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Chile no se entiende de golpe. Se revela por tramos: primero el desierto, luego los bosques, después los glaciares. Un país que es varios países apretados en una franja imposible entre el océano y la cordillera.
Vine buscando la Patagonia. La porción que me faltaba. Había recorrido el lado argentino años atrás, pero sabía que Chile guardaba algo distinto: la Carretera Austral, esa herida de grava que corta el sur salvaje donde la cartografía pierde sentido y solo quedan fiordos, ventisqueros y bosques interminables.
Pero antes del sur, estaba el norte. Atacama me llamó por curiosidad. Quería ver ese desierto donde no llueve desde hace siglos, donde el silencio tiene densidad y las estrellas se multiplican hasta doler en los ojos.
Dos Chiles, entonces. El del fuego mineral y el del hielo eterno. Entre ambos, más de tres mil kilómetros de distancia y nada en común excepto esto: la sensación de estar parado en un territorio que no necesita testigos. Que existía antes y seguirá después, indiferente.
Viajé solo. Con un auto alquilado, una carpa que resistió ventiscas que desafiaban toda lógica, y la certeza de que este no sería un viaje de conversaciones. Habría encuentros, sí. Intercambios breves en hostales de pueblo, algún saludo en senderos compartidos. Pero lo que vine a buscar no hablaba: eran glaciares desprendiéndose, ríos color turquesa imposible, bosques donde el musgo cubre todo como si el tiempo se hubiera congelado hace mil años.
Chile es naturaleza en su máxima expresión. Y a veces, eso es suficiente. A veces, lo que uno necesita no es una familia que te adopte ni una abuela que cante en su lengua. A veces, lo que uno necesita es pararse frente a un ventisquero y sentir que no importa nada. Que sos minúsculo. Y que eso, extrañamente, alivia.
Lo que sigue es el relato de dos territorios que no se parecen en nada, unidos solo por esto: ambos me recordaron que hay lugares donde la naturaleza domina. Donde no hay que buscar significados profundos ni conexiones humanas. Donde alcanza con mirar, caminar, y aceptar tu propia pequeñez.
Primero el desierto. Después, la Patagonia. Y en el medio, yo, tratando de no estorbar demasiado.
Conoce la Historia de ChileCapital: Santiago
Población: 19.5 millones (2025)
Idiomas: Español (oficial), mapudungun (en zonas mapuches), quechua y aymara (norte)
Superficie: 756,102 km² (incluyendo territorio antártico)
Moneda: Peso chileno (CLP), 1 EUR ≈ 950 CLP (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Mayoría católica (45%), con creciente presencia evangélica (18%) y secularización
Alfabetismo: 96.9% (uno de los más altos de Latinoamérica)
Educación y sanidad: Sistema educativo gratuito hasta la universidad (con matrículas en instituciones públicas). Salud pública a través de FONASA, con opción de seguros privados (ISAPRE).
Trabajo: Economía diversificada: minería (principal productor mundial de cobre), agricultura, pesca, turismo y servicios. Salario mínimo: ~450 USD (2025).
Deporte más popular: Fútbol, seguido del rodeo (deporte nacional) y el tenis.
Seguridad: Uno de los países más seguros de Latinoamérica, aunque se recomienda precaución en áreas urbanas por robos menores.
Ciudadanos latinoamericanos: Los ciudadanos de países miembros del Mercosur y asociados pueden ingresar con cédula de identidad por 90 días. Otros latinoamericanos requieren pasaporte pero no visa para estancias turísticas.
Proceso de entrada:
Requisitos al ingresar:
Enlaces oficiales:
Chile ofrece opciones para todos los presupuestos, desde camping económico hasta hoteles boutique. Los precios varían significativamente según la región y temporada (alta: diciembre-febrero y julio-agosto).
Hostales en ciudades principales:
• Santiago: 15-20 USD (alta) / 10-15 USD (baja)
• Valparaíso: 12-18 USD / 8-12 USD
• San Pedro de Atacama: 20-30 USD / 15-20 USD
Campings en Carretera Austral y zonas naturales:
• Temporada alta: 12-15 USD por persona
• Temporada baja: 5-8 USD por persona
• Experiencia personal: Es posible hacer toda la Carretera Austral durmiendo en campings
Campings gratuitos:
Existen zonas de acampe libre (especialmente en Patagonia y zonas remotas) con:
• Servicios básicos o inexistentes
• Entorno agreste y natural
• Requieren autosuficiencia total
Experiencia personal: Recorrí la Carretera Austral en auto propio, pero es perfectamente viable hacerlo en transporte público con buena planificación. Los ferries son parte esencial del viaje.
Fuentes oficiales de información actualizada:
• Web oficial Carretera Austral
Nota personal:Recorrer la Carretera Austral chilena en cualquier tipo de vehículo —ya sea en auto, bicicleta, moto o camper— es una experiencia simplemente espectacular. La libertad de moverte a tu ritmo, detenerte donde quieras y explorar rincones escondidos hace que el viaje sea aún más inolvidable. No importa el medio que elijas, lo importante es lanzarse a la aventura y dejarse maravillar por una de las rutas más hermosas del continente.
Mejor época: Noviembre a abril
Clima: Lluvioso todo el año (traer impermeables)
Mejor época: Todo el año (invierno con cadenas)
Especial: Septiembre para ver huemules
Mejor época: Diciembre a marzo
Precaución: En invierno algunos tramos se cierran
¡Atención! La Carretera Austral es una ruta de aventura. No esperes comodidades de autopista. La preparación es clave para disfrutarla plenamente.
Chile crudo: desde el desierto más árido hasta los glaciares milenarios.
La Carretera Austral no es una ruta. Es un desafío que te va comiendo de a poco. Cada kilómetro de ripio, cada curva sobre abismos, cada puente colgante que cruje bajo las ruedas. Pasé más de un mes ahí, solo. Más tiempo del que había planeado, más tiempo del que probablemente debí.
Si San Pedro de Atacama fue el fiasco de lo artificial, la Carretera Austral fue lo opuesto. Aquí no había carteles en inglés ni tours empaquetados. Solo el ventisquero colgante del Queulat desprendiéndose en bloques que sonaban como explosiones. Las torres de granito del Cerro Castillo cortando el cielo. El Baker, ese río turquesa que es el más caudaloso de Chile, arrastrando historias de glaciares que ya no existen.
Los parques fueron extraordinarios. Pumalín con sus alerces milenarios y cascadas escondidas. Cerro Castillo con sus dos trekkings que me dejaron las piernas destruidas pero valieron cada maldito paso. El Parque Nacional Patagonia dividido en tres territorios que recorrí uno tras otro: Tamango donde el huemul nunca apareció, Chacabuco con sus veinticuatro kilómetros de soledad pura, y Jeinimeni con ese lago de aguas tan turquesas que parecían irreales.
La comida fue simple pero honesta. Cordero al palo en Cochrane, empanadas de centolla en Puerto Río Tranquilo, pan amasado con merkén en Coyhaique. Jorge, el dueño del camping, me arregló la cocina portátil con un alambre mientras reía de sus propios chistes. El mecánico en Cochrane me reparó la cubierta sin cobrarme extra. La señora de la panadería en La Junta me vendió panes tibios y me advirtió que llevara comida porque "allá todo es caro o no hay".
Pero lo que más me marcó no fueron los paisajes. Fue el tiempo. Semanas enteras sin hablar con nadie de verdad. Conversaciones superficiales con otros viajeros que se olvidaban al día siguiente. Kilómetros manejando solo, pensando en por qué seguía haciendo esto. Noches en la carpa con frío que pelaba los huesos, preguntándome si valía la pena.
La soledad al principio era libertad. Después empezó a pesar. Caminar veintidós kilómetros en el Chacabuco sin cruzarte con nadie te da demasiado tiempo para pensar. En lo cansado que estás. En que todas las fotos empiezan a parecerse. En que extrañas conversaciones que importen, comida que no sea siempre lo mismo, una cama que no sea una bolsa de dormir sobre piedras.
Llegué a Jeinimeni sabiendo que era mi límite. El Valle Lunar, esos seis kilómetros de polvo blanco bajo un sol que quemaba, me terminaron de convencer. Ya no tenía ganas. Ya no estaba seguro de por qué seguía.
La Carretera Austral me dio todo lo que vine a buscar: naturaleza en estado puro, glaciares que retroceden, ríos que tallan cañones, bosques donde el silencio tiene peso. Pero también me mostró mis límites. Cuánto aguanta el cuerpo durmiendo mal, comiendo mal, caminando todos los días. Cuánto aguanta la mente sin conversaciones reales, sin afecto, sin descanso.
Cuando crucé de vuelta a Argentina desde Chile Chico, con el polvo patagónico todavía pegado a la ropa, supe que Chile me había dado una lección que no pedí: lo auténtico todavía existe en estos rincones remotos donde pocos llegan. Pero también tiene un precio. Y ese precio, después de semanas, se cobra en cansancio, soledad, y la necesidad urgente de volver a casa.
La Patagonia no se conquista. Te conquista, te agota, y después te deja ir. Yo me fui agradecido pero exhausto, sabiendo que había llegado hasta donde podía. Y que estaba bien parar.
Bolivia se me desprendía de la piel como una costra seca cuando crucé el puente internacional. En la fila migratoria argentina, una familia me habló entre dientes sobre las fiestas del aniversario de La Quiaca que comenzarían al día siguiente. Marcelo, dueño de una casona de adobe, me alquiló un cuarto que olía a tierra húmeda y leña vieja por el precio de una botella de agua en Chile.
El auto esperaba donde lo había dejado - en el patio de Gustavo, entre gallinas y neumáticos viejos. La batería, después de dos meses de inmovilidad, había muerto sin ceremonias. Empujamos el vehículo entre los dos sobre la tierra reseca, el motor tosió tres veces antes de arrancar con un rugido que espantó a los pájaros. Mientras su mujer cebaba mates, Gustavo me contó cómo los precios en Chile le habían robado hasta el gusto por viajar.
Las fiestas patronales fueron un carnaval de alcohol barato y cumbia distorsionada. Observé desde el umbral cómo los borrachos del pueblo convertían la plaza en un campo de batalla sentimental. Yo, sobrio como piedra, contaba los días para enfrentar la Ruta del Desierto.
El Paso de Jama exige respeto: 4,200 metros de altura, vientos que cortan la cara como navajas y un horario de cruce estricto. Susques apareció como un milagro de adobe y silencio al final de la recta interminable de las Salinas Grandes.
Los dos policías que levanté haciendo dedo tenían los uniformes verdes desteñidos por el sol. Mientras masticaban coca con movimientos rituales, me contaron entre curva y curva cómo el frío pela los huesos después de las seis, cómo los viejos todavía truecan lana de llama por azúcar en el mercado los jueves. Sus historias se mezclaban con el polvo que entraba por las ventanillas bajas del patrullero.
Caminé sus calles hasta que el sol se volvió una mancha naranja sobre el cementerio, donde las cruces de hierro torcido parecían crecer de la tierra como plantas metálicas. Comí un guiso de cordero con papas andinas que me quemó el alma en el único comedor abierto. Me dormí temprano, escuchando a los perros pelearse por restos de comida.
Amanecí con el motor ya frío y los vidrios escarchados. El auto trepó por la Ruta 52 como un animal herido, escupiendo humo negro contra el cielo más azul del continente.
El Salar de Quisquiro fue el primer espejismo: una costra blanca fracturada en hexágonos imperfectos que se extendía hasta donde la vista alcanzaba. El viento silbaba entre las formaciones de sal como un idioma perdido. Pisé con cuidado - el suelo cedía como huesos viejos bajo mis botas, crujiendo con cada paso. No había senderos, ni carteles, ni otra huella humana que las marcas de mis neumáticos.
En Tara, los flamencos dibujaban garabatos rosados sobre el agua quieta de las lagunas. El volcán del mismo nombre vigilaba desde los 5,320 metros mientras yo intentaba fotografiar el reflejo de las nubes en la superficie espejada. Una ráfaga de viento repentina me robó el gorro - ofrenda involuntaria al desierto.
Pujsa me recibió con el concierto de tres especies de aves migratorias. Sus alas rompían el silencio mineral con un aleteo que sonaba a tela rasgándose. En el centro del salar, una torre de piedra volcánica parecía un altar abandonado. Me senté a observar hasta que el sol empezó a caer, pintando todo de un dorado que ningún filtro podría replicar.
El Hito Cajón marcaba el encuentro de Argentina, Chile y Bolivia - tres países casi rozándose en un punto donde las fronteras son líneas imaginarias sobre la misma tierra árida. El Licancabur se erguía a mis espaldas como un dios iracundo de 5,916 metros. Respiré hondo, sintiendo el aire enrarecido, y supe que estaba en uno de esos sitios donde el planeta muestra su esqueleto sin disfraces.
El descenso hacia San Pedro fue una caída libre de curvas cerradas y precipicios sin barreras, con el termómetro subiendo mientras perdíamos altura. Cuando llegué al valle, el sudor me pegaba la camisa a la espalda y el territorio había cambiado de mineral a lunar, de desierto puro a parque temático disfrazado de pueblo auténtico.
Amanecí con el motor ya frío y los vidrios escarchados. La camioneta trepó por la Ruta 52 como un animal herido, escupiendo humo negro contra el cielo más azul del continente mientras yo ajustaba los guantes para no congelarme las manos al volante.
El Salar de Quisquiro fue el primer espejismo: una costra blanca fracturada en hexágonos imperfectos que se extendía hasta donde la vista alcanzaba. El viento silbaba entre las formaciones de sal como un idioma perdido, repitiendo palabras que solo las piedras entendían. Pisé con cuidado - el suelo cedía como huesos viejos bajo mis botas, crujiendo con cada paso como si protestara por la intrusión. No había senderos, ni carteles, ni otra huella humana que las marcas de mis neumáticos. Solo el desierto y su indiferencia milenaria.
En Tara, los flamencos dibujaban garabatos rosados sobre el agua quieta de las lagunas. El volcán del mismo nombre vigilaba desde los 5,320 metros mientras yo intentaba fotografiar el reflejo de las nubes en la superficie espejada, ese juego de espejos que la naturaleza hace mejor que cualquier artista. Una ráfaga de viento repentina me robó el gorro - ofrenda involuntaria al desierto que aceptó el tributo sin agradecerlo.
Pujsa me recibió con el concierto de tres especies de aves migratorias que habían convertido el salar menor en estación de descanso. Sus alas rompían el silencio mineral con un aleteo que sonaba a tela rasgándose, mientras se alimentaban de pequeños crustáceos que teñían sus plumas de rosa intenso. En el centro del salar, una torre de piedra volcánica parecía un altar abandonado por alguna civilización que adoraba la sal como divinidad. Me senté a observar el espectáculo hasta que el sol empezó a caer, pintando todo de un dorado que ningún filtro de Instagram podría replicar.
El primer cartel que vi al entrar decía "Café Artesanal - 7 USD". El segundo prometía una "Astrotourism Experience" por 120 dólares. El tercero, en un hostel: "Bed in Dorm - No Negotiable Price".
Recorrí cada calle buscando hospedaje. Cuatro establecimientos, cuatro conversaciones que se repetían con ligeras variaciones. Una mujer en el primero me explicó mientras lavaba platos: "Los arriendos están imposibles. Las inmobiliarias solo alquilan a turistas por Airbnb. Nosotros estamos pensando irnos."
En el segundo, un hombre mayor ajustaba el precio en una pizarra: "Antes vivíamos tranquilos. Ahora un kilo de tomates cuesta lo mismo que en Santiago, pero nuestros sueldos siguen siendo de pueblo."
La tercera dueña fue más directa: "Si querés quedarte, son 40 dólares la cama. Los gringos pagan sin pestañear. Nosotros ya no podemos competir ni vivir acá."
En el cuarto ni siquiera pregunté. El cartel en inglés ya lo decía todo.
Caminé por la plaza. Mesas de madera rústica donde jóvenes europeos brindaban con cervezas artesanales a 15 dólares la botella. Restaurantes con menús en tres idiomas ofreciendo platos de porotos a precios que en Bolivia alimentarían a una familia. Las tiendas exhibían "artesanías locales" idénticas a las que había visto en mercados de Bangkok.
Un alemán con visera de safari me interceptó: "Excuse me, where can I find the real native experience?". Señalé el letrero brillante que ofrecía "Authentic Andean Ritual - English Speaking Shaman - Credit Cards Accepted".
Me quedé hasta la noche. No porque el pueblo me atrajera, sino porque después de la ruta del desierto necesitaba procesar lo que acababa de ver: un territorio colonial vaciado de sus habitantes originales, rellenado con turistas buscando autenticidad empaquetada.
Cuando oscureció, conduje diez kilómetros fuera del pueblo y estacioné en un descampado. Abrí la carpa en el techo del auto. Las estrellas eran las mismas que las del pueblo, pero aquí nadie las había puesto todavía en un paquete turístico con degustación de vino incluido.
Al amanecer, mientras los primeros grupos partían al Valle de la Luna con sus guías bilingües, yo ya estaba en ruta de vuelta. Chile se me había revelado en su esencia más cruda: un territorio donde hasta el silencio del desierto tiene precio de exportación.
Crucé la frontera con Argentina sintiendo que el verdadero Atacama estaba atrás, en esos salares olvidados donde el viento todavía sabe contar historias que no aparecen en las guías de viaje. Donde la tierra cruje bajo los pies como un aviso: "Esto no es un parque temático."
Volvería a Argentina, a abrazar a los míos, a recargarme de esas raíces que no se negocian en ningún mercado. Pero después, con esa fuerza familiar aún latiendo en el pecho, emprendería el viaje por la Carretera Austral.
Tal vez allí, entre curvas de ripio y bosques que aún no han sido etiquetados, encuentre algo que el turismo masivo no haya podido empaquetar. Algo como lo que sobrevive en Susques, en los salares sin nombre: lo auténtico que late cuando nadie está mirando.
La Carretera Austral seguirá allí. Y yo, con las manos en el volante y el ruido del viento como único intermediario, estaré dispuesto a escuchar lo que tenga que decir.
El viento helado me azotaba la cara cuando crucé la frontera desde Trevelin. Futaleufú no era el inicio oficial de la Carretera Austral, pero sería mi comienzo personal. Había elegido entrar por acá para evitar los ferries del norte y aprovechar la cercanía con Argentina para abastecerme. El baúl del auto llevaba dos cubiertas de auxilio, veinte litros de nafta extra, una conservadora con provisiones y todo el equipo de campamento que podría necesitar.
La primera noche en el camping frente a la Laguna Espejo fue un bautismo de hielo. Menos cinco grados convirtieron mi carpa en una cápsula congelada. Pasé horas tiritando, mirando el techo de nylon mientras mi aliento se convertía en escarcha. A las seis de la mañana, derrotado por el frío, me arrastré hasta la cocina común y preparé un café tan espeso que casi podía masticarlo.
Al salir, el espectáculo valió la incomodidad: la laguna exhalaba vapores mientras el primer sol doraba la escarcha que cubría el auto como un manto blanco. Patrick y Milton, dos austríacos que administraban el camping, me saludaron mientras descongelaban las cañerías. "Aquí marzo ya es invierno", dijeron como si fuera lo más normal del mundo.
La caminata hasta la Laguna Toro fue de seis kilómetros en ascenso constante. Cada paso crujía sobre hojas otoñales congeladas. El bosque era denso, callado, y el aire olía a tierra húmeda y resina de coigüe.
Y entonces el bosque se abrió de golpe.
La laguna apareció sin aviso: aguas color turquesa eléctrico que no parecían reales. Las montañas se reflejaban en la superficie con tanta nitidez que era imposible distinguir dónde terminaba el agua y dónde comenzaba el cielo. En las alturas, las primeras nieves coronaban los picos. En las laderas, los bosques caducifolios explotaban en rojos, ocres y dorados.
El silencio era total. Solo se escuchaba el viento entre las ramas y, a lo lejos, el crujido de un ventisquero desprendiéndose.
Me senté en una roca y me quedé ahí. Perdí la noción del tiempo. Una hora, quizás dos. No había prisa. No había nada más que hacer excepto mirar.
Fue entonces cuando apareció la pareja. Él se arrodilló sobre la roca pulida por los glaciares. Ella se llevó las manos a la boca. Vi las lágrimas en sus mejillas cuando asintió. Me alejé en silencio, dejándolos solos con su momento y con ese escenario que parecía diseñado para promesas eternas.
Volví al pueblo con las piernas cansadas y la cabeza llena de ese turquesa que no se parecía a ningún otro color que hubiera visto antes.
El río Futaleufú era lo opuesto a la laguna. Donde la laguna había sido serenidad absoluta, el río era furia pura. Las aguas golpeaban las rocas con violencia, espumosas, bramando sin parar.
Me paré en la Piedra del Águila, un mirador que domina el valle, y sentí la vibración del torrente subiendo por las botas. Desde ahí se veían los rápidos que hacen famoso al río entre kayakistas. Al atardecer, cuando el sol se colaba entre los cerros, las aguas se teñían de dorado y las piedras del lecho brillaban bajo la corriente.
Pasé los días siguientes recorriendo los senderos de la Reserva Nacional Futaleufú. En el Sendero Los Nevados, los coigües milenarios extendían sus ramas sobre un suelo cubierto de musgo. El Sendero La Herradura me llevó por bosques donde el silencio solo se rompía con el grito ocasional de algún pájaro. En el Sendero Las Escalas encontré una cascada escondida que caía en pozones de agua verde esmeralda.
Me quité las botas y metí los pies en el agua helada. Ardía. Pero después de caminar todo el día, el dolor valía la pena.
Un día, en uno de los senderos, vi un huemul. Me observó durante unos segundos, quieto entre los árboles, y después desapareció entre los matorrales sin hacer ruido.
En el Valle del Espolón, al final de mi estadía, conocí a Luigi, Momi y Biagio. Dos napolitanos y una milanesa que también recorrían la Carretera Austral. Compartimos unas pastas en el camping, donde aprendí que los italianos maldicen con más pasión cuando están contentos. Nos cruzaríamos de nuevo más adelante, en Chaitén, pero eso sería otra historia.
Cinco días en Futaleufú. Cinco días de frío que pelaba los huesos por las noches y de paisajes que compensaban cada tiritón. Cuando partí hacia el Parque Nacional Corcovado, llevaba gratitud y agotamiento a partes iguales. Los lugares que te exigen algo a cambio de su belleza siempre dejan esa marca.
En el espejo retrovisor, el pueblo desaparecía entre neblinas matutinas. La Carretera Austral seguía hacia el norte (en esa primera etapa debia subir primero un toque, para luego despues bajar con todo al sur), esperando. Y yo, con el auto cargado y la carpa todavía húmeda en el techo, estaba listo para lo que viniera.
No esperaba nada del Corcovado. Era un nombre más en el mapa, una parada entre Futaleufú y Pumalín. Pensé que sería un paseo rápido, sacar un par de fotos, seguir. Entré con esa actitud de quien cumple un trámite.
El desvío desde la Ruta 7 terminaba en un estacionamiento vacío. Apenas había otros autos. Ajusté la mochila y empecé a caminar por el sendero que bordeaba el río Yelcho.
El ruido llegó antes que la vista. Un bramido constante que venía de todos lados, como si la montaña entera estuviera rugiendo. Cuando el bosque se abrió, entendí por qué. El río no fluía. Se desbarrancaba. Blanco, furioso, cargado de tanta fuerza que las piedras de la orilla temblaban. El agua no era transparente sino lechosa, espesa, arrastrando sedimento que el glaciar había molido durante siglos. "Harina de roca", pensé recordando el nombre. El glaciar desangrándose en el río.
Seguí el sendero hasta un mirador. Desde ahí se veía todo: los ventisqueros colgantes pegados a las laderas como bloques de hielo azul a punto de caer. Y de cada grieta, cascadas. Decenas de cascadas que no deberían estar ahí, o al menos no con esa violencia. Agua que antes era hielo, ahora cayendo sin freno. Me quedé parado ahí, mirando. No sacaba fotos. Solo miraba. Cada tanto, un estruendo seco rompía el aire. Otro pedazo de glaciar desprendiéndose. El sonido rebotaba entre las paredes del valle como un disparo lejano, y después volvía el ruido constante del río.
Bajé hasta la orilla y me senté en una roca. Saqué el termo, preparé mate. Dos alemanes pasaron por el sendero, nos saludamos, compartimos unos mates. Hablaban de los caminos que habían recorrido, de los precios en Chile, de lo difícil que era improvisar acá. Charlamos un rato y siguieron. Yo me quedé. El agua seguía bajando. Las cascadas seguían cayendo. Y ahí, sentado con el mate en la mano, se me hizo evidente algo que ya sabía pero nunca había visto así de claro: los glaciares se están muriendo. No en cien años. Ahora. Ese río desbordado, esas cascadas que no paraban, todo ese hielo convirtiéndose en agua más rápido de lo que debería.
No era tristeza lo que sentía. Era algo más parecido a estar presenciando algo que no se puede detener. Como ver un tren descarrilándose en cámara lenta. Me comí un sándwich mirando las cascadas. Pan duro, queso. Con ese paisaje enfrente, no importaba el sabor.
Caminé los senderos que quedaban. El bosque era denso, húmedo, lleno de coigües que habían visto pasar siglos. Pero mi cabeza seguía en el río. En ese bramido que no paraba. A media tarde volví al auto. Había entrado pensando que sería un trámite y salía con algo más pesado en el pecho.
El Corcovado no era espectacular como otros lugares. Era otra cosa. Era honesto. Te mostraba la realidad sin filtros: la belleza y la pérdida al mismo tiempo. Arranqué el motor. Pumalín me esperaba al norte. Después vendría Chaitén. Pero antes de salir del estacionamiento, miré una última vez hacia el valle. Las cascadas seguían cayendo. El río seguía bramando. Y yo seguía escuchando ese ruido, sabiendo que lo que acababa de ver no se olvida. No porque fuera hermoso. Sino porque era verdad.
Chaitén apareció después de horas de ripio. Un pueblo reconstruido sobre sus propias cenizas, con calles que todavía escupen polvo volcánico cuando sopla el viento. Me instalé en un camping donde la lluvia golpeaba la carpa con monotonía industrial. Los italianos —Luigi, Momi y Biagio— ya estaban ahí, cocinando pasta con una hornalla que funcionaba a medias.
El dueño del camping tocaba guitarra junto al fuego. Entre canción y canción contaba cómo el volcán se había llevado medio pueblo en 2008, cómo la gente volvió igual porque "acá no hay otro lugar adonde ir". Su voz se mezclaba con el crepitar de la leña mojada. Yo escuchaba callado, pensando en cuánto tardaría en irme si un volcán me borrara la casa. Probablemente menos que ellos en volver.
Al día siguiente subimos al cráter del volcán. El sendero atravesaba un bosque quemado donde los troncos negros brotaban helechos nuevos, como si la vida se burlara de la muerte. Subir fue más duro de lo que esperaba. Las piernas me pesaban del cansancio acumulado, y cada respiración en esa altura me recordaba que llevaba semanas durmiendo mal.
Desde arriba, el cráter era un hueco humeante de tres kilómetros, escupiendo gases que olían a azufre y advertencia. Los italianos sacaban fotos sin parar, emocionados. Yo solo miraba ese agujero pensando en lo fácil que sería que volviera a explotar. En lo poco que importaríamos si decidiera hacerlo ahora.
Volvieron a dedo. Yo seguí solo hacia las Cascadas Escondidas, necesitando distancia de las conversaciones en grupo, del esfuerzo de ser sociable.
El sendero cruzaba un puente colgante que se movía con cada paso. Me agarré fuerte de las cuerdas, odiando las alturas como siempre. Del otro lado, tres saltos de agua. El primero, El Tobogán, desgastaba la roca en pozones verdes. El segundo, La Cortina, dejaba pasar la luz como si fuera de cristal líquido. El tercero, La Catedral, justificaba el viaje: dos columnas de basalto enmarcaban una caída que sonaba a órgano de iglesia.
Me quedé hasta que los mosquitos declararon la guerra. El agua caía sin parar, indiferente a mi presencia, como todo en este parque. Me pregunté si Tompkins habría venido hasta acá, si habría sentido lo mismo: que toda esta belleza seguiría existiendo con o sin nosotros mirándola.
Al día siguiente exploré los senderos del sur, aunque ya empezaba a cansarme de caminar solo. El Sendero Los Alerces mostraba árboles de más de dos metros de diámetro, con corteza arrugada como piel de elefante. Tocar uno era sentir tiempo comprimido en madera. Tres mil años creciendo mientras imperios caían y se levantaban. Y yo ahí, pasando de largo en una tarde.
En la Laguna Tronador, el agua reflejaba el volcán Michinmahuida con precisión fotográfica. Un huemul salió del bosque, bebió en la orilla y desapareció sin hacer ruido. Fue tan rápido que casi dudé de haberlo visto. Saqué la cámara tarde, como siempre. Como si necesitara pruebas de algo que solo importaba en ese momento.
El Sendero Ranita de Darwin no me mostró ranas, pero sí hongos que brillaban bajo los troncos caídos. Pequeñas luces verdes en la descomposición. Me senté ahí más tiempo del necesario, posponiendo el regreso al camping, a la carpa mojada, a preparar la misma comida de siempre.
Quise hacer el Sendero Ventisquero pero estaba cerrado por derrumbes. El guardaparques me mostró fotos del glaciar retrocediendo año tras año. "Hace diez años llegaba hasta ese árbol", señaló. Ahora solo quedaba el lecho seco y el rumor del hielo derritiéndose a lo lejos.
"¿Cuánto tiempo le queda?", pregunté.
Se encogió de hombros. "Treinta años, quizás menos. Depende."
Me alejé pensando que para cuando volviera —si volvía— ese glaciar ya no estaría. Que todo lo que estaba viendo tenía fecha de vencimiento. Que Pumalín era hermoso pero también era un museo de lo que estamos perdiendo.
El parque de Tompkins: un tipo que compró tierra para protegerla de otros tipos que la comprarían para destruirla. Un gesto noble que al final solo retrasa lo inevitable. Cada sendero perfectamente diseñado, cada banco ubicado para el mejor ángulo del atardecer. Todo planeado, todo controlado. Y aun así, el glaciar se derrite, el volcán humea, la ceniza vuelve a caer cada tanto.
Cuando salí del parque, La Junta me esperaba al sur. Guardé la carpa mojada, arranqué el auto y seguí. Las imágenes de cascadas y alerces milenarios ya empezaban a mezclarse con las de otros lugares, otros senderos. Pronto serían solo fotos en un disco duro. Pero por ahora todavía estaban frescas, todavía dolían un poco.
El camino desde Chaitén hacia La Junta se desplegó en tres ríos que cortaban la ruta como cuchilladas. El Palena apareció primero, plateado y furioso, con remolinos que giraban sobre sí mismos como si tuvieran vida propia. Me bajé en un mirador improvisado y preparé mate mientras las torcazas revoloteaban entre los coigües. El contraste era brutal: el río bramaba abajo mientras arriba todo era quietud verde.
Kilómetros después, el río Frío justificó su nombre. Aguas glaciales tan transparentes que podía contar las piedras del fondo a cinco metros de profundidad. Monté la cocina portátil sobre el capó del auto y herví agua para unos fideos. Un camionero paró, compartió unos mates conmigo, me contó que llevaba veinte años haciendo esta ruta y que cada temporada desaparecen más pueblos. Se fue sin despedirse, como si la conversación nunca hubiera empezado.
El río Rosselot fue el último y el más salvaje. Aguas color esmeralda tallando cañones en roca viva. La Reserva Natural Rosselot tenía un sendero que terminaba en un salto donde el rugido vibraba dentro del pecho. Me quedé hasta que el sol cayó y las paredes de basalto se tiñeron de naranja. Saqué fotos que se parecían a todas las otras, pero esta vez no me importó. Hay cosas que se registran porque sí, porque estuviste ahí, aunque la imagen no capture nada.
La Junta apareció de golpe: calles asfaltadas, casas de madera con techos de zinc, un pueblo que parecía haberse rendido hace tiempo a ser exactamente esto. Subí al mirador Cerro La Junta. Desde arriba se veía la confluencia de los ríos Palena y Rosselot, dos corrientes que se abrazan para seguir juntas. El pueblo abajo era minúsculo, apenas unas manchas de color entre el verde infinito de la cordillera.
El camping donde me instalé tenía duchas de agua caliente alimentadas por leña, mesones cubiertos donde cocinar sin pelear con la lluvia, y un horno de barro comunitario. Mientras preparaba lentejas con chorizo colorado, unos ciclistas alemanes llegaron empapados y agotados. Les ofrecí café. Me contaron que llevaban tres pinchazos en dos días y que el ripio los estaba matando. Reímos de eso que solo los viajeros entienden: el placer masoquista de sufrir en lugares hermosos.
Esa noche el frío se coló por todos lados. No era el frío seco de Futaleufú que pela la piel, sino uno húmedo que se mete en los huesos y no se va. Dormí a intervalos, despertando cada tanto sin razón clara.
Al amanecer caminé por el pueblo antes de partir. Entré a la única panadería abierta. El olor a pan recién horneado llenaba todo. La dueña, una mujer de manos enormes y delantal manchado de harina, me preguntó si iba al Queulat. Le dije que sí. "Lleve comida", dijo. "Allá todo es caro o no hay". Me vendió tres panes amasados todavía tibios.
En el auto, mientras arrancaba, eché un último vistazo al pueblo por el espejo retrovisor. La Junta se quedaba ahí, indiferente a mi paso, como todos los lugares por los que había cruzado. El Queulat me esperaba al sur con su ventisquero colgante. La Carretera Austral seguía desplegándose, kilómetro tras kilómetro, sin preguntar si estaba listo.
Los panes tibios sobre el asiento del copiloto olían a hogar temporario. Prendí la radio pero solo había estática. Apagué. El ruido del motor y del ripio bajo las ruedas eran suficiente compañía.
El amanecer en Puyuhuapi fue un prólogo de niebla. El pueblo de casitas alemanas se reflejaba en el lago como una acuarela borrosa. Tomé mate junto al muelle, haciendo cuentas mentales: me quedaban seis parques por delante y la plata empezaba a ajustar. Veinte dólares por parque sumaban rápido. Ciento veinte dólares que podían ser nafta, comida, o una semana más de viaje.
La Ruta 7 seguía serpenteando, asfalto negro y brillante con curvas tan cerradas que en algunos tramos el volante giraba solo. Pensaba en cómo esquivar las entradas. Llegar temprano, antes de las ocho. O tarde, después de las seis. Los guardaparques tienen horarios, los parques no.
Llegué al Queulat a las seis y media de la mañana. El portón de entrada estaba abierto pero la caseta vacía. Estacioné y empecé a caminar por el sendero de madera que cruza un bosque encharcado. Los musgos colgaban de los árboles como barbas de viejo. Cada paso crujía sobre la pasarela húmeda.
El glaciar apareció de golpe. Una pared de hielo azul eléctrico de ochenta metros colgando sobre el vacío, como si alguien hubiera olvidado la gravedad ahí. Cada tanto un estruendo seco anunciaba el desprendimiento de bloques del tamaño de autos, que caían al lago con un chapoteo sordo. El agua era lechosa, cargada de sedimento que el glaciar había molido durante siglos.
Me senté en las gradas de madera frente al ventisquero. Estaba solo. El silencio era tan grande que podía escuchar el hielo quebrándose a quinientos metros de distancia. Pensé en Tompkins de nuevo, en su obsesión por comprar tierras para protegerlas. En si realmente servía de algo. Este glaciar se derretía igual, con parque nacional o sin él.
Saqué el termo y el pan de La Junta. Desayuné ahí, mirando cómo los bloques de hielo se desprendían cada diez o quince minutos. Uno, otro, otro. Una cuenta regresiva de algo que no volvería a crecer.
A las nueve llegó una pareja de turistas con cámaras profesionales. A las nueve y media, un grupo guiado. A las diez, el estacionamiento estaba lleno y había fila para las fotos en el mirador. Me fui antes de que llegara el guardaparques.
Volví a la ruta principal y tomé un desvío de ripio que indicaba "Mirador Padre García". El camino era corto pero traicionero, con pendientes del 18% que hacían rugir el motor. Arriba, el mirador daba a un bosque de coigües donde el silencio tenía peso. Un árbol caído servía de puente natural sobre un arroyo. Lo crucé despacio, sintiendo la madera podrida ceder bajo mis botas.
Más adelante, otro desvío llevaba al Mirador de los Cóndores. Para llegar, la carretera ascendía en zigzags tan pronunciados que en las curvas más cerradas el volante rozaba el borde del precipicio. Arriba, la vista era panorámica: el fiordo Queulat abajo, las aguas oscuras mezclándose con los hilos plateados de cascadas lejanas. Un cóndor pasó volando tan cerca que escuché el silbido del aire entre sus plumas.
En la costa, abajo, distinguí los restos oxidados de un barco pesquero naufragado. Un recordatorio de que esta belleza también mata.
El último regalo del parque fue la Laguna de los Témpanos. El sendero bordeaba el agua entre arrayanes de corteza color canela. Flotaban icebergs en miniatura desprendidos del glaciar, girando lentamente, chocando entre sí con un sonido cristalino.
Me senté en una roca plana a almorzar. Pan con palta y atún, el menú que repetía desde hacía semanas. Mientras comía, pensaba en la ruta que venía: después de Coyhaique empezaba el verdadero ripio, los tramos donde no hay plan B si algo sale mal. Calculaba cuántos días podía estirar con lo que me quedaba. Cuántos parques más podía ver si seguía entrando gratis.
Un cartel oxidado mostraba fotos del glaciar de hace veinte años, cuando el hielo llegaba hasta donde yo estaba sentado. Ahora esa misma distancia era un lecho de rocas desnudas y sedimentos. La paradoja era jodida: mientras más bello se volvía el paisaje por el contraste entre el hielo, la roca y el agua, más evidente era su desaparición.
Guardé los restos del almuerzo, me levanté, volví al auto. Coyhaique me esperaba al sur. La entrada del Queulat había salido gratis, pero la culpa de colarse duraba más de lo que pensaba. No mucha. Solo un poco. Lo suficiente para saber que lo volvería a hacer.
La Carretera Austral seguía. El ripio me esperaba. Y yo seguía haciendo cuentas: cuántos kilómetros, cuánta nafta, cuántos parques más antes de que se acabara la plata o las ganas.
Llegué a Coyhaique con el alma cargada de bosques y glaciares, pero fue un mate el que me desarmó primero. En la estación de servicio donde paré a preguntar por un mecánico, el encargado no solo me indicó el taller, sino que me ofreció un mate sin preguntar. "Acá se toma amargo, como en el Chaco", me dijo un hombre con boina y manos de trabajador, mientras me pasaba el termo.
Me senté ahí, en el cordón de la estación, tomando mate con un desconocido, y algo no cerró. El mate, las empanadas de pino con pasas que había comido en La Junta, el asado al palo, la forma de hablar arrastrando las eses... todo esto era más argentino que chileno. O al menos más argentino que lo que había visto en Santiago años atrás.
Empecé a preguntarme qué era lo chileno puro. No lo español heredado, no lo mapuche que sobrevivió, no lo argentino filtrado por la cordillera. ¿Qué había inventado Chile que fuera solo suyo? Pensé en el completo, esa salchicha con palta y tomate. En el mote con huesillos. En el merkén. Pero incluso eso tenía orígenes mapuches o mezclas de otros lados.
La pregunta me persiguió los días siguientes, y cuanto más observaba, menos respuestas encontraba. Coyhaique parecía una extensión de la Patagonia argentina, solo que con pesos chilenos y otra bandera.
Mis dos noches fueron en un camping junto al río Simpson. Jorge, el dueño, tenía sonrisa de lobo marino y uñas siempre manchadas de grasa. Me asignó el mejor sitio, donde el rumor del agua ahogaba cualquier otro sonido. Cuando mi cocina portátil decidió jubilarse, apareció con una vieja cocinilla a gas. "Esto sobrevivió a peores cosas", bromeó mientras ajustaba los quemadores con un alambre.
Por las noches, alrededor del fogón, Jorge contaba historias de cuando Coyhaique era solo un puñado de casas de madera bajo la lluvia eterna. "Antes éramos tres gatos locos acá", decía. "Ahora somos cuatro". Reía de su propio chiste mientras cebaba otro mate.
Esa obsesión con el mate me hacía ruido. En Bolivia había visto la hoja de coca como ritual propio. En Perú, la pachamanca y el pisco. Pero acá, en el sur de Chile, todo lo que veía era prestado: el mate de Argentina, el asado de Argentina, hasta la forma de construir las casas de madera parecía sacada de algún pueblo patagónico del otro lado.
Después de semanas de pueblos fantasmas, Coyhaique fue un shock. Los bares del centro bullían con mochileros internacionales y lugareños que discutían sobre fútbol y pesca con igual pasión. En uno de esos locales, de paredes forradas con mapas antiguos, me encontré con un grupo de ciclistas italianos que celebraban haber completado el tramo norte. A las dos de la mañana, los puestos callejeros servían completos cargados de palta y merkén, mientras grupos de jóvenes reían bajo faroles.
Caminé por las calles buscando algo distintivo, algo que me dijera "esto es Chile y nada más". Encontré una escultura gigante de un mate en una plaza. Un mate. En Chile. La ironía era demasiado obvia.
La Reserva Nacional Coyhaique fue mi primer descubrimiento: un bosque de lengas que en otoño estallaba en rojos incendio. El pequeño museo regional, con sus fotos de colonos tehuelches y herramientas de leñadores, contaba historias que también podían ser de Esquel o de Comodoro Rivadavia. La confluencia de los ríos, donde las aguas lechosas de uno chocaban contra las turquesas del otro, era espectacular. Pero el fenómeno lo había visto ya en el Baker, en el Nef, en otros diez ríos de la Carretera Austral.
Dormía a pocos metros del río Simpson. Al amanecer, mientras preparaba café, observaba a los pescadores adentrarse en las aguas con movimientos rituales. Con el auto exploré caminos secundarios que llevaban a miradores secretos, donde el viento silbaba entre las rocas canciones que podían ser de cualquier cordillera del mundo.
Esa pregunta sobre lo chileno puro me seguía. Una noche, en el camping, se lo comenté a Jorge mientras compartíamos un vino tinto barato. Se quedó pensando, rascándose la barba de tres días.
"La Patagonia es la Patagonia", dijo finalmente. "No importa de qué lado de la cordillera estés. Acá somos todos lo mismo: gente que aguanta el frío, el viento, y la soledad. El mate lo tomamos porque calienta. El asado lo hacemos porque hay cordero. ¿Eso es argentino o chileno? No sé, viejo. Es patagónico".
Tenía sentido. Pero me dejó con otra incomodidad: si la Patagonia era la Patagonia sin importar el país, ¿qué era Chile entonces? ¿Un concepto administrativo? ¿Una línea en el mapa que alguien trazó hace doscientos años?
No tenía respuesta. Y mientras más viajaba por la Carretera Austral, menos me importaba tenerla.
Mientras empacaba para partir rumbo al Parque Nacional Cerro Castillo, esa mezcla de ansiedad y nostalgia me golpeó. Coyhaique había sido un respiro civilizado —con sus supermercados abastecidos y calles pavimentadas—, pero sabía que lo mejor venía ahora. La verdadera Carretera Austral, la de los ripios que desafían suspensiones y el viento que borra huellas, comenzaba al sur de la ciudad.
Jorge me despidió con un abrazo y un consejo: "Cuando veas el Castillo de piedra, parate aunque sea en mitad del camino. Esa vista quema hasta el alma más fría".
Arranqué el auto. La Ruta 7 se extendía adelante, serpentando hacia las torres de granito que ya divisaba en mi imaginación. El mate se había enfriado en el termo del copiloto. Lo tiré por la ventana. Total, en el próximo pueblo habría otro argentino disfrazado de chileno ofreciéndome uno nuevo.
La pregunta sobre lo chileno puro seguía ahí, sin respuesta. Pero el Cerro Castillo me esperaba, y eso, al menos, era real.
El Honda Fit crujía sobre el ripio helado cuando atravesé el portal del parque. De pronto, el mundo se transformó. La primera nevada de la temporada había cubierto las cumbres del Cerro Castillo como un merengue gigante, mientras que las lengas otoñales estallaban en rojos sangre y amarillos eléctricos contra el blanco prístino. Era como si alguien hubiera sacudido todos los colores de la Patagonia sobre un lienzo de piedra.
La Ruta 7 serpenteaba por el corazón del parque. Cada curva revelaba un nuevo espectáculo: ríos turquesa cortando valles profundos, lagunas escondidas como joyas perdidas, y los imponentes cuernos graníticos del cerro recortados contra un cielo que cambiaba de humor más rápido que yo de planes.
La administración estaba cerrada. Boleto de entrada gratuito. No pregunté por qué, solo arranqué hacia el primer sendero.
El sendero comenzó suave, bordeando el río Turbio. Sus aguas tenían ese tono azul eléctrico que solo se ve en los glaciares derretidos. Pero pronto la pendiente se hizo sentir, zigzagueando entre bosques de lengas cuyas ramas goteaban nieve recién derretida.
A mitad de camino, un arcoíris completo apareció sobre el valle. Me detuve a mirarlo, recuperando el aire. Las piernas ya empezaban a quejarse. Llevaba semanas durmiendo en carpa, comiendo mal, caminando todos los días. El cansancio acumulado pesaba.
La laguna apareció de golpe. Rodeada por anfiteatros de roca negra y glaciares colgantes, sus aguas cambiaban de turquesa a gris acero según el capricho del clima. Y vaya caprichos: en una hora viví sol abrasador, granizo que picaba como agujas, vientos que intentaban arrancarme la cámara de las manos, y finalmente una calma chicha que dejó el reflejo perfecto del cerro en las aguas quietas.
El verdadero desafío no fue la subida, sino mantenerse en pie en los miradores. Las ráfagas de viento intentaban lanzarme al vacío. Me agarré de las rocas, esperando que pasara. Cuando finalmente cedió, saqué el termo y preparé mate con las manos todavía temblando del frío.
Estaba solo. Completamente solo. El último grupo de trekking de la temporada había terminado el circuito de cuatro días hacía una semana. No había nadie más ahí arriba. Solo yo, el glaciar, y el sonido del hielo quebrándose en la distancia.
Almorcé ahí: pan duro con queso y salame, el mismo menú de siempre. Mientras comía, pensaba en los parques que me quedaban por delante. En cómo hacer para estirar la plata. En si valía la pena seguir hasta Villa O'Higgins o cortar camino y cruzar a Argentina antes.
El descenso fue más rápido pero más traicionero. La nieve se había derretido con el sol del mediodía, convirtiendo el sendero en un barrial resbaladizo. Me caí dos veces. La segunda me raspé la mano contra una piedra. Nada grave, solo sangre y tierra mezcladas.
Llegué al auto al atardecer, con las piernas destruidas y la ropa empapada. Pero valió la pena. Valió cada maldito paso.
Me desperté con las piernas duras como troncos. Cada músculo protestaba. Tomé ibuprofeno con el café y salí igual. Había venido hasta acá, no iba a quedarme en la carpa por un poco de dolor.
Este sendero fue la Patagonia en versión zen. Sin las multitudes de la ruta más famosa, pude escuchar el crujido de la nieve bajo mis botas, el grito lejano de los cóndores, y el susurro de los calafates que ya empezaban a dar sus frutos morados.
A los diez kilómetros me crucé con el grupo que había mencionado el día anterior. Terminaban el circuito de cuatro días. Tenían esa mirada de los que durmieron mal pero vieron cosas que valen la pena. Me contaron de pasos montañosos que doblaban rodillas y noches bajo un manto de estrellas tan denso que parecía nieve cósmica.
"¿Vas solo?", me preguntó uno.
"Sí", dije.
"Qué cojones", respondió. Se rieron. Yo también, aunque no estaba seguro de qué era gracioso.
La Laguna Duff me esperaba como un secreto bien guardado. Un espejo perfecto donde los cerros nevados se duplicaban, creando la ilusión de un mundo al revés. Almorcé sobre una roca plana, viendo cómo los tonos del agua pasaban del verde esmeralda al azul cobalto mientras las nubes jugaban al escondite con el sol.
El silencio era tan profundo que podía oír el aleteo de un pato vapor a kilómetros de distancia. O tal vez era mi imaginación. A esa altura del viaje ya no estaba seguro de qué era real y qué era solo cansancio acumulado.
Volví por el mismo sendero. Veintidós kilómetros que se sintieron como cuarenta. Las piernas ya no respondían bien. Caminaba en automático, un pie delante del otro, sin pensar en nada más que llegar.
Cuando finalmente vi el auto a lo lejos, casi lloré de alivio. Me tiré en el asiento del conductor y me quedé ahí, inmóvil, durante veinte minutos. Después comí todo lo que quedaba en la conservadora: pan, queso, salame, una manzana medio golpeada, una barra de cereal rancia.
Al dejar Villa Cerro Castillo al día siguiente —no sin antes comprar dulce de calafate a una señora que juró me traería de vuelta—, entendí por qué este parque es el corazón secreto de la Patagonia. No es solo la escala cinematográfica de sus paisajes, ni siquiera el desafío físico de sus senderos.
Es esa sensación de haber caminado por un lugar donde la tierra todavía decide cómo moldearse. Donde los glaciares retroceden pero no se rinden. Donde cada cambio climático es una lección de humildad.
Mientras el auto rodaba hacia Puerto Río Tranquilo y el Lago General Carrera, revisé las fotos en la cámara. Ninguna capturaba realmente cómo se siente pararse frente al Cerro Castillo al amanecer, cuando las primeras luces encienden las paredes de granito. O el sonido del granizo rebotando en la carpa a medianoche. O el sabor del mate compartido con extraños que en cinco minutos ya son cómplices de aventura.
La Carretera Austral seguía llamando. Pero una parte de mí ya sabía que Cerro Castillo sería ese lugar al que volvería en sueños durante años. El lugar que, cuando alguien me pregunte "¿y qué es la Patagonia?", aparecerá primero en mi memoria: salvaje, indomable, y tan bello que duele.
Ahora, a conquistar las catedrales de mármol del Lago General Carrera.
El camino hasta este rincón de la Carretera Austral fue una epopeya de ripio traicionero. Cada kilómetro entre Villa Cerro Castillo y Puerto Río Tranquilo parecía diseñado para probar la resistencia tanto del auto como de mis nervios. La ruta se transformaba constantemente: tramos donde el polvo rojizo se elevaba en nubes espesas, sectores convertidos en ríos de piedras sueltas que hacían bailar el volante con voluntad propia, y esos malditos cráteres que aparecían sin aviso, obligándome a frenar en seco mientras camiones madereros pasaban rozando el espejo lateral.
Pero al doblar la última curva y ver por primera vez las aguas del Lago General Carrera, todo el cansancio se evaporó. El lago, inmenso y de un azul lechoso, extendiéndose hacia el horizonte como un mar interior, con las montañas nevadas reflejándose en su superficie quieta.
Llegué a un Puerto Río Tranquilo casi desierto. Marzo ya era otoño acá, y los pocos negocios abiertos tenían ese aire resignado de quienes saben que el invierno se acerca. El camping donde me instalé era un mundo en sí mismo: carpas dispersas entre árboles que empezaban a perder sus hojas, un silencio solo roto por el graznido ocasional de alguna ave lacustre, y los baños con esas duchas que prometían agua caliente pero siempre entregaban solo tibieza.
Fue allí donde conocí a Ale, un italiano de Milán que hablaba español con acento porteño después de tres años viajando por Latinoamérica, y a Sofi, una española de Ibiza que llevaba el ukelele a todas partes como si fuera una extensión de su cuerpo. Esa primera noche, alrededor de un fuego que luchaba por mantenerse vivo contra el viento helado, compartimos mates mientras Ale contaba sus aventuras en el Perú y Sofi cantaba canciones que sonaban a sal y Mediterráneo.
Yo, como siempre, fui el espectador privilegiado. Escuchar me salía mejor que hablar.
Al amanecer, el dueño del camping —un hombre cuya piel curtida por el viento parecía contar su propia historia patagónica— me consiguió un lugar en uno de los últimos botes que zarparían hacia las famosas Capillas de Mármol. "Es ahora o nunca", dijo con una sonrisa que dejaba ver varios dientes menos. "En una semana cierran hasta octubre".
El viaje en lancha por el lago fue una lección de humildad. El agua, tranquila cerca de la orilla, se volvía cada vez más inquieta a medida que nos adentrábamos, con olas que golpeaban el casco con sonidos huecos. Pensé en lo frágil que era ese bote de aluminio contra la furia potencial del lago.
Y entonces aparecieron: formaciones de mármol puro que el agua había esculpido durante milenios, creando cuevas, arcos y pasadizos que cambiaban de color según la luz. La Catedral de Mármol, con sus paredes lisas como seda y sus techos abovedados, filtraba la luz del sol en tonos que iban del blanco hueso al azul profundo. Dentro de sus cavernas, el eco transformaba cada gota que caía en un concierto de percusión líquida.
Intenté fotografiar todo. Cambié de ángulo mil veces, buscando la foto perfecta que capturara lo que mis ojos veían. Pero justo cuando creía haber encontrado el encuadre ideal, el clima patagónico recordó quién mandaba: un viento repentino levantó olas que nos empaparon de pies a cabeza, mientras el piloto, un joven local que parecía nacido sobre el agua, reía a carcajadas y gritaba "¡Así es más auténtico!".
Volvimos a tierra temblando de frío pero con los ojos llenos de belleza. En el bote había quedado claro que esto era temporal, que estas formaciones seguían erosionándose, que tal vez en cincuenta años ya no existirían tal como las vimos.
Este gigante de aguas turquesas, compartido entre Chile y Argentina, es mucho más que un cuerpo de agua. Pasé horas caminando por sus orillas, recogiendo piedras perfectamente redondas que el oleaje había pulido durante siglos. Los rayones —esos patos endémicos de colores brillantes— se zambullían en busca de alimento, indiferentes a mi presencia.
Pensaba en cómo este lago era de dos países pero no era de nadie. Cómo las fronteras son líneas imaginarias que los humanos trazamos sobre cosas que existían mucho antes y seguirán existiendo mucho después.
La decepción inicial por los precios exorbitantes de los tours al glaciar se transformó en oportunidad cuando descubrí los miradores gratuitos. La ruta hacia ellos fue una sucesión de paisajes que quitaban el aliento: el Río Tranquilo, con aguas tan transparentes que podía contar las piedras del fondo a cinco metros de profundidad; la Cascada de la Nutria, donde el agua caía con tal fuerza que el aire siempre estaba lleno de un fino rocío que mojaba la cara.
Desde el mirador principal, el Glaciar Exploradores se mostraba en toda su grandeza y fragilidad. Las grietas en su superficie contaban la historia de un retroceso imparable. Los témpanos que se desprendían flotaban como islas efímeras en la laguna a sus pies.
Un cartel oxidado mostraba fotos de cómo era hace veinte años, cuando el hielo llegaba hasta donde yo estaba parado. Ahora, esa misma distancia era un lecho de rocas desnudas y sedimentos glaciares. Me quedé ahí más tiempo del necesario, pensando en lo que significa ver algo que está muriendo en cámara lenta.
Las noches en el camping se convirtieron en rituales de comunidad improvisada. Gaby y Romi, dos chilenas que viajaban en su auto convertido en casa, compartieron no solo su comida sino también sus historias de vida en Santiago y su amor por esta Patagonia salvaje. "Cuando vuelvas, tienes donde quedarte", me dijeron mientras envolvíamos papas en aluminio para asarlas en las brasas.
Ale preparaba pastas que sabían a nostalgia mediterránea. Sofi tocaba canciones que todos tarareábamos sin saber bien la letra. Yo aportaba mate y silencio, que a veces es la mejor forma de participar.
Una noche, mientras el fuego crepitaba y el viento sacudía las carpas, Ale me preguntó: "¿No te cansa viajar solo?"
Me quedé pensando. "A veces", dije. "Pero también es lo único que sé hacer bien".
Sofi rasgueó una cuerda del ukelele. "Todos estamos solos", dijo. "Algunos solo lo admitimos más que otros".
No supe qué responder. Nos quedamos ahí, mirando el fuego, cada uno con su propia soledad compartida.
Puerto Río Tranquilo quedó atrás con sus Capillas de Mármol cumpliendo su fama, el Glaciar Exploradores recordándome lo rápido que se deshace el mundo, y el Lago General Carrera siendo, simplemente, un espectáculo.
La ruta seguía hacia Puerto Bertrand, donde el Baker empieza su carrera, y hacia las Confluencias. El auto avanzó entre pueblos mínimos, esos donde el tiempo parece una excusa más que una medida.
Pensé en Sofi y Ale, en Gaby y Romi, en todos los que había conocido y perdido de vista en semanas. En cómo los viajes son una sucesión de encuentros que duran lo que dura un camping, una comida, una noche junto al fuego. Y después cada uno sigue su camino, y lo que queda son solo imágenes borrosas y nombres que eventualmente olvidas.
La Carretera Austral no tiene prisa. Yo tampoco. O al menos eso me decía mientras manejaba hacia el sur, sabiendo que cada kilómetro me acercaba al final del viaje, aunque todavía no quisiera admitirlo.
La ruta desde Puerto Río Tranquilo hacia Cochrane fue una sucesión de postales vivas. Cada curva revelaba un nuevo paisaje: cerros nevados que se reflejaban en lagunas escondidas, bosques de lengas teñidas de rojo otoñal y, de pronto, el primer avistamiento del río Baker, un torrente turquesa que cortaba el valle como un cuchillo.
Viajaba con Sofi, la española del ukelele que había conocido en el camping de Río Tranquilo. Decidimos detenernos en Puerto Bertrand al amanecer, donde el Baker aún conserva la pureza de sus primeros kilómetros.
El pueblo era un puñado de casas de madera junto al río, donde el único sonido era el rumor constante del agua. Compramos pan recién horneado en la única panadería y caminamos por la orilla, pisando piedras pulidas por siglos de corriente. El Baker aquí es distinto: más joven, más salvaje, con aguas tan transparentes que podías contar las piedras del fondo a cinco metros de profundidad.
Sofi sacó su ukelele y tocó una canción andaluza que el viento patagónico se encargó de distorsionar. El contraste era perfecto: la música española muriendo en la inmensidad de este río que es el alma de Chile, el más caudaloso del país, el que lleva en sus aguas historias de glaciares milenarios.
Seguimos la ruta deteniéndonos cada pocos kilómetros. La Carretera Austral en este tramo es un mirador continuo: a un lado, el Baker serpenteando entre cañones; al otro, cerros que parecen cortados a hachazos. Pero el verdadero espectáculo estaba por llegar.
Aparcamos en un pequeño desvío y caminamos los seiscientos metros que separaban la ruta del punto exacto donde el Nef entrega sus aguas al Baker. El contraste era hipnótico: el Nef, de un azul profundo casi negro, chocando contra el turquesa eléctrico del Baker. En el punto exacto de unión, las corrientes se trenzaban creando un remolino de espuma y, por unos metros, un tercer color nacía de la mezcla: un verde esmeralda que solo existía ahí, en ese instante.
Me quedé mirando ese punto donde dos ríos se volvían uno. Pensé en cuántas veces había hecho lo mismo en este viaje: mezclarme con otros viajeros por unos días, compartir fogones y rutas, y después seguir cada uno por su lado. Como los ríos, que se juntan pero uno siempre termina llevando el nombre. El Baker conserva su identidad porque lleva más agua. El Nef, aunque hermoso, es solo un afluente. Siempre hay uno que define y otro que se adapta.
Más adelante, otra unión épica. El Chacabuco, cargado de sedimentos glaciares, teñía de blanco lechoso las aguas del Baker. Aquí el fenómeno era distinto: no una fusión, sino una conquista lenta. El Baker aceptaba las aguas turbias pero seguía su curso imperturbable, como alguien que tolera lo que viene sin dejar que lo cambie.
"Es como nosotros", dijo Sofi. "Vamos recogiendo cosas por el camino, gente, lugares, historias. Pero al final seguimos siendo lo mismo, solo que más cargados".
No respondí. Tenía razón, pero ya estaba pensando en el Calluqueo, en cuánto me quedaba de viaje, en si la cubierta reparada aguantaría hasta Villa O'Higgins.
Llegamos a un cruce antes de Cochrane. Sofi se bajó del auto con su mochila y el ukelele colgando del hombro. Iba hacia El Chaltén, a hacer dedo hasta la frontera. Yo seguía a Cochrane.
"Suerte", dije.
"Igualmente", respondió. Se fue caminando hacia la ruta sin mirar atrás.
Vi su figura hacerse pequeña en el espejo retrovisor, el pulgar levantado buscando el próximo auto. Arranqué y seguí. Así funcionaba esto: te cruzabas con gente, compartías unos días, y después cada uno tiraba para su lado.
Llegué a Cochrane solo. Esa noche elegí un hostel: después de días en carpa, necesitaba una cama de verdad y una ducha que no fuera de agua helada. La ciudad olía a leña quemada. Cené cordero al palo en un local de lugareños.
El dueño del hostel me sirvió vino tinto barato. "Mañana baja más el frío", dijo. "Esto recién empieza".
Al día siguiente me esperaba el Glaciar Calluqueo. Dormí pesado por primera vez en semanas.
Cochrane amaneció envuelto en el frío seco que cala los huesos. Después de un desayuno apurado en el hostel, donde el aroma a leña quemada era el único consuelo, arranqué hacia el Glaciar Calluqueo. La ruta es un desvío de ripio que se aparta de la Carretera Austral principal, un camino secundario que rápidamente se convirtió en un sendero de tierra y barro. El Honda Fit se quejó con cada piedra, pero siguió avanzando.
El camino era largo y solitario. Me crucé con un solo vehículo en cuarenta kilómetros. Al llegar al final de la ruta vehicular, el silencio era absoluto. Estacioné y empecé la corta caminata hacia la laguna. Llevaba conmigo, además de agua y pan duro, un ejemplar de 'Las Venas Abiertas de América Latina' de Eduardo Galeano, un libro que me había propuesto terminar en este viaje.
El glaciar apareció de forma dramática. Un muro de hielo blanco y azul sucio, descendiendo por un valle rodeado de lengas otoñales. A sus pies, la Laguna Calluqueo, un cuerpo de agua de un tono gris metálico que reflejaba la inmensidad del cielo. El aire era gélido, pero tenía una pureza cristalina. Estaba completamente solo. No había un alma, ni un rastro de vida humana, solo yo, la laguna, el glaciar y el resto de la naturaleza para mí.
La soledad era abrumadora, el tipo de soledad que te hace escuchar la sangre corriendo por tus venas. Armé mi mate en una roca plana y me senté frente al glaciar. Saqué el libro de Galeano. Abrí una página al azar y mis ojos se encontraron con una frase sobre la historia del despojo y la explotación de América. El contraste con lo que me rodeaba era un golpe.
Ahí estaba yo, en una de las reservas de agua dulce más vírgenes del planeta, frente a un glaciar que se derretía lentamente por un cambio climático global. Y Galeano hablando de cómo los recursos siempre son saqueados, cómo la belleza y la riqueza de estas tierras han sido una condena. Me llegó una idea potente: la Patagonia es la última vena abierta. Su belleza es su condena, su pureza es el premio que el mundo industrializado vendrá a buscar con más fuerza en las próximas décadas: agua, minerales, silencio.
El glaciar se derretía, la soledad se vendía como turismo de lujo, y el libro me recordaba que la historia siempre se repite. No pude evitar sentir que, a mi pequeña escala, yo también era parte de ese ciclo, un consumidor de un paisaje que se agotaba.
Me quedé una hora más, sin leer, solo mirando cómo el hielo vivía y moría a la vez. Cada estruendo lejano era un recordatorio de que el tiempo geológico no espera por mis reflexiones. El sol empezó a esconderse detrás de los picos, tiñendo el hielo de rosa pálido.
Guardé el libro, cerré el termo. La respuesta a la opresión que leía en Galeano no estaba en los libros, sino en la resistencia silenciosa de esos paisajes, que han sobrevivido a colonos, a gobiernos, y ahora a turistas como yo. Y, sin embargo, se estaban rindiendo al tiempo. El viaje me estaba obligando a mezclar la historia y la geografía, el texto y el terreno.
Emprendí el camino de vuelta a Cochrane. La Carretera Austral me esperaba. El próximo destino era Caleta Tortel, el pueblo sin calles. La última frontera real antes del fin de la ruta. El Calluqueo se quedaba atrás, un gigante blanco, y conmigo se llevaba la incómoda certeza de que la soledad y la belleza patagónica no eran un regalo, sino una herencia pendiente que el futuro vendría a reclamar.
Tras una noche de camas blandas en el hostel de Cochrane, me levanté con un plan claro: la Reserva Nacional Tamango y su promesa de huemules. Preparé mate, pan con mermelada, y salí temprano. La entrada al parque estaba a pocos kilómetros del pueblo.
Llegué antes de las siete. La caseta de guardaparques estaba cerrada. Entré sin pagar, otra vez. Ya llevaba la cuenta: cuatro parques gratis, dos pagados. La matemática del viajero con presupuesto ajustado.
El sendero comenzó entre lengas que ya perdían sus hojas. Cada paso crujía sobre el manto de hojarasca seca. El aire olía a tierra húmeda y resina. Caminé solo, sin cruzarme con nadie. La temporada había terminado oficialmente hacía una semana.
La Laguna Verde apareció después de dos kilómetros: un espejo perfecto que duplicaba el paisaje con precisión violenta. Las montañas se reflejaban tan nítidas que costaba distinguir dónde terminaba el agua y dónde comenzaba el cielo. Me senté en una roca y me quedé ahí, sin hacer nada, solo mirando.
Pensé en cuánto tiempo llevaba sin hablar con alguien de verdad. Las conversaciones con otros viajeros siempre eran superficiales: de dónde venís, hacia dónde vas, qué te pareció tal lugar. Intercambios que se olvidaban al día siguiente. Extrañaba conversaciones que importaran, aunque no sabía bien qué significaba eso.
Seguí subiendo. El Sendero al Mirador del Cochrane ascendía cuatrocientos metros en tres kilómetros. Las piernas todavía me dolían del Cerro Castillo, pero igual seguí. A esa altura del viaje, el dolor era parte del paisaje.
Desde arriba, el río Cochrane dibujaba curvas imposibles entre los cañones. El agua turquesa —de una pureza casi obscena— fluía con la tranquilidad de quien sabe que es eterno. Me quedé parado ahí, sintiendo el viento helar la cara, y me pregunté cuántas veces más vería algo así. Cuántas veces más tendría ganas de verlo.
La soledad en los senderos era distinta a la soledad en el auto. En el auto podía poner música, distraerme con el paisaje cambiante, hacer planes mentales. Acá, caminando, no había escape. Solo vos, tus pensamientos, y el ruido de tus propias botas sobre la tierra.
Bajé esperando cruzárme con un huemul. Los carteles del parque prometían avistamientos al amanecer o al atardecer. Caminé despacio, atento a cualquier movimiento entre los arbustos. Nada.
Un guardaparques apareció cuando ya volvía al estacionamiento. Me preguntó si había pagado. Le dije que no, que la caseta estaba cerrada cuando llegué. Se encogió de hombros. "La próxima vez pague igual, déjelo en el buzón".
Le pregunté por los huemules. "Hay que tener suerte", dijo. "O paciencia. La mayoría viene una vez y se va. Los huemules no están para las fotos rápidas".
Volví al auto sin haber visto ninguno. No me molestó tanto como pensé que me molestaría. A veces las cosas no pasan, y está bien. El Tamango había sido suficiente igual: el reflejo perfecto de la laguna, el río visto desde arriba, el silencio interrumpido solo por el viento.
Al día siguiente me esperaba el Valle Chacabuco y sus veinticuatro kilómetros de estepa. Pero esa noche, en el camping de Cochrane, mientras preparaba fideos con atún, pensé que tal vez el huemul que no vi era más honesto que todas las fotos que sí saqué. No todo se registra. No todo necesita comprobarse.
El amanecer me encontró en movimiento, el auto avanzando a través de un paisaje que cambiaba del asfalto al ripio con la brusquedad típica de la Carretera Austral. El objetivo era claro: llegar antes que los guardaparques, antes que los veinte dólares de entrada, antes que el sol alcanzara su cenit. El reloj marcaba las seis de la mañana cuando estacioné en un descampado que servía de improvisado parking.
Durante treinta minutos caminé en círculos entre matorrales espinosos y formaciones rocosas, siguiendo huellas de guanacos que parecían burlarse de mi sentido de orientación. El valle se extendía ante mí como un mapa viviente: a la izquierda, cerros dentados teñidos de rojo ocre por el amanecer; a la derecha, la planicie infinita donde una manada de guanacos pastaba con indiferencia.
Y luego, el avistamiento: una sombra larga y baja moviéndose entre los arbustos a quinientos metros. El puma —o tal vez mi deseo de ver uno— desapareció tan rápido como había aparecido, dejando solo un rastro de hierbas moviéndose en el viento helado.
El Sendero Lagunas Altas no era un camino, sino una sucesión de estados naturales. Comenzó ascendiendo entre coirones que arañaban los tobillos, cada paso hacia arriba revelando un nuevo valle escondido. A los ocho kilómetros, el primer cambio dramático: un campo de escarcha que crujía como vidrio bajo las suelas, donde el termómetro marcaba cinco grados bajo cero a pleno sol.
Luego, el barro —espeso, traicionero— que intentó robarme las botas en cada zancada. Y después, cuando pensaba que ya lo había visto todo, la nieve. Nieve en marzo, cubriendo el sendero en parches irregulares que me obligaban a adivinar dónde seguía el camino.
El punto medio del trayecto fue una laguna sin nombre, cuyas aguas quietas reflejaban el cerro Tamango con una precisión casi obscena. Ahí, entre bocados de barra energética y sorbos de agua ya tibia, el paisaje me recordó su escala real: era una mota de polvo en un pliegue de la cordillera.
Caminaba solo. Llevaba semanas compartiendo espacios, fogones, conversaciones repetidas. Necesitaba esto: kilómetros sin hablar, sin sonreír por cortesía, sin fingir que me interesaban las historias de otros.
El descenso fue una caída controlada por pendientes de grava suelta, donde cada paso podía terminar en un resbalón espectacular. Los colores del otoño —rojos sangre, amarillos eléctricos, verdes pútridos— se mezclaban con el olor a tierra mojada y romero silvestre.
A los dieciocho kilómetros, los músculos comenzaron a quejarse. A los veintidós, la mente empezó a divagar. Pensaba en cosas absurdas: en cuánto tiempo hacía que no comía una pizza de verdad, en si mi familia se acordaba de mí, en por qué seguía haciendo esto cuando bien podría estar en un hostel de Santiago tomando cerveza barata.
El último kilómetro se hizo sobre piernas automatizadas, mientras el estacionamiento aparecía como un espejismo entre los árboles. Llegué al auto, me tiré en el asiento y me quedé ahí veinte minutos sin moverme. Después comí todo lo que quedaba en la conservadora: pan duro, queso que ya olía raro, una manzana golpeada, una barra de cereal que había caducado hacía un mes.
El Valle Chacabuco fue hermoso, sí. Pero también fue largo. Demasiado largo. Veinticuatro kilómetros sin cruzarte con nadie te dan tiempo para pensar en todo lo que preferirías no pensar. En lo cansado que estás. En lo poco que importa si ves esto o no. En que todas las fotos que sacaste se parecen a las de hace tres parques atrás.
Cuando arranqué el auto rumbo a Cochrane, con las piernas destruidas y la espalda convertida en un nudo, me pregunté si valía la pena. Si todo este esfuerzo —caminar hasta reventar, dormir en carpas heladas, comer siempre lo mismo— tenía algún sentido más allá de poder decir que lo hice.
No tenía respuesta. Solo sabía que mañana seguiría hacia Chile Chico, hacia el Jeinimeni, hacia el último tercio de este parque que supuestamente era el más alucinante de la Patagonia. Y que lo haría igual, aunque ya no estuviera seguro de por qué.
El taller mecánico en Cochrane todavía olía a goma quemada cuando salí con mi cubierta reparada pero no reemplazada. El miedo a los impuestos argentinos me había ganado. Antes de partir, hice una última parada en Caleta Tortel, ese pueblo mágico donde las calles son puentes de madera sobre el fiordo. Tomé el bus local para recorrerlo, un lujo inesperado que me ahorró la lucha por estacionar en esas pasarelas estrechas.
La ruta hacia Chile Chico fue una batalla contra el ripio destrozado. El paisaje era espectacular, pero cada bache amenazaba con terminar lo que el pinchazo había empezado. Paré en dos cascadas:
Al llegar a Chile Chico, después de más de un mes durmiendo en carpa, casi lloré al ver una cama real. El frío patagónico había empezado a calar hondo, y necesitaba estas cuatro paredes y un techo, aunque fuera por una noche.
Al día siguiente, un transporte destartalado me llevó al inicio del sendero de Jeinimeni. Fuera de temporada, no había guardaparques ni otros visitantes. Solo yo y la Patagonia. El primer trekking me llevó a través de valles glaciares donde el viento aullaba entre las rocas. El segundo, más exigente, ascendía hasta un mirador donde el lago Jeinimeni se reveló en todo su esplendor: aguas turquesas tan intensas que parecían pintadas, rodeadas de cerros nevados que se reflejaban con perfección obscena en la superficie inmóvil.
Me senté en la orilla más tiempo del necesario. No porque el lugar lo mereciera —que lo merecía—, sino porque ya no tenía prisa. Llevaba semanas corriendo de un parque a otro, acumulando kilómetros y fotos como si fueran puntos en un marcador. Acá, finalmente, algo se detuvo.
El lago era de una belleza casi irreal. Pasé horas viendo cómo la luz cambiaba sus colores del azul cobalto al verde esmeralda. No había nadie más para compartir ese momento. Solo el sonido del viento y el crujido ocasional del hielo en los glaciares distantes.
Pensé en todo lo que había visto hasta acá: los ventisqueros del Queulat, las torres del Cerro Castillo, las confluencias de ríos, los veintidós kilómetros del Chacabuco. Cada lugar había sido extraordinario a su manera. Pero también empezaban a mezclarse en mi cabeza, a volverse borrosos. ¿En qué parque había visto ese glaciar? ¿Cuál era la laguna del reflejo perfecto?
El cansancio no era solo físico. Era de repetir el mismo ritual: llegar, caminar, fotografiar, volver. De dormir en carpas heladas, cocinar los mismos fideos con atún, conducir por ripios que destrozaban el auto. De estar solo sin haber elegido realmente estarlo.
El regreso fue por el llamado "Valle Lunar", el peor trekking de mi viaje. Un desierto de piedra pómez y arcilla agrietada, sin sombra ni agua, donde el sol reverberaba como en un horno. Cada paso levantaba nubes de polvo blanco que se pegaba a mi piel sudorosa. Seis kilómetros de puro sufrimiento, sin un ápice de la belleza que había encontrado en el lago.
Caminé esos seis kilómetros preguntándome qué mierda estaba haciendo ahí. Por qué había elegido el camino más difícil cuando bien podría haber tomado el otro sendero. Por qué seguía castigándome con estos trekkings interminables cuando ya no estaba seguro de disfrutarlos.
No tenía respuestas. Solo polvo en los pulmones y ampollas en los pies.
Esa noche, solo en el hostel de Chile Chico, con las piernas ardiendo y la ropa aún cubierta del polvo blanco del valle, entendí que Jeinimeni había sido mi despedida de la Patagonia chilena. Un lugar tan remoto que pocos lo ven, tan frágil que quizás no exista igual en décadas.
Torres del Paine quedaría para otra vez. Esta vez, el clima y el tiempo me habían obligado a elegir, y había elegido esto: parques sin multitudes, senderos sin señalización, lagos que no aparecen en las guías turísticas.
Me fui al día siguiente hacia Argentina. El plan era cruzar por algún paso fronterizo, volver a territorio conocido, reencontrarme con mi familia después de meses. Necesitaba eso: caras conocidas, conversaciones que no fueran sobre kilómetros recorridos o parques visitados, comida casera que no saliera de una conservadora.
Jeinimeni me había mostrado la Patagonia más pura: indiferente a mi presencia, brutal en su belleza, generosa en sus silencios. Me fui con esa imagen grabada: las aguas turquesas reflejando montañas que muy pocos tienen el privilegio de conocer.
Pero también me fui con la certeza de que había llegado a mi límite. Que necesitaba parar, aunque fuera por un tiempo. Que la soledad del viajero, esa que tanto había buscado al principio, ahora pesaba más de lo que podía cargar.
La Carretera Austral había terminado para mí. No en Villa O'Higgins como había planeado, sino acá, en Chile Chico, con el polvo del Valle Lunar todavía pegado a mi ropa y la imagen del Jeinimeni flotando en mi cabeza como un sueño que ya empezaba a desvanecerse.
La gastronomía fue un ritual de supervivencia y deleite. Desde el cordero al palo de Cochrane —cuya grasa dorada goteaba sobre las brasas como ofrenda a los dioses del frío— hasta las empanadas de centolla en Puerto Río Tranquilo, rellenas de un mar que huele a sal y libertad. En los mercados de Coyhaique, el pan amasado y el merkén picante me devolvieron la fe en los sabores auténticos, mientras el calafate, esa baya oscura que promete el regreso, endulzaba las noches junto al fuego. No hubo códigos QR ni precios inflados; solo manos curtidas que compartían lo suyo, como el mate caliente que un arriero me ofreció en el Valle Chacabuco, mientras los guanacos corrían libres sobre la estepa.
Los parques nacionales fueron santuarios donde el tiempo se mide en glaciares y alerces. En Pumalín, los bosques de Douglas Tompkins susurraban historias de conservación y resistencia; en Tamango, el huemul —ese ciervo fantasma— cruzó mi camino al amanecer, como un sueño patagón hecho carne. Y en Jeinimeni, las cuevas de manos pintadas por los tehuelches me recordaron que esta tierra nunca fue nuestra; solo somos pasajeros en su historia geológica.
La gente de la Carretera Austral teje una red invisible de solidaridad. Los mecánicos que arreglaron mi auto con alambre y paciencia, los dueños de camping que abrían sus cocinas para compartir un guiso caliente, los pescadores que señalaban los mejores miradores con un gesto silencioso. Aquí no hubo folletos ni guiones; solo encuentros que dejaron huellas más profundas que los propios paisajes.
Si San Pedro de Atacama fue el fiasco de lo artificial, la Carretera Austral fue el renacer. Aquí, el viento no tiene dueño, los ríos no se domestican, y los glaciares —aunque retrocedan— siguen dictando las reglas. Esta ruta no se recorre; se sobrevive, se llora y se ama con rabia. Y cuando al fin dejé atrás Villa O’Higgins, con el polvo patagón incrustado en la ropa y el alma, supe que Chile me había devuelto algo que ni el turismo masivo podría arrebatarle: la certeza de que lo auténtico todavía late, fuerte y salvaje, en los confines donde el mapa se desdibuja y solo queda el rugido del viento entre los cerros.
La Patagonia no se conquista. Te conquista. Y yo, agradecido, me dejé llevar.