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En la estación Termini de Roma, un tipo vendía encendedores piratas gritando precios en un italiano que mezclaba tres dialectos distintos. A su lado, una señora discutía herencias por teléfono mientras turistas intentaban descifrar tableros de trenes. Nadie se miraba, pero todos formaban parte de la misma coreografía caótica. Ahí entendí algo: Italia no es museo, es organismo que funciona encima de sus ruinas porque el alquiler en el centro histórico cuesta un riñón y hay que aprovechar cada metro cuadrado.
Dicen que inventó la civilización occidental. Lo que realmente inventó fue sobrevivir al colapso con estilo. Mientras imperios se derrumbaban, acá se seguía produciendo vino, esculpiendo mármol y discutiendo con ferocidad religiosa si la carbonara lleva panceta o guanciale. Las ruinas no son trofeos: son obstáculos camino al trabajo.
De norte a sur, el territorio opera en frecuencias incompatibles. Milán marca el pulso financiero con puntualidad suiza. Nápoles responde con economía paralela donde todo se negocia y nada se factura. Venecia cobra €15 por entrar mientras se hunde centímetro a centímetro. Roma acumula basura en Trastevere y turistas en Fontana di Trevi. Sicilia mira África recordando cuando era centro del Mediterráneo, no su periferia.
La Via Francigena atraviesa Toscana como cicatriz medieval sin curar. Colinas de cipreses, abadías que producen licores más fuertes que cualquier grappa, pueblos que resisten despoblándose porque los jóvenes emigran a Berlín como sus bisabuelos a Buenos Aires. Este camino no vende epifanías: ofrece kilómetros de soledad, nonnas hostiles en trattorias, vino áspero que cuesta menos que el agua.
El Mezzogiorno concentra lo que el norte prefiere olvidar. Nápoles con altares a la Virgen junto a murales de Maradona —ambos santos—. Sicilia donde templos griegos miran al Etna como testigos de erupciones que borraron civilizaciones. Calabria con playas transparentes y vacías, fotografías de los cincuenta antes de que el turismo arrasara.
Y entonces aparece el parentesco incómodo. Argentina e Italia comparten más que apellidos: pasión tribal que transforma estadios en campos de batalla, desconfianza estructural al gobierno resuelta en economía subterránea, culto materno que protege y asfixia. La mamma que prepara comida para una semana aunque vivís solo hace diez años existe en Nápoles y en Boedo con la misma intensidad. Este parentesco incomoda porque desarma el mito: lo que creíamos argentino —el grito en la cancha, la viveza criolla— es importado. Venimos de barcos calabreses y piamonteses escapando del hambre, nos diferenciamos durante un siglo, y ahora volvemos con ciudadanía europea buscando reconocimiento en monumentos que no nos recuerdan.
Cuando Luca Prodan aullaba "Mejor no hablar de ciertas cosas" con acento italiano que nunca perdió, hacía lo mismo que napolitanos con la tarantella: convertir dolor en ritmo porque es la única forma de procesar tragedia sin pudrirse. La misma urgencia, el mismo baile al borde del precipicio.
Recorrer Italia exige quitarse anteojeras turísticas: entender cómo conviven frescos de Rafael con basura sin recoger, cómo un callejón huele simultáneamente a podredumbre y ragú hirviendo desde las siete de la mañana. Cada adoquín cuenta relatos en mármol, aceite "extra virgen" prensado en Túnez, raíces que beben de cuatro mares mientras un quinto —pateras africanas— golpea costas calabresas con urgencia que Europa ignora.
Este no es país museo. Es territorio que digiere invasiones, expulsa dictadores, absorbe inmigrantes y produce belleza y corrupción en partes iguales. Atravesarlo es ajuste de cuentas: con el apellido, con los relatos sobre "il paese", con la certeza de que nunca fuimos tan distintos como creímos. Las páginas que siguen no prometen revelaciones. Solo 60 días de caminar, comer, perderse y entender que algunos lazos de sangre se activan cuando pisás la tierra de donde salieron tus muertos.
Lee la Historia de ItaliaCapital: Roma
Población: 60.4 millones (2023)
Idiomas: Italiano (oficial), además de lenguas cooficiales como el alemán en el Tirol del Sur y el francés en algunas zonas de los Alpes.
Superficie: 301,340 km² (5º país más grande de Europa)
Moneda: Euro (EUR), 1 USD ≈ 0.91 EUR (aproximadamente; el tipo de cambio puede variar)
Religión: Predomina el cristianismo (catolicismo), aunque también existe una pequeña pero creciente presencia de otras religiones.
Alfabetismo: 99% (aproximadamente)
Educación y sanidad: Italia tiene un sistema educativo y sanitario de alta calidad. La sanidad pública es universal y gratuita, pero muchos optan por seguros privados para un acceso más rápido.
Trabajo: La economía italiana está muy diversificada, con sectores clave como el turismo, la moda, la automoción, la industria alimentaria y la tecnología. El desempleo sigue siendo una preocupación en algunas regiones.
Deporte más popular: Fútbol.
Seguridad: Italia es generalmente un país seguro, aunque se recomienda estar atento en zonas turísticas y en grandes ciudades, especialmente para evitar robos.
Ciudadanos latinoamericanos: Los ciudadanos de varios países latinoamericanos (incluyendo Argentina, México, Colombia, entre otros) pueden ingresar a Italia sin visa por un período de hasta 90 días, dentro del marco del acuerdo Schengen.
Proceso de entrada:
Requisitos al ingresar:
Enlaces oficiales:
Los precios de hospedaje en Italia son elevados, especialmente en ciudades como Roma, Venecia, Milán, Costa Amalfitana, Toscana, Cinque Terre y Campania. En estos destinos, los precios de alojamiento suelen ser altos durante todo el año debido a la alta demanda. Sin embargo, en el sur de Italia y fuera de temporada alta, es posible encontrar precios más bajos, especialmente en las zonas menos turísticas.
Liguría (Cinque Terre y alrededores): 30 EUR por noche. Ciudades como Portofino o La Spezia pueden ser más caras.
Toscana: 35 EUR por noche en temporada alta. Fuera de temporada (noviembre-marzo), los precios bajan, especialmente en áreas rurales.
Milán: 30 EUR por noche. Algunos hostales más baratos tienen una atmósfera menos recomendable.
Veneto (Venecia): 30 EUR por noche. Venecia Mestre tiene precios más bajos que en el centro.
Lazio (Roma): 35 EUR o más por noche. Los precios son altos, especialmente en el centro de la ciudad.
Alto Adige / Trentino: La oferta de hostales es limitada. Los precios de hoteles no bajan de 50 EUR por noche.
Calabria: En verano, los precios son de 35 EUR por noche. Fuera de temporada alta (de octubre a mayo), los precios bajan a 20 EUR, e incluso a 10 EUR en invierno.
Puglia: Similar a Calabria, en verano los precios son de 35 EUR por noche. Fuera de temporada, los precios pueden bajar a 20 EUR, e incluso a 10 EUR en invierno.
Nápoles y Costa Amalfitana: Los precios nunca bajan de los 30 EUR por noche, incluso fuera de temporada.
Alrededores de Nápoles (Ercolano, Sorrento, Pompeya): Fuera de las zonas turísticas, se pueden encontrar precios de 20 EUR por noche.
Italia es uno de los países más visitados del mundo, por lo que encontrar alojamiento es sencillo. Sin embargo, debido a la alta demanda, los precios pueden ser elevados, especialmente en temporada alta. Planificar y reservar con tiempo es esencial para conseguir precios razonables y asegurar disponibilidad.
Trenes:
Autobuses:
Aviones:
Roma:
Milán:
Florencia:
Venecia:
Costos del transporte en otras regiones:
Italia es uno de los destinos más visitados del mundo, por lo cual encontrar opciones de transporte es bastante sencillo. Sin embargo, es recomendable hacer las reservas con antelación, especialmente durante la temporada alta, para asegurar los mejores precios.
Las opciones de transporte son infinitas en Italia, siempre debes buscar en las plataformas de viajes cuáles son las más baratas para moverte entre las ciudades. Siempre el autobús es la opción más barata, pero por ahí, entre pueblos chicos dentro de la misma región y no con muchas distancias, te conviene usar Trenitalia. El servicio es bueno, barato y bastante eficiente.
Clima general en Italia: Italia tiene un clima diverso que varía significativamente dependiendo de la región. El sur disfruta de un clima mediterráneo, mientras que el norte, en las regiones alpinas, tiene un clima más frío. En general, la mejor época para viajar es en primavera (marzo a mayo) y otoño (septiembre a noviembre), ya que las temperaturas son agradables y la cantidad de turistas es más baja.
La mejor época para visitar Toscana es en primavera y otoño, cuando las temperaturas son suaves y los paisajes son espectaculares, especialmente durante la cosecha de uvas en otoño. El verano puede ser caluroso, pero la región sigue siendo muy popular debido a sus viñedos y colinas.
En Liguria, la mejor época es en primavera y otoño, cuando el clima es más templado y agradable. El verano es la temporada alta, con más turistas, y puede ser caluroso, especialmente en las áreas costeras como Cinque Terre.
La mejor época para visitar Campania, y especialmente la Costa Amalfitana y Nápoles, es en primavera y otoño. Durante estos meses, el clima es agradable, y hay menos turistas. El verano es muy caluroso, pero la costa sigue siendo un destino popular. Si buscas evitar multitudes, el invierno también puede ser una buena opción.
La mejor época para visitar Calabria es en primavera y otoño, cuando el clima es templado. El verano puede ser caluroso, pero la región es menos turística que otras partes del sur de Italia, lo que la hace una opción ideal para quienes buscan tranquilidad.
En Puglia, la mejor época para viajar es en primavera y otoño, cuando el clima es perfecto para recorrer sus ciudades históricas y costas. En verano, Puglia se llena de turistas, pero las playas y el clima cálido siguen siendo muy atractivos.
La mejor época para visitar Roma y Lazio es en primavera y otoño. Durante estos meses, el clima es agradable, con temperaturas suaves y menos turistas. El verano en Roma puede ser extremadamente caluroso, con temperaturas por encima de los 30°C.
En Alto Adige y Trentino, la mejor época es en primavera y otoño, especialmente para los amantes de las montañas. Durante el invierno, estas regiones son ideales para practicar deportes de nieve, mientras que en verano las temperaturas son frescas y perfectas para el senderismo.
La mejor época para visitar Veneto, y especialmente Venecia, es en primavera y otoño. Durante estos meses, el clima es agradable y hay menos turistas. El verano es caluroso y puede estar muy lleno, especialmente en las zonas turísticas como Venecia.
Telefonía móvil: Las operadoras más económicas en Italia son Wind y Ho Mobile. Puedes consultar sus planes y adquirir una SIM en sus sitios web:
Alternativas de transporte: Si vas a viajar por largo tiempo, consulta las alternativas y promociones en la página de Trenitalia para obtener los mejores precios. Es recomendable planificar con anticipación para viajes de larga distancia.
Zonas Turísticas: Viajeros, evitar a toda costa las zonas turísticas colapsadas, ya que funcionan netamente a favor del turismo masivo y muchas están saturadas. Entre ellas, la Costa Amalfitana, Venecia y Cinque Terre. Florencia, Roma y Nápoles están en la misma situación, pero tienen estructuras más grandes y aún existen alternativas un poco más genuinas y alejadas del turismo masivo.
Voluntariados: Italia ofrece una gran variedad de voluntariados, tanto en el norte como en el sur. Conseguir alguno en lugares más remotos puede beneficiar al viajero para conocer más a fondo la cultura italiana de los pequeños pueblos o disfrutar de las playas. Calabria y Puglia son perfectos para disfrutar de estas experiencias.
Seguridad: Cuidado en las calles a altas horas de la noche, especialmente en Roma o Nápoles. Suelen haber carteristas, sobre todo en los alrededores del Coliseo en Roma y de la Plaza Garibaldi en Nápoles. Siempre mantén tus pertenencias a la vista y ten precaución.
Viajar con carry-on: Si vas a tomar vuelos baratos en Italia, considera viajar solo con equipaje de mano (carry-on). Esto te permitirá evitar los cargos adicionales por equipaje facturado, que pueden ser muy costosos en aerolíneas de bajo costo.
Comer barato: En las afueras de las ciudades, como en Nápoles, puedes cenar pizzas por menos de 5 EUR. Siempre recorre los alrededores de las ciudades grandes para encontrar precios más baratos. En caso contrario, se recomienda buscar hoteles con cocina para poder preparar tus propias comidas, ya que en el centro de las ciudades los menús no bajan de 20 EUR.
Aquí encontrarás los mejores lugares para visitar en Eslovenia, con consejos útiles para disfrutar de tu experiencia en este hermoso país lleno de historia, cultura y naturaleza.
Italia se revela como un laboratorio del tiempo, donde las capas históricas no se superponen sino que conversan en tensión creativa. En los Apeninos, las ermitas del siglo X guardan silencios etruscos bajo frescos de Piero della Francesca, mientras abajo en los valles, trattorias sirven pici al tartufo con vinos biodinámicos. Este no es un país de respuestas, sino de paradojas vivientes: ¿Cómo el mismo suelo que vio nacer el derecho romano en el Foro alimenta hoy mercados napolitanos donde se regatean tomores de San Marzano con lógica premonetaria? ¿Qué alquimia transforma la piedad franciscana de Asís en la irreverencia sagrada de los putti barrocos de Bernini?
La Via Francigena funciona como metáfora del viaje italiano: en su tramo toscano, cada curva descubre no solo colinas geométricas de cipreses, sino el contrapunto entre trashumancia milenaria y enólogos que reinventan el Brunello con técnicas de neurofermentación. El Véneto enseña que la belleza puede ser acto de resistencia: en Venecia, palacios renacentistas desafían la salinidad con inyecciones de nanopartículas, mientras en Treviso, ancianos tallan stilli de prosecco con manos que recuerdan los frescos de Giotto en la Cappella degli Scrovegni.
El Mezzogiorno exige redefinir el concepto de tiempo. En Nápoles, los vicolos conservan altares donde conviven exvotos del XVII con grafitis de Maradona, y en Salento, el griko arcaico se mezcla con dialectos que guardan vocales árabes. Sicilia propone su propio desafío: templos griegos contemplan el Etna que destruyó a Empédocles, mientras en Palermo, cúpulas árabo-normandas encierran mercados donde se vende panelle junto a sushi de atún rojo.
El Norte industrial despliega su contradicción fértil: Milán convierte naves de acero en galerías donde diseños de Starck dialogan con códices leonardescos, y Turín reinventa su pasado saboyano con laboratorios de chocolate molecular en portales barrocos. Entre ambos, los pueblos de ladrillo rojo en Emilia-Romaña guardan el secreto mejor custodiado: cómo la mortadella de Bolonia y el parmigiano de Parma mantienen sabores que desafían la globalización alimentaria.
Al partir, queda claro que Italia no se visita: se metaboliza. Sus claves yacen en los intersticios: en el eco de sandalias franciscanas sobre adoquines umbros, en el chasquido del espresso al fondo de un bar donde se discute filosofía estoica, en el gesto de un nonno cortando finocchiona con navaja mientras explica por qué el mármol de Carrara tiene alma. Este territorio opera como espejo cóncavo: no muestra su esencia, sino versiones aumentadas de la nuestra. Quien acepta este juego regresa con más preguntas que respuestas, habiendo aprendido que la verdadera dolce vita no está en capturar atardeceres en Portofino, sino en dejarse interrogar por cada piazza donde conviven ciclistas urbanos, madonnelle votivas y el fantasma de una Roma que sigue escribiendo su historia en tiempo real.
Venecia nació en el siglo V como refugio de poblaciones continentales que huían de las invasiones bárbaras. Sus cimientos de madera sobre pilotes clavados en el limo de la laguna fueron el primer acto de rebeldía contra la geografía. Durante mil años, esta república marítima dominó rutas comerciales desde Constantinopla hasta Londres, acumulando riquezas que se traducían en palacios de mármol traído de Oriente. Los venecianos desarrollaron un sistema político único - 120 familias patricias gobernando mediante el Consejo Mayor - y un dialecto que mezclaba latín vulgar con griego bizantino. Hoy, sólo 50,000 habitantes resisten el embate de 30 millones de turistas anuales.
La gastronomía veneciana es un mapa de su historia: el baccalà mantecato (bacalao noruego batido con aceite) revela su pasado como potencia naval, el risotto al nero di seppia (arroz teñido con tinta de calamar) evoca banquetes renacentistas, y los cicchetti (tapas en barriles de vino) mantienen viva la tradición de comer de pie en tabernas centenarias. En el mercado de Rialto, último bastión no contaminado por el turismo, las comari (amas de casa) regatean precios de moeche (cangrejos en muda) mientras reparten recetas ancestrales.
Tras finalizar mi viaje por Eslovenia, tomé un tren desde Bled hasta Trieste para adentrarme en el Véneto durante temporada baja. Elegí como base estratégica Venecia Mestre - ciudad funcional de tráfico caótico y precios humanos - donde un hostal básico me costó 12€/noche. Durante cinco días, el tren regional de Trenitalia (1.45€ por trayecto, 8 minutos de viaje sin controles) fue mi cordón umbilical hacia Santa Lucia, la Venecia turística que late al ritmo de selfies y góndolas sobrecargadas.
Mis tres días en Santa Lucia fueron un ejercicio de resistencia al turismo masivo. Recorrí el Puente de Rialto al amanecer - único momento de paz entre las 6:30 y 7:15 AM - y descubrí el Ghetto Ebraico, donde sinagogas del siglo XVI se esconden tras fachadas anodinas. Evité los 25€ de la Basílica de San Marcos, optando por la Iglesia de Santa María dei Miracoli (entrada gratuita), joya renacentista con mármoles policromados que brillaban con la luz del atardecer filtrada por vitrales del siglo XV.
Mi único gasto fue un paseo nocturno en vaporetto línea 1 (8€), navegando el Gran Canal bajo la luz dorada de los palacios iluminados. Desde el agua, Venecia revelaba su verdadero rostro: andamios ocultos tras telones pintados, basura flotando junto a góndolas vacías, y turistas borrachos gritando desde puentes medievales. Al día siguiente, descubrí la Librería Acqua Alta - caótico santuario donde libros vintage descansan en bañeras y góndolas para sobrevivir a las inundaciones. Entre gatos dormitando sobre enciclopedias húmedas y escaleras hechas de diccionarios desahuciados, encontré mapas náuticos del siglo XIX mostrando una Venecia con islas hoy devoradas por la laguna. Terminé cada jornada en Fondamenta degli Incurabili, donde estudiantes de arte dibujaban palacios que se hunden 2mm cada año, indiferentes al caos circundante.
La majestuosa Basílica de San Giorgio Maggiore, emergiendo sobre el río veneciano desde la isla Giudecca.
Burano y Murano quedaron fuera de mi itinerario por una razón práctica: el paquete turístico combinado costaba 25€ (vaporetto + demostración de vidrio soplado), equivalente a mi presupuesto de tres días en Mestre. Opté por admirar sus perfiles desde la lejanía - Burano como mancha de colores pastel en el horizonte, Murano como reflejo dorado al atardecer - mientras desayunaba frittelle rellenas de crema (1.50€) en una panadería local. A veces, preservar la autenticidad significa saber qué no consumir.
Pero Donosti tiene su lado oscuro: el mismo hostel que reservé por 30€ –un robo– canceló mi reserva *en el check-in*. Tras una discusión épica con el recepcionista (que hablaba español como si fuera un castigo), terminé golpeando la puerta de una iglesia. El padre Pachi, fanático de la Real Sociedad, me salvó con una habitación de literas vacía. Esa noche, mientras mordía un bocata de txistorra en la Plaza de la Constitución, entendí que el Camino ya estaba escribiendo su propia historia.
Venecia es hoy un cadáver disecado: 8,000 inmigrantes bangladesíes mantienen su fachada trabajando 14 horas diarias en hoteles y restaurantes, mientras duermen hacinados en Mestre. Los cruceros descargan 4,000 visitantes diarios que orinan en callejones ante la ausencia de baños públicos (sólo existen 4 en toda la ciudad), y el acqua alta inunda calles 100 días al año mezclando agua salada con residuos humanos. Los venecianos auténticos se extinguen - sus casas convertidas en Airbnbs ilegales, sus tradiciones reducidas a espectáculos para influencers - mientras la UNESCO declara la ciudad "en peligro" sin tomar medidas reales. La ironía final: esta ciudad-museo que todos quieren salvar está siendo asesinada por sus pretendidos salvadores, ahogada en su propio éxito.
Verona se alza como una ciudad que se resiste a las tendencias fugaces, una urdimbre de siglos que permanece suspendida entre la grandeza antigua y la serenidad moderna. Fundada por los romanos, su historia comienza como un susurro, pero sus piedras han sido testigos de epopeyas, amores trágicos y luchas de poder. Los vestigios de esa Verona imperial todavía laten en sus calles adoquinadas, en sus foros, en sus arcos y en el Adige, que murmura su curso lento, como una arteria de vida conectando los márgenes de un pasado que no sabe desaparecer.
A diferencia de Venecia, cuya fama se basa en un brillo que no sabe esconderse, Verona tiene una calma implacable. Tomé el tren desde la cercana ciudad de Vicenza, cuya conexión puntual no necesitaba la prisa del viajero; sabía que, como la ciudad misma, Verona no se deshace del tiempo, sino que lo acompaña. En ese trayecto, el paisaje del Veneto se desdoblaba ante mis ojos, pero la ciudad aún no se mostraba. Es en el primer paso en sus calles, en el crisol de su historia, cuando el viajero se da cuenta de que aquí el tiempo ha sido absorbido por las murallas y se diluye en cada esquina, en cada rincón.
La Navidad, esa fecha que todos creen reconocer, se difumina en Verona de un modo diferente. No es la festividad ostentosa ni la guerra de luces artificiales. En la Piazza dei Signori, bajo los árboles frondosos, los mercados de Navidad no buscan sobresalir. Son sencillos, pero con una autenticidad que escapa a la superficialidad del comercio festivo. Los puestos de madera, con sus guirnaldas y luces suaves, dan la impresión de ser una prolongación natural de la ciudad misma. El aroma a castañas asadas se mezcla con el de las especias del vino caliente y el pan de jengibre, mientras las voces de los vendedores parecen integrarse en la melodía suave que se desprende de las risas distantes de los habitantes. Las sombras alargadas por la tarde no hacen más que intensificar esa sensación de que el tiempo aquí no se acelera.
Verona, como toda ciudad vieja, tiene una relación compleja con el pasado. El balcón de Julieta, inundado de turistas que buscan dejar su marca en un amor ajeno, es un recordatorio de cómo el mito ha conseguido subyugar a la realidad. Sin embargo, más allá de este enclave, la ciudad se revela de una manera más discreta. El mirador de Castel San Pietro, donde el río Adige parece abrazar a la ciudad, ofrece una perspectiva emocional, casi filosófica. Desde allí, Verona se ve suspendida entre los ecos del pasado y el silencio del presente, con sus puentes que conectan mundos paralelos, sin que la velocidad de la vida moderna se atreva a interrumpir su ritmo pausado.
Es en estos momentos, cuando el sol se esconde tras las colinas, que la verdadera esencia de Verona se revela. Me senté junto al río, la tarde se desvanecía lentamente y la luz del crepúsculo pintaba el agua con tonos de oro. No estaba rodeado de turistas ni de voces ajenas; solo el murmullo del agua y el suave crujir de las piedras del puente. El tiempo aquí parece fluir sin prisa, como un eco distante, casi imperceptible. Esta serenidad, que la ciudad comparte con su río, se aleja de los ritmos frenéticos de otras ciudades italianas. La ciudad no exige atención, sino que invita a un descubrimiento gradual, a un diálogo que solo se da entre los que saben escuchar.
La ciudad no se deja imponer por el bullicio. En los mercados de la Piazza Bra, donde las luces cálidas se entrelazan con el humo de los puestos de comida, la atmósfera no es forzada, sino que se construye lentamente, como la historia misma de Verona. Cada detalle, desde las figuras talladas a mano hasta las velas encendidas en rincones oscuros, ofrece un refugio sensorial que no parece esperar a ser comprendido, sino a ser vivido.
Mi tiempo en Verona fue más un ejercicio de resistencia a las expectativas. La ciudad no se ofrece fácilmente a quienes buscan respuestas rápidas. No hay itinerarios prediseñados ni consejos turísticos que den cuenta de su verdadero ser. En lugar de una foto perfecta del balcón de Julieta o un recorrido apresurado por el Arena, Verona se ofrece a aquellos dispuestos a sumergirse en su lentitud. Y es en esa quietud donde reside su mayor belleza, lejos de las postales y los recuerdos de conveniencia.
Verona no se mide por el volumen de turistas que recibe, sino por su capacidad de conservar su carácter sin ceder a las presiones del turismo masivo. En un contexto global donde muchas ciudades se adaptan a las exigencias del consumo turístico, Verona se distingue por resistir esa dinámica. Su ritmo pausado, que parece fluir desde sus calles y sus habitantes, refleja una continuidad que no depende del reconocimiento superficial ni del espectáculo. La ciudad no se exhibe; su historia se mantiene íntegra, conservada en cada rincón, más allá de las demandas externas.
La ciudad no se deja consumir por los destinos predestinados ni por las expectativas de quien la recorre. Cada rincón de Verona revela su presencia sin necesidad de ser destacado, como una línea de texto entretejida en un libro que sigue abierto. Es un lugar donde el pasado no se revive a través de monumentos, sino en la interacción constante entre sus muros, sus plazas y su gente. En Verona, el tiempo avanza de forma casi imperceptible, marcando el paso de los días sin que se sienta la presión de apurarse, sin la necesidad de ser nombrada o definida por una sola mirada. Lo que se lleva el visitante no es un objeto ni una imagen, sino una memoria que se disuelve en el tiempo sin hacer ruido.
El tren regional de las 7:30 desde Venecia Mestre olía a café recién hecho y croissants de almendra. A través de la ventana, los canales dieron paso a huertos de radicchio y fábricas abandonadas con grafitis que parecían guiños al arte urbano de Bassano del Grappa. En apenas 25 minutos -lo que tarda un porteño en tomar dos sorbos de mate- ya estaba en Padua, con esa estación de 1842 que mezcla elegancia austrohúngara con el ajetreo de estudiantes apurados. El primer dato curioso: los trenes regionales vénetos tienen wifi gratis pero los asientos son como los del subte porteño - duros pero llenos de historias.
Mi jornada académica comenzó bajo los arcos del Palazzo Bo, donde el eco de 800 años de historia se siente en cada piedra. En el Aula Magna, las cátedras de madera tallada conservan los nombres de profesores ilustres, pero lo más fascinante estaba en los pasillos: cientos de escudos familiares pintados por estudiantes medievales, el equivalente a las firmas en los baños de la UNC pero con blasones y oro. Comparé mentalmente con la Facultad de Derecho de Córdoba: misma energía contestataria, distinto packaging. Si en Argentina los debates son entre choripanes, aquí fueron entre el primer jardín botánico académico del mundo (1545) y la Specola -torre astronómica donde Galileo perfeccionó su telescopio-.
Tras la universidad, Padua me reveló sus capas como un libro de historia viva. En la Capilla de los Scrovegni, los frescos de Giotto me dejaron sin aliento -ese Juicio Final donde los pecadores caen en espiral como hinchas en una barrra brava celestial-. Pero la sorpresa fue el Oratorio di San Giorgio contiguo: un joya menos visitada con frescos de Altichiero que narran la vida de San Jorge con una paleta de colores que parecen recién pintados. El Prato della Valle, más que una plaza, es un manifiesto urbanístico: 90,000 m² rodeados de 78 estatuas de sabios donde estudiantes de medicina hacen picnics entre Aristóteles y Hipócrates.
Al mediodía, seguí el consejo de una estudiante de farmacia: "Para comer como los nostri bisnonni, hay que perderse en el Barrio Arcella". Tomé el tranvía hacia el norte (línea SIR1, más lento que el 60 cordobés pero con aire acondicionado) hasta una trattoria sin nombre. Entre fotos del Padova Calcio de los 90 y botellas de grappa casera, descubrí el risotto al tastasal -preparado con una pasta de cerdo que es el secreto gastronómico del Véneto-. El dueño, al oír mi acento, sacó una botella de Malbec "para hacer puente entre patrias". Pagué 15€ -milagro en una región donde el spritz cuesta 6€-.
La tarde se tiñó de protestas. Primero en Via Roma: camioneros de la CGIL bloqueaban el tránsito con tractores adornados con banderas rojas y carteles que decían "Salario o sciopero". Su método era tan italiano como eficaz: dejaban pasar un auto cada 5 minutos mientras repartían volantes explicando que el costo de vida en Véneto había subido 23% en dos años. Un detalle que me trajo a casa: usaban la canción "Bella Ciao" pero con letras actualizadas sobre logística y combustibles.
Pero el momento más potente fue en Piazza dei Signori. Miles de mujeres -jóvenes, ancianas, incluso monjas progresistas- conmemoraban un año del feminicidio de Giulia Cecchettin, la estudiante de ingeniería asesinada por su exnovio tras meses de acoso. La performance central era escalofriante: 112 pares de zapatos de tacón (uno por cada víctima anual en Italia) colgando de cuerdas como campanas mudas. Una profesora universitaria con barbijo violeta me explicó: "Giulia era de aquí, estudiaba como nosotras, tomaba el mismo tren que tú esta mañana. Su crimen nos hizo despertar". Las pancartas mezclaban consignas locales ("Giulia presente") con globales ("El patriarcado no tiene visa").
Padua enseña que las ciudades universitarias son termómetros sociales. Entre sus pórticos medievales -110 km cubiertos que son metáfora de protección al saber-, conviven la tradición y la revuelta. Es la ciudad donde los frescos del XIV dialogan con grafitis feministas, donde los mercados medievales (como el deslucido pero histórico Mercato Centrale) compiten con cooperativas de comercio justo.
Políticamente, su identidad es laboratorio: gobernada por coaliciones de izquierda en una región (Véneto) dominada por la Liga Norte, aquí el 25% de la población es estudiantil -motor que oxigena debates-. Culturalmente, es bisagra entre el Véneto conservador y el activismo globalizado: sus murales de Petra Ziesche conviven con la Capilla de los Scrovegni.
Al partir, entendí que Padua no es solo la "città del Santo" (San Antonio) o "del Santo" (el científico Galileo). Es la ciudad donde las aulas del Bo siguen formando herejes, donde cada protesta es clase callejera de ciudadanía. Como Nueva Córdoba pero con 800 años extra de cicatrices y glorias.
Aterricé en Liguria arrastrando el agotamiento de una semana catalana. El vuelo low cost duró menos que una siesta, pero Génova me recibió con hostilidad de puerto viejo: cielo gris hierro, olor a combustible naval mezclado con mercado de pescado que dejó de ser fresco hace tres días.
El albergue era una celda con ventana a un pasaje donde vendedores ambulantes gritaban precios desde el amanecer. El encargado —marinero jubilado según su piel curtida— y una voluntaria británica me tendieron un mapa intervenido con marcador rojo: circuito completo sin abrir la billetera. Esa primera noche, masticando trofie bañados en pesto que explotaba con intensidad de albahaca fresca, entendí algo: recorrer ciudades no es firmar autógrafos en monumentos, es colarse por sus fisuras.
Génova dominó el comercio renacentista como hoy lo hace Amazon: sedas persas, especias orientales y plata americana pasaban por su aduana mientras banqueros ligures —inventores del sistema crediticio europeo— financiaban coronas. Los palacios Doria y Spinola se levantaron con mármol de Carrara transportado en espaldas esclavas. Hoy esas fachadas barrocas exhiben grafitis políticos y letreros de alquiler. La historia se comporta como charco en los callejones estrechos: se evapora lenta, dejando costra salina.
Crucé el Palazzo Ducal donde diplomáticos redibujaron fronteras continentales, la Catedral de San Lorenzo con su diseño rayado como felino lastimado, el Museo Marítimo donde réplicas de barcos mercantes acumulan abandono. Pero el Porto Antico —renovado por Renzo Piano en los noventa— fue golpe bajo: acuario tecnológico, espacios para selfies y amarraderos de yates rusos conviviendo en un teatrillo turístico. Entre tanta escenografía casi olvido que desde esos muelles zarparon dos millones de compatriotas entre 1880 y 1920. Mis bisabuelos incluidos.
La Dársena Vecchia fue mi última escala. Encontré paisaje de película distópica: grúas herrumbradas, contenedores apilados como tumbas industriales, tufo a mariscos descompuestos del mercado mayorista. El dueño del hostal me previno: "Te afanan hasta el aliento". Pero lo brutal no era la delincuencia sino contemplar cómo una potencia mediterránea se pudre en su propio litoral.
Hoy me reprocho no haber buscado registros migratorios en el Archivo Estatal. ¿Qué cruzó por la cabeza de mis ancestros subiendo a vapores con valijas de cartón? ¿Por qué Córdoba y no Manhattan o Santos? Génova atesora esas respuestas en legajos mohosos, pero yo solo quería completar un itinerario turístico.
No guardé nombres: ni del encargado del albergue ni de la inglesa ni de los daneses con quienes miré fútbol. Solo persiste el sabor del pesto —ajo, albahaca y melancolía triturados— y la postal de un puerto que conectó continentes y hoy refleja su propia decadencia.
Génova me demostró que viajar no archiva geografías sino interrogantes que te siguen. Y que el viajero más miserable es el apurado.
(Próxima estación: La Spezia, antesala del circo turístico de Cinque Terre donde el Mediterráneo se vende por kilómetro cuadrado).
La Spezia me escupió en su terminal portuario con fragancia a hidrocarburos y vegetación marina descompuesta. El alojamiento de veinte euros era la habitación de un chico hindú cuya familia consiguió permiso legal gracias al padre —programador como el noventa y nueve por ciento de la diáspora india tecnológica—. Tendría que haberles preguntado sus identidades: me convidaron curry fusionado con pesto (aberración culinaria que funciona) y me trazaron rutas internas. Pero opero con vagancia crónica para registrar datos.
Monterosso al Mare arrancó con error táctico: desayunar. Cuatro euros en barrio periférico contra cuarenta en la plaza central por huevos fritos con panorámica marítima. Dos meseras con ojeras permanentes sugirieron caminata "sin complicaciones" rumbo a Vernazza. Traducción real del dialecto local: trepada con pendiente de pirámide precolombina. Y mi cerebro estratégico eligió hacerlo con pantalón de mezclilla. Nivel de pelotudez: generacional.
Las panorámicas desde Corniglia y Vernazza justificaron cada ampolla. Abajo la película cambiaba: arterias congestionadas de visitantes devorando focaccia resfriada, negocios vendiendo souvenirs fabricados en Guangzhou, pintadas furiosas denunciando Airbnb. Hoy, después de medio año calabrés, lo afirmo sin dudas: el sur ofrece costas genuinas, temperaturas agradables y ausencia de filas instagrameras. Pero en ese dos mil diecinueve yo integraba la manada consumista.
Manarola operó como rescate personal. Aguanté hasta el encendido de iluminación artificial que transforma el poblado en pesebre náutico. Cuando las excursiones masivas evacuaron, compartí botella de Sciacchetrá con tres japoneses —licor dulce resultado de uvas exprimidas por abuelas con várices avanzadas—. Riomaggiore lo atravesé bajo diluvio: calzado deportivo inundado, cero registro fotográfico aprovechable.
Regresé a La Spezia con aroma a sal cristalizada y fracaso turístico. La familia punjabí me recibió con dhal sobre polenta (sí, hibridación culinaria ítalo-asiática). Mientras tragaba hice cálculos: dos millones y medio de turistas anuales pisoteando caminos que labraron agricultores durante generaciones. Hoy lo comprendo: Cinque Terre no es destino sino demostración de cómo el turismo consume lo que dice admirar. Y yo, aunque fuera veinticuatro horas, participé del festín.
Llegué cuando la ciudad comenzaba a despertar. El aire traía restos de humo de hornos de panaderías recién abiertas y el olor ácido del mármol mojado por la limpieza nocturna. Dejé la mochila en una habitación con paredes desconchadas cerca de Termini, donde el colchón conservaba la forma del último huésped.
El Coliseo emergió tras doblar una esquina, su estructura desgastada por siglos de manos y vientos. Este anfiteatro, levantado en el 80 d.C. con botín de la guerra judía, fue escenario de ejecuciones públicas durante quinientos años. Evité las entradas principales y seguí el perímetro hasta encontrar una grieta en la piedra donde cabía un dedo. Las rocas, porosas y cálidas al tacto, guardaban el eco de los martillos que las colocaron. En la base del Arco de Constantino, entre la gravilla, hallé una lasca de travertino con vetas doradas que me metí al bolsillo como un ladrón de poca monta.
El free walking tour arrancó frente a la Columna de Trajano, donde una guía peruana con carpeta llena de esquemas nos mostró cómo leer los relieves. "Las figuras de arriba son más pequeñas que las de abajo: perspectiva forzada para glorificar al emperador", explicó, señalando soldados romanos apilando cabezas dacias como leña. Al pasar por el Teatro de Marcelo nos contó que los departamentos modernos en su interior tienen prohibido cambiar los balcones: "La historia acá es decoración de lujo".
En el Panteón la luz del óculo cortaba el aire húmedo como bisturí. Este templo, levantado por Agripa en el 27 a.C. y reconstruido por Adriano, sigue siendo el mayor domo de hormigón sin refuerzo del mundo. Me apoyé contra un nicho donde el mármol estaba pulido por hombros de millones de turistas. Un grupo de monjas medía el diámetro del círculo solar con pasos, mientras un profesor explicaba a sus alumnos que la cúpula pesa lo mismo que un transatlántico vacío. Al salir, la lluvia formaba un hilo plateado atravesando el óculo, cayendo sobre la inscripción de Agripa como si los dioses todavía lloraran por el imperio perdido.
Campo de' Fiori olía a aceite recalentado y tallos de alcachofa podridos bajo el sol. Bajo la estatua de Giordano Bruno —quemado vivo acá mismo en 1600 por decir que el universo era infinito— compré una alcachofa alla giudía a un vendedor que usaba pinzas de acero para sacarlas del aceite hirviendo. "Mi abuelo freía con manteca de cerdo", dijo mientras envolvía el papel, "pero ahora los turistas prefieren 'auténtico'". El crujido al morder revelaba hojas tiernas bajo la capa dorada que quemaba la lengua.
Trastevere de noche: tras una puerta de madera carcomida, un cocinero con cicatrices en los nudillos removía carbonara con movimientos de relojero. Los huevos emulsionaban con el queso en una sartén abollada que parecía haber sobrevivido a dos guerras mundiales. Afuera, en la Piazza di Santa Maria, botellas vacías rodaban entre los pies de un músico que masacraba una canción de Lucio Battisti en una guitarra sin la tercera cuerda. Nadie le daba monedas pero todos lo escuchaban.
El Foro al amanecer tenía el silencio de los lugares que vieron demasiado. Pisé la Via Sacra sintiendo las irregularidades del basalto bajo las suelas. Una gata con cicatriz en el lomo me siguió hasta el Templo de Cástor y Pólux, donde lamió agua estancada en un capitel caído. Los gatos romanos heredaron la ciudad que sus ancestros defendieron de las ratas durante las plagas medievales. Ahora son los únicos que caminan entre las ruinas sin pagar entrada.
En una trattoria junto al Panteón, voces conocidas discutían sobre el precio de entrada al Vaticano. Tres rostros de mi ciudad natal ocupaban una mesa con restos de cacio e pepe. Hablamos de horarios de trenes y maletas extraviadas mientras la dueña del local fregaba un plato con restos de salsa seca, mirando el reloj cada treinta segundos como si nuestra presencia demorara el cierre. No preguntamos nombres, no intercambiamos contactos. Fue uno de esos encuentros que solo existen en ciudades donde medio mundo pasa.
El Aventino al atardecer: la fila para mirar por la cerradura de los Caballeros de Malta se extendía hasta la Via di Santa Sabina. Cuando llegó mi turno, el jardín enmarcaba la cúpula de San Pedro como ojo de cerradura celestial. Una vendedora de agua, al verme retroceder sin sacar foto, levantó tres dedos: "Tres euros por una foto sin gente". Le dije que no con la cabeza pero después pensé que tal vez ella tenía el negocio más honesto de Roma: cobrar por lo que realmente vale, que es el silencio.
La Fontana di Trevi era campo de batalla. La joya barroca de Nicola Salvi, terminada en 1762 con mármol de Carrara robado de templos paganos, estaba cercada por palos para autorretratos y vendedores de imanes con forma de Coliseo fabricados en Shenzhen. Los turistas arrojaban monedas sin mirar el agua verde por las luces led que la iluminaban de noche. Un cartel anunciaba: "Recolectamos 1.5 millones de euros anuales en monedas para caridad", pero nadie leía. Detrás, en una calle lateral, un grafiti decía: "Roma no es un parque temático". Alguien había agregado debajo con marcador: "Ya lo es, boludo".
Roma no se entiende, se digiere mal. Es ciudad que funciona a pesar de sí misma: donde buses llegan tarde pero la carbonara siempre está en su punto, donde ruinas milenarias sostienen cables de electricidad y gatos callejeros tienen más historia en las venas que la mayoría de las capitales europeas. No vine buscando epifanías entre columnas rotas. Vine porque era la parada obligada entre Florencia y el sur, y me fui sabiendo que había tocado apenas la superficie de una ciudad que tiene más capas que cebolla podrida. Pero a diferencia de la cebolla, acá cada capa es más dura que la anterior.
Después de Liguria la Toscana se abría con sus colinas amarillas y pueblos congelados en el tiempo. Antes de instalarme en Florencia decidí atacar Lucca y Pisa en modo relámpago. El tren salió de La Spezia cuando la ciudad todavía dormía. Llegué a Lucca con el sol recién asomando, dejé la mochila en consigna y arranqué un sprint de tres horas.
Las murallas del siglo XVI, ahora paseo arbolado, rodean el centro como anillo protector. Me dirigí a la Piazza dell'Anfiteatro, círculo perfecto donde antes se mataban gladiadores y ahora se devoran tordelli lucchesi bajo sombrillas de colores. La Catedral de San Martino exhibía su fachada torcida y un laberinto tallado en piedra que marcaba a los peregrinos medievales su próxima estación. Subí los doscientos treinta escalones de la Torre Guinigi —coronada por robles que crecen en el aire como jardín suspendido— para ver la ciudad desde arriba: tejas rojas fundidas con viñedos del Montecarlo local. En una panadería compré cecina, esa torta fina de harina de garbanzos que los comerciantes llevaban en sus viajes porque aguantaba semanas sin pudrirse.
Tres horas. Eso me llevó procesar Lucca: ciudad elegante que no necesita gritar su belleza.
El tren a Pisa duró menos que un capítulo de podcast. Llegué con hambre de lobo y evité los restaurantes pegados a la Torre donde un menú básico costaba lo mismo que tres días de hostal. Me metí en San Francesco, barrio alejado del circo turístico, donde una trattoria sirvió cecina alla pisana —más gruesa y picante que la de Lucca, casi como una pizza sin tomate— con baccalà con porri. Herencia de cuando Pisa dominaba el Mediterráneo y el bacalao llegaba en barcos propios.
El Campo dei Miracoli fue inevitable. La Torre Inclinada con sus cincuenta y cinco metros desviados es solo parte del conjunto: la Catedral de Santa Maria Assunta tiene púlpitos esculpidos que narran degollaciones bíblicas con violencia gótica, y el Battistero guarda una acústica que sostiene notas por segundos completos. Un guardia aburrido golpeaba las manos cada diez minutos para demostrar el efecto a grupos que aplaudían como focas entrenadas. Pisa fue potencia naval que rivalizaba con Génova y Venecia hasta que perdió su flota en 1284. Desde entonces vive de alquilar su torre para fotos donde turistas fingen sostenerla con las manos.
Lucca y Pisa resumen la paradoja toscana: belleza histórica convertida en producto turístico. En Lucca algo de autenticidad sobrevive entre sus murallas. En Pisa la Torre es tan protagonista que el resto de la ciudad desaparece bajo su sombra inclinada.
¿Valen la pena? Sí, pero sabiendo que son paradas rápidas, no destinos. Lucca para perderse tres horas entre callejones. Pisa para entender cómo una potencia marítima termina vendiendo imanes con su monumento más famoso.
Llegué al atardecer cuando la luz se quebraba sobre el Ponte Vecchio y el Arno arrastraba reflejos dorados. Mi alojamiento era una pieza en el departamento de Elena, guía de la Galería de la Academia. Me dio las llaves con un mapa intervenido a marcador rojo: "No te metas al norte del Duomo después de las diez". Esa noche cenamos con dos vecinos: profesor de historia del arte y ceramista. Hablaron de cómo las trattorias auténticas cerraban para convertirse en tiendas de llaveros mientras algunos talleres resistían en el Oltrarno.
Arranqué al amanecer en la Piazza del Duomo. La Cattedrale di Santa Maria del Fiore es montaña de mármol blanco, verde y rosa que aplasta con su tamaño. Subí los cuatrocientos sesenta y tres escalones de la Cúpula de Brunelleschi —construcción que desafió la física en 1436— y desde arriba Florencia se desplegaba en mosaico de tejados color terracota. A metros el Battistero di San Giovanni custodiaba las Puertas del Paraíso de Ghiberti, relieves en bronce que marcaron el arranque del Renacimiento.
La Galleria degli Uffizi en las primeras horas justificó hacer fila desde las siete de la mañana. En la sala de Botticelli, guardias medio dormidos vigilaban grupos de estudiantes japoneses copiando el Nacimiento de Venus en cuadernos de acuarela. El secreto está en el segundo piso: retrato de Federico da Montefeltro con el perfil destrozado por una lanza. Recordatorio de que el Renacimiento también fue época de guerras brutales.
El Mercato Centrale olía a sangre de carnicería y albahaca fresca. Compré lampredotto en un puesto con setenta años de antigüedad: callos hervidos en caldo de huesos servidos en pan insípido. La textura era de esponja empapada pero el sabor justificaba la experiencia.
En el Oltrarno un encuadernador con manos callosas me mostró cómo aplicar pan de oro en cantos de libros. Sus herramientas del siglo XIX —prensas de hierro, cuchillas con mango de hueso, pinceles de pelo de marta— brillaban bajo tubo fluorescente como reliquias en uso. Me explicó el proceso: primero cola de conejo hervida, después arcilla roja para preparar la superficie, finalmente láminas de oro de veintidós quilates aplicadas con pincel húmedo. "Ahora solo encuaderno biblias para coleccionistas de Texas que pagan en dólares", dijo mientras alisaba una hoja dorada sobre el lomo de un salterio del siglo XVII. "Antes hacía libros de misa para párrocos de Chianti. Ahora los curas usan fotocopias". Sus manos temblaban ligeramente —artritis acumulada en cuarenta años de oficio— pero el movimiento final, cuando presionó el oro contra el cuero, fue preciso como cirugía.
La majestuosa Basílica de San Giorgio Maggiore, emergiendo sobre el río veneciano desde la isla Giudecca.
En el Museo di San Marco los frescos de Fra Angelico en las celdas monásticas brillaban con colores que parecían recién aplicados. Pero lo que me detuvo estaba en los sótanos: grafitis dejados por soldados nazis en 1944. Nombres alemanes grabados con navaja en las paredes de piedra, fechas de batallas perdidas, dibujos toscos de tanques y esvásticas. El museo los mantiene visibles bajo placas de vidrio como testimonio. Un guía explicaba a un grupo de escolares florentinos: "Aquí dormían los ocupantes mientras sus superiores saqueaban arte en los pisos de arriba". Los chicos fotografiaban las inscripciones en silencio. Nadie hacía chistes.
Almorcé pappardelle al cinghiale en Trattoria Mario donde extraños comparten mesa de mármol manchada de vino derramado. Por la tarde pasé por el Bargello solo para ver el Baco de Miguel Ángel: figura borracha tambaleándose con copa en mano que demuestra que hasta los genios conocían la resaca.
Florencia es ciudad dividida: centro histórico convertido en parque temático versus barrios donde panaderos amasan schiacciata a las cinco de la mañana. El arte acá no es reliquia sino mercancía: los muros que inspiraron a Dante ahora venden tickets con código QR. Pero en las grietas —talleres reparando crucifijos del siglo XV, trattorias rechazando menús en inglés— sobrevive una ciudad que se niega a ser solo decorado. Su grandeza no está en el David sino en esa resistencia callada de quienes mantienen tradiciones que el turismo masivo no logra tragar del todo.
Llegué a Nápoles en tres actos: 2019, 2023 y 2024. Cada visita fue capítulo de un romance impredecible con la ciudad más visceral de Europa, donde el caos convive con la poesía y el fútbol opera como religión de Estado. Acá, entre callejones que huelen a tomate quemado y grafitis de Diego, descubrí que los sueños —los absurdos, los imposibles— existen para cumplirse.
Las seis de la mañana en Plaza Garibaldi son ritual napolitano: basureros barriendo restos de pizza fría, camioneros fumando bajo carteles de San Gennaro, el primer espresso servido en vasos de plástico. El hostelero, con un Diego de yeso sobre su escritorio, me advirtió: "Acá el check-in es a las catorce, pero podés dejar el alma ahora mismo". Hablaba ese italiano cortado con dialectos que sonaba familiar, como si el lunfardo porteño y el napolitano fueran primos que se criaron en la misma cuadra.
En el Bar Nilo, templo del culto maradoniano, las paredes transpiraban fotos de 1987: Diego con chándal azul, Diego comiendo calzone, Diego bendiciendo recién nacidos. El dueño —barba blanca, ojos vidriosos— me abrazó al escuchar mi acento: "¡Argentina! ¡La patria del Dio!". Su llanto mojó mi hombro mientras balbuceaba historias de goles en el Stadio San Paolo que mi italiano precario no alcanzaba a descifrar. Pero los llantos no necesitan traducción: son el mismo idioma en Nápoles y en La Boca.
En los Quartieri Spagnoli el mito se hizo carne. Murales de Diego de diez metros —torso desnudo, mirada desafiante— vigilaban piazzas donde pibes jugaban con pelotas deformes. La escena podría ser Villa Fiorito o cualquier potrero argentino: misma pasión, misma rabia, mismo sueño de escapar por arriba. En la Pizzeria da Michele el mozo cruzó los brazos ante mi pedido: "Margherita o Marinara, el resto es herejía". Comí de pie, bajo un cielo que olía a horno de leña y gloria pasada, mientras turistas japoneses fotografiaban el banco donde Julia Roberts fingió morder masa en una película.
Nápoles y Buenos Aires comparten ADN que ningún tratado de historia explica. Ambas ciudades funcionan con códigos invisibles: el semáforo es sugerencia, la fila es concepto abstracto, el volumen de voz demuestra convicción. En ambas el Estado es abstracción lejana y la familia es gobierno real. Acá también se vive al día, se come tarde, se discute de fútbol como si fuera asunto de vida o muerte. La diferencia es que ellos tienen a Diego elevado a santo mientras nosotros todavía discutimos si fue genio o pecador. Nápoles lo resolvió hace décadas: fue las dos cosas, y por eso lo aman más.
Nápoles se come con las manos y sin remordimientos. En Via dei Tribunali probé la frittatina di maccheroni —croquetas rellenas de besamel y ragú— en puestos que funcionan desde que los Borbones gobernaban. El Ragú Napoletano acá no es salsa sino ritual de ocho horas: carne de cerdo, vino aglianico y pasas que desafían cualquier lógica culinaria. Como el locro cordobés o el guiso de lentejas que hierve toda la tarde, es comida que exige paciencia y transmite historia.
En el Mercato di Porta Nolana, pescaderos gritaban precios de almejas mientras fileteaban pez espada con cuchillos que brillaban como reliquias. El volumen, la gesticulación, el regateo agresivo: todo recordaba al Mercado de Abasto o a La Salada en sus mejores días. Acá también se negocia con pasión, se insulta con cariño, se cierra trato con abrazo y café.
La pizza —siempre la pizza— tiene sus barrios y sus dogmas. En Sanità la montanara (frita en manteca de cerdo) se sirve en papel de estraza. En Vomero los puristas de Starita añaden almidón de papa a la masa para lograr corteza que cruje como vidrio. Pero fue en la Antica Pizzeria Port'Alba —la más antigua del mundo— donde entendí el dogma: horno de cuatrocientos ochenta y cinco grados, mozzarella di bufala que chorrea como lava, y un minuto exacto de cocción. El primer bocado fue epifanía: Dios existe y vive en Via Port'Alba 18.
La pizza napolitana y la parrilla argentina comparten filosofía: ingredientes mínimos, técnica perfecta, cero concesiones. Ambas requieren fuego violento, timing preciso, y esa arrogancia necesaria para decirle al cliente que no sabe lo que pide. "Acá no hacemos pizza con piña" tiene el mismo espíritu que "la carne se pide jugosa o te vas a otro lado".
Octubre en Nápoles olía a asfalto mojado y cerveza tibia. La excusa era La Renga en el Arena Flegrea, pero el destino —siempre tramposo— me llevó a Ercolano. Ahí, a través de Couchsurfing, conocí a Katia —madre de Alfredo, de unos ocho años— y a Nicola —administrativo que coleccionaba vinilos de Pappalardo—. Compartíamos piso con un mexicano de Tecate que viajaba Europa con mochila más gastada que sus zapatos, y dos polacos que intentaban descifrar el dialecto napolitano. Tarea titánica.
La noche del recital el cielo se rajó en dos. En el tren a Nápoles vi una historia de Instagram: Galarza —amigo cordobés que conocí en un hostel de Bratislava— estaba ahí, flaco como siempre, sin barba, con remera de Cerati desteñida. "¡Locooooo! ¿Vos también caíste en la trampa napolitana?", me gritó al verme, mientras una bandera de Maradona se enredaba en los paraguas de la fila.
El Arena Flegrea con sus mil quinientas almas apretadas era caldero: cuerpos empapados, botellas de Moretti vacías rodando, y de repente el riff de "Tripa y Corazón" sacudiendo el aire. "Ate con tripa mi corazón... sin más que eso salí a la cancha". Las palabras de Chizzo sonaban a potrero en Córdoba, a noches robadas en el Kempes, a todo lo que llevaba pegado en las zapatillas desde los quince.
La lluvia —que en la primera hora cayó como si el Vesubio hubiera erupcionado agua— se volvió parte del show. Entre canciones miré hacia el palco VIP: Claudia, Giannina y Dalma Maradona estaban ahí, lejos pero visibles, como santas en retablo. Cuando arrancó "Balada del Diablo y la Muerte" saqué el teléfono y llamé a Checho y Manuel —hermanos de la vida y del rock—. "¡Escuchá esto, loco!", grité, sosteniendo el celular hacia el escenario. Del otro lado solo se oían rugidos y el eco de una guitarra que atravesaba el océano.
Ver a las hijas de Diego en un recital de rock argentino en territorio napolitano fue momento de simetría perfecta. Ellas heredaron un trono que nadie discutirá jamás, nacieron en Argentina pero crecieron con Nápoles tatuado en el apellido. Nosotros heredamos la música que nació en sótanos de Constitución y ahora resuena en anfiteatros europeos. Esa noche, bajo la lluvia y los acordes de Renga, entendí que Nápoles y Argentina no son países hermanos: son el mismo país con diferente geografía.
La vuelta fue caos puro: trenes cancelados, calles convertidas en ríos, taxistas que cobraban en euros lo que valía en lágrimas. Llegué a Ercolano pasadas las dos de la mañana, chorreando agua y adrenalina. Katia me esperaba despierta —"Los argentinos nunca llegan a horario pero siempre traen historias que valen la pena"— con café cargado en tazas de desayuno. Mientras me secaba con toalla que olía a suavizante barato, supe que Nápoles había ganado: me llevaba otra cicatriz en el alma y la certeza de que el rock —como Diego— no conoce fronteras.
Nápoles me enseñó que hay conquistas sin cañones. Donde los europeos impusieron virreyes y tratados, Diego armó un imperio con gambetas y pura gambeta. Hoy, mientras el Vesubio vigila silencioso, sus calles repiten el mantra: "No fuimos colonizados, nos rendimos al mejor". Ya en el bus de salida, viendo alejarse los murales de Diego y recordando los acordes de Renga rebotando contra paredes del Arena, confirmé lo que sospechaba desde 2019: esta ciudad no se visita, se hereda. Como el potrero, como el ragú de la nonna, como esos sueños que solo Nápoles y Buenos Aires saben convertir en verdad.
Mi paso por la Costa Amalfitana duró exactamente setenta y dos horas: sprint contra reloj entre pueblos colgantes, maletas que pesaban como culpas, y un hostel en Sant'Angelo —pueblo minúsculo donde hasta los limones parecen agotados de turistas—. Tres días bastaron para confirmar que la belleza, cuando se convierte en mercancía, deja cicatrices.
Las once de la mañana en Sant'Angelo son museo de trampas turísticas: hosteles con rótulos en inglés, tiendas de "limoncello artesanal" fabricado en Milán, escaleras que huelen a protector solar barato. La recepcionista del hostel, con uñas pintadas de amarillo chillón, me entregó la llave junto con folleto: "Acá tiene mapas para perderse entre multitudes". El pueblo —minúsculo, ahogado entre cerros— parecía diseñado para fotos aéreas, no para humanos. Sus callejones, estrechos como venas obstruidas, desembocaban siempre en el mismo panorama: terrazas con manteles a cuadros y camareros que coreaban "spritz! spritz!" como letanía.
Sorrento fue respiro en clave menor. Sus callejones empedrados —libres de influencers posando con cannoli— olían a cáscaras de limón fermentando bajo el sol. En la Piazza Tasso ancianos jugaban a las cartas bajo toldos despintados, indiferentes a vitrinas de Gucci devorando locales históricos. Probé el delizia al limone en una pastelería sin mesas: masa esponjosa, crema que ardía como azufre del Vesubio, amargura final que no venía de los cítricos.
Amalfi debería oler a sal y leyendas de marineros. Hoy huele a gasolina de autobús y desodorante en aerosol. La Piazza del Duomo es circo romano moderno: guías con banderas alzadas, vendedores de imanes fabricados en China, catedral que cobra cinco euros por escapar del gentío. En el Museo della Carta, entre máquinas del siglo XIII que susurraban historias de artesanos, un grupo de estudiantes coreanos gritaba para grabar videos.
Amalfi debería oler a sal y leyendas de marineros. Hoy huele a gasolina de autobús y desodorante en aerosol. La Piazza del Duomo es circo romano moderno: guías con banderas alzadas, vendedores de imanes fabricados en China, catedral que cobra cinco euros por escapar del gentío. En el Museo della Carta, entre máquinas del siglo XIII que susurraban historias de artesanos, un grupo de estudiantes coreanos gritaba para grabar videos.
Positano es el colmo: casas de colores pastel apiladas como cajas de zapatos caras, playas donde alquilar sombrilla cuesta lo mismo que tres días de alojamiento en Calabria, restaurantes donde un plato de pasta con almejas sale cuarenta euros. La postal es hermosa, innegable. Pero detrás de la postal hay precios obscenos, multitudes insoportables, y la sensación constante de estar en parque temático para turistas con más dinero que criterio.
La Costa Amalfitana es trampa perfectamente diseñada: vendieron el paraíso hasta convertirlo en infierno. Cada "pueblo pintoresco" funciona como escenario donde los locales son extras mal pagados. Los influencers venden humo digital: reels editados hasta el paroxismo, fotos con ángulos que esconden las multitudes, guías escritas por bots disfrazados de gurús. Manipulan luz, colores, hasta el sonido del mar, para convertir basura turística en oro virtual. Si muestran las colas interminables, los precios abusivos, las playas convertidas en vertederos, perderían sus contratos con aerolíneas y cadenas hoteleras.
Si amás Italia, andá a Calabria: ahí el mar no tiene vallas de entrada, las playas son kilómetros de silencio, los limones no llevan etiquetas de "experiencia auténtica". Esta costa debería declararse zona catastrófica. Mi veredicto es claro: evitala como plaga.
Si alguien me hubiera dicho que viviría seis meses en un pueblito del sur italiano apenas más grande que Serrano, habría respondido "ni en pedo" con la contundencia de quien conoce sus límites. Pero ahí estaba, parado en San Lucido, con un objetivo concreto: la ciudadanía italiana.
Después de meses arrastrando papeles, rectificando partidas de nacimiento con ayuda de mis viejos (mi hermana brilló por su ausencia), contraté un gestor. Uno de esos tipos que prometen departamento y residencia en tiempo récord. Pagué solo alojamiento, nada más. Y debo aclarar, con el ceño fruncido de quien fue estafado sin serlo del todo, que el servicio fue basura envuelta en promesas.
Estas organizaciones cobran quinientos euros por cabeza por departamentos compartidos cuando los alquileres calabreses fuera de verano no pasan de trescientos por inmueble completo. Son intermediarios voraces que colapsan comunas con expedientes, saturan pueblos y desaparecen dejando gente con sueños rotos. Hoy, desde Camboya, leo que Italia planea recortar la ciudadanía solo a primera y segunda generación. Todo ese circo para nada.
Pero en medio del quilombo apareció lo único que valió: la gente.
Compartí departamento con Augusto, Facu y su novia Gina. Al principio éramos cuatro desconocidos que coincidían solo en los horarios de la cena. Con el tiempo se volvieron esos amigos que uno extraña cuando viaja. Con el Chino, que cayó después por el mismo gestor, pasamos días pintando lidos bajo un sol que rajaba la tierra; con Facu tiramos paredes hasta que los brazos no daban más; y con Augusto cortamos pasto en una finca perdida mientras hablábamos de fútbol, de la vida y del futuro incierto. En las noches compartíamos charlas, mates y comidas improvisadas que sabían a equipo. Hoy, escribiendo esto, cómo no recordar las anécdotas del Oso Bubu o la cancha de Newell’s del Facu, los mil quilombos que tuvo el Chino con la ciudadanía o la intensidad del Augusto buscando laburo de cualquier cosa, todo el tiempo. Esos meses fueron más que trámite: fueron una especie de familia temporal, de esas que el viaje te da y después te arranca sin aviso.
San Lucido se aferra a la costa del Tirreno como náufrago a tabla. Su casco histórico empinado huele a sal, aceite rancio y abandono. Las calles estrechas trepan entre casas con ropa tendida y viejos que miran desde umbrales como si el tiempo se hubiera congelado en 1950.
El calabrés promedio es contradicción ambulante: te abraza y te roba en el mismo movimiento. Habla fuerte, gesticula como loco, te invita a comer pero después te cobra hasta el pan. Se parece al argentino en el volumen y la desconfianza al Estado, pero cuando te caga lo hace con sonrisa y un "che problema?" que te desarma. Nosotros al menos tenemos culpa. Ellos lo naturalizaron.
Rosa, la empleada municipal encargada de mi ciudadanía, empezó siendo dragón y terminó siendo amiga. La primera vez que entré al comune me ladró un "Che cosa vuoi?" con cara de pocos amigos. Le respondí en mi mejor italiano: "Sono arrivato per vedere il tuo sorriso". Me fui sin más. Ni bien la crucé de nuevo —en el pueblo, en la feria, otra vez en el comune— su actitud cambió como si hubiera apretado un interruptor. Me trataba como si nos conociéramos de toda la vida.
Un año y medio después volví a San Lucido. La llamé. Estaba en el hospital acompañando al marido a un control después de una cirugía. Ni bien terminó se vino a donde yo estaba y compartimos café, los tres, como si el tiempo no hubiera pasado. Durante el trámite le llevé mate al comune para que probara. No lo podía creer: "Mil ciudadanías he procesado y ninguno me ofreció probar esto". Se tomó tres mates seguidos mientras revisaba carpetas.
Cumplió. Tres meses y medio después de perseguirla por pasillos del comune, la ciudadanía salió. Veinte días más tarde, con Rosa amenazando al funcionario de Roma por teléfono en dialecto que sonaba a conjuro, tenía el pasaporte. Récord absoluto en país donde los trámites se miden en décadas.
Lo mejor de Calabria no se enumera. Está en los días compartidos con los pibes, esos que arrancaban con mate y terminaban con vino barato al borde del Tirreno. En las jornadas pintando lidos con el Chino, que entre brochazo y brochazo se quejaba de los quilombos de su ciudadanía. En las mañanas tirando paredes con Facu, siempre con alguna historia de la cancha de Newell’s o del Oso Bubu que nos hacía reír cuando el cuerpo no daba más. En las tardes cortando pasto con Augusto, que no podía quedarse quieto y buscaba laburo de cualquier cosa con una intensidad casi heroica. Todos ellos pasaron a ser esos amigos que uno extraña cuando viaja, los que dejan huella en los silencios más que en las fotos.
Está en el Tirreno, ese azul que te hipnotiza desde el balcón. En los atardeceres compartidos con birra tibia y pizza fría. En las cenas comunales donde todos poníamos lo poco que teníamos: pasta, salsa comprada en el Eurospin, queso rallado que sabía a plástico pero llenaba.
Lo peor tampoco se lista. La burocracia que avanza como glaciar. Los trabajos en negro donde "mañana" era promesa eterna. La sensación de que el tiempo se estancaba entre siestas y misas de domingo. Las peleas por boludeces —quién usó el último plato, quién dejó pelos en el baño— que estallaban porque todos estábamos al borde.
Pero Calabria no te suelta con abrazo. Te arroja, te deja marcas, y después, cuando ya estás en otro lado, te das cuenta que te cambió. Me llevé amistades que sobrevivirán décadas, atardeceres grabados en la retina, y una lección que nadie te enseña en ningún manual: la libertad no se regala, se arranca con los dientes.
Esa mañana éramos tribu: Augusto, Facu, Gina, Manu, Loli, Pilar, Gise y yo, haciendo quilombo en San Lucido antes de las siete. El plan era simple: primer tren a Paola, empalme a Pizzo, dejarse llevar por el día.
Pizzo cuelga sobre el golfo de Santa Eufemia como balcón al Tirreno. Llegamos en ese limbo entre temporadas, cuando las calles todavía duermen y las gelaterías abren sin apuro. El objetivo era claro: caminar sin rumbo, matar el día entre mates y pelotudeces, probar el tartufo.
Ese helado nació acá en los cincuenta, en la Gelateria Ercole. Dicen que fue accidente: chocolate con avellanas que se solidificó de golpe. Los locales juran que fue genialidad pura. Nosotros pedimos uno en la plaza principal, con el castillo aragonés del XV vigilando desde arriba. El primer bocado fue revelación: crujiente afuera, cremoso adentro, corazón de chocolate líquido que justifica el viaje.
Entre el helado y la playa —calita de piedras donde el agua transparente golpeaba contra rocas— se nos fue el día. Fotos horribles, charlas boludas, algún chapuzón valiente (el Tirreno en primavera todavía congela, palabra).
Pero lo mejor fue lo imprevisto. Esperando el tren de vuelta, un viejo de boina y ojos desorbitados se nos acercó. "Saben que tengo la fórmula de la máquina del oro, ¿no?", largó sin preámbulos. Media hora nos habló de conspiraciones, alquimia y cómo él era genio incomprendido. Augusto lo grabó en secreto. Ese video debe andar perdido en algún chat grupal entre memes.
Pizzo no fue revelación existencial pero sí inicio: primera excursión grupal, primera comprobación de que siete juntos encuentran más locos (y más helados) que uno solo. Volvimos con arena en las zapatillas y panza llena, ya planeando la próxima.
Este pueblo de pescadores huele a historia y fritanga. Su castillo —donde fusilaron a Joaquín Murat en 1815, el cuñado de Napoleón— hoy es museo y salón de eventos. Las calles esconden talleres de coral y bodegas donde el Greco se toma en vasos desparejos. Y abajo, siempre el mar: el mismo que trajo griegos, normandos y españoles, y que hoy sigue ahí para los que llegan buscando poco más que un helado y algo que contar.
Lorenzo, dueño del departamento en San Lucido, nos lo dijo con esa seguridad de quien conoce su tierra: "Tienen que ir a Maratea. El Cristo, las montañas, el silencio... Es distinto". Una mañana cualquiera, con Gina, Facu, Augusto y mochilas llenas de sándwiches y mate, tomamos el tren. Una hora separaba San Lucido de este pueblo clavado en los montes de Basilicata, justo en el borde con Calabria.
La estación nos recibió vacía: calles desiertas, persianas bajas, solo viento entre olivos. Desde ahí el camino era claro y empinado: varios kilómetros de subida hasta el sendero que lleva al Cristo Redentor, la estatua gigante que domina desde lo alto.
Apenas arrancamos a caminar, un auto frenó. Una mujer de sonrisa cálida nos preguntó de dónde éramos. Asunta —prefería Asunción, por sus años en Venezuela— era de esos personajes que parecen salidos de novela. Venía a despedir a su hija que volvía al norte a estudiar. "Enviudé hace años, ahora solo me quedan estas montañas y la cocina", dijo con melancolía que cortaba. Le ofrecimos visitarnos en San Lucido para compartir comida. Ella nos invitó a su pueblo entre sierras. "Pero sin auto es imposible llegar", admitió riendo. La despedimos después de quince minutos, agradecidos por esa generosidad que en el sur brota de la tierra.
El resto fue sudor y recompensas. Hora y media de asfalto caliente, con el Tirreno brillando abajo y las montañas oliendo a tomillo. Y entonces apareció: el Cristo de Maratea, brazos abiertos sobre el abismo, más grande que cualquier foto. Comimos bajo sus pies, pan con aceite y anécdotas, mientras las nubes rozaban la estatua.
Después bajamos por camino alternativo, cruzando aldea abandonada —casitas de piedra tragadas por hiedra— que parecía de cuento de terror.
Ya en el pueblo, Maratea mostró su lado tranquilo: calles empedradas, iglesias barrocas, ese ritmo lento que obliga a frenar. Era hora de siesta, y en Calabria la siesta es ley. Puertas cerradas, gatos durmiendo al sol, solo ruido de platos en algún patio.
Volvimos a San Lucido con piernas muertas pero contentos, sabiendo que esa noche habría birras, cena grupal y certeza de que estábamos descubriendo Calabria como correspondía: caminándola, compartiéndola, dejándola sorprendernos.
Ese día Maratea nos enseñó que los viajes se miden por la gente que encontrás. Y que a veces una invitación a comer —aunque no se concrete— es el mejor recuerdo que te llevás.
Ese día en San Lucido amaneció tan quieto que el silencio me empujó a salir. Necesitaba caminar, perderme, sentir el peso de la mochila. Había escuchado de un lugar llamado Arcomagno, cueva marina con arco natural que tres argentinos mencionaron como obligatorio. Eso bastó.
Al día siguiente, antes del amanecer, ya estaba en movimiento. Tren tempranero a Paola, otro a Scalea. Para las nueve y media mis pies pisaban el asfalto que llevaba a San Nicola Arcella. Dos horas de caminata bajo sol despiadado, con el Tirreno reluciendo a la izquierda y colinas ondulando a la derecha. La mochila pesaba, las subidas quemaban, pero cada curva regalaba postal nueva.
San Nicola Arcella apareció como mirador natural. Me senté en una roca, saqué el mate, dejé que el viento me secara el sudor. Una señora con delantal manchado de harina me señaló el camino: "Baje hasta la playa, cruce toda la arena, busque escaleras tras la roca grande".
Descendí por sendero de piedras sueltas, pisé playa desierta donde las olas eran único ruido. Al final, tras curva oculta, ahí estaba: el arco, monumental, tallado por el mar durante siglos.
El agua turquesa se colaba bajo la roca, iluminada desde dentro como si tuviera luz propia. No había nadie. Solo yo, el jamón crudo y el pan de Scalea, y el silencio roto por olas. Comí en la arena, leí páginas de un libro ajado, me quedé hasta que el sol empezó a esconderse. La sombra trajo frío repentino y necesidad de volver.
La vuelta fue dura. Mismos siete kilómetros hasta Scalea, pero sin trenes ni buses. Tuve que caminar hasta Paola bajo estrellas, piernas ardiendo, espalda doblada. Al pasar por la playa de San Lucido vi a mis amigos saludando desde la orilla. Devolví el gesto pero no paré: necesitaba ducha y cama, en ese orden.
Días después volví al Arcomagno. Esta vez con el Chino, Ale, Gise y Guille, después de noche de birras. Caminamos menos, tomamos desvío a playa más escondida, al este del arco. Arena igual de vacía, agua igual de clara, pero la magia del primer encuentro ya no estaba. Fue hermoso, sí, pero como suele pasar, la primera vez siempre lleva algo que las otras no repiten.
Este rincón calabrés esconde siglos. San Nicola Arcella, con calles empinadas y fachadas blancas, nació como pueblo de pescadores. El Arcomagno es pura geología: cueva marina cuyo techo se derrumbó hace milenios, dejando ese arco perfecto. Dicen que los griegos ya lo conocían, que piratas usaban sus recovecos para esconderse. Hoy, fuera de temporada, sigue siendo refugio para los que buscan silencio.
Después de semanas de lluvia persistente, el sol finalmente reventó las nubes. Tropea, joya colgada sobre acantilados, era la excursión obligada. El viaje en tren con transbordos anunciaba la recompensa: ese momento donde la vista se pierde entre azul cobalto y perfil de costa.
Tropea se hunde en leyenda. Dicen que Hércules la fundó durante sus viajes. Los griegos la usaron como puerto, los romanos la integraron a sus rutas, los normandos la fortificaron contra sarracenos. Su castillo, erguido sobre precipicio, sigue ahí como testigo mudo. La Cattedrale di Maria Santissima guarda reliquias bizantinas mientras balcones barrocos desafían la gravedad proyectándose al vacío.
La playa principal, accesible por escalinatas talladas en roca volcánica, ofrece espectáculo de transparencias donde turquesa se funde con esmeralda. Más allá, el islote de Santa Maria dell'Isola, coronado por capilla centenaria, completa la estampa que convirtió a Tropea en postal del turismo sureño.
La gastronomía local tiene su estrella: la cipolla rosa di Tropea, con dulzor peculiar que va desde ensaladas hasta postres raros. Pescados frescos preparados como hace siglos, embutidos picantes como la 'nduja, panorama culinario tan intenso como el paisaje.
Al caer la tarde, cuando luz dora las fachadas ocres, el paseo por corso Vittorio Emanuele revela alma auténtica. Artesanos trabajando cerámica heredada de tradiciones milenarias, enotecas que ofrecen Greco di Bianco, heladerías donde hasta el sorbete de bergamotto sabe a historia.
El regreso nocturno se emprende con esa mezcla de satisfacción y nostalgia que dejan lugares memorables. Tropea no es simple destino sino síntesis de naturaleza e historia, donde cada rincón susurra leyendas de navegantes, santos y campesinos, donde el tiempo parece detenido para permitirnos atisbar la eterna belleza mediterránea.
"Haberse visto en la soledad, esa que aman los sabios..."
El verso de Cielo del Desengaño de La Renga me acompañaba como mantra mientras el tren serpenteaba junto al litoral. Necesitaba esa soledad sabia, esa que no duele sino que limpia. Después de días inmerso en convivencia bulliciosa de San Lucido, donde cada momento era compartido, mi espíritu pedía aislamiento reparador que solo el mar y un libro pueden dar.
Scilla apareció como sueño mediterráneo hecho piedra. El pueblo, colgado sobre el estrecho de Mesina, respiraba esa atmósfera mítica que inspiró a Homero a situar acá la guarida de Escila, monstruo marino que devoraba navegantes. Hoy, en lugar de bestias, el castillo Ruffo custodia silencioso este rincón donde historia se mezcla con presente.
Caminé sin rumbo por Chianalea, barrio de pescadores conocido como "la pequeña Venecia", donde casas parecen brotar del mar. Barcas multicolores se mecían suaves, redes extendidas al sol como guirnaldas. Aroma a pescado fresco mezclado con perfume de bergamotto que crece en jardines colgantes.
La playa fue mi santuario. Tendido sobre arena dorada, con libro como único interlocutor y olas como banda sonora, encontré esa soledad preciosa que "aman los sabios". El sol calentaba mientras observaba a pescadores reparar redes con movimientos precisos, heredados de generaciones. El mar, en espectáculo de azules cambiantes, lamía la costa con suavidad hipnótica.
Al atardecer, cuando luz dorada bañaba fachadas color pastel, subí al castillo. Desde murallas la vista abarcaba el estrecho completo: al norte, costa calabresa serpenteando hasta perderse; al sur, perfil difuso de Sicilia en horizonte. En ese momento entendí el verso completo - esa soledad no era vacío sino plenitud.
Scilla me regaló lo necesario: silencio para escucharme, espacio para respirar, belleza para inspirarme. "Haberse visto en la soledad" resultó ser el mejor regalo. En este pueblo donde mito se hace tangible y tiempo fluye más lento, descubrí que a veces perderse es la mejor manera de encontrarse.
La esencia de Scilla está en detalles: crujido de redes sobre adoquines, sabor salado del tonno rosso recién capturado, sombras alargadas de barcas al atardecer. Pero sobre todo, en esa paz profunda que solo existe en lugares donde mar e historia tallaron, con paciencia milenaria, refugio para el alma.
La semana había dejado tensión espesa en San Lucido. Las malas noticias sobre la ciudadanía cortaban el aire. Necesitábamos resetear, reconfigurar el espacio entre nosotros. Diamante se ofreció como solución: trayecto corto en tren, nombre que prometía brillos, escape hacia el Tirreno donde el mate serviría de tregua.
El pueblo se desplegó como lienzo urbano. Fundado como defensa contra piratas berberiscos, hoy debe más al movimiento muralista que a su pasado militar. Desde los ochenta, artistas transformaron muros en manifiesto pictórico colectivo. Fachadas blancas convertidas en soportes para alegorías marinas, retratos de ancianos con arrugas que narran historias, composiciones abstractas donde azul ultramar dialoga con ocre de tierra. Caminar por sus calles equivalía a recorrer páginas de libro abierto al sol, donde cada fresco planteaba preguntas sobre identidad y memoria.
El castillo aragonés, erguido sobre promontorio rocoso, funcionaba como faro. Desde almenas la vista abarcaba curvatura del golfo, vaivén hipnótico de barcas, perfil difuso de islas Eolias en horizonte. Bajamos al barrio de pescadores, donde casas brotan de roca basáltica, escalinatas talladas en piedra volcánica formando topografía laberíntica.
Almorzamos frugal: pan casero, queso canestrato, tomates secos preparados al alba. Lo compartimos en rincón del paseo marítimo, donde olas rompían contra espigones con ritmo de salmodia. Comer juntos, sin prisa, con el mar como único testigo, fue restaurando lentamente la complicidad erosionada por días anteriores.
La tarde nos llevó a explorar acantilados al sur. Erosión milenaria había esculpido cavidades donde agua marina se estancaba formando pozas cristalinas. Sol declinante tejió redes de luz sobre superficie rocosa, mientras oleaje llegaba amortiguado, como si el paisaje modulara su fuerza para crear espacio de paz.
Diamante operó en nosotros como sus murales: cubrió con nuevas capas las grietas de la semana, demostró que a veces basta cambiar de coordenadas para reencontrar equilibrio. Viaje de regreso se hizo en silencio, pero ya no era ese silencio incómodo de la partida. Era mutismo sereno de quien entiende que ciertos lugares actúan como espejos, devolviéndonos versiones más nítidas de nosotros mismos.
Diamante operó en nosotros como esos murales que lo pueblan: cubrió con nuevas capas de significado las grietas de la semana, demostró que a veces basta cambiar de coordenadas para reencontrar el equilibrio. El viaje de regreso se hizo en silencio, pero ya no era ese silencio incómodo de la partida. Era más bien el mutismo sereno de quien ha comprendido que ciertos lugares actúan como espejos, devolviéndonos versiones más nítidas de nosotros mismos.
La semana había tejido su urdimbre de tensiones en San Lucido, dejando entre nosotros ese malestar sordo que se instala cuando las palabras sobran y los silencios pesan. Las malas informaciones acerca de la ciudadanía estaban cortando el aire. Necesitábamos desandar lo andado, reconfigurar el espacio entre unos y otros. Diamante se ofreció como solución geográfica: un trayecto ferroviario breve que permitía el lujo de no madrugar, un nombre que prometía destellos, una fuga hacia el litoral tirreno donde el mate serviría de ritual conciliador.
La semana había tejido su urdimbre de tensiones en San Lucido, dejando entre nosotros ese malestar sordo que se instala cuando las palabras sobran y los silencios pesan. Las malas informaciones acerca de la ciudadanía estaban cortando el aire. Necesitábamos desandar lo andado, reconfigurar el espacio entre unos y otros. Diamante se ofreció como solución geográfica: un trayecto ferroviario breve que permitía el lujo de no madrugar, un nombre que prometía destellos, una fuga hacia el litoral tirreno donde el mate serviría de ritual conciliador.
Desde que pisé Italia para tramitar mi ciudadanía, Puglia se instaló en mi mente como una obsesión visual. Las interminables sesiones de scrolling nocturno mostraban acantilados sobre el Adriático, callejones blancos y ese mar que parecía teñido con acuarelas. Los comentarios en blogs coincidían: fuera de temporada, cuando los turistas se esfuman, la región revelaba su auténtico carácter. Pero organizar el viaje se convirtió en una epopeya grupal que merece su crónica detallada.
La idea del furgón nació durante una de esas tardes eternas en San Lucido, cuando el aburrimiento nos hacía proyectar aventuras imposibles. "¿Y si alquilamos algo para ir todos juntos?", propuse, sabiendo que en Calabria todo es negociable si tienes paciencia y conoces al dueño correcto. Armamos una lista volátil de seis o siete posibles compañeros de ruta -el número fluctuaba según el día y los ánimos-. Fue Chino quien hizo el contacto clave: "Conozco a un tipo que alquila una Trafic grande".
El encuentro con Emilio en el Bar Sotto Sopra tuvo el ceremonial típico del sur italiano: tres cafés tomados lentamente mientras discutíamos detalles que ya estaban decididos. La Trafic blanca, con sus 300 euros por cuatro días (y entrega a las 7 AM del quinto), parecía hecha para nosotros. El problema surgió cuando hablamos de conductores: mi carnet internacional seguía en trámites burocráticos y entre los demás reinaba un escepticismo calabrés hacia la conducción en carreteras desconocidas. Anto, con su mezcla de temeridad y sentido práctico, terminó aceptando el volante.
Los días previos a la partida fueron una comedia de errores: reuniones para juntar el dinero donde siempre faltaba alguien, discusiones sobre la hora ideal de salida (yo defendía las 5 AM; el grupo prefería "cuando despertemos"), y la inspección minuciosa de la Trafic que Emilio entregó con un "la revisé personalmente" que inspiraba más dudas que confianza. Me quedé con las llaves como símbolo de una responsabilidad que nadie más quería.
Llegamos con el sol alto después de seis horas de ruta donde Anto descubrió que los frenos requerían fe ciega. Polignano nos recibió con ese contraste entre postal turística y vida local: mientras los visitantes se apiñaban en el mirador de Lama Monachile, los viejos del pueblo jugaban a cartas en un patio escondido, indiferentes al alboroto. Caminamos tres horas por escaleras que surgían donde menos lo esperábamos, callejones que terminaban en terrazas privadas con ropa tendida, y plazitas donde el único sonido era el de los gatos peleando por sombra. El mar, siempre presente como un imán, nos guiaba cuando nos perdíamos.
El mediodía nos encontró en Monopoli, donde el ritmo cambiaba radicalmente. Almorzamos nuestros sándwiches frugales en el puerto viejo, viendo cómo los pescadores descargaban langostinos que aún se movían. La playa de Cala Porta Vecchia -accesible por una escalera de piedra gastada por siglos de pies descalzos- fue nuestro refugio hasta el atardecer. El agua fría de abril no impidió que algunos se bañaran, mientras otros (los más sensatos) preferían secarse al sol sobre las toallas.
Al volver al furgón con la piel salada, comprendí que esta primera escala confirmaba lo que sospechaba: Puglia no era solo paisajes, sino una forma de viajar. Había superado las fotos al mostrar sus contradicciones -lo turístico y lo auténtico, lo accesible y lo escondido-. Mientras revisaba el mapa con expresión preocupada (¿habíamos tomado la salida correcta?), supe que lo mejor estaba por venir. El furgón, con sus ruidos sospechosos y asientos incómodos, se había convertido en nuestro caballo de Troya para descubrir el sur verdadero.
El mediodía nos encontró en Monopoli, donde el ritmo cambiaba radicalmente. Almorzamos nuestros sándwiches frugales en el puerto viejo, viendo cómo los pescadores descargaban langostinos que aún se movían. La playa de Cala Porta Vecchia -accesible por una escalera de piedra gastada por siglos de pies descalzos- fue nuestro refugio hasta el atardecer. El agua fría de abril no impidió que algunos se bañaran, mientras otros (los más sensatos) preferían secarse al sol sobre las toallas.
Llegamos a Lecce cuando el sol comenzaba a dorar la piedra leccese, ese material cálido y dorado que convierte cada edificio en una joya al atardecer. La ciudad se reveló de inmediato como una obra maestra del barroco sureño, aunque nuestro tiempo allí fue cruelmente breve. Mientras algunos del grupo se dispersaban hacia heladerías de via Palmieri -donde los sabores de almendra y bergamotto competían en intensidad-, otros intentábamos absorber en dos horas lo que merecía días enteros de exploración.
A menudo se suele mencionar que Lecce es la ¨Florencia del Sur¨, para mi Florencia es la ¨Lecce del Norte¨. Su centro histórico es un catálogo vivo de arquitectura barroca, donde la piedra local -maleable como mantequilla bajo los cinceles de los maestros del siglo XVII- se convierte en encajes pétreos. La basílica de Santa Croce representa el apogeo de este estilo: sus fachadas rebosantes de querubines, frutas esculpidas y figuras mitológicas parecen contener toda la exuberancia del Mediterráneo. El duomo, con su plaza abierta como escenario teatral, demuestra cómo los arquitectos lecceses transformaron el barroco romano en algo distintivamente sureño: menos solemne, más sensual.
Bajo este esplendor barroco yacen estratos más antiguos. El anfiteatro romano, emergiendo parcialmente en la plaza Sant'Oronzo, recuerda que Lecce fue ya importante colonia romana (Lupiae). Los siglos bizantinos dejaron su marca en iglesias como San Nicolò dei Greci, donde aún se celebran liturgias orientales. Pero fue bajo el dominio español que la ciudad floreció como centro intelectual, atrayendo artistas que crearon ese estilo único: el barroco leccés, donde la piedra parece moverse como olas.
La mesa leccesa es un puente entre mar y campo. Los "pasticciotti", tartaletas rellenas de crema pastelera aún tibia, compiten con los "rustici" (hojaldres rellenos de besciamella y pimienta) como emblemas dulces y salados. En los mercados, las "pittule" (bolitas de masa frita con verduras o bacalao) perfuman el aire, mientras los vinos negros del Salento -como el Primitivo- hablan de la tierra roja que rodea la ciudad. El café aquí se toma "alla leccese": con hielo y almíbar de almendras, un antídoto contra el calor.
No vimos los talleres donde los artesanos siguen trabajando la "cartapesta" (papel maché) como en el siglo XVIII, ni alcanzamos a perdernos en el laberinto judío del antiguo Giudecca. El castillo de Carlos V quedó como silueta a lo lejos, y las playas de la costa adriática seguían siendo solo nombres en el mapa. Pero quizás esa frustración fue el mayor elogio: Lecce se nos impuso como una ciudad que exige ser vivida con lentitud, donde cada callejón esconde un patio florecido y cada iglesia secundaria rivaliza con las catedrales del norte.
Al partir apresurados hacia Otranto -donde Facu había conseguido una casa de alquiler ridículamente barata para la temporada, una verdadera ganga con terraza y vistas que luego nos sorprendería-, llevábamos la certeza de que esta "Florencia del Sur" había eclipsado a su homónima norteña en algo fundamental: aquí la belleza arquitectónica no era reliquia encerrada, sino escenario vivo de la cotidianidad. Entre los asientos incómodos del furgón, hicimos ese pacto no escrito de los viajeros: regresar cuando pudiéramos saborear con tiempo sus plazas desiertas al mediodía, madrugadas perfumadas a pan recién horneado, y esa peculiar piedra leccesa que atrapa la luz del Salento para irradiarla en crepúsculos dorados. La prisa nos arrebató horas de exploración, pero nos dejó el regalo más valioso: las ganas feroces de volver.
La casa que Facu había conseguido superó todas las expectativas. Espaciosa, con ventanas que enmarcaban el mar y un precio que parecía sacado de otro tiempo, se convirtió en nuestro cuartel general. Tras repartir habitaciones entre risas y protestas fingidas, salimos a abastecernos. El supermercado cercano fue testigo de nuestro entusiasmo: kilos de pasta, salsas caseras, frascos de alcachofas en aceite y botellas de vino tinto que prometían noches animadas. Esa primera cena, sencilla pero abundante, terminó con carcajadas y planes para el día siguiente.
El amanecer nos encontró ansiosos por explorar. La playa principal de Otranto, a pocos minutos de la casa, era un espejo de aguas quietas donde el sol dibujaba reflejos dorados. Pasamos horas nadando entre peces curiosos, lanzándonos olas imaginarias y riendo como niños, sin preocupaciones ni horarios que cumplir. El agua, tan clara que podíamos ver nuestras sombras sobre la arena del fondo, nos regaló esa sensación rara de libertad que solo el mar sabe dar.
Ale había diseñado una ruta que resultó ser perfecta sin necesidad de explicaciones pomposas. Nadie prestó mucha atención cuando compartió el plan, pero al final del día todos reconocimos que había clavado cada parada. El furgón, siempre fiel, nos llevó primero a Le Due Sorelle, donde dos imponentes farallones emergían del mar como guardianes de piedra. La caminata hasta llegar valió cada paso: al final, una playa de guijarros lisos como huevos nos esperaba, con aguas que cambiaban del verde esmeralda al azul cobalto según la profundidad.
Luego vino San Andrea, con su arena dorada y fina que se colaba entre los dedos de los pies. Lo que más nos sorprendió fueron las formaciones rocosas naturales que creaban piscinas de marea, perfectas para descansar entre chapuzón y chapuzón. El lugar tenía ese equilibrio perfecto entre accesible y salvaje, con suficientes comodidades pero sin perder su esencia.
El punto culminante llegó con la Grotta della Poesía, un lugar que parecía sacado de un cuento mitológico. La caverna abierta al mar formaba una piscina natural de aguas cristalinas, rodeada de plataformas de roca desde donde los más valientes (o temerarios) se lanzaban. El sol entraba por las aperturas en la piedra, creando juegos de luz que bailaban sobre el agua. Allí pasamos la mayor parte de la tarde, alternando entre nadar, tomar sol y reírnos de los intentos fallidos de hacer piruetas antes de caer al agua.
El final del día nos encontró con las botellas de cerveza vacías sobre la mesa de la terraza. El sur de Italia se había filtrado en nosotros de la manera más discreta - no a través de monumentos fotografiados mil veces, sino en el gesto del panadero que nos regaló un trozo de focaccia aún caliente, en el viejo del puerto que nos señaló con el mentón hacia la mejor cala, en ese cansancio satisfactorio que solo da un día de playas secretas descubiertas casi por azar.
Al día siguiente, antes de iniciar la vuelta, no hicimos promesas solemnes de volver, porque algunos pactos no necesitan palabras. El furgón esperaba estacionado afuera, su interior aún tibio por las primeras horas de sol de la mañana, lleno de arena y toallas húmedas - el mejor testimonio de que habíamos entendido finalmente cómo viajar por estas tierras: sin prisa, con los sentidos alerta, y siempre con lugar para lo inesperado.
La ruta de vuelta se convirtió en descubrimiento. Decidimos desviarnos de la carretera principal para atravesar el corazón de la Murgia, donde los pueblos blancos coronan las colinas como nevadas perpetuas.
Alberobello nació de un vacío legal. En el siglo XV, los campesinos de la zona, obligados a pagar tributos por cada vivienda estable, idearon estas construcciones sin mortero -los trulli-, que podían derribarse rápidamente ante las inspecciones fiscales. Hoy, el Rione Monti alberga más de 1,000 de estas estructuras, muchas convertidas en tiendas de recuerdos o alojamientos turísticos, pero otras aún habitadas por locales que miran con cierta ironía a los visitantes fascinados por su vida cotidiana.
Ostuni se apareció primero en el horizonte, su silueta recortada contra el cielo azul intenso. Seria correcto definirlo como una especie de escultura habitada. Las casas encaladas -tan blancas que lastimaban los ojos al mediodía- trepaban la colina en espiral hacia la catedral gótica. Caminamos por calles que eran más bien hendiduras entre muros inmaculados, donde las puertas azules y verdes parecían cuadros colgados en una galería blanca. En la Piazza della Libertad, un grupo de ancianos discutía acaloradamente junto al obelisco barroco, ignorando por completo a los turistas que intentábamos descifrar el mapa.
Media hora más al norte, Locorotondo nos sorprendió con su perfección circular. Aquí la arquitectura tomaba un aire distinto: las casas no solo eran blancas, sino que sus fachadas curvas y los techos puntiagudos (llamados "cummerse") le daban un aire de pueblo de juguete. Nos sentamos en el mirador junto a la iglesia madre, donde la vista abarcaba el valle de Itria salpicado de trulli aislados.
Lo más memorable fue el silencio. A diferencia de Ostuni, aquí casi no había turistas. Solo el sonido de nuestras pisadas en el empedrado y el rumor de persianas que se abrían cuando pasábamos.
Alberobello apareció a media mañana, cuando el sol empezaba a calentar las piedras claras de los trulli, esas construcciones cónicas que parecen sacadas de un cuento de hadas. La suerte nos acompañó: al estar en temporada media, el pueblo no mostraba ese bullicio asfixiante que describían las guías para julio y agosto.
Alberobello nació de un vacío legal. En el siglo XV, los campesinos de la zona, obligados a pagar tributos por cada vivienda estable, idearon estas construcciones sin mortero -los trulli-, que podían derribarse rápidamente ante las inspecciones fiscales. Hoy, el Rione Monti alberga más de 1,000 de estas estructuras, muchas convertidas en tiendas de recuerdos o alojamientos turísticos, pero otras aún habitadas por locales que miran con cierta ironía a los visitantes fascinados por su vida cotidiana.
Nuestros pasos resonaban entre las estructuras cónicas, cada una con su pináculo distintivo que delataba la habilidad del artesano que la levantó. El Trullo Sovrano, con sus dos niveles inusuales, nos mostró la vida cotidiana de quienes habitaron estas construcciones siglos atrás - sus muebles rústicos, sus cocinas de humo negro en las paredes, sus camas estrechas junto a las ventanas minúsculas. Lo más revelador fueron los ritmos cotidianos que persistían entre el bullicio turístico: ancianas que fregaban los escalones con agua y jabón negro, camisas de trabajo extendidas al sol entre dos construcciones vecinas, el aroma penetrante a granos de café recién tostados que escapaba de una ventana entreabierta.
A mediodía, mientras comíamos focaccia sentados en los escalones de la iglesia de San Antonio (curiosamente, también un trullo), discutimos la paradoja del lugar: ¿hasta qué punto seguía siendo un pueblo real y no un escenario? Algunos lo encontraron demasiado preparado para turistas; otros, como yo, valoramos la singularidad arquitectónica, aunque sin ese flechazo que esperábamos.
Nuestros pasos resonaban entre las estructuras cónicas, cada una con su pináculo distintivo que delataba la habilidad del artesano que la levantó. El Trullo Sovrano, con sus dos niveles inusuales, nos mostró la vida cotidiana de quienes habitaron estas construcciones siglos atrás - sus muebles rústicos, sus cocinas de humo negro en las paredes, sus camas estrechas junto a las ventanas minúsculas. Lo más revelador fueron los ritmos cotidianos que persistían entre el bullicio turístico: ancianas que fregaban los escalones con agua y jabón negro, camisas de trabajo extendidas al sol entre dos construcciones vecinas, el aroma penetrante a granos de café recién tostados que escapaba de una ventana entreabierta.
A mediodía, mientras comíamos focaccia sentados en los escalones de la iglesia de San Antonio (curiosamente, también un trullo), discutimos la paradoja del lugar: ¿hasta qué punto seguía siendo un pueblo real y no un escenario? Algunos lo encontraron demasiado preparado para turistas; otros, como yo, valoramos la singularidad arquitectónica, aunque sin ese flechazo que esperábamos.
El reloj marcaba la hora de partir. El Chino y Augusto revisaban los neumáticos del furgón - va, fingían, si tienen menos mecánica que el ballet del teatro Colón-, mientras con Facu nos reíamos de semejante venta de humo. Alberobello quedaba atrás, con sus trulli perfectos como escenografía cinematográfica. Habíamos visto lo que venía en las fotos -las casas cónicas, las calles empedradas- pero algo faltaba. Quizás era el roce de la vida real, ese que sí encontramos en el resto de Puglia.
El último día nos condujo hasta los confines de Basilicata, donde Matera emergió como un archivo arquitectónico abierto. La ciudad, esculpida en la roca viva del barranco de Gravina, presentaba su fisonomía milenaria: viviendas troglodíticas apiladas en desorden calculado, callejones que serpenteaban entre fachadas de toba calcárea, escalinatas gastadas por siglos de tránsito humano. No era un conjunto de edificios, sino un organismo geológico modificado por generaciones.
Caminar Matera exigió negociar con su orografía implacable. Cada ascenso por rampas empedradas revelaba perspectivas nuevas: patios donde ancianas moldeaban orecchiette siguiendo ritmos ancestrales, balcones colgantes con macetas de albahaca, portales medievales convertidos en talleres de artesanos. La Catedral, erguida en la cima, funcionaba como faro orientador entre el laberinto de niveles y desniveles. La piedra local, de un beige uniforme bajo el sol cenital, mutaba al dorado intenso con los primeros indicios del ocaso.
El ritual vespertino comenzó en un mirador al noroeste de la ciudad, accesible tras una ruta secundaria que la Traffic ascendió con esfuerzo. A las 20:47, según el reloj del tablero, se activó el alumbrado público. El fenómeno fue progresivo: primero las farolas de las vías principales, luego los focos estratégicos en iglesias rupestres, finalmente las luces cálidas de ventanas y balcones. La toba calcárea, antes monócroma, se saturó de tonalidades áureas. Las sombras profundizaron los volúmenes de los sassi, creando un claroscuro que convertía cada cueva-habitación en una celda de panal luminiscente.
La carretera de vuelta a San Lucido se transformó en una ceremonia involuntaria. Alguien activó una playlist de éxitos italianos ochenteros, y el vehículo vibró con las carcajadas generadas por nuestras interpretaciones desafinadas de "Gloria" y "Sarà perché ti amo". Los 317 km se midieron en estribillos coreados y anécdotas repetidas, cada curva nocturna borrando un poco más la frontera entre el cansancio físico y la euforia residual del viaje.
Al estacionar frente al departamento en San Lucido (1:09 AM, según el reloj de la plaza), el balance era claro: Puglia había operado una transformación silenciosa en nosotros. No a través de monumentos fotogénicos, sino mediante la acumulación de instantes precisos: el crujido de las sfogliatelle recién horneadas en un café de Lecce, donde el azúcar glass se mezclaba con el murmullo de debates filosóficos en dialecto salentino; el eco cavernoso de las olas rompiendo contra los acantilados de Polignano al Mare, amplificado por las grutas que perforaban la costa como catedrales naturales; el silencio cargado de historia en el castillo de Otranto, donde el viento susurraba entre las almenas como un relato inconcluso; y el contraste definitivo entre la Matera diurna, ascética en su paleta de tierras quemadas, y su versión nocturna, transfigurada en un relicario de luz ámbar bajo el cielo estrellado.
Prometí regresar, no por obligación romántica, sino por comprensión: el sur de Italia exige lecturas múltiples. Cada pueblo visitado funcionó como un fractal, donde lo aparente (los trulli, los sassi, las calas) solo insinuaba capas más profundas de historia y adaptación humana. Puglia, junto al Alto Adigio y la Toscana, forma ahora mi tríada personal italiana: tres versiones de un país que rehúye definiciones simples.
El verdadero legado del viaje no está en las fotos, sino en la forma en que ciertos aromas (tomillo seco, salitre, masa de pan fermentando) activan memorias involuntarias. O cómo el cansancio acumulado aquella noche se recuerda, paradójicamente, como una forma plena de vitalidad. Matera fue el broche perfecto: una ciudad que resume la esencia del Mezzogiorno, donde belleza y resistencia son dos caras de la misma moneda tallada en piedra.
La ciudad se despliega en un valle estrecho, custodiada por los picos del Bondone y el Vigolana, que en invierno se cubren de nieve como gigantes encanecidos y en verano se visten de un verde casi irreal. El río Adigio corta la ciudad en dos mitades que dialogan entre puentes de piedra: una, la Trento histórica de plazas empedradas; la otra, la ciudad universitaria que palpita con energía joven. El clima aquí es un personaje más —inviernos que muerden con -5°C, veranos donde el sol rebota en las fachadas barrocas como un proyectil—, pero los trentinos lo domestican con cafés humeantes y chaquetas técnicas de última generación.
Trento se despliega en un valle estrecho, custodiada por los picos del Bondone y el Vigolana, que en invierno se cubren de nieve como gigantes encanecidos y en verano se visten de un verde casi irreal. El río Adigio corta la ciudad en dos mitades que dialogan entre puentes de piedra: una, la Trento histórica de plazas empedradas; la otra, la ciudad universitaria que palpita con energía joven. El clima aquí es un personaje más —inviernos que muerden con -5°C, veranos donde el sol rebota en las fachadas barrocas como un proyectil—, pero los trentinos lo domestican con cafés humeantes y chaquetas técnicas de última generación.
La Università degli Studi di Trento no es solo un centro académico, sino el motor económico de la ciudad. Sus facultades de Ingeniería y Sociología atraen estudiantes de toda Europa, que llenan las osterie de Piazza Fiera debates sobre inteligencia artificial y vinos Trento DOC. Los ciclistas con mochilas llenas de libros esquivan tranvías en Via Belenzani, mientras los profesores —siempre con una carpeta bajo el brazo— discuten en dialecto en los bancos del Parco di S. Chiara. El CIBIO, centro de biología integrada, es un imán para investigadores: sus vidrieras reflectantes esconden laboratorios donde se manipulan genomas entre sorbos de espresso.
Piazza Duomo es el escenario de una contradicción encantadora: el mercado di frutta e verdura, donde agricultores del Val di Non ofrecen manzanas Golden como esferas perfectas, coexiste con la Catedral de San Vigilio, cuya fachada rosada guarda frescos de pecadores medievales condenados a escalar montañas de hielo. Los jueves, el olor a canederli (albóndigas de pan) se mezcla con el incienso de la misa de mediodía.
Sus secretos cotidianos se esconden en rincones que solo los locales conocen. En Libreria Due Punti, un café-librería de via San Marco, los estudiantes subrayan tratados de filosofía con una mano mientras sostienen un cornetto con la otra. A quince minutos caminando, detrás del cementerio monumental, el Sentiero dei Castagni ofrece una hora de caminata donde las castañas caen sobre lápidas del siglo XIX cada otoño, creando un contraste entre la muerte tallada en mármol y la abundancia que rueda por el suelo. Y no puede faltar el MUSE, el Museo delle Scienze diseñado por Renzo Piano, cuya estructura imita los picos dolomíticos y alberga un acuario de peces alpinos que parecen nadar entre reflexiones sobre el tiempo detenido.
Trento me conquistó por su equilibrio único: es lo suficientemente grande para ofrecer oportunidades, pero íntima como un pueblo. Sus calles mezclan el murmullo de estudiantes ebrios de café con el silencio respetuoso de las iglesias barrocas. Aquí, incluso un día libre se convierte en aventura gracias a secretos como las Guest Card de Ana, que me permitieron explorar sin gastar un euro. Cada vez que paso bajo el Arco di via San Pietro, donde un fresco de la Virgen protege a ciclistas y ejecutivos por igual, sé que este es el lugar para dejar crecer las raíces y asentarse.
El tren de Bressanone a Bolzano tardó 40 minutos en recorrer un valle que parecía diseñado por un viticultor obsesivo: hileras de viñas trepando laderas, pueblos con torres que punzaban el cielo gris, y el río Isarco serpenteando como una cinta plateada. Bolzano me recibió con su aire de ciudad fronteriza —donde el "buongiorno" compite con el "grüß Gott"— y una temperatura que hacía crujir los pulmones.
Con 108.000 habitantes, Bolzano es un modelo de eficiencia alpina. Las bicicletas tienen carriles exclusivos entre tilos podados con precisión militar. Los autobuses eléctricos pasan cada 7 minutos exactos. Hasta los semáforos parecen sincronizados con algún reloj maestro enterrado bajo los Alpes. En la Piazza Walther, el corazón medieval, los cafés sirven apfelstrudel junto a espressos que podrían despertar a un muerto. Pero el verdadero imán está en el Museo Archeologico dell’Alto Adige, donde Ötzi, el hombre de hielo de 5.300 años, observa con ojos vacíos a los turistas que le sacan fotos.
El bus 180 serpenteó por la SS241 durante 40 minutos, cada curva revelando picos más audaces. El lago di Carezza apareció de repente, un óvalo de aguas turquesas encajado entre el Latemar y el Catinaccio, dos macizos que compiten en verticalidad. El trekking circular comenzó tras un puente de troncos, el sendero azul guiándome entre bosques de pino silvestre donde las piñas caían como proyectiles naturales. Cada mirador ofrecía una nueva perspectiva: el lago como espejo fracturado, las montañas duplicándose en el agua con una simetría casi artificial. A medio camino, el mate hirviendo en mi termo —ritual porteño en tierra tirolesa— atrajo miradas curiosas de excursionistas alemanes.
El regreso lo hice a pie, siguiendo un sendero secundario hacia Welschnofen. Cuatro kilómetros entre praderas alfombradas de tréboles, cruzando arroyos por pasarelas que crujían bajo mis pasos. Las vacas, indiferentes a mi presencia, rumiaban con mirada de sabios estoicos. En el pueblo, una parada de bus solitaria me devolvió a Bolzano, habiendo ganado la satisfacción del caminante que descubre atajos.
Las Guest Cards -herramienta de promoción en la zona para los huéspedes de hoteles que permiten utilizar medios de transporte como buses, trenes y funiculares sin ningún tipo de costo-, regalo clandestino de Ana la recepcionista, fueron mi llave maestra. Al caer la tarde, el funicular de Colle di Bolzano me elevó hasta un mirador donde el Rosengarten —macizo que los ladinos llaman "Jardín de las Rosas"— se tiñó de naranja y púrpura. Mientras turistas pagaban por la vista, yo observaba el espectáculo con la gratitud de quien sabe que los mejores momentos no tienen etiqueta de precio.
Bolzano, al despedirme, dejó una paradoja: su perfección ordenada es solo la cáscara. La esencia está en esos huecos que la eficiencia no logra rellenar —el gato que dormita en el umbral de la panadería Fink, el eco de un acordeón en Via dei Bottai, el lago que guarda en sus aguas el secreto de cómo ser patagónico sin salir de Italia—
San Lucido quedó atrás con su costa tirrena aún prendida a la piel. El proceso de ciudadanía —esa mezcla de burocracia, esperas interminables y pequeños triunfos entre traductores jurados y cafés compartidos— había culminado. En mis manos, el pasaporte bordó de la UE guardaba el olor a papel nuevo y a futuro por escribir. Calabria me dejaba más que documentos: una cadencia dialectal en el habla, el hábito del passeggiata vespertina, y esa comprensión íntima de cómo el sol puede moldear rutinas enteras.
El pasaje de vuelta a Argentina, fijado para diciembre, marcaba un plazo. Tenía tres meses para explorar lo que Italia aún me escondía. Entre todas las regiones pendientes, una destacaba con urgencia: las Dolomitas. Desde mi llegada al país, su perfil dentado en fotos de viajeros me evocaba Torres del Paine o El Chaltén —aire patagónico trasplantado al corazón alpino—. Pero los costos iniciales (hoteles de 200€ la noche, teleféricos a 50€ el recorrido) habían sido barreras infranqueables. Ahora, con el permiso de trabajar, todo cambiaba.
La ciudadanía italiana no solo me abrió fronteras, sino opciones laborales. Podía buscar empleos con alojamiento y comida incluidos, liberando tiempo y recursos para explorar las Dolomitas en mis días libres. Envié currículums a hoteles y fincas, y a los dos días recibí una llamada del Hotel My Arborl, un establecimiento 5 estrellas en Bressanone —o Brixen, como lo llaman los locales en alemán—. La oferta era perfecta: food runner con hospedaje y tres comidas diarias. La oferta era perfecta: food runner con hospedaje y tres comidas diarias.
Consulté con Timmy y Nadine. Ambos confirmaron que el hotel tenía buena reputación, aunque advirtieron sobre el rigor laboral típico de los establecimientos alpinos. "Es duro, pero las montañas lo compensan", me dijo Nadia por WhatsApp, junto a una foto del Plose cubierto de niebla matinal.
Antes de aceptar, negocié con el manager: "¿Hay espacio para dos amigos más?". Chino y Ale, compañeros de viaje, también buscaban trabajo. El hotel accedió. Una semana después, los tres estábamos en Bressanone: yo y Chino como food runners, Ale en el spa.
El viaje fue una maratón de conexiones. Mi amigo Fedele me llevó en su Fiat Panda desde San Lucido hasta Paola bajo un amanecer tirreno. De ahí, el tren regional a Nápoles avanzó junto a acantilados que caían en picado al mar. En Nápoles, un autobús nocturno a Roma me permitió dormitar entre turistas con mochilas más grandes que las maletas. En Roma, la estación Tiburtina era un hervidero de madrugada. Subí a otro autobús con destino a Bolzano: 8 horas de asiento estrecho, pantallas de TV con películas alemanas sin subtítulos, y ventanas que mostraban el cambio gradual de paisaje —los olivares de Lacio dando paso a los viñedos en terrazas de Trentino, luego a los primeros picos nevados del Alto Adigio—. En Bolzano, el tren local a Bressanone completó el trayecto. Los vagones vacíos olían a madera de abeto y desinfectante. Cuando el altavoz anunció "Brixen, nächster Halt" en alemán primero, italiano después, supe que el Mediterráneo había quedado atrás. Las montañas ahora eran muros de dolomita que estrechaban el valle, y el aire —cortante, con notas de humo de leña— confirmaba que el sur ya solo era un recuerdo en el espejo retrovisor.
Quince días en el Hotel fueron suficientes para mapear jerarquías invisibles. Los horarios -excesivos y cambiantes- y el trato del personal local (altoatesinos de mirada glacial y órdenes en alemán) contrastaban con la solidaridad de algunos trabajadores que no pertenecían a la zona. Pamela, Ramil, Karina, Marta, Anna (la única local amable), y Samba y Nkemba - gambiano y nigeriano que se autollamaban the lions- fueron las personas con las que forje amistades y las que nos ayudaron - a Ale y Chino también- a que la adaptación sea menos sufrible de lo que realmente era. A los tres días, supe que mi lugar no estaba entre manteles almidonados, sino en las montañas que se veían desde la ventana de la lavandería.
Decidí buscar alternativas. En mis días libres, mientras exploraba senderos cercanos, descubrí anuncios de cosecha de manzanas en Tramin: sueldos por caja recolectada, alojamiento en casas rurales, libertad total. Presenté mi renuncia al hotel. Chino y Ale optaron por quedarse —"Es agotador, pero prefiero la seguridad", dijo Ale—. Yo, con una mochila cargada de mapas de trekking y ropa térmica, tomé el primer tren a Tramin. Las montañas me esperaban, y esta vez, sería en mis términos.
El último día entregué el uniforme en recepción. Chino y Ale me esperaban junto a la salida de personal. "Nos vemos en Argentina para las fiestas", dijo Ale con un apretón de manos. Chino asintió, ya con su overol de servicio listo para otra jornada. Salí caminando hacia la estación de autobuses, mochila al hombro, sin miradas atrás. El primer transporte a Tramin salía en media hora. Las montañas, al menos, no pedían protocolos ni horarios.
Bressanone, fundada en el año 901 d.C., se alza como un testimonio vivo de la fusión entre el mundo alpino y mediterráneo. Su centro histórico es un libro abierto de capítulos contradictorios: en el Duomo di Santa Maria Assunta, los frescos del Juicio Final muestran demonios ataviados con Lederhosen tirolesas y santos vestidos como mercaderes venecianos, una ironía pictórica que resume siglos de tensiones culturales. A pocos pasos, la Hofburg —antiguo palacio episcopal— guarda manuscritos iluminados cuyo olor a cera vieja y pergamino se pega a las manos. Pero es en la Via dei Portici Maggiori, galerías del siglo XII, donde el presente y pasado chocan sin disimulo: puestos de speck ahumado comparten espacio con estatuillas de San Cassiano en bronce oxidado, como si la devoción y el comercio nunca hubieran pactado tregua.
Las montañas circundantes, sin embargo, son el verdadero imán. El trekking en esta región no es deporte, sino un diálogo con la geología. El Plose (2,562 m) inicia en St. Andrä, con un ascenso de cuatro horas que atraviesa bosques de pino cembro donde los cencerros de las vacas suenan como campanadas distantes. Al alcanzar la cima, el valle Isarco se despliega como un tapiz de pueblos y viñedos, enmarcado por las agujas del Sass de Putia.
Para quienes buscan luz dorada, el Valle di Funes ofrece un espectáculo cronometrado: seis horas de caminata desde Santa Maddalena, entre graneros de madera ennegrecida por siglos (maso), culminan al atardecer, cuando las paredes de las Odle/Geisler se tiñen de rosa exactamente doce minutos antes del crepúsculo. El Lago di Varna, accesible tras cuatro horas de sendero desde la aldea homónima, sigue la huella de un acueducto medieval tallado directamente en la roca. Sus aguas, de un verde esmeralda profundo, reflejan el circo montañoso con una precisión quebrada solo por el aleteo de los pájaros acuáticos. En contraste, el Monte Pascolo (1,736 m) revela la terquedad humana: viñedos en terrazas de 45° de inclinación, donde las raíces del Vernatsch se aferran a la tierra como manos escaladoras. La ruta circular desde la Abadía de Novacella toma tres horas y en octubre, el suelo se alfombra de hojas rojas que crujen bajo las botas. Para los audaces, la Punta Cervina (2,451 m) exige equipo técnico y siete horas de esfuerzo. La via ferrata de la cresta este —con vientos de 80 km/h— lleva a una cima donde el Alto Adigio se muestra en su plenitud: valles serpenteantes, pueblos que son motas de color en la inmensidad pétrea, y el silencio rotundo de las alturas.
Tramin se aferra a las laderas del Alto Adigio como un racimo de casas color miel derramado entre viñedos escalonados y bosques de castaños que en octubre estallan en llamaradas ocres. Aquí, cada sendero huele a fermentación: a manzanas Granny Smith recién cortadas y a Gewürztraminer descargando su perfume a pico de barrica. El pueblo —Termeno sulla Strada del Vino para los mapas— late alrededor de su campanario gótico, cuya aguja punza las nubes bajas que rozan los Alpes de Ötztal. Entre los muros de piedra porfídica de las granjas, aún resuenan las palabras ladinas mezcladas con el italiano oficial y el alemán práctico de los contratistas.
Mi jornada comenzaba al filo de las 8 AM, cuando la niebla matinal aún tejía velos sobre los manzanales de la finca de los Hirtz. Ernst, el patriarca de manos nudosas como raíces de vid, enseñaba el arte de torsión exacta para desprender la Golden Delicious sin dañar el pedúnculo. "No es fuerza, es ángulo", gruñía mientras sus dedos ejecutaban un giro preciso que yo tardé semanas en dominar. Las cajas de plástico azul —siempre apiladas en múltiplos de siete— se llenaban bajo el sistema de triple clasificación: tamaño (de 70 a 90 mm), ausencia de russeting (esas cicatrices doradas que para algunos mercados son defecto, para otros, carácter), y densidad de color. Las mejores, aquellas que reflejaban el cielo como espejos convexos, iban destinadas a los supermercados de Zúrich; las imperfectas, a las prensas de Mosto Stassen en Lana.
Florien - hijo de Ernest y Helene-, con su tractor modificado para circular entre hileras estrechas, coordinaba el ballet de recolectores: dos locales que hablaban en un dialecto cerrado donde "apfel" se convertía en "eapfl" y yo. A mediodía, Helene aparecía con una cesta de tela llena de Schüttelbrot cubiertos de speck y queso Tilsiter. Comíamos bajo la sombra oblicua de los perales salvajes, discutiendo sobre la humedad relativa y su impacto en la cosecha. Por las tardes, mientras Caroline y Leoni - hijas de Florien y Evelyn- correteaban entre las hileras convirtiendo gusanos en mascotas provisionales, Evelyn supervisaba el pesaje final con una tablet que contrastaba con sus delantales bordados a mano.
Los sábados de horas extras tenían sabor a vendimia paralela. El viñedo de media hectárea en la parcela del Lagrein era un hervidero de vecinos armados de tijeras Pellenc. Allí aprendí que el Gewürztraminer se corta en racimos compactos solo después del mediodía, cuando el rocío se evita para no diluir los terpenos. Las uvas viajaban en remolques abiertos hasta la cantina social de Cortaccia, donde prensas neumáticas las convertían en mosto bajo la vigilancia de un enólogo que olía cada carga como un perro trufero.
Las noches en Tramin olían a leña quemada y fermentación secundaria. Desde mi habitación en el granero restaurado, veía las luces de los tractores avanzar entre los manzanales como luciérnagas mecánicas. Un domingo cualquiera, cuando la plaza frente a la Iglesia de San Quirino se llenaba de puestos de lana merino y strudel de ruibarbo, yo tomaba el tren de las 10:24 hacia Vipiteno para visitar a mis amigos en mi día libre.
Vipiteno —Sterzing para los carteles bilingües— emerge tras un recodo del Eisack como un decorado teatral donde el Tirol se funde con la Lombardía. Sus casas burguesas de frontones escalonados exhiben frescos de dragones heráldicos junto a logotipos de outdoor brands. Timmy y Nadine, mis anfitriones, me guiaron por la Via Città Nuova hasta la Pizzeria Zum Wolf, donde el horno de leña convive con una colección de crampones antiguos. La pizza "Alpen Speck" —base de centeno, montañas de cebolla caramelizada y cubos de speck affumicato— demostraba que la altitud influye tanto en la cocina como en el vino.
Nuestra excursión al Pfunderer Berge fue una lección de microclimas: bosques de alerces cedían el paso a praderas donde las marmotas silbaban advertencias en dialecto. Timmy señalaba las cumbres con nombres que son trabalenguas (“Hochfeiler”) mientras Nadine explicaba cómo las rutas de contrabando de la Guerra Fría ahora son senderos para mountain bikes.
En otro de mis días libres me porpuse visitar el lugar mas popular de la región. Llegar al lago di Braies exigió una coreografía de transportes: tres trenes regionales (Trento-Bolzano, Bolzano-Bruneck, Bruneck-Niederdorf) y dos autobuses Postale con conductores que desafiaban curvas a 40 grados de inclinación. El lago, enclavado en el Parque Natural Fanes-Sennes-Prags, es una losa de esmeralda líquida rodeada por murallas dolomíticas. El trekking del circuito completo (3.8 km) revela capillas geológicas: estratos de arenisca calcárea que se despliegan como las páginas de un libro petrificado. En la orilla norte, los botes de remo Pintz se alineaban como juguetes abandonados por gigantes, sus cascos de madera golpeando suavemente contra las piedras con un sonido a campanas subacuáticas.
La despedida en la granja tuvo la textura de un rito agrícola: Ernst me entregó una navaja con grabado de manzanas, Florien cargó mi mochila con tres botellas de Gewürztraminer Riserva, y las niñas me dibujaron un mapa imaginario de Tramin donde el lago era una mancha azul más grande que Austria. Al subir al tren hacia Munich, con Praga esperando en conexiones sucesivas, comprendí que en los Alpes incluso los adioses tienen sabor a sidra ácida y promesas de vendimias futuras.
Llegué a Matarello con el polvo de África aún en las botas y el recuerdo fresco de las risas en San Lucido, donde había reencontrado a Rosa, Andrea, Samanta y Fedele. Tras despedirme de Augusto y su familia -donde los choris al humo y las birras heladas escribieron nuestro último brindis-, necesitaba echar raíces temporales. Italia me retenía entre dosis de vacunas y burocracia pandémica, y en ese limbo encontré el voluntariado perfecto: un refugio de techos rojos junto a los Alpes de Trentino, donde los castaños milenarios vigilan los huertos de manzanas.
Marianna, mi anfitriona, trabajaba en la recepción del Hotel Panorama con uñas impecables y modales de hospitalidad profesional, pero su verdadera pasión era cuidar de Ariel, su golden retriever de tres años que ladraba cada vez que sonaba el timbre de la cocina. Mi tarea principal consistía en pasear al perro por las mañanas y realizar trabajos básicos de mantenimiento en su casa: regar las macetas de geranios, limpiar canaletas, y asegurar que la leña estuviera apilada bajo el cobertizo antes de las lluvias otoñales. También colabore con una mudanza.
El verdadero eje del voluntariado estaba en la casa de Wilfred, a cuarenta minutos caminando por la Via dei Castagni, con una pendiente rompe gemelos. Un hombre de 80 años que cargaba en sus hombros el peso de una tristeza silenciosa: su esposa Greta vivía en la residencia Geriátrica San Michele desde hacía dos años, tras ser diagnosticada con Alzheimer severo. "La familia dice que no puedo cuidarla", me confesó el primer día mientras afilaba unas tijeras de podar con gesto mecánico.
Nuestro trabajo se limitaba exclusivamente al patio trasero de su casa. Pablo —el santafesino que también estaba de voluntario— y yo nos turnábamos para podar meticulosamente las parras de kiwi que trepaban por el muro sur, haciendo cortes en ángulo de 45 grados con tijeras para evitar que las ramas secas comprometieran la próxima cosecha. Otra de nuestras tareas consistía en limpiar las hojas muertas de los castaños centenarios usando rastrillos de dientes flexibles, amontonando el follaje otoñal en sacos de yute que Wilfred luego convertía en abono.También dedicábamos horas a aplicar fungicida a base de cobre en las plantas de tomate que él, contra toda lógica estacional, insistía en mantener vivas. "Son las favoritas de Greta", repetía mientras señalaba las matas mustias, como si el cuidado de esos frutos rojos fuera un acto de fe en el regreso de su esposa del geriátrico.
Las tardes terminaban con Wilfred sentado en su banco de hierro forjado, mirando el retrato de bodas que colgaba en el porche mientras Pablo y yo esperábamos el momento en que rompiera el silencio con frases sueltas: "Ella preparaba la mejor strudel de manzana del Trentino", o "¿Sabían que los kiwis necesitan poda en invierno para dar frutos dulces?".
Matarello fue un paréntesis necesario: las segundas dosis de vacuna que necesitaba para África se convirtieron en excusa para arraigar temporalmente entre castaños. Pero cuando los costos de vuelos y safaris se dispararon como la espuma de un cappuccino mal hecho, tracé una X sobre el continente africano y rotulé "Grecia" en mi mapa mental con letras mayúsculas.
Pablo partió primero, dos días antes que yo. Mi última tarde con Wilfred transcurrió como siempre: podando kiwis bajo un cielo plomizo. No hubo regalos materiales, sólo un apretón de manos que se transformó en abrazo cuando murmuré "Arrivederci". Sus palabras finales —"Greta habría hecho strudel para vos"— contenían más gratitud que cualquier objeto. Ariel, la golden retriever de Marianna, lamió mis pantalones como despedida oficial.
Este segundo paso por el Trentino nació de la conveniencia, sí, pero se transformó en recordatorio de que hasta las paradas obligatorias pueden ser luminosas. Si la primera vez descubrí los Alpes con ojos de principiante, ahora los recorrí con la certeza de que los lugares que nos usan de refugio terminan grabándose en la piel como los nudos de un castaño viejo. África esperaría. Grecia llamaba. Y yo, con la mochila llena de recuerdos que no pesaban, ya estaba en movimiento.