegada modesta, como debía ser.
Había reservado un homestay familiar, lejos del centro histórico, en el borde rural del barrio de Cam Thanh. El lugar pertenecía a un matrimonio formado por un agricultor y una cocinera. Una pareja de esas que viven con lo justo pero saben más que muchos. Me ofrecieron una habitación sencilla, ventilador de techo, flores frescas y bicicletas gratuitas. Me quedé cuatro noches.
Las mañanas empezaban pedaleando. Atravesaba callejones tranquilos y arrozales infinitos en dirección a la aldea de Tra Que, un rincón agrícola que todavía conserva su esencia. Ahí, los cultivos de albahaca, cebollinos y lechugas se extienden sobre parcelas diminutas, y los agricultores —en su mayoría ancianos— trabajan en silencio, mojando la tierra con regaderas de metal colgadas de sus hombros. Uno me regaló una hoja de menta. Me la guardé como si fuera una reliquia.
Desde ahí, seguía rumbo a la playa. Pero no a la famosa An Bang Beach, donde los turistas se apilan en tumbonas alquiladas. Prefería esconderme en Hidden Beach, unos metros más al sur, entre vegetación baja y casetas abandonadas. Ahí no había música, ni precios en dólares. Solo mar, viento, arena tibia. Me quedaba a leer, a mirar el agua, a no hacer nada. Y eso era todo lo que necesitaba.
Una tarde, llegué más lejos aún, hasta Cua Dai Beach, donde el mar come la costa centímetro a centímetro. Caminé entre sacos de arena puestos como defensa, como si la gente intentara frenar lo inevitable. No había casi nadie. Un vendedor ambulante dormía sobre una lona. El horizonte era limpio.
Al atardecer, regresaba por caminos rurales. Pedaleaba por Cam Chau y Cam Nam, donde los arrozales se tiñen de naranja. El cielo y la tierra se reflejan uno en el otro. Ahí, el tiempo baja el ritmo. Las garzas se posan en los campos, y uno siente que está dentro de un recuerdo. Me detenía a mirar, sin pensar. Solo mirar. Vi amaneceres también, desde la zona de Cam Thanh, sobre campos aún mojados por el rocío. No hay postal que le haga justicia a eso.
Después, cruzaba el puente y volvía al centro histórico. Y ahí todo era otra cosa. El casco antiguo de Hoi An, con sus faroles de colores y arquitectura colonial bien conservada, parece más un decorado que una ciudad viva. En las calles de Tran Phu, Nguyen Thai Hoc y Bach Dang, los precios suben con los pasos. Todo está traducido al inglés, todo se vende como experiencia. El canal de Thu Bon se transforma por la noche en un carnaval flotante. Decenas de botes con luces LED se empujan unos a otros sin espacio, sin rumbo, con turistas sacando fotos que repiten la misma pose. Los famosos barquitos de coco, que antes servían para pescar cangrejos, hoy giran en círculos con música estridente, como si fueran atracciones de feria. La tradición fue plastificada. El río ya no tiene función. Solo propósito comercial.
Por las noches, cenaba en casa con la familia. Conversábamos mucho. Ellos, sin filtro, compartían su tristeza. La mujer, cocinera, me decía que ya no podía vivir de la cocina local: ahora todos quieren hamburguesas, noodles dulces y cafés con huevo para la foto. El hombre, Han, agricultor, estaba aún más dolido. Me hablaba de cómo los jóvenes habían abandonado la agricultura, la pesca, los oficios tradicionales. “Nadie quiere tierra en las manos”, decía. Solo trabajar en hoteles o manejar botes turísticos. “Pescar ya no da dinero. Ni orgullo.”
Un día, Han me llevó en su moto a visitar a los últimos pescadores que quedan en el delta del río, cerca del pueblo de Duy Hai. Viajamos entre caminos de tierra, pasamos palmeras inclinadas por el viento, gallinas sueltas, niños descalzos. Llegamos a un muelle pequeño, sin turistas. Solo cinco o seis barcos de madera, viejos, con redes colgando como lamentos. Los hombres eran mayores, encorvados, con piel curtida. Hablaban poco. Han traducía: “Ya no vale la pena pescar”, “todo lo que sacamos lo compran los hoteles”, “nuestros hijos ya no vienen por acá”. Uno me mostró sus manos, llenas de cicatrices. No pidió nada. Solo quiso que lo escuche.
Volvimos sin decir palabra. El aire estaba pesado. La carretera parecía más larga. Esa noche, la cena fue distinta. Más silenciosa. Sentí que había visto una grieta en la ciudad. Un lugar que ya no era del todo suyo. Una identidad vendida por partes.
Una mañana cualquiera, me detuve en un barcito frente a la ruta. El calor caía denso. La calle, como siempre, era un caos de motos, bicicletas, vendedores y turistas perdidos. Mientras tomaba un café con hielo, vi a una mujer local acercarse en su bicicleta. Llevaba colgado un cajón con verduras frescas, probablemente para vender en algún mercado cercano. Avanzaba despacio, con ese equilibrio milimétrico que da la necesidad.
Del otro lado, en contramano, apareció un extranjero en moto. Era uno de esos ingleses jóvenes, con bermudas, musculosa y casco mal puesto. Venía distraído, hablando con dos amigos que lo seguían. No frenó. No miró. Y chocó de frente a la mujer.
El golpe fue seco. Ambos terminaron en el suelo. La bicicleta destrozada. Las verduras, esparcidas por el asfalto. La mujer, inmóvil, con la rodilla enrojecida. El inglés, raspado pero entero. Los amigos se acercaron, preguntaron si estaba bien, y siguieron su camino como si nada. Como si no fuera con ellos.
Una vecina se acercó a ayudar. También hablaba algo de inglés. Hizo de puente entre ambos. La señora no pedía mucho. Solo ayuda para reparar la bici, recuperar algo de lo perdido, quizás ir al médico. Nada fuera de lugar. El inglés, firme, soltó un “I don’t have money” que sonó como una cachetada. Ni culpa. Ni humanidad. Solo indiferencia.
Me acerqué. Le dije a la traductora que había visto todo desde mi mesa. Que el inglés iba en contramano. Que si hacía falta, declaraba. Que era injusto. Me miró con alivio. Le trasladó mis palabras al tipo. Él preguntó quién era yo. Le señalé mi silla. Le dije que era un testigo. Y que era un caradura.
Minutos después, sacó 150 euros del bolsillo y los entregó, con cara de derrota. No por arrepentimiento. Por presión. Por vergüenza. Por exposición. A veces, la justicia no llega por los canales formales. Llega porque alguien no se calla. Y porque otro decide escuchar.
Así pasé mis días en Hoi An. Entre el espectáculo y el silencio. Entre el ruido del centro y la quietud de los bordes. Me moví como testigo, sabiendo que también era parte del problema. Pero también buscando entender, conectar, escuchar. No fui a sacarme fotos con farolitos. Fui a mirar lo que queda cuando se apagan las luces.
Cuando me fui, no me llevé souvenirs. Me llevé el gesto cansado de Han, la risa contenida de su esposa al hablar de su caldo perdido, la mirada lejana de los pescadores del delta. Me llevé también la certeza de que el turismo —ese que todo lo invade— puede transformar para siempre un lugar, y no siempre para bien.
Hoy, cuando recuerdo Hoi An, no pienso en Instagram ni en las guías de viaje. Pienso en las manos hundidas en el barro, en los amaneceres sobre los campos de Cam Thanh, en el mar callado de Hidden Beach. Y pienso también que hay algo que todavía resiste, aunque sea poco, aunque esté escondido. Eso fue lo que fui a buscar. Y por suerte, lo encontré.
Hay lugares que se pierden lentamente, como una fotografía al sol. Huế, en cambio, parece haber elegido borrarse a sí misma. Basta con cruzar su centro para sentir cómo la historia no se desvanece: se vende. A la vista, al oído, al cansancio del que viaja esperando comprender. Pero aquí, la comprensión cuesta. Y está tasada en dongs.
Las murallas imperiales, que alguna vez protegieron el alma de Vietnam, ahora sostienen carteles de festivales, promociones de karaoke, y shows nocturnos diseñados para Instagram. Los dragones de piedra, otrora guardianes solemnes, hoy son telón de fondo para coreografías importadas, con luces LED que anulan cualquier recuerdo del incienso.
Me senté a tomar un café junto al río Perfume, buscando una tregua. La camarera trajo la taza sin mirarme, con la velocidad automática de quien ha servido la misma postal demasiadas veces. En la mesa de al lado, un grupo de turistas coreanos se turnaban para posar con abanicos frente a un carrito de pho que nadie tocaba. Era atrezzo. Un decorado que ya no se cocina.
Más tarde, caminé sin rumbo por calles donde la humedad se cuela por las baldosas y el moho parece más antiguo que los templos. Me alejé del centro, de los bares con neones, de las tiendas que venden "souvenirs artesanales" hechos en fábricas de Da Nang. Y ahí, como un susurro, apareció ella.
Una anciana se asomaba desde su casa de madera, puertas abiertas, sin nada que ofrecer. Entré sin decir palabra. En su altar, una foto en blanco y negro —quizá su esposo—, dos varas de incienso humeaban junto a una taza de té ya frío. El olor era mezcla de jazmín, polvo y madera húmeda. En el fondo, una radio vieja murmuraba boleros vietnamitas. Ella no vendía nada. Solo estaba. Me hizo seña para sentarme en el suelo, junto a un ventilador que apenas giraba. Le dije mi nombre. No preguntó el mío. Le di las gracias por dejarme estar. Me respondió con una sonrisa que parecía haber sobrevivido a muchas guerras. No hablamos más.
Esa casa fue el único lugar en Huế donde sentí que el tiempo no estaba en alquiler.
Pero incluso ahí, la fragilidad era evidente. Al salir, un grupo de extranjeros en bicicleta pasó fotografiando puertas, sin detenerse. Uno gritó “look at that granny!”, sin verla.
Un profesor universitario, al que conocí más tarde en una librería escondida cerca del río, me dijo sin rodeos:
“Desde que llegaron los cruceros, la ciudad ya no es nuestra. El alma de Huế se alquila por hora.”
Me habló de cómo el estatus UNESCO atrajo inversión, pero también expropió sentidos. Las políticas locales impulsan shows turísticos, pero no talleres de caligrafía. Hay jóvenes que intentan rescatar oficios imperiales, me dijo, pero no tienen espacio. “Nadie los ve. No hay cartel que los anuncie. A veces ni siquiera los dejan entrar a las ferias”, suspiró.
Busqué una grieta. Algo que se resistiera. La encontré, tenue, al amanecer en el mercado Dong Ba. Mujeres con cestas de verduras discutían precios en voz baja, con esa cadencia que no está hecha para los folletos. Un niño dormía entre bolsas de cilantro. Una abuela regañaba a un vendedor por poner demasiada sal en el pescado seco. Por un momento, creí ver la ciudad original. Pero cuando el sol subió, los buses turísticos llegaron. Y ese breve latido se esfumó.
Huế no está muerta. Pero ya no habla con voz propia. Habla con acento de visitante.
Me fui con el regusto salado del café en la boca, y la certeza de que esa sal —que antes equilibraba lo amargo— hoy solo me recordaba lo que Huế dejó perder.
Huế es una ciudad que llora su propia sombra. Tiene las manos llenas de historia, pero ya no sabe cómo contarla sin que le paguen por ello.
Murallas de la antigua Ciudadela Imperial
Atardecer sobre el río Perfume
Ni bien dejé atrás Huế, el paisaje ya no era lo único que me pesaba. Iba rumbo a Ninh Binh con una carga invisible encima, un fastidio mental que venía arrastrando desde la ciudad imperial. Sentía que cada kilómetro me alejaba un poco más de la autenticidad que había encontrado en el sur. Pero Vietnam, por suerte, todavía tenía cartas bajo la manga.
El homestay familiar en el que me alojé no era lujoso, pero tenía lo justo y necesario. Agua fresca sin costo, alquiler barato de bicicletas y motos, y esa calidez vietnamita que aparece sin aviso. Apenas me registré me ofrecieron desayuno sin preguntar nada, como si la hospitalidad viniera incorporada en el precio, aunque claramente no era así.
Esa misma tarde me largué a caminar por el barrio. A diferencia de la zona de Tam Coc, saturada de alojamientos y souvenirs, donde estaba yo no había ni rastro de turistas. Caminaba solo por calles tranquilas, bordeadas por casas humildes, donde la gente me saludaba sin más intención que la de compartir el momento. Me invitaron, entre señas y sonrisas, a sentarme a ver una partida de cartas. Usaban naipes de póker, pero el juego parecía regirse por reglas propias, incomprensibles. Me preguntaron a cuál de los jugadores quería apoyar. Señalé a una señora de sombrero ancho y gesto sereno. Perdió todas las rondas de la siesta. La mufa fue instantánea. Al rato, como si entendiera que no hacía falta hablar para compartir algo, me alcanzó una taza de té tibio, con una sonrisa tranquila. Me quedé un buen rato. Nadie tenía apuro. Nadie esperaba nada.
Volví al hostel cuando el sol ya caía, cené algo simple y alquilé una bicicleta para el día siguiente. Al amanecer, ya estaba listo. A las siete, salimos con una francesa que conocí la noche anterior, sin más plan que pedalear y dejar que el camino hablara. Lo hizo con contundencia. A cada giro aparecía una nueva forma de verde: enredado en los cerros, flotando sobre los arrozales, trepando por los bordes de los lagos. Todo parecía haber sido pintado con una sola intención: hipnotizar.
El primer destino fue Tra Nang. Decidimos evitar el paseo en bote, demasiado turístico y costoso, y explorar los alrededores por tierra. Fue una decisión perfecta. La ruta serpenteaba entre arrozales y peñascos, atravesando pueblos donde la vida seguía su ritmo sin interrupciones. Me llamó la atención la cantidad de gorros cónicos rojos con estrella amarilla: una fila interminable de barqueros esperando turistas que nunca llegaban. Uno dormitaba bajo su gorra en el bote inmóvil. La postal era hermosa, pero también triste. A lo largo del camino, el trabajo femenino se mostraba en toda su diversidad: mujeres podando a machete limpio, otras paleando tierra, algunas en andamios construyendo casas. Sin fotos ni espectáculo: simplemente haciéndolo.
Más tarde, llegamos a Hang Mua. Tomamos una senda lateral, que entre vegetación espesa y caminos de tierra nos arrojó justo frente al mirador principal, ese al que se accede previo pago. Lo evitamos, sin perder absolutamente nada. El entorno era una explosión de vida. Los arrozales brillaban con un verde eléctrico casi irreal. Había helechos, flores diminutas de colores imposibles, palmas deformes y hojas anchas que crujían al paso. Me costaba seguir pedaleando: cada metro merecía detenerse, observar y quedarse un rato más.
Desde allí rodamos hasta Tam Coc. El contraste fue inmediato. Tiendas de recuerdos, grupos guiados, mochilas idénticas, restaurantes con fotos plastificadas. Encontramos por suerte un puesto de banh mi que vendía a precio local y comimos al borde de la ruta. Después, bajo una lluvia que no mojaba pero empapaba, seguimos hasta el templo. El agua alteraba todo: cambiaba el verde, le quitaba brillo y le agregaba profundidad. No era mejor ni peor, era otra cosa. Y valía lo mismo.
Volvimos tarde, cansados y satisfechos. Al día siguiente decidí quedarme una jornada más. Necesitaba escribir, reordenar ideas, vagar sin rumbo. Lo hice caminando por una ciudad que no espera nada de nadie, donde los policías saludan con la mano y donde el tiempo no corre, sino que se posa. Aproveché para sentarme en el mismo rincón del día anterior y dejar que las palabras salieran solas.
Ninh Binh también tiene sus sombras. La contaminación, invisible pero constante, se hace notar. Por las noches no hay estrellas, y durante el día el sol aparece filtrado, como si el cielo llevara una tela sucia encima. En una esquina, un nene tosió varias veces. Su madre lo miró sin sorpresa. “Antes se veían las montañas”, me dijo en inglés entrecortado. “Ahora solo los buses”.
Me fui con la certeza de que este lugar, lejos de los folletos y de las rutas convencionales, había sabido darme justo lo que necesitaba. Belleza sin escenografía. Gente sin poses. Un verde que no pide likes. Y la sensación de que a veces, cuando uno menos lo espera, el camino sabe exactamente cómo sacarte del pozo sin decir una sola palabra.
Dejé Ninh Binh con el cuerpo algo entumecido, pero con esa clase de entusiasmo que no nace del destino que sigue, sino de lo que uno busca que ocurra en él. El trayecto fue breve, casi una sacudida apenas, hasta desembocar en la capital. Hanói: nombre denso, ciudad cargada. Llegué por la tarde, lo justo para dejar la mochila en un hostel sin gracia pero con buena ubicación, y salir a enfrentar el ruido. Porque eso fue lo primero: el ruido. Un coro desafinado de bocinas que no se callan nunca, motos que zumban sin respeto por el peatón ni por el presente, vendedores vociferando a distintos tonos, y un calor espeso como sopa que no se enfría nunca.
Había elegido estar ahí por una fecha particular. El 30 de abril se cumplían 50 años de la reunificación de Vietnam. Y aunque sabía que los festejos principales tendrían lugar en Ho Chi Minh City —escenario final de aquella guerra maldita—, Hanói no se quedaría callada. Ese primer día me perdí entre las calles del centro, comí en un rincón donde servían bun cha con una sonrisa áspera y una salsa feroz, y me crucé con decenas de familias enteras vestidas de rojo y amarillo, agitando banderas, ocupando veredas, caminando como si caminar también fuera un acto patriótico.
Con la noche llegó la ceremonia. La misma chica francesa que había conocido en Ninh Binh apareció por casualidad en el hostel, y fuimos juntos hacia el escenario que ya habíamos visto armado por la tarde. Había ensayo en ese momento: coros, movimientos coordinados, hombres con cara de soldado aún sin uniforme. A las ocho en punto se apagaron algunas luces, y empezó. Lo que siguió fue un desfile escénico donde la emoción estaba al nivel del esfuerzo. Canciones con letras marciales, coreografías con fondos cambiantes, una sucesión de escenas que más que recordar la guerra, querían eternizar su triunfo.
En un momento sonó una melodía distinta. Suave, como si el ritmo viniera de otro lugar. Una canción dedicada a Ho Chi Minh. La coreografía giraba alrededor de una flor: la champa —llamada hoa đại en vietnamita—, originaria de Nghe An, el mismo suelo donde él nació. Me llamó la atención el cuidado de los movimientos, como si esa flor no se pudiera marchitar nunca. Y al mirar hacia atrás vi rostros surcados por años, hombres y mujeres de más de setenta, llorando. No de tristeza: de fidelidad.
Y entonces pensé en él.
Ho Chi Minh no fue un nombre, fue una decisión.
Nació como Nguyen Sinh Cung, hijo de un maestro confuciano, y a los 21 años se fue. Se fue de Vietnam, se fue de Asia, se fue del idioma materno. Vagó por Europa, lavando platos en París, escuchando hablar de revoluciones en bares donde los demás eran blancos. Aprendió del marxismo lo que no encontró en el budismo, y cuando la guerra tocó el siglo XX, entendió que el tiempo no se le iba a regalar a su país. Volvió clandestino, con barba rala y sueños concretos. Fundó un movimiento, escribió manifiestos, se escondió, cruzó selvas, enfermó, pero no paró. Cuando en 1945 declaró la independencia de Vietnam frente a una multitud en Hanói, no lo hizo en nombre de su figura, sino del pueblo. Nunca buscó templos ni mausoleos, pidió que lo cremaran. El Estado, claro, hizo lo contrario. Hoy su cuerpo descansa —si es que el descanso existe en el embalsamamiento— en una caja de cristal, mientras la historia lo vuelve estatua, nombre de ciudad, imagen en cada billete.
Volví al día siguiente a caminar con más intención. Recorrí el lago Hoan Kiem, cuyo nombre habla de espadas devueltas y leyendas imperiales. Vi gente pescando con hilos invisibles, enamorados sentados sin hablarse, un abuelo enseñando a un niño cómo se lanza una peonza. Me interné en el casco antiguo, donde las calles parecen querer escapar de su propio nombre, porque cada una se especializa en algo distinto: la de los metales, la de las telas, la de los funerales. Entré al Templo de la Literatura, donde el aire es más lento, y hay tortugas de piedra que cargan inscripciones tan antiguas como el orgullo nacional. Me detuve frente a la Catedral de San José, arquitectura gótica plantada con capricho entre faroles rojos y cables enredados.
Visité el Mausoleo de Ho Chi Minh, sin entrar. El lugar impone. Una caja inmensa de concreto, fría como el mármol y con el aura de un templo laico. Frente a él, filas de personas que caminan en silencio, como si pasar frente a ese cuerpo seco fuera parte de su identidad.
Cerca del mediodía, me alejé del centro y caminé hasta una calle que no tiene nombre de avenida ni se gana premios turísticos por su historia: la Train Street. Allí, entre casas que se apoyan unas en otras con la confianza de los que han sobrevivido incendios y lluvias, pasa un tren real. Uno de verdad. En medio de la calle. Cafés minúsculos, turistas con cámaras prestas, vecinos colgando ropa a un metro de los rieles. En un momento alguien grita, se escucha el zumbido y aparece. Lento, firme, avanzando como si no fuera anormal estar ahí. Los locales se corren con desgano. Las tazas de café tiemblan. Y el tren pasa. Como si nada.
Pero Hanói no me gustó.
Es difícil decirlo sin sonar desagradecido. Pero no me conquistó. El aire estaba denso, no solo de smog, también de urgencias. Todo parecía estar al borde: del colapso, del ruido insoportable, de la saturación visual. Calles sin veredas, motos invadiendo los pocos espacios seguros, basura acumulada en esquinas donde nadie barre. La humedad era constante, el calor agobiante. Y no había ni una sola brisa que viniera a ofrecer tregua. Las noches no daban descanso, y los días exigían más tolerancia que curiosidad.
Hay ciudades que te abrazan, otras que te expulsan. Hanói no me echó, pero tampoco me abrió la puerta. Se limitó a seguir con lo suyo, indiferente a mi presencia.
Antes de partir, encontré un café tranquilo donde me senté a escribir. Fue un momento raro de paz. Al fondo sonaba una guitarra sin letra, y por primera vez sentí que podía ver Hanói sin que me duela la cabeza.
Mi próximo destino sería otra cosa. Otro mundo. El norte prometía verde, montañas, aire limpio y caminos que aún no estaban asfaltados. El Ha Giang Loop me esperaba. Y aunque no lo sabía aún, ese camino cambiaría el modo en que iba a mirar todo lo que vendría después.
Llegar a Ha Giang fue, de entrada, una prueba de elasticidad mental. El bus nocturno que prometía depositarme a las seis de la mañana pegó un frenazo a las tres. Oscuridad, calles vacías y ni un letrero encendido salvo uno que rezaba “hostel”. Salté del vehículo con la mochila a cuestas y me colé sin pensar. Un catre, una ducha fría y seis horas prestadas de sueño bastaron para recomponerme antes de trasladarme al alojamiento que sí tenía reservado.
Quise quedarme dos días en la ciudad para escribir y limpiar los pulmones del smog de Hanói, pero el asunto de la moto apareció como un molesto recordatorio de que la libertad, a veces, se cotiza caro. El dueño del hostel me explicó la aritmética local: cinco millones de dongs en la comisaría para circular sin sobresaltos o, con suerte, tres millones en la carretera cada vez que un agente levantara la mano. La suma final rozaba el precio de un tour organizado, con guías gritones y cenas prefijadas, algo que mi forma de viajar descarta sin debate.
Y entonces pensé en él.
Esa misma noche barajé opciones. A la mañana, el anfitrión —que ya me había señalado donde comer pho de autor por menos de un dólar— propuso un plan: dejar la mochila grande en su trastero y salir con buses locales. “Primero Quan Ba —dijo—, después veremos”. Me pareció una invitación a la improvisación, así que acepté al instante.
El micro partió antes del amanecer y en apenas hora y media me dejó en Quan Ba. Liviano, con cámara, documentos y algo de ropa, avancé siguiendo las señas de dos niños que dominaban diez palabras de inglés y una sonrisa eterna. El sendero subía hacia el mirador de la Heaven Gate: al frente se alzaban las Montañas Mellizas, dos conos de verde perfecto que emergen simétricos del valle como gotas solidificadas. El aire olía a resina y tierra removida. Miré el reloj; todavía era media mañana.
Regresé a la carretera con la idea de pasar la noche allí, pero el azar mandó una minivan destartalada con destino a Dong Van. Subí sin dudar. Dentro viajaban abuelas, sacos de arroz, cajas de refrescos y, sobre el techo, quince gallinas que cacareaban a cada curva. El conductor detuvo la marcha a los quince minutos para almorzar; descubrí entonces que las aves también iban invitadas: gorgojeaban sobre nuestras cabezas como cronistas de la travesía.
Dong Van me recibió con un sol oblicuo y un hostel por tres dólares atendido por una familia hmong. Los Hmong descienden de montañeses que huyeron de guerras ancestrales más al norte; visten chaquetas índigo cosidas a mano, turbantes color malva y cargan canastos de cáñamo en la espalda mientras niños descalzos corretean tras cabras. Su lengua se parece a un canto de pájaros metálicos; su hospitalidad, a un abrazo silencioso. La hija mayor me consiguió, en diez minutos, asiento en el camión que reparte agua y víveres a las escuelas rurales de Lung Cu.
Salimos al amanecer. La carretera trepaba pegada a precipicios enredados de nubes. Dos horas más tarde el camión me dejó al pie de la torre de la bandera de Lung Cu —Cột cờ Lũng Cú—, una aguja roja que ondea una enseña descomunal visible desde China. Tras pagar el ticket ascendí la escalinata y obtuve un giro de 360 grados: terrazas de maíz en hileras concéntricas, aldeas diminutas como cuentas de jade y un cielo que parecía recién lavado. Desayuné tarde y partí hacia el límite septentrional del país.
El sendero se deslizaba entre arrozales espejados y casitas de barro. Saludaban voces que decían “xin chào” sin esperar respuesta, solo por el placer de que alguien pasara. De pronto el camino se interrumpió ante un telón de alambre de púas coronado por espirales aceradas: la frontera. Un río verde botella marcaba la línea exacta; del otro lado, colinas idénticas, pero chinas. Continué por una pista de tierra que los tours suelen ignorar y alcancé el punto más al norte de Vietnam. Desde la cresta distinguí kilómetros de alambrada perdiéndose en la bruma y, al volver la vista, campos de cáñamo. Aquí su cultivo es legal: fibra para tejer, aceite para cocinar; nada que ver con el cannabis psicoactivo que la ley persigue.
Regresé a Lung Cu por un atajo señalizado con el dedo de un campesino: un zigzag que cruzaba trigales y lomas de cañamo hasta desembocar en la escuela primaria. Mientras esperaba al camión, la directora me invitó a cruzar el portón. El patio era una jaula de risas febriles: niños de todas las edades perseguían pelotas invisibles, se empujaban, se abrazaban, volvían a empujarse. El caos era puro, alegre, indomable. Cuando los repartidores aparecieron al atardecer, me llevaron a cenar. El picante amenazaba incendio, pero rechazarlo habría sido un sacrilegio.
Tercer día: decidí dormir otra noche en Dong Van; me había encariñado con esa familia de silencios cómodos. A las ocho arranqué a pie rumbo a Meo Vac, decidido a cubrir treinta y cuatro kilómetros de asfalto y precipicio. Crucé todos los miradores del Ma Pi Leng Pass. El Nho Quế se retorcía en el abismo como un lazo turquesa; a los lados, gente plantaba maíz en paredes casi verticales, aferrados a la pendiente con sandalias de caucho. Cada saludo era un recordatorio de lo simple: un gesto, una sonrisa, seguir. El camino subía, bajaba, se retorcía; yo con él. Regresé a las cuatro, exhausto, pero con la certeza de haber dibujado mi propio bucle sobre el mapa sin ceder un centímetro a las caravanas motorizadas que colonizan esas curvas.
Ha Giang me enseñó que, incluso en rutas manoseadas por la industria del tour, aún se puede hilvanar autenticidad si se acepta el bus incómodo, el techo con gallinas y el cansancio de las suelas gastadas. El Loop no necesita etiqueta; necesita tiempo, curiosidad y una pizca de terquedad. Yo puse las tres cosas y recibí a cambio montañas que se tiñen de púrpura al ocaso, un patio escolar convertido en carnaval y la sensación —difícil de explicar— de haber caminado hasta el borde del país solo para descubrir que, a veces, el borde es el mejor lugar para ver el centro de uno mismo.
Después de regresar a Hanói para tramitar la visa de Laos y descartar Sapa por su turismo desbordado, la única opción que quedaba era tomar un bus hacia el extremo noroeste de Vietnam. La ruta a Dien Bien Phu fue larga, áspera, y sin grandes expectativas. Era simplemente el último punto antes de cruzar la frontera. Pero las ciudades frontera suelen esconder algo.
Llegué temprano por la mañana, y apenas bajé del bus empecé a recibir gestos amables. Un hombre me ofreció un café caliente, aunque los restaurantes aún no abrían. En el hostal, sin mediar palabra, me cambiaron dongs por kip laosianos. No es fácil encontrar esa moneda tan lejos de Laos, pero aquí, en la calma invisible del norte, todo parecía resolverse con simpleza.
Decidí quedarme dos días. Caminé por el barrio sin rumbo. Vi a los vecinos jugar dominó en la vereda; las fichas golpeaban la mesa de metal con un chasquido seco que marcaba el ritmo de la tarde. El aire olía a granos recién puestos a secar sobre láminas de plástico. Me senté bajo un árbol y dejé que las frases se ordenaran solas en el cuaderno.
Al día siguiente alquilé una bicicleta y pedaleé cincuenta kilómetros entre arrozales, ríos lentos y aldeas de la etnia Thai Dam, también llamados Black Thai. Las mujeres vestían negro satinado, faldas largas, bordados vivos en la cintura, pañuelo oscuro anudado en el cabello. Una de ellas detuvo su labor al verme pasar; señaló el cinturón rojo y verde que estaba cosiendo y murmuró en inglés entrecortado: “Esta tela cuenta nuestra historia”. Luego sonrió y volvió al telar como si nada.
Las casas sobre pilotes descansaban a la sombra; en los patios, el arroz se extendía en mantas blancas para que el sol hiciera su parte. Cuesta creer que en estas mismas colinas, donde hoy los granos se doren tranquilos, en 1954 una generación decidió el destino del país combatiendo cuerpo a cuerpo contra la artillería francesa.
Lo mejor fue entender que en este punto del mapa casi nadie se detiene. Muchos corren hacia Sapa; otros, como yo, atraviesan la ciudad en dirección a Laos sin mirar atrás. Sin embargo, detenerse fue lo que dio sentido al camino.
En Dien Bien Phu no hay atracciones programadas; hay personas que comparten café antes del amanecer y mujeres que bordan epopeyas en un trozo de seda. A veces, eso basta para que un sitio anónimo se vuelva inolvidable.