Selecciona el destino para acceder a las galerías
Costa Rica no cabe en postales. Es un biombo viviente donde el Caribe verdea en aguas que mezclan patwa con calipso, y el Pacífico dorado hornea atardeceres en hornos de manglar. Aquí, el volcán Arenal talla su silueta en nubes cambiantes como un vigía de lava dormida, mientras los ríos de Tortuguero tejen carriles de esmeralda para canoas que siguen el ritmo de los manatíes. No hay fronteras, sino pliegues: cafetales que escalan montañas como escalinatas hacia el cielo, mercados de Zapote donde el olor a pejibaye compite con el bitcoin, y buses pintados de colores que llevan surfistas, bananeros y poetas en el mismo traqueteo.
Mi ruta fue un abanico de provincias: San José, donde el Teatro Nacional guarda óperas de oro entre el caos del "chepe" moderno; Alajuela, tierra de mangos y héroes, con su aeropuerto que escupe turistas como semillas; Limón, puerto que sueña en creole y huele a cacao y salitre; Puntarenas, vetusta novia del mar con su malecón de recuerdos y chuchecas; y Guanacaste, sabio occidental donde los hatos pastan bajo ceibas que cuentan conquistas y rodeos. Cada kilómetro costaba lo que vale un paraíso -los precios subían como monos congos por las lianas del dólar.
La Meseta Central es un reloj de microclimas: en Heredia la lluvia cita a las 3pm con puntualidad suiza, mientras Cartago reza entre sismos en su basílica de rombos. Los cafetales de Tarrazú escriben con hileras de arbustos versos en lengua bröran, y en el Valle Central, los centros comerciales crecen como hongos al pie de volcanes que aún creen ser dioses.
El Caribe tico es otro planeta: Cahuita donde el arrecife se rompe en blues, Puerto Viejo que balancea rastas y algoritmos de startups, y Barra del Colorado, laberinto de canales donde los pescadores hablan en tiburón y garza. Aquí el "pura vida" se pronuncia arrastrado, mezclado con reggae y sopa de leche de coco.
La Península de Nicoya es pergamino de piel curtida: playas de Nosara que son altares al yoga y al sol, pueblos blancos donde las iglesias tienen palmeras en lugar de campanarios, y Santa Teresa, meca de surfistas que pagan en colones pero piensan en likes. Mientras, en Monteverde, las nubes atrapan quetzales en jardines colgantes de musgo y orquídeas.
Esta tierra late entre extremos: el mismo país que inventó el "happy hour" en Jacó conserva bosques nubosos donde los jaguares aún eligen los nombres de los niños bribris. Su sincretismo huele a gallo pinto con salsa Lizano, suena a marimba mezclada con trap, se ve en carretas de bueyes estacionadas frente a edificios de vidrio. Para quien llega, Costa Rica no se fotografía: se saborea lento, como un granizado de tamarindo en medio de la humedad que pega los recuerdos a la piel. Donde cada ola trae mensajes en inglés y español, cada montaña esconde un río de aguas termales, y cada "mae" pronunciado contiene toda la filosofía de un pueblo que decidió abolir ejércitos para plantar jardines.
Lee la Historia de Costa RicaCapital: San José
Población: 5.2 millones (2025)
Idiomas: Español (oficial), inglés criollo limonense, lenguas indígenas (bribri, cabécar, maleku, etc.)
Superficie: 51,100 km² (con 1,290 km de costa)
Moneda: Colón costarricense (CRC), 1 USD ≈ 530 CRC (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Predomina el catolicismo con creciente presencia evangélica y tradiciones espirituales afrocaribeñas e indígenas
Alfabetismo: 97.8% (uno de los más altos de América Latina)
Educación y sanidad: Costa Rica tiene sistema educativo público gratuito y una robusta red de salud pública (Caja Costarricense de Seguro Social). La esperanza de vida es de 80 años.
Trabajo: Economía basada en turismo, tecnología, agricultura (café, banano, piña) y servicios. Alto costo de vida comparado con la región.
Deporte más popular: Fútbol (la selección nacional es llamada "La Sele")
Seguridad: País relativamente seguro en Centroamérica, pero se recomienda precaución en zonas urbanas por robos menores. No tiene ejército desde 1948.
Ciudadanos latinoamericanos y muchos países occidentales: Pueden ingresar sin visa por 90 días con pasaporte válido (requisitos varían por nacionalidad).
Proceso de entrada:
Requisitos al ingresar:
Enlaces oficiales:
Los precios de hospedaje en Costa Rica son elevados comparados con otros países centroamericanos, especialmente en zonas turísticas como Guanacaste, Manuel Antonio y La Fortuna. La temporada alta (diciembre-abril) tiene precios hasta 40% más altos que la temporada verde (mayo-noviembre).
San José (centro):
Temporada alta: 15-25 USD
Temporada verde: 10-18 USD
Alajuela (cerca aeropuerto):
Temporada alta: 12-20 USD
Temporada verde: 8-15 USD
Puerto Viejo (Limon):
Temporada alta: 18-30 USD
Temporada verde: 12-20 USD
Quepos/Manuel Antonio:
Temporada alta: 25-40 USD
Temporada verde: 15-25 USD
La Fortuna (Arenal):
Temporada alta: 20-35 USD
Temporada verde: 15-25 USD
Monteverde:
Temporada alta: 20-30 USD
Temporada verde: 15-22 USD
Santa Teresa (Nicoya):
Temporada alta: 25-45 USD
Temporada verde: 18-30 USD
Tamarindo (Guanacaste):
Temporada alta: 25-50 USD
Temporada verde: 20-35 USD
ADVERTENCIA SOBRE LA LOGÍSTICA: El sistema de transporte interurbano en Costa Rica está completamente centralizado en San José, lo que obliga a pasar por la capital para casi cualquier conexión entre regiones. Además, no existe una terminal centralizada - hay múltiples terminales dispersas por la ciudad, cada una especializada en diferentes destinos, haciendo las conexiones particularmente engorrosas para los viajeros.
Rutas principales con precios aproximados en dólares (pueden variar):
Nota: Estas terminales están dispersas en diferentes zonas de San José, requiriendo taxis/Uber para conexiones entre ellas.
San José:
Costa Rica tiene un clima tropical con dos estaciones marcadas: seca (diciembre-abril) y lluviosa (mayo-noviembre). La mejor época depende de la región y actividades planeadas.
Mejor época: Diciembre a abril (seco absoluto). Temporada verde (mayo-julio) ofrece paisajes más verdes con lluvias por las tardes.
Diciembre a abril (seco). Julio-agosto tiene veranillo con menos lluvias.
Enero a abril (menos lluvias). Septiembre-octubre son los más lluviosos.
Patrón diferente: menos lluvias en febrero-marzo y septiembre-octubre. Julio-agosto tiene veranillo.
Todo el año es viable. Diciembre-abril es más seco, mayo-noviembre más fresco.
Temporada seca (alta):
Temporada verde (baja):
Costo de vida: Costa Rica es el país más caro de Centroamérica. Presupuesta un mínimo de 40-50 USD/día para mochilero, 80-100+ USD para mayor comodidad.
Parques nacionales: Las entradas son costosas (15-20 USD promedio). Si visitarás varios, considera el pase anual (60 USD).
Moneda: Se usan ambos: colones y dólares. Mejor pagar en colones para mejor tasa de cambio. Cajeros entregan ambas monedas.
Seguridad:
Conectividad:
Salud:
Consejos prácticos:
Descubre la Costa Rica auténtica: desde volcanes humeantes hasta playas de ensueño, pasando por selvas que albergan el 5% de la biodiversidad mundial.
Costa Rica no se olvida porque no se reduce a una experiencia. Se infiltra, persiste. Como el murmullo persistente de una selva que no cesa, como la textura de un país que se vive más con el cuerpo que con los itinerarios. Este territorio, mínimo en extensión y vasto en complejidad, me enseñó que habitar un lugar puede significar escucharlo con la piel, olerlo con los recuerdos, entenderlo a través de las fisuras.
En Corcovado el tiempo se deshizo. Cada paso sobre su suelo barroco fue una lección de humildad frente a una inteligencia biológica que nos supera. Aprendí a interpretar signos que no aparecen en mapas: el chillido súbito de los monos que presienten la llegada del depredador aéreo, el desplazamiento sutil de un felino invisible, el canto de las ranas como métricas ancestrales. Isla Damas fue un umbral líquido: navegamos entre raíces que parecían garabatos de otro mundo, escoltados por cocodrilos inmóviles que parecían habitar otra escala de tiempo. Las noches eran una ópera salvaje, pulsante, primigenia.
El volcán Arenal me enseñó que la tierra está viva. Cuando la neblina se abría para mostrar su cráter humeante, comprendí que la belleza puede ser peligrosa, que la creación y la destrucción son hermanas siamesas, que caminaba sobre una piel geológica que podía romperse en cualquier momento. Esa montaña no es paisaje - es un recordatorio de nuestra fragilidad.
Frente al Arenal comprendí que la geología también siente. No era una montaña: era una advertencia. El vapor que exhalaba desde su cráter me habló de fuerzas tectónicas que no piden permiso. Aquel coloso era más que paisaje: era un recordatorio violento de lo efímero, de la farsa de control que repetimos en las ciudades. Me sentí ínfimo ante su latido mineral.
San José, a su manera, también me descolocó. Es una ciudad que existe en un péndulo extraño entre la globalización y la memoria. Jóvenes haciendo skate frente a iglesias centenarias, ancianos que aún creen en la palabra hablada compartiendo bancas con ejecutivos de paso. Murales que gritan historias de explotación, plazas donde se mezcla el perfume caro con el sudor del trabajo informal. Es una capital que no busca ser comprendida, sino leída como se lee un poema urbano que siempre está reescribiéndose.
El Caribe costarricense fue una epifanía sonora. Puerto Viejo es más un ritmo que un lugar: donde el creole, el español y los restos del inglés colonial se entrelazan como corrientes marinas. Vi pan bon rodando en bicicletas oxidadas, vi historias de trenes extintos contadas con ojos brillantes, vi una infancia feliz pese a todo, bailando descalza sobre barro rojo. Allí cada ola tiene memoria y cada sombra cuenta.
Pero no todo es pureza ni resistencia poética. Hay una herida abierta, una que sangra sin hacer ruido: la que ha dejado el turismo depredador disfrazado de admiración. Los estadounidenses, en particular, se han comportado como colonos de época tardía: compran terrenos a precios absurdos, inflan la economía local con dólares que no respetan el equilibrio. Pagan fortunas por una casa frente al mar, por una ensalada orgánica, por un retiro espiritual, sin detenerse un segundo a pensar en la vida del pescador que ya no puede pagar la renta, o de la mesera que debe mudarse a una hora de distancia porque su barrio ha sido gentrificado por "nómadas digitales".
La voracidad con la que arriban —con yoga, con Bitcoin, con sus proyectos de "ecoturismo" llenos de concreto— no es admiración, es apropiación. Su discurso de sostenibilidad no resiste el más mínimo análisis: construyen sobre manglares, contratan solo a otros extranjeros, replican sus burbujas elitistas mientras se llenan la boca con frases sobre "comunidad" y "vida simple". Son nuevos conquistadores, con iPads en lugar de espadas. Y lo peor: lo hacen creyendo que están ayudando.
Lo que me llevo de Costa Rica es tanto su magia natural como sus contradicciones humanas. Me transformó, sí, pero también me interpeló. Y me dolió ver cómo lo que se vende como paraíso muchas veces es, para los suyos, un precio que no deberían tener que pagar.
El avión descendió sobre un valle tapizado de luces anaranjadas que se perdían entre cerros oscuros. Era medianoche cuando pisé el suelo costarricense, con ese pasaje abierto desde la pandemia que finalmente cobraba sentido. Siete meses recorriendo Argentina me habían enseñado a estirar presupuestos y a reconocer cuando un lugar merece quedarse o ser apenas una escala. San José, lo intuía desde el vuelo, caería en la segunda categoría.
El aire cálido y húmedo me recibió en el aeropuerto Juan Santamaría, donde los turistas con shorts y sandalias se mezclaban con ejecutivos de camisa arrugada. Afuera, la ciudad dormitaba bajo neones de gasolineras y negocios de comida rápida. El taxi atravesó avenidas desiertas flanqueadas por edificios bajos, algunos con fachadas coloniales descascaradas, otros con vidrios polarizados que reflejaban mi cara cansada. "Aquí es seguro, pero no hay mucho que ver", me advirtió el conductor mientras esquivaba un bache que parecía tener décadas de antigüedad.
Me alojé en un hostel del Barrio Amón, una zona que en cualquier otra ciudad latinoamericana sería peligrosa de noche, pero aquí solo olía a marihuana y pintura fresca. La habitación compartida tenía las paredes llenas de stickers de cervezas artesanales y banderas de países lejanos. Un francés roncaba en la litera de arriba mientras yo desempacaba lo mínimo: ropa seca, un cuaderno y la certeza de que estaría aquí poco tiempo.
Amaneció con ese cielo plomizo tan característico del Valle Central. Desde la terraza del hostel se veían tejados de zinc, antenas parabólicas y, en la distancia, las montañas que rodean la capital como un abrazo sofocante. El primer café de la mañana lo tomé en una soda cercana, donde una señora con delantal me sirvió gallo pinto con huevos y natilla mientras la radio transmitía un noticiero sobre el precio del café en la bolsa de valores.
El free walking tour comenzó frente al Teatro Nacional, un edificio que parece sacado de un París en miniatura. Nuestro guía, un joven historiador con gafas de sol aunque estaba nublado, nos explicó cómo los barones del café financiaron su construcción para impresionar a una soprano europea. Las escalinatas de mármol estaban llenas de turistas tomando selfies y vendedores ambulantes ofreciendo tours a volcanes. Fue ahí, entre la multitud, donde conocí a Cristian y Patrice.
Él, argentino como yo, llevaba seis meses trabajando remoto desde diferentes hostels de Centroamérica. Ella, Patrice, una regiomontana de sonrisa fácil que trabajaba en marketing digital y estaba aprovechando sus vacaciones para recorrer la región, vivía en San Cristóbal de las Casas. Cuando mencioné mi fascinación por esa ciudad mágica que había conocido en mi primer viaje a México - sus calles adoquinadas, el olor a copal en el mercado, las discusiones políticas en el café Revolución - sus ojos brillaron. "Ahí está mi depa", dijo mientras ajustaba su mochila militar. "Si vuelves, tienes dónde caerte muerto. San Cris es de esos lugares que se te pegan en el alma". No lo sabía entonces, pero esa oferta casual terminaría siendo mi salvación meses después, cuando el frío chiapaneco me encontró sin plan y con ganas de quedarme más de lo previsto.
Los siguientes días fueron una sucesión de mercados bulliciosos, cafés cargados de estudiantes universitarios y largas caminatas sin destino fijo. El Mercado Central era un laberinto de pasillos donde olores a carnes ahumadas, hierbas medicinales y frutas maduras se mezclaban con el eco de los vendedores pregonando sus productos. En un rincón, un anciano preparaba batidos con frutas que nunca había visto, sus manos callosas exprimiendo maracuyás y guanábanas con precisión milimétrica.
Por las tardes, el Parque La Sabana se llenaba de oficinistas comiendo casados en bancas oxidadas y niños persiguiendo pelotas en canchas de cemento. Me sentaba bajo un árbol de mango a observar cómo la ciudad se movía sin prisa pero sin pausa, como si todos supieran que el verdadero paraíso estaba a horas de distancia, en playas y volcanes, y que San José era solo el lugar donde se venían a gastar el salario.
Una noche, mientras compartía una botella de guaro con un grupo de viajeros en el hostel, un alemán resumió lo que todos pensábamos: "Es la capital más aburrida de Centroamérica, pero también la más fácil para planear lo que sigue". Tenía razón. Entre trago y trago, revisábamos mapas y blogs de viajes, calculando tiempos y costos. Yo ya había decidido: mi próximo movimiento sería hacia la Península de Osa, donde la selva se encuentra con el mar.
El último día lo pasé en el Museo del Jade, un edificio moderno lleno de vitrinas iluminadas que exhibían piedras verdes talladas hace siglos. Mientras observaba una figura de jaguar, pensé en cómo San José era como esas piezas arqueológicas: valiosa en su contexto, pero que necesita explicación para ser apreciada.
En la terminal de buses de Tracopa, mientras esperaba el transporte que me llevaría a Puerto Jiménez, un vendedor me ofreció un "chorreador" de café como souvenir. "Para que no olvide nuestro grano", me dijo con orgullo. Le compré uno, aunque sabía que lo que realmente me llevaba de esta ciudad no cabía en una bolsa: eran las conversaciones con Patrice sobre el zapatismo, las historias del librero nicaragüense, el sabor ácido del pejibaye y la certeza de que a veces los lugares de paso son los que marcan el rumbo.
El bus arrancó alejándose de la capital, dejando atrás su cielo nublado y sus calles ordenadas. A través de la ventana, vi cómo los edificios grises daban paso a plantaciones de café y luego a la espesura verde de la costa. San José ya era un recuerdo, pero su verdadero regalo - esa mezcla de realidad urbana y posibilidades por descubrir - seguía conmigo, guardado junto al mapa arrugado y las coordenadas de mi próximo destino.
Teatro Nacional: joya neoclásica financiada con granos de café
Mercado Central: caos organizado de olores y sabores
Llegué antes que nadie, como un explorador adelantado de esa tribu multicultural que habíamos formado en La Fortuna. El hostel —una casa amplia con aroma a madera salitrosa y sueños de surf— estaba atendido por una argentina. Dos paisanos en medio de la jungla costarricense: hablamos de inflación, de la distancia que duele, del mate que cura nostalgia. Ella, con esa picardía porteña que atraviesa fronteras, me dio un descuento que los demás celebraron como victoria diplomática. Todos menos Darin y Nek, los estadounidenses, para quienes el dinero era un concepto abstracto, como el socialismo o las porciones pequeñas de comida.
Tuve dos horas de reino personal: la casa entera, el mar vacío, una tabla de surf que me desafió como un toro mecánico. Cuando el grupo llegó —primero los gringos con sus sonrisas de dentista caro, luego Bijan y Melina hablando spanglish, Luke con su laptop bajo el brazo como un recién nacido tecnológico, Ani ya morena como si hubiera nacido en la playa—, la pluralidad cultural colectiva comenzó. Santa Teresa era nuestro tablero de juego: días de surf en Playa Hermosa (donde yo seguía siendo un espectáculo de pataleos), tardes en Malpaís buscando rocas volcánicas que parecían esculturas alienígenas, noches en Casa Maravilla tomando Imperiales baratas mientras el Pacífico nos regalaba atardeceres que parecían pintados con acuarelas de sangre y oro.
Los argentinos habíamos colonizado el lugar. No había playa sin termo, sin yerba flotando en el mar, sin alguien gritando "che, pasame el mate" entre olas. Era nuestro pequeño Buenos Aires con arena: hasta los ticos nos miraban con una mezcla de curiosidad y resignación, como si fuéramos una especie invasora pero simpática. Bijan, el alemán colombianizado, se unió al ritual: "Esto es mejor que el café", confesó después de su primer sorbo, mientras los gringos insistían en sus cervezas artesanales de 12 dólares.
El turismo aquí era un animal distinto al de Tamarindo. Santa Teresa cargaba con su fama de hotspot para digital nomads, pero conservaba rincones donde la vida seguía siendo lenta y barata. Las calles de tierra roja —que se convertían en ríos de lodo con cada lluvia— estaban flanqueadas por sodas donde el gallo pinto costaba menos que un smoothie de quinoa. Por las noches, el pueblo latía al ritmo de los bares playeros: guitarras acústicas, reggae de fondo, grupos de italianos fumando hierba mala y argentinos discutiendo fútbol como si estuvieran en el Monumental.
Hoy, desde las montañas de Vietnam —donde el turismo es un susurro y no un grito—, recuerdo Santa Teresa con cariño irónico. Fue el lugar donde practiqué inglés a los golpes, donde aprendí que los gringos pueden ser buenos compañeros de viaje (si tenían la capacidad de ponerse en el lugar del otro), donde el mar me enseñó humildad surfística. Costa Rica no me regaló una inmersión cultural profunda —el verdadero tico se esconde tras las cataratas de los parques nacionales—, pero me dio esa pandilla de locos que convirtieron una casa alquilada en un hogar temporario. Y aunque ahora busque autenticidad, guardo esos atardeceres teñidos de mate como un recordatorio: a veces, la adrenalina no está en lo exótico, sino en compartir un pedazo de mundo con quienes entienden que viajar es, al final, un acto de fe en los desconocidos que el camino pone en tu camino.
La odisea comenzó en San José, como todo en este país que, pese a su tamaño diminuto, tiene una logística de transporte diseñada por alguien que jamás salió de su oficina. Terminales dispersas, horarios fantasmas, buses que aparecen cuando el universo lo decide. Salí a las 8 AM en vez de a las 6, y lo que debía ser un viaje de seis horas se convirtió en una epopeya de diez. Cuando por fin llegué a Sierpe, el "ferry" —un bote a motor con ínfulas de trasatlántico— ya estaba a punto de zarpar. A bordo, solo una pareja: él inglés, huesudos y cubierto de protector solar; ella estadounidense, con una sonrisa que delataba su primer viaje a los trópicos.
La noche nos pilló en medio del río, con la marea alta azotando el casco. El desembarco fue una escena de comedia absurda: saltamos al agua con las mochilas en alto como ofrendas a los dioses de la selva, mientras las olas nos empapaban hasta los calzoncillos. El hostel era un claro en la jungla: cabañas de madera, hamacas colgando entre árboles y, para mí, una carpa sobre una plataforma. No era más que un colchón, un mosquitero y el cielo abierto, pero era perfecto. Esa primera noche, acostado boca arriba, vi la luna filtrarse entre las hojas de los almendros mientras los sonidos de la selva se apoderaban del aire: chasquidos de insectos, aullidos de monos, el crujido de algo grande moviéndose en la oscuridad. Luego, la lluvia. No una lluvia cualquiera, sino un diluvio bíblico que tamborileaba sobre la lona como si quisiera recordarme que aquí, la naturaleza dicta las reglas.
Al amanecer, descubrí que Bahía Drake no era un lugar, sino un estado mental. Caminé hasta el pueblo —una hilera de casas color pastel junto al mar— y en el camino me topé con una banda de monos cariblancos que me observaron con desdén. Las playas eran extensiones de arena virgen donde las huellas humanas desaparecían con la marea. Compré provisiones en una pulpería atendida por un viejo que hablaba pausado, como si el calor hubiera ralentizado hasta sus palabras. Cocinar en la cocina común del hostel, rodeado de viajeros que intercambiaban historias, fue un ritual tan sencillo como mágico. Había planeado quedarme dos noches. Me quedé seis.
Este país no es solo un destino ecológico por marketing. Es el resultado de una decisión radical: en los años 70, mientras sus vecinos talaban selvas para plantar café o criar ganado, Costa Rica abolió el ejército y destinó esos fondos a proteger su territorio. Hoy, el 25% del país es área protegida. Corcovado, su joya más preciada, es el Amazonas concentrado en 424 km²: jaguares, tapires, guacamayos escarlata y árboles tan altos que duelen el cuello de mirarlos. El parque se divide en estaciones —San Pedrillo, Sirena, Los Patos— cada una con su ecosistema. Solo se accede con guías, no por burocracia, sino porque aquí, la selva no perdona.
Los 80 dólares que pagué por el tour a San Pedrillo pesaban en mi bolsillo como una condena —en Vietnam, esa suma me hubiera mantenido una semana entera—, pero al cruzar el umbral del parque, cada billete se transformó en un pase a otro planeta. El guía, un hombre de piel curtida por el sol y manos que parecían mapas de tanto señalar especies ocultas, nos recibió con una advertencia: "Aquí no somos nosotros los que observamos la selva. Es ella la que nos observa a nosotros".
El sendero serpenteaba entre raíces que se retorcían como serpientes petrificadas, formando escaleras naturales hacia un mundo donde el tiempo seguía su propio ritmo. El aire olía a tierra húmeda y a hojas en descomposición, un aroma denso que se pegaba a la piel. "Silencio", murmuró el guía, alzando una mano. Todos nos convertimos en estatuas. Entre el follaje, un perezoso de tres dedos se movía con lentitud deliberada, como si cada estirón de sus garras fuera una meditación. Más arriba, una rana roja y azul —del tamaño de una moneda— brillaba bajo un rayo de sol. "Veneno suficiente para matar a diez hombres", susurró el guía, y por primera vez en mi vida, entendí el verdadero significado de la palabra "biodiversidad": no solo variedad, sino intensidad pura.
La familia catalana caminaba unos pasos adelante. Los padres, con sus camisas empapadas de sudor, arrastraban los pies mientras los niños —ojos desorbitados— señalaban cada sombra que se movía. "¡Mira, un tucán!", gritó el menor, y el pájaro, con su pico amarillo como un mango maduro, posó como si supiera que era el protagonista del momento. En ese instante, todos perdimos treinta años: éramos niños otra vez, descubriendo el mundo por primera vez.
Luego, como en una de esas coincidencias que solo ocurren en los viajes, apareció Fabiana. La había conocido días atrás en un hostel de San José, compartiendo un café y quejas sobre los precios de Costa Rica. Ahora estaba allí, bajo una ceiba cuyas raíces formaban una catedral natural, riendo como si el universo hubiera planeado nuestro reencuentro. "El mundo es un pañuelo", dijo, ajustándose el sombrero de ala ancha que la hacía parecer una exploradora de otra época.
Corcovado no era solo un parque. Era una ceremonia de iniciación, un recordatorio de que el planeta sigue siendo vasto y salvaje, por más que lo hayamos mapeado hasta el último centímetro. Cuando finalmente regresamos al sendero principal, mis botas estaban embarradas, mi camisa empapada, y mi cabeza llena de imágenes que no necesitaban fotos para quedarse grabadas. Los 80 dólares ya no importaban. Había comprado algo que no tenía precio: la certeza de que, en algún rincón del mundo, la naturaleza todavía escribe las reglas. Y nosotros, los visitantes, solo somos invitados de paso.
Dejé Bahía Drake con la piel marcada por picaduras de mosquitos y el alma llena de sonidos. Los precios son una burrada, sí, pero ¿cómo ponerle valor a despertar con el aullido de un mono congo o a ver el mar romper contra una costa donde no hay huellas humanas?
El bus a Jacó ya esperaba, pero yo seguía atrapado en la selva. No importa. Costa Rica, con sus contradicciones y su belleza salvaje, ya había hecho lo que quería: recordarme que el mundo es vasto, frágil y, sobre todo, worth every damn dollar.
El sol apenas comenzaba a dorar las copas de los árboles cuando crucé la entrada del parque nacional Manuel Antonio, ese lugar que aparece en todas las postales de Costa Rica pero que pocos logran experimentar en su verdadera esencia. Llegaba con la mochila cargada de expectativas y el cuerpo aún adolorido por el trayecto desde Jacó, ese pueblo costero donde el turismo había convertido cada grano de arena en una mercancía sobrevalorada. A diferencia del caótico sistema de transporte que me había acompañado durante semanas, esta vez el viaje fue sorprendentemente fluido, como si el universo supiera que necesitaba un respiro antes de enfrentarme a lo que sería una de las experiencias más contradictorias de mi viaje por Centroamérica.
La primera hora dentro del parque fue un regalo que solo los madrugadores reciben. Caminé por senderos donde la humedad se pegaba a la piel como un segundo cuerpo, mientras la selva despertaba a mi alrededor. Los monos capuchinos, esos pequeños genios de pelo blanco y mirada curiosa, ya estaban en plena actividad, rompiendo nueces con piedras que sostenían con una destreza que avergonzaría a cualquier humano. Más adelante, una hembra de perezoso cruzó el sendero con su crío aferrado al vientre, moviéndose con esa lentitud deliberada que parece desafiar las leyes del tiempo. Por un momento, todo fue perfecto: el canto de los tucanes resonando como campanas de iglesia selvática, el olor a tierra mojada y vegetación fresca, la sensación de ser un intruso privilegiado en un mundo que funcionaba perfectamente sin mi presencia.
Pero como todo paraíso artificial, la magia tenía hora de caducidad. A las 8:30 AM exactamente, escuché los primeros gritos de los grupos organizados antes de verlos. "¡Mira, monkey! ¡Take picture!", coreaba una guía mientras señalaba con desesperación hacia las copas de los árboles. Los turistas, con sus cámaras réflex colgando del cuello y botellas de agua mineral en mano, avanzaban como un ejército bien alimentado, pisando fuerte y hablando en voz alta como si la selva fuera un museo que debía adaptarse a sus necesidades. En cuestión de minutos, los animales desaparecieron. Los monos se retiraron a lo más profundo del follaje, los perezosos se convirtieron en bultos indistinguibles entre las ramas, y los pájaros guardaron silencio. Era como presenciar el cambio de turno en un zoológico: los verdaderos dueños de casa se retiraban para dar paso al espectáculo diurno, ese que los visitantes esperaban encontrar según los folletos turísticos.
Decidí alejarme de las rutas principales, adentrándome en los senderos menos transitados que llevaban a playas escondidas y miradores secretos. En Playa Gemelas, una cala de arena blanca accesible solo tras una caminata de cuarenta minutos por terreno escarpado, encontré por fin el silencio que buscaba. El mar estaba tan tranquilo que parecía un espejo gigante, reflejando las nubes con una precisión perturbadora. Nadé entre peces de colores que brillaban bajo el sol como joyas vivientes, mientras en la orilla, un par de mapaches revisaban mi mochila con la profesionalidad de ladrones de poca monta. Era difícil creer que a menos de dos kilómetros, cientos de personas se apretujaban en la playa principal, pagando precios exorbitantes por sombrillas y cócteles con nombres tropicales.
Al caer la tarde, cuando el parque cerraba sus puertas, regresé al hostel con la piel quemada por el sol y el alma llena de imágenes contradictorias. El albergue, que en cualquier otro lugar del mundo habría costado cinco dólares la noche, aquí se vendía como lujo ecológico por veinticinco. La cocina común olía a frustración: mochileros italianos preparaban pasta con atún enlatado mientras maldecían los precios de los restaurantes locales, donde un plato de arroz con frijoles podía costar lo mismo que un menú completo en cualquier soda de San José. Compré una cerveza Imperial - esa bebida insípida que los ticos defienden como si fuera néctar divino - y pagué por ella seis dólares, el equivalente a tres comidas completas en Nicaragua.
Sentado en la terraza, observando cómo el sol teñía el cielo de tonos violentos y rosados, entendí finalmente la paradoja de Manuel Antonio. Este lugar era a la vez santuario natural y parque temático, refugio de vida silvestre y trampa para turistas. La belleza era auténtica, pero el acceso a ella estaba cuidadosamente empaquetado y monetizado. Al día siguiente, mientras esperaba el bus que me llevaría a mi próximo destino, vi a un grupo de monos carablanca saquear los botes de basura cerca de la terminal. Uno de ellos, más audaz que los demás, robó una bolsa de papas fritas y escapó corriendo por los cables eléctricos. Sonreí ante el espectáculo: al menos ellos seguían siendo dueños de su destino, indiferentes a los dólares que los humanos dejábamos atrás.
Manuel Antonio me enseñó que en el mundo del turismo masivo, la autenticidad no desaparece, simplemente se esconde. Hay que madrugar, caminar más lejos, pagar menos atención a los mapas y más a los sonidos de la selva. Y sobre todo, recordar que ningún paraíso natural sobrevive intacto al contacto con la civilización, pero eso no significa que haya dejado de ser un paraíso. Solo uno que requiere más esfuerzo para ser apreciado en su totalidad.
Ahora, mientras el bus avanza por la carretera costera hacia el norte, guardo en la memoria esos momentos de soledad en Playa Gemelas, cuando el océano y la selva parecían existir solo para mí. El resto - los precios abusivos, las multitudes, el constante ruido de fondo - era solo el precio de admisión a un espectáculo que, pese a todo, seguía valiendo la pena.
Llegué a Jacó con la resaca emocional de haber vivido lo mejor de Costa Rica primero. El contraste fue brutal: donde antes había selva virgen, ahora había edificios de condominios; donde antes solo se escuchaban monos, ahora resonaban las bocinas de las camionetas 4x4. Jacó es ese lugar que aparece en los folletos turísticos con fotos de surf y fiestas, pero que en persona se siente como un centro comercial al aire libre con arena.
La gastronomía local brillaba por su ausencia. En su lugar, hamburguesas gigantes con nombres en inglés, bowls de acai a precios de Manhattan y cafés "artesanales" que costaban el doble que en San José. Busqué un "soda" —esos pequeños restaurantes ticos donde se come barato y bien— y solo encontré franquicias gringas con carteles de "Taco Tuesday" y "Happy Hour". Hasta el gallo pinto sabía como si lo hubieran hecho para paladares extranjeros, sin chile, sin alma.
El hostel era una broma cara. Por el precio de una noche en Bahía Drake, aquí me tocó una litera en una habitación sin ventanas, con un ventilador que sonaba como un helicóptero en despegue. Los baños parecían diseñados para personas que nunca han viajado: duchas con agua tibia intermitente y carteles de "Save Water" mientras los turistas dejaban los grifos abiertos cepillándose los dientes.
Lo único que salvaba a Jacó eran sus atardeceres. El sol se hundía en el Pacífico como una bola de fuego, pintando el cielo de morados y naranjas que ni el más caro de los filtros de Instagram podría replicar. La playa, vacía a esa hora, era el único momento en que el pueblo recuperaba un poco de magia.
Dicen que Jacó es buen lugar para aprender a surfear. Y quizá lo sea, si naciste en California o Londres y no te importa pagar 80 dólares por una clase de dos horas. Para el resto de los mortales, las olas son lo de menos cuando tienes que esquivar tablas de fibra de carbono manejadas por adolescentes con patrocinios y egos más grandes que las olas.
Conclusión: Jacó fue el recordatorio necesario de que Costa Rica tiene dos caras. Una, la de Corcovado y Bahía Drake, donde la naturaleza manda. Otra, esta, donde el turismo masivo ha hecho de lo auténtico un souvenir sobrevalorado. Mi consejo: ve por los atardeceres, escápate rápido, y guarda tu dinero para lo que realmente vale la pena.
Llegué a Tamagringo —el nombre real es un eufemismo— con la inocencia de quien aún cree encontrar vestigios de autenticidad en los destinos turísticos. Error craso. Lo primero que golpeó mis pupilas fue un Starbucks junto a una tienda de tablas de surf con precios en dólares que harían palidecer a un banquero suizo. El hostel, una construcción de cemento disfrazada de "eco-lodge", me arrancó $40 por una litera en un sauna compartido con mochileros que hablaban de NFTs mientras se untaban bloqueador solar orgánico. Por ese precio en Nicaragua habría alquilado una cabaña frente al mar con hamaca incluida y un chucho adoptado. Pero aquí, en este rincón de Guanacaste donde el pura vida se traduce como pure capitalism, era el standard gringo.
La noche inaugural fue un collage surrealista: Teresa (Canadá), Shrenik (India) y las boricuas Clarisa y Shana bebían cervezas Imperial —esa agua amarilla que los ticos insisten en llamar cerveza— mientras intercambiaban tips para trabajar remoto. Salí a caminar solo, buscando el Caribe de los relatos, y encontré un spring break perpetuo: hombres musculosos con camisas hawaianas desabotonadas hasta el ombligo gritando "bro!", mujeres rubias con bikinis menores que mi presupuesto diario bailando reggaetón mal pronunciado. Regresé al hostel en 20 minutos, el tiempo récord que tardé en diagnosticar el síndrome de Tamarindo: un parque temático donde el exoticismo se vende por metros cuadrados y la cultura local es el empleado que limpia los vasos después del happy hour.
Al día siguiente, el cuarteto multicultural —auto incluido— emprendió el safari por las playas cercanas. Playa Conchal, una extensión de arena blanca molida por millones de conchas, estaba tomada por resorts todo-incluido donde familias estadounidenses se atiborraban de buffet mientras sus hijos enterraban iPads en la arena. En Playa Langosta, los carteles de "Private Beach" se multiplicaban como hongos después de la lluvia. Comimos en un restaurante donde un ceviche costaba lo mismo que un almuerzo de una semana en Oaxaca, servido por un mesero que hablaba inglés con acento de Minnesota. "Aquí todos son de algún lugar menos de Costa Rica", murmuró Shrenik mientras pagábamos la cuenta con billetes que parecían jugar al Monopoly.
El colmo fue la logística para escapar. Para llegar a La Fortuna —a solo 150 km en línea recta— debía regresar a San José (6 horas) y luego tomar otro bus (4 horas). Los shuttles directos, operados por empresas con nombres tipo "Pura Vida Express", cobraban $120 por un asiento en una van sin aire acondicionado. Mientras calculaba cuántos riñones necesitaría vender, recordé las palabras de un guía en Corcovado: "El turismo sostenible es un negocio redondo: ellos ganan en dólares, nosotros perdemos en dignidad".
Tamarindo es un síntoma. La prueba viviente de cómo el capitalismo disfrazado de boho-chic puede convertir un pueblo pesquero en un centro comercial con olas. Los estadounidenses —los nuevos conquistadores con sandalias Teva— han creado aquí su paraíso artificial: compran terrenos a precios absurdos, inflan la economía hasta reventarla, y luego se quejan de que "todo es tan caro". Sus hijos aprenden surf con instructores australianos, comen tacos hechos por chefs neoyorquinos, y duermen en resorts que emplean a nicaragüenses indocumentados. El tico original vive a una hora de distancia, atendiendo una soda donde vende gallo pinto a los pocos turistas que aún buscan algo auténtico.
Lo único rescatable: el atardecer. Ese momento mágico cuando el sol cae sobre el Pacífico y, por unos minutos, el oro de los cócteles se funde con el oro del cielo. Luego se encienden las luces de los bares, vuelven los gritos de "shots! shots!", y Tamarindo regresa a lo que siempre fue: un Disneylandia tropical donde el pura vida tiene precio de Wall Street y el alma caribeña se vende al mejor postor.
Llegué a Sámara solo, con una mochila cargada de expectativas y el cuerpo aún adolorido por los tropiezos en La Fortuna. Este pueblito de la Península de Nicoya era todo lo que Tamarindo había dejado de ser: calles de tierra sin rastro de Starbucks, casas color pastel con hamacas en los patios, y una playa de arena blanca que se extendía como un manto bajo el sol. Sámara nació como un refugio de pescadores y hoy lucha por no convertirse en otro apéndice del turismo masivo. Su playa principal, una bahía protegida por un arrecife de coral, es perfecta para aprender a surfear sin morir en el intento. Me inscribí en una clase con un instructor local que hablaba más con las manos que con palabras. Fue un desastre: me tragué medio océano, perdí el equilibrio más veces de las que puedo contar, y terminé el día con moretones que ni siquiera sabía que podía tener. Pero ahí, entre caídas y risas, entendí por qué el surf es una religión en estas costas.
El pueblo respira historia en cada esquina. Fundado en los años 50 por familias que huían de la sequía del interior, Sámara creció alrededor de la iglesia de San Antonio, un edificio blanco que parece sacado de un cuento. Hoy, sus calles son un mosaico de sodas familiares, talleres de artesanías y pequeños hostels que aún resisten al embate de los resorts. La playa Buena Vista, al norte, es un secreto bien guardado: aguas turquesas y palmeras que se inclinan como si quisieran tocar el mar. Pero el turismo ya empieza a dejar su huella: carteles en inglés, precios que suben en temporada alta, y algunos extranjeros que compran terrenos para construir sus "villas eco-friendly". Aún así, Sámara conserva un encanto que otros lugares perdieron. Por las noches, el pueblo se ilumina con faroles y el sonido de los bares es ahogado por las olas. No hay fiestas masivas, solo grupos de viajeros tomando cervezas en la playa mientras las estrellas se multiplican sobre sus cabezas.
Epílogo: Me fui de Sámara con la piel salada y una promesa: volvería a surfear, esta vez en Santa Teresa. El pueblo se quedó atrás, pero su esencia —esa mezcla de tranquilidad y resistencia— se quedó conmigo. Aquí, entre pescadores y surfistas, descubrí que el verdadero lujo no es un resort de cinco estrellas, sino una hamaca bajo la sombra de una palmera, el sonido de las olas como banda sonora, y la certeza de que, por ahora, el "pura vida" todavía es real.
Decidí que mi despedida de Costa Rica sería en las alturas, aunque el precio del boleto (18 euros, una burla para un parque nacional) me hizo dudar. Tomé el bus público desde Alajuela, ese mismo que los turistas evitan porque "no tiene aire acondicionado", y que en realidad es una cápsula del tiempo donde viajas entre abuelas con canastos de fruta y estudiantes universitarios. El Poás no regala sus secretos fácilmente: llegué a un mirador cubierto por nubes espesas como algodón mojado, donde solo se adivinaba el cráter por el olor a azufre que quemaba las fosas nasales. Tres horas esperando, tomando café terrible de la máquina expendedora, compartiendo miradas cómplices con otros testarudos que se negaban a irse sin ver el espectáculo.
Y entonces, como en esos finales de película donde el héroe recibe su premio, las nubes se abrieron. El cráter principal apareció de golpe: un abismo de 300 metros de profundidad donde el agua turquesa de la laguna caliente contrastaba con las paredes grises de roca volcánica. El vapor subía en espirales hipnóticas, dibujando un espectáculo geológico que valió cada céntimo y cada minuto de espera. A mi lado, un geólogo aficionado alemán susurró datos técnicos que nadie pidió, mientras los selfies estallaban como flashes de paparazzis ante una celebridad.
Fue una despedida perfecta. Mientras bajaba hacia San José para tomar mi vuelo a Cancún —y de ahí a la selva zapatista—, el Poás me dejó una lección final: en un país donde tantas experiencias están empaquetadas en tours sobrevalorados, las recompensas más auténticas llegan cuando te resistes a lo previsible. El volcán, como los caracoles que visitaría después, exigía paciencia y fe en lo invisible. Y al final, como siempre, la espera valió la pena.
Costa Rica es una paradoja envuelta en selva y vendida al mejor postor. Sus volcanes, playas y bosques nubosos justifican su fama de edén ecológico, pero tras la postal verde late un vacío cultural alarmante. El "pura vida" se ha convertido en moneda de cambio para turistas, mientras la identidad tica se diluye entre resorts y cafés overpriced. Los estadounidenses —con sus dólares inflados y su obsesión por replicar Minnesota bajo palmeras— han convertido el país en un parque temático donde la cultura local es el empleado malpagado que limpia los excesos del spring break eterno.
Aquí la naturaleza es una diosa, pero la humanidad que la habita se reduce a sirvientes de un capitalismo disfrazado de sostenibilidad. Un paraíso, sí, pero solo para quienes no busquen más profundidad que la de una selfie frente al Arenal.
El autobús me dejó en medio de una calle polvorienta, frente a un cartel de madera que anunciaba "Lazy Sloth: camas baratas y buenos consejos". Así conocí a Carlos y Bri, los dueños de ese hostel que sería mi refugio durante los días más genuinos en Costa Rica. No había lujos, solo camas desvencijadas, paredes llenas de mensajes de viajeros y una cocina comunitaria donde alguien había dejado un saco de arroz con un letrero escrito a mano: "Toma lo que necesites, deja lo que puedas". Era el tipo de lugar donde el tiempo se medía en amaneceres y conversaciones, no en itinerarios de tours caros.
La Fortuna olía a humedad y hojas de plátano. El pueblo se aferraba a su esencia entre el avance silencioso del turismo. Las calles, bordeadas de pequeños negocios familiares, conservaban ese ritmo pausado que ya no existe en Tamarindo o Manuel Antonio. Aquí los precios eran humanos: un casado en la soda de doña Marta costaba cuatro dólares y venía servido con una sonrisa que no fingía amabilidad por propina. El supermercado de la esquina tenía filas cortas y productos locales, no esas estanterías repletas de importados para turistas que vi en otras partes del país.
El Volcán Arenal dominaba el paisaje como un guardián imponente. Su cono perfecto se recortaba contra el cielo, a veces despejado, a veces cubierto por nubes que parecían algodones empapados. Por las noches, cuando la bruma lo permitía, se podía ver el resplandor tenue de su actividad, un recordatorio de que esta tierra sigue viva, respirando. Subir al Cerro Chato fue una de esas experiencias que marcan. El grupo que formamos en el hostel —una mezcla improbable de nacionalidades— emprendió el ascenso bajo un sol inclemente. La laguna en el cráter, verde y espesa como sopa de algas, nos recibió con un silencio que solo rompían los gritos de los monos aulladores. El descenso fue épico, con un aguacero que nos convirtió en figuras fantasmales, empapados y riendo como niños.
Bri, la dueña del hostel, tenía un don para señalar lugares que no aparecían en las guías. Nos llevó a una cascada escondida, lejos de los grupos organizados. El agua caía con fuerza sobre las rocas, formando pozas cristalinas donde nadamos hasta que la piel se nos arrugó. Joa, la voluntaria argentina, organizó la excursión con esa energía contagiosa que tienen los viajeros de alma. Fue allí, entre saltos desde las piedras y risas ahogadas, donde el grupo se consolidó. Darin y Nek, los estadounidenses, demostraron que no todos los gringos son insufribles; Melina y Bijan, los alemanes, se turnaban para traducir chistes malos; Luke, el inglés, dejó su portátil por un día y se convirtió en el primero en lanzarse al agua; Ani, la polaca, escalaba como si hubiera nacido en la selva.
Las noches en La Fortuna tenían un ritmo distinto. Después de días explorando, el hostel se convertía en un punto de reunión. Cocinar juntos en esa cocina estrecha, compartir botellas de ron barato, intercambiar historias, en fin, todo lo que no se compra con dinero. Una de esas noches terminamos en un bar local, donde la música sonaba a todo volumen y los cócteles costaban menos que una botella de agua en Tamarindo. Bailamos hasta que los pies nos dolieron, borrachos de alegría más que de alcohol.
El plan original era separarnos al día siguiente, pero hubo un cambio de último momento. Santa Teresa ganó por mayoría abrumadora frente a mi propuesta de Montezuma. Seis votos contra uno. Acepté la derrota , porque al final, lo que importaba no era el destino, sino la gente. Darin y Nek partieron hacia Tamarindo, Luke se quedó un día más para trabajar, Melina y Bijan se dirigieron a Manuel Antonio, Ani tomó un bus a San José. Yo, que ya había recorrido esos lugares, me fui a Sámara, un pueblito surfero que Joa me recomendó con entusiasmo.
La Fortuna fue un respiro en un país cada vez más ahogado por el turismo masivo. Aquí el pura vida no era un eslogan para vender camisetas, sino una forma de vida. Carlos y Bri, con su hostel sencillo y su generosidad sin condiciones, demostraron que todavía hay espacios donde lo auténtico resiste. El Arenal, con su presencia constante, recordaba que la naturaleza manda. Y ese grupo de locos, unido por casualidad, me enseñó que los mejores viajes no se miden en kilómetros, sino en momentos compartidos.
Si hay un lugar al que volvería en Costa Rica, es este. No por los volcanes o las cascadas, sino por la sensación de haber encontrado, aunque sea por unos días, el corazón verdadero de un país que a veces parece perdido entre selfies y tarjetas de crédito.
Llegamos a Puerto Viejo con el cansancio acumulado de semanas de viaje, pero con la adrenalina de conocer por fin el Caribe tico. La habitación privada con tres camas individuales era un lujo modesto pero necesario después de tantos dormitorios compartidos. Ni bien dejamos las mochilas, salimos como alma que lleva el diablo al supermercado más cercano. Nadia, nuestra italiana favorita, se puso al mando de la cocina como un general en campaña. Su focaccia, dorada y esponjosa, con ese toque de romero que conseguimos en el mercado local, fue nuestra primera victoria culinaria en Puerto Viejo. Nos atiborramos como si no hubiera mañana y caímos rendidos, con el sonido de las olas y los grillos como banda sonora.
A las siete de la mañana ya estaba en la bicicleta, con las piernas frescas y el estómago lleno de un desayuno sencillo pero contundente: pan, queso, huevos revueltos y mango, la fruta que sabe a verano eterno. El aire todavía no quemaba, y la carretera que serpentea a lo largo de la costa estaba casi vacía.
Playa Negra fue mi primera parada. La arena oscura, fina como azúcar moreno, brillaba bajo el sol naciente. Aquí no había tantos turistas, solo algunos locales que caminaban descalzos, recogiendo conchas o simplemente disfrutando del silencio. Las palmeras se inclinaban sobre la playa como si quisieran protegerla de lo que vendría más adelante.
Pedaleando hacia el sur, llegué a Cocles, el paraíso de los surfistas. Las olas rompían con fuerza, y los cuerpos bronceados de los surfistas se movían con una gracia que solo dan años de práctica. Los puestos de cocos frescos y cervezas frías ya estaban abiertos, atendidos por hombres y mujeres de sonrisa fácil y manos curtidas por el sol y el salitre.
Punta Uva fue el siguiente destino, y aquí el Caribe mostraba su cara más idílica: aguas turquesas, arena blanca y suave como harina, y un bosque que llegaba casi hasta la orilla. Me senté bajo la sombra de un almendro y me quedé un rato simplemente mirando el mar, dejando que el tiempo pasara sin prisa.
Al mediodía, Bijan y Nadia aparecieron en Punta Uva, como habíamos acordado. Trajeron consigo pan recién comprado, aguacates maduros y un queso local que sabía a campo y tradición. Comimos bajo la sombra de las palmeras, riéndonos de las anécdotas del viaje y planeando lo que haríamos en los días que nos quedaban.
La tarde pasó a tranco lento, como pasa el tiempo en los lugares donde no hay prisa por llegar a ninguna parte. Nadamos, leímos, y boludeamos un poco, disfrutando de la compañía y del paisaje que nos rodeaba.
De vuelta en el hostal, Nadia volvió a ponerse el delantal y preparó unas pizzas caseras para la despedida de Bijan. La masa crujiente, el queso derritiéndose y el aroma a albahaca fresca llenaron el aire, creando una atmósfera cálida y hogareña. Comimos con las manos, compartiendo historias y brindando por los días que habíamos pasado juntos.
Después, nos fuimos al centro de Puerto Viejo, donde la música a todo volumen y las luces de los bares nos recibieron con los brazos abiertos. El reggaetón, omnipresente, servía de banda sonora a nuestra última noche. Los gin-tonics bajaban fríos y fáciles, y por un momento, todo parecía perfecto.
Pero Puerto Viejo, como todos los lugares turísticos, tiene su lado oscuro. Los vendedores de drogas, persistentes como moscas, no dejaban de acosarnos con su oferta monótona: "Weed? Cocaine? Good price, my friend". Era imposible caminar dos cuadras sin que alguien te abordara, convirtiendo lo que debería ser un paseo agradable en una sucesión de momentos incómodos.
Puerto Viejo es un lugar de contrastes. Por un lado, sus playas son algunas de las más hermosas de Costa Rica, con aguas cristalinas y arenas que parecen sacadas de un sueño. Por otro, el turismo masivo y la economía de la droga han dejado una marca imborrable en su esencia. Es difícil no sentir una mezcla de admiración y tristeza al recorrer sus calles. Admiración por la belleza natural que todavía resiste, y tristeza por lo que se ha perdido en el camino. Puerto Viejo duele porque muestra, como pocos lugares, el precio del progreso turístico. Pero a pesar de todo, sigue valiendo la pena. Por sus amaneceres, por sus gentes, por esos momentos de autenticidad que todavía se pueden encontrar si se busca bien. Puerto Viejo es, al final, un recordatorio de que ningún paraíso es perfecto, pero que algunos, a pesar de sus defectos, siguen siendo extraordinarios. Al día siguiente, nos esperaba Kachabri. Pero esa es otra historia.
Playa Cocles: olas perfectas para surfistas expertos
Calle principal: mezcla de culturas y colores
Al despuntar el día, con Bijan ya rumbo a su próximo destino, Nadia y yo emprendimos el camino hacia Manzanillo. La italiana, con esa terquedad mediterránea que la caracterizaba, insistía en volver a Kachabri, argumentando que habíamos apenas rozado la superficie de lo que aquel lugar podía ofrecer. Mientras caminábamos por el sendero principal del parque, el ambiente cambiaba radicalmente con cada paso: el rumor del mar se mezclaba con los chasquidos de insectos y el aullido lejano de monos congos. El acceso, sorprendentemente económico para los estándares ticos, nos permitió adentrarnos en un mundo donde la línea entre selva y océano se difuminaba entre raíces aéreas y pozas de marea.
Desayunamos sobre unas rocas planas cerca de Punta Mona, mordiendo frutas tropicales y panes integrales mientras observábamos cómo las olas rompían contra los arrecifes. Las horas pasaron entre caminatas por senderos embarrados donde las huellas de mapaches se mezclaban con nuestras pisadas, y largas conversaciones sobre proyectos futuros que sonaban más a sueños que a planes concretos. El almuerzo lo compartimos en una caleta escondida, donde Nadia -con esa mezcla de pragmatismo y poesía que la definía- transformó simples ingredientes en un banquete improvisado. El parque nos regaló sus postales más íntimas: iguanas que parecían estatuas precolombinas, tucanes que cruzaban el cielo como flechas vivas, y ese silencio especial que solo existe donde la naturaleza sigue mandando.
Al regresar al hostal, el ritual del mate amargo sirvió de transición entre la aventura diurna y la decisión que tomamos esa noche. Mientras la bombilla chupaba el último resto de yerba, quedó claro que Manzanillo había sido solo el prólogo de algo más profundo. Al día siguiente, las mochilas llevarían de nuevo hacia Kachabri, pero eso pertenece a otra historia.
Manzanillo representa ese raro equilibrio donde la conservación todavía gana la batalla al turismo desmedido. Aquí no hay miradores de cemento ni senderos sobreiluminados, solo la jungla en su estado más puro derramándose sobre playas desiertas. El parque funciona como recordatorio de cómo era toda esta costa antes de que llegaran los catálogos de viaje: un lugar donde los monos hacen más ruido que los visitantes y donde el mar rompe contra la orilla sin testigos. Su magia reside precisamente en lo que no tiene: ni tarifas exorbitantes, ni multitudes, ni ese aire de parque temático que infecta tantas áreas protegidas. En un país donde la naturaleza se vende por dólares, Manzanillo se resiste a ser moneda de cambio, conservando esa rara cualidad de los lugares que todavía pertenecen más a la tierra que al mercado.
Sendero Punta Mona: selva virgen frente al mar
El plantel se había desarmado en Santa Teresa. Solo quedábamos Bijan, el alemán que hablaba español como un caleño, y yo, con el Caribe tico tachado en la lista. A ellos se sumó Nadia, una italiana de sonrisa eléctrica que conocimos en el bus a San José —esa maldita logística costarricense que obliga a pasar por la capital aunque vayas de playa a playa—. Llegamos a Cahuita de noche, cuando las calles de tierra roja ya estaban vacías y el olor a leña quemada se mezclaba con el reggae lejano. La habitación de tres camas —barata, limpia, con ventilador que sonaba como un helicóptero en despegue— fue nuestro cuartel general. Cenamos casados en un soda donde el arroz con coco sabía a herencia jamaiquina, no a comida para turistas, y caímos rendidos.
Cahuita nació de raíces negras. Los primeros llegaron en el siglo XIX, huyendo de las plantaciones bananeras donde los gringos los trataban como moneda de cambio. Trajeron el patois —esa mezcla de inglés criollo y español que suena a canción—, el rice & beans cocinado en leche de coco, y los funerales donde se baila calypso para ahuyentar el dolor. El pueblo es una explosión de colores: casas de madera pintadas en azules y rosas eléctricos, murales de peces león y mujeres con turbantes, carteles que anuncian "Rasta Bar" junto a iglesias metodistas. Miss Edith, una abuela que cocina desde 1968 en su patio, nos contó entre cucharones de rondón: "Aquí los ticos nos dicen 'morenos', pero el mar es más nuestro que de nadie".
El parque es el único gratis en Costa Rica —aunque piden una donación voluntaria que nadie controla—. Caminamos 8 km por el sendero costero, con el mar Caribe a un lado y la selva al otro. Los árboles eran catedrales de raíces torcidas, los caimanes dormitaban como troncos viejos, y los monos aulladores nos escupían hojas desde las copas. El arrecife, ese que los folletos promocionan como "el más vivo del Caribe", mostraba parches blanquecinos —víctimas del calor y los tours masivos—. Nadamos entre peces loro y estrellas de mar, evitando tocar el coral que agonizaba en silencio.
Y entonces vino el almuerzo. Nadia, nuestra chef improvisada, había preparado sándwiches vegetarianos —"las reglas son mías", dijo con acento de Nápoles— y comprado tres porciones de torta de canela para el postre. Nos sentamos en una roca, mordiendo pan integral con aguacate, cuando apareció el primer mono: un cariblanco que nos enseñó los dientes como un mafioso cobrando impuestos. Guardamos los sándwiches, pero nadie pensó en la bolsa de plástico con las tortas. El segundo mono llegó por detrás, un ladrón profesional: agarró el paquete, trepó a un árbol, rompió el plástico con dedos expertos y empezó a comer. Entre mordisco y mordisco, nos miraba con ojos que decían "turistas pelotudos".
A las 4 PM, cuando el sol comenzaba a ceder, emprendimos el regreso al pueblo para tomar nuestro bus a Puerto Viejo. Pero Cahuita no nos dejaba ir sin recordarnos su esencia rebelde. Aquí, en este rincón olvidado del Caribe tico, el espíritu jamaiquino respiraba en cada detalle: las fachadas de las casas pintadas con los colores del reggae - verdes, amarillos y rojos vibrantes como atardeceres tropicales -; los murales donde el rostro de Bob Marley se fundía con imágenes de tortugas marinas; las tiendas de rastas que vendían collares de semillas junto a banderas de Etiopía. Esto no era Costa Rica, era un territorio culturalmente autónomo, donde el "one love" sonaba más fuerte que el "pura vida".
El contraste con el resto del país no podía ser más brutal. Mientras en Tamarindo y Manuel Antonio el dólar mandaba y el inglés se hablaba con acento californiano, en Cahuita el patois criollo seguía vivo en las voces de los ancianos que jugaban dominó frente al mar. Las esvásticas budistas y los leones de Judá sustituían a los carteles de "eco-tours" que plagaban el Pacífico. Hasta el olor era distinto: aquí el aire olía a pimienta de Jamaica y pescado ahumado, no a protector solar y dinero.
El mono que nos robó la torta de canela seguía ahí, en su árbol, observándonos con mirada de rey destronado. Quizás él era el verdadero guardián de este lugar, el último eslabón entre el Caribe auténtico y la Costa Rica turística que avanzaba como tsunami. Mientras el bus arrancaba rumbo a Puerto Viejo, una pintura en una pared nos despedía: un enorme Marley sonriendo bajo las palabras "Don't worry, be happy". Ironía pura en el país más caro de Latinoamérica, donde la felicidad tenía precio de dólar pero en Cahuita, al menos, todavía se podía comprar con monedas de autenticidad.
Playa Blanca: aguas cristalinas ideales para snorkel
Sendero natural: 8 km de biodiversidad caribeña
Debo agradecerle a Nadia, con una gratitud que ni los siglos podrían agotar, la obstinación que tuvo en visitar la comunidad de pueblos originarios Kachabri. Desde que los tres llegamos a Puerto Viejo, su insistencia se convirtió en una melodía constante. Nadia no solo proponía, sino que interpelaba: intuía que había algo allí que ni la vista ni las guías turísticas podían anticipar.
En una de las caminatas, en medio del calor sofocante y de una conversación cualquiera, conocimos a una muchacha tica. Ella nos habló de la comunidad, nos mostró rutas trazadas a mano, nos advirtió sobre los ríos a cruzar y los buses a tomar. Y así, trazamos nuestro propio mapa: debíamos abordar el bus público hacia Limón, descender en Sixaola, atravesar dos ríos a pie —como quien se lava de los automatismos del mundo moderno— y luego encontrar un taxi local que nos conduciría a Cahabri. A precios que parecían anacrónicos, de otra era o de otro país, como si hubiésemos cambiado de siglo en apenas unos kilómetros.
Llegamos alrededor de las diez de la mañana. No conocíamos a nadie. Hablábamos español, esa ventaja mínima pero crucial que nos daba acceso a los bordes del mundo Bribri. Caminamos entre casas humildes, vegetación abrumadora, caminos de tierra húmeda. Sin buscarlo, nos internamos en el colegio de la comunidad. Chicos jugando al fútbol en el recreo. Sin pensarlo, Bijan y yo nos sumamos a la improvisada batalla: cada uno reforzó un equipo. Nadia, siempre observadora, charlaba con los docentes, preguntaba, filmaba, recolectaba silencios y respuestas.
Fue gracias a esa intuición suya que, poco después, nos encontramos con Guillermo, el hijo del Awá, la máxima autoridad espiritual de Cahabri. Con Guillermo, la puerta se abrió: no solo nos guió en los caminos de tierra, sino en los caminos invisibles de su cultura.
La comunidad de Cahabri pertenece a los Bribri, un pueblo originario que habita desde hace siglos la región de Talamanca, entre Costa Rica y Panamá. Su presencia se remonta a tiempos precolombinos, cuando su estructura social, basada en clanes familiares —cada uno regido por un Awá—, se organizaba en torno a la agricultura del cacao, considerado sagrado. Los Bribri resistieron a las misiones coloniales, a la esclavitud y a la explotación bananera que diezmó otras comunidades vecinas. Cahabri, particularmente, se mantuvo como un núcleo de resistencia cultural, preservando no solo su lengua y religión sino también sus territorios comunales. Hasta hoy, Cahabri es uno de los pocos asentamientos donde la vida sigue regida por normas ancestrales y no por las imposiciones del Estado-nación.
Con Guillermo recorrimos los senderos que se ramificaban entre casas de madera, gallinas sueltas y perros somnolientos. Nos explicó la organización comunitaria: las tareas compartidas, la importancia del consejo de ancianos, los lugares donde se celebran los matrimonios —bajo grandes bohíos construidos colectivamente— y las técnicas de edificación: palma tejida, madera cortada respetando los ciclos lunares, barro modelado con paciencia.
La cosmovisión Bribri es profunda: creen en Sibu, el creador del universo, y en una jerarquía de seres espirituales que habitan el mundo natural. Todo en la selva —cada árbol, cada animal, cada río— tiene un espíritu que debe ser respetado. No existe separación entre el mundo material y el espiritual: ambos coexisten, se entrelazan. Su lengua, el bribri, es uno de los tesoros más antiguos de Centroamérica, con un abecedario propio adaptado de las convenciones fonéticas occidentales, pero que conserva sonidos guturales y nasales imposibles de traducir. Cada palabra en bribri es una cápsula cultural: un término puede englobar no solo un objeto, sino su origen, su uso y su relación con otros elementos del cosmos. La lengua no solo nombra: explica y ordena el mundo.
Gracias a Guillermo —quien hablaba español casi con naturalidad— pudimos entender esa compleja arquitectura de creencias. Sentí que cada frase que nos regalaba era un puente tendido entre siglos de distancia. Recorrimos los huertos, conocimos las plantas medicinales, y aquí Bijan, médico de formación occidental, comenzó a mostrar una distancia silenciosa. El choque era inevitable.
Para Bijan, criado en hospitales de concreto y bisturí, aquella concepción resultaba ajena. Para Nadia y para mí, en cambio, era un portal fascinante, aunque nos resultara inabarcable en su totalidad.
Partimos al atardecer, cuando los ruidos de la selva empezaban a entremezclarse con los rezos nocturnos. Nadia lloraba en silencio; su conexión con la comunidad había sido inmediata, visceral. Bijan prefería alejarse, casi como un acto de autoprotección.
Dos días después, mientras Puerto Viejo hervía de turistas, le confirmé a Nadia que quería acompañarla de regreso. Su alegría fue tan espontánea que pareció devolverle la infancia en un instante.
Volvimos a Cahabri. Esta vez, Guillermo nos preparó dos colchones cubiertos con plásticos en una habitación abierta. Una frescura austera nos envolvía. Me quedé un par de días; Nadia permaneció un mes entero, inmersa en la vida diaria como si siempre hubiese pertenecido allí.
Durante mi corta estadía, ayudé cortando hojas de palma y ensamblándolas en techos nuevos. Nadia, por su parte, se integró al círculo de mujeres, cocinando desayunos, ayudando con las tareas escolares por la tarde. En los recreos, el fútbol era nuestro idioma universal.
Hoy, mientras escribo desde una posada en Ninh Binh, Vietnam, puedo reconocer sin dudar que mi estancia en Cahabri fue breve, insignificante si se la mide en tiempo. Pero infinita en lo que sembró.
El primer encuentro con un pueblo originario no marca una etapa: inaugura una forma nueva de estar en el mundo. No hay regreso posible al pensamiento lineal ni a las certezas adquiridas.
La humanidad, en su forma más íntegra, se manifiesta en los rincones que el sistema intentó devorar sin éxito: en Cahabri, como luego en los pueblos zapatistas de Chiapas, en los Batak de Sumatra, en los caseríos Aymaras suspendidos en el altiplano.
Las comunidades indígenas no son vestigios de un pasado que debe ser "preservado". Son, a la vez, un presente vivo y un futuro alternativo. Una escuela silenciosa donde la resiliencia se aprende respirando, donde la dignidad no es una palabra, sino una praxis diaria.
Aquella italiana, Nadia, con su testarudez luminosa, no solo me llevó a Cahabri: me llevó a conocer el abismo de ignorancia que arrastramos los forasteros. A entender que la diversidad humana no es un adorno para los folletos turísticos, sino un recordatorio brutal de nuestras limitaciones. Desde entonces, cada vez que llego a un pueblo que aún resiste —con su idioma, su medicina, su memoria—, sé que no estoy visitando un museo de rarezas: estoy dialogando con un espejo que, esta vez, no miente. Y esa conversación, una vez iniciada, no tiene final.
Continua en Mexico