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Argentina no es un país, es un latido desbordado. Un corazón que late entre la Puna y la Patagonia, entre el tango rasguñado en los bares de Buenos Aires y el silencio cósmico de la Ruta 40. No es una geografía, es una pasión hecha tierra, un abrazo de contradicciones donde el asado y el vino se mezclan con las protestas y los sueños rotos. Aquí, el tiempo no corre: se detiene en las estaciones fantasmas del Chaco, se acelera en las calles de Palermo, y se congela en los glaciares del Calafate.
Recorrerla en seis meses es como leer una novela de Cortázar en voz alta, saltando capítulos, encontrando personajes inesperados en cada rincón. Jujuy, con su Quebrada de Humahuaca pintada por dioses borrachos de colores; Salta, la linda, donde las noches huelen a empanadas y a siglos de resistencia; Tucumán, pequeño gigante de la independencia, donde el verde de los cañaverales esconde historias de lucha. Catamarca, tierra de milagros y olvidos, donde las iglesias guardan secretos bajo el sol inclemente. San Juan, Mendoza, Neuquén: el reino del vino y del petróleo, donde los viñedos se codean con los pozos de shale, y las montañas son testigos mudos de tanto derroche y tanta belleza.
Y después, el sur. Río Negro, Chubut, Santa Cruz, Ushuaia. La Patagonia no es un lugar, es un estado del alma. Aquí el viento esculpe el carácter de la gente, y las distancias se miden en litros de paciencia. Las rutas son largas como suspiros, y cada pueblo parece un refugio de náufragos voluntarios. En Comodoro, el petróleo mancha el mar y la política; en El Calafate, los turistas fotografían el Perito Moreno como si fuera un dios de hielo que algún día se derretirá. Y Ushuaia, el fin del mundo, donde el mapa se acaba pero la imaginación sigue, hacia el blanco infinito de la Antártida.
Buenos Aires es otra cosa. Una ciudad que se cree europea, pero late con sangre latinoamericana. El Obelisco es un dedo medio al cielo, las paredes gritan con murales de protesta, y los bares de San Telmo guardan fantasmas de milongueros y poetas. En La Boca, el Caminito es un escenario de colores estridentes, pero basta doblar una esquina para encontrar calles donde el fútbol es religión y la pobreza, una herida abierta.
El Norte es místico. En las yungas de Salta, la selva susurra leyendas de duendes y almas en pena; en los valles calchaquíes, las bodegas boutique compiten con las ruinas de los quilmes, que resisten al tiempo como un puño cerrado. Catamarca es la provincia del misterio: allí, el Señor de los Milagros atrae peregrinos, y el silencio del desierto es más elocuente que cualquier sermón.
El Centro es la pampa infinita, donde el horizonte se pierde y el gaucho se volvió camionero. Pero en las estancias, el asado sigue siendo ritual, y el mate, la excusa perfecta para contar historias que crecen con cada vuelta. Córdoba, la docta, la rebelde, con sus sierras verdes y su legado jesuita, pero también con sus boliches donde el cuarteto suena a grito pelado.
Y después está el Litoral. Entre Ríos, Corrientes, Misiones. La tierra del chamamé, de los ríos que son caminos, de la yerba mate que alimenta mitos y madrugadas. En Iguazú, las cataratas rugen como un monstruo sagrado, recordándonos que la naturaleza aquí manda, aunque los políticos se crean dueños del paisaje.
Argentina duele. Duele su inflación, su corrupción, su eterno ciclo de esperanzas y decepciones. Pero también enamora. Enamora su gente, que te recibe con un "che" aunque no te conozca; sus paisajes, que parecen sacados de un cuadro de Quinquela Martín; su cultura, que es un crisol de italianos, españoles, indígenas y tantos otros que vinieron a buscar un futuro y se quedaron a construir este presente imperfecto.
Viajar por Argentina no es un viaje, es una confesión. Es descubrir que este país no se explica, se vive. Se llora, se canta, se maldice y se ama, a veces todo al mismo tiempo. No hay una Argentina, hay millones, tantas como argentinos caminando sus calles, soñando sus sueños, peleando sus batallas.
No es un destino. Es un desafío.
Lee la Historia de ArgentinaCapital: Buenos Aires
Población: 46.6 millones (2023)
Idiomas: Español (oficial), italiano, inglés y lenguas indígenas en algunas regiones
Superficie: 2.78 millones km² (8vo país más grande del mundo)
Moneda: Peso argentino (ARS). Tipo de cambio aproximado: $1 USD ≈ 900-1000 ARS (varía constantemente)
Religión: Mayoría católica (62.9%), pero estado laico
Alfabetismo: 99%
Sistema político: República federal presidencialista
Zona horaria: UTC-3 (no hay horario de verano desde 2020)
Electricidad: 220V, 50Hz (enchufes tipo C e I)
Turistas de la mayoría de países latinoamericanos, Europa y Norteamérica: No requieren visa para estancias hasta 90 días.
Proceso de entrada:
Extensiones:
Enlaces oficiales:
Buenos Aires:
Bariloche:
Mendoza:
El Calafate (Glaciar Perito Moreno):
Salta:
Consejos:
Buenos Aires - Córdoba:
Buenos Aires - Mendoza:
Buenos Aires - Bariloche:
Bariloche - El Calafate:
Subte (metro):
Colectivos (autobuses):
Taxis y Uber:
Trenes: Limitados pero útiles para algunas rutas como Buenos Aires-Rosario o Buenos Aires-Mar del Plata
Alquiler de autos: Desde $15,000 ARS/día (recomendado para Patagonia y rutas del vino)
Consejos:
Regiones y temporadas:
Eventos importantes:
Dinero:
Salud y seguridad:
Cultura y etiqueta:
Conectividad:
Comida típica:
El Argentina de los mercados populares, paisajes infinitos y tradiciones donde gauchos, inmigrantes y pueblos originarios mantienen vivas sus costumbres.
Argentina es el tango que suena en un conventillo de La Boca y el silencio cósmico de la Puna. Es el olor a hierba mate en el subte porteño y el perfume de los lapachos en flor en Tucumán. Es el grito "¡Vamos Argentina!" en una cancha de fútbol y el susurro del viento en los cañadones patagónicos. Es el país donde los nietos de europeos preparan ñoquis el 29 y los pueblos originarios tejen su memoria en ponchos de colores imposibles.
Este territorio que fue testigo de glorias y derrotas, de dictaduras oscuras y marchas históricas, de crisis que partieron el alma y resurgencias inesperadas. Argentina carga su historia como los fileteadores cargan sus pinceles: con dolor y belleza mezclados. Las Madres de Plaza de Mayo siguen caminando, los desaparecidos siguen presentes, y el país sigue buscándose en ese espejo roto que es su memoria.
Pero Argentina también es la carcajada en un asado entre amigos, donde la carne es religión y el chimichurri su sacraunción. Es el orgullo del dulce de leche casero y la discusión interminable: ¿Manteca o crema en los medialunas? Es quedarse hasta el amanecer discutiendo de política, fútbol y poesía, porque aquí todo es pasión.
En el Norte, la tierra sangra en los cerros de Jujuy y las mujeres collas venden humitas envueltas en chala. En la Pampa, los gauchos siguen domando potros mientras el sol se hunde en un mar de pasto. En la Patagonia, los hielos milenarios crujen como fantasmas, y en Buenos Aires, los libros usados de Corrientes guardan sueños ajados.
Viajar por Argentina es dejarse atravesar por sus contradicciones: la elegancia europea de sus teatros y la tierra roja que se pega a las botas. El país del "che, boludo" y del "usted no sabe quién soy yo". Del malbec que enamora y la burocracia que exaspera. Donde el tiempo a veces corre como el colectivo 152 y otras se detiene como un atardecer en Tilcara.
Argentina duele. Argentina enamora. Argentina es ese amor complicado que no se puede dejar, aunque a veces duela. Es quedarse prendado de una milonga en San Telmo, de un camino de tierra en Cafayate, del reflejo de los cerros en las Salinas Grandes. Es descubrir que en cada pueblo hay una plaza con palmeras, una panadería con facturas calientes, y alguien dispuesto a contarte su vida mientras el mate circula.
Este país no cabe en postales. No se reduce a Evita, al Che, a Messi o a Borges. Argentina es también la señora que te sirve empanadas en un puesto de Salta, el pescador que te cuenta su día en Puerto Deseado, el estudiante que protesta en Córdoba. Es un rompecabezas infinito que cada viajero arma a su manera, llevándose no un recuerdo, sino una pregunta: ¿Cuándo volveré?
Porque Argentina, como el buen tango, te marca el alma y no te suelta más.
Hay algo difícil, casi imposible, en empezar a escribir sobre el propio país. No por falta de palabras, sino porque todo lo que uno diga suena a poco. Pero Tilcara fue el disparador de un viaje largo —seis meses sin ruta fija— y, desde ahí, vale contar.
El viaje empezó mucho antes de la mochila. Empezó en un monoambiente donde el aire olía a spray desinfectante y café recalentado, mientras la televisión repetía curvas de contagios y goles viejos. Mis días eran un loop de Excel, cerveza tibia y permisos impresos en papel gris. Con el tiempo entendí que vivía atrapado en una idea que no era mía. Trabajaba como si el trabajo fuese un fin, con el único alivio de esos veinticinco días al año en los que huía del escritorio. Volvía eufórico, pero esa alegría se evaporaba en dos semanas, como vapor contra un vidrio.
Llegó un martes pegajoso. Apreté “enviar” en un mail que exigía más salario, un plan de carrera y el fin de urgencias eternas. Sabía que no lo firmarían. Firmé la renuncia en la misma mesa, con el café ya frío y la lluvia tamborileando en los vidrios por última vez. Al salir, la tarjeta magnética pesaba como plomo. La dejé caer en un cesto; sonó hueca, definitiva.
Quince días después, llamó Recursos Humanos. Su voz sonaba a motor que no sabe apagarse: que si podía volar a Buenos Aires, que alguien se había ido, que era urgente. Ofrecían la misma paga, prorrateada. Respondí “no” y sentí el olor de algo que arde pero no duele: nafta de moto tibia, tierra que se prepara para la lluvia.
Esa noche marqué el número de mi viejo. Escuché el chisquido de su encendedor antes de que atendiera. “Viejo, renuncié”. Hubo dos segundos de silencio, una exhalación de humo que pareció cruzar el teléfono. “Por fin, pelotudo”, dijo. Ya estaba todo dicho. El viaje había empezado.
Lo primero que sentí al salir de Córdoba fueron 1.100 kilómetros de asfalto y ninguna certeza real, salvo que no iba a volver. El auto avanzaba casi solo, cruzando paisajes que mi cuerpo registraba menos que mi cabeza. Tilcara me recibió de noche, con los dedos congelados en el volante y los ojos secos. Dormí como no dormía desde niño.
Tilcara fue base durante veinte días. Un hostel en temporada baja, desayuno incluido y precio ridículo. Desde ahí salí a Humahuaca, Uquía, e incluso crucé hasta Iruya y San Isidro —eso vendrá en el capítulo de Salta—. La libertad que da un auto no se alquila; se conquista.
El hostel era una ruleta diaria de personajes. Edu de Floresta, fanático de La Renga; Cufa, hippie de San Antonio de Areco; Juli, porteña enamorada de Jujuy; Santi, con quien comparto día y año de nacimiento; Diego, Flor, Lucio, Alvarito de Rosario. Algunos duraron una noche, otros una semana. Compartimos asados, birras, caminatas, trekkings, charlas a la intemperie.
Conocer gente todo el tiempo tiene algo hermoso y algo cruel. Hermoso porque cada rostro nuevo es una posibilidad; cruel porque lo efímero se vuelve rutina y confunde recuerdos. Pero algo queda, aunque no sepa dónde guardarlo.
Hay algo adictivo en esa dinámica: cada desayuno era una lotería emocional. Tal vez alguien se iba, tal vez llegaba una historia de vida tan distinta que te hacía repensar la tuya. Compartir desde cero, todo el tiempo, también exige. Pero si uno está abierto, el viaje empieza a vivirse en las personas tanto como en los paisajes.
Uno de esos días, con Juli, Flor y Diego, fuimos a visitar las cuevas de Waira. El recorrido se hace con Mamani, un líder espiritual de la comunidad colla local. Caminamos lento, entre pausas donde Mamani hablaba sobre lo esencial: la familia, los amigos, el tiempo como recurso sagrado. Cuando llegamos a la cueva, nos sentamos en círculo, apagamos las linternas y quedamos en una oscuridad total, húmeda, donde el aire parecía dosificado.
Mamani pidió silencio y propuso un diálogo interior. Que pensáramos si éramos felices, si vivíamos como queríamos, si estábamos siendo fieles a lo que sentíamos. Habló del perdón, del vínculo con uno mismo. A mi alrededor se escuchaban sollozos, pero no sabía de quién. Esa oscuridad compartida revelaba mucho más que cualquier charla. Yo, que no soy particularmente creyente, sentí que todo aquello se hacía desde un deseo genuino de ayudar. Volvimos a Tilcara en silencio, cada uno con su propia respuesta entre pecho y garganta. La experiencia fue espectacular.
También caminé solo a la Garganta del Diablo. El sendero sube entre cactus y polvo rojo; el silencio lo rompe apenas un viento que silba. La garganta aparece de pronto, una hendidura con una cascada que cae sin preguntar. Me senté y dejé que el eco llenara los huecos que la oficina había dejado.
Tilcara se balancea entre lo turístico y lo auténtico. Casas de adobe, peñas donde la música sale sin micrófono, puestos de artesanías y empanadas con comino. De día el sol abriga; de noche el frío muerde, y el auto amanece cubierto de escarcha. Los gustos son intensos: tamales humeantes, locro espeso, humitas dulces que sabés que vas a extrañar en cuanto cruces el río Grande.
Tilcara fue mi primer nido. Desde aquí salí cada día a otros destinos jujeños, como si el viaje hubiese echado raíces en esta tierra dura y colorada. Lo que viene después tendrá su propio relato, pero todo empezó acá. En este punto del mapa que, sin saberlo, se convirtió en el primero al que quise volver.
Mi primera salida desde Tilcara fue hacia un pueblo que parecía detenido en el tiempo. Purmamarca se me presentó temprano en la mañana, aún tibia de sueños, con las calles vacías y un frío seco que corría por las piedras como un susurro antiguo. El azar —o quizás el invierno— me regaló un estacionamiento libre, cosa prácticamente imposible en esa zona, sobre todo en temporada alta. Me bajé del auto como quien entra a un templo: en silencio, despacio, cuidando no alterar nada.
Recorrí las primeras cuadras sin apuro. Apenas el murmullo de mis pasos sobre la tierra era suficiente para quebrar la quietud. El pueblo todavía no despertaba del todo. Al poco andar me topé con el inicio del Camino de los Colorados, una senda que se abre detrás del caserío y serpentea entre cerros de colores encendidos. El sendero se despliega como un anfiteatro mineral, con paradas naturales que invitan a sentarse, mirar, respirar. Cada curva ofrece un nuevo punto de vista: un borde que cae en picada hacia un cauce seco, una pared de arcilla rojiza surcada por líquenes, un horizonte estriado de verdes opacos y amarillos calcinados. No me crucé a nadie. Avancé con calma, trepando sin prisa.
La caminata terminó en un lugar que, sinceramente, me marcó. A mis pies, como un sueño plantado en lo alto, aparecía la mejor canchita de fútbol que vi en mi vida. Rústica, cercada por piedras, sin arcos, sin líneas pintadas, pero rodeada de un anfiteatro natural de colores que parecían brotar desde la raíz misma de la tierra. Me senté ahí, saqué el mate y me quedé un buen rato mirando a unos pibes que jugaban, sin árbitro, sin reglas, con una pelota más gastada que los botines. El partido era desparejo pero nadie protestaba. Las carcajadas se mezclaban con el eco seco de los pelotazos y el silbido persistente del viento.
Eran las diez de la mañana cuando decidí encarar el segundo tramo del día: el ascenso al mirador que se levanta justo enfrente del pueblo, desde donde se puede ver, sin interferencias, el Cerro de los Siete Coloresen todo su esplendor. Esa hora es clave. Si uno sube por la tarde, el sol se esconde detrás del cerro y lo deja apagado, opaco. Pero en la mañana, la luz le pega de frente y lo hace brillar como si estuviera recién pintado. Me llevó media hora llegar. El cuerpo, todavía en proceso de adaptación a la vida en movimiento, empezaba a acostumbrarse. Para alguien como yo, que venía del más absoluto sedentarismo laboral, y que apenas si se movía de la silla para ir a jugar al paddle los fines de semana, ese tipo de actividad física representaba un cambio radical. Me senté arriba, sin decir nada, y me quedé mirando.
Alrededor del mediodía, bajé al centro del pueblo y recalé en la plaza, que ya hervía de turistas y feriantes. Fue ahí donde conocí a Doña Helena, una señora de raíces colla que tenía un puesto de tortillas al carbón en una esquina. La vi mover los discos de masa con una habilidad hipnótica, con los dedos curtidos por el fuego y el tiempo. Me acerqué, le compré tres: dos para el almuerzo, una para la vuelta. Y te digo algo con total sinceridad: las tortillas de Purma son mejores que las de Tilcara. No lo digo por generar polémica, pero es la verdad. Espero que ningún local se ofenda.
Ese día no me alcanzó el tiempo para ir a las Salinas Grandes. Lo tenía planeado, pero los relojes se ríen de los planes. Igual, esa parte la contaré más adelante, en otra galería.
Lo cierto es que volví a Purmamarca el 30 de diciembre de 2024, en un momento completamente distinto. Había regresado de Italia para visitar a mi familia y mis amigos, y ya no podía quedarme quieto. Sentía que algo me tiraba hacia el norte otra vez. Quería vivir un Año Nuevo distinto, lejos de brindis formales y fuegos artificiales sin alma. Así que el 29 armé la mochila y salí de mi casa. Dormí en Salta, agotado, y al otro día seguí camino hasta Purma, donde pasé la noche del 31.
Esa última noche del año me recibió en un hostel modesto, donde nadie se conocía pero todos parecían viejos amigos. Brindamos en círculo, con vasos de plástico, deseándonos cosas simples: salud, amor, caminos abiertos. Después nos fuimos a un barcito a tomar unas birras y a mover un poco el cuerpo al ritmo de una cumbia que salía de unos parlantes desvencijados. En ese trajín conocí al viejo Álvaro, un uruguayo de barba tupida que decía haber vivido tres vidas. También estaban Pika y Magui, rosarinas orgullosas, simpáticas hasta el cansancio, de esas personas que transforman cualquier charla en una anécdota. Y completando el plantel, Laureano y Victoria, entrerrianos que también vivían en Rosario y que tenían una risa contagiosa. Con ellos nos hicimos un pequeño clan.
El primer día del año amanecimos con resaca pero decididos, y fuimos directo a Maimará, a presenciar lo que allí llaman la liberación del alma del diablo, una fiesta que no se parece a nada.
Y es ahí donde todo se descontrola, pero de la mejor manera posible. En Maimará, el 1º de enero, el pueblo entero se transforma en un escenario donde la música, la comida y la espuma lo cubren todo. La celebración arranca al mediodía, cuando el calor ya empezó a hacer de las suyas. Las calles se llenan de familias, de grupos de amigos, de puestos improvisados que venden empanadas, locro, tamales. Hay vino por todos lados, pero no del fino: vino con pomelo, con Secco, con lo que haya. Lo importante es brindar. Y brindar seguido. La espuma vuela por los aires como proyectiles de felicidad líquida. Nadie se salva: te tiran en la cara, en la ropa, en el pelo. Y vos te reís. Porque allá no hay espacio para hacerse el ofendido.
La música no para nunca. Bombos, cajas, cuerdas, parlantes al mango. Suenan comparsas, cumbia norteña, zambas aceleradas. Bailan los viejos, los chicos, los que no saben bailar. Hay alegría desbordante, pero no esa alegría fingida de eventos armados, sino una que nace de adentro, de la tierra misma, de la comunidad que se reconoce en cada abrazo, en cada espuma en la cara. La gente te abraza sin conocerte, te ofrecen un vaso, te invitan a su mesa. Sos uno más.
Por momentos, entre el calor, el vino, la música y la espuma, sentís que no estás en el norte de Argentina, sino en una dimensión paralela donde todo está permitido menos estar serio. Algunos se disfrazan, otros se pintan la cara, los nenes corren entre los adultos con botellas de plástico rellenas de espuma casera. Y ahí, en medio de todo eso, entendés que el carnaval no es una fecha: es una forma de vida.
Cuando el sol empezó a bajar, nos volvimos a Purmamarca. La ropa empapada, la piel todavía pegajosa, la voz ronca de tanto cantar. Pero con el corazón lleno. Era apenas el primer día del año y ya tenía una historia que contar. Ahora, ya listo para seguir viaje, miro hacia el norte con otros ojos. Me esperan La Quiaca y Yavi, pero esas historias, créanme, merecen su propio capítulo.
Una de esas mañanas en que el sol todavía no calienta y el silencio sigue teniendo sabor a noche, salí solo en el auto rumbo a Salinas Grandes. Con la misma rutina de siempre, crucé Purmamarca y paré apenas a desayunar, sabiendo que ese tramo de ruta ya me era familiar, casi doméstico, como si el asfalto se hubiese aprendido mis movimientos. Sin prisa pero sin pausa, encaré la Cuesta del Lipán.
Subir por la Cuesta es como deslizarse por una espiral que nunca termina. El Honda Fit, fiel compañero de ruta, se aferraba al camino como podía. Las curvas serpenteaban entre cerros de colores y sombras, y cada giro parecía una invitación al vértigo. A medida que ascendía, el aire se volvía más fino y el silencio más profundo. Me detenía cada tanto, no por necesidad del motor, sino porque el paisaje exigía respeto. En una de esas curvas, el sol se coló entre las montañas y apareció la planicie: una línea blanca infinita recortando el horizonte.
Ya arriba, la ruta se aplana y el volante se relaja. Manejar entre salares es como hacerlo sobre un sueño seco y mineral. Paré, pagué la entrada, me sumé a un tour de esos que uno comparte con gente que no volverá a ver jamás. Caminamos juntos por esa inmensidad que parece de otro mundo, donde el suelo cruje bajo los pies, el aire refleja luz con una violencia casi insolente y las grietas dibujan formas imposibles.
Las Salinas, milenarias y vastas, te envuelven con su blancura hostil. Los montículos de sal acumulada parecían pequeñas montañas de azúcar fosilizada. Entre charlas sueltas y pasos lentos, me tomé un tiempo para sentarme solo, sacar el mate, y dejar que la retina se sature. El suelo parecía cielo, y el cielo se volvía sal. Una calma abrumadora, de esas que te hacen olvidar el reloj y los planes.
Sin embargo, esa paz tuvo su grieta. Empezaron a pasar camiones. Muchos. Demasiados. Ruidosos, pesados, con sus cajas cargadas de algo que claramente no era sal para la cocina. Iban y venían sin cesar, rompiendo el silencio y el paisaje. Entonces entendí: litio. El oro blanco. El recurso que mueve al mundo moderno.
El Triángulo del Litio —Argentina, Bolivia, Chile— aloja más del 50% de las reservas mundiales. En teoría, una bendición. En la práctica, ¿a qué precio? ¿Cuánta agua se evapora para extraer cada tonelada? ¿Qué dicen las comunidades originarias? ¿Alguien les pregunta? ¿Quién regula este saqueo silencioso? En Salinas Grandes, particularmente, los pueblos kollas y atacamas vienen resistiendo hace años el avance extractivista. Con razón: se trata de un ecosistema frágil, donde el agua es escasa y sagrada. ¿Estamos dispuestos a regalarlo todo por baterías más duraderas?
La vuelta a Tilcara la hice en silencio. El camino era el mismo, pero yo no. Esa noche, me esperaban con un asado en el hostel. El fuego, los choris, las risas. Todo parecía normal. Pero yo sabía que algo había cambiado. Que allá, detrás de los cerros y la sal, hay una herida que no se ve en las postales. Y que si no la miramos de frente, nos va a salpicar a todos.
Había algo en Humahuaca que me picaba la curiosidad desde que puse un pie en la Quebrada. Una intuición callada, de esas que no sabés bien de dónde vienen pero no te abandonan hasta que las enfrentás. Esa mañana salí temprano desde Tilcara, solo, sin avisar a nadie. Necesitaba recorrer ese pueblo con mis propios ojos, mis tiempos, mis pasos. Humahuaca me esperaba con su música filtrándose por las ventanas, los graffitis vivos en las paredes y las peñas aún dormidas pero listas para desperezarse con la primera guitarra.
El objetivo era claro: llegar al Hornocal. Con mi Honda Fit ni pensarlo. El camino es una trampa para autos bajos. Así que aguardé a que se completara una Toyota Hilux. Subí con tres pibas de Sáenz Peña, Chaco. Entre mates y hojas de coca descubrimos que el novio de mi hermana era de su ciudad y que la madre de una de ellas le había dado clases. El mundo, a veces, se reduce a un aula.
Saúl, el chofer, jujeño e hincha de Independiente, conducía con una mano y con la otra desgranaba hazañas de Bochini. No tiene trofeos recientes, así que repite glorias antiguas como mantras. La altura nos envolvía; el Hornocal apareció de pronto, como si hubiese estado esperando la señal para mostrarse.
Subimos casi hasta los 4.900 m. Cada paso negociaba espacio con el aire. Las capas multicolores del cerro —rojos, lilas, verdes, ocres— parecían pinceladas de una lógica mineral imposible. Geológicamente asombroso, culturalmente vertebral: símbolo kolla, altar natural donde todavía se levantan apachetas y ofrendas a la Pachamama. Hoy llegan camionetas y flashes, sí, pero la montaña sigue imponiendo su silencio.
Me senté frente a esa pared cromática y dejé que el vértigo se mezclara con la gratitud. Entendí que algunos lugares existen para recordarte lo pequeño que sos y, al mismo tiempo, lo afortunado que resulta estar vivo.
De regreso, Humahuaca olía a tierra y fiesta. Fui directo a la peña de Fortunato Ramos. Lo conocía por ese video de Divididos donde entra con su erke, un tubo de más de dos metros que sopla como si hablara con el viento. Lo saludé; se iba de viaje. Adentro, los cantores se turnaban entre coplas y zambas, y el vino corría sin pudor. Yo no tomé: debía manejar. Pero me di el gusto de un estofado de llama: carne firme, cocida largo, acompañada de papines, cebolla morada y un ají que calentaba sin lastimar.
Volví a Tilcara al atardecer. Una hora de ruta alcanzó para entender la lección: en Jujuy la música no adorna; sostiene. Los sikus, las cajas, los erkes, los charangos: todo convive, todo cuenta algo que los libros de historia apenas insinúan. Humahuaca no fue una excursión; fue una puerta a otra Argentina, donde la identidad se canta y las montañas hablan en colores.
Mi próximo objetivo era el Puente del Diablo, una formación natural legendaria escondida en la punta norte de la Quebrada de Humahuaca, cerca del pequeño pueblo de Tres Cruces. La caminata era exigente: trepar hasta casi 4.000 metros de altura, por senderos empinados y rocosos. Sabía que no era algo para hacer solo, así que arranqué hiper temprano con el auto, rumbo a ese caserío de apenas 300 habitantes, pegado a un control de Gendarmería. Allí me asignaron a Jorge, un guía local, amable y sereno.
Durante los cinco kilómetros de tierra que hicimos en el auto, abriendo y cerrando tranqueras, Jorge me contó su historia: padre de tres chicos, luchando para sostener a su familia en un pueblo que lentamente se apaga. Los adolescentes migran, buscando futuro en otros destinos. Los que quedan envejecen, y el pueblo se vacía de voces jóvenes. La caminata arrancó dura, entre frío y escarcha. El ascenso me pesó: todavía no tenía ni la experiencia ni la forma física que tengo hoy. Pero valió cada paso.
El Puente del Diablo apareció como una herida en la montaña: un arco de piedra que desafía la gravedad y da nombre a un mito ancestral. Según la leyenda local —de raíces andinas mezcladas con el sincretismo colonial— el Diablo quiso unir dos cerros para pasar con su ganado sin descender al valle. A cambio pidió las almas de los pobladores, pero fue engañado por un viejo sabio que lo desafió con acertijos. Furioso, el Diablo desapareció, dejando el puente como única huella de su paso. Hoy, el lugar mantiene una energía particular, casi sagrada, entre formaciones rojas y el viento que aúlla como si contara la historia una y otra vez.
Ya en la cima, el hielo crujía bajo mis pies. El aire se volvía escaso, pero las vistas eran inabarcables. A la vuelta, con el sol golpeando más fuerte, todo se hizo más llevadero. Me despedí de Jorge al regresar al pueblo y paré a almorzar en el único puestito abierto: el de Doña Rosa y su marido Raúl. Se sentaron conmigo, tímidos pero cálidos. Me hablaron de sus hijos que ya no están, de la vida que resiste ahí, de la tristeza de ver que el pueblo ya no ofrece horizontes. “No nos vemos viviendo en otro lado”, me dijeron. “Pero sabemos que el pueblo se va a quedar sin gente.”
Hablaron también del litio, de las promesas que nunca se cumplen, de la salud deteriorada de quienes trabajan en las minas. Y sin embargo, seguían ahí, firmes, como si ese pedazo de tierra no los dejara ir. Compartimos palabras, comida y silencios. Me fui sabiendo algo más importante que cualquier coordenada: viajar no es solo llegar a un lugar, es encontrarte con quienes lo habitan.
Ese día no solo conocí el Puente del Diablo ni admiré desde la ruta la formación conocida como el Espinazo. Ese día comprendí lo esencial que puede llegar a ser sentarse a charlar con la gente de un pueblo remoto. Lo que te enseñan sin querer, lo que transmiten sin buscarlo. La hospitalidad silenciosa, la sabiduría cotidiana, la capacidad de resistir. Porque viajar, cuando es genuino, no trata solo de paisajes. Trata de personas.
Una mañana cualquiera, de un día cualquiera en Tilcara, había decidido por fin descansar. No hacer nada. Después de una semana de andar y venir, de estar todo el tiempo activando, el cuerpo me pedía una pausa. El hostel estaba vacío, el desayuno tranquilo. Hasta que apareció Edu, el loco Edu, con su tonito porteño y su humor ácido, a romper el silencio. “¿Qué vas a hacer? Dejate de boludear, andate a Uquía con el auto, te tomás unos mates y te mandás el trekking de la Quebrada de las Señoritas”. Así me lo dijo. Y yo, que ya me estaba acostumbrando a que todos los días pase algo, arranqué.
Uquía está a unos 20 minutos de Tilcara, así que no había apuro. Llegué sin demasiada planificación, estacioné y me fui derecho a caminar. Quería ver de qué se trataba esa quebrada que tanto nombraban, pero que nunca aparecía en los mapas turísticos más comerciales.
La Quebrada de las Señoritas es un rincón marciano en medio del norte argentino. Una serie de formaciones rojizas, profundas, abruptas, como si la tierra se hubiese abierto en cicatrices inmensas de piedra. Caminás entre paredones altos que cambian de color según la hora, con pasillos estrechos, cuevas ocultas y una textura que va del polvo suave al filo cortante del cuarzo. Si acercás la mano a las paredes sentís el caldo de la piedra caliente; si acercás la nariz, huele a tierra quemada y a algo antiguo, como si guardara siglos en sus grietas. En medio de ese silencio total apareció una casa de adobe derrumbada, con grafitis casi borrados en una pared; alguien había vivido allí, alguien había desaparecido. La soledad, de pronto, se hizo más grande.
Cuenta la leyenda que, durante la invasión española, un grupo de mujeres indígenas se refugió allí para no ser capturadas, y que sus espíritus aún rondan la quebrada. Por eso el nombre: Quebrada de las Señoritas. Hay algo místico en el aire, algo que no se puede explicar, como si el lugar tuviera memoria propia. En el tramo final, ya casi de regreso, levanté la vista y vi dos o tres cóndores volando por encima mío. Esos animales majestuosos pueden alcanzar hasta 5.000 metros de altura y tienen una envergadura de casi tres metros. Me quedé una hora con el cuello para arriba, viendo cómo planeaban en silencio, buscando desde el cielo a algún animal muerto que les marque el almuerzo. Son el alma de los Andes.
Había llevado unos sándwiches, pero no fueron suficientes. Así que bajé a Uquía a comer algo más. No recuerdo el nombre del restaurante (sí, estoy escribiendo esto desde Luang Prabang, en Laos, cuatro años después, sin apuntes... lo mío no fue lo más profesional), pero sí recuerdo que comí excelente. Una humita bien picante, con ese ají molido que te hace lagrimear pero no podés parar, y el perfume del maíz tierno mezclado con albahaca.
Después de almorzar, fui a visitar la Iglesia de San Francisco de Paula, construida en el siglo XVII. Por fuera, es simple, de adobe y tejado bajo. Pero adentro guarda un tesoro: los ángeles arcabuceros. Son pinturas coloniales traídas desde Cuzco, en las que los ángeles no llevan trompetas o espadas, sino arcabuces —armas de fuego. Esa mezcla de iconografía católica con influencia indígena le da a la iglesia un aire completamente único. Los ángeles parecen soldados virreinales, con trajes de gala y rostro sereno. Un sincretismo visual que te deja pensando largo rato. Mientras miraba los frescos, la anciana que barría el piso murmuró, sin levantar la vista: “Aquí el tiempo no se apura, chango, se queda nomás.” Y siguió barriendo como si esa frase fuese tan corriente como el polvo.
De regreso pasé por Huacalera, otro pequeño pueblo sobre la ruta 9, a pocos kilómetros de Uquía. A simple vista parece un caserío más en la Quebrada, pero tiene algo que lo hace especial: ahí pasa el Trópico de Capricornio. Y no es un dato simbólico, está marcado con un gran monolito que indica el punto exacto donde esta línea imaginaria cruza Sudamérica. El Trópico de Capricornio es uno de los cinco principales paralelos del planeta y marca el límite más austral en el que el sol puede estar directamente sobre la cabeza al mediodía. Estar parado justo ahí, en ese punto, tiene algo magnético. Pensar que ese mismo trópico cruza Brasil, Madagascar y Australia, y que ahí, en medio de Jujuy, uno se para sobre él con un mate en la mano. La geografía deja de ser teoría y se vuelve experiencia. Huacalera, además, tiene su iglesia colonial, casas humildes, gente amable y una calma que te desacelera todo. Uno de esos lugares donde el tiempo parece andar más lento.
Fue un día redondo. El trekking de la Quebrada de las Señoritas fue brutal, tanto por su belleza como por la soledad que te permite conectar con todo. Uquía me sorprendió con historia, arte y comida, y Huacalera me enseñó que el mundo está lleno de líneas invisibles que pueden marcarte más que muchos mapas. Jujuy, una vez más, me dio más de lo que buscaba. Y ya no quería parar.
Marcelo, el anfitrión que me hospedaba en La Quiaca, no dudó un segundo:
—No te quedes acá, el sol te va a matar. Andate a Yavi, es un pueblito de verdad.
Tenía razón. A menos de 20 minutos en auto, el calor parecía menos cruel y el silencio tenía otro peso.
Yavi se siente antiguo, pero no en el sentido turístico. Es un pueblo con historia, sí, pero sobre todo con vida. Lo primero que me llamó la atención fueron las personas: hombres y mujeres que parecían no tener apuro en nada, que saludaban con la mirada limpia, sin disfraz. Una señora me ofreció agua fresca desde el umbral de su casa sin preguntarme ni quién era. Un abuelo que pastoreaba cabras al borde de la ruta me dio charla como si fuésemos viejos conocidos. Esas cosas no se olvidan.
A lo largo del camino que bordea el pueblo aparecen pequeños tesoros. Un viejo molino, construcciones de adobe medio vencidas por el tiempo, unos miradores que regalan vistas de la puna y de los cerros vecinos, todo como si estuviera dispuesto sin querer, sin buscar impresionar. Son lugares que no gritan, susurran.
Me detuve en el Club Gimnasia de Yavi —sí, así se llama—, una especie de centro social que también funciona como bar. Me senté solo a tomar un café mirando una cancha de tierra batida, donde unos chicos jugaban como si el tiempo no existiera. Fue un momento simple, pero sincero. Como todo Yavi.
La iglesia del pueblo se impone sin necesidad de ser enorme. Está construida con piedra y cal, de esas que parecen haber estado ahí desde siempre. Adentro huele a cera derretida y madera vieja. No había nadie cuando entré, pero el silencio estaba lleno. Sentí respeto, incluso sin ser creyente.
La vuelta a La Quiaca fue breve, pero me alcanzó para entender que había estado en un lugar real. En la ciudad ya todo estaba listo: mochila armada, papeles resueltos, pasos pensados. El cruce a Bolivia era inminente.
Antes de irme, pasé por el Monumento a las Malvinas. Está al costado de la ruta, casi como escondido, pero no pasa desapercibido. Tiene una dignidad que se impone sin necesidad de mármol ni grandilocuencias. Es norteño también. Austero y sincero.
Epílogo
Yavi es de esos lugares que no buscan turistas, pero te reciben como si fueras familia. No hay shows, ni postales, ni menú bilingüe. Lo que hay es verdad. Gente que vive como vivió siempre, cerros que resisten al tiempo y un aire que te limpia la cabeza. Es un paréntesis dentro del viaje. Un recordatorio de que no todo está diseñado para ser contado; algunas cosas son solo para ser vividas.
Esta fue el último pueblito jujeño que conocí, allá por los primeros meses del 2024. Llegué a Susques a las dos de la tarde, acompañado por tres policías que hacían dedo en la ruta. Eran fanáticos de Milei, y a los diez minutos ya tenía ganas de bajarlos del auto. Pero en lugar de discutir, cambié de tema: pasamos al fútbol. Ahí la cosa tomó otro color, por suerte. Eran de San Salvador y trabajaban por turnos en la zona, uno de los lugares más tranquilos del planeta para ser policía. Uno de ellos me contó que iba a ser padre. Los tres conocían la ruta de memoria, y luego de cada curva me avisaban si había pozos o no. No fallaron nunca.
Después de dejarlos en su puesto, me quedé recorriendo. Conseguí una habitación económica para pasar la noche y me fui a comer algo. El pueblo me recibió con su clásica calma andina, con calles casi vacías, pocas construcciones y ningún turista a la vista. Era un lugar de paso para la mayoría, pero para mí fue una pausa antes del desierto. A lo lejos, los cerros y el viento; cerca, el silencio y el cielo limpio. Susques tiene algo que se escapa de las fotos: la tranquilidad total.
Entre las cosas para ver, destaca la iglesia de Santa Rosa de Lima, construida enteramente de piedra y adobe, con techo de cardón. Es una de las más antiguas de la región y tiene un aire místico que le da el paisaje desértico que la rodea. A un costado, el cementerio viejo, rústico, con cruces de madera y flores secas, enmarca bien la estética de la Puna.
También hay artesanías locales hechas con lana de llama y alpaca, murales que representan escenas puneñas, y una pequeña feria donde podés comprar hojas de coca, charangos, bufandas o simplemente charlar con alguien del lugar. El salar de Olaroz no está muy lejos, y aunque no lo visité en profundidad esta vez, sé que es uno de los grandes paisajes de la zona, especialmente cuando se refleja el cielo.
A la mañana siguiente me levanté muy temprano para disfrutar la ruta. Pasé el desvío a Catua y me agarró una nostalgia instantánea del géiser que había visitado semanas atrás. Seguí viaje, atravesando zonas mineras que marcan el presente económico de esta parte de Jujuy. Entre controles y paisajes casi lunares, llegué al Paso de Jama. Desde ahí, el camino me llevó a Chile.
Susques fue el punto final de mi paso por Jujuy en este viaje. Un pueblo chiquito, callado, con un ritmo propio. Me gustó su simpleza, su gente amable, el aire seco que invita a frenar. No será famoso ni tendrá las luces de otros destinos, pero para mí fue un cierre perfecto, antes de cruzar la frontera y seguir buscando horizontes nuevos.
Epílogo.
Hay algo en Jujuy que no se puede traducir. No es solo la belleza visual, ni la inmensidad de sus cerros. Es una mezcla de silencio, historia y verdad. Una forma de estar en el mundo que ya no existe en casi ningún otro lado. Acá no hay prisa, ni apariencia. Acá la tierra manda, y uno solo puede adaptarse o quedarse al margen.
Aprendí a leer los tiempos de Jujuy, sus códigos invisibles, su geografía que enseña a cada paso. No hay turismo en masa que opaque lo esencial, porque lo esencial está escondido en los gestos cotidianos: en una empanada casera, en una mirada sincera, en una recomendación desinteresada. Esta provincia te transforma sin gritarlo, sin marketing, sin estrategia.
Jujuy me confrontó con una Argentina que existe y que suele ser ignorada. Una Argentina sin filtros, que lucha con lo que tiene, que celebra lo que puede. A veces seca, otras fértil, siempre digna. No es una tierra fácil, ni para el que la habita ni para el que la recorre. Pero quizás por eso mismo, deja marcas tan profundas.
Cada pueblo que conocí, incluso el más humilde, me dejó algo distinto. Algunos me mostraron lo natural, otros lo humano, algunos el pasado intacto, otros un presente áspero. Pero todos, absolutamente todos, me hablaron con autenticidad. No encontré una Jujuy uniforme, sino muchas Jujuy superpuestas, dialogando entre sí sin perder la raíz.
Cuando me fui, no sentí que me despedía. Sentí que dejaba parte de mí en ese lugar. Porque así era Jujuy: no se terminaba cuando uno se iba. Se quedaba. En el cuerpo, en la memoria, en la forma de mirar todo lo que vendría después.
Desde Tilcara, también había visitado Iruya y San Isidro de Iruya —los cuales tendrán su propia galería donde corresponde—. Los nombro porque vienen al caso. Una noche de cervezas en Iruya, Ludmila, una piba de Necochea, tiró en la mesa un dato que me sonó delirante: “En Jujuy hay un géiser”. Mi instinto no tardó en responder: “Estás loca, géiser en Jujuy no puede ser. Más vale en la Patagonia, en Islandia, en el infierno mismo, pero en Jujuy, no”. Ella insistió, firme. Y tenía razón.
Volví a Tilcara con la duda clavada. Me puse a investigar, y efectivamente, existe: en la Puna profunda, en las cercanías del minúsculo pueblo de Catua. La cuestión era que no podía ir con mi auto; el camino era demasiado duro. Empecé a averiguar y, cómo no, terminé encontrando en Facebook un grupo de San Salvador de Jujuy que organizaba expediciones hasta el géiser. Me comuniqué con ellos. Salían desde la capital, pero podían pasarme a buscar por Purmamarca. Cerrado. Todo listo.
Se sumaron Julieta y Lucio al tour. Nos fuimos a Purmamarca en pleno invierno. Como nos pasaban a buscar a las tres de la mañana, decidimos hacer tiempo en una peña local para no quedarnos esperando sobre el auto tiritando. No hubo drama: empanadas, música, un par de vinitos para entrar en calor. La trafic llegó puntual, y subimos en medio de un frío colosal. A medida que la ruta trepaba, el termómetro bajaba. Teníamos frazadas encima, las ventanas estaban pintadas de escarcha. Afuera, −10°C. Adentro, silencio, frío, y un tímido calor humano.
En el camino paramos en un nevado. Sí, en plena Puna de Jujuy. Algunos se tiraron en la nieve, otros caminaron entre los filos blancos. Ahí conocimos a Andrea, una jujeña simpática, y a Cinthia, una salteña con una personalidad tan filosa como inolvidable. Con ella seguiría en contacto un tiempo.
Seguíamos ascendiendo, con el sol asomando entre montañas violetas. Llevábamos nuestro propio almuerzo. En el único momento en que hubo señal en esa altura marciana, llegó un mensaje de Edu desde Tilcara: “Los anoté a los tres para un asado cuando vuelvan”. Un genio.
Finalmente llegamos. El lugar parecía otro planeta. En medio de la aridez y el silencio, emergía esa forma descomunal: una montaña de hielo amarillo, rugosa, sólida, viva. Ahí estaba el géiser congelado de Catua, una de esas joyas invisibles que sólo existen para quienes insisten. En realidad, no es un géiser en erupción como los de Islandia o Yellowstone, sino una surgencia termal permanente, rica en azufre y minerales, que en invierno, por el frío extremo y el viento de altura, se congela. Pero no es una capa delgada: es una estructura gigante de hielo sólido, amarilla por el azufre y los sedimentos, con formas que recuerdan a un coral o una catedral fractal, con una especie de caño natural en la cima por donde sigue saliendo agua tibia a presión.
La temperatura ambiente ayuda: a más de 4.000 msnm, con el aire seco y las mínimas bajo cero, la escultura se va construyendo sola, día a día, capa tras capa. Es un fenómeno natural único en el mundo. No hay otro géiser que se congele de esta manera, y está acá, en Argentina, oculto en el vientre de la Puna.
La sensación al acercarse es abrumadora. Se escucha un borboteo constante, se huele el azufre, se ve el vapor escapando de esa especie de órgano de piedra helada. Y, sin embargo, se puede subir. Todos lo hicimos. No había peligro de resquebrajamientos: era roca dura hecha de hielo. Allí, parado sobre el lomo de ese monstruo congelado, el tiempo se detuvo. Era como estar en una escultura viva, creada por la montaña y el clima sin intervención humana. Una obra maestra del planeta Tierra.
El regreso fue largo. El camino de vuelta nos regaló un par de pinchazos, risas, mate frío y cabeceos de sueño. Pero yo iba feliz. Había vivido una experiencia que no sabía que podía volver a sentir: la sorpresa total, la maravilla pura. Después supe que era el único géiser en el mundo que se congela. Y que estaba en mi país.
Epílogo: Hay cosas que uno busca y no encuentra. Y hay otras, como este géiser, que no busca pero lo encuentran a uno. Me fui de Catua con la certeza de que el mundo todavía guarda secretos. Y que algunos, los más impresionantes, están más cerca de lo que creemos. Solo hay que estar despierto cuando alguien en una peña dice: “Che, sabías que en Jujuy hay un géiser…”
Después de despedirme de todos los personajes del hostal y de los puestos de los alrededores de Tilcara —las señoras de las tortillas, los dueños de las despensas, la gente que me había hecho sentir parte—, arranqué viaje hacia San Francisco. No el de California, claro, sino el de Jujuy. Para eso tuve que darle toda la vuelta a la provincia. Mi auto no estaba preparado para cruzar por detrás del Hornocal; ese trayecto, solo viable para vehículos 4x4, quedó para otra ocasión.
Mi objetivo era llegar a las Termas de Jordán. Pero antes debía atravesar el Parque Nacional Calilegua. Y ahí empezó otro viaje. Después de almorzar en Libertador General San Martín, me metí en el parque. Era temporada seca, sin lluvias, y la ruta estaba impecable. La selva, por su parte, estaba en su punto justo: frondosa, viva, desbordada de un verde espeso y desordenado que no entendía de simetrías. Me pareció una joya natural.
En uno de los puestos de guardaparques frené a estirar las piernas. Había una pareja joven tomando mate. Me invitaron unos amargos y nos pusimos a charlar. Me contaron que el parque fue creado en 1979 para proteger la ecorregión de las Yungas, ese ecosistema subtropical que desciende como un telón húmedo desde los Andes hacia el Chaco. En ese momento, era una zona de explotación maderera, y su declaración como parque nacional fue una forma de empezar a reparar el daño. Hoy, gracias al trabajo silencioso de biólogos, comunidades y guardaparques, Calilegua es el hogar de cientos de especies: yaguaretés, tapires, tucanes, zorros, gatos monteses. Es uno de los pocos lugares donde la naturaleza todavía se comporta como si no supiera que existe el mundo moderno.
Seguí mi camino hasta San Francisco. Llegué a un pueblo humilde, real, sin vidrieras ni promotores turísticos. Todo estaba manejado por locales: la información turística, los tours, los hospedajes. Me sentí feliz. Fui directo a la oficina de turismo y me recomendaron varias casas de familia para pasar la noche. Primero, sin embargo, me fui a comer unas empanadas. Las mejores que probé en todo el viaje. Tremendas. Me llevé dos docenas para los días siguientes.
La señora que las cocinaba también alquilaba habitaciones, así que me quedé a dormir ahí mismo. El precio era tan bueno que me quiso regalar el café de la mañana. Le dije que sí, por la gentileza, pero que si al otro día quería repetir, se lo pagaba. Esa clase de acuerdos simples, sin vueltas, que solo se dan en lugares que todavía conservan el trato humano como moneda corriente.
Permanecí cuatro días en San Francisco, empapado de cultura jujeña. Dos vecinos me ayudaron a lavar el auto. Me pareció un gesto enorme. Argentina es un país increíble: de punta a punta, pero especialmente en el norte, donde la generosidad parece institucionalizada.
Durante esos días, tomé transporte público para conocer los pueblos de alrededor. Las frecuencias eran escasas —una cada dos días— porque el estado de la ruta no permitía el paso de vehículos comunes. Fui a Valle Colorado y Valle Grande. El primero es un rincón detenido en el tiempo, con casas de adobe y techos de caña, y una iglesia que parece salida de un cuadro colonial. El segundo, un valle más abierto, con vista a laderas tapizadas de verde, donde el silencio no es ausencia de ruido sino presencia de paz. En ambos lugares, la vida transcurre sin apuro, sin redes, sin tarjetas. Todo se paga en efectivo o con favores. Todo se agradece con la mirada o un apretón de manos.
Me quedó pendiente visitar Santa Ana y Caspalá. Esos pueblos altos, recónditos, donde la cordillera todavía manda. Buen motivo para volver.
En mi penúltimo día, finalmente me animé a ir a las Termas de Jordán. Se necesita guía obligatoria, así que compartí el camino con tres médicos en formación —dos chicas y un chico— que hacían su práctica rural en Tilcara. Habían alquilado un auto para aprovechar su día libre. Eran de Luján, y cuando les mencioné a una piba que había conocido años antes en Italia, en San Angelo, me dijeron que la conocían. Argentina es un pañuelo, aunque esté deshilachado.
El trekking a las termas es una especie de montaña rusa vegetal: subidas, bajadas, curvas, barro seco. Pero al final se llega. Y el premio son esas dos piletas azulísimas, quietas como espejos que no reflejan nada. El agua es tibia, con un olor a azufre tan penetrante que el traje de baño no sobrevivió. Lo tuve que tirar. Nadie me lo advirtió, pero no se le gana nunca al olor a huevo podrido.
¿Y por qué huele así? Porque las Termas de Jordán son termas sulfurosas. El agua sube desde el interior de la tierra, calentada por capas profundas, arrastrando minerales que le dan ese color y ese olor. Es una alquimia natural, que transforma el subsuelo en medicina. Lo sabían los pueblos originarios y lo sabe la gente del lugar, que las visita con respeto y orgullo.
Me fui al día siguiente rumbo a la capital jujeña, con dos docenas de empanadas en la mochila y cinco kilos de palta que me regaló la familia que me alojó. No sabía si me alcanzaría el tanque de nafta, pero el corazón venía lleno. A veces pienso que lugares como San Francisco, Valle Colorado o Calilegua no necesitan promoción. Necesitan ser contados con la verdad que se ganan en cada gesto. Con el barro en las botas, con el mate compartido, con el motor del auto sucio pero feliz.
San Salvador de Jujuy me dejó una sensación ambigua. Tengo que ser honesto: la ciudad no me gustó. La noté partida, segmentada, como si le faltara una trama que la una de verdad. Y no hablo solo de lo urbanístico. El contraste social es brutal. Un cinco por ciento vive como si estuviera en otro país, en barrios privados o residenciales camino a Yala. El resto, la inmensa mayoría, sobrevive entre calles desparejas, casas sin revoque y ferias improvisadas en cada esquina.
La desigualdad está en todas partes, pero en Jujuy capital es especialmente visible. Alcanza con cruzar la ciudad de este a oeste para notarlo. Desde las casas bajas y humildes del centro viejo hasta los portones con garitas de seguridad camino a los cerros. La ciudad, pese a todo, es amable. La gente, como en todo el norte argentino, es de lo mejor que hay. Pero hay que decirlo: la propuesta gastronómica no tiene ni por asomo el nivel de la Quebrada. No hay ese sabor casero que se respira en Tilcara o Humahuaca, ni esa sensación de que todo lo que se cocina está hecho con identidad. Acá se come, claro, pero no se disfruta igual.
En los alrededores hay naturaleza, mucha. Yala, Reyes, Termas de Reyes, Los Nogales. Todo eso está a menos de una hora del centro. Pero fui en época seca, y los cerros se veían apagados. Marrones, grises, como si esperaran la lluvia para despertar. Caminé por algunos senderos, vi el cauce bajo del río Reyes y me senté un rato a mirar las nubes, pero no era lo que me habían prometido las fotos de temporada alta. A veces, el norte también duerme.
En el centro, la ciudad intenta mantener cierta mística. El río Xibi Xibi actúa como columna vertebral, con su parque urbano lleno de jóvenes, skaters y parejitas. Hay murales, sí, pero muchos grafitis. Hay bares, pero escasos. La vida nocturna es modesta, como apagada. En algunos rincones aparecen ferias con ropa usada y comidas callejeras, en otros, oficinas públicas donde el tiempo parece haberse detenido en 1995. Visité museos chicos, con buena intención pero poca inversión. El tránsito, como siempre, es una mezcla de caos y resignación. Todo avanza, pero a su modo.
En Jujuy también me topé con lo inesperado: una conversación en una librería donde terminé charlando con el dueño sobre Perón y Gombrowicz; una señora que me regaló una empanada porque “me vio cara de perdido”; un grupo de adolescentes tocando folclore en la plaza sin pedir un peso. Detalles mínimos, humanos, que compensan cualquier estructura urbana rota.
Esto no es una despedida del norte. Es apenas la despedida de Jujuy capital en este primer viaje. Me fui con la sensación de que no entendí del todo la ciudad, pero que igual me recibió. No sé si volvería pronto, pero si lo hago será con otros ojos, con más tiempo, y ojalá, con un poco de lluvia para que todo eso que vi apagado recupere su color. Porque a veces, hasta las ciudades más ásperas te dejan algo. En este caso, fue la certeza de que la calidez humana puede habitar incluso en los lugares que no terminamos de comprender.
Esta inagotable provincia volvía a ofrecerme otro trekking, esta vez en el extremo norte de la quebrada. Me tuve que levantar a las siete. El destino era Inca Cueva, y quedaba lejos de Tilcara, así que no había opción: había que madrugar. Afuera hacía un frío serio. Encendí los motores y dejé el auto en marcha unos diez minutos, como si también él necesitara desperezarse. Después arranqué.
No tenía muy claro dónde empezaba el sendero. En los mapas no figura. Pero me habían dicho que estaba marcado con una cubierta vieja clavada en un palo, pintada con la frase “INCA CUEVA” en blanco. Sonaba improvisado, pero también bastante jujeño. Después de una hora manejando por esa ruta que hoy, mucho tiempo después, todavía tengo grabada en la memoria, la encontré. Ahí estaba la goma, firme, señalando el camino. Estacioné, bajé, y empecé a caminar.
Había que cruzar un arroyo. Estaba escarchado, parecía de vidrio roto. Lo crucé con cuidado, y enseguida empecé a ver marcas en las piedras. Todo era silencio. Caminé durante más de una hora, subiendo y bajando pequeñas lomas, en una especie de cañadón áspero. De pronto, en la ladera opuesta, apareció una casita aislada. De adobe, baja, con techo de chapa y una bandera deshilachada flameando en la puerta. Una familia vivía allí. Eran los cuidadores del sitio, los encargados de cobrar una entrada mínima, casi simbólica. La señora me recibió barriendo el patio de tierra, y cuando le pregunté cómo andaba, me contestó sin frenar el movimiento:
—Aquí andamos, m’hijo… mientras el viento no se lleve la vida, seguimos barriendo.
No supe bien qué responder. Le pagué y seguí.
El sendero se angosta después de la casa, y el paisaje se vuelve más marciano. De pronto aparece un árbol. Uno solo. Un algarrobo torcido y seco, como congelado en un gesto de resistencia. No hay otro alrededor. Es como un centinela o una señal: desde ahí empieza la parte más intensa del trekking.
La entrada a la cueva está camuflada entre las rocas. Parece un hueco más en la montaña, pero cuando te acercás, entendés. Las paredes internas tienen manos pintadas. Decenas. Rojas, ocres, algunas negras. Como si alguien las hubiese dejado ahí ayer. Pero no: esas manos tienen miles de años. Hay algo profundamente humano en esa imagen. Manos que marcaron su paso por este mundo, que quisieron dejar constancia. Son las primeras firmas. Me quedé ahí un buen rato, tocando la piedra con respeto. Había olor a tierra seca y a musgo viejo. Se escuchaban pájaros en la altura, pero ninguno se veía. El aire era limpio, espeso, y parecía guardar un eco antiguo, como si las montañas hubieran aprendido a hablar y después hubieran decidido callarse para siempre.
Volví despacio. El sol ya bajaba y la sombra de la quebrada se alargaba sobre el arroyo. Saludé a la familia al pasar y regresé al auto.
De vuelta en Tilcara, sentí algo raro. Había caminado bastante, el trayecto no era corto. Pero no estaba cansado. Mi cuerpo ya se había acostumbrado a la altura, al polvo seco, al ritmo de caminar todos los días. Era como si la Quebrada me hubiera adoptado. Jujuy, una vez más, me dio algo que no buscaba. Y otra vez, no quería parar.
Sin darme cuenta, ya estaba transitando mis últimos días en la provincia. Después de casi tres semanas de viaje, empezaban a escasear los destinos. No porque no hubiese más, sino porque, en esta zona, los lugares para visitar se vuelven más dispersos, menos conocidos, y también más difíciles de alcanzar. Pero todavía quedaban. Uno de ellos era Cusi Cusi, y su legendario Valle de la Luna, también conocido por algunos como Valle de Marte. Ambos nombres le quedan cortos.
Para llegar, debía ir primero en auto hasta Abra Pampa, y desde allí tomar un colectivo público por la mítica —y devastada— Ruta 40. Tan árida como rota. Era imposible hacerla con mi auto. Desde ahí hasta el valle, la ruta es tierra, piedras, soledad y una belleza alienígena.
En Abra Pampa, más cerca ya de La Quiaca y del límite con Bolivia, dormí en un hotel baratísimo. Le pregunté al encargado si podía dejar el auto un día. Me dijo que sí, que no había problema, que en la ciudad no pasaba nada. Esa frase quedó rebotando en mi cabeza más de lo que imaginaba.
A la mañana siguiente tomé el colectivo. No recuerdo el nombre del chofer, pero lo que sí recuerdo es que fui el único pasajero en todo el tramo, desde la terminal hasta la bajada al Valle de la Luna. Me habló mucho. Tenía la concesión de esa ruta y la obligación de cumplir con los viajes, aunque ya casi nadie los tomaba.
En esos días, había un auge minero en la región. Litio, sobre todo. Todos tenían su propia movilidad, camionetas puestas por las empresas para ir a los yacimientos. “Ya no viaja nadie”, me dijo. Y estaba pensando en dejar el trabajo.
La historia del transporte público en los pueblos del altiplano jujeño es también la historia del abandono. La minería, que podría haber sido una oportunidad de desarrollo, terminó por consolidar la dependencia. La mayoría de las empresas que operan allí son extranjeras —canadienses, estadounidenses, a veces chinas o europeas— y cuentan con el aval incondicional del gobierno provincial. Lo que hacen es claro: extraen recursos estratégicos a bajo costo, dejando apenas migajas a las comunidades locales.
El trabajo minero en la Puna argentina es duro, mal remunerado y precario. Según datos del Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL), más del 60% de los empleos ofrecidos por las mineras en la región son de baja calificación, con salarios apenas por encima del mínimo y sin estabilidad. Además, menos del 10% del presupuesto de estas empresas se invierte en infraestructura social, como escuelas, centros de salud o caminos.
Lo que sí dejan son señales visibles: camionetas 4x4 Hilux flamantes, estacionadas frente a casas de adobe con techo de chapa, y canchitas de fútbol 7 con luces LED, construidas como gesto simbólico para ganarse el favor de las comunidades. Esas camionetas no son un lujo. Son una herramienta. No para mejorar la vida de las familias, sino para asegurarse que los trabajadores lleguen puntuales a su puesto. Todo pago. Todo calculado. Pero cuando se rompe algo, cuando se va la empresa, la camioneta queda como un recuerdo inservible que nadie puede mantener.
“El futuro llegó hace rato”, cantaban Los Redondos. Todo un palo. Ya lo ves.
Pero basta mirar del otro lado del vidrio para que todo el enojo se transforme en asombro. La Ruta 40 en ese tramo es un festival de montañas de colores, piedras con formas caprichosas —algunas parecen cóndores, otras guanacos petrificados—, y un cielo que no sabe lo que es una nube. Todo cambia con el sol. El paisaje muta, como si giraras un caleidoscopio.
A eso de las 10:30, el chofer me dejó en el punto donde arranca el Valle de la Luna. Y ahí sí, entendí por qué vale la pena venir.
Es una formación montañosa absolutamente única. Un valle seco, ondulado, que combina tonalidades de marrón arcilloso, blancos de sal o yeso, y verdes pálidos que asoman tímidamente entre los pliegues. Parece un paisaje modelado por un dios geólogo obsesivo.
Lasformaciones son caprichosas, erosionadas por siglos de viento y silencio. Algunas son torres huecas, otras parecen castillos derruidos. Las sombras proyectadas por el sol hacen que parezcan moverse. Hay zonas donde la tierra se agrieta, como si estuviera a punto de hablar. El aire es seco, cortante, y hay un silencio tan intenso que podés oír tus pasos como si fueran de otro.
Caminar ahí es caminar sobre otro planeta. No hay caminos trazados ni carteles, solo intuición y horizonte. No es turístico, no hay tours, no hay nada. Y eso lo vuelve perfecto.
Después de un par de horas, emprendí la caminata hacia el pequeño pueblo de Cusi Cusi. Cruce al chofer tomando una cerveza con otros dos hombres en la única sombra del lugar. Me saludó levantando el vaso.
En el pueblo me alojé en un hospedaje local, humilde pero cálido. Me recibieron con sonrisa sincera. Me ofrecieron una ducha caliente y luego una sopa norteña que estaba entre las mejores comidas que probé en todo el viaje: espesa, picante, con maíz, papa y algo de carne. El tipo de plato que te acomoda el alma.
Al día siguiente, el colectivo de regreso. Esta vez había tres pasajeros más: dos mujeres mayores y un señor. Me puse contento por el chofer. Por lo menos no volvía vacío. Hablamos poco. El paisaje ya lo había dicho todo.
Cusi Cusi no es un destino. Es un espejo.
Un espejo del país en donde se permite que empresas extranjeras se lleven el futuro de los pueblos a cambio de camionetas que no se pueden mantener y canchitas que nadie pidió. Donde el trabajo se vuelve sacrificio, y el sacrificio no se convierte en progreso. Donde los recursos se extraen, pero la dignidad no vuelve.
Pero también es un espejo de la belleza que aún resiste. De los paisajes que todavía no fueron convertidos en postal. De los pueblos que, a pesar de todo, siguen poniendo la mesa para el viajero que llega.
Cusi Cusi es el silencio que habla. La tierra que tiembla sin hacer ruido. La postal perfecta de lo que somos cuando nadie nos mira.
Mi último destino en la Quebrada, por ese inicio de viaje en 2021, fue el pueblito de Maimará.
Salí temprano con el auto. Edu y Cufa me habían recomendado un lugar local para tomar un café y desayunar algo. Nada turístico, nada para fotos. Solo un puñado de mesas, pan casero, un par de criollos tibios y gente del pueblo hablando bajito. Lo que no me esperaba era que al doblar la esquina del almacén, me iba a encontrar con un campeonato de fútbol en vivo y en directo.
Había dejado el pueblo más cercano a Tilcara para el final, y la Quebrada me despedía con un campeonato relámpago. Algo más para pedir, no, nada más. Miré dos partidos, sin moverme. La cancha era de tierra y piedra, sin líneas marcadas, sin redes, sin árbitro visible. Pero todos sabían lo que había que hacer.
Después de eso me fui a caminar un poco el pueblo. Recorrí las callecitas, saludé a unos chicos en bicicleta y subí a hacer algunos trekkings suaves. Ninguno difícil, más bien tranquilos, sobre todo contando con el auto para acercarme a los puntos de inicio.
Desde una de esas caminatas, se tiene una vista privilegiada de las Paletas del Pintor. Así les llaman a esas formaciones multicolores que escoltan el pueblo desde lo alto. No es solo una cuestión estética: las capas de sedimento y mineral forman una suerte de abanico petrificado donde se superponen ocres, verdes, rojizos, lilas, blancos, como si algún pintor desordenado hubiese dejado su paleta contra el cerro. La explicación científica habla de millones de años de sedimentación fluvial y movimiento tectónico. La explicación local es más sencilla: es el cerro que pintó Dios cuando estaba practicando. Y de alguna forma, las dos explicaciones son ciertas.
Volví al pueblo con hambre. Me fui directo a la cancha. Estaban vendiendo choripanes y tortillas. Ahí almorcé. Era un campeonato relámpago como los que se solían armar en mi pueblo, antes de los gremiales veraniegos, allá por la década del noventa o principios de los dos mil.
La cancha era más peligrosa que bajar en patas un gallinero de chapa al mediodía. El pasto brillaba por su ausencia y las piedras sueltas eran minas terrestres dormidas. Había que tener códigos y tobillos fuertes.
Me quedé hasta las cinco de la tarde. En la final, Tilcara ganó. Festejaron sin vueltas, sin gritos de más, sin peleas. En los bordes de la cancha, el tetra con pomelo iba y venía como en una carrera de postas. Cada uno tomaba un trago y pasaba la botella. Así, de mano en mano. Un brindis compartido, en loop, sin vasos. Fiesta barrial, pueblerina, en su forma más pura.
Así me despidió la Quebrada. Con fútbol, piedra, colores, sopa caliente y silencio al atardecer. Gloria pura, sin estridencias.
Epílogo: Maimará no fue un cierre, fue una síntesis. Porque en ese campeonato de tierra y polvo estaban todos los otros lugares. En las paletas del cerro estaba Tilcara, en el desayuno estaba Humahuaca, en el choripán estaba Purmamarca, en los saludos breves estaba Uquía, y en ese tetra sin apuro estaba todo el viaje. Como si todo se hubiese condensado ahí, en un domingo sin turistas, con partidos que no salen en ningún fixture, pero que quedan en la memoria como un gol mal gritado. No hubo nada heroico, ni falta que hizo. A veces pienso en volver un domingo cualquiera. No para las Paletas del Pintor, sino para ver si ese tetra de pomelo sigue girando de mano en mano, o si ya lo reemplazó una botella de Gatorade con sponsor minero.
Llegué a La Quiaca el 2 de enero, después de haber pasado un primero de año inolvidable en Maimará. Lo primero que hice fue ir hasta el cartel que marca el fin de la mítica Ruta 40. Me bajé, me saqué unas fotos, respiré hondo, y seguí. La idea era simple: visitar brevemente la ciudad, conseguir un lugar seguro donde dejar el auto por entre uno y tres meses —todavía no lo tenía claro— y cruzar a Bolivia para después meterme un mes de caminatas por Perú.
Conseguí un hospedaje muy económico y sorprendentemente cómodo: habitación privada, cocina incluida, tranquilidad absoluta. Me quedé dos noches. El primer día fui a Yavi, un pueblo que merece su propia galería. El segundo día lo dediqué a tareas de organización: investigar cómo cruzar la frontera, qué papeles necesitaba, dónde dejar el auto, negociar el precio de la cochera... esas rutinas que, con el tiempo, uno empieza a ejecutar casi en piloto automático.
La ciudad en sí no la recorrí en profundidad hasta la vuelta. Cuando terminé mi viaje por Bolivia y Perú, regresé a La Quiaca y me alojé nuevamente en lo de Marcelo. Esta vez coincidí con las fiestas patronales, que se celebran entre febrero y marzo. Fue una suerte.
Durante esas fechas, La Quiaca se transforma. Las calles se llenan de música, procesiones y alegría popular. Familias enteras se visten con sus mejores trajes; los niños corren entre los puestos de comida; se mezclan el aroma del locro con el del chivo a la parrilla. Hay desfiles religiosos, bandas de sikuris, bailes populares que se extienden hasta la noche. La devoción convive con la fiesta, lo ancestral con lo cotidiano. Todo el pueblo participa. Nadie queda afuera.
Fue ahí cuando terminé de encariñarme con el lugar. Una ciudad que muchos cruzan apurados, solo como un trámite para continuar camino, pero que, cuando te detenés, te da lo mejor de sí.
Cuando fui a buscar el auto, la familia de Gustavo —el hombre que me había alquilado la cochera— me recibió con una comida casera. Me ayudaron a empujar el auto, porque la batería estaba completamente muerta. Incluso me recomendaron un taller donde revisar la presión de las ruedas. No era solo un trámite: era la despedida de un lugar que me había tratado con generosidad sincera.
La Quiaca es una ciudad de paso. El fin de la Ruta 40. El umbral de otro país. Para la mayoría, apenas eso. Pero para mí fue otra cosa. Fue hospitalidad, fue ayuda sin pedir nada a cambio, fue fiesta popular, fue sabor a hogar. Es humilde, sí. Pero también es real, cálida y profundamente humana. Su gente hace que valga la pena cada kilómetro recorrido hasta allí.
Me fui con el baúl lleno: 2 docenas de empanadas, 5 kilos de palta que me regaló la familia de Gustavo, y un respeto profundo por una ciudad a la que muchos no miran dos veces. Yo sí.
Dejar Jujuy fue como cerrar un libro sabiendo que alguna vez lo releerías. Después de casi un mes entre cerros que hablan en quechua y caminos de tierra que se pierden en el horizonte, llegué a Salta con esa mezcla de curiosidad y respeto que inspiran los lugares que han sido testigos de demasiada historia. La ciudad me recibió con sus contradicciones a flor de piel: casonas coloniales con balcones de hierro forjado junto a puestos callejeros donde mujeres de manos ajadas pelaban papas para el locro del mediodía. En el hostal, una familia de sonrisas amplias y consejos precisos me advirtió: "Acá tenés que mirar hacia arriba para ver la belleza, pero también hacia los costados para entender de verdad".
El camino desde Jujuy por la ruta 9 vieja había sido una sucesión de curvas que dibujaban el perfil de las montañas, con tramos donde la calzada se estrechaba hasta dejar espacio apenas para un vehículo. Al llegar, me encontré con el ritual de las "naranjitas", esos guardianes no oficiales del estacionamiento que vigilan los autos con mirada de halcón. Los dueños del hostal, gente práctica y de humor seco, me enseñaron el arte de esquivar multas: "Después de las seis, ni se gastan en mirar". Esa primera noche salí a caminar sin rumbo y terminé en Balcarce, donde el aire olía a carne asada y las guitarras sonaban en cada esquina. En un bar de mesas desvencijadas, un hombre cantaba una zamba mientras los comensales golpeaban los vasos al ritmo, creando una complicidad instantánea entre extraños.
Caminar por Salta es como pasear por un museo viviente. La Catedral, con su fachada rosada y cúpulas que parecen hechas de merengue, guarda en su interior retablos bañados en oro que hablan de un pasado de esplendor. A pocas cuadras, el Cabildo se mantiene erguido como testigo silencioso de los años de lucha independentista. Pero fue en el MAAM donde sentí el peso de la historia de manera más visceral. Los Niños del Llullaillaco, preservados por siglos en las alturas del volcán, yacen en sus vitrinas con una serenidad que contradice su trágico destino. Ver sus rostros intactos, sus pequeñas manos cruzadas sobre el pecho, me hizo pensar en las ofrendas que seguimos haciendo hoy, aunque de distinta naturaleza.
La ciudad se revela en sus sabores. Las empanadas salteñas, con su repulgue perfecto y carne jugosa, son apenas el comienzo. En el mercado, probé tamales envueltos en hojas de chala que sabían a tradición, mientras las vendedoras me contaban historias de recetas heredadas de madres a hijas. "Acá la cocina es memoria", me dijo una de ellas, entregándome una humita aún caliente. Esa generosidad se extendía a cada encuentro: desde el hombre que me indicó el camino al Cerro San Bernardo con la paciencia de quien tiene todo el tiempo del mundo, hasta los músicos en la Peña del Viejo Molino, que me hicieron sentir parte de su ronda aunque no supiera seguir el ritmo.
En mis últimos días conocí a Ceci y Nahuel, dos viajeros como yo, con quienes compartí un viaje a Coronel Moldes. Mientras Ceci se lanzaba al vacío en un puente colgante, yo preferí quedarme en tierra firme, observando cómo el río tallaba su camino entre las rocas. Al regreso, tomamos unas cervezas y descubrimos que, pese a venir de mundos distintos, compartíamos esa necesidad de movimiento que solo entienden los que viajan con mochila al hombro.
La noche final la pasé en el Viejo Molino, donde la música fluía de habitación en habitación como un río desbordado. Guitarras, bombos y voces se mezclaban en un concierto espontáneo que duraba hasta que el último resistente se rendía al cansancio. Entre vasos de vino y risas, entendí que en Salta la música no es espectáculo, sino vida.
Me fui al amanecer, con el primer sol pintando de dorado las cúpulas de la ciudad. Salta es un lugar que duele y enamora a partes iguales, donde la riqueza cultural convive con heridas sociales que no terminan de cicatrizar. Pero es justo esa dualidad la que la hace auténtica, la que te obliga a mirarla con los ojos bien abiertos. Quizás por eso, cuando el ómnibus empezó a moverse, supe que no me estaba yendo del todo —que algo de Salta, como el eco de una zamba, se quedaría conmigo mucho después de que el paisaje se desdibujara por la ventana.
Me quedé una semana en Cafayate, tierra del torrontés y del viento que sopla sin pedir permiso. Una semana entre calles anchas y polvo en suspensión, en un pueblo que resiste su fama sin volverse decorado. Hay mucho turismo argentino, sí, pero Cafayate sigue siendo Cafayate. Hay algo en su manera de estar, en la rutina sin apuro, en el modo de hablar pausado, que no se entrega tan fácil al visitante. Uno tiene que quedarse para empezar a entender.
La primera noche dormí en un alojamiento improvisado. Al día siguiente salí a buscar un lugar que tuviera otra cosa: gente. Quería volver a compartir días, una comida, la charla nocturna de los que no se conocen pero deciden hacerlo. Pregunté en varios hostales. Solo uno me ofreció un precio razonable. Tenía una cocina diminuta, un patio sin pretensiones y un asador que parecía llevar tiempo esperando su momento. Me quedé. No hacía falta más.
Ese mismo día fui a ver al Santi, un loco que había conocido en Tilcara y que me había contado que tenía un restaurante con su tío en Cafayate. Nos encontramos, me invitó a comer y yo llevé las birras. También estaba el dueño del hostal —eran conocidos— y Romina, una piba que se alojaba ahí. Fue una cena sin vueltas. Había fuego, historias cruzadas, ganas de estar. Lo suficiente.
Al día siguiente salí temprano hacia las Siete Cascadas. Hice el trekking solo. En la entrada, le pagué a la comunidad Diaguita-Calchaquí, que gestiona el acceso. El camino fue una mezcla de silencio, piedra y agua. Crucé a algunos caminantes, palabras sueltas, pasos que se cruzan y siguen. Las cascadas aparecían entre rocas como si no quisieran mostrarse del todo. Me gustaron. Más que por su forma, por el esfuerzo que implicaba llegar. Al volver, con el cuerpo todavía vibrando del descenso, me acordé de un viñedo del que Javier, uno de los del hostal, me había hablado.
Fui. Viñedo chico, sencillo. Nada de decoración forzada. Me senté bajo una parra. Pedí locro y vino de la casa. Todavía tenía las piernas cargadas del trekking. La comida me bajó las pulsaciones. El vino era bueno, sin etiquetas, y costaba la mitad de lo que piden en los viñedos boutique pensados para el turismo de billetera larga. A veces basta con eso: comida caliente, una copa honesta y silencio.
Esa noche, de vuelta en el hostal, la energía era distinta. Estábamos solo cuatro: Romina, Juan, Marina y yo. Al día siguiente había elecciones en Argentina. Propuse hacer un asado. No hubo dudas. Compramos carne, pan, unas botellas. Encendimos el fuego. La cena se estiró hasta tarde. Hablamos de política sin filtro. De la inflación que se cuela en todo. De la inseguridad, de los medios que hablan por encargo. Cada uno desde su historia, pero con una preocupación común: el país que habitamos y el que imaginamos.
El domingo fue calmo. Me quedé en el hostal, mateando fuerte. Gente nueva llegaba. El lugar tenía ese pulso de terminal silenciosa: movimiento sin ruido.
En los días siguientes salí a recorrer los alrededores. San Carlos fue la primera parada. El pueblo tiene una plaza que parece haberse dormido hace años, rodeada de casonas bajas, gente que se saluda sin apuro. En un comedor familiar comí unas empanadas salteadas que todavía tenían olor a leña, y después seguí caminando hasta un cauce seco que en verano debe rugir con fuerza. Hay algo intacto en San Carlos, como si aún se negara a disfrazarse para el que viene de paso. Para quien tenga más tiempo, hay bodegas pequeñas y senderos que bordean el río Calchaquí, con vistas abiertas y ningún cartel.
Yacochuya me sorprendió por la altura y el silencio. Es más viñedo que pueblo, más viento que calle. Subí en bici por una cuesta que no perdona, pero que recompensa con un paisaje que parece estar más cerca del cielo que de la tierra. Las fincas se reparten sobre laderas polvorientas, algunas cerradas, otras abiertas sin horario. Probé un vino intenso en un banco de madera mirando los cerros. No había música, ni mozos, ni menú. Solo un hombre que servía, miraba y asentía. A veces, eso basta.
En cada lugar alguien me dijo algo que no necesitaba respuesta. Me sentí parte por momentos.
Cafayate tiene esa vida que no se muestra de entrada. Hay que quedarse para verla. Las mujeres trabajan adentro y afuera de sus casas. Atienden negocios, cocinan, limpian, cuidan chicos, cobran, venden. El pueblo gira alrededor de ellas, aunque no lo diga. Son las que hacen que todo funcione, sin esperar que alguien lo aplauda.
Cuando me fui, no hubo despedidas. Solo cerré la mochila y salí. El próximo destino era Cachi. Ya sabía que el camino iba a ser lento y hermoso. Pero Cafayate me había dejado algo que no iba a pasar tan rápido: la sensación de haber estado donde las cosas no se explican, se viven.
Después de un desayuno que aún dejaba un gusto intenso y una despedida breve con la familia del hostel, la ciudad se fue quedando atrás, sus calles apenas comenzaban a despertarse. Pronto, la tranquilidad de la ruta tomó el protagonismo, mientras una vieja canción de Spinetta sonaba en la radio. Las curvas del camino anticipaban un cambio, un paisaje que se revelaba con paciencia.
La Quebrada no recibe al visitante con estridencias, sino con una transformación gradual. Los cerros pasan del verde tenue a rojos profundos, ocres y sienas que parecen capas de tiempo comprimidas en la tierra. Las paredes rocosas no se imponen, sino que se despliegan con la calma de alguien que ha visto pasar siglos.
En la Garganta del Diablo, la piedra se fractura en una hendidura estrecha, un paso donde el eco se multiplica y el silencio pesa. No es un silencio vacío, sino uno que lleva historia sin necesidad de palabras. Me quedé observando esa quietud con la sensación de que algo invisible custodiaba ese espacio.
Más adelante, el Anfiteatro se abre como un escenario natural, donde un hombre mayor cantaba una chacarera sin necesidad de público. Tenía una cicatriz profunda en la mano derecha, la misma que marcaba cada rasgueo de la guitarra, y antes de entonar la siguiente estrofa, escupió al suelo con un gesto seco, casi desafiante. Su voz, áspera y cansada, se colaba entre las rocas, dialogando con el viento y el suelo como un viejo que arrastra en la memoria dolores que nadie quiere oír. Me senté sobre una piedra, y cerré los ojos para escuchar mejor esa conversación entre naturaleza y memoria.
En El Sapo, la roca adquiere formas caprichosas, una invitación a dejar volar la imaginación. Me quedé allí, contemplando cómo la luz del mediodía esculpía la figura, dotándola de una presencia casi tangible. Por un instante, la piedra pareció cobrar vida, sin hacer ruido.
El Fraile se erguía solitario, una torre natural que no busca atención, sino que simplemente está. Su figura vertical, entre cerros que parecen desarmarse, transmite resistencia sin necesidad de explicación. Me acerqué y me senté a su lado, en un silencio compartido que no necesitaba palabras.
Los Castillos aparecieron de repente, formaciones que semejan murallas levantadas por manos invisibles. El viento recorría esas torres de piedra y la luz creaba sombras cambiantes que hablaban de tiempos que ya no están, pero que aún se sienten presentes. Caminé entre ellas pensando en las vidas que esos muros podrían haber acompañado.
Las Ventanas son, como su nombre indica, aperturas en la roca que permiten asomarse a un paisaje fragmentado en líneas quebradas. Subí a una pequeña loma para observarlas mejor. Desde allí, el horizonte se extendía en un juego de formas y vacíos que no necesitaban explicación. Guardé la cámara, consciente de que la imagen no alcanzaría a transmitir lo que mis ojos veían.
La Yesera fue un respiro distinto. El sendero se abrió entre formaciones que parecían flanes gigantes, sus tonos suaves y apagados contrastaban con la crudeza anterior. El viento era menos agresivo, como si el tiempo allí transcurriera con menor urgencia. Me senté a beber agua y dejé que la fatiga de la caminata calara hasta los huesos, una pausa necesaria que hablaba por sí misma.
Tres Cruces llegó casi al final de la jornada, cuando el cuerpo pedía una pausa y la ruta señalaba el cierre del día. Desde el mirador, la quebrada se desplegó en toda su dimensión, como un mapa que reunía cada paso recorrido. Más que un resumen, fue una promesa de caminos aún por andar. Pero allí, junto a ese paisaje inmenso, latas de cerveza oxidadas recordaban que ningún paisaje escapa al paso humano.
Un par de horas después, dejé atrás la última curva y llegué a Cafayate. Encontrar alojamiento no fue fácil, pero una puerta entreabierta y una mujer de delantal manchado me abrió la puerta, mirando mi mochila con desconfianza. "Solo hay una cama", dijo, como si advirtiera que ningún viajero merecía dos. Me quedé ahí, en un lugar modesto y sin cartel, como suelen quedarse quienes están cansados pero en calma. Aquel espacio, con su patio imperfecto y aroma a pan casero, se volvió refugio.
Esa noche no quise salir. Me acosté temprano, con la mente aún recorriendo los pliegues de la tierra roja. Caminé por ella como quien hojea un libro cuyas páginas están hechas de piedra. Al dormir, las piedras bajo mis uñas rascaron las sábanas, como si la Quebrada se resistiera a soltarme.
Dejé el Honda Fit sudando aceite en Tilcara y me subí a ese bus que más que transporte parecía un tambor de lavadora sobre ruedas. La carretera a Iruya —esa mentira geográfica que Salta reclama pero que Jujuy parió— estaba tan destrozada que hasta los cóndores volaban en zigzag para evitarla. Por la ventana abierta entraba tierra suficiente como para plantar papas, pero cerrarla era peor: el motor tosía gasoil quemado y el calor convertía el vehículo en un horno de barro ambulante.
Los pueblos que mordisqueaban el camino eran retazos de colores clavados en la montaña: Humahuaca con su iglesia desdentada, Iturbe donde vendían quesillos envueltos en trapos, Abra Pampa con sus calles polvorientas y perros flacos que seguían al bus como si les debiera dinero. Cada curva revelaba casitas de adobe pegadas a los cerros como chinches contra el viento, techos de chapa retorcidos por el peso de las nubes bajas.
Iruya me recibió con sus callejones empinados que trepaban la montaña como raíces desesperadas. El hostal era un cuarto con paredes tan delgadas que escuchaba los sueños del vecino. Barato como comer tierra, pero con una ventana que enmarcaba el valle entero. Necesitaba altura.
El Mirador de los Cóndores no era un lugar, era una prueba física. Cada escalón tallado en la roca me recordaba que mis pulmones eran de ciudad. A mitad de camino, Emanuel —porteño perdido con una cámara que valía más que su autoestima— jadeaba contra una piedra. Más arriba, Pipi —tucumana que hablaba con los cerros— compartió un mate con hojas de coca que sabía a tierra bendita.
La cima valió cada gota de sudor: Iruya colgaba debajo como un pesebre sacudido por Dios, las casas clavadas en el barranco, el río serpenteando entre rocas plateadas. Desde allí se veían los otros miradores —El Calvario, La Cruz, El Antigal— cada uno con su propia personalidad: uno místico, otro desafiante, otro que parecía mirarte desde la época de los incas.
La noche olía a leña quemada y cerveza tibia. En un bar que funcionaba en el living de alguien, Ludmila de Necochea soltó la bomba: "En Jujuy hay un géiser congelado". Todos rieron. Yo también, hasta que dos días después estuve parado frente a ese monstruo de hielo amarillo en Catua. (Gracias, Ludmi. Esto queda escrito).
San Isidro: Empanadas y Lecciones Rodantes
Más tarde, nos organizamos para cruzar hacia San Isidro. El Cabezón Nahuel, un hermano de la vida, había pisado esas tierras antes, igual que el Chayra, compañero de infancia. Nahuel me movió con sus palabras: "Allá se comen las empanadas que Doña Rosa amasa con los dedos curtidos y el mismo ritmo con que el cerro respira". El Chayra, callado, seguro debía una docena a esa mujer que cocinaba como si el tiempo no existiera.
En el camino se sumó César, un viajero de Formosa que rozaba los sesenta, y dos mujeres que parecían fundir su edad con el tiempo: Olga y Laura, dueñas de "la Revo", un Mehari modelo setenta que resoplaba como un animal anciano. Laura, la viajera original, y Olga, que se había subido al destino por pura terquedad. Ellas me enseñaron que la voluntad no tiene arrugas: atravesaron ríos, mecánicos corruptos y noches bajo las estrellas con la misma paciencia con que el viento talla las montañas.
San Isidro fue un trekking de silencios. El viento cortaba el aire, el olor a horno de leña se pegaba a la ropa, y las montañas nos observaban como gigantes indiferentes. Al regreso, River jugaba en la Libertadores, y aunque la señal titilaba como una vela, el pueblo entero latía al unísono.
Epílogo: Salta, Entre el Cielo y la Grieta
Salta es un poncho ajado De un lado, Iruya, San Isidro, Cafayate y Cachi: pueblos donde el pan se hornea con leña, los niños corren tras pelotas desparchadas, y las noches huelen a tierra mojada. Allí, el tiempo lo marcan los cerros y las historias se tejen en los bares de una sola mesa. Del otro lado, la ciudad de Salta: sus centros comerciales blindados, sus barrios privados con rejas que gritan "no perteneces", y una inseguridad que crece como mala hierba.
En el medio, el Parque Nacional Los Cardones, donde los cactus se alzan como soldados silenciosos, testigos de un mundo que se desvanece. Y yo, escribiendo ahora desde Pak Beng (Laos), con una perra ladrona de atún como compañera, pienso que Salta no es un lugar, sino una herida abierta: duele por lo que tiene de bello y lo que le falta para ser justa.
Pero en sus pueblos altos —esos que muerden el cielo—, sigue latiendo algo que ni la pobreza ni el olvido han podido robar: la terquedad de vivir como si el mundo no pudiera terminar.
Salir de Cafayate rumbo a Cachi fue, antes que nada, una discusión interna. La Ruta 40 en ese tramo tiene fama de serrucho interminable: ripio suelto, piedras que saltan como si buscaran tu cárter, curvas ciegas entre cerros partidos. Dudé más de una vez, hasta que Javier —el del hostal— y Simón, un francés recio que se había instalado en el bar de la esquina, me empujaron con una frase que todavía zumbaba en el oído: «Estás viviendo tu aventura; no podés saltar lugares por miedo al camino. Probá, y si no, volvé». Probé.
La salida es apacible: Tolombón pasa como un suspiro de casas bajas, viñedos discretos y perros que sueñan a la sombra. Más adelante, Animaná ofrece su hilera de álamos y la promesa de un vino áspero que casi nadie embotella. San Carlos, en cambio, impone una pausa: plaza de baldosas desparejas, iglesia blanca, un quiosco donde el tiempo parece vendido en frascos. Entro a un almacén, compro pan casero, escucho cómo la dueña comenta la sequía sin apuro. Así vive la ruta: entre fragmentos de charla, silencio y polvo.
Pasado el desvío al Dique Las Conchas —un espejo de agua que exige media hora de huella lateral para asomarse— la 40 se vuelve hueso. Empieza la Quebrada de las Flechas: cientos de cuchillas de piedra que se clavan contra el cielo formando corredores angostos. Conduzco lento, casi en primera. Las paredes grises se acercan, se alejan, se inclinan como si vigilaran el paso. El ripio vibra en el volante y el serrucho sacude todo lo que está suelto. No hay sombra. No hay señal. Hay grandeza seca y un silencio mineral que obliga a respirar despacio.
El camino cede un poco al llegar a Angastaco: un puñado de casas de adobe, un par de bodegas minúsculas y un comedor que sirve tamal y torrontés sin etiquetas. El dueño me cuenta que aquí los almendros florecen cuando quieren y que el río solo aparece en fotos viejas. Sigo. Molinos asoma con un puentecito de madera sobre el Calchaquí y la casona del último gobernador realista devenida hotel elegante. Yo paso de largo. Prefiero estacionar en Seclantás, sentarme en la plaza y comprar una manta tejida que huele a lana sin detergente. La mujer que la vende dice que la ruta la pisan camiones que nunca paran.
Entre Seclantás y Payogasta el paisaje se abre: cardones que levantan los brazos, planicies rojas, desvíos que llevan a estancias perdidas y a la Laguna de Brealito, espejo verde oscuro a la que llegue con mi honda. Hago unas fotos, tomo unos mates y sigo. Son casi nueve horas desde que salí; no por distancia, sino por las paradas, los miradores y esa lentitud obligatoria de la piedra.
Llego a Cachi con la luz ladeada. Es temporada baja: calles de tierra casi vacías, un viento frío que baja del Nevado y arremolina hojas secas. Encuentro un hostal sencillo; no hay cocina. Charlo con los dos chicos que lo atienden, pregunto dónde cenan ellos. «La Huella», responden sin dudar: un bodegón de puertas verdes que solo hace empanadas. Voy. Masa fina, picante justo, carne cortada a cuchillo. Como ahí dos noches seguidas y el último día compro una docena para el camino. Son de esas empanadas que callan al que habla demasiado.
Cachi se deja conocer a ritmo propio. El día empieza con campanadas y olor a leña. Una vuelta por la plaza alcanza para ver la iglesia de adobe, la feria de tejidos y un par de viejos conversando a media voz. El museo arqueológico guarda piezas diaguitas que parecen recién desenterradas. Subo al mirador del cementerio; desde arriba, las terrazas de cultivos y los tejados de teja colonial se acomodan como si supieran la foto que quiero. A la tarde, camino hasta el río Calchaquí: agua delgada, fría, bordeada de sauces que crujen. No hay mucho más que hacer, y eso es justamente lo que atrae.
Las mujeres aquí madrugan. Algunas atienden los puestos de especias, otras suben burros cargados de leña, otras cosen en puertas entreabiertas mientras vigilan a los chicos. No hay premio ni aplauso; la vida funciona sobre sus hombros y el pueblo gira con lentitud alrededor de esa fuerza silenciosa.
Me voy temprano. El camino continúa hacia el Parque Nacional Los Cardones, una recta interminable entre cactus centenarios y cielo despejado, donde el silencio se multiplica. Después vendrán curvas, asfalto renovado y el regreso por la ruta hacia Salta capital. Desde allí, retomaré rumbo a Tucumán, con una breve pasada otra vez por Cafayate, como si el viaje se empeñara en tejer sus propios cruces. Cachi queda atrás, con su orden sereno y su aire de pueblo que no necesita decir demasiado. Este tramo de la Ruta 40 no fue una conexión entre destinos: fue un destino en sí mismo. Lo que viene será distinto, pero algo de este polvo, de esta piedra, va a seguir viajando conmigo.
Salí de Cachi cuando el alba apenas rozaba los cerros, el mate listo para la jornada y dos docenas de empanadas de la Huella - ese templo salteño donde la masa sabe a herencia y el relleno a pecado capital. La Ruta 40 me esperaba con sus curvas desafiantes, primero hacia el Parque Nacional Los Cardones, luego rumbo a las Ruinas de Quilmes, aunque estas últimas sabía que serían historia para otro día.
El parque se reveló como una lección de geología viva. Los cardones emergían como soldados petrificados, sus espinas capturando la luz del amanecer. En el Mirador El Obispo, el valle se desplegó en tonos ocres y grises, un mar de tierra y cactus donde el silencio pesaba más que el equipaje. Respiré hondo y el aire seco me recordó que aquí el tiempo se mide en siglos, no en horas.
La Recta del Tin-Tin, ese tramo perfecto de 18 kilómetros, me hipnotizó con su geometría implacable. Los cardones flanqueaban el camino como centinelas, algunos retorcidos por vientos ancestrales, otros erguidos con orgullo milenario. Detuve el auto en seco cuando una formación rocosa caprichosa - la Piedra del Molino - apareció como escultura natural tallada por el viento.
Caminé por senderos donde los cardones se apiñaban en bosques impenetrables. Las espinas caídas crujían bajo mis botas mientras buscaba sombra en la protección de estos gigantes verdes. Encontré una flor minúscula, amarilla, desafiando la aridez, y supe que estaba presenciando un milagro cotidiano en este desierto.
El Mirador de La Candelaria me regaló la vista más completa: la Ruta 40 serpenteando entre cerros pelados, los cardones dibujando patrones en la tierra, el sol jugando con las sombras. Tomé fotos que nunca capturarían esa sensación de pequeñez ante tanta inmensidad.
Cuando el sol comenzó a sangrar sobre el horizonte, supe que Quilmes tendría que esperar. Recalé en un pueblo sin pretensiones donde una anciana me vendió humitas envueltas en chala, sus manos arrugadas moviéndose con memoria muscular. Dormí en una pensión cuyo silencio sólo rompía el crujir ocasional del techo de chapa.
Los Cardones es el tipo de lugar que te escupe en la cara con su belleza áspera, que te recuerda tu insignificancia con cada cardón centenario. Cada espina cuenta una historia de resistencia, cada piedra guarda un secreto del viento. Me fui con los zapatos llenos de polvo y el corazón lleno de esa mezcla rara de admiración y humildad que sólo los lugares verdaderos pueden provocar.
El sol castigaba el parabrisas cuando dejé atrás el pueblo salteño, las ruedas mordiendo la Ruta 40 como si supieran que, más allá de las curvas, esperaba una cicatriz en la tierra. Las Ruinas de Quilmes no son piedras ordenadas para turistas: son un hueso roto que la historia no pudo digerir.
Llegué bajo un cielo lavado por el diluvio de la noche anterior. El camino de acceso aún olía a barro revuelto, y las montañas alrededor —los Quilmes las llamaban "Aconquija", "guardianes de piedra" en su lengua— parecían empujar a los visitantes hacia el valle. No había carteles brillantes, ni guías con parlantes. Solo un silencio que pesaba como losas.
Los quilmes no fueron un pueblo: fueron un muro. Durante 130 años resistieron a los incas, y luego a los españoles, desde estas fortalezas de piedra seca que trepan el cerro como garras. Sus casas circulares, apiñadas en terrazas, no eran viviendas: eran trincheras. Cultivaban maíz en andenes que escalaban la montaña, bebían de canales tallados en la roca, y cuando el enemigo atacaba, lanzaban piedras desde arriba con una precisión de siglos. Su arma más temible no era la lanza, sino la paciencia: conocían cada grieta del cerro, cada sombra que delataba un intruso al mediodía.
En 1667, los españoles los derrotaron con hambre, no con espadas. A los sobrevivientes los arrancaron de aquí —hombres, mujeres, niños— y los marcharon 1.200 km hasta una "reducción" cerca de Buenos Aires. Caminaron tanto que el pueblo se extinguió en el camino. Hoy, sus descendientes viven en Quilmes (Buenos Aires), pero no quedan hablantes de su lengua, el kakán. Solo estas piedras quedan, y el viento que silba entre ellas como si intentara recordar las palabras perdidas.
Subí hasta la cima. Desde allí, el valle de Tucumán se abría como un mapa de batalla. Imagino a los guerreros quilmes mirando este mismo horizonte, tallando flautas de hueso para ritos que ya nadie recuerda, tejiendo redes de algarrobo para cazar guanacos. Ahora solo quedan los cardones —testigos silenciosos— y turistas que sacan fotos sin saber que pisaron un campo de guerra.
Al bajar, una mujer vendía tortillas en un puesto junto al estacionamiento. Sus manos, duras como corteza de algarrobo, amasaban la harina con un ritmo que parecía decir: "Esto también es resistencia". Compré una. Sabía a ceniza y miel.
Tafí del Valle y Amaicha —mis siguientes paradas— fueron un respiro después de Quilmes. Allí, el tiempo parece haberse quedado en los valles, entre artesanos que tallan piedras y viñas que trepan las laderas como enredaderas rebeldes. Pero nada golpea como esas ruinas.
Tucumán fue solo un destello en mi ruta, pero Quilmes quedó grabado en la piel. No es un lugar que se visita: es un lugar que se sobrevive. Como si las piedras murmuraran: "Viniste, pero no nos venciste".
La mañana me empujó hacia Amaicha del Valle con una calma que no prometía nada. El calor se sentía más bajo, pero la tierra seguía firme, roja, convencida de su aridez. Llegué antes del mediodía. El pueblo respiraba lento, como si todo se midiera en otro reloj. No venía buscando nada, pero encontré voces, sombras frescas bajo parras secas, y una mesa en la vereda donde una mujer servía un guiso que olía a fuego y paciencia. Comí sin apuro. El tomate no era solo tomate, era memoria cocida.
En el Museo Pachamama, los muros tallados no eran decorados: eran un lenguaje sin traducción. Piedras que gritaban en silencio. Afuera, un anciano trenzaba hilos de lana con los dedos manchados de tierra. Me habló del cerro como si fuera un pariente vivo. Lo escuché sin interrumpir. No se trataba de entender, sino de recibir el eco.
La tarde se estiró sin promesas. Caminé por calles de polvo fino, saludando a gente que no necesitaba razones para devolver el gesto. Vi niños jugar con tapitas oxidadas y gallinas dormidas en los umbrales. Probé una bebida casera, mezcla de hierbas y uva, servida en una botella reutilizada, con el mismo orgullo con que se muestra una reliquia.
La noche, sin embargo, fue otra cosa. El cielo se rajó en millones de puntos. Sin faroles, sin ruido, sin distracciones. Solo el murmullo de un pueblo dormido y la certeza de que arriba ocurría una guerra lenta entre luces muertas y galaxias en fuga. Me senté sobre una piedra y miré. No pensé en nada. No recé. No deseé. Solo dejé que me atravesara. A veces viajar es eso: no mover el cuerpo, sino dejarlo quieto donde algo ocurre y uno no estorba.
Cuando el sol volvió a dibujarse detrás del cerro, partí hacia Tafí. No dejé nada atrás, pero me llevé un silencio nuevo, de esos que no se nombran.
Llegué a Tafí del Valle con la piel aún caliente por el sol de Quilmes y el silencio cómplice de Amaicha. Pero aquí, entre cerros verdes y puestos de artesanías alineados como soldados en formación, nada me rozó. El pueblo era bonito, sí: calles empedradas, una iglesia blanca, carteles de madera tallada. Todo correcto. Todo previsible. Como si hubieran leído un manual titulado «Cómo ser un pueblo pintoresco» y lo hubieran seguido al pie de la letra.
En la feria, un hombre vendía cuchillos con mangos de hueso. «Hechos como los de antes», dijo. Pero sus ojos no tenían esa luz fanática de los que aman lo que hacen; solo el cansancio de quien repite un discurso. Compré una empanada de humita —jugosa, bien condimentada— y me senté en una piedra a mirar a la gente pasar. Familias con niños que gritaban, turistas con cámaras al cuello, un perro flaco que olfateaba migajas. Nada me hizo levantar la mirada. Nada me dijo: «Esto vale la pena».
Por la noche, entré a un bar donde un trío tocaba chacareras. El cantante afilaba su voz como si esperara aplausos, pero el público —dos parejas y un grupo de amigos borrachos— apenas levantaba la vista de sus cervezas. Me quedé un rato, no por la música, sino por la certeza de que allí había algo que no terminaba de cuajar: la falsa nostalgia, el folclore convertido en espectáculo para nadie. Cuando salí, el frío me golpeó sin misericordia. Miré hacia las montañas, oscuras ya, y pensé: «Esto no es un lugar, es un decorado».
Al día siguiente, antes de irme, me detuve en una capillita al borde de la ruta. Una placa decía: «Tafí, corazón de los valles». Me reí. Los corazones laten, sangran, se rompen. Este pueblo solo latía a medias, como una batería gastada. Y yo, que había llegado buscando una herida o por lo menos una cicatriz, me fui sin llevar nada. O casi nada: solo la certeza de que hay lugares que no merecen más que una parada en el camino.
Tucumán no me duele. No me persigue. No es una de esas provincias que se te clavan en la memoria como un espinazo mal curado. La recorrí, comí sus empanadas —aceitadas y generosas—, me perdí en sus calles de calor pegajoso, escuché a sus vendedores pregonar sanguches de milanesa como si fueran maná. Pero nada de eso dejó marca.
Quilmes fue una excepción: un puñetazo de historia que todavía me sacude cuando lo recuerdo. Pero el resto… Amaicha, con sus noches estrelladas, fue un respiro, no un destino. Y Tafí, bueno, Tafí fue como besar a alguien con los labios cerrados: todo gesto, nada de carne.
Tal vez el problema sea mío. Tal vez Tucumán no esté hecha para viajeros como yo, que buscan grietas en el paisaje, voces rotas, algún tipo de verdad aunque duela. Esta provincia es redonda, satisfecha de sí misma, como un pan recién horneado. Y yo… yo prefiero el sabor ácido de lo que no termina de cuajar, de lo que duele al morderlo.
No volveré. No porque le guarde rencor, sino porque hay lugares que se agotan en una visita. Tucumán, para mí, ya no tiene nada más que decirme.
Bajé de Tucumán sin saber que estaba entrando en una provincia que nadie me había recomendado y que, sin embargo, iba a quedarme clavada en la retina como una revelación tardía. Catamarca se me abrió sin ceremonia, sin pancartas, sin ruido. Apenas crucé la frontera, fue como si la Ruta 40 se despojara de su asfalto arrogante y me invitara a recorrerla con otra mirada, más atenta, más callada.
Los primeros pueblos aparecieron como manchas en el paisaje: secos, dormidos, con nombres que parecían inventados por algún abuelo con tiempo y memoria. La Ciénaga fue apenas un puñado de casas bajas entre álamos, con un río flaco cruzando la ruta. El aire olía a barro antiguo y humo de brasas apagadas. Nadie en la calle. Colalao del Valle quedó atrás como un eco: último suspiro tucumano antes del abismo catamarqueño.
En El Cajón, una escuela solitaria y un almacén con cartel descolorido eran toda la oferta; los chicos jugaban a la pelota sobre tierra dura, y al verme pasar levantaron la mano como quien señala un ovni. El Pueblito fue más una intuición que una localidad: un conjunto de techos bajos entre cardones, casi oculto entre el polvo y el calor del mediodía.
Hualfín fue el primero en dar señales de vida real. Una iglesia colonial vencida por el sol, calles amplias sin autos, y un aire espeso que olía a uva seca y madera caliente. En una esquina, un hombre vendía hielo desde la caja de una camioneta y me preguntó si el camino estaba "manso". Le dije que sí, aunque no sabía de qué hablaba. Me sonrió sin dientes.
Más adelante, Puerta de San José parecía resistirse a desaparecer: unas pocas casas de adobe, gallinas cruzando con prisa, una mujer regando con baldes el polvo del frente como si eso bastara para frenar el desierto. El Eje apareció como un espejismo entre cerros bajos: sin cartel, sin bienvenida, solo una curva entre la nada y otra nada. Así llegué a Belén, como quien cae rendido en una cama improvisada después de horas de desvelo.
Belén no me esperaba, y yo tampoco esperaba mucho de ella. Era, en principio, solo un punto estratégico. Pero algo en el ritmo del pueblo, en su forma de no ofrecerse, me obligó a mirarla mejor. Conseguí hospedaje en pleno centro por un precio tan bajo que dudé si era una trampa. No lo era. Dejé el auto frente al hostal, sin pagar estacionamiento, sin cartel de prohibido, sin multa. Nadie parecía apurado por nada.
El dueño, un hombre de voz gastada y ojos serenos, me explicó el camino hacia el norte con la calma de quien conoce cada piedra de memoria. Me habló de la Ruta Provincial 43, del desvío, de los paisajes que vendrían. Me dibujó el trayecto en una servilleta manchada de café, como si fuera un mapa sagrado.
El día siguiente fue una sucesión de curvas, altura y asombro. No voy a adelantar lo que encontré, porque cada imagen merece su propio espacio. Solo diré que, entre volcanes dormidos y laderas negras, cada kilómetro fue una razón más para no entender cómo es que nadie habla de Catamarca. Como si la belleza, cuando es demasiado salvaje, se volviera invisible. Como si este rincón del país prefiriera quedarse al margen de los elogios para no ser arruinado por ellos.
Belén fue la puerta. Lo que vino después fue la Ruta 43, un delirio de ripio entre lomas peladas, El Peñón quieto bajo un cielo inmenso, y finalmente Antofagasta de la Sierra, ese silencio mineral que ya merecía su propia página. Como esas tardes en Belén, cuando el sol caía sobre la plaza vacía y el único ruido era el arrastre de una silla de plástico sobre la tierra, empujada por alguien que tampoco tenía prisa.
Llegué al pueblo cuando el sol empezaba a caer, después de pasar por un control policial donde una mujer con voz cansada me recomendó quedarme en una de las casas familiares. "Son rojas, como todo aquí", me dijo, señalando hacia el pueblo sin necesidad de mirarlo. Y era cierto: Antofagasta se aferraba a la tierra como una mancha oxidada, sus paredes de adobe teñidas del mismo color que las montañas que la rodeaban. Un hotel modesto y una decena de casas convertidas en hospedajes para viajeros perdidos —familias con niños pegados a las piernas, parejas que se miraban con esa mezcla de amor y cansancio que da la ruta—. Nada más. Un puñado de calles de tierra, un silencio que pesaba como una manta gruesa, y el viento, siempre el viento, moviendo los carteles de una despensa que ya había cerrado.
Antofagasta nació para no ser encontrada. Fundada en medio de la Puna como un refugio para pastores y mineros, su historia está escrita en piedra y resistencia. Los volcanes la vigilan: el Antofagasta, el Botijuela, otros sin nombre que escupieron lava hace siglos y ahora solo sueñan. La gente habla de ellos como de vecinos ancianos —"el Botijuela a veces se despierta, pero no hace mucho ruido"—. En las noches, cuando la temperatura cae de golpe, se reúnen alrededor de guisos de cordero con papas andinas, comidas que saben a tierra y paciencia. No hay prisa en los sabores, como no la hay en las voces.
Al día siguiente, mientras el cielo aún estaba gris, salí a buscar quien compartiera el viaje hacia el Salar de Antofalla. En la primera casa que toqué —una puerta de madera descascarada— estaban Silvia y Héctor, una pareja de Rosario con las caras quemadas por el sol pero los ojos jóvenes. Él, alto y huesudo, hablaba de sus nietos como si estuvieran ahí, escondidos entre los cerros. Ella, menuda y con una risa rápida, me ofreció un mate antes de preguntarme por qué viajaba solo. "Acá es raro", dijo, no con reproche, sino con curiosidad. En media hora ya estábamos en una camioneta 4x4, el chofer —un hombre que solo sonreía para maldecir el estado de la ruta— ajustando las correas de seguridad como si nos preparara para una batalla.
El Salar de Antofalla apareció después de horas de un camino que parecía escrito en clave. No era un manto blanco, sino una extensión agrietada, como piel reseca bajo el sol. La sal crujía bajo los pies, pero lo que nos detuvo fueron los ojos de agua: pozos azules que el chofer dijo haber visto cambiar de color. "Ese era rojo, como vino tinto", señaló uno que ahora parecía agua sucia de lavar platos. "Las mineras perforaron por ahí, y se pudrió". Movió la cabeza, no con rabia, sino con la resignación de quien sabe que el progreso es un monstruo con hambre. Más allá, el Cono de Arita —un nombre que el chofer repitió dos veces para que no lo olvidara— se alzaba perfecto, casi irreal, como una pirámide que alguien hubiera plantado ahí para confundir a los dioses.
La comunidad de Antofalla nos recibió con esa mezcla de cortesía y desconfianza que tienen los lugares donde el turismo aún es un rumor. Hubo que pedir permiso para entrar, firmar un cuaderno gastado donde otros viajeros habían dejado nombres y fechas. Un hombre delgado, con un gorro de lana hasta las cejas, nos explicó que allí vivían menos de cien personas, todas organizadas alrededor de la tierra y el pastoreo. "No somos un zoológico", aclaró cuando vio a Silvia sacar la cámara. La gastronomía era simple —queso de cabra, pan casero, algún guiso— pero llevaba el sello de lo hecho a mano, sin apuros. Comimos en silencio, observando cómo los niños corrían detrás de unas cabras que parecían reírse de ellos.
El volcán Botijuela estaba más alto de lo que imaginé. A casi cinco mil metros, el aire escaseaba y cada paso era una negociación con el cuerpo. La fumarola —un hilillo de humo blanco— se veía inocente, pero el chofer advirtió: "No se acerquen mucho, tiene sus días de mal humor". Y entonces apareció él: el ermitaño, un hombre pequeño y arrugado como pasa de uva, que vivía en una casita de piedra a los pies del volcán. "Le dicen el fantasma", susurró el chofer. No le gustaban las fotos —"eso roba el alma"—, pero aceptó venderle a Silvia una piedra "con energía" por unas monedas. Cuando una mujer de otro grupo le disparó la cámara sin preguntar, su cara se cerró como un puño. "Fuera", dijo, y todos bajamos la mirada.
De regreso, la camioneta se movía como un barco en tormenta. Héctor dormitaba con la cabeza contra la ventana; Silvia revisaba las fotos con una sonrisa cansada. Yo miraba por la ventana el paisaje que ya se volvía familiar —el marrón de la tierra, el azul violento del cielo— y pensaba en el ermitaño, en su rabia silenciosa, en cómo algunos eligen volverse invisibles para que el mundo no les robe lo poco que tienen.
Los días siguientes los pasé explorando solo. El lago cerca de Antofagasta era un espejo quieto, sus aguas verdes rodeadas de montañas que se reflejaban torcidas, como si el paisaje se negara a ser copiado con fidelidad. El volcán Antofagasta lo escalé casi corriendo, empujado por una especie de urgencia, como si temiera que el pueblo desapareciera si lo perdía de vista. Desde arriba, las casas rojas parecían migas de ladrillo sobre un mantel de tierra.
Tuve que irme cuando ya no pude encontrar más compañeros para seguir. Las agencias porteñas cobraban fortunas por rutas que, me aseguraban, "no eran para cualquiera". Preferí guardar ese dinero para El Peñón, donde la gente al menos miraba a los ojos cuando hablaba. Antofagasta se quedó atrás, hermosa y dura como una piedra en el zapato. Un lugar donde el tiempo se estiraba como un chicle viejo, donde los mineros compartían mesa con maestros rurales y todos parecían esperar algo que nunca llegaba. Donde el silencio, a veces, sonaba a abandono.
Pero qué silencio. Qué cielo. Qué manera de arañar la memoria y quedarse ahí, como una espina que duele cada vez que respiras hondo.
Salí temprano, con ese tipo de impulso que aparece cuando uno confía más en la voz de un desconocido que en cualquier guía escrita. Me lo había dicho un tipo en una estación de servicio, con esa simpleza tajante del que sabe de qué habla: "Si querés ir al Campo de Piedra Pómez, andá al Peñón. Desde ahí, capaz encontrás con quién compartir vehículo". Eso hice.
Ni bien entré en esa soledad de arena y viento, un cartel humano me frenó. Un tipo al costado de la ruta con un cartón improvisado que decía algo como “comparto excursión”. Lo vi, frené, le conté que justo iba hacia el Peñón buscando lo mismo. Me preguntó si lo alcanzaba. Le dije que sí. Se llamaba Damián. Desde ese momento, sin que lo buscáramos, se volvió parte de mi viaje. Él arrancó desde Ushuaia, subiendo como se puede: en bondis, a dedo, a pie. Una de esas vueltas que se dan cuando la plata es poca y el deseo es mucho. A veces se gana en autenticidad, otras se pierde acceso. Toda elección se arrastra con sus bordes.
Al llegar al Peñón hicimos lo que todo viajero hace en esos pueblos donde la lógica la manejan los de adentro: preguntar. Todos los caminos nos llevaron a Julio López. Lo nombraban con una especie de reverencia llana, como si no se pudiera pensar el pueblo sin él. Coordinaba vehículos, organizaba excursiones, abastecía almacenes, daba trabajo. Era de ahí. Su familia también. El Peñón le salía de la boca como un idioma materno.
Ese día conocimos a una pareja de Buenos Aires, jubilados, de Belgrano. Eran, sin eufemismos, la postal más cheta que crucé en todo el viaje. El tipo subió al Volcán Galán en pantalón corto, como si estuviera en un country en Nordelta, y a la vuelta temblaba como bandera en tormenta. Los conocimos gracias a una jugada de Julio: nos recomendó esperarlos en el puesto de control policial. Damián volvió a su método —cartel, espera, charla—, y aunque esa tarde no hubo suerte, al día siguiente nos llamaron: se sumaban a la excursión.
La travesía hacia el Volcán Galán arrancó temprano. El camino era un desfile de postales inverosímiles: salares detenidos, lagunas que espejaban el cielo, tramos de hielo crujiente sobre los que avanzábamos sin certeza. La última laguna estaba tapizada de flamencos, una sinfonía rosa sobre fondo celeste. Me costó creer que eso fuera real.
El Volcán Galán, en sí mismo, era otra escala del asombro. Uno de los calderones más grandes del planeta, formado por una erupción colosal que esculpió su cráter hace millones de años. Aunque dormido, respira. Se siente. Las fumarolas emergen desde las entrañas como exhalaciones de un gigante quieto. A diferencia de Botijuela, donde el vapor es apenas un susurro, acá eran columnas densas, calientes, animales. Todo estaba contenido en un silencio mineral, interrumpido solo por el viento.
Después de ese día, vino uno que parecía lento, pero no lo fue. Intentamos, con Damián, armar grupo para ir al Carachi Pampa y al Campo de Piedra Pómez, pero no apareció nadie. Y pagar la excursión entre dos era inviable. Así que cada uno tomó su rumbo. Yo opté por quedarme y darme algo parecido a un descanso. Recorrí el pueblo, bajé la velocidad, miré. Manejar por esos caminos era como deslizarse por una maqueta de otro planeta. Recuerdo, sobre todo, el mirador de la cruz. Desde ahí se ve la que, en mi ranking personal, es la segunda cancha de fútbol más linda de Argentina, después de la de Purmamarca: una rectángulo verde entre cerros grises, como si el lugar no supiera que está desubicado y hermoso.
El siguiente amanecer nos encontró otra vez en la casa de Julio. Su mujer, de una calidez sin alardes, nos convidó café. No había novedades. No era temporada alta. A las 8 ya estábamos en el puesto de control. A las 10, apareció uno. Era suficiente. Regresamos con una mezcla de resignación y esperanza. Julio aceptó llevarnos él mismo. Dijo que sin chofer, así podía contarnos bien la historia del lugar. Y lo hizo.
El Campo de Piedra Pómez es un error acertado de la Tierra. Una llanura blanca, inmensa, tallada por el fuego y la paciencia. Se formó hace más de cien mil años, cuando una serie de erupciones volcánicas depositaron una capa gigantesca de piedra pómez que luego fue esculpida por el viento, la lluvia y las oscilaciones térmicas. Las rocas, huecas y livianas, se agrietan con la amplitud térmica: el calor del día y el frío de la noche las parten como si el tiempo las apretara con furia. Caminar por ahí es pisar el esqueleto de una tormenta antigua.
Después, llegamos al Carachi Pampa. Al fondo, el volcán; al pie, la laguna. Lo que más sorprendía era el color: no era negra, como me la habían descrito. Era un espejo cambiante, con tonos que iban desde un azul oscuro profundo hasta un rosa casi efímero, pasando por gamas terrosas que reflejaban el suelo que la rodea. El paisaje parecía haber sido pintado con paleta volcánica, sin reglas. El contraste era brutal, pero armónico. Uno se sentía dentro de una pintura que aún no se secó. Julio nos hablaba como quien no estudió geología, pero la lleva en los huesos.
Cuando terminó la semana, entendí que había que partir. Pero no fue fácil. El Peñón no es un lugar que se deja rápido. Tiene la humildad feroz de los pueblos que no necesitan anunciarse. Por las noches, cuando la electricidad se corta, el cielo estalla de estrellas sin pedir permiso. La gastronomía es mínima y perfecta. La cultura se palpa en la manera de hablar, en el modo en que se comparte el pan o la anécdota. Y si los volcanes enseñan algo, es que nada está del todo dormido. Todo puede rugir otra vez.
Me fui con la sensación de haber estado en un mundo olvidado por el turismo masivo. Un sitio donde la humanidad no se ha estropeado con slogans ni souvenirs. El Peñón es una esquina del país donde todavía se puede estar sin apurarse, sin fingir, sin distraerse.
Y eso, en los tiempos que corren, es casi un milagro.
Luego de abandonar el crisol de adobe que me había cobijado, el amanecer en Fiambalá me recibió con una quietud que apenas se atrevía a romper el canto distante de algún ave cansada. La ciudad, suspendida entre cordilleras ajadas por el viento y las horas, parecía una pausa consciente en el lento devenir del tiempo. El aire traía una mezcla sutil de tierra reseca y el aroma tenue de las parras que trepaban por las fachadas, mientras un sol pálido comenzaba a rasgar el horizonte con dedos tímidos.
La oficina de turismo, más que un espacio institucional, era una alcoba donde el mate se compartía con risas contenidas y palabras que fluían como río en susurro. Mabel, la anfitriona de voz cascada y mirada vivaz, no dudó en interrumpir su ronda habitual de chismes para deshilvanar ante mí la trama del lugar. Entre dos sorbos de amargo, me explicó la creciente popularidad del pueblo, en especial por sus termas, aunque, según sus palabras, esas pozas no guardaban ni un ápice del misterio ni la vastedad que el resto del valle ofrecía. El hospedaje escaseaba; un único hostal trataba de contener el flujo que ahora avanzaba más firme, desbordando la delicada infraestructura de los hoteles. Aconsejada por el pragmatismo del precio y la esencia, su recomendación fue clara: ese albergue sencillo sería el refugio que más me convenía.
Llegado al hostal, el calor seco y la textura rugosa de las paredes de adobe parecían envolverme en un abrazo rústico, familiar. Tras un almuerzo sencillo, una conversación con el dueño me abrió un mapa invisible de posibilidades y retos. Con voz pausada, me habló de la Ruta de los Seis Miles, un camino que serpentea entre colosos pétreos y cumbres que desafían los límites humanos. Nombró volcanes que parecían custodios eternos de la tierra, y pintó la frontera con Chile como un umbral a un mundo paralelo, donde la Laguna Verde guardaba secretos y colores imposibles, un espejismo tangible solo a unos pocos pasos del control migratorio. Sus consejos se mezclaban con advertencias teñidas de humor y realidad: el Honda Fit, confiable pero pequeño, sería un guerrero al borde de la fatiga en aquellas alturas. Más que un vehículo, una extensión de mi propia resistencia.
La tarde me llevó hacia Tatón, un mar de dunas donde la arena, moldeada por vientos ancestrales, se ondula como un océano detenido. En un intento por contemplar la ciudad desde una cumbre cercana, el destino me jugó una mala pasada: el auto se hundió, atrapado sin misericordia en la arena fina. La sensación de impotencia duró poco. Dos lugareños en moto aparecieron, trayendo consigo palas y una solidaridad que el silencio de la puna parece cultivar en secreto. Su ayuda desinteresada rescató al Honda y a mí mismo, y la gratitud se tradujo en cervezas heladas compartidas bajo un cielo que comenzaba a teñirse de naranja y carmesí.
El ocaso en Tatón fue un espectáculo que no se escribe, se vive. Las dunas se tornaron lienzos donde la luz jugaba con sombras alargadas, y cada grano reflejaba un fuego sutil que encendía el alma. Allí, acompañado por la frescura de una cerveza, me entregué a la contemplación, a la inmensidad que no precisa de multitudes para ser imponente. Escorpiones diminutos dejaron sus huellas efímeras mientras el viento desvanecía lentamente toda presencia humana, como si el tiempo hubiese decidido correr en reversa.
El siguiente día, la vigilia se quebró con el sol naciente y el impulso firme de la aventura. La Ruta de los Seis Miles se presentó ante mí no solo como una carretera, sino como un sendero atravesado por leyendas y rocas que susurran historias en idiomas olvidados. Su construcción, legado de un esfuerzo sostenido entre mineros y trabajadores de vialidad, atravesaba altiplanicies donde la soledad es un tirano amable. El nombre no es capricho: volcanes y picos que superan la temible barrera de los seis mil metros custodian el camino, exhibiendo perfiles de fuerza indómita. El Pissis se alza imponente, guardián pétreo junto al Ojos del Salado, el Tres Cruces y el Incahuasi. Cada uno despliega una historia tallada en hielo, ceniza y roca, mientras el aire escaso se llena con el paso fugaz de vicuñas huidizas y el majestuoso planeo de cóndores, quienes dominan un cielo que parece al borde del infinito.
Entre géiseres fríos que exhalan vapor y penitentes de hielo que se levantan como dedos quebrados hacia el sol, la ruta es un cruce constante entre lo sublime y lo inhóspito. Un ciclista francés, huesudo y exhausto, y un puesto solitario de Gendarmería —donde un gallo rompe la quietud con su canto desafiante— son apenas notas en esta sinfonía mineral.
El balcón natural frente al Pissis regaló una panorámica donde la Laguna Verde, más allá de la frontera, apareció como un cuadro surrealista: sus aguas teñidas por el cobre y el arsénico parecían flotar entre volcanes nevados y cielos diáfanos. Cruzar esa línea invisible para rozar el reflejo de otro mundo fue una experiencia que alteró la percepción, un instante suspendido en la burocracia y la belleza.
De regreso, el cuerpo empezó a sentir los embates de la altura y la fatiga. Respirar se volvió ejercicio y la brisa del valle susurro de alivio. La ciudad de Fiambalá emergió entonces, humilde y sencilla, con sus calles polvorientas y su gente anclada en una cadencia que pareciera ignorar los relojes.
La tarde me llevó finalmente a las termas, reducto popular donde el vapor se mezcla con historias y cuerpos cansados buscan alivio. Las piletas, escalonadas y tibias, ofrecen un respiro entre el azufre que tiñe el aire y las risas que intentan romper la solemnidad del paisaje. Aunque las aguas no alcanzan la grandeza de la cordillera circundante, encuentran en el ritual cotidiano su propia grandeza. Allí, entre turistas y lugareños, el espacio se convierte en un teatro de encuentros efímeros y mutuas silenciosas.
La despedida de Fiambalá fue un acto discreto, como corresponde a quien ha sido tocado sin estridencias. El valle, con su mezcla de arenas, volcanes, termas y una gente que sabe hablar en silencios, quedó grabado en la memoria no como un destino apabullante, sino como un susurro en el corazón, un pulso lento y constante que reclama un regreso cuando el viento vuelva a soplar en dirección a la cordillera. Porque, honestamente, esa es la magia del lugar: existir entre lo vasto y lo íntimo, sin necesidad de más.
Decidí dedicar una galería especial a un sitio que, aunque debería incluirse en el relato de Fiambalá, reclama una atención propia, casi reverencial. Después de la tregua en las dunas de Tatón, encontré un chofer que me ofreció llevarme al Balcón del Pissis. El precio no me pareció descabellado y acepté sin dudar. A las seis de la mañana, la noche aún aferrada a los últimos vestigios de la oscuridad, ya estaba en ruta hacia ese refugio de alturas míticas.
El trayecto desde Fiambalá se despliega como un poema lento que va mutando con cada kilómetro. El asfalto cedía paso a la tierra, y el aire comenzaba a tornarse seco y frío, perfumado por un silencio que sólo interrumpen los susurros del viento y el ocasional murmullo de alguna quebrada lejana. El paisaje cambia de piel: los valles fértiles se diluyen en la aridez de la puna, donde la vegetación es escasa y firme, adaptada a la rudeza. El sol trepa con fuerza, pero la sombra se vuelve un bien preciado, efímero, casi intangible.
En el camino, el tiempo parece transcurrir distinto. Las montañas que custodian la ruta emergen como gigantes dormidos, algunas coronadas por cúspides que rascan el cielo en tonos que van desde el marrón oxidado hasta el gris pálido. Ríos secos surcan las laderas, huellas silenciosas de tormentas pasajeras. La fauna es sutil y esquiva: algún zorro que cruza a lo lejos, vigías camuflados bajo los arbustos de altura. La tierra habla en su lenguaje áspero y sediento, mientras el horizonte se abre hacia un vacío sublime, inmenso, que invita a la contemplación.
Al llegar al Balcón del Pissis, la vastedad golpea de lleno. Es un balcón real y simbólico, un mirador natural suspendido en el borde del mundo. El aire, más delgado y frío, lleva consigo una pureza que se siente en cada respiro, casi como si la tierra misma filtrara sus entrañas para ofrecer un aliento nuevo. El silencio se espesa, casi tangible, y sólo la mirada se atreve a romperlo, escudriñando el paisaje que se despliega sin límites.
Desde aquí, los volcanes son los protagonistas inapelables. Se alzan altivos, centinelas de piedra, cada uno con su historia tatuada en la roca y la nieve. El Pissis, coloso inconfundible, domina la escena con su perfil solemne, coronado por un manto níveo que brilla con la luz tenue de la altura. A su alrededor, el Ojos del Salado, el más alto volcán activo del mundo, vigila con su silueta recortada contra el cielo. Otros volcanes, menos conocidos pero no menos majestuosos, dibujan una constelación pétrea, donde el tiempo parece haberse detenido en el gesto eterno de la montaña. Los colores que se despliegan oscilan entre ocres profundos, grises azules y blancos impolutos, en una paleta que sólo la naturaleza puede componer.
El Balcón mismo es un poema de formas austeras y belleza cruda. La roca desgastada se confunde con el polvo que se levanta al viento, y el horizonte se desvanece en una línea quebrada donde el cielo se funde con la tierra. Estar allí es sentirse diminuto y grandioso al mismo tiempo, parte de un todo que excede la comprensión, una pausa sagrada donde el tiempo se quiebra y la mirada se abre al infinito.
Al cerrar este capítulo de mi viaje por Catamarca, no puedo sino rendirme ante la profunda belleza de esta provincia que, a pesar de su enorme potencial, permanece poco explorada y subestimada. La paciencia es la llave que permite abrir sus secretos; un ritmo lento, pausado, sin apresuramientos, que exige detenerse, respirar y absorber. Pero esa espera se recompensa con una experiencia sublime, desde su gastronomía honesta y sincera hasta la calidez de sus gentes. Y, por encima de todo, por la naturaleza gloriosa que se despliega como un tapiz ancestral, intacto y majestuoso, esperando a quien se anime a descubrirla.
Partí de Hualfín cuando la sombra del cañón todavía era azul y el motor susurraba advertencias sobre controles y coimas. Dejé atrás el murmullo de las cascadas, seguí la traza serpenteante de la cuarenta hasta que el desvío me invitó a la Ruta del Adobe. El amanecer olía a polvo tibio y uvas recién podadas; parecía que el valle abría un libro ajeno al ruido del mundo.
Tinogasta apareció sin estridencias, marcada por muros de barro que aún retienen la respiración colonial. Una mujer de ojos mansos me sirvió café en una taza sin asa y, mientras soplaba el vapor, me contó que aquellas paredes fueron levantadas hace siglos por manos que mezclaban arcilla, paja y fe para resistir los temblores y el olvido. En la plaza, la iglesia de Andacollo guardaba un silencio antiguo que ningún bocinazo se atreve a quebrar; al salir, el perfume de los viñedos me escoltó hasta el borde del pueblo.
El camino hacia El Puesto se deslizó entre viñas verdes contra un suelo color ladrillo. El Oratorio de los Orquera, pequeño y estoico, parecía un pañuelo blanco pegado al desierto. Un anciano barría el patio mientras murmuraba que allí se casó su bisabuela, y que la campana ausente sigue sonando en la memoria de quien la conoció. Seguí ruta con la certeza de que las paredes hablan incluso cuando nadie las escucha.
La Falda emergió como un espejismo dorado. El sol de media mañana incendió la fachada de su capilla rústica y convirtió la cal en brasas opacas. Una niña me saludó desde un umbral y me ofreció uvas que sabían a mosto y a paciencia. No había prisa en aquel lugar; el tiempo se deslizaba tan lento que hasta los perros bostezaban con elegancia.
En Palo Blanco la tarde se estiró bajo algarrobos que proyectaban sombras de catedral. Las casas, encaladas sobre cimientos de adobe, parecían flotar en la luz oblicua. Compartí pan casero con un bodeguero que juraba que el vino joven de aquel valle tenía memoria de los etruscos, y mientras lo decía, inclinaba la copa para que el sol atravesara el líquido como un rubí en tránsito.
Cuando la ruta insinuó su final, Fiambalá se alzó con campanarios bajos y techos de teja que guardan el calor como brasero sigiloso. La iglesia de San Pedro, herida por siglos de viento, custodiaba un Cristo que apretaba los labios contra la sequía. Detrás, los viñedos trepaban hacia las sierras y olían a promesa de termas y descanso. Cenité en un patio de adobe deshecho donde el vino se servía en jarra de greda y la conversación bajaba la voz para no asustar a la noche.
Dicen que la Ruta del Adobe nació cuando los primeros colonos y curas tejieron un rosario de capillas para acercar dios, comercio y resguardo a quienes transitaban entre minas y estancias. El barro, la paja y el estiércol fueron la mezcla humilde que resistió sismos, saqueos y la modorra de los veranos. Lo increíble es que aún palpita: cada muro respira la sal de las manos que lo moldearon y cada boca agradecida al fresco interior repite el milagro cotidiano de habitar el desierto.
Al despertar, empaqué sin apuro y encaré las últimas curvas hacia Fiambalá. Durante el trayecto pensé en la belleza sigilosa de estos pueblos: un encanto que no golpea la puerta, apenas la entorna para quien se anima a detenerse. Admito que los gigantes de piedra que había dejado atrás sacuden más fuerte la sangre, y que los volcanes que me esperan mañana prometen otra sacudida. Pero también sé que, sin el barro de estos muros y el sosiego de su gente, el viaje perdería costuras necesarias.
Me alejé mientras el valle se escondía detrás de un velo de calor ondulante. En el retrovisor, los oratorios parecían pequeñas hogueras de adobe. Apreté el acelerador con gratitud y una certeza simple: la ruta podrá estar lejos de los grandes estruendos, pero guarda en sus paredes el latido perseverante de quienes entendieron que, en medio del desierto, quedarse de pie ya es una forma de eternidad.
Salí de Anillaco con el sol en el espejo retrovisor y el asfalto tan pulcro que parecía recién tendido. La ruta —creo que la setenta y cinco, aunque en este tramo los números se confunden con las curvas— empezó a descender hacia una depresión amplia donde el verde todavía resiste el embate del aire seco. De pronto apareció el espejo de un lago, sostenido por un dique que corta el valle como una cicatriz luminosa. A un costado, casitas bajas, engalanadas con madreselvas y rosas, dan la bienvenida al viajero; flores que arden bajo la mañana limpia. La carretera serpentea junto al agua y, cuando el embalse queda atrás, el paisaje muta: cerros ocres, vides desperdigadas, un horizonte que se ensancha hasta tocar la periferia capitalina.
Llegué a la ciudad antes del mediodía y me instalé en un hostal distante del centro administrativo, un barrio donde la sombra escasea y el canto de los gallos compite con bocinas distraídas. Pregunté por los encantos de la capital y la respuesta fue honesta y parca: “Acá no hay mucho para ver, pero la gente es buena.” Esa frase flotó como premisa durante los días que siguieron. La Rioja parece andar con un pulso que le pertenece: semáforos perezosos, calor que se pega a la piel, un tráfico que tantea las esquinas sin apremio. La vida se organiza alrededor de oficinas públicas donde rostros idénticos fichan horarios y dejan que la tarde los arrulle. Hay minería, sí, motor de sueldos robustos para unos pocos; el resto reparte su tiempo entre pequeños comercios, changas y el arte secreto de estirar el sueldo hasta fin de mes. Se advierte la brecha: un puñado de barrios acomodados —calles limpias, alarmas discretas— rodeados por anillos de viviendas humildes que se confunden con el polvo. Sin embargo, nadie parece resentir la diferencia; se convive con bromas, resignación y un estoicismo heredado de la tierra.
Me lancé a pie rumbo al corazón histórico. La plaza 25 de Mayo respira a la sombra de palmeras altísimas que resisten el soplo norteño; bancos de piedra donde jubilados comentan el precio del aceite y la última tormenta. Frente a ellos, la catedral proyecta un silencio fresco: nave amplia, vitrales tenues, aroma de velas que se consume sin fe estridente. Caminé luego hasta la Casa de Gobierno, un rectángulo solemne de líneas severas donde el aire acondicionado es un decreto. Pasillos largos, empleados que se deslizan como fantasmas en busca de un sello que nunca llega. Al salir, una ráfaga caliente me empujó hacia el Paseo Cultural Castro Barros: salas polvorientas, una exposición fotográfica que recorre terremotos y reconstrucciones; imágenes en sepia donde la ciudad se levanta una y otra vez sobre sus propios escombros.
A tres cuadras, el Mercado Artesanal huele a dulce de cayote y cuero recién cortado. Puesteras envuelven alfeñiques en papel celofán, viejos cuchillos relucen mangos de carpe, tejidos de vicuña despliegan ocres y azules como si conservaran la montaña en su trama. Nadie regatea con agresión; los precios se negocian entre chistes y guiños cómplices. Más tarde crucé el Parque de la Ciudad cuando la luz declinaba. Familias enteras improvisan meriendas de tereré, una pareja de adolescentes practica giros en patines, un globo aerostático yace desinflado, promesa de vuelos que el viento pospone. Al anochecer, la calle Pelagio B. Luna se enciende con faroles tímidos; guitarras repiten zambas viejas que se mezclan con riffs de un rock cansado, las mesas se desparraman sobre la vereda y el vino torrontés se reparte sin afán.
Subí después hasta el cerro de la Cruz, un mirador modesto que regala una panorámica de luces amarillas desperdigadas sobre el llano. El calor se diluye en una brisa tibia y la ciudad parece una constelación tímida, relajada, que no pretende competir con ningún firmamento ajeno. Bajé con la serenidad de saberme seguro: las calles vacías sólo guardaban el rumor distante de una moto y algún perro obstinado.
El riojano capitalino es especialista en restarle drama a lo cotidiano. Un taxista transforma cada curva del boulevard en chiste, la moza que sirve empanadas escribe poemas con el acento, el portero del banco convierte la fila en tertulia. No encontré estrés, ni voces alzadas; encontré humor, paciencia y un ritmo que frena los latidos del recién llegado.
Me fui consciente de que La Rioja ciudad no deslumbra, y tal vez esa sea su virtud. No exhibe monumentos colosales ni postales de catálogo; se ofrece sin maquillaje, como un cuaderno de notas íntimas que el viajero hojea mientras cruza hacia lugares más celebrados. Es un paréntesis manso donde la vida ocurre sin ruido, un retrato fiel de esa Argentina interior donde el empleado público es corazón y engranaje, donde el calor impone pausas, y la noche, aun breve, se disfruta bajo faroles que apenas alumbran pero nunca se apagan.
Había algo de capricho en ese desvío. Algo de necesidad casi antropológica por ver con mis propios ojos lo que tantos otros describieron como una anomalía geográfica y política. Anillaco, el pueblo natal de Carlos Saúl Menem, se alzaba en el horizonte como una de esas piezas incómodas del rompecabezas argentino. Llegué con la certeza de que no sería un lugar más. No buscaba confirmaciones sino detalles. Llegué no por admiración sino por curiosidad. El morbo de recorrer lo que durante años se describió como la Beverly Hills riojana. Y, aunque esa comparación sea un exceso casi caricaturesco, había algo real detrás del mito.
La ruta hasta allí no tiene puntos ciegos. Asfalto impecable, señalización precisa, un corredor vial que serpentea entre pueblos que no fueron tocados por la misma varita mágica. Aimogasta, con sus veredas rotas y casas bajas que luchan contra el tiempo. Aminga, donde las siestas son eternas y las calles, de tierra, se apagan en una nube de polvo al paso de cualquier vehículo. Los Molinos, con su plaza desbordada de historia y su presente detenido. Chuquis, más escondido, más austero, más olvidado. Todos ellos se suceden con la misma lógica del interior profundo: ritmo lento, necesidades visibles, infraestructura ausente. Pero al llegar a Anillaco, la narrativa cambia. La primera impresión es casi cinematográfica. Las calles son anchas, asfaltadas y limpias. Las casas, de arquitectura prolija, parecieran haber sido dibujadas en un cuaderno nuevo. El verde prolifera donde en otros lados domina el árido. No es lujo, pero es diferencia. No es opulencia, pero sí privilegio.
Recorrerlo no lleva más de una hora, pero alcanza. Todo parece haber sido diseñado con una estética de postal. La terminal, las plazoletas, los espacios públicos, la iglesia. Hasta el silencio se siente diferente. Hay una sensación de orden que no encaja con el caos habitual de los pueblos hermanos. Y esa diferencia —no siempre evidente para quien no viene con preguntas previas— se vuelve un peso cuando se la compara. Porque Anillaco no debería estar así si el resto no puede. Porque lo que aquí se ve como derecho, en los otros pueblos es carencia. Y eso no es mérito, es privilegio selectivo.
No se trata de negarle a un pueblo su desarrollo. Se trata de cuestionar por qué ese desarrollo no fue parejo. Por qué un presidente, en lugar de usar su poder para nivelar, eligió potenciar lo propio. Menem convirtió a Anillaco en un símbolo: no de progreso, sino de favoritismo. Lo hizo más visible, más habitable, más cómodo. Pero lo hizo también más incómodo para quien observa el mapa completo. No es que aquí haya rascacielos o avenidas de cinco carriles. Pero cuando se viene desde la desidia de los pueblos vecinos, la diferencia abruma. Y eso —aunque no haya ostentación ni oro en las paredes— es político.
La historia de Anillaco es también la historia de un país que supo regalarle al poder el privilegio de lo impune. No fue una excepción, fue una regla disfrazada de anécdota. Y ahí sigue, impecable entre la aridez, como si nada. Como si todo.
Dejando atrás la vasta magnificencia de Catamarca, la ruta me llevaba ahora a La Rioja, un territorio que ya conocía por etapas anteriores, marcadas por la calma de Villa Unión, la vastedad indómita de Laguna Brava y la serenidad antigua de Chilecito. Pero antes de sumergirme en esos rincones, Tinogasta apareció en el horizonte como un respiro breve, una pausa fugaz entre el pulso de las montañas y los caminos aún por recorrer. Llegué temprano, cuando el sol todavía no quemaba y la ciudad despertaba con un ritmo tranquilo, casi susurrante. Un mensaje de Pablito, amigo de Córdoba, se cruzó con mi llegada: “Si necesitás algo, avisa. Ruth, su novia, y su familia son de aquí; cualquier cosa, te reciben con los brazos abiertos.” La promesa de un refugio cálido flotaba en el aire, aunque mi paso por ese pueblo fue apenas un instante comprimido entre un sorbo y otro de la jornada.
Con la mañana aún fresca, caminé despacio, dejando que las calles me hablen sin prisa, hasta que Damian, la voz sabia del lugar, me sugirió algo que resonó distinto: “Andá a hacer carrovelismo.” Atrapado por la curiosidad, un número de teléfono me fue confiado y me comuniqué. Me dijeron que me esperaban en Vientos del Señor, un enclave que el nombre describe a la perfección, donde no hay nada más que el aire que ruge y las vastas llanuras que parecen extenderse al infinito. Allí, el silencio se corta solo por el susurro incesante del viento que, poderoso y constante, es dueño y señor de ese lugar.
El carrovelismo, actividad que se practica en algunos rincones de Argentina, cobra en Vientos del Señor una dimensión natural, sin artificios ni estructuras que empañen la conexión directa con la tierra y el viento. La pista es un manto de suelo que parece haberse esculpido por el soplo constante que la atraviesa, invitando a deslizarse con una fuerza primitiva, solo con la energía del viento como motor.
Al llegar, el escenario era casi desolado, reducido a la figura del administrador y su compañera, una mujer de presencia imponente que, sin necesidad de palabras, parecía abarcar el espacio con su estatura y su calma profunda. Su hospitalidad fue sincera, la invitación a quedarse en un bungalow fue amable, pero mi viaje reclamaba continuidad; no podía detenerme más allá de lo necesario. La misión era clara: disfrutar ese instante fugaz en que el viento y yo seríamos uno solo.
Montar el carrovelismo fue entrar en una dimensión diferente, donde el vértigo se mide en metros y la velocidad nace de un soplo invisible que se vuelve fuerza tangible. La sensación de deslizarse tan cerca del suelo, rozando la tierra con cada curva, desafía cualquier lógica común; es un vuelo contenido, una danza con el viento que sólo los valientes se atreven a coreografiar. La adrenalina se mezcla con un asombro profundo, la quietud del entorno contrasta con la furia controlada del viento que empuja y eleva. Esa experiencia fue una gloria en estado puro, un instante único que se aloja en la memoria como un latido acelerado que nunca cesa.
Así, el carrovelismo en Tinogasta se reveló como la esencia misma de mi paso por la zona: breve, intensa y absolutamente irrepetible. Fue el motor que justificó la visita, el hilo conductor de una jornada que, aunque breve, dejó una marca indeleble en el mapa de mis viajes. Esa interacción efímera con el viento y la tierra condensó en pocas horas la fuerza vital que define a Tinogasta, dejando la certeza de que algunas experiencias valen todo el tiempo del mundo.
Estoy escribiendo esto mientras viajo en el slow boat que va de Luang Prabang a Pak Beng, por el Mekong en Laos. El lento transcurrir del río, la calma que impone el agua y el paisaje cambiante me llevan a recordar aquel viaje relámpago que hicimos en 2020 a La Rioja. Intentar traer a la memoria esos momentos se vuelve difícil, pero aquí estoy. Fue una escapada que nos sacó de la rutina agotadora del laburo en oficina. Éramos cuatro: el Tolo, el Bocha, Soria y yo. Para esa Semana Santa organizamos una movida fuerte, decidimos salir desde Córdoba alrededor de las ocho de la noche, con la idea de llegar a Villa Unión, instalarnos y empezar a recorrer al día siguiente.
La ruta que tomamos estaba completamente desierta, un tramo que también conecta con el Talampaya, donde no vimos ni una sola alma en horas, solo burros, avestruces y otros animales que parecen dueños del lugar. La velocidad fue lenta, porque los animales pueden cruzarse y no hay señal ni nadie que pase por ahí. Si tenés un problema, capaz que tenés que esperar hasta el otro día para que te ayuden. La carretera estaba impecable y como éramos cuatro para manejar, nadie se agotaba del todo.
Llegamos a Villa Unión de madrugada. Los detalles se mezclan, pero paramos en una cabaña sencilla donde el silencio era absoluto y el descanso profundo. Desde allí partimos al día siguiente para comenzar la exploración. Villa Unión fue la base, aunque el orden de las visitas no lo recuerdo con exactitud.
Uno de los días salimos en el auto hacia la Laguna Brava. El camino era de tierra, sin asfalto, en subida constante. A medida que avanzábamos, el paisaje se iba volviendo casi un pasaje de ensueño que te borra todo el estrés acumulado. Íbamos parando a sacar fotos, sin apuro, y de repente apareció la laguna. Dejamos el auto porque acercarse más sin un 4x4 es difícil, y bajamos a caminar hasta el borde.
La Laguna Brava es un espectáculo natural. Se formó a partir de movimientos tectónicos y la actividad volcánica, en medio de un altiplano desértico y rojizo. El agua, cristalina y tranquila, refleja el cielo y las montañas que la rodean como un espejo gigante. Tuvimos la suerte de ir en temporada seca, porque en época de lluvia el acceso se vuelve casi imposible. La fauna es discreta pero presente: vicuñas que parecen esculturas vivientes, cóndores que planean con majestuosidad, y otros animales que habitan el lugar en silencio. En uno de los extremos de la laguna hay un avión viejo, abandonado, que le da un aire casi místico y cuenta una historia sin palabras.
Volvimos a Villa Unión y compartimos un asado que se convirtió en un ritual de camaradería, en el que las risas y las anécdotas fluyeron con naturalidad. Al día siguiente partimos hacia la Ruta 40, una de las más emblemáticas del país. Pasamos por pueblos pequeños, como Angulos, con sus casas modestas y calles tranquilas, y Aimogasta, donde la vida parece ir al ritmo de la tierra.
La Cuesta de Miranda nos impactó con sus colores ocres y rojizos, la montaña pareciera respirar mientras la carretera serpentea con desafío. El aire ahí tiene un peso especial, como si el paisaje te invitara a detenerte y absorberlo. Después llegamos a Chilecito, una ciudad que mezcla la historia con la cotidianeidad. Caminamos por sus calles, probamos el locro, un plato que sabe a tradición y hogar, y visitamos el cable carril, una estructura antigua y resistente que lleva la memoria de los mineros y el esfuerzo humano en cada tornillo oxidado.
Así terminó nuestro fin de semana, aunque el regreso incluía una parada en el Parque Nacional Talampaya. El lugar es impresionante: cañones de roca roja que cambian de color según la luz, formaciones que parecen esculturas naturales hechas por el viento y el agua a lo largo de milenios. Guanacos cruzaban tranquilos y las aves dominaban el cielo, completando un paisaje que se siente vivo y silencioso al mismo tiempo. Quisimos pasar por el Valle de la Luna, pero la tarde nos ganó y al otro día nos esperaba la rutina en Córdoba. Ahora tengo tiempo para revivir esas historias con calma.
Viajar con amigos es un bálsamo que multiplica las vivencias y atenúa las cargas del día a día. Después de esta aventura, durante un par de años mantuvimos la costumbre de ir a San Marcos Sierra, siempre los mismos, algo que extraño siendo nómade pero que valoro profundamente.
Un año y medio después regresé a La Rioja para recorrer lo que había quedado pendiente. Fue menos impactante, más simple, pero me permitió entender mejor la vida cotidiana del riojano, un pueblo paciente y fuerte. La Rioja es una provincia que vale la pena recorrer, sobre todo por la Ruta 40, con sus paisajes y su silencio poderoso. Le prometí a Franquito, hermano de la vida, compañero de la facultad y oriundo de Chilecito, que algún día voy a volver para subir el Cerro Famatina. Esa promesa lleva consigo el deseo de regresar a estas tierras que tanto dejaron en mí.
El Zonda me escupió a las puertas de San Juan después de masticar la ruta durante tres horas interminables. El volante vibraba entre mis manos como un animal herido, cada ráfaga sacudiendo los amortiguadores con saña. Cuando por fin entré a la capital, el termómetro había bajado la guardia, pero la ciudad no ponía las cosas fáciles: carteles de "No hay lugar" brillaban en cada hospedaje decente.
El hostal apareció cuando ya calculaba dormir en el auto. Una casona de techos altos y pisos que crujían como huesos viejos. Adentro, solo una francesa de mirada evasiva y un colombiano que resultó ser jugador de fútbol y se desempeñaba en las divisiones inferiores de San Martín de San Juan. La ducha echaba agua caliente por milagro, y esa noche, después de arrastrarme hasta un almacén de barrio, me derrumbé sobre una cama que olía a lavanda rancio.
Al amanecer, los diques me esperaban. Ullum primero, sus aguas verdes cortando la aridez como un cuchillo en carne seca. Caminé por senderos de roca sedimentaria, donde lagartijas heliotrópicas huían de mis sombra. A mediodía, en lo alto de Cuesta del Viento, el vino de la zona sabía a uvas pisadas por generaciones de manos morenas. Dos policías me interceptaron después -"Falta el agua oxigenada en el botiquín"- pero un convoy de camionetas mineras distrajo su atención. La ciudad, al regresar, se mostraba dócil: la catedral con sus cicatrices del '44, viejos jugando a las cartas bajo árboles torcidos, librerías donde el "Martín Fierro" compartía estante con manuales de geología.
Compré aceitunas en un puesto callejero -frutos redondos y duros como perdigones- y probé un vino que los locales defendían con orgullo provincial. No era Mendoza, claro. No hacía falta que lo fuera. Cuando arranqué hacia Malargüe al tercer día, el retrovisor me devolvió la imagen de una ciudad que no intentaba conquistar a nadie, satisfecha con su identidad áspera y sus secretos guardados bajo tierra. El polvo de sus calles se quedó pegado a las llantas, único souvenir de un lugar que no regala postales, pero te deja llevarte pedazos de su verdad si sabes mirar.
Llegué con un viento feroz que no perdona, un látigo invisible que levanta la tierra en remolinos danzantes, imposibles de esquivar. La ruta se volvió un velo ocre, el parabrisas cubierto por una capa fina de polvo que parecía absorber el mundo. Encontré un refugio en un parador solitario donde, con un café humeante entre las manos, logré descifrar de nuevo el horizonte.
El parque me recibió con una quietud afilada, que se clavaba entre las costillas, y una inmensidad que desbordaba los límites de la razón. Era un desierto de formas extrañas, como si una mano invisible hubiera esculpido rocas en formas imposibles a lo largo de eones. La tierra se vestía con colores tierra, ocres profundos, rojos quebrados y amarillos tenues, una paleta que cambiaba a cada instante, según la luz se posaba o se retiraba.
Las formaciones rocosas, unas puntiagudas como lanzas, otras redondeadas como huesos antiguos, narraban sin palabras la historia del planeta, escrita en un lenguaje que solo el tiempo domina. Al caminar entre ellas, se sentía el pulso de algo ancestral, como si el aire mismo hubiera envejecido distinto aquí.
La flora se mostraba en sus mínimos gestos: arbustos resecos, cactus firmes como soldados silenciosos, plantados con la paciencia infinita de quien sabe que la vida en esta aridez es un triunfo constante. La fauna, esquiva y callada, se mimetizaba con el entorno —zorros de mirada fugaz, lagartos que se esconden al sol, aves que cruzan el cielo con vuelo pausado—, sobrevivientes de un pacto secreto con la sequía.
Cada rincón guardaba una huella del pasado remoto, como si el desierto fuera un museo donde la historia de la Tierra se exhibe en grietas y relieves, en capas y sombras. Uno de los sectores que más me marcó fue un valle con formaciones caprichosas, estructuras que parecen de otro mundo, y donde el aire tenía la densidad de un pensamiento suspendido. Allí no hay cascadas ni verdes intensos que deslumbren, sino un vacío que obliga a mirarse por dentro, a escuchar el eco de los pasos propios en medio de tanto silencio.
Este parque no es un espectáculo estridente ni el destino de postales comunes, pero tiene su propia fuerza, una verdad desnuda que no necesita adornos. En contraste con otros parajes más verdes o frondosos, aquí la belleza es una resistencia: una guerra lenta contra el clima, ganada a fuerza de raíces y piedra.
Tras esta experiencia, seguí hacia la ciudad, donde pasé unos días en calma. Me dediqué a probar vinos que guardaban en su sabor el mismo fuego lento del desierto. Caminé por calles tranquilas, dejando que el paisaje urbano hablara sin prisa, como un susurro que contrasta con la aspereza mineral de lo que dejaba atrás.
Ischigualasto dejó en mí esa sensación de espacio que no pide atención, sino que la exige sin palabras, que habla bajo, en tonos que solo se revelan a quien se detiene a escuchar.
La Ruta 40 comenzaba a mostrar fisuras en su paisaje. Ya no eran los mismos árboles ni el mismo cielo; el viento traía una textura distinta, un filo en el aire que no era del todo andino ni del todo patagónico, pero que anunciaba un umbral. Me detuve en El Sosneado sin buscarlo. El cartel oxidado, la nada estirada hasta el horizonte, y esa soledad seca que a veces se confunde con serenidad. Me hice un café con la cocinita al costado de la ruta. Mientras el agua hervía, el sol golpeaba los médanos bajos, y el silencio tenía ese espesor de cuando no hay ni siquiera insectos.
Ahí, con los pies sucios y el cuerpo entumecido, tracé el recorrido que seguiría esa mañana por la ruta provincial que lleva a Las Leñas. Un tramo áspero, deshabitado, abierto como una herida fresca en la tierra. Las ruedas del auto parecían flotar sobre un asfalto demasiado nuevo para esa geografía. No había tráfico, ni carteles turísticos, ni vida urbana; solo el paso invisible de quienes habían estado antes.
La primera parada fue el Pozo de las Ánimas. Dos depresiones gigantescas en medio de la nada, como si la tierra hubiera colapsado por dentro. El viento soplaba desde el fondo con un zumbido grave, casi ritual. No era bello en el sentido tradicional, pero sí hipnótico. Uno podía quedarse horas mirando cómo las paredes de roca descendían, sin fondo visible, mientras el aire hacía vibrar las piedras sueltas.
Más adelante, una sucesión de lagunas esparcidas con descuido: Laguna Negra, con su superficie metálica, quieta, inalterable, y otras más pequeñas sin nombre ni apuro. Estaban ahí, como cicatrices de antiguos glaciares, contenidas por montañas gastadas. Algunas tenían flamencos, otras apenas barro reseco. Pero todas compartían esa estética despojada, de belleza incómoda, que obliga a mirar más de una vez para comprenderla.
El camino seguía bordeando campos duros, donde la jarilla crece baja, casi abrazada al suelo, y las piedras parecen haber sido volcadas por algún dios aburrido. En ciertos tramos, aparecían casas solitarias, postas de adobe y madera, que ya no cumplían ninguna función salvo recordarnos que alguna vez alguien eligió vivir ahí. El viento, persistente, peinaba los pastizales en todas direcciones. Y el cielo, tan limpio, se sentía más alto, más real, como si recién ahí uno entendiera qué significa cielo abierto.
A medida que me acercaba a Las Leñas, el paisaje empezaba a imponerse de otra forma. Montañas más filosas, valles más cerrados, y una sensación de aislamiento que no asustaba, pero sí exigía respeto. La ruta terminaba de ascender y de golpe aparecía el complejo: Las Leñas, sin nieve, sin turistas, sin ruido. Casi un decorado abandonado por error. El silencio ahí era distinto. No era el de la naturaleza; era el de algo construido para el ruido que de pronto se había quedado sin voz.
Caminé por las calles vacías, por las pistas cubiertas de polvo y pasto, por escaleras que no llevaban a ningún lado. Todo estaba quieto, como si el invierno siguiente aún no hubiera sido convocado. No era melancólico. Era otra cosa: una calma que no buscaba agradar. Y en esa falta de espectáculo, encontraba algo honesto.
A las siete de la tarde, cuando el sol se empezaba a esconder detrás de las últimas crestas, arranqué de nuevo hacia Malargüe. Fue un día sin pausa, lleno de aire seco, paisajes crudos, rutas deshabitadas y pensamientos que se acomodan sin que uno se lo proponga.
El tramo entre El Sosneado y Las Leñas no tiene la fama de otros caminos de montaña. No hay postales fáciles, ni restaurantes de paso, ni experiencias "instagrammeables". Pero tiene una belleza severa, de esas que no se explican en fotos ni en palabras sueltas. Es un lugar donde uno se vacía un poco para poder mirar. Donde la geografía manda, sin suavidades. Donde el silencio no es ausencia, sino presencia pura.
Nadie reservaba por aplicaciones en ese entonces. O tal vez alguien sí, pero no era mi mundo. Llegar a cada ciudad era presentarse a la vida sin anuncios, sin pasajes de ida, sin confirmaciones digitales. En Argentina, reservar por internet no era opción: las comisiones eran criminales, el sistema encorsetado, caro, ajeno. Hoy quizás sea distinto, pero entonces la lógica era otra, una lógica más sucia y más honesta, como casi todo allá. Por eso, después de tantear un poco, terminé en el hostel de Amanda.
Una mujer de unos sesenta, mirada viva, zurda sin vergüenza, feminista sin panfleto. Pero ante todo, buena. Tan buena como pocas. Me abrió las puertas de su casa como quien abre un libro ya leído mil veces, sabiendo que lo que importa no es la historia sino cómo se la cuenta. Me quedé una semana. No porque Malargüe me haya retenido, sino porque era el lugar ideal para saltar hacia otros. Compré víveres en un supermercado que parecía detenido en otra década, cociné algo rápido y me senté a tomar café con Amanda mientras trazábamos el mapa del día siguiente. Ella hablaba y yo asentía, más atento a sus manos que a sus palabras.
La primera excursión fue al volcán Malacara. No se puede ir solo. Esa es la norma, una de esas que no se discuten porque nadie sabría cómo romperla. Hay que ir con guía, y eso es todo. Algunos lugares se blindan así, no por elitismo sino por miedo a que el descuido arruine lo que la tierra construyó con paciencia. El Malacara no es un volcán cualquiera. Es una cáscara vacía que alguna vez fue furia y que ahora se deja mirar desde adentro. Una serie de tubos volcánicos, corredores oscuros tallados por erupciones freatomagmáticas, explosiones causadas por el encuentro brutal entre agua y magma. Por dentro es un organismo dormido, una catedral de roca, de paredes negras y naranjas que juegan con la luz como si fueran vitrales. Caminé por ese vientre de lava petrificada y sentí, más que nunca, que la geología también puede ser emoción.
Al día siguiente, La Payunia. Tour pagado. Uno de los últimos de todo mi recorrido por el país, porque ya sabía que en el sur me esperaba el gasto inevitable del Perito Moreno. Me fui temprano, a pie, hasta la oficina de la trafic. El camino, un desquicio. Roto, salvaje, imposible para mi Honda. Mientras la camioneta saltaba como una cabra desbocada, pensaba que ni la mejor de las voluntades me hubiera llevado por ahí en moto. Pasamos por un laberinto de calles de tierra que no sabés si van o vienen. No hay señal, no hay indicios. El paisaje empieza a cambiar, a volverse mineral, desértico, seco como garganta de borracho. Y aparecen los pozos petroleros. Hay una reserva enorme en la zona. Por eso, y solo por eso, el combustible en Malargüe es el más barato de Argentina. Era, es y será así, hasta que se acabe el oro negro.
La Payunia es otro planeta. Cientos de conos volcánicos brotan como si la tierra hubiera hervido de adentro hacia afuera. Hay campos de lava negra que parecen derrames detenidos en el tiempo. El pasto seco, amarillo, ilumina las piedras oscuras con un contraste que parece pintado. Es como caminar por una página de ciencia ficción escrita con amor. El guía hablaba, pero yo solo escuchaba el viento. La belleza era tan vasta que no podía caber en una sola mirada. Había algo glorioso en esa desolación, en ese silencio. Algo que no se explica, solo se agradece.
Otro día me llevó a las termas de Cajón Grande. Tenía que presentarme en la aduana argentina, algo que ahora me suena a chiste, pero que entonces era parte del protocolo. Fui en auto. Después del desvío, el ripio se volvió un castigo. Polvo, piedras, vibraciones. Y de repente, el contraste. Agua a 45 grados en piletones naturales, rodeado de montañas nevadas. Una escena surreal, de esas que no se inventan ni se repiten. Mucho más auténtico que aquellas termas prefabricadas que había visto en Catamarca.
Estaba saliendo de una de las piletas cuando una señora, con voz de madre y gesto de enfermera, me dijo que estaba rojo, que el calor me iba a hacer mal. Sin muchas opciones, me tiré al río. Agua helada. Un golpe seco, brutal. Cuerpo en shock, cabeza en blanco. Y sin embargo, un placer extraño, como si el dolor fuera parte del alivio. La señora, que se llamaba Raque, terminó invitándome a un asado. Acepté con la única condición de llevar las dos botellas de blanco que me quedaban de Cafayate. Después de discutirlo con humor, aceptaron. Aunque, claro, se quedaron con las botellas y el asado lo comimos con tinto, como manda la ley no escrita de cualquier sobremesa nacional.
Estaban ella, su marido, una pareja amiga que me repetía que era un valiente. Me contaron historias de sus hijos, de sus trabajos, de sus pequeñas tragedias diarias. Yo no dije mucho, pero me escuchaban igual. Pensé en qué dirían si supieran que ese año sabático que tanto elogiaban se había transformado en mi manera de vivir. Supongo que seguirían creyéndome valiente, aunque ya no se tratara de coraje, sino de necesidad.
Volví al hostel con la panza llena y el corazón revuelto. Al día siguiente me despedí de Amanda. Me abrazó como quien despide a un hijo que no volverá. Me dijo que fuera despacio por la ruta. Que el gobierno de Mendoza se la había dado a Lázaro Báez y que nunca la construyeron. Lo insultó en todos los idiomas. Yo pensé que exageraba. No lo hacía. Pero eso ya corresponde al capítulo de Neuquén.
Lo cierto es que Malargüe me mostró otra Mendoza. Una que no conocía. Una que no era de postales ni de bodegas. Me mostró a Amanda, al Malacara, a La Payunia, a Raque, al agua hirviendo y al río helado. Me mostró cómo puede convivir el calor con la nieve, la lava con el pasto, el petróleo con el silencio. Y yo, sin saberlo, me estaba preparando para cruzar la frontera de lo que pensaba que era solo un viaje.
Salí de San Juan con la ruta hecha polvo en el parabrisas y la sensación de haber estado en un sitio que no se esfuerza por gustar. Me gustó por eso. Encaré hacia Mendoza, en esta travesía larga que vengo haciendo por mi país, evitando los lugares que ya conozco para abrirme a otros. No pasé por la capital, no me detuve en Luján ni en Maipú. Fui directo al sur. Mi idea era llegar a Malargüe, pero el mapa me tentó a frenar en Tunuyán, esa zona vitivinícola que suele aparecer en etiquetas de vino pero no en los relatos de viaje.
La entrada al valle me recibió con una calma tibia. El paisaje tenía esa elegancia silenciosa de los lugares que se construyen con paciencia: álamos en hilera cortando el cielo, acequias murmurando al costado del camino, y una paleta de verdes y dorados que se arremolina entre campos, parrales y el espinazo lejano de la cordillera. No hay estridencia en Tunuyán. Todo está puesto con una sobriedad firme, como si el lugar se negara al maquillaje turístico que otros abrazan sin pudor.
Recorrí parte de la zona en auto, entre rutas asfaltadas que serpenteaban bodegas con nombres altisonantes y carteles en inglés. En una de ellas, un mozo me ofreció una copa de malbec de ocho mil pesos, servido en una terraza con música chill y vista a un estanque artificial. Me fui sin probar nada. Había más puesta en escena que alma. Preferí perderme por caminos menos prolijos, donde la vid crece sin arquitectos ni hashtags, y donde los trabajadores del campo —con la piel curtida y la mirada directa— hacen al vino sin discursos.
Me quedé a dormir en un hostal de techos bajos y sábanas ásperas, con un jardín ralo y una parrilla oxidada en el fondo. Compartí la cocina con un alemán silencioso, que llevaba semanas pedaleando por la cordillera y escribía un diario de viaje en hojas sueltas, y con una pareja de San Luis que venía escapando de la ciudad y del calor. Cenamos sin demasiadas palabras, pero compartimos pan, fruta y silencio. Afuera, el viento peinaba los árboles y traía ese olor a tierra mojada, a leña dormida, a uva fermentando en secreto.
A la mañana siguiente salí temprano, con el café en mano y el cuerpo algo entumecido. Malargüe me esperaba más al sur, pero no me fui vacío. Tunuyán me dejó una imagen clara: la de un pueblo que no necesita levantar la voz para quedarse en la memoria. Un lugar que se sostiene sobre la paciencia de su gente y la memoria de su tierra. No quiere ser otra cosa. Y esa resistencia tranquila, en este viaje, vale más que cualquier copa servida con glamour.
Había llegado el momento. Después de tantos kilómetros, de ese lento deshilacharse del mapa a medida que avanzaba, la Patagonia se presentaba como una puerta abierta. No la de los folletos, ni la del relato domesticado por agencias de turismo. Una verdadera entrada: rústica, polvorienta, ardua. Sesenta kilómetros de serrucho sin asfaltar separaban el fin mendocino de la Ruta 40 del comienzo neuquino. Y fueron sesenta de los más ingratos. Polvo, piedras sueltas, ausencia de todo lo que pudiera llamarse mantenimiento. Recordé el consejo de Amanda, esa advertencia que parecía amable y terminó siendo una advertencia seria. Cuando finalmente puse la trompa del auto en Neuquén, sentí que el castigo llegaba a su fin: el asfalto volvió como una tregua, como un premio sin ceremonia.
Evité la capital provincial. Me pareció innecesario detenerme en una ciudad que no me ofrecía más que tránsito, edificios, movimiento que no buscaba. Fue durante la excursión al volcán Malacara donde escuché por primera vez ese nombre breve, casi susurrado: Caviahue. Un par de viajeros lo mencionaron como quien revela un sitio secreto, con ese tono reservado que acompaña a los lugares que no quieren masificarse. Así que fui.
El camino se curvó entre laderas de piedra y manchas de nieve que se resistían al calendario. El aire se hizo más seco, más nítido. Me adentré en un escenario de montaña pura, donde el silencio era la única banda sonora, y la línea del horizonte no encontraba obstáculos. Caviahue se dejó ver como una aldea mínima, de no más de seiscientas almas, estirada entre el lago y el volcán. En la oficina de turismo, el mate circulaba con la naturalidad de un río. Entre sorbos, me hablaron con cierta preocupación: el invierno había sido escaso, la nieve no llegó como debía, y eso traería consecuencias. Menos agua en los ríos, vegetación comprometida, y una incertidumbre que se colaba en cada conversación.
Me instalé en el único hostal del pueblo. Tenía una habitación para mí solo, con una calefacción tan potente que en poco tiempo me sentí en pleno trópico. Dejé las cosas, bajé las provisiones del baúl y cociné algo sencillo. Luego salí, sin rumbo fijo, a caminar las calles calladas de Caviahue. Subí a un mirador cercano, uno de esos que no figuran en mapas, y desde allí el lago apareció entero, como un espejo endurecido por el frío. El sol lo pintaba con tonos indecisos entre el azul oscuro y el verde denso, un color impenetrable que sólo podía venir del sur. El aire era gélido, sin embargo había luz, una claridad que no quemaba pero lo iluminaba todo.
Durante los días que pasé allí, me interné en los caminos de piedra que rodean al volcán Copahue. Su figura dominaba todo, incluso el ritmo del pueblo. Era imposible no mirarlo a cada rato. A lo lejos, su cima siempre humeaba, un recordatorio discreto de que estaba vivo. En su historia cargaba con la memoria de aquella gran expulsión de cenizas que, tiempo atrás, había cubierto buena parte de la Patagonia. Aún quedaban vestigios de ese episodio en la tierra, en las paredes de las casas, en la manera en que los pobladores hablaban de él: sin miedo, pero con respeto. Subí hasta el Puente de Piedra, formación natural que parecía esculpida a conciencia. Desde allí, el valle se desplegaba en un silencio mineral, y el viento trazaba líneas invisibles sobre el paisaje. La tierra tenía una textura dura, como si nada creciera sino a fuerza de resistencia.
Pero fue el Salto del Agrio lo que cambió el tono de mi viaje. Hasta entonces, todo había sido hermoso, sí, pero sin desborde. Lo del salto fue otra cosa. La cascada caía desde lo alto como una cortina de lava congelada. El agua, teñida por los minerales, estallaba contra las rocas en un espectáculo cromático que parecía montado por algún capricho secreto del planeta. Esa mañana, tres arcoíris se alinearon en el aire. No uno, no dos. Tres. Suspendidos como arcos paralelos, perfectos, que vibraban con el rocío. Me senté con el mate entre las manos, sin decir palabra. No había nadie más. Sólo viento. Sólo ruido de agua. Sólo el temblor interno de estar frente a algo que no pide ser comprendido, sino apenas presenciado.
Ya tenía todo preparado para continuar hacia San Martín de los Andes. Había revisado las rutas, chequeado el pronóstico. La nevada llegó en la madrugada, puntual. A las siete, cuando salí, el auto era un bulto blanco, irreconocible. Entre el parabrisas y el techo, calculé que había al menos cuarenta centímetros de nieve. Encendí el motor y lo dejé así, tosiendo, durante media hora. Con paciencia, fui tirando agua tibia, ablandando la escarcha, liberando los vidrios. Poco a poco, el hielo fue cediendo. Lo que horas antes era pueblo, ahora era postal. Los bancos frente al lago, las casas de madera, el sendero hacia el mirador, todo había desaparecido bajo una capa uniforme de blanco. Hasta el volcán parecía dormido, oculto, con su humareda apenas visible. Conduje con precaución. La escarcha en la ruta era traicionera y a lo lejos se veían máquinas trabajando para despejar.
Fue una despedida insólita, casi cinematográfica. Caviahue no me dejaba ir así nomás. Me mostraba otra cara, más solemne, más pura. Como si el pueblo quisiera quedar en la memoria no sólo por lo vivido, sino por lo transformado. Y lo logró.
La Patagonia me había abierto sus puertas con una escena que no podría haber inventado ni el más talentoso. Era apenas el comienzo. Lo que seguía era San Martín. Pero Caviahue, con su lago, su volcán y su salto, ya se había quedado conmigo para siempre.
San Martín después de un día denso de ruta, con tráfico espeso y un paisaje que parecía negarse a la sorpresa. Los carteles de precios en los supermercados me devolvían cifras que no tenía intenciones de pagar. Miraba sin intención de entrar, como si el solo hecho de observar ya fuera un lujo. El combustible, al menos, se mantenía fiel a otra lógica.
La entrada a la ciudad me recibió con una pulcritud casi antinatural. Calles limpias, autos obedientes, veredas silenciosas. Todo parecía estar donde debía, como si la ciudad estuviera constantemente bajo inspección. Me costaba encontrar una esquina desordenada, un cable fuera de lugar, una baldosa rota. Había algo inquietante en tanto control, pero también una calma que se agradecía.
En las afueras, entre árboles que se estiraban como estandartes, encontré un hostal barato. Cocina compartida, camas cucheta, desayuno con pan casero. Lo suficiente. Allí conocí a Lorenzo, que venía bajando la Patagonia sobre dos ruedas, sin apuro ni itinerario. También a Francesca, una entrerriana con ojos de río y voz de tinta; había dejado el periodismo urbano para perseguir la adrenalina entre olas volcánicas en las Islas Canarias. El mundo cabe en un desayuno si uno sabe escuchar.
La ciudad se reveló al día siguiente con sus primeros pliegues. Caminé hacia el centro sin mapa ni rumbo. Los árboles se mecían con dignidad en el borde de las avenidas y, a medida que me alejaba de las veredas asfaltadas, los senderos empezaban a abrirse como venas en la montaña. Empecé a subir, primero hacia Bandurrias, donde el bosque se iba cerrando a medida que el silencio se ensanchaba. La humedad tenía perfume a lenga mojada, y cada paso me alejaba de la geometría urbana. Desde arriba, el lago Lácar se desplegaba como un espejo sin fondo, encerrado por paredes verdes que lo protegían del viento.
El sendero a La Islita me condujo por rincones más bajos, entre raíces torcidas y piedras que crujían bajo las zapatillas. No había más que árboles, agua y una brisa que pasaba sin pedir permiso. En Pil Pil el ascenso fue más áspero. El bosque de ñires no cedía terreno fácilmente. Pero desde la cima, con la ciudad chiquita allá abajo y las cumbres nevadas delineando el horizonte, uno comprendía que ciertos esfuerzos no requieren recompensa, sólo presencia.
Exploré también el sendero Arrayanes, esa línea suave que bordea el lago con la paciencia de quien no tiene prisa. La luz filtrada entre los troncos parecía un lenguaje antiguo. Más allá, el cerro Colorado ofrecía un perfil más crudo, con vistas donde el viento recitaba cosas que nadie traducía. Cada recorrido era una forma distinta de dialogar con el territorio.
Al anochecer, la ciudad se transformaba sin perder el control. Luces cálidas, persianas entreabiertas, aromas saliendo de las cocinas. Me refugié en bares con nombres breves y música de fondo, donde los locales bebían cerveza artesanal como si fuera parte de una liturgia laica. Había vino servido en copas gruesas, empanadas con masa que se deshacía en los dedos, platos de trucha con limón y ajo, guisos lentos, chocolates espesos que parecían derretir las palabras. San Martín servía su comida con la misma sobriedad con la que ordenaba sus esquinas.
La ciudad, aun pequeña, tenía una especie de autosuficiencia. El ritmo no lo marcaba el tránsito ni la urgencia, sino el clima y los pasos de los perros sueltos. El mercado artesanal rebosaba de lanas teñidas con tierra, de mates tallados, de cuencos de madera que parecían haber sido pulidos por el tiempo. Y en las librerías, uno encontraba mapas con senderos que no aparecían en ninguna app, como si la verdadera información aún se transmitiera entre páginas y no por señales satelitales.
Después de algunos días, los caminos que rodean a San Martín empezaron a llamarme. El murmullo de los lagos vecinos, ese rumor extendido como una invitación inevitable. Me despedí de la ciudad sin grandes gestos. Francesca partió hacia el norte. Lorenzo seguía escribiendo en su cuaderno mientras la lluvia caía con desgano.
San Martín fue eso: una ciudad donde todo parece funcionar, pero que no pierde su identidad de pueblo escondido entre montañas. Un lugar donde los árboles dictan el calendario, y el lago, con su presencia inmensa, lo observa todo sin intervenir.
En el bolsillo guardé una hoja de ñire. San Martín se iría conmigo, aunque solo fuera como un fragmento de su silencio. Desde ahí, la Ruta de los Siete Lagos me esperaba.Pero eso ya era otra historia.
Antes de que la primera luz se pusiera de acuerdo con las fachadas cerradas. El motor todavía frío, la ruta húmeda, el vaho del propio aliento empañando el parabrisas mientras dejaba atrás los garajes adormilados. Elegí dividir el camino en dos jornadas y regresar cada noche al mismo colchón tibio: prefería quemar nafta antes que despertarme entumecido dentro de una carpa. La cordillera neuquina aún imponía madrugadas agudas, capaces de colarse por cualquier cierre mal ajustado.
Dicen que la Ruta 40 se vuelve íntima entre bosques y cerros, y que en ese tramo la geografía se dedica a exhibir siete espejos dispuestos como cuentas de un collar antiguo. Pero las guías se olvidan de la piel: el olor húmedo de las raíces, el graznido solitario que anuncia un cauce cercano, ese silencio que no es ausencia de sonido sino una música sin partitura. La Ruta de los Siete Lagos propone algo así: un desfile lento donde cada giro insinúa un matiz nuevo, como si el paisaje tuviera memoria y fuera narrando, página a página, variaciones de un mismo latido.
El asfalto comenzó a serpentear entre lengas tempranamente rojizas y coihues que estiraban sombras sobre la banquina. En la primera gran curva, el bosque se abrió sin aviso y apareció el lago Machónico. El agua todavía inmóvil reflejaba un cielo indeciso entre gris perla y azul pálido. En la orilla reconocí a Francesca; junto a ella tres muchachos locales sostenían bombillas humeantes. Fue un reencuentro breve y luminoso, como la chispa de un fosforescente en la penumbra: mates que calentaron las manos, risas rápidas sobre pedalear o surfear mareas, promesas livianas de volver a cruzarnos. Después, cada cual siguió su corriente como troncos que el río separa sin drama.
El camino continuó trepando hasta que, tras un recodo empinado, el lago Falkner se tendió a la izquierda con su forma extendida y profunda. Una lengua de playa pedregosa invitaba a bajar la velocidad, y allí decidí almorzar. Encendí el calentador, dejé que el vapor del arroz se mezclara con el aroma resinoso de los cipreses y comí despacio, mirando cómo las nubes jugaban a ser montañas invertidas sobre la lámina oscura. A pocos metros, un cartel de madera indicaba que el lago Villarino quedaba apenas al otro lado del istmo; bastó un corto paseo para que la vegetación cambiara de densidad y la superficie del agua adoptara un tono más verdoso, como si los lagos se espejaran entre sí pero conservaran su carácter.
Más adelante, la cinta de ripio que lleva al lago Escondido irrumpió entre arrayanes delgados; el ruido de las piedras bajo los neumáticos acompañó la curva final antes de que el sendero muriera frente a un espejo angosto. Allí el viento no lograba entrar y el agua era tan quieta que devolvía una imagen perfecta de los cerros, multiplicando picos como un truco de feria. No había gente, sólo el crujido delicado de las ramas y el goteo eventual de la nieve que se derretía en lo alto.
Por la tarde desvié hacia Pichi Traful. El ripio se volvió más tosco y los verdes se hicieron más intensos. El camping aparecía sobre una península rodeada de agua cristalina; anclé allí un rato a estirar las piernas y ver cómo la luz cambiaba el color de las rocas que afloraban junto a la orilla. Un puñado de carpas aguantaría la noche gélida; yo encendí un mate y emprendí una caminata corta hasta las cascadas Ñivinco. El sendero, húmedo y tapizado de hojarasca, se retorcía entre álamos amarillos. El agua caía en varios escalones, formando pozos turquesa que salpicaban rocío helado sobre el musgo. El ruido constante del torrente borró cualquier resto de cansancio. Regresé al auto cuando el cielo ya se encendía en violeta, satisfecho y exhausto, y volví a San Martín bajo un firmamento punteado de hielo.
A la mañana siguiente, el entusiasmo me sacó de la cama antes que el despertador. Conocía el trazado del primer tramo y lo atravesé casi sin detenerme: Machónico, Falkner, Villarino, Escondido, Pichi Traful quedaron atrás como postales ya revisadas. El aire era limpio, la mente también. Quedaban tres cuerpos de agua por delante y la promesa de cerrar la jornada en Villa La Angostura.
El lago Correntoso apareció de pronto, ancho, luminoso, con su breve río homónimo que se desliza apenas cien metros antes de vaciarse en el siguiente gigante. El cauce tan corto parecía un chiste de la geografía, una broma limpia que unía dos universos líquidos. Seguí hasta el lago Espejo; su nombre no alcanza para explicar la nitidez con que duplicaba la cordillera. Allí el viento se detuvo por completo y el silencio se convirtió en cristal. Avancé un poco más y finalmente emergió el Nahuel Huapi, inmenso, rudo, salpicado de crestas blancas agitadas por corrientes heladas. En su margen oriental, Villa La Angostura extendía tejados de madera entre radales florecidos, como si la aldea hubiese conseguido domesticar la intemperie.
Aparqué frente a la bahía y dejé que el motor descansara. Los últimos rayos se deslizaban sobre la superficie, tiñéndola de anaranjado oscuro. Pensé en la distancia relativa de los días anteriores, en la decisión simple de no congelarme en un camping, en la cadena de espejos que se sucedieron sin repetirse jamás. Cada lago ofreció su propia voz: Machónico, susurro tímido; Falkner, gravedad profunda; Villarino, rumor verde; Escondido, suspiro inmóvil; Pichi Traful, abrazo ancho; Correntoso, travesura breve; Espejo, duplicación perfecta; Nahuel Huapi, rugido de viejo gigante. Y sin embargo el hilo que los unía no era el número ni la estadística, sino la certeza de que el agua y la montaña dialogan desde antes de los mapas.
Apagué el motor y, por primera vez en dos días, dejé que la quietud ocupara su sitio. La ruta quedaba atrás, pero el eco de sus curvas seguía retumbando en el pecho. Entendí que la belleza no sirve para ser contada; sólo pide ser vivida, aun cuando las palabras se empeñen en atraparla. Mañana tocaría otro rumbo, otra carretera, pero los siete lagos —o acaso ocho, o nueve, quién lleva la cuenta exacta— ya viajaban conmigo, como migas de luz que no se desprenden aunque sacuda la memoria con fuerza.
Llegué a Villa La Angostura con el deseo de adentrarme en uno de los rincones más celebrados de la Patagonia, movido por esa atracción que ejercen los nombres que se repiten como susurros en los mapas de los otros. Sin embargo, lo que encontré no fue exactamente lo que buscaba, o sí, pero revestido de una forma inesperada. En lugar de la calidez que uno espera al final de un largo camino, me recibió un aire denso de exclusividad, como si cada rincón estuviera vigilado por los ojos invisibles de quienes creen que el paisaje debe tener dueño.
Era tarde cuando crucé el cartel que anuncia la entrada a la ciudad. Venía de un segundo día completo en la Ruta de los Siete Lagos, con el cuerpo cansado pero satisfecho, dispuesto a encontrar un rincón donde pasar la noche. En el centro, la oficina de informes turísticos me atendió con la amabilidad de quienes saben que no hay mucho para ofrecer. «Sólo hay tres hostales», me dijeron. Uno, cerrado por temporada baja. Los otros dos, imposibles: dieciocho mil y quince mil pesos por noche. En 2021 eso era una obscenidad. Me quedé en silencio. No había viajado tanto para entregarme sin lucha. Tampoco pretendía repetir las comodidades del norte, pero existía un límite entre lo justo y lo grotesco. Pensé en seguir, cruzar a Bariloche sin mirar atrás. Pero el Parque Nacional Los Arrayanes me retenía, como si desde la península misma me llamaran los árboles.
Seguí buscando, casi por inercia, arrastrando las ganas en cada paso. Un hombre, cuyo nombre no recuerdo, me recomendó un camping de la comunidad mapuche, cerca del lago Correntoso. Me aferré a esa opción como quien ve un farol en la niebla. Tomé el desvío, bordeé el agua y llegué al lugar con la tarde vencida pero aún tibia. No hacía tanto frío como había temido. Armé la carpa con movimientos mecánicos y cociné algo simple mientras la noche se instalaba con sus propias reglas. Poco después me encontré compartiendo un fogón improvisado con algunos miembros de la comunidad. Uno de ellos, Lautaro, rasgueaba una guitarra con la naturalidad de quien no necesita técnica para emocionar. El fuego nos unía sin apuros. No hacía falta hablar demasiado. La tierra hablaba por ellos. Yo sólo escuchaba.
Fue allí, bajo ese cielo sin adornos, donde comprendí cuán errada está la imagen que muchos tienen de los pueblos originarios. En mi país, la maquinaria mediática y política ha hecho de los mapuches un enemigo; les ha puesto un rótulo injusto: terroristas. ¿Terrorista quién? ¿El que defiende la tierra de sus abuelos? ¿El que se niega a que le roben la lengua, los árboles, el río? No. El verdadero terror es ver cómo los gobiernos —sobre todo los que abrazan la codicia con traje— entregan hectáreas enteras para construir hoteles y resorts donde antes corrían niños con barro en los pies. En esta zona aún no se oyen disparos ni hay desalojos forzados, pero las señales están ahí, calladas y profundas, como una advertencia.
En un momento, me animé a preguntar. «¿Cómo se sigue resistiendo cuando todo está diseñado para expulsarlos?», le dije a una mujer mayor que tejía sentada sobre una lona. «No resistimos, existimos», respondió sin levantar la vista. Esa frase quedó clavada como una espina luminosa: la existencia misma de esa comunidad era una forma de batalla.
Me quedé dos noches en el camping, para visitar el Parque Nacional Los Arrayanes. Esa mañana atravesé la bruma helada envuelto en el crujido de mis propios pasos, tomando el sendero que bordea la península Quetrihué. Un camino casi onírico se adentra entre lengas, coihues y ñires hasta desembocar en la pequeña joya anaranjada que es el bosque de arrayanes. Nunca antes había sentido que los árboles hablaran entre ellos. Sus troncos largos, delgados y desgastados parecían murmurar en una lengua vegetal, susurrando recuerdos de un tiempo que ya no pertenece a nadie. El sol apenas se filtraba, tiñendo todo de una luz parda, casi líquida. Llegué al final del recorrido con la certeza de que hay lugares que uno no camina, sino que lo caminan a uno.
Esa misma tarde, sin plan más firme que el de dejarme guiar por lo que me restara de aliento, encaré la huella que sube al cerro Bayo, la montaña doméstica que custodia la ciudad como un vigía adormilado. El camino hacia la base de la pista de esquí se retuerce entre coihues y cañas colihue, y en uno de sus pliegues el bosque se aparta lo justo para dejar caer dos torrentes. La primera cascada se filtra entre helechos como un secreto mal guardado, un velo de cristales que acaricia la roca y susurra en lugar de rugir. Más arriba, la segunda se descuelga en un chorro robusto, golpea una pileta natural y lanza esquirlas heladas al aire. Me acerqué hasta sentir el rocío en la cara; olía a metal limpio y a tierra recién tallada. El estrépito del agua se mezclaba con el traqueteo de una camioneta que subía despacio con tablas de snow en la caja, buscando la nieve que aún resistía en la ladera. Me quedé allí un rato, viendo cómo la luz se colaba entre las hojas y convertía el vapor en un arco tenue. El agua no preguntaba a quién pertenecía el paisaje; simplemente caía, insistente, pura, ajena al precio de las cabañas de lujo un par de kilómetros más abajo.
Luego de despedirme de la gente que administraba el camping y siguiendo la recomendación de Alian, volví un poco por la ruta antes de cruzar a Bariloche y me adentré en Villa Traful.
Me fui de Villa La Angostura con una sensación ambigua, como si me hubiese tocado una moneda con dos caras. Por un lado, la belleza indiscutible de sus lagos, sus senderos, sus bosques. Por otro, el precio altísimo de acceder a ellos sin ser parte del círculo elegido. Me dio bronca ver cómo lo natural, lo que debiera ser de todos, queda cada vez más cercado, pintado de lujo. Pero también me llevé algo que no esperaba: el calor inesperado de un fogón compartido, el crujido de la leña encendida, la voz calma de quienes no necesitan justificarse para estar donde siempre estuvieron.
Al marcharme recordé otra vez aquellas palabras: «No resistimos, existimos». Quizás eso sea lo más valioso que me quedó de ese lugar.
Después del ripio incesante, la aparición de Villa Traful fue una suerte de espejismo montañés. Un puñado de casas dispersas entre árboles altos, un almacén cerrado, un cartel de "pan casero" que colgaba de una soga vencida. El pueblo parecía haber sido evacuado. O quizás nunca hubiese existido. Los carteles ofrecían alquileres de departamentos, cabañas, habitaciones, excursiones en kayak, campings familiares... Pero eran solo eso: carteles. Como restos de una fiesta que había pasado sin mí, o que aún no había comenzado. Lo vi todo así, estático, dormido, pero sin tristeza. Desde mi forma de mirar las cosas, no hay lugar donde no se pueda encontrar algo bueno. Esa desolación, esa postal muda, también tenía su encanto: un pueblo entero, abrazado por montañas, ríos y lago, a disposición de mis pasos.
Había llegado hasta allí casi sin cruzarme con nadie. La ruta, de ripio puro, no perdonaba errores. Y la ausencia total de señal telefónica convertía cada kilómetro en una decisión que no admitía vuelta atrás. Pensé, mientras avanzaba, que si algo pasaba con el auto, quedaría ahí, esperando que alguien apareciera. Pero no pasó nada. El viento empujó mis miedos hacia los costados del camino y llegué. Vivo. Íntegro. Un poco más solo que antes, pero también más cerca de algo que todavía no tenía forma.
Quise quedarme, pero el pueblo no parecía querer recibirme. Solo dos hoteles abiertos, ninguno de ellos accesible. Ni un solo hostel, ni una pieza para mochilero, ni un refugio tibio con olor a café recalentado. Solo tarifas escandalosas y recepcionistas que hablaban como si estuvieran a punto de cerrar por completo. Durante unos minutos, dudé. Pensé en dar media vuelta, regresar a Villa La Angostura. Pero algo me hizo mover el auto hacia las afueras, como si la solución estuviera a dos kilómetros de distancia.
Y lo estaba. Un camping. Con portón abierto y un tipo colgando una hamaca paraguaya entre dos álamos. Carlos. Porteño, sesentón, barba blanca desprolija y una tranquilidad de otro planeta. Se había mudado ahí con su compañera para escapar del ruido, el tránsito, las filas, las bocinas, las noticias. Todavía estaba preparando el camping para la temporada y, con un gesto más grande que el bosque que lo rodeaba, me dijo que podía quedarme gratis. "No está listo, pero es tuyo si querés", dijo. Y fue uno de esos momentos donde el viaje te muestra su mejor cara, la que no aparece en ninguna guía.
Eran las dos de la tarde cuando dejé la carpa armada y me fui a caminar. Las montañas alrededor de Villa Traful no piden permiso, te invitan sin protocolo y sin mapas. Subí por senderos marcados por el paso de vacas, rodeé lomas peladas que daban al lago, y me detuve en un par de miradores que parecían inventados para mí solo. El silencio ahí tiene otro espesor, no es quietud: es presencia. El agua quieta, las nubes quietas, los árboles esperando que pase el viento. Todo parecía en pausa, menos yo, que seguía caminando con una mezcla de asombro y agradecimiento.
Volví al camping con el cuerpo liviano y el alma más suelta. Carlos estaba con Liliana, su compañera, una mujer de ojos serenos y manos hábiles. Cocinaban milanesas con papas fritas en una cocina a gas dentro de una cabaña de troncos. Había tres platos sobre la mesa. Uno era para mí. No dijeron nada. Yo tampoco. Solo asentí con una sonrisa que cargaba más emoción que palabras. Me subí al auto, manejé hasta una despensita oxidada y compré un vino. Lo descorchamos mientras hablábamos de viajes, rutas, vidas pasadas, y lo que viene cuando uno elige el silencio como lugar para quedarse. Fue una de esas noches que no se buscan, que se dan.
Villa Traful fue eso. Una soledad prestada que se transformó en compañía inesperada. Un pueblo cerrado con el alma abierta. Una caminata entre montañas, un plato compartido, un gesto que no se olvida. Me fui con la sensación de haber entrado por accidente a un mundo más simple y más humano.
Esa fue mi última parada en Neuquén. La Patagonia me había recibido sin miramientos, mostrándome de entrada su carácter, su aspereza y su ternura. Y mientras arrancaba el auto al día siguiente, supe que lo que seguía era Río Negro. Más precisamente, Bariloche. Pero esa, ya sería otra historia.
El Fit llegó escupiendo gravilla, con el parabrisas tatuado de moscas muertas y la suspensión gimiendo como un animal herido. Siete meses de ruta habían convertido el auto en una extensión de mi piel: el volante gastado en el lugar exacto donde apoyaba las palmas sudorosas, el tapizado manchado de café y vino tinto, ese olor a humedad y gasolina que ya era mi segundo aroma corporal.
Bariloche me recibió con su sonrisa postiza de chocolate premium y madera de pino importada. El centro olía a fondue recalentada y colonia barata. "Bienvenido al paraíso natural", anunciaba un cartel pegado sobre otro que decía "Prohibido hacer fuego" en letras que imitaban troncos quemados. Estacioné en triple fila junto a una camioneta con patente de Capital. El Honda, con sus abolladuras y el sticker de "No me sigas, también estoy perdido", ya tenía inmunidad turística.
El hostel era un manicomio de mochilas rotas y sueños desinflados. En la cocina, un tipo con cicatrices de quemaduras de aceite revolvía un guiso que parecía cemento fresco. "Marcos, pero todos me dicen El Quemado", dijo mientras removía con una cuchara torcida. Mariana, la periodista deportiva devenida en nómade, contaba por enésima vez cómo había renunciado a su trabajo mientras pelaba papas con violencia innecesaria. En el rincón, Juan y David -padre e hijo, exreyes de la noche quilmeña- clasificaban pastillas por color y efecto en un ritual que parecía sagrado.
Francesca apareció como siempre: sin aviso y con una botella de vino que costaba más que nuestra estadía. Traía bajo el brazo un mapa marcado con círculos rojos donde supuestamente se veían las cicatrices de los incendios. "Acá todo el mundo mira los cerros, pero nadie ve lo que falta", dijo mientras mordía el corcho. El vino sabía a tierra y ceniza, exactamente lo que necesitábamos.
El cartel prometía "30 minutos de caminata refrescante". La pendiente era una pared vertical disfrazada de paseo. Cada paso levantaba tierra que sabía a metal y polvo de huesos. A mitad de camino, una mujer rubia se había sentado al borde del sendero, los hombros sacudidos por sollozos que no sonaban a turista sino a algo más profundo. Su compañero hurgaba en un dispositivo electrónico con la desesperación de quien busca respuestas que no existen.
Arriba, el mirador era una jaula de cristal llena de gente que fotografiaba el paisaje sin verlo. Me escabullí entre los arbustos hasta encontrar una roca plana donde alguien había tallado un corazón y unas iniciales. Desde allí, Bariloche mostraba su verdadero rostro: el viento arrancaba jirones de espuma del lago, las nubes se desgarraban contra las cumbres, un águila caía en picado como un misil hacia su presa invisible. Saqué el termo de mate que me había acompañado desde la Quebrada y descubrí que hasta la yerba sabía diferente a esta altura.
El Honda protestó al arrancar. La ruta era una tirabuzón de asfalto y vértigo, con curvas que parecían diseñadas por un ingeniero borracho. En Puerto Pañuelo, los barcos turísticos embarcaban pasajeros con la eficiencia de una línea de montaje. Un niño señaló hacia el agua gritando "¡Mira, un cisne!" mientras su padre fotografiaba un pato común con el celular.
La capilla San Eduardo olía a madera encerada y culpa católica. Dentro, una placa dorada honraba a "los pioneros europeos" mientras mis zapatos polvorientos dejaban huellas sobre el piso impecable. Compré un pan casero en un puesto atendido por una mujer cuyas arrugas contaban más historias que todas las guías de viaje juntas. Sus manos, gruesas como raíces, contaron el cambio con monedas que llevaban rastros de harina y resignación.
El mirador del Bar Patagonia estaba tomado por turistas que bebían cerveza artesanal a precios de trasplante renal. Seguí un sendero de tierra que olía a excremento de caballo hasta un risco solitario. Desde allí, la contradicción era perfecta: los chalets de troncos con calefacción central, las casillas de chapa tras los cerros, los cóndores que sobrevolaban todo con indiferencia real.
Me fui al amanecer, cuando la niebla se enroscaba en los pinos como humo de cigarrillo. El Honda llevaba ahora nuevas marcas: una abolladura en el paragolpes de cuando retrocedí sin mirar, las semillas de algún árbol desconocido incrustadas en las ranuras de las puertas, ese olor a humedad y nostalgia que ya nunca se iría.
Bariloche duele. Duele en los precios que escalan como en un juego de niños ricos, en las sonrisas de los guías que repiten el mismo libreto desde hace años, en la forma en que los cerros se han convertido en souvenirs. Pero también, en algún lugar secreto, redime. Redime cuando encuentras esa curva donde el viento te quita el aliento sin pedir permiso, cuando un perro callejero te acompaña tres kilómetros sin esperar nada, cuando te das cuenta de que llevas siete meses huyendo y quizás, sólo quizás, no haya nada que perseguir.
El mensaje de Francesca llegó cuando cruzaba el límite con Chubut: "El sur no se explica, se sangra". El motor rugió como si entendiera. Más adelante, la ruta seguía desplegándose como un lenguado interminable, y yo seguía conduciendo, porque después de todo, eso era todo lo que sabía hacer bien.
Conocido por su espíritu bohemio, su feria artesanal y su entorno natural con bosques y ríos cristalinos.
Montaña emblemática con senderos hacia un bosque de alerces milenarios y vistas panorámicas impresionantes.
Pequeño pueblo rodeado de bosques y lagos, ideal para actividades al aire libre y disfrutar de la naturaleza patagónica.
Destino de aventura con espacios para trekking, escalada y disfrutar de la flora patagónica.
Localidad minera con paisajes áridos y vista hacia el mar, una mezcla singular en la provincia.
Destino costero con playas de aguas templadas y acantilados rocosos, muy popular en verano.
Puerto y ciudad costera con acceso a la Península Valdés y actividades relacionadas al mar.
Pueblo rodeado de bosques y lagos, ideal para trekking y pesca, con un ambiente tranquilo y auténtico.
Aunque está en Chubut, este lago se conecta con la región de Lago Puelo en Chubut y la provincia de Río Negro, con aguas cristalinas y paisajes de montaña.
Pequeño puerto sobre el Lago Futalaufquen, perfecto para actividades náuticas y paseos tranquilos.
Localidad pintoresca cerca de la cordillera, conocida por su tranquilidad y entorno natural ideal para desconectarse.
Reserva natural con bosques milenarios de alerces, lagos, ríos y senderos para trekking de todos los niveles.
Ciudad cordillerana con infraestructura turística, punto de partida para excursiones y con un entorno natural único.
Imponente formación rocosa, un destino muy popular para escaladores y amantes de la aventura.
Pueblo con fuerte influencia galesa, reconocido por su cultura, gastronomía y la cercanía a paisajes naturales de ensueño.
Ciudad costera con playas amplias y atractivos para deportes acuáticos y turismo de verano.
Puerta de entrada a la Península Valdés, famoso por la avistaje de ballenas, fauna marina y actividades ecoturísticas.
Ciudad tranquila que funciona como base para explorar la región y visitar el imponente glaciar Perito Moreno, uno de los pocos glaciares en el mundo en constante avance.
Conocida como la capital nacional del trekking, El Chaltén es un pequeño pueblo rodeado por montañas emblemáticas como el Fitz Roy, con senderos para todos los niveles y paisajes inolvidables.
Ciudad turística que ofrece acceso a los glaciares, actividades náuticas y una gastronomía patagónica que incluye cordero y frutos del bosque.
Reserva natural protegida que alberga glaciares, lagos, bosques y montañas, siendo patrimonio mundial de la UNESCO y uno de los principales atractivos naturales de Argentina.
Ciudad industrial y portuaria, punto de acceso para explorar el extremo este de Tierra del Fuego. Su historia ligada a la industria pesquera y la base aérea la hace única.
Pequeña localidad rodeada de naturaleza, ideal para desconectarse y disfrutar del paisaje patagónico en calma.
La ciudad más austral del mundo, puerta de entrada al Parque Nacional Tierra del Fuego y base para explorar glaciares, lagos y montañas.
Área ideal para senderismo con vistas panorámicas del canal Beagle y los Andes Fueguinos.
Un espacio natural de tranquilidad, rodeado de bosque y perfecto para actividades al aire libre como pesca y caminatas.
Zona de gran belleza natural, con valles y arroyos ideales para exploradores y amantes del trekking.
Laguna escondida entre montañas, ideal para un contacto profundo con la naturaleza y la observación de aves.
Formación arqueológica que revela vestigios de antiguos habitantes de la región, un sitio cultural imprescindible.
Impresionante cañadón para realizar trekking y admirar formaciones rocosas únicas de la Patagonia austral.
Glaciar cercano a Ushuaia con accesos para caminatas y vistas espectaculares del canal Beagle y la ciudad.
Glaciar remoto y menos concurrido, ideal para quienes buscan aventura y naturaleza intacta.
Laguna rodeada de bosques y montañas, perfecta para un día de picnic y caminatas suaves.
El pulmón verde de la región, con senderos, lagos y fauna autóctona que invita a la aventura y la contemplación.
Formación glaciar impresionante para trekkers experimentados que buscan explorar el hielo y las montañas fueguinas.