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Singapur es una ciudad diseñada como un experimento, un laboratorio donde la eficiencia se convirtió en religión. Los rascacielos se alinean como circuitos en una placa madre, el metro es tan exacto que parece programado, y las reglas alcanzan niveles casi caricaturescos: multas por mascar chicle, sensores que detectan orina en ascensores, semáforos que calculan el flujo peatonal como si la calle fuera un algoritmo. El país funciona, sí, pero detrás de ese orden quirúrgico late una tensión: ¿puede una sociedad crecer sin desorden?
El “milagro económico” que lo impulsó al podio global ya empieza a mostrar grietas. Los fines de semana, las colas interminables hacia Johor Bahru revelan un secreto a voces: miles de singapurenses cruzan a Malasia para comprar gasolina, medicinas o comida más barata. Jóvenes profesionales sueñan con emigrar a Australia o Canadá, y muchos jubilados venden sus pisos estatales para retirarse en Bali. La isla que prometía prosperidad ahora expulsa a quienes la construyeron.
Caminar por Marina Bay es como atravesar un escenario de ciencia ficción: el Sands parece una nave suspendida sobre tres columnas, los drones iluminan espectáculos en el cielo y los centros comerciales emiten un frío de laboratorio. Pero basta con desviarse unas calles para sentir el contraste: abuelas removiendo currys en hawker centers, familias durmiendo en literas dentro de apartamentos mínimos, estudiantes apurando un kopi a noventa centavos mientras a dos manzanas otro café vende la misma taza por ocho dólares. Todo convive, nada se mezcla.
Little India y Chinatown sobreviven como parches de autenticidad en medio del vidrio pulido. Aquí los cables eléctricos cuelgan como raíces, los templos hinduistas huelen a coco quemado, y los abuelos mueven piezas de ajedrez en mesas de plástico bajo toldos improvisados. Son rincones donde aún respira el desorden, aunque la gentrificación ya merodea en forma de cafés hipster y galerías que suben los alquileres.
Los Jardines de la Bahía son la metáfora exacta de este país: árboles de acero que generan energía solar, cascadas climatizadas y flores que nunca mueren. Todo es asombroso, nada es espontáneo. Incluso la naturaleza ha sido dibujada en software. Es difícil no admirar esa perfección y, al mismo tiempo, no preguntarse qué queda afuera. Singapur deslumbra con luces impecables, pero también con silencios que inquietan. Viajar aquí no es entrar a un destino: es entrar a una pregunta.
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