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En la estación Termini de Roma, un tipo vendía encendedores piratas gritando precios en un italiano que mezclaba tres dialectos distintos. A su lado, una señora discutía herencias por teléfono mientras turistas intentaban descifrar tableros de trenes. Nadie se miraba, pero todos formaban parte de la misma coreografía caótica. Ahí entendí algo: Italia no es museo, es organismo que funciona encima de sus ruinas porque el alquiler en el centro histórico cuesta un riñón y hay que aprovechar cada metro cuadrado.
Dicen que inventó la civilización occidental. Lo que realmente inventó fue sobrevivir al colapso con estilo. Mientras imperios se derrumbaban, acá se seguía produciendo vino, esculpiendo mármol y discutiendo con ferocidad religiosa si la carbonara lleva panceta o guanciale. Las ruinas no son trofeos: son obstáculos camino al trabajo.
De norte a sur, el territorio opera en frecuencias incompatibles. Milán marca el pulso financiero con puntualidad suiza. Nápoles responde con economía paralela donde todo se negocia y nada se factura. Venecia cobra €15 por entrar mientras se hunde centímetro a centímetro. Roma acumula basura en Trastevere y turistas en Fontana di Trevi. Sicilia mira África recordando cuando era centro del Mediterráneo, no su periferia.
La Via Francigena atraviesa Toscana como cicatriz medieval sin curar. Colinas de cipreses, abadías que producen licores más fuertes que cualquier grappa, pueblos que resisten despoblándose porque los jóvenes emigran a Berlín como sus bisabuelos a Buenos Aires. Este camino no vende epifanías: ofrece kilómetros de soledad, nonnas hostiles en trattorias, vino áspero que cuesta menos que el agua.
El Mezzogiorno concentra lo que el norte prefiere olvidar. Nápoles con altares a la Virgen junto a murales de Maradona —ambos santos—. Sicilia donde templos griegos miran al Etna como testigos de erupciones que borraron civilizaciones. Calabria con playas transparentes y vacías, fotografías de los cincuenta antes de que el turismo arrasara.
Y entonces aparece el parentesco incómodo. Argentina e Italia comparten más que apellidos: pasión tribal que transforma estadios en campos de batalla, desconfianza estructural al gobierno resuelta en economía subterránea, culto materno que protege y asfixia. La mamma que prepara comida para una semana aunque vivís solo hace diez años existe en Nápoles y en Boedo con la misma intensidad. Este parentesco incomoda porque desarma el mito: lo que creíamos argentino —el grito en la cancha, la viveza criolla— es importado. Venimos de barcos calabreses y piamonteses escapando del hambre, nos diferenciamos durante un siglo, y ahora volvemos con ciudadanía europea buscando reconocimiento en monumentos que no nos recuerdan.
Cuando Luca Prodan aullaba "Mejor no hablar de ciertas cosas" con acento italiano que nunca perdió, hacía lo mismo que napolitanos con la tarantella: convertir dolor en ritmo porque es la única forma de procesar tragedia sin pudrirse. La misma urgencia, el mismo baile al borde del precipicio.
Recorrer Italia exige quitarse anteojeras turísticas: entender cómo conviven frescos de Rafael con basura sin recoger, cómo un callejón huele simultáneamente a podredumbre y ragú hirviendo desde las siete de la mañana. Cada adoquín cuenta relatos en mármol, aceite "extra virgen" prensado en Túnez, raíces que beben de cuatro mares mientras un quinto —pateras africanas— golpea costas calabresas con urgencia que Europa ignora.
Este no es país museo. Es territorio que digiere invasiones, expulsa dictadores, absorbe inmigrantes y produce belleza y corrupción en partes iguales. Atravesarlo es ajuste de cuentas: con el apellido, con los relatos sobre "il paese", con la certeza de que nunca fuimos tan distintos como creímos. Las páginas que siguen no prometen revelaciones. Solo 60 días de caminar, comer, perderse y entender que algunos lazos de sangre se activan cuando pisás la tierra de donde salieron tus muertos.
Lee la Historia de ItaliaCapital: Roma
Población: 60.4 millones (2023)
Idiomas: Italiano (oficial), además de lenguas cooficiales como el alemán en el Tirol del Sur y el francés en algunas zonas de los Alpes.
Superficie: 301,340 km² (5º país más grande de Europa)
Moneda: Euro (EUR), 1 USD ≈ 0.91 EUR (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Predomina el cristianismo (catolicismo), aunque también existe una pequeña pero creciente presencia de otras religiones.
Alfabetismo: 99% (aproximadamente)
Educación y sanidad: Italia tiene un sistema educativo y sanitario de alta calidad. La sanidad pública es universal y gratuita, pero muchos optan por seguros privados para un acceso más rápido.
Trabajo: La economía italiana está muy diversificada, con sectores clave como el turismo, la moda, la automoción, la industria alimentaria y la tecnología. El desempleo sigue siendo una preocupación en algunas regiones.
Deporte más popular: Fútbol.
Seguridad: Italia es generalmente un país seguro, aunque se recomienda estar atento en zonas turísticas y en grandes ciudades, especialmente para evitar robos.
Ciudadanos latinoamericanos: Los ciudadanos de varios países latinoamericanos (incluyendo Argentina, México, Colombia, entre otros) pueden ingresar a Italia sin visa por un período de hasta 90 días, dentro del marco del acuerdo Schengen.
Proceso de entrada:
Requisitos al ingresar:
Enlaces oficiales:
Los precios de hospedaje en Italia son elevados, especialmente en ciudades como Roma, Venecia, Milán, Costa Amalfitana, Toscana, Cinque Terre y Campania. En estos destinos, los precios de alojamiento suelen ser altos durante todo el año debido a la alta demanda. Sin embargo, en el sur de Italia y fuera de temporada alta, es posible encontrar precios más bajos, especialmente en las zonas menos turísticas.
Liguría (Cinque Terre y alrededores): 30 EUR por noche. Ciudades como Portofino o La Spezia pueden ser más caras.
Toscana: 35 EUR por noche en temporada alta. Fuera de temporada (noviembre-marzo), los precios bajan, especialmente en áreas rurales.
Milán: 30 EUR por noche. Algunos hostales más baratos tienen una atmósfera menos recomendable.
Veneto (Venecia): 30 EUR por noche. Venecia Mestre tiene precios más bajos que en el centro.
Lazio (Roma): 35 EUR o más por noche. Los precios son altos, especialmente en el centro de la ciudad.
Alto Adige / Trentino: La oferta de hostales es limitada. Los precios de hoteles no bajan de 50 EUR por noche.
Calabria: En verano, los precios son de 35 EUR por noche. Fuera de temporada alta (de octubre a mayo), los precios bajan a 20 EUR, e incluso a 10 EUR en invierno.
Puglia: Similar a Calabria, en verano los precios son de 35 EUR por noche. Fuera de temporada, los precios pueden bajar a 20 EUR, e incluso a 10 EUR en invierno.
Nápoles y Costa Amalfitana: Los precios nunca bajan de los 30 EUR por noche, incluso fuera de temporada.
Alrededores de Nápoles (Ercolano, Sorrento, Pompeya): Fuera de las zonas turísticas, se pueden encontrar precios de 20 EUR por noche.
Italia es uno de los países más visitados del mundo, por lo que encontrar alojamiento es sencillo. Sin embargo, debido a la alta demanda, los precios pueden ser elevados, especialmente en temporada alta. Planificar y reservar con tiempo es esencial para conseguir precios razonables y asegurar disponibilidad.
Trenes:
Autobuses:
Aviones:
Roma:
Milán:
Florencia:
Venecia:
Costos del transporte en otras regiones:
Italia es uno de los destinos más visitados del mundo, por lo cual encontrar opciones de transporte es bastante sencillo. Sin embargo, es recomendable hacer las reservas con antelación, especialmente durante la temporada alta, para asegurar los mejores precios.
Las opciones de transporte son infinitas en Italia, siempre debes buscar en las plataformas de viajes cuáles son las más baratas para moverte entre las ciudades. Siempre el autobús es la opción más barata, pero por ahí, entre pueblos chicos dentro de la misma región y no con muchas distancias, te conviene usar Trenitalia. El servicio es bueno, barato y bastante eficiente.
Clima general en Italia: Italia tiene un clima diverso que varía significativamente dependiendo de la región. El sur disfruta de un clima mediterráneo, mientras que el norte, en las regiones alpinas, tiene un clima más frío. En general, la mejor época para viajar es en primavera (marzo a mayo) y otoño (septiembre a noviembre), ya que las temperaturas son agradables y la cantidad de turistas es más baja.
La mejor época para visitar Toscana es en primavera y otoño, cuando las temperaturas son suaves y los paisajes son espectaculares, especialmente durante la cosecha de uvas en otoño. El verano puede ser caluroso, pero la región sigue siendo muy popular debido a sus viñedos y colinas.
En Liguria, la mejor época es en primavera y otoño, cuando el clima es más templado y agradable. El verano es la temporada alta, con más turistas, y puede ser caluroso, especialmente en las áreas costeras como Cinque Terre.
La mejor época para visitar Campania, y especialmente la Costa Amalfitana y Nápoles, es en primavera y otoño. Durante estos meses, el clima es agradable, y hay menos turistas. El verano es muy caluroso, pero la costa sigue siendo un destino popular. Si buscas evitar multitudes, el invierno también puede ser una buena opción.
La mejor época para visitar Calabria es en primavera y otoño, cuando el clima es templado. El verano puede ser caluroso, pero la región es menos turística que otras partes del sur de Italia, lo que la hace una opción ideal para quienes buscan tranquilidad.
En Puglia, la mejor época para viajar es en primavera y otoño, cuando el clima es perfecto para recorrer sus ciudades históricas y costas. En verano, Puglia se llena de turistas, pero las playas y el clima cálido siguen siendo muy atractivos.
La mejor época para visitar Roma y Lazio es en primavera y otoño. Durante estos meses, el clima es agradable, con temperaturas suaves y menos turistas. El verano en Roma puede ser extremadamente caluroso, con temperaturas por encima de los 30°C.
En Alto Adige y Trentino, la mejor época es en primavera y otoño, especialmente para los amantes de las montañas. Durante el invierno, estas regiones son ideales para practicar deportes de nieve, mientras que en verano las temperaturas son frescas y perfectas para el senderismo.
La mejor época para visitar Veneto, y especialmente Venecia, es en primavera y otoño. Durante estos meses, el clima es agradable y hay menos turistas. El verano es caluroso y puede estar muy lleno, especialmente en las zonas turísticas como Venecia.
Telefonía móvil: Las operadoras más económicas en Italia son Wind y Ho Mobile. Puedes consultar sus planes y adquirir una SIM en sus sitios web:
Alternativas de transporte: Si vas a viajar por largo tiempo, consulta las alternativas y promociones en la página de Trenitalia para obtener los mejores precios. Es recomendable planificar con anticipación para viajes de larga distancia.
Zonas Turísticas: Viajeros, evitar a toda costa las zonas turísticas colapsadas, ya que funcionan netamente a favor del turismo masivo y muchas están saturadas. Entre ellas, la Costa Amalfitana, Venecia y Cinque Terre. Florencia, Roma y Nápoles están en la misma situación, pero tienen estructuras más grandes y aún existen alternativas un poco más genuinas y alejadas del turismo masivo.
Voluntariados: Italia ofrece una gran variedad de voluntariados, tanto en el norte como en el sur. Conseguir alguno en lugares más remotos puede beneficiar al viajero para conocer más a fondo la cultura italiana de los pequeños pueblos o disfrutar de las playas. Calabria y Puglia son perfectos para disfrutar de estas experiencias.
Seguridad: Cuidado en las calles a altas horas de la noche, especialmente en Roma o Nápoles. Suelen haber carteristas, sobre todo en los alrededores del Coliseo en Roma y de la Plaza Garibaldi en Nápoles. Siempre mantén tus pertenencias a la vista y ten precaución.
Viajar con carry-on: Si vas a tomar vuelos baratos en Italia, considera viajar solo con equipaje de mano (carry-on). Esto te permitirá evitar los cargos adicionales por equipaje facturado, que pueden ser muy costosos en aerolíneas de bajo costo.
Comer barato: En las afueras de las ciudades, como en Nápoles, puedes cenar pizzas por menos de 5 EUR. Siempre recorre los alrededores de las ciudades grandes para encontrar precios más baratos. En caso contrario, se recomienda buscar hoteles con cocina para poder preparar tus propias comidas, ya que en el centro de las ciudades los menús no bajan de 20 EUR.
Aquí encontrarás los mejores lugares para visitar en Eslovenia, con consejos útiles para disfrutar de tu experiencia en este hermoso país lleno de historia, cultura y naturaleza.
Italia no se resuelve. Se habita como una fiebre constante. El Norte, con sus relojes suizos y fachadas impolutas, fue solo el recibidor pulcro de una casa cuyo living está lleno de cicatrices y ollas de ragú hirviendo a las tres de la mañana. La verdadera ceremonia—áspera, magnética, a veces hostil—ocurrió al sur de Roma, donde la civilización no es un concepto en un museo, sino un organismo que sobrevive a puro ritmo y hambre.
En Calabria, el trámite de la ciudadanía fue un curso acelerado de realismo mágico meridional. Ahí estaba Rosa, la señora del comune, que te escupía palabras como un lobo hambriento protegiendo su territorio. No era maldad: era el instinto de quien ha visto pasar generaciones de extranjeros con papeles. Pero si aguantabas el primer choque, si entendías que su gruñido era un ritual de ingreso, la bestia se transformaba en una madre postiza que movía tus documentos con la velocidad visceral de quien ayuda a un hijo. Es la ley no escrita del Mezzogiorno: los sistemas se caen, el Estado es una abstracción, pero la lealtad, una vez ganada, es un hueso que no se suelta.
Nápoles fue el espejo que devolvió una imagen demasiado familiar. El mismo caos creativo que en cualquier barrio de Boedo, la misma economía subterránea que resuelve lo que la burocracia estropea, la misma pasión que convierte un partido de fútbol en una guerra tribal y una discusión en una ópera callejera. Ni siquiera el idioma distinto podía camuflar la verdad: estábamos en un pedazo de nuestro país, con los mismos gestos heredados de barcos que llegaron con hambre y se llevaron nuestra forma de gritar.
Pero este Sur que te abraza con ambas manos también te muestra la puerta con el codo. La misma generosidad que te invita a quedarte choca contra el muro invisible de los salarios de hambre y la precarización laboral normalizada. Es la paradoja calabresa: te ganas la confianza de una Rosa, pero tu sueldo no te alcanza para el alquiler. Es un lugar que te dice "quedate" con la boca llena de dialecto, mientras la economía te susurra "andate" con la crudeza de un billete de tren de vuelta. La misma tierra que te reconoce como hijo te niega como residente.
Lo que me llevo, entonces, no es un pasaporte ni una respuesta, sino el sabor áspero de una verdad. Las tardes con Wilfred, donde las historias siempre terminaban en Greta como un disco rayado. La lealtad feroz de Rosa, que valía más que cualquier documento sellado. Las cervezas en Puglia con mis amigos argentinos, riendo al descubrir que nuestros ademanes ya existían aquí, siglos antes de que la pobreza empujara a nuestros bisabuelos a los barcos.
Italia del Sur no me dio raíces. Me dio un ajuste de cuentas. Me mostró que la pertenencia no es un archivo polvoriento, sino un ritmo compartido de supervivencia, un baile al borde del mismo precipicio. Partir no cierra el viaje; lo instala en uno como un latido sur que, a pesar de la precariedad y las contradicciones, sigue llamando con la urgencia de una deuda que no se salda con papeles, sino con la certeza de que, tarde o temprano, habrá que volver para seguir discutiendo el precio de la vida.
Venecia es el único lugar del planeta donde uno puede sentirse dentro de un cuadro mientras es empujado como en una terminal de ómnibus. Es la ciudad más colapsada que vi: un laberinto que alguna vez fue delicado y ahora funciona como parque temático con aroma a humedad antigua. No hay filtro poético que la salve cuando uno intenta cruzar un puente y descubre que el tráfico humano tiene la densidad de una procesión sin fe.
Entré por Santa Lucia con la ilusión mínima de encontrar un minuto de silencio. Imposible. Venecia respira como un animal fatigado que ya no recuerda por qué sigue vivo. El sonido de las maletas golpeando los escalones es el himno nacional; las góndolas avanzan sin mística, apenas remos que esquivan selfies; y los vendedores de máscaras venecianas miran el cielo con la resignación de quien sabe que vende un símbolo que ya no significa nada.
La majestuosa Basílica de San Giorgio Maggiore, emergiendo sobre el río veneciano desde la isla Giudecca.
Pero entre la multitud hay momentos que todavía inquietan: una casa inclinada cuya pintura desconchada parece confesión; una sombra rojiza sobre un canal donde el agua refleja un mundo que ya no existe; un barcito donde un hombre mayor sirve un Spritz a las nueve de la mañana porque “siempre fue así y así será”. Son restos de una ciudad que intenta sostenerse, pero se deshace igual, como si la hubieran condenado hace siglos y recién ahora lo entendiéramos.
Venecia no es romántica: es un recordatorio brutal de lo que la belleza provoca cuando se convierte en mercancía. Su decadencia conmueve porque es honesta. No pretende engañarte. Todo está ahí, expuesto, tambaleante, magnifico incluso cuando se derrumba. Y tal vez por eso uno sigue caminándola: porque pocas ciudades tienen la valentía involuntaria de mostrar su desgaste sin pedir disculpas.
Verona en diciembre tiene un clima que no depende sólo del frío: es ese aire dulce que dejan las luces, los mercados, el olor a azúcar quemada mezclado con vino caliente. Después del colapso veneciano, la ciudad aparece como un paréntesis luminoso, un lugar donde la gente todavía parece creer en los rituales de invierno.
Caminé entre los puestos navideños sin rumbo, dejándome llevar por la secuencia de colores, los manteles rojos, las guirnaldas torcidas y las voces que ofrecían cosas que no necesitaba. Ahí fue cuando una mujer mayor me tendió un chocolate caliente sin explicaciones, como si fuera parte del protocolo de bienvenida. Más adelante, un chico me alcanzó dos cornettos recién hechos y se negó a cobrarme: “Dai, è Natale”, dijo, como si el gesto fuera obvio, casi obligatorio.
Ese tipo de humanidad, mínima y casi secreta, es lo que define a Verona en esa época.
Pero la ciudad también conserva sus escenas tradicionales, esas que todos mencionan aunque pocas veces se miran con atención. La Arena, enorme pero sin soberbia, parecía más íntima bajo la luz invernal. Las calles del centro estaban llenas de familias que paseaban con un ritmo antiguo, ese andar que es propio de las ciudades que no compiten con el tiempo. Y en medio de todo, claro, la Verona de Julieta: balcones saturados, turistas buscando repetir un gesto que no tiene dueño, parejas sacando fotos que parecen coreografiadas.
No fui hasta ahí para creer en la leyenda, sino para observar cómo Verona convive con su mito sin dejar que lo devore. Entre la multitud y el murmullo, hay algo enternecedor en ver cómo la ciudad permite esa fantasía, aun sabiendo que la historia real nunca pasó en esas paredes.
El Adigio completaba la escena, moviéndose con la calma de un río que ya vio demasiadas estaciones como para sorprenderse. Y las fachadas, con ese tono ocre que se vuelve más profundo en invierno, parecían conservar un calor secreto, como si la piedra misma respirara más lento.
Verona no necesita convencer a nadie.
Es una ciudad que abraza lo que es —tradición, gentileza, mito y rutina— sin exagerar. Y en ese equilibrio, el viajero encuentra una sensación difícil de describir: la tranquilidad de estar en un lugar que no exige nada, pero ofrece mucho.
Padua es una ciudad donde la historia no se queda quieta. Es medieval, sí, pero late como un organismo contemporáneo, lleno de contradicciones, debates abiertos y tensiones que no se esconden debajo de ninguna alfombra. La universidad no es un edificio: es un territorio emocional que define la identidad pública y privada de la ciudad.
La primera impresión llega bajo los pórticos eternos: kilómetros de sombra donde los estudiantes leen, fuman, discuten, aman, protestan. La vida pasa ahí, en ese corredor donde todo parece simultáneo. Pero bajo esa superficie vibrante hay una herida que todavía está abierta.
Padua lleva a cuestas el asesinato de una estudiante que marcó a toda una generación. No es un recuerdo abstracto ni un dato de crónica policial: es un golpe que todavía se escucha en los murales feministas, en los pañuelos violeta que cuelgan de balcones improvisados, en los carteles escritos a mano que recuerdan que la rabia puede ser también una forma de cuidado.
Las paredes hablan; y lo que dicen no es decorativo.
A eso se suma otra capa: la presencia constante de consignas a favor de Palestina. La ciudad tiene el pulso político de un campus que no se duerme. Las banderas, los grafitis, los cantos en asambleas improvisadas reflejan una conciencia social que incomoda al visitante desprevenido. Acá la palabra “genocidio” no aparece suavizada ni relativizada: se escribe en mayúsculas, se discute en voz alta y se sostiene con una convicción que contrasta con la belleza silenciosa de las iglesias y los frescos.
Entre todo eso, Padua respira con un ritmo propio: cafés que funcionan como trincheras intelectuales, plazas donde el rumor estudiantil es más fuerte que las campanas, corredores medievales donde uno puede caminar pensando en Galileo mientras escucha debates sobre género, migración, política internacional y la precariedad del futuro.
Padua no es simple. No seduce. No da la bienvenida con una sonrisa.
Pero te obliga a mirar, a escuchar, a pensar.
Y cuando una ciudad logra eso, ya no es una escala del viaje: es un punto de inflexión.
Aterricé en Liguria arrastrando el agotamiento de una semana catalana. El vuelo low cost duró menos que una siesta, pero Génova me recibió con hostilidad de puerto viejo: cielo gris hierro, olor a combustible naval mezclado con mercado de pescado que dejó de ser fresco hace tres días.
El albergue era una celda con ventana a un pasaje donde vendedores ambulantes gritaban precios desde el amanecer. El encargado —marinero jubilado según su piel curtida— y una voluntaria británica me tendieron un mapa intervenido con marcador rojo: circuito completo sin abrir la billetera. Esa primera noche, masticando trofie bañados en pesto que explotaba con intensidad de albahaca fresca, entendí algo: recorrer ciudades no es firmar autógrafos en monumentos, es colarse por sus fisuras.
Génova dominó el comercio renacentista como hoy lo hace Amazon: sedas persas, especias orientales y plata americana pasaban por su aduana mientras banqueros ligures —inventores del sistema crediticio europeo— financiaban coronas. Los palacios Doria y Spinola se levantaron con mármol de Carrara transportado en espaldas esclavas. Hoy esas fachadas barrocas exhiben grafitis políticos y letreros de alquiler. La historia se comporta como charco en los callejones estrechos: se evapora lenta, dejando costra salina.
Crucé el Palazzo Ducal donde diplomáticos redibujaron fronteras continentales, la Catedral de San Lorenzo con su diseño rayado como felino lastimado, el Museo Marítimo donde réplicas de barcos mercantes acumulan abandono. Pero el Porto Antico —renovado por Renzo Piano en los noventa— fue golpe bajo: acuario tecnológico, espacios para selfies y amarraderos de yates rusos conviviendo en un teatrillo turístico. Entre tanta escenografía casi olvido que desde esos muelles zarparon dos millones de compatriotas entre 1880 y 1920. Mis bisabuelos incluidos.
La Dársena Vecchia fue mi última escala. Encontré paisaje de película distópica: grúas herrumbradas, contenedores apilados como tumbas industriales, tufo a mariscos descompuestos del mercado mayorista. El dueño del hostal me previno: "Te afanan hasta el aliento". Pero lo brutal no era la delincuencia sino contemplar cómo una potencia mediterránea se pudre en su propio litoral.
Hoy me reprocho no haber buscado registros migratorios en el Archivo Estatal. ¿Qué cruzó por la cabeza de mis ancestros subiendo a vapores con valijas de cartón? ¿Por qué Córdoba y no Manhattan o Santos? Génova atesora esas respuestas en legajos mohosos, pero yo solo quería completar un itinerario turístico.
No guardé nombres: ni del encargado del albergue ni de la inglesa ni de los daneses con quienes miré fútbol. Solo persiste el sabor del pesto —ajo, albahaca y melancolía triturados— y la postal de un puerto que conectó continentes y hoy refleja su propia decadencia.
Génova me demostró que viajar no archiva geografías sino interrogantes que te siguen. Y que el viajero más miserable es el apurado.
(Próxima estación: La Spezia, antesala del circo turístico de Cinque Terre donde el Mediterráneo se vende por kilómetro cuadrado).
La Spezia me escupió en su terminal portuario con fragancia a hidrocarburos y vegetación marina descompuesta. El alojamiento de veinte euros era la habitación de un chico hindú cuya familia consiguió permiso legal gracias al padre —programador como el noventa y nueve por ciento de la diáspora india tecnológica—. Tendría que haberles preguntado sus identidades: me convidaron curry fusionado con pesto (aberración culinaria que funciona) y me trazaron rutas internas. Pero opero con vagancia crónica para registrar datos.
Monterosso al Mare arrancó con error táctico: desayunar. Cuatro euros en barrio periférico contra cuarenta en la plaza central por huevos fritos con panorámica marítima. Dos meseras con ojeras permanentes sugirieron caminata "sin complicaciones" rumbo a Vernazza. Traducción real del dialecto local: trepada con pendiente de pirámide precolombina. Y mi cerebro estratégico eligió hacerlo con pantalón de mezclilla. Nivel de pelotudez: generacional.
Las panorámicas desde Corniglia y Vernazza justificaron cada ampolla. Abajo la película cambiaba: arterias congestionadas de visitantes devorando focaccia resfriada, negocios vendiendo souvenirs fabricados en Guangzhou, pintadas furiosas denunciando Airbnb. Hoy, después de medio año calabrés, lo afirmo sin dudas: el sur ofrece costas genuinas, temperaturas agradables y ausencia de filas instagrameras. Pero en ese dos mil diecinueve yo integraba la manada consumista.
Manarola operó como rescate personal. Aguanté hasta el encendido de iluminación artificial que transforma el poblado en pesebre náutico. Cuando las excursiones masivas evacuaron, compartí botella de Sciacchetrá con tres japoneses —licor dulce resultado de uvas exprimidas por abuelas con várices avanzadas—. Riomaggiore lo atravesé bajo diluvio: calzado deportivo inundado, cero registro fotográfico aprovechable.
Regresé a La Spezia con aroma a sal cristalizada y fracaso turístico. La familia punjabí me recibió con dhal sobre polenta (sí, hibridación culinaria ítalo-asiática). Mientras tragaba hice cálculos: dos millones y medio de turistas anuales pisoteando caminos que labraron agricultores durante generaciones. Hoy lo comprendo: Cinque Terre no es destino sino demostración de cómo el turismo consume lo que dice admirar. Y yo, aunque fuera veinticuatro horas, participé del festín.
Llegué cuando la ciudad comenzaba a despertar. El aire traía restos de humo de hornos de panaderías recién abiertas y el olor ácido del mármol mojado por la limpieza nocturna. Dejé la mochila en una habitación con paredes desconchadas cerca de Termini, donde el colchón conservaba la forma del último huésped.
El Coliseo emergió tras doblar una esquina, su estructura desgastada por siglos de manos y vientos. Este anfiteatro, levantado en el 80 d.C. con botín de la guerra judía, fue escenario de ejecuciones públicas durante quinientos años. Evité las entradas principales y seguí el perímetro hasta encontrar una grieta en la piedra donde cabía un dedo. Las rocas, porosas y cálidas al tacto, guardaban el eco de los martillos que las colocaron. En la base del Arco de Constantino, entre la gravilla, hallé una lasca de travertino con vetas doradas que me metí al bolsillo como un ladrón de poca monta.
El free walking tour arrancó frente a la Columna de Trajano, donde una guía peruana con carpeta llena de esquemas nos mostró cómo leer los relieves. "Las figuras de arriba son más pequeñas que las de abajo: perspectiva forzada para glorificar al emperador", explicó, señalando soldados romanos apilando cabezas dacias como leña. Al pasar por el Teatro de Marcelo nos contó que los departamentos modernos en su interior tienen prohibido cambiar los balcones: "La historia acá es decoración de lujo".
En el Panteón la luz del óculo cortaba el aire húmedo como bisturí. Este templo, levantado por Agripa en el 27 a.C. y reconstruido por Adriano, sigue siendo el mayor domo de hormigón sin refuerzo del mundo. Me apoyé contra un nicho donde el mármol estaba pulido por hombros de millones de turistas. Un grupo de monjas medía el diámetro del círculo solar con pasos, mientras un profesor explicaba a sus alumnos que la cúpula pesa lo mismo que un transatlántico vacío. Al salir, la lluvia formaba un hilo plateado atravesando el óculo, cayendo sobre la inscripción de Agripa como si los dioses todavía lloraran por el imperio perdido.
Campo de' Fiori olía a aceite recalentado y tallos de alcachofa podridos bajo el sol. Bajo la estatua de Giordano Bruno —quemado vivo acá mismo en 1600 por decir que el universo era infinito— compré una alcachofa alla giudía a un vendedor que usaba pinzas de acero para sacarlas del aceite hirviendo. "Mi abuelo freía con manteca de cerdo", dijo mientras envolvía el papel, "pero ahora los turistas prefieren 'auténtico'". El crujido al morder revelaba hojas tiernas bajo la capa dorada que quemaba la lengua.
Trastevere de noche: tras una puerta de madera carcomida, un cocinero con cicatrices en los nudillos removía carbonara con movimientos de relojero. Los huevos emulsionaban con el queso en una sartén abollada que parecía haber sobrevivido a dos guerras mundiales. Afuera, en la Piazza di Santa Maria, botellas vacías rodaban entre los pies de un músico que masacraba una canción de Lucio Battisti en una guitarra sin la tercera cuerda. Nadie le daba monedas pero todos lo escuchaban.
El Foro al amanecer tenía el silencio de los lugares que vieron demasiado. Pisé la Via Sacra sintiendo las irregularidades del basalto bajo las suelas. Una gata con cicatriz en el lomo me siguió hasta el Templo de Cástor y Pólux, donde lamió agua estancada en un capitel caído. Los gatos romanos heredaron la ciudad que sus ancestros defendieron de las ratas durante las plagas medievales. Ahora son los únicos que caminan entre las ruinas sin pagar entrada.
En una trattoria junto al Panteón, voces conocidas discutían sobre el precio de entrada al Vaticano. Tres rostros de mi ciudad natal ocupaban una mesa con restos de cacio e pepe. Hablamos de horarios de trenes y maletas extraviadas mientras la dueña del local fregaba un plato con restos de salsa seca, mirando el reloj cada treinta segundos como si nuestra presencia demorara el cierre. No preguntamos nombres, no intercambiamos contactos. Fue uno de esos encuentros que solo existen en ciudades donde medio mundo pasa.
El Aventino al atardecer: la fila para mirar por la cerradura de los Caballeros de Malta se extendía hasta la Via di Santa Sabina. Cuando llegó mi turno, el jardín enmarcaba la cúpula de San Pedro como ojo de cerradura celestial. Una vendedora de agua, al verme retroceder sin sacar foto, levantó tres dedos: "Tres euros por una foto sin gente". Le dije que no con la cabeza pero después pensé que tal vez ella tenía el negocio más honesto de Roma: cobrar por lo que realmente vale, que es el silencio.
La Fontana di Trevi era campo de batalla. La joya barroca de Nicola Salvi, terminada en 1762 con mármol de Carrara robado de templos paganos, estaba cercada por palos para autorretratos y vendedores de imanes con forma de Coliseo fabricados en Shenzhen. Los turistas arrojaban monedas sin mirar el agua verde por las luces led que la iluminaban de noche. Un cartel anunciaba: "Recolectamos 1.5 millones de euros anuales en monedas para caridad", pero nadie leía. Detrás, en una calle lateral, un grafiti decía: "Roma no es un parque temático". Alguien había agregado debajo con marcador: "Ya lo es, boludo".
Roma no se entiende, se digiere mal. Es ciudad que funciona a pesar de sí misma: donde buses llegan tarde pero la carbonara siempre está en su punto, donde ruinas milenarias sostienen cables de electricidad y gatos callejeros tienen más historia en las venas que la mayoría de las capitales europeas. No vine buscando epifanías entre columnas rotas. Vine porque era la parada obligada entre Florencia y el sur, y me fui sabiendo que había tocado apenas la superficie de una ciudad que tiene más capas que cebolla podrida. Pero a diferencia de la cebolla, acá cada capa es más dura que la anterior.
Después de Liguria la Toscana se abría con sus colinas amarillas y pueblos congelados en el tiempo. Antes de instalarme en Florencia decidí atacar Lucca y Pisa en modo relámpago. El tren salió de La Spezia cuando la ciudad todavía dormía. Llegué a Lucca con el sol recién asomando, dejé la mochila en consigna y arranqué un sprint de tres horas.
Las murallas del siglo XVI, ahora paseo arbolado, rodean el centro como anillo protector. Me dirigí a la Piazza dell'Anfiteatro, círculo perfecto donde antes se mataban gladiadores y ahora se devoran tordelli lucchesi bajo sombrillas de colores. La Catedral de San Martino exhibía su fachada torcida y un laberinto tallado en piedra que marcaba a los peregrinos medievales su próxima estación. Subí los doscientos treinta escalones de la Torre Guinigi —coronada por robles que crecen en el aire como jardín suspendido— para ver la ciudad desde arriba: tejas rojas fundidas con viñedos del Montecarlo local. En una panadería compré cecina, esa torta fina de harina de garbanzos que los comerciantes llevaban en sus viajes porque aguantaba semanas sin pudrirse.
Tres horas. Eso me llevó procesar Lucca: ciudad elegante que no necesita gritar su belleza.
El tren a Pisa duró menos que un capítulo de podcast. Llegué con hambre de lobo y evité los restaurantes pegados a la Torre donde un menú básico costaba lo mismo que tres días de hostal. Me metí en San Francesco, barrio alejado del circo turístico, donde una trattoria sirvió cecina alla pisana —más gruesa y picante que la de Lucca, casi como una pizza sin tomate— con baccalà con porri. Herencia de cuando Pisa dominaba el Mediterráneo y el bacalao llegaba en barcos propios.
El Campo dei Miracoli fue inevitable. La Torre Inclinada con sus cincuenta y cinco metros desviados es solo parte del conjunto: la Catedral de Santa Maria Assunta tiene púlpitos esculpidos que narran degollaciones bíblicas con violencia gótica, y el Battistero guarda una acústica que sostiene notas por segundos completos. Un guardia aburrido golpeaba las manos cada diez minutos para demostrar el efecto a grupos que aplaudían como focas entrenadas. Pisa fue potencia naval que rivalizaba con Génova y Venecia hasta que perdió su flota en 1284. Desde entonces vive de alquilar su torre para fotos donde turistas fingen sostenerla con las manos.
Lucca y Pisa resumen la paradoja toscana: belleza histórica convertida en producto turístico. En Lucca algo de autenticidad sobrevive entre sus murallas. En Pisa la Torre es tan protagonista que el resto de la ciudad desaparece bajo su sombra inclinada.
¿Valen la pena? Sí, pero sabiendo que son paradas rápidas, no destinos. Lucca para perderse tres horas entre callejones. Pisa para entender cómo una potencia marítima termina vendiendo imanes con su monumento más famoso.
Llegué al atardecer cuando la luz se quebraba sobre el Ponte Vecchio y el Arno arrastraba reflejos dorados. Mi alojamiento era una pieza en el departamento de Elena, guía de la Galería de la Academia. Me dio las llaves con un mapa intervenido a marcador rojo: "No te metas al norte del Duomo después de las diez". Esa noche cenamos con dos vecinos: profesor de historia del arte y ceramista. Hablaron de cómo las trattorias auténticas cerraban para convertirse en tiendas de llaveros mientras algunos talleres resistían en el Oltrarno.
Arranqué al amanecer en la Piazza del Duomo. La Cattedrale di Santa Maria del Fiore es montaña de mármol blanco, verde y rosa que aplasta con su tamaño. Subí los cuatrocientos sesenta y tres escalones de la Cúpula de Brunelleschi —construcción que desafió la física en 1436— y desde arriba Florencia se desplegaba en mosaico de tejados color terracota. A metros el Battistero di San Giovanni custodiaba las Puertas del Paraíso de Ghiberti, relieves en bronce que marcaron el arranque del Renacimiento.
La Galleria degli Uffizi en las primeras horas justificó hacer fila desde las siete de la mañana. En la sala de Botticelli, guardias medio dormidos vigilaban grupos de estudiantes japoneses copiando el Nacimiento de Venus en cuadernos de acuarela. El secreto está en el segundo piso: retrato de Federico da Montefeltro con el perfil destrozado por una lanza. Recordatorio de que el Renacimiento también fue época de guerras brutales.
El Mercato Centrale olía a sangre de carnicería y albahaca fresca. Compré lampredotto en un puesto con setenta años de antigüedad: callos hervidos en caldo de huesos servidos en pan insípido. La textura era de esponja empapada pero el sabor justificaba la experiencia.
En el Oltrarno un encuadernador con manos callosas me mostró cómo aplicar pan de oro en cantos de libros. Sus herramientas del siglo XIX —prensas de hierro, cuchillas con mango de hueso, pinceles de pelo de marta— brillaban bajo tubo fluorescente como reliquias en uso. Me explicó el proceso: primero cola de conejo hervida, después arcilla roja para preparar la superficie, finalmente láminas de oro de veintidós quilates aplicadas con pincel húmedo. "Ahora solo encuaderno biblias para coleccionistas de Texas que pagan en dólares", dijo mientras alisaba una hoja dorada sobre el lomo de un salterio del siglo XVII. "Antes hacía libros de misa para párrocos de Chianti. Ahora los curas usan fotocopias". Sus manos temblaban ligeramente —artritis acumulada en cuarenta años de oficio— pero el movimiento final, cuando presionó el oro contra el cuero, fue preciso como cirugía.
La majestuosa Basílica de San Giorgio Maggiore, emergiendo sobre el río veneciano desde la isla Giudecca.
En el Museo di San Marco los frescos de Fra Angelico en las celdas monásticas brillaban con colores que parecían recién aplicados. Pero lo que me detuvo estaba en los sótanos: grafitis dejados por soldados nazis en 1944. Nombres alemanes grabados con navaja en las paredes de piedra, fechas de batallas perdidas, dibujos toscos de tanques y esvásticas. El museo los mantiene visibles bajo placas de vidrio como testimonio. Un guía explicaba a un grupo de escolares florentinos: "Aquí dormían los ocupantes mientras sus superiores saqueaban arte en los pisos de arriba". Los chicos fotografiaban las inscripciones en silencio. Nadie hacía chistes.
Almorcé pappardelle al cinghiale en Trattoria Mario donde extraños comparten mesa de mármol manchada de vino derramado. Por la tarde pasé por el Bargello solo para ver el Baco de Miguel Ángel: figura borracha tambaleándose con copa en mano que demuestra que hasta los genios conocían la resaca.
Florencia es ciudad dividida: centro histórico convertido en parque temático versus barrios donde panaderos amasan schiacciata a las cinco de la mañana. El arte acá no es reliquia sino mercancía: los muros que inspiraron a Dante ahora venden tickets con código QR. Pero en las grietas —talleres reparando crucifijos del siglo XV, trattorias rechazando menús en inglés— sobrevive una ciudad que se niega a ser solo decorado. Su grandeza no está en el David sino en esa resistencia callada de quienes mantienen tradiciones que el turismo masivo no logra tragar del todo.
Llegué a Nápoles en tres actos: 2019, 2023 y 2024. Cada visita fue capítulo de un romance impredecible con la ciudad más visceral de Europa, donde el caos convive con la poesía y el fútbol opera como religión de Estado. Acá, entre callejones que huelen a tomate quemado y grafitis de Diego, descubrí que los sueños —los absurdos, los imposibles— existen para cumplirse.
Las seis de la mañana en Plaza Garibaldi son ritual napolitano: basureros barriendo restos de pizza fría, camioneros fumando bajo carteles de San Gennaro, el primer espresso servido en vasos de plástico. El hostelero, con un Diego de yeso sobre su escritorio, me advirtió: "Acá el check-in es a las catorce, pero podés dejar el alma ahora mismo". Hablaba ese italiano cortado con dialectos que sonaba familiar, como si el lunfardo porteño y el napolitano fueran primos que se criaron en la misma cuadra.
En el Bar Nilo, templo del culto maradoniano, las paredes transpiraban fotos de 1987: Diego con chándal azul, Diego comiendo calzone, Diego bendiciendo recién nacidos. El dueño —barba blanca, ojos vidriosos— me abrazó al escuchar mi acento: "¡Argentina! ¡La patria del Dio!". Su llanto mojó mi hombro mientras balbuceaba historias de goles en el Stadio San Paolo que mi italiano precario no alcanzaba a descifrar. Pero los llantos no necesitan traducción: son el mismo idioma en Nápoles y en La Boca.
En los Quartieri Spagnoli el mito se hizo carne. Murales de Diego de diez metros —torso desnudo, mirada desafiante— vigilaban piazzas donde pibes jugaban con pelotas deformes. La escena podría ser Villa Fiorito o cualquier potrero argentino: misma pasión, misma rabia, mismo sueño de escapar por arriba. En la Pizzeria da Michele el mozo cruzó los brazos ante mi pedido: "Margherita o Marinara, el resto es herejía". Comí de pie, bajo un cielo que olía a horno de leña y gloria pasada, mientras turistas japoneses fotografiaban el banco donde Julia Roberts fingió morder masa en una película.
Nápoles y Buenos Aires comparten ADN que ningún tratado de historia explica. Ambas ciudades funcionan con códigos invisibles: el semáforo es sugerencia, la fila es concepto abstracto, el volumen de voz demuestra convicción. En ambas el Estado es abstracción lejana y la familia es gobierno real. Acá también se vive al día, se come tarde, se discute de fútbol como si fuera asunto de vida o muerte. La diferencia es que ellos tienen a Diego elevado a santo mientras nosotros todavía discutimos si fue genio o pecador. Nápoles lo resolvió hace décadas: fue las dos cosas, y por eso lo aman más.
Nápoles se come con las manos y sin remordimientos. En Via dei Tribunali probé la frittatina di maccheroni —croquetas rellenas de besamel y ragú— en puestos que funcionan desde que los Borbones gobernaban. El Ragú Napoletano acá no es salsa sino ritual de ocho horas: carne de cerdo, vino aglianico y pasas que desafían cualquier lógica culinaria. Como el locro cordobés o el guiso de lentejas que hierve toda la tarde, es comida que exige paciencia y transmite historia.
En el Mercato di Porta Nolana, pescaderos gritaban precios de almejas mientras fileteaban pez espada con cuchillos que brillaban como reliquias. El volumen, la gesticulación, el regateo agresivo: todo recordaba al Mercado de Abasto o a La Salada en sus mejores días. Acá también se negocia con pasión, se insulta con cariño, se cierra trato con abrazo y café.
La pizza —siempre la pizza— tiene sus barrios y sus dogmas. En Sanità la montanara (frita en manteca de cerdo) se sirve en papel de estraza. En Vomero los puristas de Starita añaden almidón de papa a la masa para lograr corteza que cruje como vidrio. Pero fue en la Antica Pizzeria Port'Alba —la más antigua del mundo— donde entendí el dogma: horno de cuatrocientos ochenta y cinco grados, mozzarella di bufala que chorrea como lava, y un minuto exacto de cocción. El primer bocado fue epifanía: Dios existe y vive en Via Port'Alba 18.
La pizza napolitana y la parrilla argentina comparten filosofía: ingredientes mínimos, técnica perfecta, cero concesiones. Ambas requieren fuego violento, timing preciso, y esa arrogancia necesaria para decirle al cliente que no sabe lo que pide. "Acá no hacemos pizza con piña" tiene el mismo espíritu que "la carne se pide jugosa o te vas a otro lado".
Octubre en Nápoles olía a asfalto mojado y cerveza tibia. La excusa era La Renga en el Arena Flegrea, pero el destino —siempre tramposo— me llevó a Ercolano. Ahí, a través de Couchsurfing, conocí a Katia —madre de Alfredo, de unos ocho años— y a Nicola —administrativo que coleccionaba vinilos de Pappalardo—. Compartíamos piso con un mexicano de Tecate que viajaba Europa con mochila más gastada que sus zapatos, y dos polacos que intentaban descifrar el dialecto napolitano. Tarea titánica.
La noche del recital el cielo se rajó en dos. En el tren a Nápoles vi una historia de Instagram: Galarza —amigo cordobés que conocí en un hostel de Bratislava— estaba ahí, flaco como siempre, sin barba, con remera de Cerati desteñida. "¡Locooooo! ¿Vos también caíste en la trampa napolitana?", me gritó al verme, mientras una bandera de Maradona se enredaba en los paraguas de la fila.
El Arena Flegrea con sus mil quinientas almas apretadas era caldero: cuerpos empapados, botellas de Moretti vacías rodando, y de repente el riff de "Tripa y Corazón" sacudiendo el aire. "Ate con tripa mi corazón... sin más que eso salí a la cancha". Las palabras de Chizzo sonaban a potrero en Córdoba, a noches robadas en el Kempes, a todo lo que llevaba pegado en las zapatillas desde los quince.
La lluvia —que en la primera hora cayó como si el Vesubio hubiera erupcionado agua— se volvió parte del show. Entre canciones miré hacia el palco VIP: Claudia, Giannina y Dalma Maradona estaban ahí, lejos pero visibles, como santas en retablo. Cuando arrancó "Balada del Diablo y la Muerte" saqué el teléfono y llamé a Checho y Manuel —hermanos de la vida y del rock—. "¡Escuchá esto, loco!", grité, sosteniendo el celular hacia el escenario. Del otro lado solo se oían rugidos y el eco de una guitarra que atravesaba el océano.
Ver a las hijas de Diego en un recital de rock argentino en territorio napolitano fue momento de simetría perfecta. Ellas heredaron un trono que nadie discutirá jamás, nacieron en Argentina pero crecieron con Nápoles tatuado en el apellido. Nosotros heredamos la música que nació en sótanos de Constitución y ahora resuena en anfiteatros europeos. Esa noche, bajo la lluvia y los acordes de Renga, entendí que Nápoles y Argentina no son países hermanos: son el mismo país con diferente geografía.
La vuelta fue caos puro: trenes cancelados, calles convertidas en ríos, taxistas que cobraban en euros lo que valía en lágrimas. Llegué a Ercolano pasadas las dos de la mañana, chorreando agua y adrenalina. Katia me esperaba despierta —"Los argentinos nunca llegan a horario pero siempre traen historias que valen la pena"— con café cargado en tazas de desayuno. Mientras me secaba con toalla que olía a suavizante barato, supe que Nápoles había ganado: me llevaba otra cicatriz en el alma y la certeza de que el rock —como Diego— no conoce fronteras.
Nápoles me enseñó que hay conquistas sin cañones. Donde los europeos impusieron virreyes y tratados, Diego armó un imperio con gambetas y pura gambeta. Hoy, mientras el Vesubio vigila silencioso, sus calles repiten el mantra: "No fuimos colonizados, nos rendimos al mejor". Ya en el bus de salida, viendo alejarse los murales de Diego y recordando los acordes de Renga rebotando contra paredes del Arena, confirmé lo que sospechaba desde 2019: esta ciudad no se visita, se hereda. Como el potrero, como el ragú de la nonna, como esos sueños que solo Nápoles y Buenos Aires saben convertir en verdad.
Mi paso por la Costa Amalfitana duró exactamente setenta y dos horas: sprint contra reloj entre pueblos colgantes, maletas que pesaban como culpas, y un hostel en Sant'Angelo —pueblo minúsculo donde hasta los limones parecen agotados de turistas—. Tres días bastaron para confirmar que la belleza, cuando se convierte en mercancía, deja cicatrices.
Las once de la mañana en Sant'Angelo son museo de trampas turísticas: hosteles con rótulos en inglés, tiendas de "limoncello artesanal" fabricado en Milán, escaleras que huelen a protector solar barato. La recepcionista del hostel, con uñas pintadas de amarillo chillón, me entregó la llave junto con folleto: "Acá tiene mapas para perderse entre multitudes". El pueblo —minúsculo, ahogado entre cerros— parecía diseñado para fotos aéreas, no para humanos. Sus callejones, estrechos como venas obstruidas, desembocaban siempre en el mismo panorama: terrazas con manteles a cuadros y camareros que coreaban "spritz! spritz!" como letanía.
Sorrento fue respiro en clave menor. Sus callejones empedrados —libres de influencers posando con cannoli— olían a cáscaras de limón fermentando bajo el sol. En la Piazza Tasso ancianos jugaban a las cartas bajo toldos despintados, indiferentes a vitrinas de Gucci devorando locales históricos. Probé el delizia al limone en una pastelería sin mesas: masa esponjosa, crema que ardía como azufre del Vesubio, amargura final que no venía de los cítricos.
Amalfi debería oler a sal y leyendas de marineros. Hoy huele a gasolina de autobús y desodorante en aerosol. La Piazza del Duomo es circo romano moderno: guías con banderas alzadas, vendedores de imanes fabricados en China, catedral que cobra cinco euros por escapar del gentío. En el Museo della Carta, entre máquinas del siglo XIII que susurraban historias de artesanos, un grupo de estudiantes coreanos gritaba para grabar videos.
Amalfi debería oler a sal y leyendas de marineros. Hoy huele a gasolina de autobús y desodorante en aerosol. La Piazza del Duomo es circo romano moderno: guías con banderas alzadas, vendedores de imanes fabricados en China, catedral que cobra cinco euros por escapar del gentío. En el Museo della Carta, entre máquinas del siglo XIII que susurraban historias de artesanos, un grupo de estudiantes coreanos gritaba para grabar videos.
Positano es el colmo: casas de colores pastel apiladas como cajas de zapatos caras, playas donde alquilar sombrilla cuesta lo mismo que tres días de alojamiento en Calabria, restaurantes donde un plato de pasta con almejas sale cuarenta euros. La postal es hermosa, innegable. Pero detrás de la postal hay precios obscenos, multitudes insoportables, y la sensación constante de estar en parque temático para turistas con más dinero que criterio.
La Costa Amalfitana es trampa perfectamente diseñada: vendieron el paraíso hasta convertirlo en infierno. Cada "pueblo pintoresco" funciona como escenario donde los locales son extras mal pagados. Los influencers venden humo digital: reels editados hasta el paroxismo, fotos con ángulos que esconden las multitudes, guías escritas por bots disfrazados de gurús. Manipulan luz, colores, hasta el sonido del mar, para convertir basura turística en oro virtual. Si muestran las colas interminables, los precios abusivos, las playas convertidas en vertederos, perderían sus contratos con aerolíneas y cadenas hoteleras.
Si amás Italia, andá a Calabria: ahí el mar no tiene vallas de entrada, las playas son kilómetros de silencio, los limones no llevan etiquetas de "experiencia auténtica". Esta costa debería declararse zona catastrófica. Mi veredicto es claro: evitala como plaga.
Si alguien me hubiera dicho que viviría seis meses en un pueblito del sur italiano apenas más grande que Serrano, habría respondido "ni en pedo" con la contundencia de quien conoce sus límites. Pero ahí estaba, parado en San Lucido, con un objetivo concreto: la ciudadanía italiana.
Después de meses arrastrando papeles, rectificando partidas de nacimiento con ayuda de mis viejos (mi hermana brilló por su ausencia), contraté un gestor. Uno de esos tipos que prometen departamento y residencia en tiempo récord. Pagué solo alojamiento, nada más. Y debo aclarar, con el ceño fruncido de quien fue estafado sin serlo del todo, que el servicio fue basura envuelta en promesas.
Estas organizaciones cobran quinientos euros por cabeza por departamentos compartidos cuando los alquileres calabreses fuera de verano no pasan de trescientos por inmueble completo. Son intermediarios voraces que colapsan comunas con expedientes, saturan pueblos y desaparecen dejando gente con sueños rotos. Hoy, desde Camboya, leo que Italia planea recortar la ciudadanía solo a primera y segunda generación. Todo ese circo para nada.
Pero en medio del quilombo apareció lo único que valió: la gente.
Compartí departamento con Augusto, Facu y su novia Gina. Al principio éramos cuatro desconocidos que coincidían solo en los horarios de la cena. Con el tiempo se volvieron esos amigos que uno extraña cuando viaja. Con el Chino, que cayó después por el mismo gestor, pasamos días pintando lidos bajo un sol que rajaba la tierra; con Facu tiramos paredes hasta que los brazos no daban más; y con Augusto cortamos pasto en una finca perdida mientras hablábamos de fútbol, de la vida y del futuro incierto. En las noches compartíamos charlas, mates y comidas improvisadas que sabían a equipo. Hoy, escribiendo esto, cómo no recordar las anécdotas del Oso Bubu o la cancha de Newell’s del Facu, los mil quilombos que tuvo el Chino con la ciudadanía o la intensidad del Augusto buscando laburo de cualquier cosa, todo el tiempo. Esos meses fueron más que trámite: fueron una especie de familia temporal, de esas que el viaje te da y después te arranca sin aviso.
San Lucido se aferra a la costa del Tirreno como náufrago a tabla. Su casco histórico empinado huele a sal, aceite rancio y abandono. Las calles estrechas trepan entre casas con ropa tendida y viejos que miran desde umbrales como si el tiempo se hubiera congelado en 1950.
El calabrés promedio es contradicción ambulante: te abraza y te roba en el mismo movimiento. Habla fuerte, gesticula como loco, te invita a comer pero después te cobra hasta el pan. Se parece al argentino en el volumen y la desconfianza al Estado, pero cuando te caga lo hace con sonrisa y un "che problema?" que te desarma. Nosotros al menos tenemos culpa. Ellos lo naturalizaron.
Rosa, la empleada municipal encargada de mi ciudadanía, empezó siendo dragón y terminó siendo amiga. La primera vez que entré al comune me ladró un "Che cosa vuoi?" con cara de pocos amigos. Le respondí en mi mejor italiano: "Sono arrivato per vedere il tuo sorriso". Me fui sin más. Ni bien la crucé de nuevo —en el pueblo, en la feria, otra vez en el comune— su actitud cambió como si hubiera apretado un interruptor. Me trataba como si nos conociéramos de toda la vida.
Un año y medio después volví a San Lucido. La llamé. Estaba en el hospital acompañando al marido a un control después de una cirugía. Ni bien terminó se vino a donde yo estaba y compartimos café, los tres, como si el tiempo no hubiera pasado. Durante el trámite le llevé mate al comune para que probara. No lo podía creer: "Mil ciudadanías he procesado y ninguno me ofreció probar esto". Se tomó tres mates seguidos mientras revisaba carpetas.
Cumplió. Tres meses y medio después de perseguirla por pasillos del comune, la ciudadanía salió. Veinte días más tarde, con Rosa amenazando al funcionario de Roma por teléfono en dialecto que sonaba a conjuro, tenía el pasaporte. Récord absoluto en país donde los trámites se miden en décadas.
Lo mejor de Calabria no se enumera. Está en los días compartidos con los pibes, esos que arrancaban con mate y terminaban con vino barato al borde del Tirreno. En las jornadas pintando lidos con el Chino, que entre brochazo y brochazo se quejaba de los quilombos de su ciudadanía. En las mañanas tirando paredes con Facu, siempre con alguna historia de la cancha de Newell’s o del Oso Bubu que nos hacía reír cuando el cuerpo no daba más. En las tardes cortando pasto con Augusto, que no podía quedarse quieto y buscaba laburo de cualquier cosa con una intensidad casi heroica. Todos ellos pasaron a ser esos amigos que uno extraña cuando viaja, los que dejan huella en los silencios más que en las fotos.
Está en el Tirreno, ese azul que te hipnotiza desde el balcón. En los atardeceres compartidos con birra tibia y pizza fría. En las cenas comunales donde todos poníamos lo poco que teníamos: pasta, salsa comprada en el Eurospin, queso rallado que sabía a plástico pero llenaba.
Lo peor tampoco se lista. La burocracia que avanza como glaciar. Los trabajos en negro donde "mañana" era promesa eterna. La sensación de que el tiempo se estancaba entre siestas y misas de domingo. Las peleas por boludeces —quién usó el último plato, quién dejó pelos en el baño— que estallaban porque todos estábamos al borde.
Pero Calabria no te suelta con abrazo. Te arroja, te deja marcas, y después, cuando ya estás en otro lado, te das cuenta que te cambió. Me llevé amistades que sobrevivirán décadas, atardeceres grabados en la retina, y una lección que nadie te enseña en ningún manual: la libertad no se regala, se arranca con los dientes.
Esa mañana éramos tribu: Augusto, Facu, Gina, Manu, Loli, Pilar, Gise y yo, haciendo quilombo en San Lucido antes de las siete. El plan era simple: primer tren a Paola, empalme a Pizzo, dejarse llevar por el día.
Pizzo cuelga sobre el golfo de Santa Eufemia como balcón al Tirreno. Llegamos en ese limbo entre temporadas, cuando las calles todavía duermen y las gelaterías abren sin apuro. El objetivo era claro: caminar sin rumbo, matar el día entre mates y pelotudeces, probar el tartufo.
Ese helado nació acá en los cincuenta, en la Gelateria Ercole. Dicen que fue accidente: chocolate con avellanas que se solidificó de golpe. Los locales juran que fue genialidad pura. Nosotros pedimos uno en la plaza principal, con el castillo aragonés del XV vigilando desde arriba. El primer bocado fue revelación: crujiente afuera, cremoso adentro, corazón de chocolate líquido que justifica el viaje.
Entre el helado y la playa —calita de piedras donde el agua transparente golpeaba contra rocas— se nos fue el día. Fotos horribles, charlas boludas, algún chapuzón valiente (el Tirreno en primavera todavía congela, palabra).
Pero lo mejor fue lo imprevisto. Esperando el tren de vuelta, un viejo de boina y ojos desorbitados se nos acercó. "Saben que tengo la fórmula de la máquina del oro, ¿no?", largó sin preámbulos. Media hora nos habló de conspiraciones, alquimia y cómo él era genio incomprendido. Augusto lo grabó en secreto. Ese video debe andar perdido en algún chat grupal entre memes.
Pizzo no fue revelación existencial pero sí inicio: primera excursión grupal, primera comprobación de que siete juntos encuentran más locos (y más helados) que uno solo. Volvimos con arena en las zapatillas y panza llena, ya planeando la próxima.
Este pueblo de pescadores huele a historia y fritanga. Su castillo —donde fusilaron a Joaquín Murat en 1815, el cuñado de Napoleón— hoy es museo y salón de eventos. Las calles esconden talleres de coral y bodegas donde el Greco se toma en vasos desparejos. Y abajo, siempre el mar: el mismo que trajo griegos, normandos y españoles, y que hoy sigue ahí para los que llegan buscando poco más que un helado y algo que contar.
Lorenzo, dueño del departamento en San Lucido, nos lo dijo con esa seguridad de quien conoce su tierra: "Tienen que ir a Maratea. El Cristo, las montañas, el silencio... Es distinto". Una mañana cualquiera, con Gina, Facu, Augusto y mochilas llenas de sándwiches y mate, tomamos el tren. Una hora separaba San Lucido de este pueblo clavado en los montes de Basilicata, justo en el borde con Calabria.
La estación nos recibió vacía: calles desiertas, persianas bajas, solo viento entre olivos. Desde ahí el camino era claro y empinado: varios kilómetros de subida hasta el sendero que lleva al Cristo Redentor, la estatua gigante que domina desde lo alto.
Apenas arrancamos a caminar, un auto frenó. Una mujer de sonrisa cálida nos preguntó de dónde éramos. Asunta —prefería Asunción, por sus años en Venezuela— era de esos personajes que parecen salidos de novela. Venía a despedir a su hija que volvía al norte a estudiar. "Enviudé hace años, ahora solo me quedan estas montañas y la cocina", dijo con melancolía que cortaba. Le ofrecimos visitarnos en San Lucido para compartir comida. Ella nos invitó a su pueblo entre sierras. "Pero sin auto es imposible llegar", admitió riendo. La despedimos después de quince minutos, agradecidos por esa generosidad que en el sur brota de la tierra.
El resto fue sudor y recompensas. Hora y media de asfalto caliente, con el Tirreno brillando abajo y las montañas oliendo a tomillo. Y entonces apareció: el Cristo de Maratea, brazos abiertos sobre el abismo, más grande que cualquier foto. Comimos bajo sus pies, pan con aceite y anécdotas, mientras las nubes rozaban la estatua.
Después bajamos por camino alternativo, cruzando aldea abandonada —casitas de piedra tragadas por hiedra— que parecía de cuento de terror.
Ya en el pueblo, Maratea mostró su lado tranquilo: calles empedradas, iglesias barrocas, ese ritmo lento que obliga a frenar. Era hora de siesta, y en Calabria la siesta es ley. Puertas cerradas, gatos durmiendo al sol, solo ruido de platos en algún patio.
Volvimos a San Lucido con piernas muertas pero contentos, sabiendo que esa noche habría birras, cena grupal y certeza de que estábamos descubriendo Calabria como correspondía: caminándola, compartiéndola, dejándola sorprendernos.
Ese día Maratea nos enseñó que los viajes se miden por la gente que encontrás. Y que a veces una invitación a comer —aunque no se concrete— es el mejor recuerdo que te llevás.
Ese día en San Lucido amaneció tan quieto que el silencio me empujó a salir. Necesitaba caminar, perderme, sentir el peso de la mochila. Había escuchado de un lugar llamado Arcomagno, cueva marina con arco natural que tres argentinos mencionaron como obligatorio. Eso bastó.
Al día siguiente, antes del amanecer, ya estaba en movimiento. Tren tempranero a Paola, otro a Scalea. Para las nueve y media mis pies pisaban el asfalto que llevaba a San Nicola Arcella. Dos horas de caminata bajo sol despiadado, con el Tirreno reluciendo a la izquierda y colinas ondulando a la derecha. La mochila pesaba, las subidas quemaban, pero cada curva regalaba postal nueva.
San Nicola Arcella apareció como mirador natural. Me senté en una roca, saqué el mate, dejé que el viento me secara el sudor. Una señora con delantal manchado de harina me señaló el camino: "Baje hasta la playa, cruce toda la arena, busque escaleras tras la roca grande".
Descendí por sendero de piedras sueltas, pisé playa desierta donde las olas eran único ruido. Al final, tras curva oculta, ahí estaba: el arco, monumental, tallado por el mar durante siglos.
El agua turquesa se colaba bajo la roca, iluminada desde dentro como si tuviera luz propia. No había nadie. Solo yo, el jamón crudo y el pan de Scalea, y el silencio roto por olas. Comí en la arena, leí páginas de un libro ajado, me quedé hasta que el sol empezó a esconderse. La sombra trajo frío repentino y necesidad de volver.
La vuelta fue dura. Mismos siete kilómetros hasta Scalea, pero sin trenes ni buses. Tuve que caminar hasta Paola bajo estrellas, piernas ardiendo, espalda doblada. Al pasar por la playa de San Lucido vi a mis amigos saludando desde la orilla. Devolví el gesto pero no paré: necesitaba ducha y cama, en ese orden.
Días después volví al Arcomagno. Esta vez con el Chino, Ale, Gise y Guille, después de noche de birras. Caminamos menos, tomamos desvío a playa más escondida, al este del arco. Arena igual de vacía, agua igual de clara, pero la magia del primer encuentro ya no estaba. Fue hermoso, sí, pero como suele pasar, la primera vez siempre lleva algo que las otras no repiten.
Este rincón calabrés esconde siglos. San Nicola Arcella, con calles empinadas y fachadas blancas, nació como pueblo de pescadores. El Arcomagno es pura geología: cueva marina cuyo techo se derrumbó hace milenios, dejando ese arco perfecto. Dicen que los griegos ya lo conocían, que piratas usaban sus recovecos para esconderse. Hoy, fuera de temporada, sigue siendo refugio para los que buscan silencio.
Después de semanas de lluvia persistente, el sol finalmente reventó las nubes. Tropea, joya colgada sobre acantilados, era la excursión obligada. El viaje en tren con transbordos anunciaba la recompensa: ese momento donde la vista se pierde entre azul cobalto y perfil de costa.
Tropea se hunde en leyenda. Dicen que Hércules la fundó durante sus viajes. Los griegos la usaron como puerto, los romanos la integraron a sus rutas, los normandos la fortificaron contra sarracenos. Su castillo, erguido sobre precipicio, sigue ahí como testigo mudo. La Cattedrale di Maria Santissima guarda reliquias bizantinas mientras balcones barrocos desafían la gravedad proyectándose al vacío.
La playa principal, accesible por escalinatas talladas en roca volcánica, ofrece espectáculo de transparencias donde turquesa se funde con esmeralda. Más allá, el islote de Santa Maria dell'Isola, coronado por capilla centenaria, completa la estampa que convirtió a Tropea en postal del turismo sureño.
La gastronomía local tiene su estrella: la cipolla rosa di Tropea, con dulzor peculiar que va desde ensaladas hasta postres raros. Pescados frescos preparados como hace siglos, embutidos picantes como la 'nduja, panorama culinario tan intenso como el paisaje.
Al caer la tarde, cuando luz dora las fachadas ocres, el paseo por corso Vittorio Emanuele revela alma auténtica. Artesanos trabajando cerámica heredada de tradiciones milenarias, enotecas que ofrecen Greco di Bianco, heladerías donde hasta el sorbete de bergamotto sabe a historia.
El regreso nocturno se emprende con esa mezcla de satisfacción y nostalgia que dejan lugares memorables. Tropea no es simple destino sino síntesis de naturaleza e historia, donde cada rincón susurra leyendas de navegantes, santos y campesinos, donde el tiempo parece detenido para permitirnos atisbar la eterna belleza mediterránea.
"Haberse visto en la soledad, esa que aman los sabios..."
El verso de Cielo del Desengaño de La Renga me acompañaba como mantra mientras el tren serpenteaba junto al litoral. Necesitaba esa soledad sabia, esa que no duele sino que limpia. Después de días inmerso en convivencia bulliciosa de San Lucido, donde cada momento era compartido, mi espíritu pedía aislamiento reparador que solo el mar y un libro pueden dar.
Scilla apareció como sueño mediterráneo hecho piedra. El pueblo, colgado sobre el estrecho de Mesina, respiraba esa atmósfera mítica que inspiró a Homero a situar acá la guarida de Escila, monstruo marino que devoraba navegantes. Hoy, en lugar de bestias, el castillo Ruffo custodia silencioso este rincón donde historia se mezcla con presente.
Caminé sin rumbo por Chianalea, barrio de pescadores conocido como "la pequeña Venecia", donde casas parecen brotar del mar. Barcas multicolores se mecían suaves, redes extendidas al sol como guirnaldas. Aroma a pescado fresco mezclado con perfume de bergamotto que crece en jardines colgantes.
La playa fue mi santuario. Tendido sobre arena dorada, con libro como único interlocutor y olas como banda sonora, encontré esa soledad preciosa que "aman los sabios". El sol calentaba mientras observaba a pescadores reparar redes con movimientos precisos, heredados de generaciones. El mar, en espectáculo de azules cambiantes, lamía la costa con suavidad hipnótica.
Al atardecer, cuando luz dorada bañaba fachadas color pastel, subí al castillo. Desde murallas la vista abarcaba el estrecho completo: al norte, costa calabresa serpenteando hasta perderse; al sur, perfil difuso de Sicilia en horizonte. En ese momento entendí el verso completo - esa soledad no era vacío sino plenitud.
Scilla me regaló lo necesario: silencio para escucharme, espacio para respirar, belleza para inspirarme. "Haberse visto en la soledad" resultó ser el mejor regalo. En este pueblo donde mito se hace tangible y tiempo fluye más lento, descubrí que a veces perderse es la mejor manera de encontrarse.
La esencia de Scilla está en detalles: crujido de redes sobre adoquines, sabor salado del tonno rosso recién capturado, sombras alargadas de barcas al atardecer. Pero sobre todo, en esa paz profunda que solo existe en lugares donde mar e historia tallaron, con paciencia milenaria, refugio para el alma.
La semana había dejado tensión espesa en San Lucido. Las malas noticias sobre la ciudadanía cortaban el aire. Necesitábamos resetear, reconfigurar el espacio entre nosotros. Diamante se ofreció como solución: trayecto corto en tren, nombre que prometía brillos, escape hacia el Tirreno donde el mate serviría de tregua.
El pueblo se desplegó como lienzo urbano. Fundado como defensa contra piratas berberiscos, hoy debe más al movimiento muralista que a su pasado militar. Desde los ochenta, artistas transformaron muros en manifiesto pictórico colectivo. Fachadas blancas convertidas en soportes para alegorías marinas, retratos de ancianos con arrugas que narran historias, composiciones abstractas donde azul ultramar dialoga con ocre de tierra. Caminar por sus calles equivalía a recorrer páginas de libro abierto al sol, donde cada fresco planteaba preguntas sobre identidad y memoria.
El castillo aragonés, erguido sobre promontorio rocoso, funcionaba como faro. Desde almenas la vista abarcaba curvatura del golfo, vaivén hipnótico de barcas, perfil difuso de islas Eolias en horizonte. Bajamos al barrio de pescadores, donde casas brotan de roca basáltica, escalinatas talladas en piedra volcánica formando topografía laberíntica.
Almorzamos frugal: pan casero, queso canestrato, tomates secos preparados al alba. Lo compartimos en rincón del paseo marítimo, donde olas rompían contra espigones con ritmo de salmodia. Comer juntos, sin prisa, con el mar como único testigo, fue restaurando lentamente la complicidad erosionada por días anteriores.
La tarde nos llevó a explorar acantilados al sur. Erosión milenaria había esculpido cavidades donde agua marina se estancaba formando pozas cristalinas. Sol declinante tejió redes de luz sobre superficie rocosa, mientras oleaje llegaba amortiguado, como si el paisaje modulara su fuerza para crear espacio de paz.
Diamante operó en nosotros como sus murales: cubrió con nuevas capas las grietas de la semana, demostró que a veces basta cambiar de coordenadas para reencontrar equilibrio. Viaje de regreso se hizo en silencio, pero ya no era ese silencio incómodo de la partida. Era mutismo sereno de quien entiende que ciertos lugares actúan como espejos, devolviéndonos versiones más nítidas de nosotros mismos.
Diamante operó en nosotros como esos murales que lo pueblan: cubrió con nuevas capas de significado las grietas de la semana, demostró que a veces basta cambiar de coordenadas para reencontrar el equilibrio. El viaje de regreso se hizo en silencio, pero ya no era ese silencio incómodo de la partida. Era más bien el mutismo sereno de quien ha comprendido que ciertos lugares actúan como espejos, devolviéndonos versiones más nítidas de nosotros mismos.
La semana había tejido su urdimbre de tensiones en San Lucido, dejando entre nosotros ese malestar sordo que se instala cuando las palabras sobran y los silencios pesan. Las malas informaciones acerca de la ciudadanía estaban cortando el aire. Necesitábamos desandar lo andado, reconfigurar el espacio entre unos y otros. Diamante se ofreció como solución geográfica: un trayecto ferroviario breve que permitía el lujo de no madrugar, un nombre que prometía destellos, una fuga hacia el litoral tirreno donde el mate serviría de ritual conciliador.
La semana había tejido su urdimbre de tensiones en San Lucido, dejando entre nosotros ese malestar sordo que se instala cuando las palabras sobran y los silencios pesan. Las malas informaciones acerca de la ciudadanía estaban cortando el aire. Necesitábamos desandar lo andado, reconfigurar el espacio entre unos y otros. Diamante se ofreció como solución geográfica: un trayecto ferroviario breve que permitía el lujo de no madrugar, un nombre que prometía destellos, una fuga hacia el litoral tirreno donde el mate serviría de ritual conciliador.
Desde que pisé Italia para tramitar la ciudadanía, Puglia se instaló en mi cabeza como obsesión visual. Las sesiones nocturnas de scrolling mostraban acantilados sobre el Adriático, callejones blancos y ese mar que parecía teñido con acuarelas. Los comentarios en blogs coincidían: fuera de temporada, cuando los turistas se esfuman, la región revelaba su carácter auténtico. Pero organizar el viaje se convirtió en epopeya grupal que merece crónica propia.
La idea del furgón nació durante una de esas tardes eternas en San Lucido, cuando el aburrimiento nos hacía proyectar aventuras imposibles. "¿Y si alquilamos algo para ir todos juntos?", propuse, sabiendo que en Calabria todo es negociable si tenés paciencia y conocés al dueño correcto. Armamos lista volátil de seis o siete posibles compañeros —el número fluctuaba según el día y los ánimos—. Fue el Chino quien hizo el contacto clave: "Conozco a un tipo que alquila una Trafic grande". El encuentro con Emilio en el Bar Sotto Sopra tuvo ceremonial típico del sur italiano: tres cafés tomados lentamente mientras discutíamos detalles ya decididos. La Trafic blanca, con sus trescientos euros por cuatro días (y entrega a las siete de la mañana del quinto), parecía hecha para nosotros.
El problema surgió cuando hablamos de conductores: mi carnet internacional seguía en trámites burocráticos y entre los demás reinaba escepticismo calabrés hacia la conducción en carreteras desconocidas. Anto, con su mezcla de temeridad y sentido práctico, terminó aceptando el volante. Los días previos fueron comedia de errores: reuniones para juntar dinero donde siempre faltaba alguien, discusiones sobre hora ideal de salida (yo defendía las cinco de la mañana; el grupo prefería "cuando despertemos"), y la inspección minuciosa de la Trafic que Emilio entregó con un "la revisé personalmente" que inspiraba más dudas que confianza. Me quedé con las llaves como símbolo de responsabilidad que nadie más quería.
Llegamos con el sol alto después de seis horas de ruta donde Anto descubrió que los frenos requerían fe ciega. Polignano nos recibió con ese contraste entre postal turística y vida local: mientras visitantes se apiñaban en el mirador de Lama Monachile, viejos del pueblo jugaban cartas en un patio escondido, indiferentes al alboroto. Caminamos tres horas por escaleras que surgían donde menos lo esperábamos, callejones que terminaban en terrazas privadas con ropa tendida, plazitas donde el único sonido era el de gatos peleando por sombra. El mar, siempre presente como imán, nos guiaba cuando nos perdíamos.
El mediodía nos encontró en Monopoli, donde el ritmo cambiaba radicalmente. Almorzamos sándwiches frugales en el puerto viejo, viendo cómo pescadores descargaban langostinos que aún se movían. La playa de Cala Porta Vecchia —accesible por escalera de piedra gastada por siglos de pies descalzos— fue nuestro refugio hasta el atardecer. El agua fría de abril no impidió que algunos se bañaran, mientras otros (los más sensatos) preferíamos secarnos al sol sobre toallas. Al volver al furgón con piel salada, comprendí que esta primera escala confirmaba lo que sospechaba: Puglia no era solo paisajes sino forma de viajar. Había superado las fotos al mostrar contradicciones —lo turístico y lo auténtico, lo accesible y lo escondido—. Mientras Anto revisaba el mapa con expresión preocupada (¿habíamos tomado la salida correcta?), supe que lo mejor estaba por venir. El furgón, con sus ruidos sospechosos y asientos incómodos, se había convertido en nuestro caballo de Troya para descubrir el sur verdadero.
Al volver al furgón con la piel salada, comprendí que esta primera escala confirmaba lo que sospechaba: Puglia no era solo paisajes, sino una forma de viajar. Había superado las fotos al mostrar sus contradicciones -lo turístico y lo auténtico, lo accesible y lo escondido-. Mientras revisaba el mapa con expresión preocupada (¿habíamos tomado la salida correcta?), supe que lo mejor estaba por venir. El furgón, con sus ruidos sospechosos y asientos incómodos, se había convertido en nuestro caballo de Troya para descubrir el sur verdadero.
El mediodía nos encontró en Monopoli, donde el ritmo cambiaba radicalmente. Almorzamos nuestros sándwiches frugales en el puerto viejo, viendo cómo los pescadores descargaban langostinos que aún se movían. La playa de Cala Porta Vecchia -accesible por una escalera de piedra gastada por siglos de pies descalzos- fue nuestro refugio hasta el atardecer. El agua fría de abril no impidió que algunos se bañaran, mientras otros (los más sensatos) preferían secarse al sol sobre las toallas.
Llegamos a Lecce cuando el sol comenzaba a dorar la piedra leccese, ese material cálido que convierte cada edificio en joya al atardecer. La ciudad se reveló de inmediato como obra maestra del barroco sureño, aunque nuestro tiempo fue cruelmente breve. Mientras algunos del grupo se dispersaban hacia heladerías de via Palmieri —donde sabores de almendra y bergamotto competían en intensidad—, otros intentábamos absorber en dos horas lo que merecía días enteros. A menudo mencionan que Lecce es la "Florencia del Sur". Para mí Florencia es la "Lecce del Norte".
Su centro histórico es catálogo vivo de arquitectura barroca, donde la piedra local —maleable como mantequilla bajo cinceles de maestros del siglo XVII— se convierte en encajes pétreos. La basílica de Santa Croce representa el apogeo de este estilo: sus fachadas rebosantes de querubines, frutas esculpidas y figuras mitológicas parecen contener toda la exuberancia del Mediterráneo. El duomo, con su plaza abierta como escenario teatral, demuestra cómo arquitectos lecceses transformaron el barroco romano en algo distintivamente sureño: menos solemne, más sensual.
Bajo este esplendor barroco yacen estratos más antiguos. El anfiteatro romano, emergiendo parcialmente en la plaza Sant'Oronzo, recuerda que Lecce fue colonia romana importante (Lupiae). Los siglos bizantinos dejaron marca en iglesias como San Nicolò dei Greci, donde aún se celebran liturgias orientales. Pero fue bajo dominio español que la ciudad floreció como centro intelectual, atrayendo artistas que crearon ese estilo único: el barroco leccés, donde la piedra parece moverse como olas.
La mesa leccesa es puente entre mar y campo. Los pasticciotti, tartaletas rellenas de crema pastelera aún tibia, compiten con los rustici (hojaldres rellenos de besciamella y pimienta) como emblemas dulces y salados. En los mercados, las pittule (bolitas de masa frita con verduras o bacalao) perfuman el aire, mientras vinos negros del Salento —como el Primitivo— hablan de tierra roja que rodea la ciudad. El café acá se toma "alla leccese": con hielo y almíbar de almendras, antídoto contra el calor.
No vimos los talleres donde artesanos siguen trabajando la cartapesta (papel maché) como en el siglo XVIII, ni alcanzamos a perdernos en el laberinto judío del antiguo Giudecca. El castillo de Carlos V quedó como silueta a lo lejos, y las playas de costa adriática seguían siendo solo nombres en el mapa. Pero quizás esa frustración fue el mayor elogio: Lecce se nos impuso como ciudad que exige ser vivida con lentitud, donde cada callejón esconde patio florecido y cada iglesia secundaria rivaliza con catedrales del norte.
Al partir apresurados hacia Otranto —donde Facu había conseguido casa de alquiler ridículamente barata, verdadera ganga con terraza y vistas que después nos sorprendería—, llevábamos certeza de que esta "Florencia del Sur" había eclipsado a su homónima norteña en algo fundamental: acá la belleza arquitectónica no era reliquia encerrada sino escenario vivo de cotidianidad. Entre asientos incómodos del furgón, hicimos ese pacto no escrito de viajeros: regresar cuando pudiéramos saborear con tiempo sus plazas desiertas al mediodía, madrugadas perfumadas a pan recién horneado, y esa piedra leccesa que atrapa luz del Salento para irradiarla en crepúsculos dorados. La prisa nos arrebató horas de exploración, pero nos dejó el regalo más valioso: ganas feroces de volver.
La casa que Facu había conseguido superó todas las expectativas. Espaciosa, con ventanas que enmarcaban el mar y precio que parecía sacado de otro tiempo, se convirtió en nuestro cuartel general. Tras repartir habitaciones entre risas y protestas fingidas, salimos a abastecernos. El supermercado cercano fue testigo de nuestro entusiasmo: kilos de pasta, salsas caseras, frascos de alcachofas en aceite y botellas de vino tinto que prometían noches animadas. Esa primera cena, sencilla pero abundante, terminó con carcajadas y planes para el día siguiente.
El amanecer nos encontró ansiosos por explorar. La playa principal de Otranto, a pocos minutos de casa, era espejo de aguas quietas donde el sol dibujaba reflejos dorados. Pasamos horas nadando entre peces curiosos, lanzándonos olas imaginarias y riendo como pibes, sin preocupaciones ni horarios que cumplir. El agua, tan clara que podíamos ver nuestras sombras sobre arena del fondo, nos regaló esa sensación rara de libertad que solo el mar sabe dar.
Ale había diseñado ruta que resultó ser perfecta sin necesidad de explicaciones pomposas. Nadie prestó mucha atención cuando compartió el plan, pero al final del día todos reconocimos que había clavado cada parada. El furgón, siempre fiel, nos llevó primero a Le Due Sorelle, donde dos imponentes farallones emergían del mar como guardianes de piedra. La caminata hasta llegar valió cada paso: al final, playa de guijarros lisos como huevos nos esperaba, con aguas que cambiaban del verde esmeralda al azul cobalto según profundidad.
Luego vino San Andrea, con su arena dorada y fina que se colaba entre dedos de los pies. Lo que más nos sorprendió fueron formaciones rocosas naturales que creaban piscinas de marea, perfectas para descansar entre chapuzón y chapuzón. El lugar tenía ese equilibrio perfecto entre accesible y salvaje, con suficientes comodidades pero sin perder esencia.
El punto culminante llegó con la Grotta della Poesía, lugar que parecía sacado de cuento mitológico. La caverna abierta al mar formaba piscina natural de aguas cristalinas, rodeada de plataformas de roca desde donde los más valientes (o temerarios) se lanzaban. El sol entraba por aperturas en piedra, creando juegos de luz que bailaban sobre agua. Allí pasamos la mayor parte de la tarde, alternando entre nadar, tomar sol y reírnos de intentos fallidos de hacer piruetas antes de caer al agua.
El final del día nos encontró con botellas de cerveza vacías sobre mesa de terraza. El sur italiano se había filtrado en nosotros de manera más discreta —no a través de monumentos fotografiados mil veces, sino en ese cansancio satisfactorio que solo da un día de playas secretas descubiertas casi por azar. Al día siguiente, antes de iniciar la vuelta, no hicimos promesas solemnes de volver, porque algunos pactos no necesitan palabras. El furgón esperaba estacionado afuera, su interior aún tibio por primeras horas de sol, lleno de arena y toallas húmedas —el mejor testimonio de que habíamos entendido finalmente cómo viajar por estas tierras: sin prisa, con sentidos alerta, y siempre con lugar para lo inesperado.
El final del día nos encontró con las botellas de cerveza vacías sobre la mesa de la terraza. El sur de Italia se había filtrado en nosotros de la manera más discreta - no a través de monumentos fotografiados mil veces, sino en el gesto del panadero que nos regaló un trozo de focaccia aún caliente, en el viejo del puerto que nos señaló con el mentón hacia la mejor cala, en ese cansancio satisfactorio que solo da un día de playas secretas descubiertas casi por azar.
Al día siguiente, antes de iniciar la vuelta, no hicimos promesas solemnes de volver, porque algunos pactos no necesitan palabras. El furgón esperaba estacionado afuera, su interior aún tibio por las primeras horas de sol de la mañana, lleno de arena y toallas húmedas - el mejor testimonio de que habíamos entendido finalmente cómo viajar por estas tierras: sin prisa, con los sentidos alerta, y siempre con lugar para lo inesperado.
La ruta de vuelta se convirtió en descubrimiento. Decidimos desviarnos de carretera principal para atravesar el corazón de la Murgia, donde pueblos blancos coronan colinas como nevadas perpetuas. Ostuni apareció primero en el horizonte, su silueta recortada contra cielo azul intenso. Sería correcto definirlo como escultura habitada. Las casas encaladas —tan blancas que lastimaban los ojos al mediodía— trepaban la colina en espiral hacia la catedral gótica. Caminamos por calles que eran más bien hendiduras entre muros inmaculados, donde puertas azules y verdes parecían cuadros colgados en galería blanca.
En la Piazza della Libertà, un grupo de ancianos discutía acaloradamente junto al obelisco barroco, ignorando por completo nuestra presencia. Media hora más al norte, Locorotondo nos sorprendió con su perfección circular. Acá la arquitectura tomaba aire distinto: las casas no solo eran blancas sino que sus fachadas curvas y techos puntiagudos (llamados "cummerse") le daban aspecto de pueblo de juguete. Nos sentamos en el mirador junto a la iglesia madre, donde la vista abarcaba el valle de Itria salpicado de trulli aislados. Lo más memorable fue el silencio. A diferencia de Ostuni, acá casi no había turistas. Solo el sonido de nuestras pisadas en empedrado y rumor de persianas que se abrían cuando pasábamos.
Alberobello apareció a media mañana, cuando el sol empezaba a calentar las piedras claras de los trulli, esas construcciones cónicas que parecen sacadas de cuento de hadas. La suerte nos acompañó: al estar en temporada media, el pueblo no mostraba ese bullicio asfixiante que describían las guías para julio y agosto. Alberobello nació de vacío legal. En el siglo XV, campesinos de la zona, obligados a pagar tributos por cada vivienda estable, idearon estas construcciones sin mortero —los trulli— que podían derribarse rápidamente ante inspecciones fiscales. Hoy, el Rione Monti alberga más de mil de estas estructuras, muchas convertidas en tiendas de recuerdos o alojamientos turísticos, pero otras aún habitadas por locales que miran con cierta ironía a visitantes fascinados por su vida cotidiana.
Nuestros pasos resonaban entre estructuras cónicas, cada una con su pináculo distintivo que delataba habilidad del artesano que la levantó. El Trullo Sovrano, con sus dos niveles inusuales, nos mostró vida cotidiana de quienes habitaron estas construcciones siglos atrás: muebles rústicos, cocinas de humo negro en paredes, camas estrechas junto a ventanas minúsculas. Lo más revelador fueron ritmos cotidianos que persistían entre bullicio turístico: ancianas que fregaban escalones con agua y jabón negro, camisas de trabajo extendidas al sol entre dos construcciones vecinas, aroma penetrante a granos de café recién tostados que escapaba de ventana entreabierta.
A mediodía, mientras comíamos focaccia sentados en escalones de la iglesia de San Antonio (curiosamente, también un trullo), discutimos la paradoja del lugar: ¿hasta qué punto seguía siendo pueblo real y no escenario? Algunos lo encontraron demasiado preparado para turistas; otros, como yo, valoramos singularidad arquitectónica, aunque sin ese flechazo que esperábamos. El reloj marcaba hora de partir. El Chino y Augusto revisaban neumáticos del furgón —va, fingían, si tienen menos mecánica que el ballet del Colón—, mientras con Facu nos reíamos de semejante venta de humo. Alberobello quedaba atrás, con sus trulli perfectos como escenografía cinematográfica. Habíamos visto lo que venía en fotos —casas cónicas, calles empedradas— pero algo faltaba. Quizás era el roce de vida real, ese que sí encontramos en el resto de Puglia.
El último día nos condujo hasta los confines de Basilicata, donde Matera emergió como archivo arquitectónico abierto. La ciudad, esculpida en roca viva del barranco de Gravina, presentaba su fisonomía milenaria: viviendas troglodíticas apiladas en desorden calculado, callejones que serpenteaban entre fachadas de toba calcárea, escalinatas gastadas por siglos de tránsito humano. No era conjunto de edificios sino organismo tallado por generaciones.
Caminar Matera exigió negociar con su geografía implacable. Cada ascenso por rampas empedradas revelaba perspectivas nuevas: patios donde ancianas moldeaban orecchiette siguiendo ritmos ancestrales, balcones colgantes con macetas de albahaca, portales medievales convertidos en talleres. La Catedral, erguida en la cima, funcionaba como faro orientador entre laberinto de niveles y desniveles. La piedra local, de un beige uniforme bajo sol cenital, mutaba al dorado intenso con primeros indicios del ocaso.
El ritual vespertino comenzó en mirador al noroeste de la ciudad, accesible tras ruta secundaria que la Trafic ascendió con esfuerzo. A las veinte cuarenta y siete, según reloj del tablero, se activó el alumbrado público. El fenómeno fue progresivo: primero farolas de vías principales, luego focos estratégicos en iglesias rupestres, finalmente luces cálidas de ventanas y balcones. La toba calcárea, antes monócroma, se saturó de tonalidades áureas. Las sombras profundizaron volúmenes de los sassi, creando claroscuro que convertía cada cueva-habitación en celda de panal luminiscente.
La carretera de vuelta a San Lucido se transformó en ceremonia involuntaria. Alguien activó playlist de éxitos italianos ochenteros, y el vehículo vibró con carcajadas generadas por nuestras interpretaciones desafinadas de "Gloria" y "Sarà perché ti amo". Los trescientos diecisiete kilómetros se midieron en estribillos coreados y anécdotas repetidas, cada curva nocturna borrando un poco más la frontera entre cansancio físico y euforia residual del viaje.
Al estacionar frente al departamento en San Lucido (una cero nueve de la madrugada, según reloj de la plaza), el balance era claro: Puglia había operado transformación silenciosa en nosotros. No a través de monumentos fotogénicos sino mediante acumulación de instantes precisos: el crujido de sfogliatelle recién horneadas, eco cavernoso de olas rompiendo contra acantilados de Polignano amplificado por grutas que perforaban la costa, silencio cargado en castillo de Otranto donde viento susurraba entre almenas, y contraste definitivo entre Matera diurna —ascética en su paleta de tierras quemadas— y su versión nocturna, transfigurada en relicario de luz ámbar bajo cielo estrellado.
Prometí regresar, no por obligación romántica sino por comprensión: el sur italiano exige lecturas múltiples. Cada pueblo visitado funcionó como fractal, donde lo aparente (los trulli, los sassi, las calas) solo insinuaba capas más profundas de historia y adaptación humana. Puglia, junto al Alto Adigio y la Toscana, forma ahora mi tríada personal italiana: tres versiones de país que rehúye definiciones simples. El verdadero legado del viaje no está en fotos sino en forma en que ciertos aromas (tomillo seco, salitre, masa de pan fermentando) activan memorias involuntarias. O cómo el cansancio acumulado aquella noche se recuerda, paradójicamente, como forma plena de vitalidad. Matera fue broche perfecto: ciudad que resume esencia del Mezzogiorno, donde belleza y resistencia son dos caras de misma moneda tallada en piedra.
Trento no me pidió nada y por eso funcionó. Una ciudad que piensa más de lo que habla, donde el frío a -5°C te empuja hacia adentro —cafés, librerías, espacios cerrados— y ahí, sin buscarlo, procesás cosas que traías enredadas.
El valle se despliega entre el Bondone y el Vigolana, montañas que enmarcan sin oprimir. El río Adigio atraviesa sin estridencias, conectando barrios con puentes de piedra donde la gente se detiene a mirar el agua como si el río ordenara también sus pensamientos. Hay dos Trentos: la histórica, con plazas empedradas y el peso del Concilio todavía presente; y la universitaria, donde los estudiantes circulan en bicicleta sin cuestionarse el lugar que habitan.
La Università degli Studi opera como motor silencioso. Nada que ver con Padua. Acá la universidad no grita, se infiltra en conversaciones de café, en debates que buscan entender, no convencer. Sus facultades de Ingeniería y Sociología llenan Piazza Fiera con estudiantes que alternan papers y discusiones sobre vinos locales. Los profesores caminan con carpetas, se detienen en esquinas, terminan conversaciones que empezaron en los pasillos. El CIBIO tiene vidrieras que reflejan el paisaje medieval mientras adentro manipulan genomas entre espressos. La ciudad conserva su peso histórico pero no se queda atrapada en él.
Piazza Duomo resume todo: el mercado de frutas funciona bajo la Catedral de San Vigilio, donde los frescos medievales muestran pecadores condenados a escalar montañas de hielo. Los jueves, canederli e incienso se mezclan sin conflicto. La ciudad aprendió hace siglos a convivir con sus contradicciones.
Caminé buscando los espacios vacíos. En Libreria Due Punti, café-librería de via San Marco, los estudiantes subrayan filosofía mientras sostienen un cornetto, alternando lectura profunda y scroll distraído. Nadie apura. El ritmo es interno.
A quince minutos, detrás del cementerio monumental, el Sentiero dei Castagni: una hora de trekking donde las castañas caen sobre lápidas del siglo XIX cada otoño. Caminé ese sendero varias veces, siempre solo, ordenando pensamientos que ahí, entre árboles y silencio, se volvían claros.
El MUSE, diseñado por Renzo Piano, imita los picos dolomíticos. Adentro, peces alpinos nadan entre réplicas de formaciones rocosas. Funcional, casi terapéutico. Entrás por matar tiempo, salís habiendo procesado cosas que no sabías que tenías pendientes.
Trento me conquistó por lo que no ofrece: no promete aventuras ni seduce. Es una ciudad que permite reflexionar sin urgencias. Hay soledad elegida en sus calles, distancia con el caos que no es frialdad sino templanza. Caminar Trento es pensar en voz baja: todo se ordena solo.
Las Guest Cards que Ana me facilitó fueron permiso para explorar sin calcular cada euro. Cada vez que pasaba bajo el Arco di via San Pietro, donde un fresco de la Virgen observa el tránsito sin juzgar, confirmaba que esta era una ciudad donde podría echar raíces sin perder movilidad. Trento no me enamoró. Me dejó pensar con claridad, y eso vale más que cualquier vista espectacular.
El tren de Bressanone a Bolzano tardó 40 minutos en recorrer un valle diseñado por viticultores obsesivos: hileras de viñas trepando laderas, pueblos con torres que punzan el cielo, el río Isarco serpenteando como cinta plateada. Bolzano me recibió con su aire de ciudad fronteriza —donde el "buongiorno" y el "grüß Gott" se disputan el saludo matutino— y una temperatura que hacía crujir los pulmones.
Con 108.000 habitantes, Bolzano funciona con una eficiencia que asombra pero también distancia. Las bicicletas tienen carriles exclusivos trazados con precisión militar. Los autobuses eléctricos pasan cada 7 minutos exactos. Hasta los semáforos parecen sincronizados con algún reloj maestro enterrado bajo los Alpes. Todo funciona demasiado bien, y eso genera cierta incomodidad, como si la ciudad fuera un mecanismo perfecto que no permite grietas humanas. En la Piazza Walther, el corazón medieval, los cafés sirven apfelstrudel junto a espressos que podrían despertar a un muerto. Pero el verdadero imán está en el Museo Archeologico dell'Alto Adige, donde Ötzi —el hombre de hielo de 5.300 años— observa con ojos vacíos a los turistas. No es solo una atracción: es un símbolo de muerte congelada, de algo que permaneció intacto por milenios hasta que alguien lo sacó del hielo. Hay algo perturbador en eso, en mirar un cuerpo momificado detrás de un cristal mientras afuera la ciudad funciona con precisión suiza.
El bus 180 serpenteó por la SS241 durante 40 minutos, cada curva revelando picos más audaces. El lago di Carezza apareció de repente: un óvalo de aguas turquesas encajado entre el Latemar y el Catinaccio. No es solo hermoso. Es un espejo fracturado que refleja las montañas con una simetría casi artificial, como si la naturaleza misma hubiera decidido jugar con la geometría. El trekking circular comenzó tras un puente de troncos, el sendero azul guiándome entre bosques de pino silvestre donde las piñas caían como proyectiles naturales. Cada mirador ofrecía una nueva perspectiva: el lago duplicándose en el agua, las montañas reflejadas con una precisión que desafía la lógica de los espejos. A medio camino, el mate hirviendo en mi termo —ritual porteño en tierra tirolesa— atrajo miradas curiosas de excursionistas alemanes que no sabían qué pensar de esa bombilla metálica.
El regreso lo hice a pie, siguiendo un sendero secundario hacia Welschnofen. Cuatro kilómetros entre praderas alfombradas de tréboles, cruzando arroyos por pasarelas que crujían bajo mis pasos. Las vacas, indiferentes a mi presencia, rumiaban con mirada de sabios estoicos. En el pueblo, una parada de bus solitaria me devolvió a Bolzano, habiendo ganado la satisfacción del caminante que descubre atajos.
Las Guest Cards —regalo clandestino de Ana la recepcionista— fueron mi llave maestra, herramienta de libertad temporal que me permitió explorar sin calcular cada euro en transporte. Al caer la tarde, el funicular de Colle di Bolzano me elevó hasta un mirador donde el Rosengarten —macizo que los ladinos llaman "Jardín de las Rosas"— se tiñó de naranja y púrpura. Mientras turistas pagaban por la vista, yo observaba el espectáculo con la gratitud de quien sabe que los mejores momentos no tienen etiqueta de precio.
Bolzano, al despedirme, dejó una paradoja: su perfección ordenada es solo la cáscara. La esencia está en esos huecos que la eficiencia no logra rellenar —el gato que dormita en el umbral de la panadería Fink, el eco de un acordeón en Via dei Bottai, el lago que guarda en sus aguas secretos geológicos de millones de años—. Es una ciudad que funciona como reloj suizo pero con grietas humanas que, si uno presta atención, revelan algo más profundo que la postal bilingüe. Bolzano no es italiana ni alemana del todo, y esa ambigüedad identitaria es precisamente lo que la vuelve inquietante: nunca termina de definirse, y tal vez esa sea su mayor verdad.
San Lucido quedó atrás con su costa tirrena todavía adherida a la piel como sal seca. El proceso de ciudadanía —esa mezcla tóxica de burocracia, esperas que arrancan pedazos de paciencia y pequeños triunfos celebrados entre traductores jurados y cafés compartidos— había terminado. En mis manos, el pasaporte bordó de la UE olía a papel recién impreso y a futuro abierto. Calabria me dejaba más que documentos: una cadencia dialectal que todavía se me cuela en las vocales, el hábito irreversible del passeggiata vespertino, y esa comprensión física de cómo el sol puede dictar rutinas enteras.
El pasaje de vuelta a Argentina estaba fijado para diciembre. Eso me daba tres meses para explorar lo que Italia aún me escondía. Entre todas las regiones pendientes, una se imponía con urgencia casi física: las Dolomitas. Desde que llegué al país, su perfil dentado en fotos de viajeros me evocaba Torres del Paine o El Chaltén —ese aire patagónico trasplantado al corazón alpino—. Pero los costos habían sido barreras infranqueables: hoteles a 200€ la noche, teleféricos a 50€ el recorrido. La ciudadanía italiana no solo me abrió fronteras legales: me abrió la posibilidad de trabajar con alojamiento y comida incluidos, liberando recursos para explorar las montañas en los días libres.
Envié currículums a hoteles y fincas de la región. A los dos días sonó el teléfono: Hotel My Arborl, un establecimiento cinco estrellas en Bressanone —o Brixen, como lo llaman los locales en alemán, con esa insistencia que no es folklórica sino identitaria—. La oferta era clara: food runner con hospedaje y tres comidas diarias.
Consulté con Timmy y Nadine, amigos de la zona —ella de Bressanone, él de Vipiteno—. Ambos confirmaron que el hotel tenía buena reputación, aunque me advirtieron sobre el rigor laboral típico de los establecimientos alpinos de categoría. "Es duro, pero las montañas lo compensan", me escribió Nadine por WhatsApp, junto a una foto del Plose envuelto en niebla matinal.
Antes de aceptar, negocié con el manager: "¿Hay espacio para dos amigos más?". Chino y Ale, compañeros de ruta, también buscaban trabajo. El hotel accedió. Una semana después, los tres estábamos en Bressanone: Chino y yo como food runners, Ale en el spa.
El viaje fue una maratón de conexiones que se sintió como despedida forzada del sur. Mi amigo Fedele me llevó en su Fiat Panda desde San Lucido hasta Paola bajo un amanecer tirreno. De ahí, el tren regional a Nápoles avanzó pegado a acantilados que caían sobre el agua. En Nápoles, un autobús nocturno a Roma me permitió dormitar entre turistas con mochilas oversized. En Roma, subí a otro autobús con destino a Bolzano: ocho horas de asiento estrecho, pantallas proyectando películas alemanas sin subtítulos, y ventanas que mostraban el cambio gradual del paisaje —los olivares de Lacio dando paso a los viñedos en terrazas de Trentino, luego a los primeros picos nevados del Alto Adigio—. En Bolzano, el tren local a Bressanone completó el trayecto. Cuando el altavoz anunció "Brixen, nächster Halt" en alemán primero, italiano después, supe que el Mediterráneo había quedado definitivamente atrás.
Quince días en el Hotel My Arborl fueron suficientes para mapear jerarquías invisibles que operan como leyes no escritas pero cumplidas al pie de la letra. Los horarios eran excesivos y cambiaban sin previo aviso. El trato del personal local —altoatesinos de mirada glacial y órdenes dadas en alemán con esa sequedad que no necesita gritar— contrastaba brutalmente con la solidaridad de algunos trabajadores que, como nosotros, no pertenecían a la zona.
Pamela, Ramil, Karina, Marta, Anna (la única local que sonreía sin calcular el costo de la gentileza), y Samba y Nkemba —gambiano y nigeriano que se autodenominaban the lions— fueron las personas con las que forjé amistades reales. Ellos nos ayudaron —a Ale, a Chino y a mí— a que la adaptación fuera menos sufrible de lo que realmente era, aunque nadie se engañaba: el hotel funcionaba con una lógica jerárquica que dividía al personal entre los que pertenecían y los que solo pasaban.
A los tres días, mientras llevaba platos del comedor a la cocina esquivando meseros que circulaban con la precisión de quien conoce cada centímetro del recorrido, supe que mi lugar no estaba entre protocolos de servicio ni órdenes en alemán que yo fingía entender. Mi lugar estaba en las montañas que se veían desde la ventana del salón de desayunos, esas cumbres que me observaban cada mañana como recordatorio de por qué había venido.
En mis días libres, mientras exploraba senderos cercanos, descubrí anuncios de cosecha de manzanas en Tramin: sueldos por caja recolectada, alojamiento en casas rurales, libertad total. Presenté mi renuncia al hotel con la misma naturalidad con la que uno se quita un uniforme que nunca fue suyo. Chino y Ale optaron por quedarse. "Es agotador, pero prefiero la seguridad", dijo Ale, y no lo juzgué porque cada uno elige sus batallas.
Yo, con una mochila cargada de mapas de trekking y ropa térmica, tomé el primer tren a Tramin. Las montañas me esperaban, y esta vez sería en mis términos.
El último día entregué el uniforme en recepción. Chino y Ale me esperaban junto a la salida de personal. "Nos vemos en Argentina para las fiestas", dijeron ambos y me despidieron con un abrazo cargado de emotividad. Salí caminando hacia la estación de autobuses sin mirar atrás. El primer transporte a Tramin salía en media hora. Las montañas, al menos, no pedían protocolos ni preguntaban de dónde eras antes de dejarte pasar.
Tramin se aferra a las laderas del Alto Adigio como un racimo de casas color miel derramado entre viñedos escalonados y bosques de castaños que en octubre explotan en tonos ocres. Cada sendero huele a fermentación: manzanas recién cortadas y Gewürztraminer descargando su perfume desde las barricas. El pueblo late alrededor de su campanario gótico cuya aguja punza las nubes bajas que rozan los Alpes. Entre muros de piedra de las granjas aún resuenan palabras en ladino mezcladas con italiano y alemán.
Mi jornada comenzaba al filo de las 8 AM, cuando la niebla matinal aún tejía velos sobre los manzanales de la finca de los Hirtz. Ernst, el patriarca de manos nudosas como raíces de vid, me enseñaba el arte de la torsión exacta para desprender la Golden Delicious sin dañar el pedúnculo. "No es fuerza, es ángulo", gruñía mientras sus dedos ejecutaban un giro preciso que yo tardé semanas en dominar. Las cajas de plástico azul se llenaban bajo un sistema de triple clasificación: tamaño, ausencia de cicatrices, densidad de color. Las mejores iban destinadas a supermercados de Zúrich; las imperfectas, a las prensas de mosto en Lana.
Trabajaba solo con Ernst la mayor parte del tiempo. Florien —su hijo— aparecía solo en sus días libres de su trabajo en la empresa, con su tractor modificado para circular entre hileras estrechas, ayudando a coordinar las cargas. A mediodía, Helene aparecía con una cesta llena de pan, jamón ahumado y queso. Comíamos en la mesa de la cocina de la casa, Ernst y yo, discutiendo sobre la humedad y cómo afectaba la cosecha mientras las manos descansaban unos minutos antes de volver a las filas de manzanos. Por las tardes, Caroline y Leoni —hijas de Florien y Evelyn— correteaban entre las hileras convirtiendo gusanos en mascotas provisionales, mientras Evelyn supervisaba el pesaje final con una tablet que contrastaba con sus delantales bordados.
Durante los dos días que trabajé con otros locales, el ritmo cambió. El dialecto se cerraba en conversaciones que yo no podía seguir, donde "apfel" se convertía en sonidos guturales que rebotaban entre las hileras. Pero el verdadero momento de comunidad llegó con la vendimia. La finca tenía una parcela de media hectárea plantada con Lagrein, y cuando llegó el momento de la cosecha, los vecinos aparecieron armados con tijeras. Aprendí que el Gewürztraminer se corta en racimos compactos solo después del mediodía, cuando el rocío se evapora para no diluir los azúcares. Las uvas viajaban en remolques abiertos hasta la cantina social de Cortaccia, donde las prensas las convertían en mosto bajo la vigilancia de un enólogo que olía cada carga con la concentración de quien sabe lo que busca.
Cuando terminamos, nos sentamos en el patio de la finca con cervezas heladas que Florien sacó de la bodega. El sol caía sobre las montañas tiñéndolas de naranja, y por primera vez en semanas sentí que el trabajo físico había generado algo más que un sueldo: había generado pertenencia temporal, esa sensación de haber sido parte de algo que existía antes de mí y seguiría después.
Desde mi habitación en el granero restaurado veía las luces de los tractores avanzar entre los manzanales al anochecer. Las noches transcurrían en esa quietud rural donde el cansancio físico borra cualquier necesidad de entretenimiento. Un domingo, cuando la plaza frente a la iglesia se llenó de puestos de lana y pasteles de ruibarbo, tomé el tren de las 10 hacia Vipiteno para visitar a Timmy y Nadine.
Vipiteno emerge tras un recodo del valle como un decorado donde el Tirol se funde con Italia sin pedir permiso. Timmy y Nadine me llevaron a una pizzería donde el horno de leña convivía con una colección de crampones antiguos colgados en la pared. La pizza llevaba base de centeno, cebolla caramelizada y jamón ahumado. Después fuimos a las montañas: bosques de alerces que cedían el paso a praderas donde las marmotas silbaban advertencias. Timmy señalaba cumbres con nombres impronunciables mientras Nadine explicaba cómo las rutas de contrabando de la Guerra Fría ahora son senderos para ciclistas.
En otro día libre me propuse visitar el lago di Braies. Llegar exigió tres trenes regionales (Trento-Bolzano, Bolzano-Bruneck, Bruneck-Niederdorf) y dos autobuses con conductores que desafiaban curvas imposibles. El lago apareció como una losa de esmeralda líquida rodeada por murallas de roca. El trekking del circuito completo reveló estratos de piedra que se desplegaban como páginas de un libro geológico. En la orilla norte, botes de remo de madera se alineaban golpeando suavemente contra las piedras con un sonido a campanas bajo el agua.
La despedida en la granja fue simple pero precisa: Ernst me entregó una navaja con grabado de manzanas, Florien cargó mi mochila con tres botellas de Gewürztraminer, y las niñas me dibujaron un mapa imaginario de Tramin donde el lago era más grande que Austria. Al subir al tren hacia Munich, con Praga esperando en conexiones sucesivas, comprendí que en los Alpes incluso los adioses tienen sabor a sidra ácida y promesas de regresos que tal vez nunca se cumplan pero se sostienen igual.
Llegué a Matarello con el polvo del Magreb aún en las botas y el recuerdo fresco de las risas en San Lucido, donde había reencontrado a Rosa, Andrea, Samanta y Fedele. Tras despedirme de Augusto y su familia —donde los choris al humo y las birras heladas escribieron nuestro último brindis—, necesitaba echar raíces temporales. Italia me retenía entre dosis de vacunas y burocracia pandémica, y en ese limbo encontré el voluntariado perfecto: un refugio de techos rojos junto a los Alpes de Trentino, donde los castaños milenarios vigilan los huertos de manzanas.
Este segundo paso por el Trentino nació de la conveniencia, sí, pero se transformó en recordatorio de que hasta las paradas obligatorias pueden ser luminosas. El paréntesis forzado —necesitaba completar las segundas dosis de vacunas para viajar— se convirtió en algo más que trámite sanitario.
Marianna, mi anfitriona, trabajaba en la recepción del Hotel Panorama con uñas impecables y modales de hospitalidad profesional, pero su verdadera pasión era cuidar de Ariel, su golden retriever de tres años que ladraba cada vez que sonaba el timbre de la cocina. Mi tarea principal consistía en pasear al perro por las mañanas y realizar trabajos básicos de mantenimiento en su casa: regar geranios, limpiar canaletas, asegurar que la leña estuviera apilada bajo el cobertizo antes de las lluvias otoñales. También colaboré con una mudanza.
El verdadero eje del voluntariado estaba en la casa de Wilfred, a cuarenta minutos caminando por la Via dei Castagni, con una pendiente rompe gemelos. Un hombre de 80 años que afilaba tijeras de podar con gesto mecánico mientras cargaba en sus hombros el peso de una tristeza que no necesitaba palabras para hacerse presente. Su esposa Greta vivía en la residencia Geriátrica San Michele desde hacía dos años, tras ser diagnosticada con Alzheimer severo. "La familia dice que no puedo cuidarla", me confesó el primer día, y en esa frase había más resignación que reclamo.
Nuestro trabajo se limitaba exclusivamente al patio trasero de su casa. Pablo —el santafesino que también estaba de voluntario— y yo nos turnábamos para podar meticulosamente las parras de kiwi que trepaban por el muro sur, haciendo cortes en ángulo de 45 grados para evitar que las ramas secas comprometieran la próxima cosecha. Otra de nuestras tareas consistía en limpiar las hojas muertas de los castaños centenarios usando rastrillos de dientes flexibles, amontonando el follaje otoñal en sacos de yute que Wilfred luego convertía en abono.
Las tardes terminaban con Wilfred sentado en su banco de hierro forjado, mirando el retrato de bodas que colgaba en el porche. Ahí comenzaba a contar historias —a veces las mismas, una y otra vez, sin importarle si ya las había relatado—: la vez que cruzó los Alpes en bicicleta con su hermano, el invierno del '63 cuando nevó tanto que tuvieron que cavar túneles para salir de casa, cómo aprendió a injertar manzanos con su padre en los años de posguerra. Cada historia, sin importar dónde comenzara, terminaba en el mismo lugar: con Greta. "Greta preparaba la mejor strudel de manzana del Trentino", decía al final de cualquier anécdota, o "Greta insistía en que los kiwis necesitaban poda en invierno", o "Greta era quien realmente entendía el jardín, yo solo aprendía mirándola". Hablaba de ella en presente continuo, como si Greta todavía estuviera ahí, entre las plantas que él cuidaba con la disciplina de quien sostiene una promesa. Pablo y yo escuchábamos en silencio, sabiendo que esas palabras no buscaban respuesta sino testigos.
Matarello fue un paréntesis necesario: las segundas dosis de vacuna que necesitaba para África se convirtieron en excusa para arraigar temporalmente entre castaños. Pero cuando los costos de vuelos y safaris se dispararon como la espuma de un cappuccino mal hecho, y las fronteras comenzaron a cerrarse —Sudán se volvió inaccesible, las rutas terrestres se complicaron—, tracé una X sobre el continente africano y rotulé "Grecia" en mi mapa mental con letras mayúsculas. El cambio de planes no fue fracaso sino ajuste natural, parte del flujo que define todo viaje.
Pablo partió primero, dos días antes que yo. Mi última tarde con Wilfred transcurrió como siempre: podando kiwis bajo un cielo plomizo, sin grandes declaraciones. No hubo regalos materiales, solo un apretón de manos que se transformó en abrazo cuando murmuré "Arrivederci". Sus palabras finales —"Greta habría hecho strudel para vos"— contenían más gratitud que cualquier objeto. Ariel, la golden retriever de Marianna, lamió mis pantalones como despedida oficial.
Si la primera vez descubrí los Alpes con ojos de principiante, ahora los recorrí con la certeza de que los lugares que nos usan de refugio terminan grabándose en la piel como los nudos de un castaño viejo. África esperaría. Grecia llamaba. Y yo, con la mochila llena de recuerdos que no pesaban, ya estaba en movimiento. Matarello no fue grandioso ni épico. Fue pequeño, doméstico, humano. Y tal vez por eso mismo, necesario.